Capitulo V: Los Caminos del Imperio

Hacia el siglo III a.C. un nuevo contendiente comenzaba a destacarse en la lucha por la hegemonía en el Mediterráneo. Roma comenzaba a hacer sentir su presencia entre egipcios, griegos y demás pueblos de la región. Pero antes de que pudiese alzarse como una potencia en todo su derecho era necesario pasar una prueba de fuego; combatir a muerte contra otro prometedor aspirante, una prospera ciudad que se hallaba al otro lado del mar, en el norte de África, en el país que hoy conocemos como Túnez.
Cártago había sido fundada por los fenicios medio milenio antes y desde entonces había crecido hasta convertirse en un país rico y cuyos intereses comerciales se extendían a todo lo largo y ancho del Mediterráneo. Fue en el sur de Italia, en la isla de Sicilia, donde ambos poderes vendrían a enfrentarse por primera vez, dando inicio a largas guerras que se prolongarían por más de un siglo.
Todo empezó por un conflicto local entre dos pequeños señorios de Sicilia. Por un lado los memertinos de Mesina y por el otro, Siracusa, gobernada por el rey Hierón II. Fueron los memertinos quienes buscaron la protección de Roma, mientras que Siracusa pidió ayuda a Cártago. Pronto, sin embargo, los romanos prevalecieron y tomaron el control de la mayor parte de la isla. Frente a esto Hierón II aceptaría las condiciones de paz impuestas por los vencedores, que respetaban la independencia de la ciudad pero solo le otorgaban soberanía sobre una reducida porción de sus antiguos dominios. La guerra entre Roma y Cártago continuaría en otros frentes, tanto terrestres como marítimos, pero en lo inmediato el asunto había terminado para Siracusa, la que ahora se contaba entre los aliados de Roma.

ArquímedesTestigo de esos días debió haber sido el joven Arquímedes, quien nació en la misma Siracusa, en el 287 a.C. Su padre fue un hombre llamado Fidias, astrónomo cercano a la nobleza siracusana, y de quien seguramente heredó tanto su pasión por la ciencia como sus influencias en la corte. Más tarde habría estudiado en la Gran Biblioteca de Alejandría donde hizo amistad con Eratóstenes. Quizás unos de sus maestros pudo haber sido el propio Euclides.
Tras regresar a Siracusa, Arquímedes llegaría a ser un importante consejero de Hierón II, y fue cumpliendo este rol donde ocurrieron los hechos que le llevarían a realizar el más famoso de sus descubrimientos. Ocurrió que el rey había contratado los servicios de cierto artesano para que le forjara una nueva corona, y para tal efecto le entregó la cantidad justa de oro requerida para el trabajo. Sin embargo existía la posibilidad que el artesano se hubiese quedado con parte del preciado metal, reemplazando la cantidad sustraída con plata, alteración que no es detectable a simple vista.
¿Como saberlo? Una posibilidad era fundir la corona, pero eso significaba destruirla. Otra alternativa era pesarla, pues la plata es más liviana que el oro. Pero siendo un hombre astuto, el artesano bien podría haber agregado más plata, la suficiente como para alcanzar un peso semejante. Fue en este punto que Hierón II solicitó la ayuda de Arquímedes, pidiéndole determinar la pureza del metal sin dañar la corona. Dice la leyenda que Arquímedes encontró la solución mientras se introducía en una tina dispuesto a darse un reconfortante baño. Entonces notó que a medida que su cuerpo se hundía en el agua, esta rebalsaba por los bordes y caía al suelo.
Por supuesto, era una cuestión de volumen. Un objeto al ser sumergido desplazará una cantidad de agua equivalente a su tamaño. Arquímedes razonó que si tenemos dos coronas del mismo peso pero una hecha de oro puro y la otra mezclada con plata, la primera debía ser necesariamente más pequeña que la segunda. Se sabía cuanto oro había sido suministrado por el rey, y una cantidad similar podía ser metida en un recipiente lleno de liquido, lo mismo que la corona. Si en ambos casos la cantidad de agua que cayera por los bordes era semejante, no habría duda de la honestidad del artesano.
Al comprender que tenia la solución al problema, Arquímides salió precipitadamente en dirección al palacio gritando “¡Eureka! ¡Eureka!” (¡Lo encontré! ¡Lo encontré!) mientras corría desnudo por las calles de Siracusa. La alegría de Arquímedes debió contrastar con la desazón del artesano, pues en definitiva se comprobó que las sospechas del rey eran fundadas.

Pues bien. A partir de lo anterior Arquímedes se pregunta ¿por que algunos cuerpos flotan en el agua mientras que otros se hunden? Imaginemos por ejemplo una bola de acero y otra de goma, ambas del mismo tamaño. La primera se ira de inmediato al fondo, mientras que la segunda se resistirá a cualquier intento nuestro por arrastrarla bajo la superficie. Por supuesto, algo tiene que ver el peso del objeto; el acero es claramente más pesado que la goma. ¿Pero es el único factor involucrado? Por supuesto que no. Es posible, por ejemplo, quedarse dormido flotando sobre las cálidas aguas de una tranquila playa tropical, pero tenemos que esforzarnos permanentemente para no hundirnos en una piscina igualmente temperada, y en ambos casos nuestro peso es el mismo. Aquí, la diferencia esta en la densidad del liquido que nos rodea; dados volúmenes similares, el agua de mar es más pesada que el agua dulce, debido, por supuesto, a su alto contenido de sal.
En su libro “Sobre la Flotación de los Cuerpos” Arquímedes intenta explicar estos fenómenos a través del principio que lleva su nombre. En efecto, el Principio de Arquímedes señala que si un cuerpo es sumergido, este desplaza una cantidad de fluido similar a su propio volumen, que es lo que notó el sabio siracusano cuando se metió en la tina. Es decir, tenemos el volumen del cuerpo y el volumen del liquido desplazado, y ambos son iguales. Todo depende ahora de cual de los dos es más pesado. Si el cuerpo es más pesado, se hunde. Si lo contrario ocurre, flota (ver recuadro), .
¿Que pasaría si un objeto es capaz de modificar su peso? Pues que se movería hacia arriba o hacia abajo según redujera o aumentara este valor. Y eso es precisamente lo que hacen los submarinos, al liberar o capturar agua en sus compartimientos de inmersión.

Arquímedes destacó en muchos campos, como las matemáticas donde uno de sus logros habría sido una determinación bastante precisa del valor de pi. Pero se le recuerda principalmente por su capacidad de resolver problemas prácticos utilizando principios elementales. Por ejemplo, se cuenta que diseñó y construyó un sistema de poleas y palancas que le permitieron por si mismo poner a flote un barco varado en la playa. Interrogado por Hieron II acerca de cuanto peso podía llegar a manipular mediante tales mecanismos, Arquímedes habría contestado:

“Dadme un punto de apoyo y moveré la Tierra.”

Más allá de si la anécdota es verdadera, es claro que Arquímedes conocía los principios mecánicos involucrados en la transmisión de fuerzas a través de una palanca. La palanca más conocida es aquella en que el objeto que se necesita mover esta en el extremo opuesto a aquel donde se aplica la fuerza y el punto de apoyo esta en algún lugar entre ambos sitios. Por supuesto, el peso que seamos capaces de trasladar dependerá en primer lugar de la fuerza que apliquemos. Pero necesitaremos menos fuerza mientras mayor sea la distancia que nos separa del punto de apoyo, y mientras menor sea la distancia que separa a dicho punto de apoyo del objeto a desplazar.

El Rayo de ArquímedesOtra de las famosas historias que demuestran el genio de Arquimedes ocurrió ya hacia el final de sus días. Nuevamente Cártago y Roma estaban en guerra y esta vez parecía que los primeros tenían la ventaja. Al mando del imbatible Anibal las huestes africanas se paseaban por Italia cosechando victoria tras victoria, y consiguiendo amigos entre los numerosos reyes que antes habían sido vasallos de Roma. La ciudad de Romulo y Remo estaba de rodillas, pero entre sus lideres aun había esperanza. Comprendían que el punto débil de Anibal era que se hallaba demasiado lejos de su propio país, y de los refuerzos y suministros que este pudiera enviarle. Con el tiempo, el cansancio y el desgaste propio de las prolongadas campañas terminaría por inclinar la balanza a favor de Roma, pero para que esto ocurriera era indispensable evitar que sus nuevos aliados pudieran prestarle la ayuda que necesitaba.
Pues bien. Poco tiempo atrás Hieron II había muerto y su sucesor, Hierónimo, era un joven de apenas quince años y que fue fácilmente influenciado por sus consejeros quienes deseaban desafiar a Roma. Esta decisión terminaría siendo funesta para los destinos de Siracusa, de Hierónimo, y del propio Arquímedes.
Muerte de ArquímedesCon el propósito de someter a la ciudad, los romanos enviaron al general Marco Claudio Marcelo, quien para ello sitiaría la ciudad durante dos largos años. Al igual que su predecesor, Hierónimo recurrió Arquímedes en busca de ayuda, y se dice que para tal efecto el sabio habría levantado un conjunto de enormes espejos en la playa, capaces de concentrar al luz del sol y de incendiar los barcos enemigos que se aproximaban. Sin embargo, la veracidad de esta historia ha sido objeto de muchas discusiones, y aunque fuese cierta tampoco logro impedir que a las legiones de Roma finalmente entraran triunfantes en Siracusa.
El propio Marco Claudio Marcelo, consciente de que el famoso sabio se hallaba en el interior dio ordenes de respetar su vida. Pero fue desobedecido por un impetuoso soldado romano que asesinó a Arquímedes en medio de la confusión. Sus últimas palabras habrían sido “no molesten mis círculos”, ya que al momento de ser atacado habría estado reflexionando sobre problemas geométricos.
De hecho en su tumba, a modo de epitafio, fueron inscritos el dibujo de una esfera rodeada por un cilindro, un homenaje a lo que el propio sabio consideraba el más importante de sus descubrimientos. Esto es, que el área y volumen de una esfera son iguales las dos terceras partes del área y el volumen de un cilindro que lo circunscriba perfectamente.

Luego de las guerras contra Cártago, Roma se alzó como la gran potencia del Mediterráneo, y pronto las legiones del naciente imperio se espercirían victoriosas a lo largo de todo el mundo antiguo. Sin embargo en lo que a logros intelectuales se refiere, Roma nunca podría igualarse a sus predecesores griegos. Gente pragmática, los romanos parecían estar más preocupados de los problemas inmediatos derivados de la administración de sus enormes conquistas, que de la dilucidación de los misterios del universo.
Un triste ejemplo de lo anterior fue lo que ocurrió cuando en el año 48 a.C. Julio Cesar llegó a Alejandría con el objeto de imponer a Cleopatra como reina de Egipto en contra de las pretenciones de su hermano. Entonces una flota enemiga se acercó al puerto amenazando con frustrar los planes romanos. Julio Cesar no vaciló en ordenar la quema de los barcos, y el viento hizo que el incendio se propagara por la ciudad, alcanzando la Gran Biblioteca. Así, el destino final de cientos de miles de papiros y pergaminos fue el de alimentar las llamas. Más tarde para compensar la gran perdida, Marco Antonio confiscaría los libros de la Biblioteca de Pérgamo y se los regalaría a Cleopatra. De esta forma la Gran Biblioteca pudo seguir siendo un centro del saber por unos cuantos siglos más.

En efecto, durante el apogeo del Imperio Romano escasas fueron las figuras que destacaron en el quehacer científico. Uno de esos pocos fue un estudioso de Alejandría, y por lo tanto, directo heredero de la tradición académica inaugurada por los griegos hacia ya más de quinientos años. Se trata de Claudio Ptolomeo, nacido hacia fines del siglo I d.C. en Egipto, pero probablemente con ciudadanía romana como refleja su primer nombre. En todo caso, hasta donde se sabe no tenía parentesco con los Ptolomeo que habían gobernado Egipto hasta los tiempos de Cleopatra.
Claudio PtolomeoPtolomeo es recordado principalmente por su modelo geocéntrico del universo, el cual es expuesto en su monumental “Almagesto”. El titulo original del texto era “Mathematike Syntaxis” (Compilación Matématica), pero pronto se ganó el titulo de el “megiste” (el más grande). Tal apelativo no es fortuito, pues allí Ptolomeo recoge y organiza todo el saber astronómico alcanzado por sus predecesores, y a partir de ello desarrolla la más exhaustiva teoría sobre los movimientos de los cuerpos celestes planteada hasta entonces. Durante la mayor parte de la Edad Media la obra de Ptolomeo estuvo perdida para Occidente y solo sobrevivió en manos de estudiosos del Islam. Allí fue llamado el “Al Majesti”, y solo cuando por fin fue traducido al latín recibió el nombre con que se le conoce en la actualidad.
Las ideas desarrolladas en el Almagesto parten de la concepción aristotélica del cosmos, especialmente en cuanto a que la Tierra estaría en el punto medio del mismo y que los demás astros girarían en torno a ella. Este supuesto se basa en la observación cotidiana de que los objetos sólidos (según Aristóteles, hechos del elemento tierra) caen hacia el centro, y por el argumento que un supuesto movimiento de la Tierra debiera producir como consecuencia un viento muy fuerte y constante en la superficie del planeta.
Recordemos que Aristoteles había adoptado y perfeccionado la teoría de de las esferas planteada originalmente por Eudoxo. Sin embargo ella resultaba bastante complicada, y peor aun, no explicaba satisfactoriamente nueva información disponible. En particular, ahora se sabia que los distintos astros en su trayectoria a lo largo de la bóveda celeste parecen modificar su velocidad y su su distancia respecto de la Tierra. Tales circunstancias mostraban unos cielos cambiantes y dinámicos, lo que por supuesto era imposible bajo el prisma aristotélico del mundo. Era necesario explicar estas aparentes contradicciones.

