Especial Nanocuentos II

Editorial
Lo que todos esperaban: especial nanocuentos II.
Sergio Alejandro Amira

Uroboros
Elella era su propio padre y madre.
Sergio Alejandro Amira

Espinas
Dulce dolor, me permites conocer la realidad.
Hernán Pizarro

Infierno
Yo, el clon, encerrado conmigo.
Gabriel Mérida

Alojamiento
Residencial El Infierno. Plazas vitalicias. Potente calefacción.
José Carlos Canalda

La novia
¿Y si no eres invisible, sino imaginaria?
Gabriel Mérida

Gestalt
Cuerpo: constructo de cadáveres
Mente: una sola
Sergio Alejandro Amira

Extremistas
Depresivos, anoréxicas y proletarios harán la revolución.
Gabriel Mérida

Irónico
Surcó espacio infinito. No llegó a ningún lado.
Gonzalo A. Brusella

Madurez
Suicidarme mucho, poquito, nada. No suicidarme.
Gabriel Mérida

Sofoco
Mercurio al Sol: “Apártate, me das calor”.
Carmen Cañedo Gago

Final
Y vivieron las perdices… comiendo a los protagonistas.
Joaquín Vásquez Amarales

Decreto
Dios no existe.
Firmado: Satán.
José Carlos Canalda

Átomo
Murió de asfixia al reducir su tamaño.
Sergio Alejandro Amira

Mentira
Mentí. Esta mano amputada no es tuya.
Santiago Eximeno

Impostor
Cayó del cielo, pero no era Superman.
Sergio Alejandro Amira

Mutante
No miento, dijo lengua bífida.
Eligio Amthauer

Gremlins
Te dije que no lo mojaras, ¡idiota!
Sergio Alejandro Amira

Invasión
Vinieron los marcianos.
Y predicaron su religión.
José Carlos Canalda

Miedo
La niebla se abre.
Inexorable.
Allá adelante.
Gabriel Mérida

Dependencia
Lo siento, los cables están demasiado incrustados.
J. Reveco

Austera
Medusa no se peina ni maquilla.
Sergio Alejandro Amira

Creacionismo
Los graznapos comían pastojas bajo los aguárboles.
Joaquín Vásquez Amarales

¡Hola!
Enfilo la guadaña, y corto la conversación.
Vladimir de la Cruz

Conciencia
El recién nacido exclamó: Creí ser algo
Carmen Cañedo Gago

Númen
Sombras luminosas proyectaba en la oscuridad total
Sergio Alejandro Amira

Evasión
Plateado, atlético, pixelado, corriendo por la
realidad.
Gabriel Mérida

Ambigüedad
El universo es todo y nada.
Gonzalo A. Brusella

Contacto
Extraterrestre octópodo busca chica sin prejuicios. Discreción.
José Carlos Canalda

Soberbia
“No me parte un rayo” dijo Sol.
Carmen Cañedo Gago

Milagro
Camina sobre las aguas, pero se ahoga al despertar.
Armando Rosselot

Réquiem
Urgente: Acaba de estallar la guerra atóm…
José Carlos Canalda

Discozen
Uno dos uno dos, la breve eternidad
Gabriel Mérida

Plenilunio
¡Jo!, esta fase me engorda.
Carmen Cañedo Gago

Plazo
Cuatro meses de espera murieron, yo sobrevivo.
José Antonio Disi

Rapidez
. zul al ed dadicolev al ésaperboS
Eligio Amthauer

Creación
Hízose la luz. Y saltaron los fusibles.
José Carlos Canalda

Narcotráfico
La droga, co mo el arte, era azul.
Gabriel Mérida

Dios
He alcanzado la Gloria: carezco de sentimientos.
Santiago Eximeno

Roles
Humanos que cuidan ángeles que cuidan
¿qué?
Gabriel Mérida

Unicornio
Brilla su cuerno mientras devora otra víctima.
Sergio Alejandro Amira

Monstruo
Devoraba a su enemigo. Se volvía él.
Gabriel Mérida

Preludio
Se vio a si mismo morir.

Vida
Resucitó como ser inmortal.

Metamorfosis
Se transformó en un ángel de muerte.

Esclavo
Cumplió, obedientemente, con su cometido sin piedad.

Venganza
… y mató a su amo inmortal.

Soledad
¿Qué se puede hacer después de morir?

Respuesta
Morir nuevamente.

1000
Fueron sus intentos.

1
Fue la respuesta.

Convertirse
En Dios.
Gonzalo A. Brusella

Las Esferas

por Armando Rosselot

A Frank Jackson le costó casi treinta años de su vida realizar su sueño de niño. La súbita muerte de su padre y los costos de las deudas que éste dejó como herencia, causaron que él a sus 21 años con su flamante esposa Cristie, oriundos de la ciudad de Bristol, en Inglaterra, emigraran donde su único familiar vivo en el mundo a fines de 1913: su primo Jean en la ciudad de Lyon, en Francia.

En esta ciudad Frank y su esposa hicieron muy buenas amistades con un matrimonio de ascendencia Judía, los Goldberg. Se juntaban casi todos los días después del trabajo a hablar de ciencia y astrología hasta altas horas de la madrugada mientras las mujeres zurcían y preparaban deliciosos bocadillos; era la “Belle Epoque”.

Todo eso terminó el 28 de junio de 1914: había comenzado la guerra. El 3 de agosto Alemania le declaraba la guerra a Francia, y como ya se sentía francés fue al frente con su primo Jean. De más está decir que su despedida fue triste y a sus amigos, los Goldberg, no los vió mas; viajaron a París donde otros familiares.

Su permanencia en los campos de batalla fue bastante corta, ya que a sólo cinco meses de estar en el frente fue alcanzado por la detonación de una bala de cañón que estalló a cinco metros de donde se encontraba, justo en el momento que salía de la trinchera a buscar agua. Quedó completamente sordo.

Al cabo de unos meses en el hospital se percató que podía realizar cálculos matemáticos bastante complejos, tanto o más difíciles que los que les tocó hacer a sus alumnos en la universidad, sin lápiz ni papel y a una velocidad asombrosa. Asimismo se dio cuenta que su memoria había mejorado infinitamente. La vida siguió su curso y Cristie comenzó a mostrar su vientre abultado. Frank esperaba que su hijo naciera antes de navidad.

No nació. El parto se adelantó catorce días y la fatalidad hizo que justamente ese día ni las parteras ni los médicos, que se encontraban en una emergencia, pudiesen socorrerla. El niño venía con el cordón umbilical enrollado al cuello y murió antes de poder ver la luz. Para poder sacar del vientre al malogrado niño se usaron instrumentos mal lavados y no esterilizados, y debido a ello Cristie murió de una septicemia generalizada en menos de una semana.

Frank pasó esa navidad solo y en desgracia, y se prometió no permitir nunca más el sufrimiento en el mundo, no porque fuese navidad, sino porque el hombre no merecía tanta muerte, destrucción y tristeza sin algo de magia y felicidad a cambio. Se refugió en sus estudios y libros, y al cabo de un año le llegó la noticia que su primo Jean había perecido en el frente ruso víctima del gas mostaza. La entonces viuda de su primo se propinó un balazo en la cabeza dejando a Frank sin conocidos, y con todas las posesiones de su primo como único heredero.

El afán de Frank por olvidar toda su tragedia hizo que vendiera casi la totalidad de lo heredado y se zambullera de cabeza a hacer algo por lo que se había prometido. La guerra no debía repetirse, y como devoto creyente que era, ya tenía una idea de lo que podría hacer. Luego de unos meses viajó a Finlandia, que ya no estaba en manos de los alemanes, y se radicó en la ciudad de Turku. Trabajó varios años en la universidad de la ciudad como ayudante de un académico, corrigiendo pruebas de física y matemáticas, ya que debido a su sordera no podía hacer clases. Trabajó también, la mayor parte del tiempo, en su proyecto secreto. Compró una pequeña cabaña en las estepas algo más al sur a pocos kilómetros de la costa, y ahí se dedicó a buscar renos.

A mediados de 1944 estaba todo listo, había comenzado otra guerra y Frank no deseaba perder más tiempo. Varias veces habían aparecido soldados alemanes a hacerle preguntas, intrigados por lo que la gente de los alrededores contaban sobre él. Su sordera lo había ayudado mucho en todas esas “visitas”, al igual que su nacionalidad finlandesa otorgada por el gobierno de ese país por su ayuda en materia académica y sus ensayos matemáticos.

Los renos estaban ya bien adiestrados gracias a un granjero que lo ayudó durante muchos años. La máquina también se encontraba a punto. Antes de partir en su primer vuelo de prueba, Frank se miró en el espejo, rió de buena gana al ver su abultada figura y su gran barba blanca. Salió de la cabaña y se dirigió a la máquina, que lucia una espléndida apariencia de trineo de la zona. Se sentó en él y activó la palanca maestra, con lo que el motor inductivo comenzó a operar. Los renos y el carro fueron rodeados por esferas de color; el reno que iba a la punta llevaba el control sobre los otros seis y quedó dentro de una esfera roja, al igual que el carro de control, el cual manejaba por ondas electromagnéticas. El día de la prueba había llegado.

El carro cápsula y los siete renos se elevaron suavemente en la gélida noche; las esferas de diferentes colores hacían que más que un vehículo pareciera una guirnalda voladora o un árbol de navidad volador.

Frank ajustó la bitácora de vuelo en aproximadamente 18 horas, que era lo que había calculado se iba a demorar. Esta demora más que al viaje y desplazamiento se debía al tiempo que ocuparía el procesador de abordo para repartir los presentes en todos los hogares del mundo creyente.

Desde su perspectiva la “realidad” tomó otro prisma. Como bien sabía, dentro de las esferas se encontraba en un espacio fuera del tiempo lineal planetario. Ajustó el cronómetro y el viaje comenzó su recorrido; en el exterior pensó, sólo lo confundirían con algunas estrellas de colores un poco más brillantes… Ahí estuvo el problema.

La noche del 4 de noviembre de 1944 Frank y sus renos fueron avistados por tres cazas alemanes de la Luftwaffe. Frank no los oyó, y su error fue tratar de jugar con ellos que sin previo aviso, llamándose aviso tomar posición de ataque, dispararon varias ráfagas de metralla sobre él y los renos, ocasionando espanto y terror en los animales que aún que se encontraban seguros dentro de las esferas, huyendo descontroladamente en varias direcciones dentro de éstas, dejando el trineo y cápsula sin impulso ni control.

Frank cayó unos dos mil pies sobre el mar Báltico, quedando encerrado en la esfera hasta que la temperatura del mar lo congeló, cuando la energía de la cápsula se agotó. No pudo hacer nada por su vida ni menos por todas las que vendrían después, y así su sueños de amor y paz se congelaron junto a su trineo y su traje rojo. Los renos viajaron durante muchos años, y aún lo hacen buscando desesperadamente a su dueño. Por ahí andan como esferas luminosas por el cielo, esas extrañas esferas que tanto los alemanes como los aliados avistaron durante lo que quedó de la guerra y que siguen viéndose hasta nuestros días en todo el mundo. Están perdidos y ahora sólo desean ser liberados, para correr y saltar ágilmente por los campos blancos de su natal Finlandia.

FIN

por Armando Rosselot

Los Hombres de Negro

por José Carlos Canalda

Sin duda, todos ustedes habrán conocido en alguna ocasión a gente como mi amigo Juan; buenas personas e ingenuos a la par que vehementes y, si no fanáticos, sí exageradamente obsesionados respecto a algún tema concreto, en el que acostumbran a perder su habitual compostura. Quizá la diferencia fundamental entre estas personas y los verdaderos fanáticos radique no tanto en el talante, sino en la naturaleza de sus filias y fobias; si descartamos la política, la religión y el fútbol, o el deporte de masas equivalente en determinados países, si prescindimos también de otros fanatismos antiguos, hoy trasnochados y en declive, tales como el taurino o el operístico, tendremos en todo lo que nos queda una imagen bastante fiel de estos inofensivos obsesos por temas tan dispares como puedan ser la filatelia, la colombofilia o los libros de caballerías, por poner tan sólo algunos ejemplos.

La manía de Juan, en concreto, no era otra que el sobado tema de los OVNIs y los visitantes extraterrestres, en su variante paranoica que veía conspiraciones gubernamentales por doquier para ocultar la Verdad –así, con mayúscula– de la existencia de nuestros hermanos cósmicos. Cierto es que tiempo atrás, justo en los años de nuestra común adolescencia –ambos teníamos la misma edad–, estas chifladuras llegaron a estar bastante de moda gracias a la labia y la falta de escrúpulos de una serie de charlatanes que, utilizando técnicas copiadas de la publicidad comercial, lograron hacerse famosos, y de paso millonarios, explotando la credulidad de la gente mediante una estudiada combinación de verdades a medias, jerga seudocientífica y una calculada dosis de mentiras hábilmente intercaladas; pero toda esta pirotecnia hueca se había apagado por sí sola hacía ya mucho, y los escasos seguidores que le quedaban a ese extraño refrito de dioses astronautas, triángulos varios de las Bermudas y encuentros en diversas fases no pasaban de ser ya unos patéticos frikis conocidos en los mundillos cercanos,, pero en modo alguno afines tales como ela los de la ciencia ficción, con el poco piadoso mote de magufos, neologismo procedente de la contracción de las palabras mago y ufo.

Mi amigo era una persona inofensiva, pero pesado, muy pesado; de hecho, se puede decir que era, en la práctica, virtualmente monotemático… y, claro está, acababa aburriendo hasta a las ovejas. Aunque su pesadez era ecuménica y alcanzaba por igual a todo aquel ingenuo que se pusiera a su alcance, sentía especial predilección por clavar sus garras en los integrantes de ciertos colectivos tales como los militares y los científicos –según él los principales conspiradores a nivel mundial– o los inocentes aficionados a la ciencia ficción entre los cuales, para mi desgracia, yo me encontraba.

Por si fuera poco, además de aficionado a la ciencia ficción, y solamente por ello víctima propiciatoria ya de su verborrea, se unía mi condición de amigo de la infancia, y ya se sabe que donde hay confianza da asco; pero una sabia dosificación de paciencia bíblica con autoritarismo puntual me permitían ir capeando el temporal sin necesidad de recurrir a medidas más drásticas y desagradables porque, pese a todo, yo apreciaba a ese entrañable cabezón.

No obstante, dentro de su monomanía podían diferenciarse algunas variantes que la hacían menos monótona dentro de lo que cabe. Una de ellas, producto de la mala digestión de un tema recurrente de la prensa sensacionalista, era la que denunciaba la extensión de los largos tentáculos de la censura anti-extraterrestre hasta los mismísimos viajes espaciales; ya se sabe, asuntos tales como la famosa cara tallada en la superficie de Marte, el presunto monolito de Fobos y cosas por el estilo, todas ellas silenciadas taimadamente por la NASA. En especial, Juan solía descargar su artillería en lo referente a los viajes tripulados a la Luna; no, no era de aquellos que pensaban que el proyecto Apolo fue un montaje fraudulento sino todo lo contrario, ya que defendía que los astronautas habrían encontrado demasiadas cosas en la yermta superficie de nuestro satélite y, en su mayor parte, éstas habían sido mantenidas en secreto por deseo expreso del gobierno norteamericano. Argumentos no eran precisamente lo que le faltaban, sin que la debilidad de las presuntas pruebas hiciera la menor mella en su entusiasmo.

–Fíjate –solía decirme con vehemencia–. Fíjate en lo que ocurrió con el programa Apolo. En 1957 los rusos pusieron en órbita al Sputnik. En 1961 Yuri Gagarin fue el primer humano que abandonó la Tierra, aunque tan sólo durante unas horas. Ese mismo año John F. Kennedy prometió que antes del final de esa década un astronauta norteamericano pondría el pie en la Luna; y lo cumplió, puesto que en 1969 el Apolo XI aterrizaba en nuestro satélite. A partir de entonces hubo otros seis vuelos tripulados más, incluyendo el fallido del Apolo XIII, y luego… nada. ¡Si ni tan siquiera se llegó a completar el proyecto Apolo, puesto que las últimas cápsulas las utilizaron para los programas del Skylab y la misión Apolo-Soyuz! ¿Es lógico que desde entonces no se haya vuelto a mandar ni a un solo astronauta a la Luna? ¿Cómo te explicas que la Luna sea el único astro importante del Sistema Solar que no ha recibido la visita de una triste sonda en todas estas décadas?

