Sub Aether – 006

Laskov despertó a una mañana de invierno como cualquier otra. La escasa luz grisácea se filtraba por las ventanas y desde su lecho pudo ver a Sánchez arrodillado junto al fuego, preparando café. Cerró los ojos y se confortó en el olor del desayuno.
Despertó de nuevo y pareció que nada había cambiado. La Penumbra hacía eso, la misma luz, o falta de ella, todo el día(o falta de él). Sánchez no estaba. Le había dejado una taza de café cerca del lecho, pero ya estaba fría La bebió de todas maneras, y luego se levantó. Caminó alrededor de la habitación, estirándose, y orinó desde el pequeño balcón, suponiendo que a nadie le importaba.
Volvió a acostarse y cuando pestañeó Sánchez había vuelto y cocinaba la cena. Una lata de porotos, como en Sonora. Sánchez lo miró preocupado, le preguntó si estaba bien. Laskov asintió en silencio, mientras se sentaba. Revisó entre sus cosas, y le tendió su pocillo para que se lo llenara. Comieron en silencio, lenta, melancólicamente. Laskov no quería preguntar, no quería pensar en eso, hasta que el silencio se volvió incómodo. Sánchez lo rompió:
“No se que mierda son”
Silencio.
“Alejandro, ¿me escuchas?”
Silencio. La penumbra dio paso a la oscuridad. El fuego crepitó omnipresente. Laskov comenzó a respirar más fuerte.
“No vendrán esta noche, no por un par de semanas más.”
Laskov solo lo miró, fijamente.
“Lo sé porque lo he contado. Cada 14 o 16 días. Siempre de noche.”
“¿Desde cuando?” Ronco. La garganta agarrotada por la inactividad, y los gritos reprimidos.
“Desde que sucedió. Esto” Sánchez hizo un gesto que parecía indicar el mundo. Desde la Penumbra, quería decir.
“¿Y por qué? ¿Por qué a Viña, por qué acá?”
“No lo se. ¿No los habías visto antes?”
Silencio, de nuevo. Laskov recordó noches de viaje, resplandores, destellos lejanos, fosforescencias. Quizá su mente estaba inventando todo. Nunca durmió en una ciudad, les tenía miedo. Nunca entró en ellas de noche.
“Creo que nos buscan a nosotros”, dijo Sánchez con cautela, atento a la reacción del otro.
“¿A nosotros?” Frío, distante. Si lo veía científicamente no era tan terrible.
“Sobrevivientes. Gente viva.”
“Gente.”
“Ya se llevaron todo lo demás, los cadáveres. Y si quisieran llevarse algo más ya lo habrían hecho. Claramente buscan algo, y no se que más podría ser.”
“Tiene sentido. ¿Sabías que vendrían anoche?”
“Lo olvidé, con tu llegada y todo eso. Tampoco era seguro. Podría haber sido hoy, o dos noches atrás.”
La conversación se volvió metódica, científica, lejana. Laskov había aprendido a no sufrir sus miedos más de lo necesario. No valía la pena, afrontarlos cuando no estaban ahí. Conversaron un rato más, evitando siempre hablar directamente de ellos, de las patas. Venían desde el mar, o seo creía Sánchez. Llevaban luz con ellos y no había mucho más que decir. Laskov dio la charla por concluida, dijo buenas noches y se durmió de inmediato. Soñó que dormía en la playa, pero se veía a si mismo dormir. El rumor de patas arrastrándose contra la arena lo llenaba de pánico, pero era un miedo latente, que no se desbordaba. Pasaba una eternidad tendido en la arena, siempre a punto de colapsar. Luego todo se iba a negro. Despertó, aliviado, cuando un rayo de sol le llegó desde la ventana, calentándole el rostro. Feliz, trató de sentarse en su lecho y entonces despertó de verdad.
Ese día se levantó temprano. Sánchez lo llevó al Marga-Marga donde pudo bañarse y lavar sus cosas. “No bebas del Estero” fue el único comentario. Hundido hasta los muslos en el flujo del río, desnudo salvo por su máscara de gas, se preguntó de donde vendría el agua. No había visto lluvia en meses, pero no se había alejado de la costa. ¿Quizá en las montañas? El estero corría con mucha más fuerza de lo que recordaba, otro signo de como la naturaleza se comía a la ciudad.
Salió y se secó con algo que parecía una frazada. Recogió su ropa empapada y, envuelto en la manta, caminó de vuelta hacia el Palacio. Cuando llegó Sánchez se ocupaba en otro de sus fogones, este a un costado del edificio, y le hizo señas para que se acercara.