Apolonio de Perga, quien estudio y trabajo en la Gran Biblioteca de Alejandria en los tiempos de Eratostenes, habría sido uno de los primeros en aceptar este desafió proponiendo dos ingeniosos mecanismos; la excentricidad y los epiciclos. Cabe señalar aquí que Apolonio también es famoso por sus trabajos en geometría, donde estudio las secciones cónicas, es decir, las distintas figuras bidimensionales, como elipses, parábolas e hipérbolas, que se pueden obtener al cortar en distintos ángulos un cono tridimensional.
La mencionada excentricidad significa que si bien la Tierra esta en el centro de la más grande de las esferas, aquella donde se hayan ubicadas las estrellas fijas, el resto de los los cuerpos celestes girarían alrededor a un punto distinto, ligeramente desplazado del centro. Por otro lado, los epiciclos serían esferas pequeñas (no concéntricas), cuyo centro descansa sobre la trayectoria de una de las esferas mayores (concéntricas) que rotarían al mismo tiempo que avanzan a lo largo de ella.

Pero Apolonio no habría desarrollado mucho más sus ideas, las cuales todavía requerían trabajo fino, como determinación de ángulos y distancias, para poder ajustarse a la complejidad de los movimientos celestiales. Un paso importante en este sentido fue el realizado por Hiparco, astrónomo que si bien nació en Nicea en el 90 a.C., vivió la mayor parte de sus años en Rodas, la pequeña isla al este del Mar Egeo famosa por la colosal estatua que adornaba la entrada al puerto. A él se le debe la confección de un amplio y preciso catálogo de las estrellas y sus movimientos, que luego le permitiría a Ptolomeo llevar a cabo los cálculos necesarios para sustentar su modelo. Hiparco también realizó una muy precisa estimación de la distancia que separa la Tierra de la Luna mediante la observación un eclipse desde dos puntos alejados y comparando la diferencia en el área del Sol que quedaba oscurecida por nuestro satélite. También es responsable del descubrimiento de la precesión de los equinoccios, es decir, el lento desplazamiento de las constelaciones zodiacales que se verifica al observarlas en distintos equinoccios.

Modelo PtolemaicoCon todos estos antecedentes y muchos otros, que incluyen sus propias observaciones de los cielos, Ptolomeo se da a la tarea de elaborar un modelo que permita explicar las complejas trayectorias que los astros describen en la bóveda celeste. Para lograr esto, y ante la exigencia de la inobjetable realidad de dichos movimientos, se ve obligado a alterar uno de los principales supuestos aristótelicos aceptando la excentricidad propuesta por Apolonio. Entonces, los astros giran alrededor de un punto distinto a la Tierra, pero relativamente cercano a ella. Más aún, dicho punto rotaría en torno a nuestro mundo, arrastrando con él todas las órbitas planetarias. También acepta los epiciclos, rotando en sentido contrario al de las esferas que los sostienen, lo que explicaría el movimiento retrogrado de los planetas y las diferencias apreciadas en su tamaño y velocidad.
En verdad, el modelo ptolemaico es un poco más complicado, pero no interesa abordar los detalles aquí. Si importa señalar que Ptolomeo estaba particularmente interesado en la exactitud matemática de su teoría, sin entrar a buscar explicaciones físicas de lo que estaba ocurriendo. Tanto es así que sin desacreditar explicitamente la idea de las esferas de cristal, insinúa que toda su construcción de ciclos y epiciclos corresponderían solo a herramientas matemáticas que permiten simular los desplazamientos de los astros. Ptolomeo no pretende saber como ocurren esos movimientos, solo establecer que cualquiera sea el mecanismo, este debe considerar las trayectorias zigzagueantes que los astros deben poseer para dar cuenta de la evidencia observable.

Fragmento del AlmagestoComo sabemos, las ideas de Ptolomeo vendrían a tener una importancia fundamental en el desarrollo de la ciencia en occidente. Pero actualmente se le recuerda más por sus errores que por sus aciertos, y su modelo geocéntrico vendría a convertirse en el ejemplo por definición de lo que es una hipótesis incorrecta. Esto no le hace justicia al impresionante logro que fue resumir todo el conocimiento alcanzado por sus predecesores en una teoría que explicaba con gran precisión los fenómenos celestes más familiares.
Asimismo, se tiende a pasar por alto los aportes que realizó en otros campos, como por ejemplo, en el de la cartografía. Ptolomeo confeccionó detallados mapas del mundo conocido hasta entonces, utilizando para ello, en forma extensiva, el sistema de coordenadas de latitud y longitud; la posición de más de ocho mil puntos geográficos fue establecida mediante esta herramienta. Conjuntamente desarrollo métodos para proyectar la curvatura de la Tierra sobre una superficie plana, el gran problema que enfrenta cualquiera que intente representar en forma más o menos realista nuestro mundo. Y también se preocupo por el desafío que representaba el diseñar e interpretar mapas en distintas escalas.
Mapa de PtolomeoSin embargo también en esta área Ptolomeo cometió un error de importancia al desconocer las conclusiones de Eratóstenes sobre las dimensiones del planeta. Prefirió basarse en los cálculos de otros estudiosos por lo que que su estimación del diámetro de la Tierra fue aproximadamente de tres cuartas partes de la correcta. Sin embargo, esta equivocación, sumada a una consideración exagerada del tamaño de Asia, tuvo consecuencias favorables catorce siglos después al persuadir a los exploradores europeos, entre ellos a Colón, de que era posible atravesar el océano que los separaba de China. Sin saber de la existencia de América, de haber conocido las reales distancias implicadas en la travesía quizás habrían desistido del intento, y el descubrimiento del Nuevo Mundo habría debido esperar algún tiempo más.

Con Ptolomeo los estudios astronómicos de los antiguos alcanzan su culminación, y también, en la práctica, su conclusión. Pocos continuaron en la senda trazada por los jonios, luego caminada por los filósofos atenienses, y que condujo finalmente hasta las puertas de la Gran Biblioteca, la mayoría de esos pocos solo contentándose con enseñar y comentar los trabajos de sus predecesores. La propia Gran Biblioteca entro en un estado de decadencia, al tiempo que el glorioso Imperio Romano se acercaba también al momento de su extinción. El último de sus directores fue Teón de Alejandría, hacia fines del siglo V d.C. Para entonces poco quedaba ya del antiguo esplendor de la institución, mucho de él ya perdido en el incendio provocado por Cesar, y luego por saqueos, robos o por simple descuido. No obstante lo anterior, cuando el emperador Teodosio I en el año 391 d.C. declaró al cristianismo al religión oficial del Imperio y ordenó la destrucción de los templos paganos, la Biblioteca fue cerrada oficialmente. Acto más bien simbólico pues dos años antes el edificio había sido destruida por una turba de cristianos fanáticos, probablemente ante la impotente mirada de Teón.
Esta historia tiene otro lamentable epílogo en la figura de la filósofa Hipatia, hija de Teón y de quien heredó un poderoso intelecto que la llevó a convertirse en una reconocida maestra de Escuela de Alejandría, donde en aquellos tiempos todavía se estudiaba a los clásicos griegos. Hipatia no solo se interesó en la filosofía, sino que también se dedicó a la mecánica y la astronomía. Tal era su fama que estudiantes de lejanas comarcas venían a estudiar con ella e importantes personalidades de la ciudad buscaban su consejo sobre asuntos de la administración.
Sin embargo Hipatia no solo era famosa, sino además, mujer y pagana. Tales características despertaron las envidias y sospechas de las autoridades de la Iglesia en Alejandría, quienes probablemente instigaron su secuestro, tortura y asesinato llevados a cabo por una pandilla de fanáticos.
Este episodio sirve para ejemplificar las dificultades que el nuevo escenario histórico presentaba para el desarrollo de las ciencias. En primer lugar, el Imperio Romano se había desintegrado hundiendo a Europa en las sombras y la ignorancia. Y de entre sus ruinas el cristianismo se había alzado como la nueva norma para medir los méritos de cualquier empresa humana. Con un dios celoso y un dogma incuestionable, características heredadas del mesianismo judaico, en aquellos difíciles tiempos el cristianismo adopto un radicalismo extremo, convirtiéndose en un verdadero enemigo del libre pensamiento y la expresión de las ideas. Pasarían mil años antes de que el mundo cristiano pudiese comenzar a desprenderse de estas pesadas cadenas que le inmovilizaban.

El Principio de Arquímedes se expresa normalmente en términos “flotabilidad”, que por supuesto, es la tendencia a flotar que posee un cuerpo, y que es una fuerza que se opone a la gravedad por cuanto evita que los objetos caigan. Y a su vez, la flotabilidad no suele expresarse en términos de peso, sino que de densidad, vale decir, cantidad de masa por unidad de volumen. Siendo estos conceptos relativamente abstractos, representan una oportunidad conveniente para introducirnos en el mundo de las fórmulas físicas. Así por ejemplo, hemos dicho que para que un cuerpo flote su peso debe ser menor que el peso del volumen de liquido desplazado.Sea entonces:
F = Flotabilidad
Pf = Peso del fluido desplazado.Por lo tanto:
F = – Pf, donde el signo (-) representa el hecho de que la Flotabilidad es una fuerza en sentido contrario al Peso.Pero,
P = m x g, donde “P” es el peso de cualquier objeto, “m” su masa, y “g” la constante de gravedad que en la Tierra es de 9,8 m/s2.Sea entonces:
mf = masa del fluido desplazado.
Por lo tanto:
F = – mf x g

Si queremos describir la ecuación en termino de densidad (d), debemos recordar que:
d = m/V

Podemos multiplicar y dividir por Vf (Volumen del fluido desplazado), de tal forma que:
F = – mf x g x (Vf / Vf)
F = – (mf/Vf) x Vf x g
F = – df x Vf x g

Dado que el volumen de fluido desplazado es igual al volumen del cuerpo sumergido, podemos decir simplemente que la Flotabilidad de un objeto depende de la densidad del fluido y del volumen d dicho objeto.

Finalmente, podemos concluir que si:
Pc = Peso del cuerpo, entonces.

F > Pc, el cuerpo flota.
F < Pc, el cuerpo se hunde.
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Capítulo IV: La Gran Biblioteca de Alejandría

AlejandroEn el año 332 a.C., el pupilo de Aristóteles entró triunfante en Egipto. El orgulloso Imperio Persa estaba de rodillas y pronto Alejandro y sus ejércitos marcharían hacia Babilonia, y muchos más allá, hasta los confines del mundo conocido. Pero allí, en el país de los faraones, el magno conquistador se permitió una pausa con el propósito de levantar una ciudad, su ciudad. Eligió para ello un punto en la costa mediterránea, el sitio indicado para servir de puente entre el mundo griego al otro lado del mar, y el Valle del Nilo que se prolongaba internándose en el corazón de África. Pero Alejandro no se demoraría mucho y partiría poco después en busca de mayor gloria. Nunca más volvería a Alejandría.

Alejandro murió nueve años más tarde y el legendario imperio fue dividido entre sus generales, no sin mediar sangrientas disputas entre ellos. Pero en definitiva, fue Ptolomeo Sóter (Ptolomeo I), uno de los hombres de confianza de Alejandro, quien se quedaría con Egipto, y a la larga fundaría la dinastía Ptolemaica que perduraría por casi tres siglos hasta los tiempos Cleopatra.

Fue durante el gobierno de Ptolomeo I que nació lo que luego llegaría a conocerse como la Gran Biblioteca. Su origen se remonta hacia alrededor del 300 a.C. cuando llegó a Alejandría el filósofo y político Demetrio de Faleron, quien venia exiliado desde Atenas y con la misión de hacerse cargo de la educación del hijo del rey. Demetrio había sido discípulo de Aristóteles, y pronto convenció a Ptolomeo I de la necesidad de fundar en Egipto una institución semejante al Liceo. El propio Demetrio parece haber traído consigo numerosos textos que pondría a disposición del proyecto y que pasarían a ser los primeros ejemplares de la colección de la Biblioteca.

BibliotecaBajo el amparo de los Ptolomeo la Biblioteca se convirtió en el más espléndido centro de investigación de toda la antigüedad. Su edificio principal poseía un gran salón de techo abovedado, numerosas salas de clases y un observatorio en la terraza superior. Todo ello estaba rodeado de paseos y jardines, y hasta había un zoológico con exóticas criaturas provenientes de lejanas tierras. En sus instalaciones vivían y trabajaban quizás medio centenar de estudiosos en forma permanente, a los que se sumaban aquellos que venían de visita por alguna temporada.