Bueno, esto último no era del todo cierto, ahí estaban los Lunajod rusos, pero a Juan no le faltaba razón; claro está que había explicaciones para ello mucho más sencillas y verosímiles que su pretendida conspiración científico- militar; pero resultaba completamente inútil intentar convencerle de ello.

–Tienes que tener en cuenta que el móvil principal de la carrera espacial era la guerra fría entre rusos y americanos –argüía yo sin demasiado éxito–, y es sabido que llegó un momento en el que los soviéticos tiraron la toalla, con lo cual no tenía sentido, desde un punto de vista político, seguir insistiendo en ello, sobre todo teniendo en cuenta que el proyecto Apolo era escalofriantemente caro. A la NASA le recortaron drásticamente su presupuesto, por lo que tuvo que centrarse en proyectos más baratos tales como las sondas automáticas o el proyecto del trasbordador espacial… no les quedaba dinero para mucho más.
–Pamplinas –era su imperturbable respuesta; el tesón de mi amigo corría parejo a su inquebrantable fe- Si tuvieron dinero para enviar sondas a todos los planetas exteriores, si se han hartado de mandarlas a Marte perdiendo la mitad de ellas por el camino, ¿no podían haber mandado siquiera alguna a la Luna, que estaba aquí al lado?
–Hubo una…
–Sí, la Clementine; pero tú lo has dicho. Una. Y ni tan siquiera era de la NASA, sino militar. ¿No te parece extraño?

A mí me podía chocar este aparente desinterés, por supuesto, pero no encontraba nada excepcional en ello. Al fin y al cabo la NASA necesitaba desarrollar proyectos lo suficientemente espectaculares como para recabar la atención del gran público, única manera de obtener fondos suficientes para su funcionamiento; y no cabía duda de que a esas alturas un programa de exploración lunar, por muy importante científicamente que pudiera resultar, no sería demasiado popular en su país… ¡si hasta los últimos vuelos del proyecto Apolo pasaron sin pena ni gloria! Bastantes descalabros habían tenido ya con la pérdida de la mitad de su flota de trasbordadores espaciales –el Challenger primero, el Columbia años después–, con los consiguientes escándalos acarreados por el descubrimiento de su forma chapucera de trabajar, para meterse en más berenjenales. A estas alturas, cabía suponer que con salvar los muebles sus responsables se dieran yadarían con un canto en los dientes.

Pero Juan no opinaba así. Según él, los astronautas americanos habrían encontrado en la Luna determinadas cosas que a su gobierno le interesaba silenciar, y qué mejor manera de hacerlo que congelando cualquier atisbo de posible exploración lunar; los rusos, evidentemente, no contaban mucho a estas alturas. Como pruebas irrebatibles de su aserto esgrimía un grueso legajo de amarillentos recortes de periódico, contemporáneos del proyecto Apolo, en los que se exponían las más descabelladas hipótesis acerca de lo que aparentemente se habría descubierto en la superficie de nuestro satélite… pura charlatanería barata de la prensa sensacionalista de la época, pero para Juan tan dogma de fe como las leyes de Newton o incluso los mismísimos Evangelios.

La conclusión que él sacaba de todo este batiburrillo, no era otra que la certeza de que en la Luna existían unas enigmáticas construcciones levantadas allí por los Grandes Galácticos, o por sus primos hermanos, con objeto de vigilar la evolución de la humanidad en prevención de posibles desmanes que pudieran llegar a suponer una amenaza para la paz y la estabilidad de la galaxia… desde luego, lo que se dice original, no lo era demasiado.

–Ya –le solía azuzar sin que al parecer fuera consciente de mi sorna–. Me estás hablando del famoso monolito de 2001…
–No exactamente, pero por ahí van los tiros –al menos había leído a Clarke–. Puede que esas bases estén habitadas por sus constructores, o puede que sean unas simples estaciones automáticas… pero ellos no pueden estar muy lejos, quizá en la cara oculta de la Luna, que no visitaron los astronautas limitándose a circunvalarla a gran altura, quizá en Marte, lo que explicaría la misteriosa desaparición de tantas sondas espaciales justo antes de llegar a su destino.
–Comprendo –fingía yo hipócritamente dándole carrete–. Nuestros guardianes tienen que permanecer dentro del Sistema Solar para poder reaccionar con suficiente rapidez en caso de que a nosotros nos diera por perpetrar alguna trastada. ¿Me equivoco?

Aunque Juan no lo supiera, lo que a él le parecían sólidas teorías no eran sino un cúmulo de viejos y apolillados tópicos procedentes de la ciencia ficción popular, e inspirados inicialmente en las fobias de la desaparecida Guerra Fría; pero a él esto le daba igual, imbuido como estaba por la audacia de los ignorantes.

–Y dime –insistía yo en aquellas ocasiones en las que me encontraba con suficiente humor para aguantar sus incansables peroratas–, ¿cómo puede ser que los habitantes de un planeta atrasado e inculto como el nuestro pudiéramos llegar a suponer una amenaza para nuestros poderosos vecinos? ¿No crees que exageras un poco?
–En absoluto –solía ser su rotunda respuesta–. Las ratas, o las langostas, no son excesivamente inteligentes en comparación con los humanos, y sin embargo llegan a convertirse en plagas. Puede que para los Galácticos no seamos más de lo que las cucarachas lo son para nosotros, pero pese a ello las exterminamos…
–En ese caso, ¿por qué no aprovechan para hacerlo ahora, que todavía estamos concentrados en un único planeta? Con esterilizar la Tierra con sus poderosas armas, asunto solucionado.
–Cabe suponer que ellos tendrán también sus criterios éticos o ecológicos –aparentemente tenía respuesta para todo–, y mientras no supongamos un peligro, preferirán dejarnos tranquilos; pero en el momento en que pongamos un solo pie fuera de nuestro planeta, la veda quedará levantada –concluía sombrío.

Si su interlocutor, tras haber tenido la paciencia de aguantar hasta ese momento, osaba recordarle que el hombre había puesto en la Luna no un pie, sino los dos, y además en varias ocasiones, Juan proclamaba indefectiblemente que eso había sido jugar con fuego, y que no nos habíamos quemado de puro milagro. De ser ciertas sus pintorescas teorías, jamás en toda la historia habría estado la humanidad tan cerca del desastre, y sólo gracias a la afortunada perspicacia de los responsables del programa espacial norteamericano había sido posible conjurar la amenaza…. a pesar de que, en lo que parecía ser una flagrante contradicción de estas teorías, tan celosos vigilantes deberían estar perfectamente al tanto de nuestros avances tecnológicos, independientemente de hasta donde hubieran llegado nuestros astronautas..

Era asimismo evidente que la carrera espacial no se había interrumpido en modo alguno a pesar de la suspensión de los vuelos tripulados a la Luna; los astronautas seguían volando con mayor frecuencia que nunca, por más que su singladura estuviera limitada a los escasos centenares de kilómetros sobre la superficie terrestre a los que orbitaba la Estación Espacial Internacional. Pero las sondas automáticas habían escudriñado casi todos los rincones del Sistema Solar, algo que en teoría debería ser potencialmente más peligroso para nuestra integridad que los tímidos desembarcos realizados décadas atrás en nuestro satélite.

Bien, pues hasta para eso tenía una explicación el bueno de mi amigo. Según él, a los Galácticos no les importaba que los gobiernos de las potencias mundiales fueran conscientes de su existencia; antes bien preferían que fuera así, puesto que sólo se puede temer aquello que se conoce. Por esta razón toleraban que la NASA, o el resto de las agencias espaciales –la rusa, la europea, la japonesa…– enviaran sondas a los distintos astros del Sistema Solar con misiones exclusivamente científicas, aunque no dudarían un instante en destruir aquéllas que se aproximaran demasiado a sus bases. Otra cosa muy distinta sería que reanudáramos la exploración y la conquista del universo, ya que hasta la propia Luna nos estaba vedada. La Tierra era, a decir de Juan, una inmensa prisión cósmica que no nos estaba permitido abandonar.

Evidentemente Juan estaba chiflado, pero su chifladura era del todo inofensiva y, si me apuran, hasta simpática. Por lo demás, era una excelente persona que jamás había hecho daño a nadie y, dada su situación social –soltero– y laboral –funcionario de nivel modesto–, difícilmente lo hubiera podido hacer incluso si éste hubiera sido su deseo. Huelga decir que su capacidad real de convicción era virtualmente nula, ya que a causa de su pesadez ahuyentaba hasta a los interlocutores más pacientes; y en estos tiempos tan abstrusos en los que los visionarios y embaudadores embaucadores de toda laya pululaban y medraban por doquier, contaba con todas las papeletas para pasar inadvertido en mitad de tanta morralla.

Pero el destino quiso que los dados rodaran de una forma muy diferente a la prevista. Cuando Juan descubrió el nuevo juguete de Internet se zambulló en la red con la fogosidad de un neófito, descubriendo con sorpresa la existencia de un auditorio afín que compartía plenamente sus ideas. Pronto se olvidó de sus polvorientos recortes, sustituyéndolos por la participación en un puñado de listas de correos en las que intercambiaba opiniones con gente tan zumbada como él, y con visitas asiduas a diferentes páginas Web donde se denunciaba la ya aludida conspiración gubernamental –daba igual de que gobierno se tratara– en todo lo relativo a los extraterrestres. Pero al fin y al cabo Juan era feliz, no perjudicaba a nadie e incluso había dejado de darnos la tabarra a los amigos. Así pues, ¿qué más se le podía pedir?

Durante algún tiempo esta situación se mantuvo sin cambios, para satisfacción de Juan y también, ¿por qué no reconocerlo?, de todos nosotros. Pero hubo un momento, sospecho, en el que en elal círculo de mi amigo comenzaron a ingresar personajes menos inofensivos… al menos eso es lo que deduje a posteriori, puesto que en ningún momento él me dio ningún tipo de explicaciones salvo para mostrarme su entusiasmo ante el cada vez mayor número de personas interesadas en estos temas. En los últimos tiempos, eso sí, daba mucha importancia a una asociación que presuntamente se estaba formando con el fin de combatir el oscurantismo oficial. Según decía no pretendían en modo alguno provocar a los extraterrestres por cuanto de peligroso tenía para la humanidad, pero sí exigían el derecho de los ciudadanos a conocer la verdad.

A simple vista esto último podía parecer una extravagancia más, pero a la hora de la verdad fue probablemente lo que le costó la vida al pobre infeliz. ¿Qué pudo ocurrir para que un juego inocente acabara convirtiéndose en una trampa mortal? Lo ignoro, aunque todo parece indicar que hubo un momento en el que Juan y sus amigos, de forma inadvertida pero no por ello menos peligrosa, cruzaron una invisible línea roja que habría de marcar de forma indeleble su destino.

Vuelvo a repetir, por si acaso no hubiera quedado suficientemente claro, que no creo en absoluto en toda esta parafernalia de ovnis, visitantes extraterrestres y demás zarandajas por el estilo; mucha gente piensa que, por el simple hecho de ser aficionados a la ciencia ficción, tendríamos que estar interesados en esta sarta de tonterías, e incluso son muchas las librerías que ponen en un mismo estante los libros de ciencia ficción junto con los de realismo fantástico y ocultismo. Y eso molesta, como molestaría que te tildaroan de loco por el simple hecho de haber leído el Quijote, pongo por caso.

Pero vayamos al grano. Uno de los tópicos más extendidos dentro del mundillo en el que se movía Juan, era el de los Hombres de Negro. No, no me estoy refiriendo a las películas de este título, unas divertidas parodias del cine de ciencia ficción, sino a esos personajes misteriosos, mezcla de espías y de matones que, según los teóricos del realismo fantástico, serían el brazo ejecutor mediante el cual se impediría que determinados secretos salieran a la luz, incluso si para ello fuera necesario silenciar para siempre a los testigos molestos.

Como cabe suponer yo no creía en la existencia de estos siniestros individuos, pero Juan evidentemente sí. Y los temía, puesto que los consideraba los esbirros de los conspiradores contra los cuales luchaba. Yo me mofaba de su ingenuidad y le insistía una y otra vez en que no se empeñara en ver gigantes donde sólo había molinos, pero…

Una mañana, hará de esto poco más de un mes, Juan fue a buscarme a mi trabajo. Se trataba de algo insólito, ya que esto suponía que él había faltado al suyo; además, su rostro pálido y demudado mostraba a la legua que algo iba mal. Algo grave, a juzgar por su desencajada expresión.
Tuve que irle a buscar un vaso de agua para que se calmara lo suficiente para poder hablar. Según me dijo con voz entrecortada, le perseguían.

–¿Quién? –pregunté incrédulo, sorprendido de que alguien pudiera acosar a una persona tan inofensiva como mi amigo.
–¿Quiénes van a ser? –respondió con apenas un hilo de voz– Los Hombres de Negro. Hace unos días conocí cierta información auténticamente revolucionaria acerca del tema de los extraterrestres asentados en la Luna… Y ahora me persiguen para matarme.
–¡Pero hombre, no exageres! –exclamé sin poder evitar que se trasluciera la perplejidad que me causaba lo melodramático de su historia–. Eso no puede ser…
–¿Por qué no? –gimió lastimeramente ante mi patente escepticismo–. Ya asesinaron a mi informante, y ahora vienen a por mí; yo soy el siguiente de la lista.

Lo confieso, me reí. Lo hice de una manera tan espontánea, sin poderlo evitar, que mi pobre amigo se apabulló todavía más.

–¿Por qué te ríes? –balbuceó dolido–. ¿Es que no me crees?

Por supuesto que no le creía; su historia era demasiado truculenta como para convencerme. Pero él estaba realmente aterrorizado, así que opté por replegar velas en un intento de conseguir que se calmara; tampoco quería que le dieradarle un arrechucho. No obstante, no fue mucho lo que logré conseguir a la hora de pedirle que me concretara los detalles, ya que tan sólo se limitaba a repetir una y otra vez que su afán por conocer los saberes prohibidos le había condenado a muerte. Pese a mi insistencia, no conseguí que me dijera, cosa rara en él, en qué consistían esos al parecer tan peligrosos datos.

–No quiero marcarte con mi desgracia –fue su tajante respuesta–. Bástete con saber que hay cosas en el universo que es preferible no conocer jamás.

Bueno, en realidad esto tampoco tenía demasiado de original; creo recordar que ya a finales del siglo XIX los teósofos, unos chiflados precursores de los modernos movimientos esotéricos, ya decían algo parecido. Yo seguí sin creer una sola palabra de lo que decía mi amigo, pero temía intranquilizarlo todavía más; así pues, fingí aceptar su dramática explicación.

–Pero si te persiguen, el simple hecho de visitarme ya me convierte automáticamente en sospechoso…
–No, puedes estar tranquilo. Ellos disponen de medios infalibles para saber quiénes han traspasado el umbral y quiénes no. No me preguntes de qué métodos se sirven para ello, porque lo desconozco; pero sé que ocurre así.
–Eso me tranquiliza –mentí piadosamente–. Pero al menos podrías decirme si los dichosos Hombres de Negro son esbirros de nuestros propios gobiernos o si, por el contrario, obedecen órdenes de los propios extraterrestres…
–¿Qué importa eso? –de haberme creído la historia, yo hubiera pensado que sí importaba–. Lo único que cuenta es que existe una conspiración de silencio, y que el precio a pagar por enfrentarse a ella no es otro que el de la propia vida.
–No creo que sea para tanto –objeté–. Al fin y al cabo, por mucho que tú supierassepas, dudo mucho de que pudieras puedas hacer nada para desviar el curso de los acontecimientos.
–Puede que yo sea insignificante –masculló con tristeza–. Pero mis palabras no lo son.

A partir de ese instante la conversación derivó por otros derroteros, digamos, menos dramáticos. Juan parecía haberse resignado a su para él inevitable destino, lo que le infundía un fatalismo que no dejaba de resultar patético. Le consolé, le tranquilicé cuanto pude y, cuando un rato después me comunicó su deseo de irse, no tuve por menos que sentirme aliviado. Ya se le pasaría la murria, recuerdo que pensé. Lo que ignoraba, era que no le volvería a ver con vida.