“Seca tu ropa acá” le dijo a través de su mascarilla. “Es la única manera de que seque bien.” Tosió un poco, caía mucho polvo esa mañana. Laskov recordó algo y luego de dejar su ropa tendida subió rápidamente a la habitación. Cuando bajó traía consigo otra máscara como la que llevaba puesta.
“Ten”, se la pasó a Sánchez. “La andaba trayendo por si las moscas”.
Sánchez se puso la máscara y se quedaron mirando un rato, sabiendo que era chistoso pero no exactamente por qué. Luego siguieron con sus asuntos, papá Marciano e hijo Marciano, ahora una familia feliz. Laskov dio un paseo alrededor de la manzana. Cuando ya no podía verlo su amigo, se dio el lujo de caminar desnudo por las calles. Fue en dirección hacia el mar hasta que le pareció escuchar ladridos en la lejanía, y pensó que mejor daba la vuelta. Era lo mismo: casas derruidas, el ocasional esqueleto, y hasta algo que podría haber sido un auto, años ha.
Se vistió para almorzar mientras Sánchez cocinaba otra lata de porotos. Iba a terminar odiando los porotos, aunque Sánchez opinaba lo contrario. Cada día sabían mejor. Luego se sirvieron café, que caliente sabía mucho mejor.
“¿Has explorado?” Laskov inició la sobremesa.
“Solo lo necesario. Busqué comida hasta sentirme aprovisionado. También fui al Hospital. Ahí encontré las mascarillas, y me hice un botiquín.”
“¿Y el resto? ¿Los cerros?”
“No. Tengo lo que necesito. Tenemos, quiero decir.”
“Pueden haber más sobrevivientes.”
Sánchez se encogió de hombros. “Bien por ellos”.
“¿Ese es tu plan entonces? ¿Vivir aquí hasta que se te acabe la comida y morir de hambre? ¿Y si no se acaba morir de viejo?”
“Si. Es el mismo plan que tuve siempre. El mismo plan que tenían todos. No voy a complicarme más de la cuenta solo porque al mundo se le ocurrió acabar.”
“Pero no se ha acabado. Estoy yo, estás tu. Puede haber otros, otras…”
“¿Que estás pensando?”
“Mujeres, tienen que quedar mujeres…”
Aquí Sánchez rió fuertemente. «Esta noche duermes afuera, malandrín»
«¡No!» Laskov sintió el enojo subir por su pecho, se calmó. «No es eso. Necesitamos mujeres, al menos una mujer»
«¿Para qué?»
Laskov hizo una pausa dramática y miró a su alrededor. A las casas hechas pedazos, a las enredaderas que lo cubrían todo.
«¿Como que para qué? ¿Para que más? Hay que ponerle fin a todo esto.» Un exagerado gesto con el brazo. «Hay que ponerse serio de una vez, y empezar a repoblar esta ciudad de mierda».

Sub Aether – 005

Laskov despertó con una mano cubriéndole la boca, y un ajetreo infernal que en la oscuridad parecía llegar de todos lados. Buscó a tientas el PPSh pero no estaba ahí. Golpes sordos, chirridos como de muebles siendo arrastrados. Encontró la cabeza de su atacante en la oscuridad e intentó una maniobra de Sambo: girar sobre si mismo y tomar la espalda de su adversario. No lo consiguió. Estaba amarrado al suelo, por la cintura.
Fue conciente de Sánchez hablando junto a su oido. “Shh. Calma. Silencio, calma calma. Callado. Por favor. Calladito”. De a poco se calmó. Su mente se acostumbró a la oscuridad, como sus ojos se acostumbrarían a oscuridades menos densas. Relajó el fuerte agarre que tenía sobre el cuello de su amigo. Dió a entender con unas palmadas que no iba a gritar cuando le soltara la boca.
Pasos. Gorjeos. Arrastre de muebles. De pronto una tenue luz asomándose por una rendija en la puerta, que puso a Sánchez tenso como un cadáver. Era fácil deducir lo que le preocupaba: que los encontraran. Lo difícil era deducir quien se suponía que los estaba buscando, y por qué esconderse. Si la puerta estaba disimulada, era razonable suponer que Sánchez sabía que vendrían. Había algo que no le habían contado. Algo importante que Sánchez por alguna razón el silencio total lo sacó de sus cavilaciones.
El ajetreo paró de pronto, violentamente, y fue reemplazado por el raspar de algo contra la pared. Contra los escombros que apilados tapaban la entrada. Era un raspar lento, metódico, pero que no le hablaba de ninguna intención asimilable. Un raspar inteligente pero ajeno. Casi animal, pero no exactamente. Y enervante. Cuando finalmente se detuvo Laskov y Sánchez estaban empapados en sudor frio. Sus cabezas muy juntas, paralizados en su lucha, jadeantes no de cansancio.