La colección, que incluía tanto papiros como pergaminos, creció rápidamente gracias a diversas políticas implementadas por el gobierno con dicho objetivo. Por ejemplo, cualquier embarcación que recalára en el puerto de Alejandría debía, por ley, entregar todo manuscrito en su posesión a fin de ser debidamente copiado por escribas de la Biblioteca. De esta forma se calcula que llegaron a acumularse en sus estantes más de medio millón de documentos; entre ellos sin duda se hallaba contenido el grueso del conocimiento y los logros intelectuales conquistados por occidente hasta ese momento (ver recuadro), .

Llegado a Alejandría aproximadamente al mismo tiempo que Demetrio, Strato de Lampsacus también fue tutor del príncipe Filadelfo y participó en la creación de la Biblioteca. Había estudiado en el Liceo y allí se intereso particularmente en la física. Tomando como punto de partida los trabajos de Aristóteles, descubrió la aceleración de los cuerpos en caída libre. También propone que un constituyente importante de la materia sería el vacío, y que tal hecho explicaría la diferencia de peso entre objetos de volumen semejante. Strato regresó a Atenas en el 287 a.C. como flamante nuevo director del Liceo, pero no sin antes haber ayudado a consolidar la temprana vocación de la Biblioteca por la investigación en ciencias naturales. Por ejemplo, uno de sus alumnos en Alejandría habría sido Aristarco de Samos.

Aristarco nació en Jonia en el 310 a.C. Muy poco se sabe de su vida y la mayor parte de su obra se ha perdido. Sin embargo los pocos fragmentos que han llegado hasta nuestros días nos demuestran que este hombre habría comprendido una de las verdades más revolucionarias de la historia de la ciencia más de quince siglos antes que Copérnico o Galileo. Aristarco, en efecto, propone que es el Sol, y no la Tierra, el centro del universo. Por supuesto, hoy sabemos que tampoco el Sol lo es, y que de hecho no existiría tal cosa como un punto medio del Cosmos, al menos dentro de los confines tridimensionales del universo. Pero por supuesto Aristarco nada sabia de galaxias ni de Big Bangs y tal inexactitud es más que excusable dada las limitaciones de su tiempo, y en nada menoscaba la impresionante magnitud de su logro intelectual.

La verdad sea dicha, otros antes que Aristarco ya se habían atrevido a sacar a la Tierra de su posición de privilegio en el concierto cósmico. El pitagórico Filolao de Crotona había señalado que tanto el Sol como la Tierra giraban en torno a un fuego central. Era un modelo lleno de complicados detalles necesarios para ajustar las observaciones con los conceptos que los pitagóricos tenían acerca de la perfección de los números. Estas exigencias ideológicas impidieron que Filolao pudiese considerar una posibilidad más simple y verdadera, la misma que un siglo y medio más tarde propondría Aristarco.

Ciertamente los antiguos comprendían que la bóveda celeste era inmensa. Pero aun así dentro de los limites de tamaño y distancia que nuestra mente es capaz de entender a partir de la experiencia común. ¿Qué tan alto esta el Sol? Mucho por supuesto, pero no tanto como para que su calor no nos alcance. Si a pocos pasos una fogata ya no nos abriga, ¿cómo podían ellos imaginar que el Sol se hallaba a 150 millones de kilómetros?

El primer logro de Aristarco fue abandonar las concepciones tradicionales de distancia. El universo, es grande, si, pero mucho más de lo que jamas habíamos imaginado. Este paso conceptual permite resolver el principal problema que presentaba una teoría heliocéntrica del universo; esto es, si la Tierra se mueve, entonces debiéramos ser capaces de observar cambios en la posición de las estrellas fijas, ya que algunas estarán más cerca o más lejos de nosotros en distintos momentos del año. Este fenómeno ocurre en realidad (es el fundamento del Método de Paralaje) pero dado que las distancias involucradas son demasiado grandes el movimiento aparente de las estrellas no puede ser apreciado a simple vista. Esa es la respuesta de Aristarco, y es la respuesta correcta.

Como sabemos las ideas de Aristarco no tuvieron mayor repercusión en su momento y en los siglos que siguieron. Pasaría mucho tiempo antes de que los hechos le dieran la razón y su nombre por fin se incluyera en la lista de los grandes genios de la antigüedad.

Mejor suerte tuvo otro de los primeros estudiosos asociados a la Biblioteca. Se trata de Euclides, de cuya vida tampoco se sabe mucho, aunque se cree que estudió en la Academia de Platón, donde habría aprendido los principios de la geometría desarrollados por sus predecesores. En algún momento de su juventud se habría trasladado a Alejandría, donde trabajaría como maestro y escribiendo su libro “Los Elementos”. Uno de sus alumnos fue el propio rey Ptolomeo I, quien en una ocasión, frustrado por las dificultades de los teoremas, le preguntó si acaso había una forma más fácil de entender la geometría. El matemático le contestó que si bien en el mundo real hay caminos lentos para la gente común y caminos rápidos reservados solo para los reyes, lamentablemente en la geometría no había ningún camino especial para la nobleza. Es decir, que sólo se puede alcanzar el conocimiento a través del progresivo, y a veces penoso, estudio de la disciplina. Euclides habría permanecido en al ciudad de Alejandro hasta su muerte en el 265 a.C.

“Los Elementos” es una extensa obra dividida en trece capítulos, y quizás sea uno de los textos que más ha influido en el desarrollo del pensamiento occidental después de la Biblia. Esto no solo por ser una completa síntesis del saber geométrico de la época, sino que además porque establece un método de desarrollar los argumentos que es lo que hoy aceptamos como una forma correcta de razonar. Esto es; primero generando un conjunto de definiciones que sean consistentes entre ellas mismas; segundo, proponiendo los postulados y enunciando los teoremas de acuerdo a dichas definiciones; y tercero, obteniendo las pruebas que demuestren la validez de los teoremas establecidos.

En lo que se refiere a las definiciones, lo más notable de Euclides es su capacidad de abstracción, es decir, de identificar el aspecto de la realidad que es pertinente para el análisis, despojándose de todo aquello que es irrelevante. Euclides establece unas 130 definiciones matemáticas, entre las que tenemos;

  • Definición 1,1: Un punto es lo que no tiene partes (dimensiones).
  • Definición 1,2: Una línea es una longitud sin anchura.
  • Definición 1,5: Una superficie es aquello que solo tiene longitud y anchura.

Estos tres ejemplos en particular ilustran el tema de la abstracción, pues como sabemos en la realidad cotidiana todos los objetos poseen tres dimensiones (longitud, anchura y altura), pero debemos “abstraer” algunas de ellas si queremos estudiar las propiedades de un triángulo (que es bidimensional). Otro ejemplo es el caso del “punto”; el punto ideal no posee ninguna dimensión, no es ni largo, ni ancho, ni alto, y por lo tanto, en términos reales no existe. De ahí que tengamos que hacer un ejercicio de abstracción a la hora de imaginar un punto geométrico.

Asimismo, estas definiciones son importantes pues establecen el campo de trabajo de la geometría euclidiana, que son las superficies o volúmenes planos. Cuando Euclides establece luego, en uno de sus teoremas, que la suma de los ángulos interiores de todo triángulo es igual a 180o, el está pensando en un triángulo dibujado en un plano. Si usted dibuja ese mismo triángulo sobre la superficie de una esfera puede comprobar que la propiedad ya no se cumple. De esta forma, cuando los matemáticos necesitaron herramientas para estudiar planos o espacios curvados en tres o más dimensiones, desarrollaron lo que se conoce como “geometría no euclidiana”.

Otras definiciones “euclidianas” que puede ser útil recordar son;

  • Definición 1,15: Un círculo es una figura plana comprendida por una sola línea (llamada circunferencia) de tal modo que todas las rectas dibujadas que caen sobre ella desde un punto de los que están dentro de la figura son iguales entre sí.
  • Definición 1,20: De los triángulos, el equilátero es el que tiene los tres lados iguales; isósceles el que tiene dos lados iguales y uno desigual; y escaleno el que tiene los tres lados desiguales.
  • Definición 1,21: De los triángulos, triángulo rectángulo es el que tiene un ángulo recto, obtusángulo el que tiene un ángulo obtuso y acutángulo el que tiene los tres ángulos agudos.

A partir de sus definiciones Euclides establece sus cinco postulados o axiomas básicos, esto es, cinco afirmaciones fundamentales que son dadas como verdaderas sin necesidad de pruebas. Así que si alguien demostrase que alguno de estos axiomas es falso toda la geometría euclidiana se derrumbaría como un castillo de naipes. Estos postulados son:

  • Postulado 1: Dados dos puntos se puede trazar una y sólo una recta que los une.
  • Postulado 2: Cualquier segmento puede prolongarse de forma continua en cualquier sentido.
  • Postulado 3: Se puede trazar una circunferencia con centro en cualquier punto y de cualquier radio.
  • Postulado 4: Todos los ángulos rectos son iguales.
  • Postulado 5: Si una recta al cortar a otras dos forma ángulos internos menores a un ángulo recto, esas dos rectas prolongadas indefinidamente se cortan del lado en el que están los ángulos menores que dos rectos.

Establecido lo anterior, Euclides procede a enunciar casi medio centenar de proposiciones o teoremas, referidos a temas tales como las propiedades de triángulos y circunferencias, proporciones y números racionales e irracionales, números primos, y también sobre sólidos tridimensionales y su medición. Cabe mencionar aquí dos de sus más famosas proposiciones:

  • Proposición 1,32: En cualquier triángulo, si uno de los lados se prolonga, el ángulo exterior es igual a la suma de los ángulos interiores y opuestos, y la suma de los tres ángulos del triángulo es de dos ángulos rectos.
  • Proposición 9,20: Hay más números primos que cualquier cantidad propuesta de números primos.

La primera nos dice que la suma de los ángulos interiores de un triangulo es de 180°.

La segunda, que la cantidad de números primos es infinita. La demostración de este último teorema es particularmente elegante. En ella Euclides hace uso del método de reducción al absurdo, el mismo que Zenón hizo famoso con su cuento sobre Aquiles y la tortuga, y por lo tanto recomendamos su revisión (ver recuadro), .

Hay que señalar sin embargo que muchos de los teoremas enunciados por Euclides eran ya conocidos, por ejemplo, los de Tales y de Pitágoras. El verdadero aporte de Euclides fue acumular, organizar y sintetizar en forma espléndida todo lo realizado por sus predecesores, con tal éxito que su obra seria referencia obligatoria y casi exclusiva en el campo de la geometría durante los próximos dos mil años en occidente, y aun hoy representa el grueso de lo que se enseña en las escuelas primarias y secundarias en todo el mundo.

Ptolomeo I fue sucedido naturalmente por su hijo Ptolomeo Filadelfo. Como se señaló anteriormente, Demetrio de Falera había sido tutor del nuevo rey, por lo que no es de sorprender que este fuera un entusiasta mecenas de la Biblioteca. A la muerte de Demetrio, Ptolomeo II le encomendaría a Zenódoto de Éfesos, estudioso de las letras y la gramática, la misión de administrar la Biblioteca, nombrándolo primer director de la misma. Dos décadas más tarde el cargo pasaría a manos de Calimaco de Cirene, quien llevaría a cabo el primer esfuerzo de catalogar por tema al menos una parte (solo 120.000 textos) del material ya acumulado en la Biblioteca. Luego vendría Apolonio de Rodas, y finalmente, en el 235 a.C., sería el turno del geógrafo Eratóstenes de Cirene.

Eratóstenes es recordado principalmente por su acertada estimación de la curvatura de la Tierra, y al mismo tiempo por haber ofrecido una prueba irrefutable demostrando la redondez de nuestro planeta. Ya Aristóteles había sugerido que el mundo era una esfera, pero basado más bien en aspiraciones estéticas sobre la perfección del universo. Algunas observaciones apoyaban la hipótesis, por cierto. Está el hecho de que las velas más altas de un barco pueden apreciarse aun cuando el resto de la embarcación ya ha desaparecido bajo el horizonte, o la forma de la difusa sombra que la Tierra proyecta sobre la blanca faz de nuestro satélite natural durante un eclipse de Luna. Pero tales “pruebas” eran ciertamente discutibles pues habían muchas otras posibilidades que podían explicar tales fenómenos. Y por supuesto, ninguna de ellas ofrecía una idea del posible tamaño de nuestro mundo.

Pues bien. Llegó a oídos de Eratóstenes que en la localidad de Siena (en Egipto, actual Asuán) cada año precisamente al mediodía del día más largo del año, el solsticio de verano, era el único instante en que los rayos del Sol alcanzaban el fondo de un pozo de aquellos que se utilizan para sacar agua. Este fenómeno no parece ser muy distinto al que los antiguos solían registrar en sus observatorios de piedra donde el Sol iluminaba sitios especiales en momentos determinados. Sin embargo hay una diferencia fundamental y es que el pozo es vertical, lo que significa que el Sol en ese momento está precisamente arriba, al extremo de una línea imaginaria que intersecta el suelo en Siena en un ángulo de 90o. Eratóstenes constató que en Alejandría en ese mismo momento cualquier objeto perpendicular al suelo proyectaba una sombra equivalente a la octava parte de su longitud. Usando relaciones trigonométricas estableció que los rayos del Sol en Alejandría formaban un ángulo de 82,88o con la superficie. Esto es, una diferencia de 7,12o con el pozo de Siena, la 1/50,5 parte de los 360o que comprende una circunferencia. ¿Qué es necesario hacer ahora? Pues medir la distancia entre Alejandría y Siena. Y fue lo que Eratóstenes hizo.