Dos días más tarde, cuando casi me había olvidado del tema, recibí una llamada de la policía. Juan, además de ser soltero, carecía de familia cercana. Vivía solo a modo de ermitaño, y fuera de sus recientes y superficiales amistades hechas vía internetInternet, prácticamente no contaba con ningún amigo. La policía, tras identificar su cadáver, buscó infructuosamente algún allegado, encontrando en su agenda mi número de teléfono. Así pues, me tocó bailar con la más fea.

Tras pasar por el duro trago del depósito, un inspector me invitó a un café para calmarme, al tiempo que me explicaba las circunstancias del óbito. Mi pobre amigo había sido cosido literalmente a puñaladas en una sórdida calle del casco antiguo tristemente famosa por la prostitución masculina que medraba en sus aledaños. Aunque no había testigos presenciales, tanto la hora del asesinato –un fin de semana casi de madrugada– como las circunstancias del mismo inducían a pensar en un turbio encuentro con chaperos saldado de forma trágica; la desaparición de la cartera hacía suponer que el móvil del crimen había sido el robo. Por supuesto la policía se hallaba investigando el caso, del que existían varios precedentes en la zona, e incluso contaba ya con una relación de posibles sospechosos; pero su detención y castigo no devolverían la vida a sus víctimas.

Me ocupé –¿quién iba a hacerlo si no?– de todos los trámites de su triste entierro, y también procedí a liquidar su escaso patrimonio. Juan vivía en un piso de alquiler, así que lo único realmente suyo eran sus magros ahorros, que se consumieron con los gastos del entierro, y sus anticuados vestuario y ajuar, que entregué a una organización benéfica. Tan sólo conservé, más como recuerdo que como verdadero interés, su colección de libros esotéricos y de realismo fantástico. Con sus amigos de la red, con los que conversaba desde un cibercafé ya que no disponía de ordenador propio, ni siquiera me molesté en contactar, aunque me consta que estaban al corriente de la tragedia.

Ocupado en estos menesteres, en un principio di por buena la explicación policial. Pero días más tarde, ya con mayor sosiego, comencé a atar cabos descubriendo con sorpresa la existencia de varios cabos sueltos que no acababan de encajar. Para empezar, tenía la absoluta certeza de que Juan no era en modo alguno homosexual, ni mucho menos pederasta. A decir verdad era una de esas personas de sexualidad atrofiada a las que el sexo apenas les motivaba, pero si escasa era la atracción que sentía por el género femenino, todavía menor era su interés por el masculino.

Además Juan era una persona de hábitos muy rutinarios y jamás le había visto trasnochar salvo en casos de estricta necesidad, y menos aún moverse por barrios tan poco recomendables a la par que tan alejados de su domicilio. De hecho, y según toda lógica, jamás debería haber estado en ese lugar. Pero allí lo encontraron, o cuanto al menos a su cadáver.

No obstante, lo más inquietante estaba aún por llegar. Cuando me puse a indagar sobre las otras tres o cuatro presuntas víctimas de los chaperos asesinos, como empezaban a denominarlos los periódicos sensacionalistas, me encontré en todos los casos con hombres de mediana edad y un perfil similar al de mis amigos, todos ellos a decir de la policía con posibles tendencias pederastas. Lo alucinante del caso, era que todos habían participado de forma activa en las listas de correos que frecuentaba Juan, como pude comprobar personalmente tras reventar su ingenua clave de acceso. ¡Si ni tan siquiera utilizaban alias informáticos!

En un principio estuve tentado de comunicar mis sospechas a la policía, pero posteriormente cambié de opinión. Si Juan no había logrado convencerme a mí, ¿cómo podría conseguirlo yo con los agentes? Me tomarían por un chiflado, y de poco serviría negar su homosexualidad dado que siempre quedaría la duda de una práctica oculta de la misma. Por si fuera poco la policía acabó deteniendo a los presuntos asesinos, una banda de menores extranjeros con muy poco que perder en su apaleada vida y las neuronas arrasadas por los estragos del pegamento; las pruebas eran al parecer lo suficientemente sólidas para inculparlos, por lo que tras ser puestos a disposición judicial el caso quedó archivado.

Yo seguía sin creerme la heterodoxa teoría de los Hombres de Negro, pero no obstante no me acababa de satisfacer la interpretación oficial. Había algo incómodo en ella, algo que se revelaba como artificial; pero a falta de una explicación más convincente, hube de darla por buena…

Hasta ayer. Si han seguido ustedes –supongo que sí– las noticias internacionales durante estos últimos días, se habrán sobresaltado sin duda ante la catástrofe del ambicioso proyecto espacial chino, con su gigantesco cohete, mayor incluso que los antiguos Saturno V, desintegrándose en el aire apenas unos segundos después de su lanzamiento. Nada de particular habría en ello, puesto que los rusos y los americanos también habían sufrido percances similares, de no darse la circunstancia de que el destino del cohete chino no era otro que nuestro satélite, donde pretendían iniciar la construcción de la primera base lunar de la historia de la humanidad… aunque quizá no de la de otras humanidades.

Puede que todo haya sido tan sólo una simple y desgraciada coincidencia. Puede que la tragedia de Juan me haya afectado hasta tan punto que se hayan exacerbado mis posibles tendencias paranoicas; o puede que, pese a todo, los Hombres de Negro existan realmente. En cualquier caso, y de forma sorpresiva, el gobierno chino ha anunciado la cancelación irrevocable de su nonato programa lunar, desviando sus fondos hacia actividades más prosaicas tales como la industrialización de las atrasadas regiones rurales de su vasto país.

En cuanto a mí, ¿qué quieren que les diga? Juan me aseguró que no tenía nada que temer al no haber llegado a conocer el secreto, ya que ellos conocían esta circunstancia. Pero… ¿y si estuviera equivocado?

FIN

por José Carlos Canalda

Delirio Adverso

por David Mateo

Pesadilla. 1. f. Ensueño angustioso y tenaz. 2. f. Opresión del corazón y dificultad de respirar durante el sueño. 3. f. Preocupación grave y continua que siente alguien a causa de alguna adversidad. 4. f. Persona o cosa enojosa o molesta.

La anciana se mecía sobre la vetusta y desgastada mecedora, observada atentamente por la niña. El crujido absorbente de la madera y el cáñamo impregnaba la atmósfera de la pequeña habitación, solapando el silencio que parecía retumbar en toda la casa.

La niña, que quizás fuera su nieta, quizás una vecina o quizás una simple visitante anónima que se había dejado caer por allí, la contemplaba con mirada curiosa. La vieja era fea y arrugada. Su rostro, entallado en profundos surcos, mostraba mil años de experiencia, una vida demasiado prolongada que había dejado huella en unos ojos perfilados por abultados sacos ojerosos. Su piel era fina como la seda, y las venas, de un color azul celeste, se transparentaban en sus brazos y en sus piernas. Se asemejaba a una reina aposentada en su trono; un trono que no dejaba de gruñir bajo el peso de un cuerpo muerto. A espaldas de la anciana había una ventana atrancada, tras el cristal llegaba atisbarse un mundo yermo y oscuro en donde la noche parecía dominar el raso firmamento.

La casa estaba en silencio, un silencio melancólico y triste. Las paredes eran funestos muros que constreñían el espacio vital, convirtiendo la atmósfera reinante en un cúmulo de aire viciado y tórrido; un ambiente dominado en gran parte por el olor a rancio que desprendía la vieja. El mobiliario era más bien escaso. El hedor a vetustez se confundía con el tufo a madera pasada, provocándole a la niña un nudo en el estómago. En el centro de la estancia había una mesa redonda y grande. En un rincón, y sobre un pequeño aparador tan decrépito como la mesa, se alzaba una televisión de principios de los años setenta, apagada y con los botones llenos de polvo. Un mueble demasiado pesado ocupaba el ala derecha del comedor. En el lado opuesto un gran sofá forrado con una envoltura de nylon y lentejuelas obstruía el paso.

La única luz que se propagaba por la estancia provenía de una extravagante lámpara con forma de araña. Era una luz mortecina que contrastaba abiertamente con los ojos melancólicos de la vieja.

La niña permanecía en silencio, agobiada por todo cuanto la rodeaba. De vez en cuando miraba hacia atrás con recelo, hacia el umbral de una puerta que dejaba paso a un estrecho y largo pasillo. Durante unos segundos la niña tuvo miedo. Veía las sombras negras y turbulentas que se arremolinaban en cada recodo, y no dejaba de preguntarse qué otras habitaciones podría albergar aquella mansión. Miró de nuevo a la anciana y se encontró con un rostro impávido, pétreo, que no transmitía emoción alguna. Incluso sus ojos parecían fuentes apagadas cuyo chorro espontáneo se había secado hacía ya muchos siglos.

Se disponía a hablarle en susurros cuando los ecos de unos pasos presurosos llegaron desde el fondo del pasillo. Pudo escuchar el fuerte clock clock clock de unos zapatos con exceso de tacón. Su primera reacción fue huir de la habitación, pues fuese lo que fuese lo que se aproximaba, le producía una sensación de agobio tan grande que el nudo que atenazaba su estómago se volvía demasiado opresivo. Sin embargo sus piernas permanecían inmóviles, negándose a obedecerle. En apenas unos segundos una figura emergió de las sombras y ocupó el hueco de la puerta. Se trataba de una mujer de unos cincuenta años, que bien podría ser la hija de la anciana y a su vez, la madre de la niña. Portaba en las manos una bandeja con un vaso de leche y una montañita de galletas. Su aspecto no podía ser más usual y menos amenazante; era la típica ama de casa vestida con un babero horroroso y pasado de moda, un delantal con flores estampadas y zapatillas de felpa de andar por casa. Su rostro era mofletudo y excesivamente maquillado de rojo, su cabello rubio caía suelto y abombado, y su semblante ofrecía una esforzada mueca de cordialidad. Llevaba gafas de cristales gruesos y un gran collar de perlas que se escondía entre los huecos de un abultado escote.

Su aspecto era corriente, incluso podría decirse que agradable, no obstante había algo en ella que a la niña le causaba un pavor espantoso. Quizás fuese aquella sonrisa malintencionada que dejaba entrever unos dientes amarillentos. Quizás aquellos morros hinchados y sobrecargados de pintalabios barato. Quizás aquellos ojos absorbentes que en cuanto enfocaron la habitación se centraron en la anciana. Fuerse como fuesre había algo sobrecogedor en la intrusa que le ponía a la niña la piel de gallina.

La mujer se adentró en la sala y la cruzó con paso presuroso. Ni tan siquiera se detuvo a mirar a la inocente mujercita que la observaba desde la puerta. Pasó frente a ella como una exhalación y no se detuvo hasta situarse frente a la mecedora de la vieja.

La anciana no reaccionó al ver aparecer a la mujer; su mirada seguía prendida en el infinito. Bien podría haber estado catatónica como un vegetal, o despojada de cualquier signo de vida. Pero la niña sabía que en aquel recipiente prehistórico había sentimientos profundos; unos sentimientos enlosados que, por una razón u otra, permanecían escondidos tras una mirada vacua.

La mujer depositó la bandeja sobre la mesa y se aproximó a la anciana. No dijo nada; tan solo se limitó a limpiarle la boca con la esquina del delantal mientras la observaba atentamente. La sensación de peligro se hizo más acuciante en el corazón de la niña. No sabía muy bien el por qué, pues las atenciones que la mujer dispensaba a la vieja no podían ser más altruistas, pero había algo en su conjunto que le producía una intensa repulsión.

Tras limpiar las babas que impregnaban la comisura de unos labios arrugados, dio media vuelta y cogió la bandeja de la mesa. Fue un movimiento brusco que provocó que el montón de galletas se desmoronara, sin embargo la mujer no prestó demasiada atención a aquél contratiempo y caminó con la fuente hasta el trono de la reina.

Clock, clock, clock, el taconeo de los zapatos volvió inundar el silencio de la habitación.

La niña, inquieta, se puso de puntillas para ver mejor, y de pronto, sin saber porqué, dio media vuelta y centró la mirada en el oscuro pasillo. Hasta ella llegaba el murmullo de un coro de voces que bailoteaba entre las sombras y parecía llenar cada rincón de la casa. Lo primero que le vino a la mente fue una escena de su pasado. Ocurrió durante la última semana de verano, cuando faltó un familiar en la vetusta casa del pueblo. Había permanecido despierta durante toda la noche, escuchando el susurro de las viejas que velaban el cuerpo del difunto. No eran más que diez cuervos negros recitando el rosario, pero aquel bureo metódico y continuo se le incrustó en el cerebro y le impidió volver a conciliar el sueño.

Aquél día la sensación era la misma. Los extraños lutosos oraban, perdidos en algún rincón de la casa. Su susurro llegaba ronroneante hasta el comedor, fluyendo entre las sombras y atrapando el corazón de la niña. Se preguntó si en algún lugar se estaría celebrando un sepelio. La casa era demasiado grande y las sombras parecían dominarlo todo; en ese caso, ¿qué pintaban la vieja y la mujer apartadas del resto del mundo?

No tuvo tiempo de divagar demasiado. Un estruendo de platos rotos hizo que se olvidara de los orantes y volviera la mirada hacia la habitación. Lo que vio provocó que su corazón se le encogiera en el pecho. La mujer había soltado la bandeja y los vidrios rotos del vaso y las galletas desmenuzadas se hundían en un gran charco de leche.

—¿Por qué has hecho eso?— quiso preguntar a la mujer. Pero algo muy dentro de ella le aconsejó que guardara silencio. Que permaneciera agazapada en las sombras y se limitara a observar sin llamar demasiado la atención. Y así lo hizo. Se arrodilló en el suelo, y rodeando sus temblorosas rodillas con los bracitos, contempló lo que pasaba en la estancia con una mueca de horror en el rostro.

La mujer había cambiado. Exteriormente seguía siendo la misma, pero algo en su interior había mutado, dejando emerger aquél lado siniestro que la niña había vislumbrado en un primer momento; un lado demasiado sádico que había ocultado tras un rostro saturado de colorete rojo.

Aquel ser extraño comenzó a caminar hacia la anciana, hundiendo los tacones en los charcos de leche y arrastrando tras de si una sombra alargada y negra. La niña quiso gritarle a la vieja que huyera, que se alejara de la mujer; pero no pudo hacerlo, sus cuerdas vocales estaban constreñidas y la vieja reina siguió sentada en su trono de cáñamo, ajena a la amenaza que suponía su cuidadora.

Las voces de los orantes se hicieron más y más fuertes, retumbando entre las cuatro paredes de la habitación. La niña quiso gritar pero no pudo. Estaba paralizada por el miedo. Antes de que quisiera darse cuenta de lo que estaba pasando, la mujer se plantó ante la vieja y levantó sus grasientos brazos en el aire. Todo aconteció en apenas unos segundos, pero la niña tuvo tiempo de ver con todo lujo de detalles como el rostro de la anciana despertaba de su letargo y se deformaba en una máscara delirante y desesperada.

Los brazos de la mujer cayeron, y sus dedos, rematados por uñas largas y puntiagudas, desgarraron el rostro de la anciana, creando surcos sanguinolentos. El cuerpo de la herida mujer se retorció en un espasmo de dolor, y la niña pudo contemplar como la reina se aferraba a los brazos de su trono en un desesperado intento de soportar el sufrimiento.

Cuando la mujer se apartó de la mecedora, sus manos estaban teñidas de rojo y espesos coágulos de sangre resbalaban por sus zarpas, goteando uno tras otro en el vacío y diluyéndose en el charco de leche que se había esparcido por el suelo.

La anciana se retorció inválida sobre la hamaca. Su cuerpo seguía sin responder, a excepción de sus manos, que continuaban aferrándose a los brazos del asiento; sin embargo su rostro mutilado, del que no dejaban de emanar chorretones de sangre, se volvía una y otra vez hacia la extraña depredadora y se retorcía en muecas tan terroríficas que incluso llegaban a causar la hilaridad.

Sin razón aparente, la mujer se enfureció aun más y de nuevo se precipitó sobre la anciana. Ésta vez no le arañó la cara, pero sí que la abofeteó con fuerza, de tal modo que el rostro de la vieja calló cayó vencido a un lado, derramando chorretones de sangre en el delantal de la matrona. Durante unos segundos el chasquido de la bofetada palpitó en la estancia con ecos tan estruendosos que la niña tuvo que taparse los oídos.

