Los Hombres de Negro

por José Carlos Canalda

Sin duda, todos ustedes habrán conocido en alguna ocasión a gente como mi amigo Juan; buenas personas e ingenuos a la par que vehementes y, si no fanáticos, sí exageradamente obsesionados respecto a algún tema concreto, en el que acostumbran a perder su habitual compostura. Quizá la diferencia fundamental entre estas personas y los verdaderos fanáticos radique no tanto en el talante, sino en la naturaleza de sus filias y fobias; si descartamos la política, la religión y el fútbol, o el deporte de masas equivalente en determinados países, si prescindimos también de otros fanatismos antiguos, hoy trasnochados y en declive, tales como el taurino o el operístico, tendremos en todo lo que nos queda una imagen bastante fiel de estos inofensivos obsesos por temas tan dispares como puedan ser la filatelia, la colombofilia o los libros de caballerías, por poner tan sólo algunos ejemplos.

La manía de Juan, en concreto, no era otra que el sobado tema de los OVNIs y los visitantes extraterrestres, en su variante paranoica que veía conspiraciones gubernamentales por doquier para ocultar la Verdad –así, con mayúscula– de la existencia de nuestros hermanos cósmicos. Cierto es que tiempo atrás, justo en los años de nuestra común adolescencia –ambos teníamos la misma edad–, estas chifladuras llegaron a estar bastante de moda gracias a la labia y la falta de escrúpulos de una serie de charlatanes que, utilizando técnicas copiadas de la publicidad comercial, lograron hacerse famosos, y de paso millonarios, explotando la credulidad de la gente mediante una estudiada combinación de verdades a medias, jerga seudocientífica y una calculada dosis de mentiras hábilmente intercaladas; pero toda esta pirotecnia hueca se había apagado por sí sola hacía ya mucho, y los escasos seguidores que le quedaban a ese extraño refrito de dioses astronautas, triángulos varios de las Bermudas y encuentros en diversas fases no pasaban de ser ya unos patéticos frikis conocidos en los mundillos cercanos,, pero en modo alguno afines tales como ela los de la ciencia ficción, con el poco piadoso mote de magufos, neologismo procedente de la contracción de las palabras mago y ufo.

Mi amigo era una persona inofensiva, pero pesado, muy pesado; de hecho, se puede decir que era, en la práctica, virtualmente monotemático… y, claro está, acababa aburriendo hasta a las ovejas. Aunque su pesadez era ecuménica y alcanzaba por igual a todo aquel ingenuo que se pusiera a su alcance, sentía especial predilección por clavar sus garras en los integrantes de ciertos colectivos tales como los militares y los científicos –según él los principales conspiradores a nivel mundial– o los inocentes aficionados a la ciencia ficción entre los cuales, para mi desgracia, yo me encontraba.

Por si fuera poco, además de aficionado a la ciencia ficción, y solamente por ello víctima propiciatoria ya de su verborrea, se unía mi condición de amigo de la infancia, y ya se sabe que donde hay confianza da asco; pero una sabia dosificación de paciencia bíblica con autoritarismo puntual me permitían ir capeando el temporal sin necesidad de recurrir a medidas más drásticas y desagradables porque, pese a todo, yo apreciaba a ese entrañable cabezón.

No obstante, dentro de su monomanía podían diferenciarse algunas variantes que la hacían menos monótona dentro de lo que cabe. Una de ellas, producto de la mala digestión de un tema recurrente de la prensa sensacionalista, era la que denunciaba la extensión de los largos tentáculos de la censura anti-extraterrestre hasta los mismísimos viajes espaciales; ya se sabe, asuntos tales como la famosa cara tallada en la superficie de Marte, el presunto monolito de Fobos y cosas por el estilo, todas ellas silenciadas taimadamente por la NASA. En especial, Juan solía descargar su artillería en lo referente a los viajes tripulados a la Luna; no, no era de aquellos que pensaban que el proyecto Apolo fue un montaje fraudulento sino todo lo contrario, ya que defendía que los astronautas habrían encontrado demasiadas cosas en la yermta superficie de nuestro satélite y, en su mayor parte, éstas habían sido mantenidas en secreto por deseo expreso del gobierno norteamericano. Argumentos no eran precisamente lo que le faltaban, sin que la debilidad de las presuntas pruebas hiciera la menor mella en su entusiasmo.