Método de EratóstenesAlgunos dicen que contrató a un hombre para realizar el arduo trabajo, otros que calculó el dato a partir del tiempo que les llevaba a las caravanas comerciales realizar el trayecto entre las dos ciudades. Como sea, el resultado fueron 5.000 estadios egipcios, 787,5 kms. Que multiplicado por 50,5 da 39.769 kms. La estimación contemporánea del perímetro terrestre es de 39.941 kms, una diferencia de menos del 1%. ¡Que ganas de poder viajar en el tiempo y decirle a Eratóstenes que estaba en lo cierto! Aunque por otro lado, dicen que era de carácter orgulloso y despectivo así que quizás no deberíamos esperar una respuesta demasiado acogedora de su parte.

Eratóstenes además fue destacado cartógrafo, elaborando detallados mapas que reunían todo el saber geográfico de la época. Escribió un tratado sobre el tema y en el hace uso de líneas arbitrarias para identificar la posición de distintos lugares, los fundamentos mismos de lo que luego llegaría a ser el familiar sistema de paralelos y meridianos.

Pero los logros científicos de Eratóstenes parecen palidecer al lado de los conseguidos por un amigo suyo, un hombre que sin duda esta entre los más grandes eruditos de la antigüedad. Se trata del maestro de la mecánica física, Arquímedes de Siracusa.

La Biblioteca de Alejandría no fue la única gran biblioteca de su tiempo. El rey Eúmenes II de Pérgamo, en Tracia, quien gobernó entre el 197 a.C. y el 158 a.C., levantó una institución semejante que llegaría a albergar más de 200.000 escritos.
Buscando perjudicar a sus rivales, los Ptolomeo de Egipto prohibieron las exportaciones de papiro a Pérgamo. Entonces el rey ordenó buscar un medio alternativo para realizar escritura. La solución fueron parches de piel de oveja, pelado, pulido y estirado, y que recibieron el adecuado nombre de “pergaminos”.
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El Teorema Fundamental de la Aritmética, enunciado por Euclides en su Libro IX (proposición 14), dice que todo número no-primo (compuesto) puede ser expresado como el producto de números primos. Por ejemplo, 24 es el producto de 6 x 4, pero;
6 = 3 x 2, y 4 = 2 x 2.
Por lo tanto;
24 = 3 x 2 x 2 x 2, todos números primos.Ahora bien, en la Proposición 20 del Libro IX de “Los Elementos”, Euclides establece que la cantidad de números primos es infinita demostrando que la opción alternativa es absurda e imposible.
Así, imagine que hay una cantidad limitada de números primos, digamos, tres, a saber P1, P2 y P3.
Es posible entonces multiplicar los tres números primos y sumarles uno, de modo que;
(P1 x P2 x P3) + 1 = X

Hemos dicho que solo existen 3 números primos, o sea, que “X” debe ser un número no primo (compuesto).
Por el Teorema Fundamental de la Aritmética señalado anteriormente sabemos que todo número compuesto puede dividirse por los primos que lo forman.
Pero P1 x P2 x P3 no es igual a X, sobra 1. Por lo tanto es necesario que exista otro número primo, P4, de modo que X pueda ser expresado solo como producto de primos.
Cualquiera sea la cantidad de números primos que sugiramos, este método hará necesario que exista uno más, y otro, y otro, sucesivamente hasta el infinito.
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Capítulo III: El Legado de Atenas

Hemos dicho que un filósofo es el que ama el saber. Sin embargo no se trata de un amor contemplativo, o “platónico”; el filósofo no se contenta con esperar a su enamorada en la orilla del mar, sino que sale en su búsqueda zambulléndose decidido en las turbulentas aguas del conocimiento. Pero esto no lo hace a ciegas ni sin saber nadar. El filósofo tiene una herramienta para desvelar en los misterios de los desconocido, y ella es la razón.

¿Pero es que acaso los sacerdotes, los adivinos, los ancianos o los shamanes eran gente irracional? Por supuesto que no. Pero la diferencia está en que el filósofo ha renunciado a aceptar causas o condiciones sobrenaturales como respuesta válida para sus inquietudes.
Para el mundo clásico era suficiente, y toda persona que se embarcara en esta aventura bajo estas condiciones podía ser considerado como un amante del saber. Daba lo mismo si el objeto de su curiosidad eran las propiedades de un triángulo, el principio fundamental de la realidad, o incluso, la ética que debía regir los comportamientos humanos. Ya hemos visto como los filósofos antiguos se dedicaban indistintamente a todos estos asuntos.
Hoy, sin embargo, reconocemos una diferencia entre quien se pregunta por el mundo natural, convencido de que sus respuestas están dentro de ese mismo mundo, y aquel cuyos cuestionamientos son de orden subjetivo y cuyas respuestas se encuentran en los misteriosos confines de la mente y el espíritu humano. Al primero lo llamamos científico, y al segundo, filósofo. Pero en la antigüedad todos eran filósofos. De hecho, hasta bien avanzado el siglo XIX se usaba el término “filósofos naturales” para aquellos que se dedicaban a la ciencia.
¿Por qué entonces debemos estudiar a los renombrados Sócrates, Platón y Aristóteles, cuyos principales aportes al conocimiento humano han sido reclamados por la filosofía contemporánea? Pues precisamente por ello. Porque en aquellos tiempos “ciencia” y “filosofía” eran todavía una sola cosa, y sus legados vendrían a afectar el futuro desarrollo de ambas disciplinas.

Por lo tanto debemos remontarnos al siglo V a.C. y dirigirnos a Atenas. No hace mucho que los persas de Jerjes han sido derrotados, y ahora la ciudad goza de una posición dominante en la escena política griega. En verdad, es la edad de oro de Atenas, y que alcanzaría su máximo esplendor bajo el gobierno de Pericles, quien gobernó la ciudad desde el 461 a.C. hasta su muerte en el 429 a.C.
El propio Sócrates nació en el 470 a.C. Era hijo de un albañil y durante su juventud probablemente se dedicó al mismo oficio que su progenitor. Luego habría servido en el ejército ateniense, participando en varias campañas militares.
Pero en algún momento indeterminado de su vida abandonó dichas actividades y se dedicó por completo a la labor por la cual pasaría a la historia, a hablar de filosofía. Y es importante enfatizar que Sócrates, en efecto, practicaba el discurso oral, y que no dejó ningún texto escrito. Este ha llegado hasta nuestros días solo gracias a los registros de Platón y otros seguidores.
Sócrates desarrolló una forma particular de análisis conocido apropiadamente como el “método socrático”. Una vez establecido el tema a discutir, que normalmente versaba sobre conceptos morales, el filósofo partía planteando algunas preguntas. Tras obtener una respuesta, analizaba sus consecuencias lógicas, y a partir de ellas elaboraba algunas afirmaciones, que ofrecía para la aceptación o rechazo del interlocutor. A través de este proceso, Sócrates va revelando las contradicciones ocultas en los argumentos de su adversario, hasta que este no tiene más opción que reconocer su ignorancia sobre aquello que antes creía saber.
Así, el método socrático es un sistema que busca identificar la mejor hipótesis disponible, eliminando aquellas que se revelan inconsistentes respecto de sus propios postulados. En este sentido es un precursor de lo que luego vendría a conocerse como el “método científico”. Sin embargo, se diferencia de este en que Sócrates compara las creencias (o hipótesis) y sus consecuencias lógicas dentro del discurso, mientras que el método científico las contrasta contra predicciones experimentales. En último término, si hemos de elegir un árbitro para dirimir la verdad, ¿él debe ser la coherencia de los argumentos o la cruda evidencia empírica?

Como sea, y merecidamente, Sócrates fue reconocido entre sus contemporáneos como un hombre sabio. Y no solo por los simples mortales, ya que en cierta ocasión uno de sus amigos concurrió al famoso Oráculo de Delfos, dedicado a Apolo, y allí preguntó si acaso entre los griegos había alguien más sabio que el mencionado filósofo. La respuesta fue que no, que ningún griego era más sabio que Sócrates.
Es claro que muchos habríamos sonreído satisfechos ante tal aseveración divina. Pero no Sócrates. Confundido, pues estaba convencido se su propia ignorancia, decidió entrevistarse con los más destacados intelectuales, políticos y artistas de la ciudad con la esperanza de encontrar a alguien más inteligente y así poder demostrar que el Oráculo estaba equivocado. Sin embargo fracasó en su empresa, ya que habiendo encontrado a varios que creían conocer mucho de muchas cosas, al enfrentarse a las insidiosas preguntas del filósofo rápidamente caían en errores y contradicciones. Finalmente Sócrates debe asumir que en verdad él es algo más sabio que los otros, no porque en sepa más, sino porque es consciente de su propia ignorancia. Descubre así que el Oráculo no ha querido halagarle, sino que solo ha querido indicar que el sabio es aquel que reconoce que nada sabe.
Muerte de SócratesPero quizás el episodio más conocido de la vida de Sócrates sea el final. Su muerte ocurrió en el 399 a.C., y para entonces Atenas ya había perdido su liderazgo entre las demás polis griegas a causa de la humillante derrota que le propinó Esparta en la Guerra del Pelopóneso. La atmósfera política estaba enrarecida y no era el momento para las ácidas críticas con las que él fustigaba la ignorancia y la inmoralidad de sus conciudadanos. Toda acción tiene una reacción, y Sócrates fue acusado de pervertir a la juventud con sus enseñanzas y sentenciado a morir por envenenamiento con cicuta.

El más famoso de los discípulos de Sócrates fue sin duda Platón. Nacido en Atenas alrededor del 424 a.C., su verdadero nombre era Aristócles, pero se ganó su apodo seguramente debido a una particularidad de su anatomía, pues “platón” significa “él de hombros anchos”. Resulta apropiado recordar aquí las palabras de Newton («Si veo mas lejos es porque me he subido en los hombros de gigantes.»), pues sobre los hombros de este griego muchos se encaramarían intentando mirar más lejos.
Quizás conviene partir señalando que Platón no comparte la visión de Heráclito en cuanto a que todo fluye y nada permanece. El filósofo ateniense reconoce que en nuestra realidad prevalece el cambio; los seres vivos nacen, envejecen y mueren, mientras que los objetos inanimados son transformados continuamente por las fuerzas naturales. Más aun, aspectos como la virtud, la belleza o la bondad también están sometidos al cambio y la degradación.
Sin embargo, Platón argumenta que a pesar de ello siempre hay una esencia que permite seguir reconociendo al objeto como parte de una especie particular. Un niño, un adulto, un anciano, son todos seres humanos, y solo dejaran de serlo al momento de morir. Pero aun así, existirán otros seres humanos, y aunque no existiría ninguno, la idea de “ser humano” permanece, pues siempre que vuelvan a reunirse el conjunto de características que le son propias, diremos que allí hay un hombre o una mujer. Lo mismo respecto de todos los objetos o conceptos que podamos imaginar.
Existe entonces un “mundo de las ideas”, donde cada “idea” existe en estado puro, incorruptible, eterna, perfecta. Desgraciadamente estamos atrapados en esta realidad inferior y ya ni siquiera podemos confiar en nuestros sentidos, pues lo que nos muestran es falso.

Es en este punto cuando aparece la conocida alegoría de la caverna. En ella Platón plantea que los hombres somos como prisioneros encadenados, mirando siempre hacia el fondo de una caverna. Detrás nuestro esta la salida, y una multitud de objetos iluminados por el brillante Sol. Pero de ellos nada sabemos, y solo podemos ver sus sombras proyectadas en la pared. Así, lo que los hombres llamamos “realidad” son solo manchas oscuras en la penumbra, trémulas semblanzas de la verdad.
¿Es que acaso estamos condenados a la ignorancia? No, por cierto. De hecho, siempre la verdad ha estado a nuestro alcance, ya que antes de nacer nuestras almas habrían sido libres y habrían podido conocer plenamente el “mundo de las ideas”. Por lo tanto, es posible “recordar”. De hecho, saber es recordar.
El camino, entonces, es la contemplación. Se trata de observar las sombras, sabiendo que son solo eso, esperando que ellas susciten en nuestro interior la evocación de la idea verdadera, manteniendo la mente atenta y dispuesta a aprehenderla. Un proceso que bien podríamos llamar “revelación”.
Como anticipamos en el capítulo anterior, esto representa la conclusión del proceso que ya se había iniciado con Pitágoras; el pensamiento filosófico griego ha abandonado cualquier interés por explicar la estructura y funcionamiento del universo físico, pues este es solo una ilusión. Más aun, reprueba el estudio de los fenómenos naturales a partir de la observación y la experimentación pues ambas actividades dependen de la información que nuestros sentidos nos ofrecen. Sentidos que nos mostrarían una mentira, y, por lo tanto nos alejan de la verdad.
Con el objeto de poder enseñar su pensamiento, Platón funda en el 387 a.C. un centro de estudios en las afueras de Atenas, llamado la “Academia”, cuyo nombre se debe a que en ese mismo sitio existían unos jardines dedicados Academo, un antiguo héroe de la mitología griega. La Academia, no sin altibajos, sobreviviría por más de ocho siglos, hasta ser clausurada por el emperador bizantino Justiniano por motivos religiosos en el 528 d.C.