Cuando la mortaja del silencio calló cayó sobre tan nefasto escenario, la anciana irguió lentamente la cabeza y se encontró una vez más con su atacante. La mujer seguía allí en pieé, tan amenazante y peligrosa como desde elal inicio de su transformación. Ante aquella visión, los ojos de la anciana se salieron de sus órbitas, dominados por un sentimiento de horror primario e irracional, y su boca se retorció en una contorsión imposible. Y de lo más profundo de su garganta emergió un grito estridente que retumbó en toda la habitación e hizo que los cristales de las ventanas temblequearan en sus viejos marcos. La niña trató de salvarse de aquel angustioso alarido volviéndose a tapar los oídos. De pronto el murmullo de los orantes desapareció, el grito desquiciado de la anciana se zambulló bajo una poderosa ola de mutismo, y todo cuanto la rodeaba pereció bajo una prosa silenciosa. No obstante, a través de aquella quietud obscena, la niña podía seguir viendo como la vieja se desgañitaba entre alaridos agónicos, meneando la cabeza de un lado a otro, gritando y llorando mientras la sangre seguían brotando a borbotones por los estigmas que la mujer había dejado en su cara.

En mitad de tan delirante escena, el cambio que tanto había temido la niña terminó de obrarse, y la madrona, despojada de su disfraz de pueril inocencia, abrió los labios hasta lo indecible y su mandíbula se desencajo con un crujido espeluznantemente, convirtiéndose su boca en un ciego abismo de colmillos puntiagudos y babeantes. La niña, sabedora de que iba a pasar algo horrible, quiso taparse los ojos, pero no pudo. La inercia del mismo miedo la obligaba a seguir inmóvil, con los párpados bien abiertos, contemplando las obscenidades que acontecían en la habitación.

La mujer levantó la cabeza hacia el techo, y su pelo de estropajo le calló cayó en cascada por la espalda. Sus brazos se estiraron hasta casi descoyuntarse, como si una fuerza mayor a su voluntad la obligara a convulsionar todo su cuerpo, y de su boca brotó un hervidero de polillas negras que batieron las alas en la oscuridad de la estancia, esparciéndose por todos los rincones como una plaga de podredumbre. La niña las veía revolotear hacia el techo, agitando sus alas fúnebres y convirtiéndose en una gran nube que parecía presagiar tormenta. Finalmente ocuparon todo el techo y enterraron sus inmundos cuerpos en frondosos capullos de seda. Sobre su cabeza colgaron miles de chorretones, que convertidos en extrañas lenguas, parecían a punto de caer en una densa llovizna de verano.

Mientras tanto, la mujer de rostro deforme se precipitó sobre la anciana. La niña se estremeció horripilada cuando las manos del ente, pues ya no se le podía llamar de otra manera, se ciñeron al cuello fofo de su presa y lo retorcieron con tanta fuerza, que a punto estuvo a punto de partirlo en dos. Después, como una perra rabiosa, se lanzó sobre aquel rostro ensangrentado y engulló la delirante expresión de la anciana tras una boca abismal, hundiendo dos hileras de colmillos en la carne apelmazada.

Las lágrimas cayeron por las mejillas de la niña cuando los colmillos del ente desgarraron y apretaron, y durante unos segundos, la vieja reina se debatió bajo el cuerpo de la mujer, agarrándose desesperada al ridículo delantal de flores estampadas. Sin embargo la criatura no continuó mordiendo, ni terminó de arrancar la carne de los huesos, sino que permaneció inmóvil, atrapando a la desvalida anciana entre sus brazos y sujetándola con tanta fuerza que pronto sus espasmos se volvieron infructuosos. Cuando la presa quedó exhausta, la criatura hundió aun más los dientes y comenzó a extraer algo que anidaba en lo más profundo de la vieja.

La niña, encogida en su escondrijo, fue un testigo mudo del horror que aconteció segundos después. La garganta de la mujer se contraía y se dilataba cada vez que tragaba, deformándose por extraños bultos que recorrían todo su cuello. Y conforme más engullía, el rostro de tan extraño vampiro se volvía más espantoso y abominable. Sus dedos acabaron por convertirse en garras y se incrustaron aun más en la garganta de la anciana, la cual, todavía con vida, sufrió una convulsión y sus brazos cayeron exánimes a ambos lados de la mecedora.

Mientras la voraz criatura seguía alimentándose, la niña pudo ver como la vieja comenzaba a perder color, tornándose de un tono pálido enfermizo. La pigmentación de la piel acabó volviéndose blanca y la carne comenzó arrugarse aun más sobre los huesos, agrietándose y pudriéndose por todo su cuerpo. Pese a todo el parásito seguía sin colmar su apetito; sus dientes continuaban clavados en el vetusto rostro, succionando más y más vida.

El hedor a carroña se expandió por toda la habitación.

La inocente observadora, con el estómago revuelto, presenció como la carne de los brazos seguía pudriéndose lentamente, convirtiéndose en una capa de escarcha que acabó por desvanecerse tras una nube de polvo, dejando al descubierto una hilera de huesos amarillentos y descarnados. Y aun llegado a un momento tan crítico, cuando la anciana no era más que un cadáver momificado, la niña pudo ver como el ente seguía succionando, y su presa, abandonada a un sufrimiento indecible, perdía agónicamente la vida tras una última sacudida.

Cuando la criatura se apartó de la vieja, lo que quedaba en la hamaca no era más que una momia putrefacta. La niña, tapándose la nariz en un vano intento de contener el olor que desprendía el cadáver, quedó prendada de las cuencas oculares de aquel caparazón vacío. La calavera de la anciana le devolvía la mirada, y los ojos de la niña se perdían en dos agujeros infinitos que ya no transmitían absolutamente nada.

La niña, acallando el grito que nacía en su garganta, retrocedió espantada hasta que la pared contuvo su huída. Al mismo tiempo sintió como algo caía desde arriba, rozándole la mejilla y dejando un rastro pegajoso en su cara. Cuando miró hacia el suelo, vio un gusano retorciéndose entre los ladrillos. Instintivamente levantó el pié pie y lo aplastó bajo la suela de su zapato; el crujido de la carne desgarrada le provocó un escalofrío.

De pronto comenzaron a caer más y más liendres del techo, formando una alfombra viviente por todo el habitáculo. La niña, repugnada, se hizo un ovillo y sintió como aquella lluvia viscosa se le metía por el cuello de la camisa, por las arrugas de la falda o quedaba adherida entre su pelo. Mientras un cosquilleo repugnante se expandía por todas las partes de su cuerpo, se incorporó lentamente y pudo sentir como las orugas caían al suelo y se unían a un manto vivo que cubría toda la estancia. Dio un paso al frente y diminutos cuerpos viscosos estallaron bajo las suelas de sus zapatitos, derramando un jugo verdoso que impregnó las baldosas agrietadas. Sin embargo la atención de la niña ahora se centraba en otro punto. La criatura, todavía vestida con el babero estampado y con un delantal cubierto de sangre, había dejado atrás el trono de la reina y había puesto por primera vez sus ojos en ella.

La niña se estremeció ante la vileza que irradiaban aquellas cuencas oculares. Su boca todavía chorreaba sangre, y entre sus labios se acertaban a distinguir las dos hileras de dientes puntiagudos y descarnados que habían succionado la vida de la anciana.

Presa de un frenesí incontenible, la niña giró sobre si misma y buscó la salida de la habitación. Cual Grande fue su sorpresa al encontrar la puerta cerrada. Horrorizada, trotó hasta el picaporte y en su alocada carrera pudo escuchar el ruido espeluznante que producían las larvas al estallar bajo sus pies. Esta vez ignoró la sensación de asco que la embargaba y no se detuvo hasta que tuvo sujeto el pomo entre sus manos. Desesperada, tiró del asidero y notó como la puerta ofrecía una resistencia atroz. Una y otra vez luchó contra la manivela, girándola a un lado y a otro y gimoteando al borde del llanto. La puerta no cedió ni un ápice. Comprendiendo que poco podía hacer por salvaguardar la vida, giró lentamente sobre si misma y encaró al espanto que la acechaba desde la retaguardia. Su sorpresa fue mayúscula al encontrarse tal solo con la vieja reina aposentada sobre su trono de madera y mimbre.

Boquiabierta, se restregó los ojos varias veces para comprobar que no se encontraba ante una alucinación, pero cada vez que levantaba la vista, volvía a ver a la anciana, tan tranquila y silenciosa como la había encontrado en un principio. Cuando miró hacia el suelo la alfombra de gusanos había desaparecido. Cuando elevó la mirada hacia el techo, no encontró más que una bóveda anegada de oscuridad. Tampoco quedaba recuerdo alguno de la extraña criatura que había provocado aquella abyecta locura.

Sintiendo como el corazón volvía a latir en su pecho, la niña miró una vez más a la anciana y comprobó como ésta se mecía despreocupada en su hamaca. El agradable ruido del mimbre volvía a llenar la estancia y el único olor que perduraba era el de la madera pasada y el de los muebles vetustos.

La niña miró a la anciana y la anciana le devolvió la mirada, después la puerta de la habitación se abrió con un chasquido y el umbral volvió a quedar despejado. Con movimientos tímidos, la pequeña inclinó la cabeza a modo de despedida y la anciana permaneció inmóvil, catatónica, perdida…

Esta vez la niña no se quedó inmóvil, sino que acuciada por una intensa sensación de desasosiego, dio media vuelta y sin mirar atrás, cruzó el umbral de la puerta. Sin embargo, mientras recorría el pasillo buscando la salida de la mansión, pudo escuchar a sus espaldas un ruido que le resultaba demasiado familiar: clock, clock, clock…

El taconeo llegaba a través de las sombras y se dirigía hacia la estancia que acababa de dejar atrás. Horrorizada, contuvo el aliento y echó a correr en la dirección opuesta, perdiéndose entre las tinieblas que la rodeaban.

FIN

por David Mateo

En el país de las pesadillas

por Sebastián Gúmera

El teléfono suena a las 2 y media de la mañana. Parece escucharse más fuerte, más agudo que otras veces. Francisco, soñoliento y algo confundido se levanta y corre hacia el aparato.
–¿Aló?
–¡Francisco! ¡¿Francisco eres tú?!
–Sí, ¿quién es?
–Soy la Claudia. Algo grave pasó, nos asaltaron a la Javiera y a mí… y…
–¡¿Y qué?! ¡Habla mujer!
–¡Y por defenderse la acuchillaron!

–El auricular cae. Francisco no reacciona hasta que se escucha la débil voz de Claudia gritando “¡Ha muerto!”. Francisco, camina titubeante por el pasillo. Entra a una habitación, pintada de celeste, con estrellas y una hermosa cuna vacía en la esquina. Al lado de ella, una ventana. Una amplia ventana. Francisco se acerca a ella. No puede abrirla. No quita su mirada de la luna que atraviesa sus ojos con su luz. No tiene fuerzas. Se desploma en la suave alfombra.

–La enterraron un 5 de noviembre, asistieron familiares, amigos, compañeros de trabajos y algunos conocidos.
–¿Dónde esta el Pancho? –pregunta una vieja de cabellos teñidos a Claudia.
–No sé. Estuvo en el velorio, pero no habló con ninguno de nosotros. Sólo miraba el cuerpo de la Javierita.
–Pobre, tan buen hombre y quedar viudo tan joven.

Francisco sale de la iglesia. Tira su rosario al suelo y se sienta en la acera.
Cierra los ojos, y lo único que ve es un gran bosque, una infinidad de tonos verdosos a su alrededor. La luz de sol apenas pasa por esas preciosas ramas. El lago brilla con intensidad, y él, sentado en un bote, en el medio de este lago, sólo ve aquel gran bosque.
–¿Estos son sus ojos? –preguntó a su acompañante.
–Así es, sus ojos y los míos
–Son preciosos –dijo, mientras acercaba su mano al transparente elixir.
–Esta es su sangre, ¿no es así?
–Sí, ¿como te has dado cuenta?
–Pero si esta muy claro, la estoy viendo, a la luz de estas velas… pero, ¿quién eres?

El aparato suena. Se arrastra. No puede levantar el auricular con sus ensangrentadas manos. No tiene fuerzas.
–¡Por la mierda! ¡Malditas piernas! ¡Respondan!
Mira el cable del teléfono, lo toma y se lo acerca al cuello. A lo lejos ve un conejo, con un gran sombrero y un abrigo de cuero.
–¿Adónde vas? –le pregunta el conejo.
–No sé, perdí mi mapa.
–Acompáñame, te llevaré adonde puedas descansar.
–Francisco lo siguió, y subieron una escalera unida a un árbol. Subieron y subieron hasta llegar a la copa. En ella, solo había una llave, gastada y oxidada.
–Tómala –ordenó el conejo.
–¿Qué hago con ella?
–¡Sólo tómala!
Francisco la agarró, y al hacerlo notó que un hilo casi invisible estaba amarrado del orificio. Empezó a tirar del hilo, y el árbol comenzó a desarmarse, a descoserse. El conejo y Francisco cayeron poco a poco. La caída parecía eterna. Mientras caía, veía como cada uno de los árboles tenían cuerpos humanos y desnudos pegados a los troncos. Sus afligidos rostros lo miraban fijamente. Parecía que estuvieran cayendo junto a ellos.
–¿Quienes son?
–Son los que tomaron la llave.
–Al decir esto, el conejo empezó a sangrar. Sus ojos lloraban sangre. Su hocico escupía sangre. Su pelaje se tornó rojo. Al llegar al verde suelo sólo era un charco de sangre junto a un hombre desnudo.
–¡¿Qué le pasó señor conejo?!
–Lo asesiné –dijo una voz que salía de la sombra de un pajarraco gigante posado en un arbusto.
–¿Y por qué lo has hecho?
–Porque puedo.
El pajarraco comenzó a desaparecer. Primero las patas, luego el cuerpo, la cabeza y por ultimo el sonriente pico.
–¿Adónde vas? –le preguntó Francisco al ave gigante.
–Adonde no puedan molestarme intrusos como tú.
–Llegué aquí por error. ¿Puedo acompañarte?
–No puedes, jamás podrías. Y no creas que es un error tu llegada.
–¿Por qué no puedo acompañarte?
–Porque te desquiciaste.
–¿Cómo lo sabes?
–Es obvio. Sino no estarías aquí.

La figura desapareció. En la oscuridad que rodeaba a Francisco se abrieron miles de blancas puertas. De algunas salían serpientes y dragones. De otra salían miles de frutas.
–Tómala –dijo una serpiente azul que pasaba por ahí–. Esa es la llave verdadera, tómala.
–¿Otra llave? ¿Para qué?
–Para la puerta. Supongo que quieres salir no.
–¿Salir? ¿De donde?
–De tu encierro, al igual que todos nosotros.
–¿Estabas encerrada?
–Sí, pero ya soy libre, al igual que las otras serpientes y dragones que ves aquí. Vamos, come la manzana.
Las frutas empezaron a gritar con desesperación. No querían ser devoradas por el dragón gigante en que se había convertido Francisco luego de comer la manzana. Pero no pudieron resistirlo.
–Estoy satisfecho. ¿Dónde puedo descansar?
–Síguenos, hay un lugar al que todos vamos ahora.
–¿Ahí podré dormir un rato?
–Claro. Ahí puedes hacer lo que quieras.

Las serpientes y los dragones, entre ellos Francisco, fueron volando entre las nubes de papel dibujadas en el mar por un largo rato. En el camino se encontraron con un puente, vigilado por la reina de los ratones.

–¿Quiénes son ustedes? –preguntó la horrible dama.
–Somos los ganadores. Queremos pasar para llegar a la tierra blanca.
–No podrán, se quedaran aquí para que las ratas se los coman
–¿Qué sucede? –preguntó Francisco a la serpiente.
–Nada. Es esta vieja loca y sus ratones que no nos deja pasar por el puente de fuego.