Sánchez desató a Laskov, finalizando con un “listo” que era a la vez un “lo siento” y un “fue por tu bien”. Luego, lentamente, se puso de pie y caminó, probablemente hacia la ventana. Laskov hizo lo mismo y reconoció la silueta de su compañero, recortada contra la luz muy tenue que había en el exterior. Que “venía” del exterior, aunque la luz parecía no ir a ningún lado sino quedarse allá afuera, iluminar solo el pedazo de jardín sobre el que estaba posada. Era más bien una fosforecencia, un vaho que parecía flotar a pocos centímetros de su cara o en la inmensidad del espacio interestelar. Y dentro de ella, entrando y saliendo de ella, se podían divisar patas, montones de patas que se movían ora rápido ora lento, caminando frenéticamente o raspando, raspando pacientemente, descifrando el suelo de baldosas y el pasto y la tierra. Largas y delgadas, llenas de articulaciones. Patas. Y bultos amorfos rodeados de patas. Enormes. Como perros, u hombres. Y hablando entre ellos, como las hormigas, llendo y viniendo hacia la oscuridad.
Lentamente la nebulosa se hizo más pequeña, las patas más difíciles de distinguir. Sánchez suspiró y dijo que ya estaban bien. Laskov no lo escuchó. Seguía tieso mirando a la nada. Apenas hacía ruido pero estaba llorando de miedo. Quizo estar loco, más que nada en el mundo, y no le importó sentir el calor de la orina bajar por sus muslos. La vergüenza era un sentimiento secundario, lejanamente secundario. El miedo, tan real como la oscuridad.

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Sub Aether – 004

Cuando el cielo se volvió negro y la Penumbra lo inundó todo, Sánchez se hallaba de excursión en el Cerro la Campana. Buscaba un sitio propicio para llevar a su grupo Scout para fiestas patrias. Era lunes por la madrugada, pero él no lo sabía. Se había confundido al llevar la cuenta de los días y creia que era domingo. Probablemente lo hubieran reprendido seriamente al volver a trabajar, pero cuando regresó al trabajo se encontró con que era el único sobreviviente.
Primero lo despertó el temblor. No supo nunca lo fuerte que fue, no tenía como determinarlo en medio del cerro. Pensó que si no había ocurrido ningún derrumbe(no escuchó ninguno), no podía ser tan fuerte como él lo sintió. Trató de volver a dormir pero le fue imposible conciliar el sueño con todos los animales vueltos locos. Perros aullando en la lejanía, y el ajetreado revolotear de los pájaros.
Salió de su carpa y encendió el fuego. Tratando de ignorar a los pájaros, con una extraña opresión en el pecho, se sentó en una roca junto al crepitar de la leña, y se puso a esperar la mañana.
El amanecer fue glorioso, como pocas veces había visto. Colorido, tranquilo. Majestuoso. El inminente sol apareció en medio de haces de luz verdeazules y anaranjados(un efecto secundario del polvo que ya entonces comenzaba a cubrir la atmósfera), y Sánchez, sólo por no tener nada mejor que hacer, le prestó toda su atención. Después agradecería haberse permitido observar con atención, haber disfrutado al máximo la última vez que vería salir el sol.
El momento concluyó repentinamente, cuando la calma fue rota por un sorpresivo viento que ya no paró de soplar. El zumbido constante en los oidos de Sánchez se convertió en una nueva versión del silencio. Ni los perros, ni los pájaros, ni su propio andar podrían romperlo. Solo sería interrumpido horas después, cuando al descender la ladera del cerro creyera escuchar, por un momento, el sonido del mar. Una distante Ola reventando contra la orilla, lejos.
Pero antes de eso, justo después del viento, fue el cielo. Al principio pensó que se trataba de un incendio. Quizá algo había explotado, no pudo pensar en qué, pero algo grande. ¿Por culpa del temblor? Quizá algo tan grande que había causado el temblor. ¿Un volcán? No recordaba ningún volcán activo en la zona. Tampoco podía ver la fuente del humo, solo una nube negra que avanzaba desde el Oeste. Tal vez estaba cerca, tal vez estaba muy, muy lejos.
Por un rato no le dió más importancia, no había nada que pudiera hacer al respecto. Tenía que tapar su letrina, recoger su carpa, asegurarse de que la fogata quedara totalmente apagada y un par de cosas más. No alcanzó a terminar lo primero y se dió cuenta que la nube estaba cubriendo todo el cielo, y que más que una nube parecía una cortina. El viento aún no se detenía. Sucedía algo importante, probablemente terrible. Debía regresar a Viña lo antes posible. Sin carpa, sin mochila, solo lo necesario para el viaje de vuelta.