La AcademiaSin embargo sería un estudiante de la Academia, y uno de los más queridos discípulos del propio Platón, quien se atrevería a desafiar las teorías del maestro, y de paso reivindicaría el estudio del mundo natural. Se trata por supuesto de Aristóteles, quizás el más renombrado de todos los pensadores de la antigüedad.
Aristóteles no es originario de Atenas, sino de Macedonia. Nació en el 384 a.C., hijo de Nicómaco, médico personal del Rey Aminthas III, abuelo de Alejandro Magno. Como miembro de la corte, Aristóteles recibió la mejor educación, y a los dieciocho años fue enviado a la Academia de Platón, donde permanecería hasta la muerte de este, en el 347 a.C. Entonces se embarcaría con destino hacia la isla de Lesbos, en Jonia, donde se casaría y viviría los próximos tres años. Luego vuelve a Macedonia por invitación del entonces rey Filipo II, y para hacerse cargo del joven Alejandro que por entonces tenia solo trece años de edad.
Filipo II fue un brillante estratega militar y hábil político que convirtió a Macedonia en una verdadera potencia, imponiendo su hegemonía sobre toda Grecia. Sin embargo fue asesinado en el 336 a.C. y como consecuencia Alejandro ascendió al trono.
Poco después de estos sucesos es que Aristóteles regresa a Atenas. Allí, al igual que Platón, funda una escuela, esta vez en los prados de Apolo Likeios, y que naturalmente se llamaría el “Liceo”. Aristóteles y su Liceo disfrutaron por largo tiempo del apoyo de Alejandro, pero a la muerte de este, en el 323 a.C., la situación se invirtió y el filósofo tuvo que huir, buscando refugio en Macedonia, donde fallecería poco después.

Durante su vida Aristóteles se dedicó al estudio de una diversidad de temas; la astronomía, la física, la biología, la política, la ética, la estética. En todas estas áreas el filósofo muestra un interés permanente en el mundo que nos rodea, el mismo que Platón desprecia. Sin embargo antes de abordar las teorías que Aristóteles tenía sobre el movimiento de los astros o el ordenamiento de los seres vivos, y a fin de entenderlas un poco mejor, es necesario detenerse en su pensamiento acerca de la naturaleza de la realidad.
Para Aristóteles toda sustancia que existe en forma individual (usted, un árbol, o el universo) posee dos principios fundamentales, la materia y la forma.
La materia de un objeto es su constituyente físico, visible y tocable. Puede cambiar, y cuando ello ocurre la sustancia a la que pertenecía puede incluso dejar de ser o pasar a ser otra cosa, como sucede cuando la madera se transforma en ceniza provocando que el árbol deje de existir, o cuando la piedra es trabajada y se convierte en escultura. Por lo tanto, Aristóteles señala que la materia es el principio de transformación de las sustancias y es la responsable de la generación de nuevas cosas y de su destrucción. Por otro lado, y como se podría anticipar, la materia esta constituida a su vez por otras sustancias; el árbol esta formado de madera y la piedra de minerales. ¿Existe algo, algún principio fundamental, que ya no este formado por otras cosas? Ya Tales y Anaxímenes habían intentado responder a esta pregunta, proponiendo al agua y al aire respectivamente. Luego fue el turno de Empédocles, filósofo originario de las colonias griegas en Sicilia, quien a su vez postuló que no existía un único principio fundamental de la materia, sino que cuatro, los proverbiales cuatro elementos, a saber; la tierra, el agua, el aire y el fuego (ver recuadro) .
Aristóteles acepta este modelo, agregándole por su parte dos “cualidades” complementarias y variables, la temperatura y la humedad. Así, el fuego es caliente y seco, mientras que el agua es húmeda y fría. Toda la materia sobre la faz de la Tierra estaría formada por estos cuatro elementos, combinándose en distintas proporciones. Al cambiar las cualidades de un elemento este se transforma, transformando a su vez a la materia y a la sustancia de la que forman parte. Pero, ¿y que sucede con los astros y demás objetos celestiales? Ellos estarían hechos de un quinto elemento, el éter, el cual sin embargo, no puede transformarse, y por ello tales cuerpos son inmutables y eternos, según lo percibían los antiguos griegos.
Los ElementosLa forma es aquello que determina la naturaleza de una sustancia. Una piedra y una escultura están hechas de materia semejante, pero es la forma la que les define como tal o cual objeto. A diferencia de la materia, que es propia de la sustancia que la posee, la forma es compartida por tantos individuos como sean parte de la especie (y no nos referimos solo a especies biológicas). Por lo tanto, la forma, a diferencia de la materia, es permanente, no cambia, y trasciende a las sustancias que la poseen. Es un concepto que se acerca al del “Mundo de las Ideas” de Platón, pero se diferencia de aquella en que Aristóteles considera que las formas pertenecen al mundo físico, que se expresan completamente en él, y que el hombre debe aprenderlas a través de sus sentidos sin que sean conocidas previamente por el alma.
Pero no todos los cambios a las que está sometida una sustancia tendrán como resultado la transformación de su materia o el abandono de su forma. Un objeto puede alterar su color, su tamaño, u otras cualidades, y sin embargo seguir siendo lo mismo. Algo similar ocurre con los cambios de posición, fenómeno que capturaría la atención de Aristóteles y que lo llevaría a desarrollar lo que quizás sea la primera teoría consistente sobre la naturaleza del movimiento.

Para Aristóteles los objetos tienden a permanecer en reposo a menos que se aplique una fuerza sobre ellos. Por lo tanto para que un objeto se mueva (el móvil), otro objeto (el motor) debe aplicar una fuerza que supere la resistencia natural a dicho movimiento, que estaría dada por su peso. Para que un objeto se mantenga en movimiento dicha fuerza debe seguir ejerciéndose en forma permanente o sino el objeto se detiene. De lo anterior se depende que la velocidad de un objeto dependerá de su peso y de la fuerza aplicada, y entre otras consecuencias prácticas esto significa que un objeto pesado caerá al suelo con mayor velocidad que uno más liviano. Esto por supuesto es falso, y ya le tocará a Galileo demostrarlo y a Newton explicarlo, pero eso vendrá más adelante.
Por de pronto Aristóteles enfrenta un problema más inmediato, y es que para que un motor funcione como tal él mismo debe moverse, y por lo tanto se convierte en un móvil que depende a su vez de otro motor. Entonces al final de la cadena existiría un motor universal, que debe ser inmóvil, pues de lo contrario necesitaría también de algo que le moviese. Este motor universal sería capaz de inducir movimiento no por contacto, como los demás objetos, sino que por atracción, y por lo tanto ya no necesitaría moverse el mismo para generar movimiento en otros objetos. Más tarde, en la Edad Media, la Iglesia Católica, y en particular Santo Tomas de Aquino, propondrían que este motor universal no es otro sino “Dios”.
En lo concreto, el primer efecto producido por el motor universal inmóvil de Aristóteles es la rotación de los cielos (los astros y el éter). Sin dicho movimiento los elementos de la materia permanecerían estáticos en posiciones predeterminadas por su peso; en lo alto el fuego, luego el aire y el agua, y abajo la tierra. Pero la rotación del cielo hace que los elementos se salgan de su posición y se mezclen, dando origen a todos los distintos tipos de materia. Sin embargo persiste en ellos la tendencia de volver a su lugar propio y por ello los objetos terrosos (hechos de tierra, los sólidos en general) caen, mientras que los elementos fogosos (hechos de fuego, los gases calientes) suben. Esta tendencia a su vez sirve de motor para innumerables fenómenos naturales.

Es hora entonces de abordar el modelo aristotélico del universo, el cual pretende explicar los hechos conocidos en aquel tiempo. ¿Qué es lo que se sabía? Pues no mucho más que lo que se puede averiguar observando atentamente el cielo. Esencialmente, que el Sol y la Luna no son los únicos objetos que parecen moverse, sino que toda la bóveda celeste, con sus incontables estrellas “fijas”, gira lentamente de tal forma que en una noche despejada es posible observar como algunas estrellas aparecen en el horizonte por el oriente y otras desaparecen por el poniente. Además, existen las cinco estrellas viajeras que recorren el firmamento por cuenta propia, conocidas desde tiempos inmemoriales, y que ahora sabemos que son los cinco planetas del sistema solar visibles desde la Tierra.

Estas estrellas errantes representaban un enigma pues ellas, a diferencia del Sol y la Luna, no se mueven en una trayectoria recta. Si uno registra el cambio de posición de los planetas noche tras noche durante largo tiempo, se puede notar que ellos se trasladan de un extremo al otro del cielo, pero a mitad de camino realizan una curva, como si dibujasen una “e” o una “s” manuscrita en el firmamento (ver recuadro), . Este fenómeno se conoce como el “movimiento retrogrado” de los planetas y hoy sabemos que se produce porqué las órbitas de los planetas alrededor del Sol son de distinto tamaño y duración. Por lo tanto, unos completan antes que otros un giro completo generando al ilusión de que los otros retroceden, pero al explicación solo se hace evidente si trabajamos sobre una hipótesis heliocéntrica. Pero este no era el caso y los filósofos atenienses enfrentaban a un verdadero desafío al tener que explicar este fenómeno en un universo donde la Tierra permanecía firmemente en el centro del mismo.
Eudoxo, otro discípulo de Platón, había abordado el problema planteando la existencia de esferas concéntricas, unas dentro de las otras, que sostenían a la Luna, el Sol, los planetas, y finalmente a la propia bóveda celeste donde se hallaban ancladas las estrellas. Pero el movimiento de cada uno de estos astros no estaba determinado por una esfera, sino que por varias esferas cada uno, girando en distintas direcciones y distintas velocidades, y engranados de tal forma que permitían explicar, al menos teóricamente, los complejos movimientos antes señalados, y otros más, como las inclinaciones del Sol y la Luna. Pero pronto otros astrónomos descubrieron que el modelo de Eudoxo no se ajustaba exactamente a las observaciones. ¿La respuesta? Agregar más esferas.
Finalmente Aristóteles propone que todo el Cosmos esta confinado dentro de una gigantesca esfera negra en la que están adheridas las estrellas fijas y fuera del cual solo existe vacío. En el interior están las demás esferas, que ahora suman 55, que estarían hechas de cristal transparente.
La esfera más pequeña es la de la Luna y por ello todo lo que esta sobre ella es conocido como el mundo supralunar, mientras que lo que hay debajo es el mundo sublunar, que corresponde esencialmente a la propia Tierra. Las leyes físicas son distintas en ambos dominios. Arriba existen solo sustancias hechas de éter, los cuerpos celestes, y que por lo tanto no se transforman y permanecen inmutables eternamente. Se mueven, es cierto, pero solo a causa del motor universal inmóvil, y lo hacen a través de un tipo de movimiento que les es exclusivo; un movimiento circular, continuo y regular, alrededor del centro del universo.
En cambio, en el mundo sublunar existen dos tipos de movimientos que le son propios y naturales; el movimiento hacia el centro y desde el centro, y que, como vimos, dependen de los elementos de los cuales esté constituida la sustancia. Pero a diferencia del mundo supralunar, en la Tierra es posible realizar movimiento en otras direcciones, siempre y cuando, como señalamos antes, exista un agente motor que lo produzca.