Claudia decidió ir a visitar a Francisco. Eran las 7 de la tarde y recién estaba anocheciendo.
–¿Por qué? ¿Por qué lo hice? ¿Y por qué a la Javiera se le ocurrió hacer eso? –pensaba mientras llegaba al edificio.
Tocó el timbre por varios minutos, pero nadie abría. Tomó su celular. Francisco no contestaba. Fue a preguntarle al conserje si lo había visto salir, él le dijo que hace varios días que no se le ve, pero que un hombre había entrado la noche anterior.

–Bien, te propongo algo, vieja –le dijo la serpiente a la reina–, si tú nos dejas pasar te traeremos un recuerdo desde la tierra blanca.
–¿Y cómo puedo estar segura de que cumplirán?
–Deja que uno de tus súbditos nos acompañe, uno de los más confiables.
–Está bien. Moneda-de-chocolate, ¡ven aquí!
–Si señora, ¿que desea?
–Acompáñalo hasta la tierra prohibida, la tierra blanca. Ellos te darán algo que tú deberás traerme.

Las serpientes y dragones, ahora junto a una fuerte rata, siguieron su camino.
–¿Por qué te llamas así? –le preguntó Francisco a Moneda.
–No lo sé, ¿Por qué te llamas Francisco?
–Tampoco lo sé… pero, ¿cómo sabes mi nombre?
–Aquí todos sabemos tu nombre –interrumpió la serpiente.

Confundido y algo mareado, Francisco tropezó con una piedra y cayó sobre un río de agua ardiente.

–¡Me quemo, sáquenme, ayúdenme!
–No podemos, no es nuestra culpa que hayas caído –dijo la serpiente, y luego siguió volando, dejando a Francisco en el río.
La corriente lo llevó hacia el mar, donde miles de peces se arremolinaron en torno a él y lo transportaron a la orilla.
–¿Estás bien?
–Sí, eso creo. Pero, estoy mareado, tengo ganas de vomitar…
Cientos de niños, mujeres, hombres y ancianos, arañados, con ramas en el pelo y cadenas doradas en las manos y pies salieron de su hocico de dragón.
–Tenemos que asarlo y comerlo –decían los hombres
–No, podemos cuidarlo –decían los niños.
–No, tenemos que usarlo de juguete sexual –decían las mujeres.
–No, debemos destruirlo. Él nos tenía en su estómago y era horrible. Hay que evitar que nos vuelva a tragar.

Javiera está en la habitación de Claudia. Javiera la abraza y le dice:
–No puedo vivir con esto. No en esta situación.
–Pero debes ser fuerte, fue tu opción.
–No, no es eso. Es que sin este amor no puedo vivir.
–Ahora tienes otro deber. Tú… tú tienes que irte –le dijo Claudia, llorando.
–Pero él no se lo merece, ¡ni siquiera es de él!
Francisco siente como esos hombres y mujeres se lo comen. Su piel, cada uno de sus órganos, su corazón y su cerebro son desgarrados. Con lo que queda de su ojo izquierdo ve a uno de los hombres. No está comiendo, solo está mirando al cuerpo de Francisco mientras ríe.

Francisco lo ataca con su cuchillo cocinero.
–¡¿Por qué lo hiciste?! ¡¿Y por qué mierda me lo dices ahora?!
–¡Aleja eso! No se, te lo dije porque me sentía mal después de esto que ha pasado.
–¡¿Crees que eso es sentirse mal?! ¡Hijo de puta!
Francisco enterró el arma en el pecho del hombre, y luego lo degolló con furia.

Sentado sobre un árbol de hojas rosadas, Francisco mira el suelo.
–Allá abajo, cientos de hormigas luchan por sobrevivir, y yo aquí, sin más responsabilidades que permanecer sentado.
Empieza a caer junto a las hojas, y cuando llega a la tierra se encuentra nuevamente con el conejo
–Hola de nuevo –dijo amablemente la criatura
–Hola. ¿Qué te había pasado?
–Sólo desaparecí.
–¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste? ¡¿Por qué me abandonaste?!
El hombre agarra del cuello al conejo, y lo empieza a estrangular. Los ojos del animal se desorbitaron y luego cayeron.
–¿Estos son sus ojos? –preguntó a su acompañante.
–Así es, sus ojos y los míos

La bocina de un auto despierta a Francisco. Sigue caminando hasta llegar a la casa de Luis. Golpea, pero nadie le abre. Toma un papel de su bolsillo y con su pluma le escribe una nota que dice “Debo verte lo antes posible, ven a mi casa mañana, te dejo a la imaginación lo que pasará si no vienes”.

Francisco, con el cable en su cuello, ve como el conejo muere lentamente en sus manos. El estómago del animal se abre, y de él aparece la serpiente azul.
–¿Por qué no me rescataste?
–Porque no te lo mereces. Yo tampoco lo merecía. Ahora iremos al mismo lugar los tres.

El corazón de Javiera latía rápidamente, sólo podía mirar los húmedos ojos de Claudia.
–¡Pero entiende, Javiera! Tú tendrás un hijo, ahora él es más importante que esto. ¡Debes darle un futuro!
–¿Un futuro? ¡¿Un futuro entre tanta mierda?! No, no lo haré. Ninguno de ellos me importa. Sólo… sólo tú
Claudia besa los labios de Javiera, con ternura, como si se despidieran.
–Vete con el Pancho, Javi. Yo también me iré. Pero debes saber que aún no te perdono.
–¡¿Que no me has perdonado?! Fue un error, lo se, pero tu has cometido otros peores y yo si te he perdonado. ¿O se te olvida lo de tu padre? ¿O se te olvida lo que paso antes con Luis?
–¡Eso es diferente, tonta! Era una situación muy complicada la que tenia con mi padre, no tuve opción. Y Luis, bueno, él no es nada para mí ahora.
–Y para mí tampoco, ¡entiéndelo!
–Sí, la mitad de lo que llevas en tu estómago es de él ¡puta!

Sorprendida y apenada, Javiera toma su cartera y sale del departamento. Claudia va corriendo hacia la cocina, tropezando con vasos y botellas de pisco vacías.

–Ahora que nos vamos es mejor que despiertes –dijo la serpiente.
–No quiero despertar, ¿para qué hacerlo?
–Para existir.
–¿Y para que debo existir? Si esto es la inexistencia entonces soy feliz así.
–Cobarde, abre los ojos ¡ya!
Francisco, colgado, apenas respirando, ve la borrosa imagen de Claudia acercándosele. Unos hombres que vienen con ella cortan el cable.
–¡Pancho! Francisco ¡háblame!
–m… mi Javiera
–Ya no está, pero tienes que ser fuerte.

Francisco toma a la serpiente y rodea su cuello con ella. Le arranca la cabeza con los dientes y la escupe en un lago de sangre. Comienza a tirar de la cola y antes de morir dice:

–Tuya es la culpa, desgraciada e infeliz serpiente solitaria…

Toma un cuchillo. Son las 2 de la mañana. Sale detrás de Javiera. Sus ojos no ven más que la espalda mojada de alcohol.
–Javiera, espera! –grita Claudia
–¡¿Qué mierda quieres ah…?!

La navaja entra por su abdomen. Luego le abre el estómago, y lloran juntas en el suelo. Lloran hasta que sólo quedan el silencio y el horror en medio de una habitación enrojecida por la furia. Lloran sin despedirse, entre serpientes y dragones desorientados. Luego Claudia, algo más sobria, toma su celular y marca al teléfono de Francisco.

FIN

por Sebastian Gúmera

Sobre los Selknam

Por Jorge Baradit

(documento de apoyo para construcción del personaje Selknam en Ygdrasil)

Los Selknam son parte del sistema inmunológico del cosmos.

Cuando surge un desorden en las cosas, una infección que afecta sistemas planetarios u otra anomalía, el Universo produce este anticuerpo específico, esta enzima que cataliza procesos curativos limpios y reordena el devenir.

Mientras hacen su camino sobre la tierra actúan para configurar el «justo futuro». Calculan un punto hacia adelante en el que deben converger ciertos eventos para «sanar» la arquitectura biológica del tiempo. Pisan aquí y no allá, cortan una hoja específica en un arbusto específico, curan a ese niño, dejan de respirar durante unos segundos, lideran una revolución,cortan una hebra de cabello, escriben una frase en la arena.

Usa esta misma técnica en sus combates personales.

Un «combate Selknam» comienza unos ocho años antes del enfrentamiento en sí. El Selknam modifica e interviene delicadamente ciertos insignificantes eventos que eventualmente influirán negativamente en su contrincante. Así, cuando la vida finalmente los enfrenta, el oponente se encuentra disminuido, quebrado, ensombrecido. Entonces el Selknam se limita a introducirle una pequeña estructura psíquica, llamada «llave fenrir», para abrir la puerta del demonio específico que se ha ido incubando con las intervenciones del Selknam a lo largo de los ocho años de batalla. Un sutil aroma, la imagen de una pluma, un color o el recuerdo de un rostro, bastarán para desatar un pasaje sicótico de tremenda toxicidad que lo destruirá. La imagen más utilizada es un círculo rojo que emite un ladrido.

Otra modalidad es introducir un recuerdo tóxico en estratos tempranos de la vida del contrincante, que modifique el sentido de su existencia. Se les llama «cargas de profundidad». Tuerce la memoria en un gesto ágil de kung fu astral y el ser cae asfixiado por un ataque masivo de angustia.

Otro tipo de «carga de profundidad» es abrir la «puerta negra» de las neuronas y reflotar de golpe el recuerdo de todas las muertes de vidas pasadas.

El modo de combate «gesto» le permite destruir vida orgánica al desplazar violentamente el espacio 1/2 de milímetro hacia la izquierda. Este «gesto» disloca enlaces moleculares y el organismo cae reducido a una mezcla de compuestos químicos básicos en estado líquido y gaseoso. El alma no llega a percatarse y se sostiene en nuestro plano por un momento, lo suficiente para darse cuenta y ver sus restos antes de disolverse contra la nada.

La disciplina popularmente más conocida es, por supuesto, la lucha con ba´phrana. Aunque los Selknam la consideran ante todo un tipo de ejercicio oratorio, su espectacularidad la convierte en el principal distintivo de su casta.

El Selknam canta un mantra, que incluye su nombre verdadero, y hace vibrar su columna vertebral en nota FA. Lentamente el ba´phrana comienza a manifestarse sobre su cabeza en la forma de una bola de luz.

El Selknam dspliega matrices de cálculo tridimensionales en las capas de su mente y comienza a procesar millones de ecuaciones simultáneamente, a tremenda velocidad, que orientan los vacíos cuánticos de billones de átomos. De pronto el ba´phrana parece moverse, pero es en realidad la habilidad del Selknam doblando el espacio, plegándolo y curvándolo con belleza en torno suyo. Una peligrosa danza, que juega con las potencias primordiales de las cosas, compuesta de cantos, oraciones, complejos cálculos matemáticos, movimientos de brazos,dedos y boca en un baile de guerra que desplaza el ba´phrana en torno al Selknam.
Es una suave cadencia trazando gestos alfabéticos en el aire, generalmente haikus relatando hechos cotidianos.

Los textos hablan sobre una flor, el atardecer o la nervadura de un pétalo de jazmín.

El ba´phrana es un chakra externo que los Selknam desplazan a voluntad. Es una puerta del tamaño de un puño que conecta con otros Universos. El ba´phrana hace la sinapsis de este Universo con los Universos contiguos como partes de un megasistema pensante.

Es altamente destructivo, la luz que emite es energía residual del proceso de desintegración de materia que se produce en sus bordes y su movimiento se conoce como «esgrima con ba´phrana».

Otra modalidad de esgrima es el «rayo de luz». El Selknam refleja luz solar con un espejo diminuto y dirige el destello hacia el ba´phrana que lo absorbe como un microagujero negro. La maestría está en mover el ba´phrana y el destello al unísono, simulando un estilete de luz. Es de extrema dificultad y se cultiva para ejercitar el manejo diestro y con belleza de todas las habilidades espacio- temporales del Selknam. También se conoce como «la forma noble».

El Klóketen es la asamblea en la que están permanentemente reunidos todos los Selknam que han sido y que serán, en un punto fuera del espacio.

Los Selknam se mutilan partes del cuerpo en la medida en que van siendo capaces de reemplazar sus funciones biológicas con control espiritual, a través de decenas de cantos, mantras en código binario y cálculos matemáticos dirigidos simultáneamente a la zonas vacías del organismo. Estos «vacíos en el sistema» se cubren con «paradojas de fe». Hay Selknam en tal estado de gracia que son sólo un sistema límbico desplazándose a 80 cms. del suelo.

«Cuando se nos acaba el tiempo nos recogen desde el cielo por el cordón de plata, cuando nos cortan caemos al infierno».
(Frase impresa en el interior de la carcasa de 240 teléfonos celulares Ericsonn LC-48, año 1997)

Gestación de un Selknam.

“Un Selknam se gesta cuando la fertilización se produce exactamente en un «salto de tiempo» (la dimensión-tiempo tiene un nanodefecto en la ecuación que lo genera, ésto produce espasmos de ajuste minúsculos llamados «no-momentos» cada cierta cantidad de millones de años). Es esta condición de nacido «fuera del tiempo» la que lo obliga a sostenerse dentro de la realidad, y que eventualmente le permitirá desarrollar la capacidad de modularla”.

(Texto apócrifo del místico Matías Rodríguez incluido en la “Summa NeoTeos”, capítulo 12, párrafo XXV).

Cuando un Selknam nace, simultáneamente nacen otros 4 niños en puntos equidistantes a la manera de un mandala, llamados a equilibrar los acontecimientos.

Las personas que nacen en un «no-momento» (o «momento de muerte») deben desaparecer rápidamente de la existencia porque, al nacer en el «punto de ajuste» de la ecuación que produce el tiempo, pueden convertirse en «bolas de nieve», existencias cancerígenas que infectan el normal desarrollo de la «realidad», produciendo fenómenos de creciente incoherencia. Deben ser cortadas como el exceso de tela en la fabricación de un traje.

Los cuatro niños mueren en su lugar.

A los 6 años cae en un sueño profundo pero manteniéndose en pie. Comienza a desarrollar una yemación desde la glándula pituitaria que crece idéntica a él, suspendido al revés sobre la cabeza del durmiente, como en un espejo. Este clon carece de corteza cerebral y permanece en estado meditativo mientras le canta oraciones, historias, genealogías y emite frecuencias de sonido necesarias para su desarrollo. Le transmite, a través de mantras en código digital, la memoria de la estirpe y estímulos que impactan en neuronas específicas de la bóveda y generan un mapa del estado del cielo en el momento del futuro cuando se deba producir la consolidación.

Mientras duerme se acumulan objetos y personas a su alrededor, se construyen villorrios y se erigen ermitas, cambia el clima, se generan variaciones en el idioma.

9 años después las condiciones están dadas, su aura se expande y se contrae violentamente reduciendo y absorbiendo toda la materia orgánica a 3 kms. a la redonda. Así respiran los Selknam y lo hacen 2 veces en su vida.

La etapa de «crisálida» concluye con la primera eyaculación.

El selknam eyacula “hacia adentro”, se autofecunda.

El orgasmo cataliza recuerdos dormidos, abre un agujero en la base de la nuca por donde puede entrar y salir a voluntad. De pronto sabe del «viaje».

Abre su abdomen y se extrae los órganos vitales. En el espacio introduce una roca, una oración tallada en un trozo de madera, sus propios ojos y un espejo (para cerrar la metáfora). Luego se rellena con tierra del lugar, se introduce un animal vivo (el totem del Selknam) y se cose con alambre.
Luego deberá sostener sus sistemas vitales y al animal sólo con su fuerza y control espiritual.

Debe mantener comunicación constante con cada zona de su cuerpo, susurrarle a cada célula su trabajo, recitar simultáneamente los 18 millones de mantras que lo sostendrán con vida.

El «viaje» comienza sobre la dureza de una roca. El viaje lo llevará a encontrar un amigo que será asesinado, deberá yacer con una mujer y la perderá. Participará en una guerra y liderará una revolución sangrienta contra un linaje oscuro. Regresará cansado y destruido a la roca del punto de partida donde lo estará esperando él mismo. Luchará consigo mismo y morirán ambos. De la herida abierta saldrá el animal ya hecho hombre, ese es el verdadero Selknam. El totem encarnado emergiendo de la crisálida.

Debe haber un Selknam cada cierta distancia en el Universo.