Cuando llegó al pie de la Campana ya todo el cielo, al menos hasta donde podía ver, se había oscurecido, y caia un fino polvo que de a poco iba dificultando la respiración.
Le llevó la mejor parte del día regresar hasta Olmué. Cuando llegó ya era de noche y no se veía absolutamente nada salvo las antorchas encendidas en la plaza del pueblo. Sánchez apareció desde las sombras con las manos alzadas en señal de paz para no perturbar a los aterrados pobladores. Nadie sabía que estaba ocurriendo. Al centro del círculo de gente, un hombre bien vestido y un viejo con pinta de Huaso discutían discretamente, pese a que todas las miradas recaian en ellos. Claramente no tenían más idea que el resto de la gente sobre que hacer, que curso de acción seguir. Cuando vieron a Sánchez el bien vestido lo llamó al centro del círculo y le hizo un par de preguntas.
Eran preguntas triviales, sobre Sánchez y su procedencia, pero las hacía como si su respuesta fuera la clave del misterio. El Huaso puso fin al interrogatorio. “Don Carlos, no sabe nada el joven, déjelo no más”. Don Carlos entonces se cubrió el rostro con las manos. “¿Y qué vamos a hacer?” Esperar, fue la respuesta. Era lo único que se podía hacer. Quizá mañana amaneciera despejado, o se tuvieran noticias. Tarde o temprano algo tenía que suceder. Ahora les costaba hablar, el polvo se hacía más molesto, la gente empezaba a toser.
Sánchez aceptó la oferta de Don Carlos, de dormir en su casa y partir en auto a Viña a la mañana siguente. Se subió en el ostentoso vehículo y viajó en el asiento trasero junto a Don Carlos, que elucubraba teorías sobre los que estaba ocurriendo y las comentaba con el chofer. Él las comentaba de vuelta y cada cierto tiempo Sánchez asentía, para ser cortés. La verdad es que iba absorto mirando por la ventana. No se veía nada, salvo el area iluminada por los faros delanteros del automóvil. Eran una burbuja en la nada, o el infinito, o ambas dos.
Llegaron a una gran casa de campo y Sánchez fue conducido hasta el salón donde la esposa y la hija de Don Carlos bordaban a la luz de las velas. Ambas de blanco, Sánchez creyó por un momento que eran fantasmas. Fue presentado y abandonado a su suerte con las damas, mientras su anfitrión iba a preparar todo para el viaje.
El resto de la noche era borroso. En algún momento la Señora se levantó y le indicó a Clara que antes de acostarse le mostrara a Sánchez su habitación. Pero no se movieron del salón. Hasta la madrugada Sánchez y Clara conversaron sobre algún tema que luego olvidó, todo el tiempo tratando de adivinar como sería en verdad ese rostro que a la luz de las velas parecía lo más hermoso que había visto en su vida, embriagado de una extraña felicidad. En algún momento se quedó dormido y despertó al dia siguiente en la Penumbra, abrigado por un chal recién bordado, cuando el chofer lo fue a buscar para que partieran.
Viajaron en silencio. El polvo seguía cayendo pero dentro del automóvil estaban a salvo. A medida que se acercaban a su destino, poco a poco, comenzaron a aparecer charcos. Pozas de agua, pequeñas lagunas, estanques, como si hubiera llovido una tormenta. Luego fueron los árboles tirados, y después los postes de luz, hasta que finalmente no pudieron continuar. Bajaron del auto, los tres mudos de asombro, y contemplaron incrédulos el pantano que cubría lo que alguna vez fuera Viña del Mar.

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Sub Aether – 003

Sus figuras de Kriegsspiel, listas para la batalla, ocupaban varios puntos estratégicos de la ciudad. Las había conseguido en Berlín. Habían sido su botín de guerra, y apenas pudo las había enviado por correo. Para la Logia. Había mandado los manuales también, para que Rudolph los tradujera. Recordó la tarjeta con frases en Alemán que Rudy le había dado cuando se fue, frases en rojo para insultar, frases en azul para pedir clemencia. Todavía la tenía a mano, en el bolsillo interior del abrigo, solo porque si.