–Fíjate –solía decirme con vehemencia–. Fíjate en lo que ocurrió con el programa Apolo. En 1957 los rusos pusieron en órbita al Sputnik. En 1961 Yuri Gagarin fue el primer humano que abandonó la Tierra, aunque tan sólo durante unas horas. Ese mismo año John F. Kennedy prometió que antes del final de esa década un astronauta norteamericano pondría el pie en la Luna; y lo cumplió, puesto que en 1969 el Apolo XI aterrizaba en nuestro satélite. A partir de entonces hubo otros seis vuelos tripulados más, incluyendo el fallido del Apolo XIII, y luego… nada. ¡Si ni tan siquiera se llegó a completar el proyecto Apolo, puesto que las últimas cápsulas las utilizaron para los programas del Skylab y la misión Apolo-Soyuz! ¿Es lógico que desde entonces no se haya vuelto a mandar ni a un solo astronauta a la Luna? ¿Cómo te explicas que la Luna sea el único astro importante del Sistema Solar que no ha recibido la visita de una triste sonda en todas estas décadas?

Bueno, esto último no era del todo cierto, ahí estaban los Lunajod rusos, pero a Juan no le faltaba razón; claro está que había explicaciones para ello mucho más sencillas y verosímiles que su pretendida conspiración científico- militar; pero resultaba completamente inútil intentar convencerle de ello.

–Tienes que tener en cuenta que el móvil principal de la carrera espacial era la guerra fría entre rusos y americanos –argüía yo sin demasiado éxito–, y es sabido que llegó un momento en el que los soviéticos tiraron la toalla, con lo cual no tenía sentido, desde un punto de vista político, seguir insistiendo en ello, sobre todo teniendo en cuenta que el proyecto Apolo era escalofriantemente caro. A la NASA le recortaron drásticamente su presupuesto, por lo que tuvo que centrarse en proyectos más baratos tales como las sondas automáticas o el proyecto del trasbordador espacial… no les quedaba dinero para mucho más.
–Pamplinas –era su imperturbable respuesta; el tesón de mi amigo corría parejo a su inquebrantable fe- Si tuvieron dinero para enviar sondas a todos los planetas exteriores, si se han hartado de mandarlas a Marte perdiendo la mitad de ellas por el camino, ¿no podían haber mandado siquiera alguna a la Luna, que estaba aquí al lado?
–Hubo una…
–Sí, la Clementine; pero tú lo has dicho. Una. Y ni tan siquiera era de la NASA, sino militar. ¿No te parece extraño?

A mí me podía chocar este aparente desinterés, por supuesto, pero no encontraba nada excepcional en ello. Al fin y al cabo la NASA necesitaba desarrollar proyectos lo suficientemente espectaculares como para recabar la atención del gran público, única manera de obtener fondos suficientes para su funcionamiento; y no cabía duda de que a esas alturas un programa de exploración lunar, por muy importante científicamente que pudiera resultar, no sería demasiado popular en su país… ¡si hasta los últimos vuelos del proyecto Apolo pasaron sin pena ni gloria! Bastantes descalabros habían tenido ya con la pérdida de la mitad de su flota de trasbordadores espaciales –el Challenger primero, el Columbia años después–, con los consiguientes escándalos acarreados por el descubrimiento de su forma chapucera de trabajar, para meterse en más berenjenales. A estas alturas, cabía suponer que con salvar los muebles sus responsables se dieran yadarían con un canto en los dientes.

Pero Juan no opinaba así. Según él, los astronautas americanos habrían encontrado en la Luna determinadas cosas que a su gobierno le interesaba silenciar, y qué mejor manera de hacerlo que congelando cualquier atisbo de posible exploración lunar; los rusos, evidentemente, no contaban mucho a estas alturas. Como pruebas irrebatibles de su aserto esgrimía un grueso legajo de amarillentos recortes de periódico, contemporáneos del proyecto Apolo, en los que se exponían las más descabelladas hipótesis acerca de lo que aparentemente se habría descubierto en la superficie de nuestro satélite… pura charlatanería barata de la prensa sensacionalista de la época, pero para Juan tan dogma de fe como las leyes de Newton o incluso los mismísimos Evangelios.

La conclusión que él sacaba de todo este batiburrillo, no era otra que la certeza de que en la Luna existían unas enigmáticas construcciones levantadas allí por los Grandes Galácticos, o por sus primos hermanos, con objeto de vigilar la evolución de la humanidad en prevención de posibles desmanes que pudieran llegar a suponer una amenaza para la paz y la estabilidad de la galaxia… desde luego, lo que se dice original, no lo era demasiado.