La frecuencia que emite la vibración de sus almas los conecta a todos, generando así la mega-molécula que estructura el Cosmos.

Entre todos, además, forman el ideograma con el nombre de Dios; que es el gran canto, el «ruido de fondo» que se escucha tras las paredes del infinito, la nota SOL tras el misterio sacro de la electrónica.

Los Selknam no tienen espalda, siempre se ven de frente.

Los Selknam tienen un doble astral viviendo invertido bajo sus pies.

Los Selknam son umbrales.

Los Selknam tienen la apariencia de quien lo mira. Cuando le hablas a un Selknam te hablas a tí mismo.

Los Selknam no son dioses.

Cada Selknam es una neurona sujeta por su axón astral a la mente del Selknam que contiene a este Universo. Reza su canto de existencia en una frecuencia tan amplia que atraviesa los 28 universos, y su longitud tan corta que sus cúspides se tocan y se curvan penetrando en el futuro. Es además el medio que tienen para sincronizar los actos de los 28 distintos yo que conforman su ser total en los distintos 28 universos. Deben coordinar coherentemente un mismo acto para 28 realidades distintas.

El Selknam no es más rápido, sólo ocurre que es capaz de vivir 1/3 de segundo adelante en el tiempo (no es posible ir más adelante, la «realidad» es un producto «desecho» de la actividad que se produce 1/3 de segundo adelante. La «realidad» es un «delay» de explosiones de vida inimaginables. Más allá de eso no hay nada).

El Selknam es a veces la razón de existencia para todo un sistema de galaxias que ve en su nacimiento la flor de billones de años de evolución. También, a veces, nacen por azar.

La Tierra ha asesinado a 3 ó 4 selknams. Ello nos hace tan despreciables que nadie se manchará las manos con nosotros en el Universo. Prefieren abandonarnos a nuestro propio infierno; devorándonos y matándonos dentro de este barco de locos que navega por la noche espesa del Cosmos.

por Jorge Baradit

TauZero Especial NanoCuentos

Viajero
Y entonces descendí de mi nave intergaláctica.
–Cristián Amira–

Falsedad
Una lombriz envuelta con traje de mariposa.
–David Mateo–

Fin
Con un bostezo, Dios apagó la videoconsola.
–José Carlos Canalda–

Estafa
Los dinosaurios eran robots, ¡me han timado!
–Daslav Merovic–

Posdata
Vi el cometa del fin del mundo.
–Claudio A. Amodeo–

Resurrección
Levantóse y anduvo… estar muerto le aburría.
–Iñigo Fernández–

Esferas
Él detiene las máquinas cuando el círculo desaparece.
–Candelaria Rivero–

Génesis
Salvé las píldoras. Era fuego. Todo comienza.
–Candelaria Rivero–

Vino
Tiempo al tiempo.
No, mentira.
Tiempo al.
–Candelaria Rivero–

Oscuridad
Penetras la pantalla, que jamás te dará hijos.
–Candelaria Rivero–

Presidente
Él no era el robot; cómo convencerlos.
–Gonzalo Geller–

Heridas
Chorreaba aceite; no podía ser un ángel.
–Gonzalo Geller–

Intolerancia
El extraterrestre agonizaba. Éramos los culpables. Huimos
–Gonzalo Geller–

Fe
… de erratas: donde dice «Dios», debería decir…
–Gonzalo Geller–

Fascinación
Teníamos miedo; aquello avanzaba, nos llamaba, inevitablemente.
–Gonzalo Geller–

Hogar
Parecía un chico tan normal… ahora, las ruinas…
–Gonzalo Geller–

Tiempos
No era su vida; detalles lo delataban.
–Gonzalo Geller–

Criatura
Llegó.
Creció.
Corrimos.
Siguió creciendo.
Era increíble.
–Gonzalo Geller–

Mañana
… hallóse convertido en un monstruoso bípedo
implume.
–Gonzalo Geller–

Borges
Era él mismo, sólo que más viejo.
–Gonzalo Geller–

Galactonoticias
Nanomáquinas crean gestalt. Tierra ahora está viva.
–Susana Sussmann–

Galactonoticias2
Tanto llovió que Tierra se hizo Agua.
–Susana Sussmann–

Galactonoticias3
Nova Sol devora sus hijos. Tierra muere.
–Susana Sussmann–

Galactonoticias4
Gestalt de nanomáquinas apaga a Nova Sol.
–Susana Sussmann–

Existencia
Para existir el cuento escribió: aquí estoy.
–Sergio Gaut vel Hartman–

Invasores
Queremos agua y calor, dijo el marciano.
–Sergio Gaut vel Hartman–

Dios
En el octavo día empezó otro universo.
–Sergio Gaut vel Hartman–

Nova
El protector solar no es ineficaz, querida.
–Sergio Gaut vel Hartman–

Marcianos
No somos un programa radial, señor Welles.
–Sergio Gaut vel Hartman–

Drácula
¿Qué enfermedad tienes? ¿HIV? No la conozco.
–Sergio Gaut vel Hartman–

Clon
Después de besarte sentí que me besaban.
–Armando Rosselot–

Tiempo
Llegaste tarde, disculpa. Aun no llegas, ¿voy?
–Armando Rosselot–

Ubicuidad
No soy de aquí… ni de ahora…
–Rodrigo Mundaca Contreras–

Insensible
Puede continuar golpeándome: no poseo sistema nervioso.
–Rodrigo Mundaca Contreras–

Cortés
Muchas gracias, pero no. No respiro oxígeno.
–Rodrigo Mundaca Contreras–

Indolencia
El Apocalipsis pilló a todos viendo televisión.
–Rodrigo Mundaca Contreras–

Inevitable
Y la máquina respondió: soy un humano.
–Rodrigo Mundaca Contreras–

Dogmático
Aunque te enojes, no cambiaré de forma.
–Rodrigo Mundaca Contreras–

Amanecer
Qué hermosa es esa brillante aurora radiactiva.
–Rodrigo Mundaca Contreras–

Vivo
¡Estoy muerto! dijo sonriente el zombie trabajando.
–Juan Carlos Sánchez–

Advertencia
¡Prohibido soñar el paraíso, está muy lejos!
–Juan Carlos Sánchez–

Violencia
¡Amo la vida! grita contento el asesino.
–Juan Carlos Sánchez–

Tinieblas
El lobo aulló un poema de sangre.
–Juan Carlos Sánchez–

Fascinación
El pinguino devoró al lobo por protestar.
–Juan Carlos Sánchez–

Autodescubrimientoterapéutico
¿Eres marciano?, me preguntó. ¡No!, venusino, respondí.
–Luis Saavedra–

Trailer
¡Bichito, bichito! invasión héroe musculoso Tierra ¡kaboom!
–Luis Saavedra–

Infancia
En una galaxia muy muy lejana… ¡Aventura!
–Luis Saavedra–

Telepatía
El gato me dice: ¡Soy tu amo!
–Luis Saavedra–

Física-beat
Big Bang bum Big Crunch, ¡great groovy!
–Luis Saavedra–

Elder
Estos malditos jóvenes de hoy, ¡tan iconoclastas!
–Sergio Alejandro Amira–

Identidad
¿Cómo podría saberlo?, ¡ella era un metamorfo!
–Sergio Alejandro Amira–

Romántico
Ramo de rosas Klemperer para mi amada
–Sergio Alejandro Amira–

Resumen
Tras la Plaga, arcángeles devoran cadáveres humanos.
–Sergio Alejandro Amira–

Soledad
¿Que hago en medio de la lava?
–Hernán Pizarro–

NeoMonstruo
Ni Drácula, Ozzy, Jason o Freddy: Worror.
–Sergio Alejandro Amira–

Causalidad
Pródromos Activos de Reintegración Cósmica me persiguen.
–Sergio Alejandro Amira–

Frampton
Nada con qué relacionarme, sólo el mar.
–Sergio Alejandro Amira–

Escritor
Escribía malos cuentos. Fue desintegrado.
-Daniel Contreras-

I
La tierra era plana después de todo.
-Vicente Forte-

II
Llegaron y sembraron mentes en nuestros cuerpos.
-Vicente Forte-

III
Se hizo la luz y todo desapareció.
-Vicente Forte-

IV
Atravesó paredes a voluntad. Después me enseñó.
-Vicente Forte-

V
Primero, los niños del Brasil. Ahora, nosotros.
-Vicente Forte-

VI
Alabado sea el señor y toda maquinaria.
-Vicente Forte-

VII
Estaban aburridos. Por eso te construimos.
-Vicente Forte-

VIII
Primero nada. Luego todo. Mañana nada.
-Vicente Forte-

Larva y la niña de Mermeroth

por Sergio Alejandro Amira

Él siempre se alzaba sobre todos, matando con sus dos lunaris ensangrentados, degollando al enemigo, ya fuesen humanos, elfos o enanos. Nada ni nadie podía contenerle… ni tan siquiera los grandes señores del cielo.
–David Mateo–

1
Larva se paseó entre los despojos de los ejércitos caídos contemplando cómo la carne de aquellas débiles criaturas era reclamada por la hambrienta Arankandas. Como vasallo del Abismo, él jamás sería reclamado por la Dama Blanca.
Larva contempló una vez más el solitario valle y fijó la vista en un andrajoso estandarte con el árbol de profundas raíces que tanto odiaba. Aparentemente él era el único ser vivo tras la furia ígnea desatada por el Karkang, aquel volcán que le había apresado en su útero de fuego devorando su carne tan rápido cómo ésta se regeneraba. Fueron días, semanas, eones los que transcurrieron para Larva en aquel estado de no-muerte tan similar a su propia existencia, sin embargo.
Sus dos corazones latían sosegados tras el enorme esfuerzo que significó escapar al magma que le mantenía cautivo. Tranquilamente Larva se desplazó entre los cadáveres de sus compañeros de armas y enemigos, entre las carcasas de los caballos gigantes y bulugbars, y entre los orgullosos dragones que pese a su gran poder habían caído como moscas ante la furia de los Señores Oscuros, ante la furia del propio Larva que había destruido a un gran blanco antes de ser engullido por el Karkang.
Sólo entonces fijó Larva su pensamiento en los lunaris. Los había perdido y sin ellos se sentía más desnudo que despojado de su armadura del yagath, forjada al inicio de la Oscuridad.
Uno de los lunaris se hundió en el Karkang junto al gran blanco, incrustado en la nuca de la bestia, pero el que utilizó para mutilar uno de los ojos del dragón había caído fuera del volcán y le aguardaba en algún sitio de aquella alfombra de cadáveres y armas rotas. Larva cerró sus ojos de pez y percibió las débiles vibraciones de la hoja diamantina que llamaba a su amo. Algo la sujetaba, algo vivo… él no era el único sobreviviente después de todo.
En la rivera del Zoj encontró a uno de sus antiguos camaradas contemplando el lunaris como si fuese un trofeo.
–¡Larva! –exclamó la criatura–, pensé que habías muerto, vi cómo caías al interior del Karkang combatiendo a ese blanco…
–El Supremo ha desaparecido –contestó Larva escuetamente.
–Sí, su esencia nos ha abandonado, es cómo…
–Tienes algo que me pertenece –interrumpió Larva. La criatura de seis brazos (tres de los cuales había perdido en combate) le entregó el cuchillo. Larva cerró su mano sobre la empuñadura y sintió como regresaba a él toda la ira que durante semanas y cuentas le había mantenido vivo. Llevó la hoja hacia su pecho clavándola en su corazón izquierdo y luego describió un amplio arco hacia delante que cercenó la quiróptera cabeza del guerrero.
Larva decidió que no se marcharía del campo de batalla hasta cerciorarse que no quedaba nadie vivo. Él sería el único sobreviviente de aquella histórica contienda.

2
Desde el extremo austral de Ashgord hasta las costas bañadas por el mar del Olvido, Larva no halló sobreviviente alguno, pero sí un navío rezagado, a punto de zarpar. Sigilosamente abordó el barco y dos cuentas antes que arribara a puerto mató a toda la tripulación y dejando atrás el Olvido, se zambulló en las cálidas aguas del océano Virgen, nadando hacia una playa solitaria lejos de Yenyirob, la capital. El último barco de guerreros en regresar a Zánjila sería recibido por sus viudas y huérfanos. ¡Cuánto daría Larva por contemplar las expresiones de horror en aquellas caras al ver los cuerpos mutilados de sus héroes!, pero debía actuar con cautela. Necesitaba una armadura, no era digno de un guerrero como él andar desnudo y sería más fácil conseguirla en un villorrio.
Larva se guió por su olfato y pronto halló el sendero hacia una ciudadela de horticultores que abastecían con sus granos y frutos a la capital. En el camino se topó con dos hombres montados a caballo, sucios tramperos a juzgar por sus apariencias. Una veloz estocada a la izquierda, otra a la derecha y las cabezas de los caballos cayeron al suelo antes que sus cuerpos y jinetes. Cuando estos intentaron ponerse de pie fueron cercenados en dos a la altura del torso por el lunaris. Larva seguía siendo el mejor, de eso no cabía duda.
Atardecía en aquel inmundo villorrio conocido como Mermeroth y al parecer todos sus habitantes habían abandonado sus casas, Larva se topó con el cuerpo sin vida de un mendigo andrajoso y le arrebató su apestosa túnica.
A medida que Larva, encogido para aparentar la estatura de un humano, avanzaba por una estrecha avenida que desembocaba en la plaza central comprendió el porqué de la ausencia de lugareños. Todo el pueblo estaba reunido allí en medio de una bulliciosa algarabía. Larva espió sobre las cabezas del gentío y vio en medio de la plaza una plataforma sobre la cual se hallaban tres sujetos. Uno de ellos estaba atado a un poste, el de la izquierda era un tipo obeso con una tea en la mano y una capucha que le ocultaba el rostro, el de la derecha era sin lugar a dudas el cacique del pueblo, un individuo delgado de cabello rojo y lujosas prendas.
-En virtud de mi derecho y obligaciones como cacique de la comarca de Mermeroth –exclamaba a todo pulmón el cacique– decreto que el ciudadano Bigardo Tejar sea quemado vivo en la hoguera en represalia a las ofensas que prodigó contra mi persona en la Taberna de Saa-Dreva.
Larva examinó el rostro del condenado y se sorprendió al ver que no reflejaba temor alguno. El sujeto tenía una boca ancha y unos ojos saltones algo más separados del tabique nasal que el común de los humanos. Su cabello era casi gris y lucía un cuidado bigote sobre su boca de batracio. Bigardo Tejar más que atemorizado parecía divertido, incluso cuando el cacique bajó de la plataforma y el verdugo le prendió fuego a las ramas secas que rodeaban el poste al cual estaba atado.
Las llamas y el humo comenzaron a envolver al infeliz pero éste, en vez de gritar, comenzó a reír estrepitosamente. De pronto su cuerpo se encendió por si sólo como una antorcha, y se elevó disparado hacia el cielo, perdiéndose entre las nubes.
–¡Un elemental, era un elemental! –vociferaba la muchedumbre conmocionada.
–Un surtur –dijo Larva con su rasposa y grave voz sin percatarse que había atraído con ello la atención de quienes le rodeaban.
–¡Otra criatura mágica! –gritó alguien dando inicio al caos.
La noche encontró a Larva de pie en medio de la plataforma de ejecución rodeado de una cincuentena de cadáveres que, además de los aldeanos, incluían al verdugo, el cacique y su guardia personal. Mermeroth se hallaba desabitada, todos aquellos lo suficientemente inteligentes o cobardes huyeron en cuanto se desató la carnicería.
Larva penetró en el palaciego hogar del cacique y se sentó a su mesa para degustar el gran banquete que sus cocineros le habían preparado para después de la frustrada ejecución. Una vez saciado su apetito, recorrió las estancias hasta dar con la sala de trofeos donde encontró una armadura que, si bien no podría compararse a la que había perdido en la gran batalla, serviría por el momento.
Larva vistió el velmex casi hecho a su medida y se colocó la lóriga de escamas para luego continuar desde los pies hacia arriba con los escarpes, las esquinelas, los grebones, quijotes, rodilleras y musleras. Escarcelas, manoplas, sobrecodales, guardabrazos, ristre, peto, bufa y hombreras completaron su atuendo. No encontró ningún yelmo como el suyo, que tan bien imitaba sus rasgos faciales, por lo que decidió no emplearlos. La noticia de su llegada a Mermeroth pronto traería toda clase de enemigos con los cuales luchar. Pero Larva ya estaba aburrido de pelear con humanos tras enfrentarse a seres mucho más poderosos. Lo mejor sería buscar un caballo, si es que quedaba alguno, y marcharse de aquel sitio.
Mientras abandonaba la sala de armas, su agudo oído detectó un leve respirar entrecortado proveniente del segundo piso. Subió pesadamente las escaleras y con cada paso que daba oía como esa respiración se agitaba más y más. Entró en los aposentos del cacique muerto y con una sola mano volteó la cama. Bajo ella se ocultaba una niña de unos nueve años, cabello rojo, ojos verdes, probablemente hija del cacique. La pequeña estaba asustada, “pero no tanto como debiera” pensó Larva alzando el lunaris. La niña cerró los ojos y comenzó a llorar desesperadamente.
¿A eso se dedica ahora el Poderoso Larva?, ¿a asustar niñitas? –escuchó el guerrero sin la mediación de sus oídos.
–¿Quién eres? –preguntó.
Deja en paz a esa niña y te lo diré. Sal a la plaza, allí estoy esperándote.
Larva emergió a la plaza pero no vio nada más que los cuerpos sin vida de sus víctimas.
–¿Dónde estás?
Aquí –dijo la voz.
Larva le vio entonces, o mejor dicho no le vio. Percibió su ausencia, el vacío provocado en la atmósfera que le rodeaba, algo muy sutil para los ojos de criaturas menores como elfos y humanos pero que para él era evidente.
–Rubb –dijo Larva– ¿te envía Yeresath?
El Cambiante ya no existe, criatura estúpida
–No puede ser…
El Culebril está muerto, cómo deberías estarlo tú, pero a ti no se te puede matar, ¿no es cierto?
¿Era eso una pregunta o una aseveración? Larva sabía que era un hueso duro de roer, pero de ninguna forma inmortal.
Cómo no puedo matarte serás exiliado, ya no tienes cabida en el Nuevo Orden, Larva. Eres una reliquia de un pasado extinto, ¡Yo, mesástatas del tiempo te expulso de la vieja Argos!
Dicho esto se abrió a espaldas de Larva una boca similar a un tornado que lo engulló por completo.
El Blanco Velo del Olvido ha sido dispuesto –sentenció Rubb.