Las cajas de las figuras estaban pulcramente amontonadas cerca de la escalera. Laskov recogió la primera de la pila. Leyó. “Propiedad de la Ilustrísima Logia Viñamarina de Combate Simulado”. Su corazón dio un brinco al comprender, tardíamente, que alguien tenía que haber hecho todo esto, alguien que el conocía, probablemente, alguien que no se encontraba lejos, alguien que seguía vivo. Comenzó a subir la escalera, esperanzado, y al alzar la vista encontró la figura de Sánchez que lo miraba aterrado desde el segundo piso, inmóvil.
Llevaba una caja en la mano, una caja de Kriegsspiel. Cuando se dio cuenta de que Laskov lo había visto, salió de su parálisis, abrió la caja y comenzó a arrojarle figuras de plomo, enajenado. Laskov, bajo la lluvia de regimientos, recordó que llevaba la máscara puesta, y alzando los brazos en señal de paz gritó “¡Sánchez!”.
Sánchez se quedó quieto, expectante. Lentamente Laskov se sacó la mascara de gas, cuidando de no hacer movimientos bruscos. Se vieron las caras por un largo instante.
Sánchez estaba más flaco, con el pelo tan largo como para hacerse un moño, pero lo llevaba suelto. No tenía barba, no parecía un naufrago sino más bien un monje, un ermitaño. Tan bajo como siempre, ahora tenía una altura que no era física sino espiritual, pero si santidad o locura Laskov no pudo determinarlo. Tampoco pudo evitar sentir algo de miedo.
“¿Alejandro?” Sánchez, con un hilo de voz, dijo el nombre que Laskov no escuchaba hace años, sonriendo, y al hacerlo sus ojos se llenaron de esperanza. Solo entonces Laskov se dio cuenta de lo desahuciado que estaba su amigo, que esta podía ser la primera palabra que decía en meses. “¿Alejandro?” repitió, esta vez más fuerte, y comenzó a bajar la escalera con los brazos extendidos.
“Maestro…” Conteniendo las lágrimas, venciendo la reticencia que le decía que Sánchez ya no era el de antes, Alejandro Laskov subió los escalones y aceptó el apretón de manos que le ofrecían. Hubiera abrazado a Sánchez, pensaba que se iban a quedar conversando ahí mismo en la escalera largo rato, pero antes de que pudiera decir una sola palabra más su nuevo compañero de andanzas lo tomó del brazo y como un niño ansioso lo llevó del vuelta al salón principal.
Ante un atónito Laskov, Sánchez comenzó a explicar las reglas del Kriegsspiel, interpolando también la historia de como habían llegado sus envíos desde Europa, que Rudy había leído los manuales rápidamente y que toda la logia había empezado a jugar regularmente. “Es muy distinto a Little Wars” comentaba Sánchez, mientras explicaba que a falta de un árbitro iban a tener que jugar con dados, la forma más antigua. Laskov intentaba preguntar por Rudy, por Pepe, por los demás, pero sus preguntas eran ignoradas casualmente por Sánchez. No tuvo más remedio que seguirle la corriente.
Luego de 20 minutos de explicación, y tras encender varias antorchas de confección improvisada para poder prescindir de la linterna, Sánchez y Laskov comenzaron a jugar. El juego era largo, más complicado de lo que esperaba. Además, Sánchez insistía en que uno de ellos debía empezar en las playas, como si se tratara de un desembarco. “Una invasión marina” decía él. Laskov pensaba en el Tsunami, una metáfora para el Tsunami tal vez. Jugaron por tres o cuatro horas, alternando papeles. Cuando Sánchez finalmente se aburrió de jugar era difícil decir que hora era. Laskov se acercó a una ventana y solo vio negro. Era noche de nuevo.
Subieron al tercer piso, donde en la antigua oficina de uno de sus jefes Sánchez había instalado su dormitorio. Era un despacho amplio, ocupado por un sillón violentado hasta convertirse en cama, un montón de mascarillas de hospital, muchas latas de comida en conserva, algunas botellas con agua, y un hogar construido en base a archivadores metálicos, cuidadosamente diseñado para poder arder sin quemar el piso. El fuego se alimentaba con los viejos archivos de la Municipalidad, los mismos que Sánchez se había encargado de recibir, clasificar, guardar y buscar cada vez que eran requeridos. Así era como lo habían conocido, cuando la Logia había ido a pedir a la municipalidad un lugar para reunirse a jugar, y de casualidad Sánchez y Laskov se habían puesto a conversar sobre los juegos de estrategia militar y las revistas de ficción americanas. Sánchez había sido su doble agente, había acelerado que les permitieran usar el sótano del Palacio Carrasco, después de las horas de oficina, había a pasado a formar parte de la Logia, el último miembro oficial. Y ahora Sánchez cuidaba el Palacio. ¿Esperando? Esperando la muerte tal vez. O a Laskov.