Como vemos los mismos principios que Aristóteles utiliza para su interpretación de la realidad son aplicados en su modelo sobre la estructura del universo, y también probablemente en todas las demás áreas del saber que se intereso en desarrollar.
Así por ejemplo, mientras estaba en Lesbos, Aristóteles se dedicó a la biología, motivado por la impresionante diversidad de criaturas marinas que eran recogidas cada día por las redes de los pescadores. En sus libros sobre el tema describe más de 500 especies de animales, en algunos casos con exhaustivos detalles tanto de su anatomía externa como interna. Cabe señalar aquí el ejemplo del erizo de mar, cuyo aparato bucal lleva el nombre de “Linterna de Aristóteles”.
A partir de estas y otras observaciones del mundo natural propone un sistema de clasificación formal de los seres vivos definiendo tres grupos principales: Reino Mineral, que agrupa a todas las sustancias inanimadas; Reino Vegetal, el cual esta dividido en plantas con flores y las sin flores; y Reino Animal, el cual esta constituido por organismos con sangre (en general, los vertebrados) y sin sangre (los invertebrados). Por supuesto este último criterio es erróneo, pero eso no desmerece el trabajo de Aristóteles en este campo, más aun considerando que hasta hoy se discute sobre la cantidad de reinos y sus definiciones.
Además, Aristóteles imagina una jerarquía propia de los seres vivos, una escala natural, con los vegetales en los peldaños inferiores, luego los gusanos e insectos, y en la cúspide los vertebrados y mamíferos. ¿Cual es el fundamento de esta teoría? Recordemos que Aristóteles sostiene que toda sustancia tiene una razón de ser, una finalidad. Pero los seres vivos son especiales por cuanto pueden alcanzar su realización por si mismos; no como una silla que alcanza su finalidad solo cuando alguien se sienta en ella.
Ahora bien, es sabido que al principio de su desarrollo los embriones de las distintas especies son relativamente semejantes, y se suele mencionar este hecho como evidencia de la evolución. Pero por supuesto, Aristóteles no lo ve de esa forma, e imagina que todos los seres vivos en su desarrollo tienden a una forma ideal, probablemente la humana o algo superior a ella, y que dicho proceso es interrumpido en algún punto surgiendo así las formas de vida inferiores. Esta potencialidad de alcanzar la forma superior estaría dada por el espíritu, por lo que los animales en la parte alta de la escalera poseerían almas más complejas y capaces de alcanzar su realización que aquellas que pertenecen a organismos de más abajo.
Nuevamente esta teoría sería adoptada por la Iglesia durante la Edad Media, y nuevos peldaños serían agregados a fin de dar espacio a los santos y ángeles, y por supuesto, en la cumbre más alta, a Dios. En lo inmediato, sin embargo, las ideas de Aristóteles habrían de partir de Grecia buscando nuevas tierras fértiles donde fructificar. Y ello vendría a ocurrir al otro lado del Mediterráneo, en la ciudad que había sido levantada por Alejandro para ser la capital de un imperio, pero cuyo destino sería el de llegar a ser la capital del conocimiento y la ciencia en las postrimeras del mundo antiguo.

Movimiento Retrógrado
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El Átomo como unidad fundamental de la materia fue propuesto por el filosofo Demócrito a partir de las enseñanzas de su maestro Leucipo.
Demócrito, que habría nacido hacia el 460 a.C. (contemporáneo de Sócrates), postula que el universo esta constituido por átomos rodeados de vacío. Los átomos serían partículas muy pequeñas, completamente sólidas e indivisibles, pero que tendrían distintas formas, tamaños y otras propiedades que les permitirían interactuar, explicando así una variedad de fenómenos físicos y químicos.
La idea de Demócrito no gozó de mucha aceptación en su tiempo, aunque hoy la reconocemos como la más acertada de las respuestas que los griegos ofrecieron a la pregunta sobre la esencia fundamental de las cosas.
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Capítulo II: En el Principio fueron los Jonios

Hacia fines del siglo VII a.C. el mundo antiguo estaba cambiando radicalmente. El Antiguo Egipto y Babilonia estaban en decadencia, y desde el este los persas comenzaban a extender su imperio a lo largo de Asia Menor.

Mientras tanto, al otro lado del Mediterráneo, ya en Europa, diversas tribus venidas del norte se habían establecido en los Balcanes, dando origen a la civilización griega. Los jonios, una de estas tribus, se diseminaron por las islas del Mar Egeo y fundaron doce ciudades a lo largo de la costa occidental de lo que hoy día es Turquía. Allí el clima era cálido, los suelos fértiles, y los jonios prosperaron.

Pero además toda la región estaba estratégicamente ubicada entre las pujantes polis griegas del oeste, Mesopotamia al este, y el país del Nilo en el sur. Caravanas comerciales provenientes de lejanos países llegaban hasta las puertas de las doce ciudades, y en sus muelles recalaban las flotas mercantes que surcaban el Mediterráneo. Gentes de muy diversas culturas y experiencias vinieron a encontrarse en sus calles y plazas, y las ciudades jonias dejaron de ser un sitio solo para el intercambio de bienes; ahora también se intercambiaban ideas.

No es de sorprender entonces que precisamente aquí surgiera un nuevo tipo de conocimiento. Ya no se trataba del saber producido, acumulado y transmitido por cultos religiosos, astrólogos o magos, que basan sus teorías en causas y procesos sobrenaturales que el hombre es incapaz de controlar, y en muchos casos, ni siquiera de comprender. Todo lo contrario, ahora es posible aspirar a entender la razón de todas las cosas. Es posible realmente “saber”. Y por lo tanto es más que apropiado el nombre que recibieron quienes adoptaron esta nueva forma de aproximarse a las maravillas del universo, pues se les llamó “filósofos”, aquellos que aman el saber.

Cabe señalar que las ciudades jonias eran el lugar indicado para la aparición de estos primeros filósofos, por dos razones principales: Primero, porque una sociedad rica puede permitirse el lujo de que algunos de sus miembros se dediquen a labores no inmediatamente productivas. Y segundo, porque la práctica del comercio obliga a aceptar las diferencias entre las culturas, sus costumbres y creencias, y por lo tanto promueve un contexto de mayor libertad donde se pueden generar y expresar ideas revolucionarias. Ya veremos más adelante como estos mismos principios pueden aplicarse a la Italia renacentista y a la Holanda del siglo XVII, entre otros ejemplos.

Tales de MiletoFue un hombre llamado Tales, originario de Mileto, probablemente la más importante de las ciudades jonias, el primero en destacarse lo suficiente en esta nueva actividad como para ser citado en los escritos de estudiosos posteriores. Tales nació en el 624 a.C., y llegó a ser un destacado hombre de negocios y también consejero político y militar de los reyes de la ciudad. Pero su pasión era el estudio de la naturaleza, y tal habría sido su preocupación por estos asuntos que en una ocasión, por ir mirando hacia las estrellas se habría caído en un pozo provocando las burlas, primero de una esclava que se hallaba cerca, y luego de todos sus conocidos. En palabras de Platón;

“Ávido por observar las cosas del cielo, le pasaban inadvertidas las que estaban detrás de él y delante de sus pies.”

En efecto, sus cavilaciones sobre el universo llevaron a Tales a proponer que todos los objetos físicos poseen un principio (arje), entendiendo por ello no solo la causa del origen, sino que también la unidad fundamental e inmutable de la cual estaría constituida toda la materia.

¿Cual sería este principio? Para un hombre que ha crecido a la orilla del mar, que ha visto como la lluvia riega los cultivos, y como los ríos permiten que la vida surja incluso en medio del desierto, la respuesta parece obvia; ese principio es el agua. El agua, que puede ser sólida, líquida, o gaseosa, y cuyos estados, según Tales, pueden mezclarse para dar forma a toda la materia Y no solo eso. Para el filósofo de Mileto, el mundo habría tenido sus orígenes en un inmenso océano, y del cual incluso habrían surgido los propios dioses. Y también la Tierra, que él imagina como un disco plano flotando sobre su superficie.

Esta idea, que hoy puede parecer descabellada, tiene sin embargo el mérito de que por primera vez la existencia y estructura del universo ya no depende del capricho de los dioses y de su magia, sino que de un “principio” natural, conocible, predecible, y hasta manipulable.

Pero Tales no solo se dedicaría a estas elevadas reflexiones. También destacó como astrónomo, y por supuesto, como matemático. Como dijimos, Miletos era una ciudad rica y donde multitudes de viajeros iban y venían en distintas direcciones. No es de sorprender entonces que en su juventud Tales haya tenido la oportunidad de visitar la tierra de los faraones. Quizás el primer motivo de su viaje hayan sido los negocios, pero como sea, una vez allí, Tales debió sentirse fascinado por los imponentes monumentos, y luego, por los principios matemáticos que estaban detrás de su construcción.

En una ocasión Tales habría decidido viajar hasta las grandes pirámides de Giza y maravillado, quiso saber la altura de Keops, la más grande de ellas. Con seguridad sus constructores habrían podido responderle, pero ellos ya estaban muertos hacia 2000 años. Es que calcular la base de una pirámide es trivial, solo basta contar pasos, y todos sabían que cada uno de los lados de Keops media 230 metros (440 cubitos reales que era la medida estándar de los egipcios). Pero la altura es otra cosa, pues si alguien subiera hasta su cumbre y se deslizara con una cuerda por uno de sus lados, obtendría solo eso, la longitud de su costado, que por supuesto no es lo mismo.

Siempre se podía intentar hacer un agujero por el medio de la pirámide hasta llegar al suelo y por allí deslizar la cuerda. Pero por supuesto, este método presentaba dificultades técnicas importantes, además de ser particularmente destructivo. En cambio, Tales resolvió el problema de una forma absolutamente ingeniosa y sin tener que realizar grandes esfuerzos físicos.

Al atardecer esperó el momento en que la sombra proyectada por si mismo era igual a su propia estatura, y concluyó correctamente que a esa hora todas las sombras producidas sobre aquella planicie debían medir lo mismo que la altura de los objetos que las generaban. Ahora era solo cuestión de medir desde el extremo de la sombra de la pirámide hasta su centro (que está a 115 metros de su borde) . ¿El resultado? Aproximadamente 140 metros de altura.

Teorema de TalesEste ejemplo es por supuesto una aplicación particular del Teorema de Tales, que dice que los segmentos generados en dos líneas (no paralelas) que se encuentran en un punto cualquiera y cortadas por dos paralelas, son proporcionales. Aquí, las dos paralelas son las alturas de Tales y de Keops, mientras que las transversales son el suelo y los rayos del Sol. El punto de convergencia, el final de cada sombra.

Usted podría querer comprobar por si mismo este teorema (¡esa si que es una actitud científica!), y nada mejor que visitar las propias pirámides egipcias para ello. Pero si eso no es posible, intentarlo con un árbol del vecindario debiera ser suficiente.
Tales habría tenido como discípulo a Anaximandro, y este a su vez a Anaxímenes, también hombres de Mileto. Ambos retomarían las reflexiones de su maestro sobre el arje, el principio fundamental de la realidad. Anaximandro, con audacia, plantea que el arje es algo infinito e indeterminado, intangible, pero de todas formas real en el sentido material, y que, al desplegarse da forma a todas las cosas. Anaxímenes, más tradicional, propone que el principio fundamental es el aire, y no el agua, como sugería Tales. Consecuentemente, los dos desarrollarían teorías sobre el origen y estructura del universo coherentes con sus respectivas concepciones.

Sin embargo la historia habría de seguir su curso, y el tiempo se acababa para los jonios, y también para su escuela filosófica. Por un lado los persas avanzan desde oriente y finalmente, en el 546 a.C., habrían de conquistar Mileto; por el otro, la filosofía griega habría de abandonar su temprana vocación naturalista, transándola por interpretaciones más abstractas y simbólicas de la realidad.

Protagonista indiscutible de dicha transición es el famoso Pitágoras. Nacido en Samos, otra de las ciudades jonias, alrededor del 580 a.C., era hijo de un mercader fenicio. Conoció a Tales y, quizás aconsejado por él, también partió hacia Egipto, donde allí habría estudiado los principios geométricos que le permitirían más tarde enunciar el famoso teorema que lleva su nombre; aquel que dice que en un triángulo recto, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos.
La verdad es que esta relación ya era conocida al menos por los babilonios, quienes la utilizaron en la construcción de algunos de sus edificios. Pero fueron Pitágoras y sus discípulos quienes probaron y establecieron que era una propiedad general, cuya existencia no dependía de los casos particulares donde se aplicase.

Precisamente fue este tipo de razonamiento el que llevó a Pitágoras a concluir que el principio de todas las cosas, el arje, eran los números. Una diferencia fundamental con sus predecesores, pues los números escapan de la realidad física y más bien pertenecen al mundo de las ideas y conceptos.

Un ejemplo de esta propuesta proviene de otra de las pasiones de Pitágoras, la música. Dice la leyenda que en cierta ocasión el filósofo caminaba cerca de una herrería y se sintió cautivado por el armonioso sonido de los martillos golpeando los yunques, demostrando asimismo que en cosa de gustos no hay nada escrito. Curioso, decidió investigar y descubrió que los distintos yunques variaban en tamaño en forma proporcional, generando diferentes notas cuando eran golpeados. Aplicó estas mismas proporciones a los intervalos de una cuerda, y efectivamente obtuvo una escala similar. Que maravillosa confirmación de sus propia teoría de que los números eran el fundamento de todo fenómeno.

Teorema de PitágorasSin embargo hacia el 540 a.C. Polícrates asumió el poder en Samos, que para entonces era una de las pocas ciudades jonias que no habían caído en manos persas. Polícrates fue un tirano en el sentido griego de la palabra; un dictador benevolente, sinceramente preocupado por el bienestar de sus súbditos, y que por lo mismo gozaría de amplio apoyo popular. Pero tampoco estaba dispuesto a tolerar la disidencia, y muchos de sus opositores, la mayoría jerarcas y aristócratas del régimen anterior, fueron enviados al exilio o huyeron por cuenta propia.

Pitágoras estaba entre estos últimos y buscó refugio en Crotona, en el sur de Italia. Allí fundo una academia, a la vez fraternidad, secta, o culto, cuyos miembros serían conocidos colectivamente como “los pitagóricos”. Llena de ceremonias, rituales y costumbres que incluían severos códigos de conducta, la orden estaba dedicada al estudio y la observación de una serie de postulados de carácter religioso planteados por el maestro.