3
Larva arribó a su lugar de destino en medio de un caos generalizado. Era de noche al igual que en Zánjila, pero el ambiente era húmedo y algo más caluroso. Larva estaba de pie en una plataforma similar a la plaza de Mermeroth, pero unas veinte veces más grande. Había mucha luz proveniente de las esquinas del cuadrilátero, estructuras metálicas similares a troncos de árboles coronadas por rectángulos luminosos. Sobre la cabeza de Larva sobrevolaban criaturas voladoras que asemejaban ser de metal, no, eran máquinas con aspas rotatorias que las mantenían en el aire. Desde dos de las esquinas de la plataforma se erguían unas estructuras que conformaban una especie de pirámide con algo similar a un tonel de cerveza en el medio. Todo era muy extraño para Larva que no sabía cómo reaccionar.
Finalmente decidió descender de la plataforma pese a que los potentes focos prácticamente lo cegaban. Halló unos peldaños y bajó los ocho metros que lo separaban del suelo. Al parecer había acontecido otra batalla ya que por lo menos una docena de cadáveres, ataviados de uniformes de tela y extraños armamentos, yacían esparcidos por todas partes. Sin mediar aviso alguno se posó sobre uno de los cuerpos algo similar a una pantera humanoide, con grandes alas emplumadas y amenazadores colmillos. Larva no le dio tiempo de reaccionar a la criatura y arrojó el lunaris. Cuando el cuchillo regresó a su mano la cabeza del animal yacía en el suelo.
–¡Freeze! –escuchó gritar Larva en un idioma que no comprendía para verse rodeado luego de humanos en atuendos y con armas similares a las de sus compañeros caídos. Larva se aprestó a combatir pero de pronto sintió su cabeza muy pesada, cómo si un gnomo se hubiese sentado sobre ella.
AQUÍ NADIE HABLA LA LENGUA DE ILINDIS, LARVA, PERO PUEDO ASEGURARTE QUE NO SOMOS TUS ENEMIGOS
Dijo una voz dentro de su cabeza en una comunicación similar a la que mantuviese en Mermeroth con Rubb, aunque mucho menos sutil.
–¿Qué eres? –preguntó Larva–, ¿un dios acaso?
NO, PERO TAMPOCO SOY HUMANO. QUEDATE QUIETO ALLÍ Y ME VERÁS
Larva decidió obedecer ya que las armas empuñadas por esos humanos a todas luces parecían cañones miniatura que fácilmente podrían penetrar su coraza de metal. Si bien Larva podía regenerarse el recibir heridas no era algo que le agradara precisamente.
Tras unos segundos el semicírculo de soldados se abrió y una especie de cruza entre tanque y pecera se plantó frente a Larva. En el interior cristalino nadaba un pez de gran tamaño similar a las feroces bestias marinas del Mar del Olvido. La criatura poseía una estilizada forma de torpedo con una pronunciada aleta dorsal y una gran boca plagada de afilados dientes triangulares dispuestos en su mandíbula en varias filas ligeramente inclinadas hacia el interior. Larva estimó que el pez medía unos seis metros de longitud y debía pesar unos 1200 kilogramos.
–¿Eres el líder de estos hombres? –preguntó Larva.
SÍ, MI NOMBRE ES BARDO, Y TENGO UNA PROPUESTA QUE HACERTE
–Primero que nada demando saber donde me encuentro –dijo Larva.
ESTÁS EN EL PLANETA TIERRA, EN EL CONTINENTE AMERICANO, EN LOS PANTANOS EVERGLADE DE FLORIDA DONDE HACE DOS AÑOS DESCUBRIMOS SE ENCUENTRA LO QUE HEMOS DENOMINADO EL EJE DE LAS REALIDADES O NEXUS, ESTÁBAMOS INTENTANDO ENVIAR UNA MANZANA A TRAVES DEL PORTAL, LA MANZANA DESAPARECIÓ Y EN SU LUGAR LLEGASTE TÚ EN MEDIO DE UNA EXPLOSIÓN QUE MATÓ A QUIENES ESTABAN MÁS CERCA DE LA PLATAFORMA
–Éste no es mi mundo.
NI TAMPOCO TU UNIVERSO, ESA ES LA RAZÓN POR LA CUAL PUDISTE HACER LO QUE NADIE JAMÁS HA LOGRADO, MATAR A UN ARCÁNGEL
–La criatura alada que decapité, imagino.
SÍ, HASTA EL MOMENTO NADIE HABÍA CONSEGUIDO INFRINIGIR DAÑO ALGUNO A LOS ARCÁNGELES, NO SE TRATA DE TU ARMA SINO DEL HECHO QUE TÚ LA EMPUÑES, PODRÍAS ELIMINAR A LOS MENSAJEROS DE DIOS CON UN SIMPLE TENEDOR O TUS PROPIAS MANOS SI QUISIERAS
–Mensajeros de Dios, ¿Cuál dios?, ¿Miles Der Vand?
NO, NINGÚN DIOS QUE TU CONOZCAS NI AL QUE TENGAS QUE RESPONDERLE, SÉ QUE ERES UN MERCENARIO POR LO QUE TE OFREZCO UN TRATO, DESHASTE DE CIERTOS ENEMIGOS DE MI NACIÓN Y TE REGRESARÉ A TU MUNDO, A LA VIEJA ARGOS

4
Habían transcurrido tres años desde que Victorino se había transformado en el primer acólito, el primero de los Doce y legendario guardaespaldas de Constanza la mesías, que si bien había ganado bastante estatura, seguía poseyendo rostro de niña y cuerpo de muchachito a sus doce años y medio. Esa noche Constanza se hallaba reunida con sus discípulos al interior de una vieja cabaña en lo que alguna vez fueran los amplios dominios boscosos de Warren Kettenmann. La casa pertenecía a una anciana que había muerto dos días antes de un paro diabético, demasiado vieja como para resucitarla. Constanza y los suyos la dejaron bajo un árbol sobre un trozo de tela carmesí que ella misma guardaba para dichos efectos y decidieron quedarse unos días en su casa, que contaba con una despensa llena de alimentos y una gran chimenea de piedra.
A Victorino le habían seguido cuatro acólitos más, todos vueltos a la vida por Constanza para convertirse en sus apóstoles. Felipe fue el segundo y lo encontraron colgando de una soga que pendía de la rama de un árbol, no había intentado suicidarse, como explicó, sino que fue asesinado por su esposa y su amante. El tercer resucitado fue Matías, de dieciséis años, a quien un granjero disparó tras encontrarlo en su predio robando naranjas. La cuarta fue Romina, degollada y violada por un infeliz que el pueblo se encargó de linchar. El quinto fue Gustavo, corneado hasta la muerte por una enloquecida vaca.
Todos estaban sentados en la posición del loto rodeando a su mesías quien les hablaba del futuro por venir. Victorino notó de inmediato el cambio de expresión en el rostro de la jovencita, poniéndose de pie de un salto.
–¿Viste algo Constanza? –le preguntó.
–Sí, una cosa similar a un perro se asomó a la ventana durante unos segundos –explicó la niña.
–Ha de haber sido un perro muy grande para alcanzar la ventana, será mejor que vaya a ver –opinó Victorino mientras vestía su cazadora y salía al exterior.
Larva esperaba oculto tras los matorrales, Bardo le advirtió que Victor Ur era el único acólito que podía significar un verdadero desafío, y le aconsejó matarlo tras acabar con la niña. Bardo estaba al tanto que Ur abandonaría la cabaña por cerca de diez minutos, el escualo poseía cierta habilidad limitada para predecir eventos futuros y presumía haber contando con mayores poderes aún antes que su cerebro fuese cambiado de cuerpo tras recibir un ataque combinado de Ur y la muchachita. Bardo ya no podía mover personas como piezas de ajedrez alrededor del mundo, por lo que Larva había viajado en uno de esos aparatos mecánicos voladores que tanto le desagradaban.
Una vez que el fornido Ur se internó en el bosque, Larva ataviado de su armadura mermerothide destrozó de una patada la puerta y con unos cuantos movimientos de su letal arma desmenuzó a los inmortales esparciendo sus miembros y trozos cercenados en un baño de sangre. Luego avanzó hacia la muchacha que estoica y salpicada de rojo lo esperaba de pie en medio de la sala.
Su rostro manchado casi por completo de sangre apenas podía distinguirse de su inflamado cabello.
–Ya intentaste matarme anteriormente pero no fuiste capaz –dijo la niña.
Vino entonces claramente a la memoria de Larva el rostro de la hija del cacique oculta bajo la cama. Se trataba de la misma chica, algunos pocos años mayor.
En ese momento Victor Ur entró por el ventanal junto a una lluvia de cristales rotos, interponiéndose entre la niña y Larva. Ambos se trenzaron en una singular lucha, Larva armado de su lunaris y Ur de sus puños.
Lo que había dicho Bardo era cierto, Larva nunca se había enfrentado contra hombre o elfo tan poderoso. Tras un breve intercambio de golpes y fintas ambos contrincantes se separaron. Ur contaba con dos dedos menos de su mano derecha como único saldo de la batalla y, además, había conseguido arrebatarle el arma a su contrincante, Larva tenía un ojo colgando de su cuenca, la mandíbula fracturada, varios colmillos menos, cuatro costillas rotas, un pulmón perforado y su armadura rasgada en varios sitios.
“Ésta es una pelea que no podré ganar”, pensó Larva mientras se regeneraba. “Bardo sobreestimó mis habilidades, éste hombre en apariencia común es más fuerte incluso que el dragón blanco con el cual luché sobre el Karkang.”
Retrocediendo lentamente, Larva, que sabía reconocer a un contrincante superior cuando lo enfrentaba y que valoraba su “vida” por sobre todas las cosas, abandonó la cabaña y se sentó sobre un tronco caído.
Escuchó a la niña y al sobrehombre hablar dentro y luego vio a la primera emerger de la casa para sentarse junto a él.
–¿Estás en comunicación con mi enemigo? –le preguntó Constanza en la lengua de Ilindis.
–Sí –contestó Larva ya más recuperado de sus heridas–, puede ver y escuchar todo lo que está ocurriendo gracias a este aparato que no se cómo aún permanece sobre mi hombro. Sus poderes ya no suelen ser los que poseía antes que lo atacaran.
–¿Por qué te rendiste?
–Sé muy bien cuando un adversario está más allá de mis posibilidades para derrotarlo. Valoro mi vida por sobretodas las cosas.
–No así la vida de los demás.
–Los demás no me importan, pero dime, ¿eres tú la niña de Mermeroth?
–Allí tampoco tuviste escrúpulo alguno en matar a hombres desarmados, mujeres y niños. Bardo te ofreció regresarte a tu mundo si me matabas a mí y a los míos, ¿no es cierto?
Larva asintió con la cabeza.
–Es una lástima que te hayas encontrado con él primero y no conmigo. –afirmó Constanza–. Yo puedo enviarte de regreso a tu mundo sin pedirte nada a cambio salvo que valores la vida de los demás de ahora en adelante.
–Yo no hago promesas –contestó secamente Larva.
–Lo sé, pero no importa, lo que ha sido hecho puede deshacerse, regresa Larva al mundo de Argos, regresa a tu cubil abyecto, a tu renacer maligno. Ya no serás el mismo después de esto, te lo aseguro.
Con un simple gesto de su mano derecha Constanza arrojó a Larva de regreso al fondo del Karkang.

5
Larva despierta con la piel manchada de sangre y brea, olfateando el ozono a su alrededor y sintiendo como la oscuridad le apresa como una mortaja. Se sacude en un oquedad de roca fundida y nota el fuego a su alrededor… alto… ardiente. Larva sólo puede arrastrarse cómo un gusano hacia arriba, abrazándose cómo una molusco a las murallas rocosas…
Tras días de incesante escalada Larva emerge del volcán refugiándose en una enorme saliente. Sólo la magia que sus padres insuflaron en él lo mantiene con vida.
¿Que haces tú aquí nuevamente? –pregunta una voz familiar.
–Pertenezco a este mundo –gritó Larva con toda la fuerza de sus pulmones–, y si me destierras mil veces, ¡mil veces regresaré!
Tienes razón –dijo la mano derecha de Yeresath­– Argos está incompleto sin ti, pero eres demasiado peligroso por lo que te privaré parcialmente de tu inteligencia y de las memorias que obtuviste en ese otro mundo al que te envié, al que los mismos dioses tememos entrar
La no-presencia que era Rubb se esfumó dejando a Larva convertido en poco más que un animal salvaje.
La cacería estaba a punto de comenzar.

Nota del autor: Larva, los Dioses, Dragones y sitios de Argos (a excepción de Mermeroth) mencionados en este cuento son creación de David Mateo y han sido utilizados con su consentimiento. Gracias amigo.