De todas maneras Sánchez, el eterno boy scout, hacía un buen Robinson. Por todo el Palacio había antorchas, hogares para el fuego, ramas de árboles pulcramente apiladas para lo que sea que pudieran requerirse, y todo tipo de soluciones hechas en base a cáñamo e inventiva.
Ahora Sánchez encendía el hogar de su habitación usando un método que a Laskov le pareció fascinante al punto de rayar en lo sobrenatural, y por ende no trató de entender. No fue rápido, pero prescindía de fósforos o cualquier otro método tecnológico. Luego los dos amigos se quedaron en silencio, mirando la luz cambiante, y a veces el reflejo de la luz en la cara del otro.
Laskov había visto a más de un hombre volverse loco. Estaba seguro de haber presenciado varias veces el instante mismo en que la voluntad cedía y la mente se entregaba a la locura, para olvidar, la mayoría de las veces. En la guerra, sus camaradas moribundos insultando a Dios en ruso. En el barco de vuelta, Spielberg, una mañana mientras se afeitaba se preguntó en voz alta como podía saber si realmente era de mañana en la penumbra eterna, y luego sus ojos habían perdido algo casi imperceptible, solo que era imposible no notar su ausencia. Loco, de un momento a otro. Habían terminado por arrojarlo al mar, antes de que matara a otra persona.
Sin embargo, mirando a Sánchez mirar el fuego, por primera vez Laskov vio a un hombre volverse cuerdo. Un algo imperceptible, que se hizo notar violentamente, se instaló en la mirada de Sánchez, fija en el corazón de la fogata.
“¿Como llegaste acá?” Preguntó, sin mover el rostro ni los ojos, y en esa pregunta Laskov leyó muchas otras como ¿Desde cuando estás aquí conmigo? y ¿Eres real?, o también, disculpa por no haberlo preguntado antes, e incluso un lastimero y consternado creo que no estoy bien de la cabeza. Era la manera de Sánchez de pedir perdón por no haber iniciado esta conversación horas atrás, y de iniciarla ahora, junto al fuego.
Laskov le contó una versión resumida de su historia, más que nada la última parte. Los últimos días en Europa, el barco hacia Estados Unidos, la larga caminata desde allá. Pero faltaba mucho que contar, mucho, incluso desde antes de la Penumbra. Pero ahora solo preguntó de vuelta a Sánchez, “y tu, ¿como llegaste acá?”.

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Sub Aether – 002

El amanecer llegó como lo había estado haciendo por casi un año, un sutil y progresivo cambio de luz, desde la oscuridad total, hasta la penumbra. Laskov despertó de igual manera, progresivamente. Había soñado con el viaje en tren desde Moscú, los soldados que lo felicitaban y luego se reían a sus espaldas. En el sueño era así, el los veia reirse a pesar de que no los estaba mirando. Luego entraba en un vagón y estaba toda su familia, y el tren ahora iba al Sur. Se sentaba a mirar por la ventana y veía el mar. Por largo rato lo miró, hasta que pestañeó, o abrió los ojos, o simplemente se dió cuenta de que estaba despierto.
Luego se puso de pie. Viña parecía estar más cerca de lo que había estado cuando se echó en la arena. Lo primero que distinguió fueron los vehículos dados vuelta. Destrozados, la verdad. Restos del tsunami probablemente. Recordó cuando escuchó la noticia, olas gigantes en todo el mundo, y lo primero que pensó fue que Chile no tenía oportunidad. Contra eso, que puede hacer una larga y angosta faja de tierra, una pequeña playa a orillas del acantilado, contra la furia del mar.
La ciudad en si no parecía golpeada por la catástrofe. Más bien parecía estar en ruinas, abandonada siglos atrás. Como Machu Pichu, que Laskov solo había visto en fotos, o el Partenón. Las calles desiertas, salvo uno que otro esqueleto. La vegetación emancipada, lentamente reclamando el territorio para si. Las casas borrosas, manchas amorfas vagamente parecidas a sus recuerdos. Pero reconocibles. Esencialmente las mismas. Con una extraña sensación de familiaridad, mal que mal la devastación no era nada nuevo para él, había visto los mismos estragos en cada ciudad costera de su ruta, Laskov comenzó a recorrer las calles camino de su casa. Sabía lo que iba a encontrar. Lo veía todo alrededor.
No había cadáveres, y eso lo tranquilizó. Estaba la posibilidad. Estaría toda la vida quizás. Pero estaba. Prefería que estuviera. Había abandonado la esperanza de volver a verlos, no solo a ellos, a todos, tiempo ha. Se lo había preguntado mil veces, por qué volver, por qué bajar tan lejos, si no por ellos. Por qué volver si sabía que todos iban a estar muertos. O ausentes, que era casi lo mismo.