Sólidos RegularesPor ejemplo, los pitagóricos creían en la transmigración de las almas (que ellas pueden abandonar el cuerpo en forma temporal o definitiva), en la reencarnación, y que la existencia terrenal es una especie de castigo. Por lo tanto es necesario suprimir los placeres de la carne y los comportamientos vanales a fin de posibilitar la liberación del espíritu. Estas ideas parecen similares a las sostenidas por algunas religiones orientales, lo que hace sospechar que Pitágoras pudo haber tenido contacto con ellas en algún momento de su vida, probablemente durante los viajes realizados en su juventud.

Pero por supuesto, los pitagóricos también se dedicaron a las matemáticas. Entre sus logros está el de haber establecido la existencia de al menos tres de los llamados sólidos geométricos, figuras tridimensionales cuyas caras son todas iguales entre si, lo mismo que sus ángulos. Asimismo, habrían descubierto los números irracionales, es decir números que no pueden expresarse en fracciones, o que en nomenclatura decimal se extienden infinitamente después de la coma sin periodo determinable. Los irracionales más famoso son pi (3.1415926535…) y la raíz cuadrada de dos (1.4142135623…).

Este hallazgo lo habrían realizado a partir del propio teorema de Pitágoras pues al utilizar la raíz cuadrada sobre el cuadrado de la hipotenusa a fin de obtener la longitud de ella, no siempre el resultado es un número entero ni una fracción definida. Por ejemplo, si los catetos miden 4 y 5 respectivamente, sus cuadrados son 16 y 25, que sumados dan 41. La longitud de la hipotenusa por lo tanto es la raíz cuadrada de 41, que no puede expresarse racionalmente.

Sin embargo, la existencia de los irracionales amenazaba la misma idea de perfección que los pitagóricos tenían sobre la naturaleza de los números. De tal forma que Hippasus, el pitagórico que hizo el peligroso descubrimiento, terminaría siendo ejecutado por sus propios compañeros acusado de herejía. Quizás haya sido el primer mártir de la ciencia del que tengamos noticia.
Más tarde los propios pitagóricos serían perseguidos y expulsados de Crotona, y Pitágoras buscaría refugio en Metaponte, donde finalmente fallecería aproximadamente a los noventa años de edad.

Pero es el momento de volver a Jonia y al debate en torno al arje. En primer lugar debemos mencionar a Heráclito, filósofo nacido alrededor del 535 a.C. en Efeso, una de las ciudades jonias que por entonces eran vasallas de Persia. Heráclito era una persona enigmática y que despreciaba la ignorancia de las gentes comunes e incluso la de sus colegas filósofos. Sin embargo realizó importantes aportes al pensamiento clásico, siendo quizás el principal de ellos su teoría de que la realidad no poseería una unidad fundamental última, sino que la naturaleza de todas las cosas y fenómenos es el movimiento y el cambio. Todo fluye, todo se transforma y nada es lo mismo después de un instante. En sus palabras;

“Entramos y no entramos en los mismos ríos, somos y no somos.”

De lo que se desprende que nuestra impresión de existencia es una ilusión, pues nada “es” excepto el cambio.
Una posición contraria sostiene Parménides. Contemporáneo de Heráclito y originario de Elea en la costa itálica. Parménides reconoce la diferencia entre el mundo de las apariencias que nuestros sentidos nos muestran, y el mundo real y verdadero. Pero para él, lo verdadero, aquello que “es”, debe ser inmutable, eterno e inmóvil. El cambio, la transformación, el movimiento son irreales, una ilusión (ver recuadro), .

Sin embargo, como vemos, Heráclito y Parménides están de acuerdo en que el mundo que percibimos es falso. Y esta es la gran diferencia con sus predecesores, como Tales, quienes creían en la verdad de la realidad natural, una realidad que puede ser observada, tocada, oída, es decir, estudiada a través de nuestros sentidos. En una palabra, experimentada. Si el universo es irreal, entonces la experimentación (o empirismo) no es un método valido para buscar conocimiento. Sólo la razón lo es.
Platón vendría a reivindicar los planteamientos de Heráclito y Parménides, y a partir de él, tal visión se enraizaría en la civilización occidental durante casi dos milenios, provocando una severa desaceleración del progreso científico en dicho periodo.

Zenón fue un defensor de las ideas de Parménides, y para ello desarrolló varios ejemplos, o “paradojas”, donde exponía las contradicciones de los argumentos de sus oponentes.
Por ejemplo, en cierta ocasión un adversario de Zenón se puso a correr junto a él a fin de demostrarle la existencia del movimiento. Pero no es que Zenón, ni Parménides, negaran que los objetos “parecen” moverse, sino que este fenómeno es irracional. Con este fin planteó la más famosa de sus “paradojas”, la de Aquiles y la Tortuga.
Aquiles y la Tortuga
Imaginemos a Aquiles y a la tortuga en una carrera. Aquiles es diez veces más rápido que la tortuga, y por ello, gentilmente, permite que ella se le adelante cien metros. Finalmente Aquiles se levanta y recorre, veloz, esos 100 metros, solo para descubrir que la tortuga ha avanzado otros 10 metros. De nuevo Aquiles intenta dar alcance a la tortuga, pero cuando recorre esos 10 metros, la tortuga ha avanzado otro metro más. Así sucesivamente. Y el hecho sería que Aquiles nunca logra pillar a la tortuga.
Esto es contradictorio con lo que nuestros sentidos nos indican, que es que, en efecto, los objetos rápidos dan alcance y superan a los objetos lentos. Pero la razón nos dice lo contrario, y así Zenón ha reducido al absurdo la idea de movimiento.

Capítulo I: Orígenes y Destino

De uno de los mitos aztecas de la creación:

Quetzalcoatl y Huitzilopochtli

El dios Tonacatecuhtli y la diosa Tonacacihuatl, tuvieron cuatro hijos. Tezcatlipoca el rojo, Tezcatlipoca el negro, Quetzalcoatl, y Huitzilopochtli. Pasado cierto tiempo los cuatro hermanos se reunieron y eligieron a Quetzacoatl y a Huitzilopchtli como jefes, y bajo sus ordenes fueron hechos el fuego y el sol. También fueron concebidos el primer hombre, Oxomoco, y su mujer, Cipactónal.

A continuación fueron establecidos los trescientos sesenta días del año (ver recuadro), y los dieciocho meses en que están agrupados. Asimismo crearon los infiernos, los cielos y los mares, en ese orden.

Entonces Quetzacoatl y Tezcatlipoca (no está claro cual de los dos) se convirtieron en serpientes y capturaron a la diosa del cielo que caminaba sobre las aguas. Uno de ellos la agarró por las manos y el otro por los pies y tiraron hasta que la partieron por la mitad. Una parte de ella regreso a los cielos, pero con la otra fueron hechas las tierras.

Los otros dioses se enfurecieron y para consolar a la desdichada diosa hicieron que de sus cabellos salieran arboles, de su piel hierbas y flores, de sus ojos hicieron pozos y cavernas, de su boca nacieron los ríos, y de sus hombros, las montañas.

Del mito japones de la creación:

Al principio era el caos. De este surgieron los mares y el cielo, y también los primeros dioses, entre los que se contaban el señor Izanagi y la dama Izanami. Ambos removieron las aguas con una lanza sagrada, de la cual cayeron granos de sal que formaron la isla Ongoro, la primera tierra. Allí construyeron un pilar, y tras dar vueltas alrededor de él, yacieron juntos. Como consecuencia, Izanami dio a luz dos hijos enfermos que fueron arrojados al océano en botes de caña.

Los dioses lo intentaron por segunda vez y esta vez surgieron de ellos las ocho grandes islas del Japón. Izanagi e Izanami tuvieron muchos otros descendientes divinos, pero finalmente la diosa falleció en uno de esos partos. Izanagi fue a buscarla al país de los muertos, pero ella había comido de los frutos de aquella tierra maldita y se había vuelto fea. El dios renegó de ella y huyó.

Fue necesario entonces que Izanagi se purificara, sumergiéndose desnudo en las aguas. Entonces, de sus ropajes y de distintas partes de su cuerpo surgieron nuevos dioses. Los más importantes de entre ellos fueron Amaterasu (diosa del sol), Tsukiyomi (dios de la luna), y Susano-o (dios de los vientos y la tormenta).

Del mito egipcio heliopolitano de la creación:

El dios Geb recostado formando las tierras y la diosa Neb sobre él formando los cielos

Al principio existía Nun, el mar primigenio, y sobre el descansaba Atum, el autocreado. Atum hizo surgir la primera colina, y sobre ella dio origen a la primera pareja de dioses; Shu (el aire) y Tefnut (la humedad). Ellos a su vez conciben a Nut (los cielos) y a Qeb (la tierra).

Nut y Qeb se casaron en contra de los designios de Shu, quien en castigo hizo que los cielos y las tierras se separaran. De esta forma Geb quedó abajo, acostado, y Nut, arriba, arqueada sobre su enamorado sostenida por el propio Shu. Y entre ambos amantes vendrían a habitar los hombres y demás criaturas.

Casi todas las principales civilizaciones del mundo antiguo poseen mitos y leyendas que explican el origen del universo, o al menos la parte de él que les era conocida. Al principio de este capítulo se ofrecen tres ejemplos, provenientes de los aztecas, los japoneses y los egipcios. Podríamos agregar también el propio relato bíblico de la creación. Para algunos hoy pueden parecer solo historias fantasiosas. Otros quizás encuentran mérito en las metáforas y enseñanzas morales que nos ofrecen. Incluso es posible sostener que ellas poseen cierta verdad escondida tras un lenguaje simbólico y alegórico. Pero apoyados en la razón y los hechos que la ciencia ha ido estableciendo, nadie podría decir que corresponden a descripciones correctas, literales, de lo que realmente ocurrió en el origen de todas las cosas. Sin embargo no podemos olvidar que para los hombres antiguos que las concibieron ellas efectivamente eran la mejor respuesta con que contaban para explicarse las causas de su propia existencia y la de todo lo que les rodeaba. No es que fueran personas irracionales o poco inteligentes, sino que no contaban con suficientes datos que les permitieran desarrollar ideas más precisas y refinadas. De hecho, estos mitos y leyendas resultaban ser teorías bastante efectivas a la hora de explicar los fenómenos más triviales de la naturaleza.

Es que desde siempre la mente humana ha necesitado darle un orden a la realidad. Para ello intentamos identificar las relaciones de causa y efecto de los fenómenos, y a partir de ello construimos teorías. Teorías que pueden ser tan falsas o tan verdaderas como se quiera, pero que nos permiten dar coherencia y sentido a nuestras experiencias. En último termino, aspiran a darnos una respuesta respecto de nuestro lugar en el Cosmos, y por lo tanto sobre nuestros orígenes y nuestro destino.

No obstante algunas civilizaciones quisieron dar el siguiente paso. Decidieron buscar en los propios fenómenos de la naturaleza, ya no solo en las tradiciones y la sabiduría de los ancianos, las claves que les permitieran perfeccionar sus teorías. Para ello debían ir más allá de lo inmediato, tanto en términos espaciales como temporales. Era necesario acumular datos.

Quizás el primer ejercicio de carácter científico fue la confección de calendarios que consignaran el paso de las estaciones e indicaran los momentos más adecuados para las labores agrícolas y demás actividades de la tribu. Pero si se pretendía predecir fenómenos celestes tales como el movimiento de ciertas estrellas o los eclipses, era necesario llevar a cabo observaciones por periodos de tiempo mucho más largos. Eran necesarias varias generaciones dedicadas a la tarea.

Las culturas megalíticas del norte Europa desarrollaron un interés particular en este sentido. Hacia el 3.000 a.C. aquellos pueblos habían comenzado a adquirir formas sedentarias de vida, adoptando la agricultura y la ganadería, y dejando atrás una existencia nómade, dependiente de la cacería y la recolección. Ahora era posible emprender proyectos muchos más ambiciosos y de largo plazo que los dirigidos tan solo a acumular la comida necesaria para sobrevivir el invierno. Se podían labrar campos de cultivos permanentes que aseguraban el suministro de alimentos, y cavar canales de riego para hacerlos aun más productivos. Se podían construir viviendas más confortables donde habitar, y también murallas y fuertes para defenderse de los enemigos. Se podían establecer rutas de comercio, se podían fundar imperios.

Pero nos estamos adelantando un poco en la historia. Lo importante es que ahora los hombres y mujeres de aquella época no solo podían mirar al cielo y preguntarse acerca de las maravillas de la naturaleza. Ahora podían hacer algo al respecto. Por ejemplo, construir observatorios.

StonehengeEn una planicie en el suroeste de Inglaterra podemos encontrar uno de estos observatorios. Allí, enormes piedras, algunas de más de 50 toneladas de peso, han permanecido erguidas a lo largo de los siglos y los milenios, soportando las inclemencias de incontables inviernos, y viendo pasar ante ellos los orgullosos ejércitos de tantos reinos y conquistadores que han quedado en el pasado; desde las gloriosas legiones de Roma hasta los escuadrones de la Luftwaffe. Pero el tiempo tampoco ha pasado en vano para ellas; se les ve desgastadas y muchas están fuera de su posición original. Otras más, cuya existencia solo podemos adivinar, parecen haberse esfumado. Por supuesto, estamos hablando de Stonehenge.