Agradecimientos de un amigo: Es indescriptible la emoción que siento al ver a un personaje creado por mí en manos de un escritor tan talentoso y original. Gracias a ti.
–David Mateo (en Argos conocido como Tobías Grumm)–

por Sergio Alejandro Amira

Gracias a Dios

El callejón está muy oscuro. Como siempre yo me encuentro en una esquina al lado de la gárgola más vieja del edificio. La niña está ahí tirada frente a mí, con las piernas abiertas y toda ensangrentada. Fue violada hace menos de una hora. El culpable, un idiota borracho y drogadicto, ni siquiera se dio cuenta que estaba penetrando a una niña de 10 años. Dudo que el tipo haya disfrutado un par de segundos con el cuerpo blanco y suave de la pequeña.
Frente al pequeño cuerpo se encuentra su madre, un fuerte golpe en la cabeza la dejó inconsciente. Ambas tuvieron la mala idea de pasar la noche en ese callejón. Unas cuantas frazadas y cajas bastaron para refugiarse del frío. Lastima que las cajas no pudieron contener la furia de un maldito drogadicto. La madre fue golpeada hasta quedar inconsciente, la niña lucho, pero ella era una presa más fácil, y sintió en carne viva el ultraje. Las manos, la saliva y la sangre del tipo lo delatan. Los moretones y heridas de la niña cubiertas de semen, son evidentes. Lastima que no pude llegar antes.
El ruido de la ciudad me envuelve, las sirenas se escuchan a lo lejos, y los gritos de los vendedores ambulantes son como una cortina que envuelve una pesadilla de la cual no puedo escapar. Los cuerpos siguen frente a mí, el de la niña, la madre y el del maldito drogadicto. Que mierda hago. Lamentablemente he vivido muchas veces esta situación, la muerte me llama y la justicia se aleja. Al tipo lo podría despachar en dos segundos, no hay nadie alrededor y para cuando sé de cuenta de la violación y de los cuerpos, yo podría estar muy lejos de aquí.
¡Pero no! Los sigo mirando, la chica muerta y el bastardo vivo. No tengo palabras, solo miro y siento. Odio, odio, odio, ¡oh Dios! Por la mierda mi mano tiembla y la venganza sigue rondándome, podría ser una muerte lenta y dolorosa. Lo podría matar sólo con una mirada y quemar su cuerpo poco a poco. Milímetro a milímetro, quemar desde la piel hasta los huesos. Talvez podría tomar al tipo y lanzarlo desde miles de kilómetros de altura, y detenerlo en el último momento, y hacerlo sufrir hasta lo infinito. Hacerlo carne molida. Tal vez llevarlo al espacio exterior y ver como se asfixia por la falta de oxigeno. A la mierda todo.
Hoy no me contuve, casi mato a este tipo a golpes, un maldito violador que a nadie le interesa, pero él sigue vivo. Cuantas veces he tenido que parar, cuantas veces he querido el poder completo, cuantas veces me he olvidado de la maldita justicia, cuantas veces he querido ser juez y castigo.
Muchas veces he imaginado una ciudad limpia, sin animales con trajes de seda, una ciudad sin policía corrupta y sin drogas. Una ciudad modelo, llena de luz y amor… Comienzo a pensar que mi cordura por momentos esta muy lejos. Algo de la locura con la que compartido durante años de lucha, se ha vuelto parte de mí.
Pero que importa la niña ya ha sido violada y asesinada, su madre yace inconsciente y cuando despierte el mundo va a ser más malo. Aunque, yo fuera el ser más poderos de la tierra, ya no hay nada que hacer. Sólo puedo apretar mis puños y gritar al cielo. Sólo puedo sentir dolor. Sólo me queda la oscuridad y esta maldita ciudad. Solo me queda agradecer a Dios que no soy Superman.

© 2005, Daniel Vak Contreras.

El Sucesor

Hace más de tres mil años que las ciudades estaban muertas.
Sin duda el trabajo y el transporte fueron las principales causas que motivaron a hombres y mujeres a apiñarse en las ciudades pero el descubrimiento de la teletransportación hizo que estas razones quedaran obsoletas. Por un lado, las personas ya no necesitaban vivir cerca de sus trabajos, y por el otro, la devaluación de la tierra gracias a los cultivos en laboratorio permitió que varias hectáreas de campo costaran menos que un departamento de 40 metros cuadrados. Paulatinamente los citadinos se fueron mudando cada vez más lejos de sus ciudades, las industrias se dispersaron, y al no existir objetivos militares la guerra también se convirtió en una cosa del pasado. La humanidad ciertamente estaba en un punto de inflexión evolutivo, pero entonces, intempestivamente, llegaron las naves alienígenas.
Mediante un sistema desconocido los extraterrestres eliminaron de forma simultánea a prácticamente todos los seres humanos de la faz del planeta. Una vez finalizado el genocidio, las naves se marcharon, permaneciendo las motivaciones de los alienígenas en el más absoluto misterio. la gran matanza, por alguna razón inmunes a las mortíferas emisiones extraterrestres, se agruparon en pequeñas comunidades agrícolas y desarrollaron un estricto control reproductivo. La fobia a los espacios cerrados, las cerrados, las construcciones inorgánicas y las aglomeraciones, presentes en su memoria racial, hacían improbable que sus diminutos pueblos llegaran a convertirse algún día en las enajenantes ciudades del pasado.

***

Sumzen se desplazaba furtivamente por las vacías calles de la ciudad. Los edificios eran aún más altos de lo que su abuelo le contara. No era de extrañarse, después de todo el abuelo sólo había contemplado la ciudad desde muy lejos, sin atreverse a penetrar en ella. Sumzen pertenecía a la casta de los historiadores, pero al igual que su abuelo, y a diferencia de su padre, no se contentaba con un mero conocimiento teórico. Ese espíritu aventurero -había dicho su madre-, esa curiosidad que parecía carecer de límites, era algo que se saltaba un par de generaciones por lo menos.
Mi madre tenía razón -meditaba Sumzen mientras contemplaba absorto las estructuras inorgánicas que empleaban los antiguos para edificar-. Ni mi padre, ni el padre de mi padre tuvieron el valor suficiente como para llegar tan lejos, pero si lo tuvo el bisabuelo Harken, que no sólo recorrió estas mismas estériles rutas, sino que además estableció contacto con el ser más antiguo del planeta.
Harken había descrito al ser como un gigante negro, duro como la roca, capaz de despedir haces de luz a través de sus ojos y de volar. El bisabuelo de Sumzen, intuyendo que estaba ante una criatura de otra época, le habló en la lengua de los Antiguos. La conversación fue breve, ya que la criatura estaba ansiosa por escoltar al intruso fuera de su territorio.
¡Los hechos históricos que podría aprender gracias a esta criatura! -pensó Sumzen lleno de emoción-. Algo, o alguien, que existe desde antes de la llegada de los navíos del espacio, que existía incluso antes que acontecieran las grandes migraciones y que se negó a abandonar esta ciudad. ¿Pero donde estaba? A estas alturas ya debería haberse presentado.
Al atardecer Sumzen llegó a una amplia área de la ciudad en la que no se había levantado edificaciones de ningún tipo y se sentó sobre el césped bajo la sombra de un enorme árbol. Buscó en su morral algo de comida y se alimentó mientras observaba el firmamento desprovisto de nubes. Un pequeño objeto oscuro, que apareció de improviso tras las torres artificiales invadiendo la inmaculada vastedad celeste, llamó su atención. El objeto voló hasta donde Sumzen se encontraba aterrizando a un par de metros frente a él. Era la criatura con la que había hablado el bisabuelo.
-¿A que has venido aquí? -preguntó el gigante con una voz vagamente humana.
-He venido a aprender -dijo Sumzen incorporándose-. Tú hablaste con uno de mis ancestros, hace muchos años atrás.
-Sí, lo recuerdo perfectamente ya que no suelo tener muchas visitas aquí en mi casa. Supongo que eres un historiador, como tu antepasado. ¿Qué tanto han podido reconstruir de la historia humana?
-No mucho, avanzamos muy lento, sobretodo porque los historiadores son reacios a penetrar en las ciudades, y aún más a traer objetos de vuelta.
-Pues son muy sensatos. No hay nada de valor aquí para ustedes, y antes de pedirte que abandones mi hogar, te diré lo mismo que le dije a tu antepasado: olviden la historia antigua, construyan su propia historia.
-¿Que clase de criatura eres?
-Una muy malhumorada, por favor vete o me veré obligado a usar la fuerza.
-No me marcharé tan fácil como mi bisabuelo, no antes que hable contigo.
-Estamos hablando ahora.
-No antes que hablemos en persona. Sé que esta cosa que se yergue frente a mi no es más que un cascarón controlado a distancia. Creo que la palabra usada por los Antiguos era «robot», ¿me equivoco?
-No, no te equivocas. Veo que vuestros estudios están más avanzados de lo que pensaba.
-La casta de los Historiadores es reducida pero compartimos todos nuestros descubrimientos. Un historiador de la zona de los hielos logró descifrar parcialmente algunos documentos relativos a tú época.
-¿Dónde halló esa información?
-En una antigua fortaleza, al parecer de los alienígenas exterminadores.
-Esa fortaleza efectivamente perteneció a un alienígena, pero no de la raza de los exterminadores. Él fue uno de los pocos héroes de la Tierra que sobrevivió al cobarde ataque. Al ver muertos a todos sus seres queridos, a todos a quienes había jurado proteger, abandonó el planeta. Nunca más supe de él. Pero dime, ¿qué es lo que han descubierto de mí?
-Qué alguna vez fuiste humano, que solías ser el protector de esta ciudad, que tenías a tu servicio un ejército de cosas como esta que utilizabas para evitar conflictos entre los habitantes.
-En un principio sólo me bastaba conmigo mismo, luego conté con la asistencia de un aprendiz, que murió en manos de mi peor adversario. De todas las ciudades del mundo, esta era la que concentraba la mayor cantidad de homicidas maniáticos, de psicópatas con disfraz. Los robots vinieron después, luego de mi…
La máquina guardó silencio
-Por favor, continúa -solicitó Sumzen.
-¿Que continúe? En primer lugar no debería estar hablando contigo.
-Pero ya lo estamos haciendo, ¿qué hay de malo en seguir con la charla?
-¿En verdad quieres conocer mis secretos?
-A eso he venido.
-Tu antepasado, a esta misma pregunta, contestó negativamente.
-Supongo que le faltó valor.
-O curiosidad.
-Tal vez ambas. Pero nadie de mi tribu volvió a llegar tan lejos como él.
-Hasta ahora.
La noche estaba a punto de caerles encima. Tras unos breves minutos de silencio, el gigante habló:
-El Sol deja su reino, y el mío comienza. He decido recibirte en persona, hazte a un lado mientras reconfiguro esta unidad.
Sumzen hizo como se le ordenaba y con ojos asombrados observó como cambiaba de forma el ser artificial de algo parecido a un hombre a una cosa similar a un pájaro. Una especie de caparazón que antes estaba en el pecho de la criatura y ahora era su cabeza se volvió transparente y se abrió.
-Súbete a la cabina -ordenó la voz. Sumzen hizo como le indicaban y una vez dentro de la «cabina» el caparazón cristalino se cerró sobre él y la máquina se elevó por los cielos. Tras un breve trayecto que lo llevó al extremo sur de la ciudad el aparato aéreo descendió verticalmente sobre una explanada que pareció hundirse bajo su peso. Una vez finalizada la caída Sumzen bajó de la máquina y miró a su alrededor, se hallaba en una enorme y oscura caverna subterránea. Decidió avanzar por el sendero de luces que tenía enfrente y pronto se halló en una especie de montículo rocoso sobre el cual se acumulaban un sinnúmero de objetos artificiales.
-Bienvenido a mi morada -dijo la misma voz que emergiera previamente del aparato, Sumzen volteó hacia el lugar de donde esta provenía, una especie de enorme trono que apenas permitía ver la espalda de su ocupante-. Este es mi centro de operaciones, desde aquí vigilo mi ciudad de día mediante mis robots, de noche, prefiero prefiero hacerlo personalmente -dicho esto la silla dio un giro de 90 grados y Sumzen pudo finalmente contemplar al Antiguo, mientras este se incorporaba.
Lo primero que llamó la atención de Sumzen fue el tamaño de la criatura, algo así como tres hombres parados unos sobres los hombros de los demás. Su rostro era horrendo, nada humano había en él salvo sus ojos, que reflejaban una sabiduría y desánimo infinitos. Vestía una piel negro-azulada del cuello hasta los pies, no, esa no era una vestimenta, era su pelaje. El antiguo estaba desnudo y por única prenda llevaba un cinturón con un extraño símbolo en la hebilla. ¿Que era eso que emergía de sus espalas? Alas, unas enormes alas membranosas.
-Aún no me has dicho tu nombre -dijo el horrendo ser.
-Sumzen -respondió el recién llegado-. Y tú eres Ba…
-Hace siglos que no escucho ese nombre -interrumpió la criatura-. No quebrantemos su silencio.
-¿Como he de llamarte entonces, Antiguo?
-Llámame así, Antiguo. Va muy bien con mi naturaleza.
-¡Tengo tantas preguntas que hacerte! -exclamó entusiasmado Sumzen.
-Ven, acompáñame a dar un paseo por mi guarida y veremos cuales de ellas puedo responderte.
El Antiguo se encaminó con andar pausado por entre los artefactos que allí atesoraba, cápsulas transparentes que contenían vestuarios de diversos colores y materiales, la estatua de un animal bípedo gigantesco y otros artefactos cuyo funcionamiento y finalidad sólo él conocía. Sumzen hubo de correr para alcanzarlo.
-¿Como llegaste a ser lo que eres? -preguntó Sumzen al llegar junto al antiguo-. ¿Como es que has vivido tanto?
El Antiguo se detuvo frente a un gigantesco óvalo metálico con el rostro de un hombre con barba y habló.
-Sus primeras victimas fueron vagabundos y prostitutas, la escoria de la sociedad, nadie los echó de menos. Las autoridades ocultaron estos hechos a la opinión pública, el alcalde temía que su popularidad decayera. Yo supe la verdad que se ocultaba tras estos horrorosos homicidios gracias a una visitante nocturna. Ella había sido su esclava, pero había logrado liberarse de su dominio gracias a su enorme fuerza de voluntad y conocimientos científicos. Ella me entregó el «don», sabía que sólo yo podría hacerle frente al Señor de los No-muertos. Las grandes ciudades eran perfectas para una criatura como él, nunca antes había podido cazar a tan gran escala sin ser detectado como en las urbes modernas, donde los crímenes más atroces eran prácticamente cotidianos. Eligió mi ciudad como base de operaciones, y ese fue su error. Convertido ya en su igual lo combatí junto a aquella que me diera la no-vida, finalmente le vencimos. Murió la verdadera muerte, al igual que mi amada, y todos los demás no-muertos de mi ciudad. Durante los siguientes años me avoqué a la tarea de eliminar a cada una de aquellos seres alrededor de todo el mundo, hasta que sólo quedé yo.
El Antiguo guardó silencio y cabizbajo, se dirigió hacia el borde de lo que era un insondable abismo al interior de la gran caverna. Sumzen lo siguió hasta aquel lugar.
-Nunca me alimenté de sangre humana -continuó el Antiguo-, sino del suero que Ella había desarrollado, una suerte de plasma artificial. Nunca más pude ver la luz del Sol, por lo que implementé una escuadra de androides de los cuales sólo quedan tres operativos. Nunca más pude dormir tampoco, por lo que la vigilancia de mi ciudad pasó a ser una tarea de 24 horas. Él podía transformarse a voluntad en éste monstruo que tienes frente a ti. Yo en cambio, he ido degenerando en esto a través de los siglos. El proceso es inevitable, uno de los inconvenientes del suero.
-¿Terminarás por perder lo que te queda de humanidad? -inquirió Sumzen escrutando el rostro del Antiguo.
-Es probable. Aunque según mis cálculos esto no acontecerá sino hasta dentro de mil años.
-¿Quién vigilará tu ciudad entonces, cuando yo no seas más que una bestia descerebrada?
-Deberé buscarme un sucesor. Alguien que esté dispuesto a convertirse en esto en lo que me he transformado. Pero, ¿quién querrá para sí tan terrible suerte? -se preguntó el Antiguo, volteando hacia Sumzen y clavando en él una terrible mirada- ¿Tú tal vez?
Sumzen, intempestivamente extrajo de su morral una afilada estaca de madera y de un veloz brinco la clavó con toda su fuerza en el pecho del Antiguo. Este se quedó inmóvil, con los ojos muy abiertos como si no pudiera dar crédito a lo que había ocurrido, mientras comenzaba a resquebrajarse como si de una vasija de greda se tratara. Antes que se cayera a pedazos Sumzen lo arrojó al abismo propinándole un fuerte empujón.
Los planes de Sumzen contemplaban apoderarse de la guarida del Antiguo y desentrañar pacientemente todo su vasto conocimiento. Luego obligaría por la fuerza a los suyos a repoblar la ciudad ya que había llegado a la conclusión que sin ciudades, no existía civilización y sin civilización, su gente estaba condenada a un estancamiento evolutivo.
Y fue así como el pequeño humano, en apariencia inofensivo, había logrado lo que ni el circense, el palmípedo, la félida o incluso el mismo príncipe de los no-muertos consiguieron: eliminar a Batman.

© 2000, Sergio Alejandro Amira.