Simplemente estaba harto de fingir, de seguir causas que no eran la suya. Pensó que se sentiría un heroe, al liberar a su pueblo de las garras del mal. Se había sentido bien, se había sentido útil, aunque marginalmente. Pero la verdad es que no los conocía, a nadie. Se había sentido solo, terriblemente al margen. Espectante. Aquí al menos era protagonista. Esta ciudad en ruinas era su ciudad, esta manzana desierta era su manzana.
Su cuarto estaba totalmente revuelto. Supuso que la pulpa mohosa en la esquina era lo que quedaba de sus libros. Le causó risa. Pulpa. Una risa breve y melancólica. Su ventana rota. Desde ahí pudo ver el esqueleto de un perro amarrado en el jardín vecino. Que horrorosa forma de morir. Amarrado. Contempló la idea de dormir en su cama, pero estaba toda podrida. Recordó las arañas. Decidió salir de la casa lo antes posible.
Cerrado el capítulo de su familia, mirando la calle sin saber que hacer, de golpe recordó la Logia. Era tan obvio. Había dejado de pensar en la Logia durante el camino, resignado a la pérdida. Con el mundo acabándose, no habría tiempo para frivolidades. Sin embargo ya que estaba allí, era lógico que la siguiente parada en su recorrido, como quien visita un cementerio, fuera la Logia.
Caminó hacia Libertad empujado por el viento, el abrigo flameando delante de él. Una vez en la avenida, enfiló por el centro de la calle en dirección a la municipalidad. La iglesia de Los Carmelitas había sido golpeada brutalmente. Derruida como estaba, tenía más solemnidad de la que Laskov jamás le encontró en vida, más aun después de conocer las verdaderas Catedrales europeas. Viendo las ruinas, por un segundo tuvo la impresión de que el tsunami nunca había terminado, de que todo seguía sumergido, y que la barrera de polvo que bloqueaba el sol no era sino la superficie del agua. Altísima, inalcanzable desde allá abajo. Pensó que solo bastaba con sacarse el abrigo y flotar hacia arriba, nadar hasta la libertad, pero luego olvidó como. Le dió un poco de vértigo. Por supuesto, el temor a perder la cordura estaba siempre presente. Era el signo de los tiempos.
Apenas dejó atrás la iglesia apareció ante él el Palacio Carrasco, el cuartel central de la Logia. El edificio, salvo tener todas las ventanas rotas, no se veían tan deteriorado como el resto de la ciudad. Laskov subió las escaleras hacia la entrada principal. Un cartel con la borrosa leyenda “Ilustre Municipalidad de Viña del Mar” bloqueaba el acceso, puesto como en lugar de la puerta.
Quitó el cartel de en medio. Adentro estaba considerablemente más oscuro. Sacó su linterna de la mochila y comenzó a darle cuerda con el pulgar, rítmicamente. Al presionar la manilla se activaba un pequeño dínamo que daba a la linterna la energía necesaria para funcionar. La primera vez que la tuvo en sus manos, Laskov pensó que era el mejor invento que había visto jamás. Había conseguido tres. Una para él, una para Jorge y la tercera por si acaso. Quizá quedarían todas para él.
Entró en el Salón Principal del Palacio Carrasco, y lo primero que notó fue, como siempre, la gran escalera que, bifurcándose luego en dos, conectaba al Salón con el segundo piso. Luego paseó la luz de su linterna por el suelo cuadriculado, pero le sorprendió verlo pintado de azul. ¿Manchado? Sobre las baldozas negras y blancas, alguien había pintado un patrón azul que representaba el mar. Luego venía la costa, modelada en papel maché. No le costó trabajo reconocer que se trataba de Viña y Valparaíso. Maravillado, no se cuestionó su origen. Acercó su vista al territorio: sobre el modelo de ambas ciudades, reposaba algo que pensó nunca volvería a ver.

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Sub Aether – 001

Por unos segundos el cielo se abre y una titánica columna de luz cae sobre los cerros en penumbras. Durante un momento Laskov alberga la esperanza de que la nube de polvo se esté disipando, pero antes de que la columna desaparezca sabe que solo se trata de un fenómeno aislado. El arcoíris de la nueva era, piensa. Luego apunta “el arcoiris de la nueva era” en su libreta de notas. Le gustaría haber estado debajo de la columna cuando apareció, quizá hubiera visto el sol, hace meses que no lo ve. No cree volver a hacerlo.