La idea detrás del diseño de Stonehenge es simple. En un día soleado tome una vara de cualquier material y entíerrela verticalmente en el suelo. Observe la sombra proyectada, y en su extremo coloque una piedra para marcar la posición, y mirando su reloj tome nota de la hora exacta. Deje pasar más o menos un mes, y, de nuevo en un día soleado, vuelva al sitio a la misma hora que la vez anterior. Ponga una segunda piedra allí donde termina la sombra de la vara, que con seguridad ya no coincidirá con la posición del primer guijarro (a menos que usted haya elegido fechas cercanas a un solsticio. ¿Por que?).

Y así, repitiendo la experiencia en varias ocasiones usted puede construir su versión particular de Stonehenge, al menos en lo que se refiere a una de las principales funciones que cumplía; predecir la posición del Sol. Por supuesto, los antiguos no contaban con relojes muy precisos, debían conformarse con realizar sus observaciones solo en aquellos momentos del día que fueran particularmente distinguibles. Es decir, el amanecer y el atardecer.

De esta forma, Stonehenge se convirtió un lugar para dar cuenta del movimiento del Sol y otros astros (la Luna y quizás algunas estrellas) a lo largo de extensos periodos de tiempo. En efecto, los hombres de aquella época debieron comprobar con asombro como las sombras crepusculares de aquellas piedras que ellos mismos habían levantado se iban desplazando cada vez, primero alejándose y luego regresando para ocupar exactamente el mismo sitio luego de 365 días.

Stonehenge como debio haber sido ideado originalmenteParticular importancia parecía tener el solsticio de verano, el día más largo del año. Durante los meses previos el punto en que el Sol toca el horizonte se ha ido desplazando hacia el norte, y en este día particular alcanza el final de su trayectoria. A partir de entonces dicho punto comenzará a retroceder hacia el sur, hasta el solsticio de invierno, cuando de nuevo se encaminará de regreso hacia el norte. Los constructores de Stonehenge habrían erguido dos piedras contiguas, de las cuales solo una sobrevive, de modo que para alguien ubicado exactamente en el centro del circulo al atardecer del día del solsticio, el Sol parecía meterse precisamente en el espacio entre ellas.

Pero los pueblos megalíticos no fueron los únicos dedicados a este tipo de observaciones. Numerosas culturas y civilizaciones construyeron observatorios semejantes. Algunos pronto alcanzarían de hecho niveles de sofisticación bastante superiores, debido a una invención de particular importancia. La escritura.

Tableta cuneiformeSe considera que los primeros en desarrollar un sistema de escritura fueron los sumerios de Mesopotamia hacia el 3.000 a.C. Probablemente en un principio se trató solo de dibujos necesarios para llevar inventarios y cuentas. Esto lo hacían sobre placas de arcilla, pues no contaban con ningún otro tipo de material para realizar escritura y luego almacenarla. La desventaja era que solo se pueden hacer trazos groseros. Cualquier intento de tallar dibujos elaborados generaba complicaciones insalvables. Por lo tanto aquellos pictogramas iniciales se convirtieron en símbolos abstractos, y que pronto dieron origen a un alfabeto silábico, probablemente debido a que las combinaciones posibles de lineas rectas son relativamente limitadas. A este sistema se le llama en la actualidad escritura cuneiforme.

Un sistema de escritura basado en unos pocos símbolos que representan sonidos específicos, en vez de innumerables ideogramas, tiene la ventaja de que puede ser fácilmente adaptado a otros idiomas. De esta forma, y gracias también al comercio y las guerras, la escritura cuneiforme se expandió por Asia menor. Muy pronto los hebreos, los fenicios, y finalmente los griegos, vendrían a desarrollar sistemas semejantes, sin duda a partir de legado sumerio.

Simultáneamente los egipcios elaboraron su propio sistema de símbolos que hoy reconocemos como sus famosos jeroglíficos, siempre presentes en sus tumbas y monumentos. Ocurre, sin embargo, que en las fértiles tierras ubicadas en el delta del Nilo crece un junco del cual podemos extraer alargados trozos de su blanda y fibrosa corteza interior y disponerlos sobre una superficie dura. Si colocamos una segunda capa de estos trozos, orientadas perpendicularmente a la primera, y hacemos presión sobre el conjunto durante el tiempo necesario para que se adhieran y se sequen, entonces tendremos una humilde hoja de papiro. Y el papiro, como sabemos, sirve tanto para escribir como para dibujar sobre él.

De modo que los egipcios no estaban limitados a unas pocas lineas sino que pudieron desarrollar un sistema de escritura que contenía miles de símbolos, la mayoría de ellos representando conceptos completos.

La complejidad de este sistema, sumado al hecho de que Egipto estaba relativamente aislado del resto del mundo a causa del desierto que le rodea, hizo que este no logrará expandirse hacia otras civilizaciones. Sin embargo esto no impidió que los egipcios dejaran un impresionante registro de sus mitologías, su historia y su ciencia inscrito en las paredes de piedra de sus impresionantes construcciones.

Alexander Henry RhindComo sea, la escritura permite no solo registrar palabras, sino que también números. Y entonces se pueden realizar cálculos más complejos que unas simples sumas y restas utilizando guijarros, semillas u otros objetos similares. Se podía, y se hizo, tal como descubrió en 1858 un abogado británico y egiptólogo aficionado llamado Alexander Henry Rhind.

A partir de las guerras napoleónicas se había generado en Europa un creciente interés por el Antiguo Egipto y durante el siglo XIX innumerables expediciones científicas y viajes particulares llegaron al país del Nilo en busca de sus secretos y tesoros. Estos últimos, por supuesto, eran debidamente embalados y enviados al Viejo Continente, algunos para ser mostrados en museos, otros en manos de coleccionistas privados. No pocos consideran que la palabra “saqueo” es la que mejor describe este proceso.

Papiro RhindSin embargo Rhind no había llegado a Egipto con tal propósito, sino que buscando un clima más benigno para su delicada salud. Claro que no paso mucho antes de que él también se sintiera atraído por los misterios de aquella civilización milenaria y comenzara a realizar sus propias excavaciones y a visitar los mercados de antigüedades en busca de reliquias que pudieran llamar su atención. Y fue precisamente visitando el mercado de Luxor que dio con un papiro particular, que luego vendría a ser conocido como el “Papiro de Rhind”.

Este documento data del siglo XVII a.C. y su autor es el escriba Ahmes. Se trata de una colección de más de ochenta problemas matemáticos, unos sobre operaciones básicas (adición, sustracción, multiplicación y división), pero otros sobre fracciones, cálculo de área y volúmenes, e incluso, resolución de ecuaciones lineales (ver recuadro).

Por su parte, en Mesopotamia, la hegemonía sumeria había dado paso a la de los acadios, y luego a la de la mítica Babilonia. Para entonces las matemáticas habían alcanzado el nivel en que ya era posible resolver ecuaciones cuadráticas y raíces. Estos conocimientos fueron desarrollados para su uso tanto en el comercio y en el cálculo de pesos y medidas, como en la construcción. Aplicaciones tecnológicas podría decirse.

Pero también fueron utilizados en la observación astronómica, y los babilónicos se destacaron en este sentido al estudiar el movimiento del Sol, la Luna y las cinco estrellas errantes (los planetas visibles desde la Tierra). Confeccionaron detallados registros que incluso les permitirían estimar la posición futura, y también pasada, de dichos astros.

Quizás fue en este momento que la seudociencia de la astrología hizo su aparición, pues no era una mala idea suponer que las estrellas, como todas las cosas, obedecían la voluntad de los dioses. En ellas podían estar codificados sus designios. Se trataba tan solo de encontrar la clave que les permitiera descifrarlos.

Así fue como los antiguos enfrentaron los que quizás sean los dos misterios más importantes que existen. Mitos y leyendas de carácter religioso intentaron contestar la cuestión de nuestro origen, mientras que astrólogos y adivinos buscaban en las estrellas nuestro destino. Pero un nuevo paradigma estaba surgiendo al otro lado del Mediterráneo y que intentaría disputar el dominio sobre estos asuntos y dar el siguiente gran paso en la búsqueda del conocimiento. La filosofía de los griegos.

360 Es un numero especial.Puede ser dividido por todos los números entre el 1 y el 12 (excepto los primos 7 y 11), entre otros, obteniendo siempre enteros.Por lo tanto es un número adecuado para realizar operaciones matemáticas con relativa facilidad.
No es de sorprender entonces que civilizaciones antiguas, tales como los mayas, aztecas, egipcios y sumerios, hayan elegido este valor a la hora de establecer la duración del año.De hecho era un número más que apropiado si se pretendía imaginar cierta armonía y perfección en la labor de las divinidades creadoras.Actualmente este valor se sigue usando para calcular ángulos y una idea similar esta detrás del hecho de que el día este dividido en 24 horas de 60 minutos, de 60 segundos cada uno. volver

El Problema 24 del Papiro Rhind quizás sea uno de los más conocidos, y también uno de los más simples. Señala textualmente (pero traducido al español):“Una cantidad y su 1/7 sumadas juntas llegan a ser 19. ¿Cual es la cantidad?”En notación matemática moderna se nos pide resolver la ecuación:
X+ (1/7)X = 19
La solución ofrecida por Ahmed es un poco engorrosa, aunque adecuada para los procedimientos matemáticos usados por los egipcios. En ella se hace un uso extensivo de fracciones, incluyendo suma y resta de ellas. volver

Introducción: Luz en las Tinieblas

“La Luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la comprendieron.”
Juan 1:5. Nuevo Testamento.

Tentación y Caída. Capilla Sixtina. Miguel AngelCon seguridad la inmensa mayoría de quienes hayan sido educados en el seno de la sociedad occidental conocerán el relato bíblico de la Creación, aquel que aparece descrito en el libro del Génesis. En él Dios crea el cielo, la tierra, los mares y a todas las especies de seres vivos que los habitan, en tan solo seis días. Tal visión del origen del Universo llegaría a ser la que predominaría en el pensamiento occidental durante largos siglos, pero finalmente se vería desafiada y reemplazada por las explicaciones ofrecidas por una nueva forma de entender los fenómenos naturales; la Ciencia.

Ya abordaremos este proceso en algunos capítulos posteriores. Pero en este momento interesa recordar un fragmento particular de la Biblia, aquel en que Dios le ordena a Adán, el primer hombre, abstenerse de comer del “árbol de la Ciencia y del Bien y el Mal”, o de lo contrario moriría (Génesis 2:16-17).

Por supuesto entender las razones de Dios en este asunto está más allá de los objetivos de esta exposición. Sin embargo esta historia nos permite inferir, con algún margen de error por supuesto, que ya los antiguos hebreos vislumbraban cierto conflicto entre aquellas interpretaciones místicas y dogmáticas de la realidad y aquellas basadas en la razón y la duda.

Prometeo le trae el fuego a la humanidadUna idea semejante se puede observar en la leyenda griega de Prometeo. Esta vez es Zeus quien se opone a que los hombres adquieran el conocimiento del fuego (que en verdad simboliza a todos los otros conocimientos), precisamente por temor a que se convirtieran en una amenaza para su dominio del Mundo. Es de hecho su deseo mantenerlos en el frío y en la oscuridad. Pero Prometeo desafía al rey de los dioses y roba para los mortales aquel secreto. Zeus, por supuesto, está enojado. Manda a encadenar al desobediente Prometeo en los confines de la Tierra, y allí sufre un castigo terrible; cada día un águila le devora sus entrañas, las cuales se le regeneran durante la noche. Mucho, mucho después Hércules liberaría al desdichado, pero esa es otra historia.

Cabe señalar, no obstante, que las aprehensiones de Zeus no eran infundadas. Porque si hay algo particular en lo que una aproximación científica hacia la naturaleza es superior a cualquier otra interpretación de ella, es en su capacidad de entenderla, predecirla y, eventualmente, controlarla. A través del conocimiento arrebatado a los dioses, los hombres han efectivamente usurpado el lugar que ellos alguna vez ocuparon como monarcas absolutos del Mundo. Ya los fenómenos físicos no responden a sus caprichosas voluntades, sino que obedecen estrictamente a principios que la humanidad ha llegado a comprender y a manipular.

Es claro, por supuesto, que nunca fue de esa forma. Que si existe un Creador, este se contenta con ser tan solo un observador de su obra, o interviniendo dentro de los límites que le permiten los mismos principios que Él habría establecido. Nunca hubo todopoderosas entidades bajando de las alturas del Olimpo para combatir junto a los hombres o acostarse con sus mujeres. Y aunque creamos que los milagros existen, es decir, fenómenos que no parecen tener causas naturales, debemos reconocer que no son muy frecuentes y que parecen no ser la forma preferida de Dios para manifestarse en el mundo.

Tampoco es que el hombre haya iniciado su búsqueda de la verdad comiendo de una manzana o recibiendo una antorcha de manos de una divinidad compasiva. Esa epopeya comienza, probablemente, cuando los primeros antiguos, cansados luego de la cacería, se sentaban en torno al fuego para compartir el alimento, y luego, ya preparados para dormir, miraban hacia arriba y se preguntan por aquella multitud de puntos luminosos. Si, fue ese el momento en que, por fin, la luz comenzó a brillar en las tinieblas.