Cuando sus ojos se reacostumbraron a las sombras, siguió caminando por la orilla del mar, rumbo a la ciudad desierta. Aunque desierta es una exageración, alguien debía quedar. Alguien tenía que quedar.
Un observador mirando a Laskov caminar por la playa se hubiera llevado un buen susto. Vestía un abrigo alemán enorme, ceñido a su delagada cintura, que dividía su figura en dos, y una máscara de gas, también alemana. Más parecía un insecto, una gigantesca avispa humanoide, que una persona. En la espalda del abrigo, como penitencia por llevar ropas Nazi, había bordado una gran Estrella de David, ahora completamente tapada por la mochila donde traía comida, agua y municiones para su PPSh, el último objeto ruso de su indumentaria.
Hacía unos meses un tipo, fusil en mano, le había preguntado si era un marciano, si tenía la culpa de que el sol se hubiera apagado, si planeaba invadir la Tierra y otra serie de sandeces. Lenta, cuidadosamente, Laskov se había quitado la máscara, se había atragantado con el polvo de la atmósfera, y había dejado que el tipo sacara sus propias conclusiones. Viendo que Laskov también llevaba un fusil, y suponiendo, probablemente, que lo sabría manejar mejor que él, el tipo se había marchado antes de que Laskov pudiera preguntarle en que lugar de Sudamérica se encontraba. Juzgando por la distancia que había recorrido desde entonces, ahora que tenía Viña del Mar en el horizonte, decidió que se trataba de Ecuador. Un ecuatoriano había sido la última persona viva que había visto. Se preguntó si lo seguiría estando. Se volvió a preguntar si había alguien vivo en Viña.
Debía estar en Reñaca, solo unas cuantas horas más hasta su casa. Revisó sus provisiones. Todavía le quedaban algunas latas. ¿Donde las habría recogido? ¿Antofagasta, Serena? No podía saberlo. Desde México que venía caminando por la costa, para no perder el camino y porque le parecía la ruta más segura. Cuando se le acababan las provisiones hacía pequeñas razias a los pueblos o ciudades costeras, pero trataba siempre de volver lo antes posible. Nunca reconoció una ciudad, ni siquiera las ciudades chilenas, hasta ahora. Le bajó un extraño remordimiento. Quizo haber recorrido más el país cuando estaba vivo. Haber visto menos mundo y más patria. No supo por qué. No había sido Nacionalista, en ese sentido, antes de la Guerra. Quizá Europa lo había cambiado más de lo que creía. Delante de él las rocas formaban una muralla intransitable. Tuvo que internarse hasta la carretera para poder seguir.
Llevaba la mitad del camino cuando la vió, por el rabillo del ojo. Sin pensarlo tomó su fusil y le descargó la mitad de las balas. El traqueteo del arma lo hizo temblar. Jadeó debajo de la mascara. Sudó frio. Recordó una habitación en Dresden, un cuarto oscuro. Una caja de vidrio, llena de. Llena de. Veía más que nada patas. Llena de patas. Patas que se movían, un ser inmenso hecho solo de patas. El rostro pegado al vidrio corredizo. El vidrio corriéndose. Risas. La punta de su larga nariz, y una alimaña pequeña que subía por el puente. Temblando, la brisa soplaba fuerte desde el mar(parecía soplar, estos días, esta época, esta era, siempre desde el mar). Logró volver en si. Arañas. No quería ver más arañas. En su vida. Casi lloró, pero el sentimiento era más estomacal que eso. Visceral. Se quizo dejar caer de rodillas, pero el pasto a sus pies lo aterró. Volvió, lo más cerca del mar que pudo. Comenzó a caminar rápido y luego, como si nada, comenzó a correr. Desesperado. A correr hasta que encontró la playa de nuevo. Se tiró en la arena, exhausto. Luego cuando la penumbra se hizo sombras, supo que el Sol, detrás de la nube de polvo, se había escondido. No veia nada, pero la oscuridad nunca lo había asustado particularmente. Sentía la arena bajo su cuerpo, sabía que nada que lo aterrara iba a salir de la arena.
No había estrellas, ni luna. Recordó la noche Viñamarina de antes, cuando las luces de Valparaíso se veian en la lejanía, hasta Playa Ancha, y los barcos también flotaban iluminados sobre el mar. Ahora le parecía ver un par de luces, pero bien podrían ser alucinaciones. No tenía como saber si se trataba de pequeñas luces cercanas, o grandes luces lejanas. Fogatas, quizá. Sobrevivientes en los cerros de Valparaíso. Ojalá. Antes de dormirse le limpió el filtro a su máscara. El polvo de todo un día cayó a su alrededor, invisible. Mañana apenas se despertara entraría en Viña.

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