–Ya –le solía azuzar sin que al parecer fuera consciente de mi sorna–. Me estás hablando del famoso monolito de 2001…
–No exactamente, pero por ahí van los tiros –al menos había leído a Clarke–. Puede que esas bases estén habitadas por sus constructores, o puede que sean unas simples estaciones automáticas… pero ellos no pueden estar muy lejos, quizá en la cara oculta de la Luna, que no visitaron los astronautas limitándose a circunvalarla a gran altura, quizá en Marte, lo que explicaría la misteriosa desaparición de tantas sondas espaciales justo antes de llegar a su destino.
–Comprendo –fingía yo hipócritamente dándole carrete–. Nuestros guardianes tienen que permanecer dentro del Sistema Solar para poder reaccionar con suficiente rapidez en caso de que a nosotros nos diera por perpetrar alguna trastada. ¿Me equivoco?

Aunque Juan no lo supiera, lo que a él le parecían sólidas teorías no eran sino un cúmulo de viejos y apolillados tópicos procedentes de la ciencia ficción popular, e inspirados inicialmente en las fobias de la desaparecida Guerra Fría; pero a él esto le daba igual, imbuido como estaba por la audacia de los ignorantes.

–Y dime –insistía yo en aquellas ocasiones en las que me encontraba con suficiente humor para aguantar sus incansables peroratas–, ¿cómo puede ser que los habitantes de un planeta atrasado e inculto como el nuestro pudiéramos llegar a suponer una amenaza para nuestros poderosos vecinos? ¿No crees que exageras un poco?
–En absoluto –solía ser su rotunda respuesta–. Las ratas, o las langostas, no son excesivamente inteligentes en comparación con los humanos, y sin embargo llegan a convertirse en plagas. Puede que para los Galácticos no seamos más de lo que las cucarachas lo son para nosotros, pero pese a ello las exterminamos…
–En ese caso, ¿por qué no aprovechan para hacerlo ahora, que todavía estamos concentrados en un único planeta? Con esterilizar la Tierra con sus poderosas armas, asunto solucionado.
–Cabe suponer que ellos tendrán también sus criterios éticos o ecológicos –aparentemente tenía respuesta para todo–, y mientras no supongamos un peligro, preferirán dejarnos tranquilos; pero en el momento en que pongamos un solo pie fuera de nuestro planeta, la veda quedará levantada –concluía sombrío.

Si su interlocutor, tras haber tenido la paciencia de aguantar hasta ese momento, osaba recordarle que el hombre había puesto en la Luna no un pie, sino los dos, y además en varias ocasiones, Juan proclamaba indefectiblemente que eso había sido jugar con fuego, y que no nos habíamos quemado de puro milagro. De ser ciertas sus pintorescas teorías, jamás en toda la historia habría estado la humanidad tan cerca del desastre, y sólo gracias a la afortunada perspicacia de los responsables del programa espacial norteamericano había sido posible conjurar la amenaza…. a pesar de que, en lo que parecía ser una flagrante contradicción de estas teorías, tan celosos vigilantes deberían estar perfectamente al tanto de nuestros avances tecnológicos, independientemente de hasta donde hubieran llegado nuestros astronautas..

Era asimismo evidente que la carrera espacial no se había interrumpido en modo alguno a pesar de la suspensión de los vuelos tripulados a la Luna; los astronautas seguían volando con mayor frecuencia que nunca, por más que su singladura estuviera limitada a los escasos centenares de kilómetros sobre la superficie terrestre a los que orbitaba la Estación Espacial Internacional. Pero las sondas automáticas habían escudriñado casi todos los rincones del Sistema Solar, algo que en teoría debería ser potencialmente más peligroso para nuestra integridad que los tímidos desembarcos realizados décadas atrás en nuestro satélite.

Bien, pues hasta para eso tenía una explicación el bueno de mi amigo. Según él, a los Galácticos no les importaba que los gobiernos de las potencias mundiales fueran conscientes de su existencia; antes bien preferían que fuera así, puesto que sólo se puede temer aquello que se conoce. Por esta razón toleraban que la NASA, o el resto de las agencias espaciales –la rusa, la europea, la japonesa…– enviaran sondas a los distintos astros del Sistema Solar con misiones exclusivamente científicas, aunque no dudarían un instante en destruir aquéllas que se aproximaran demasiado a sus bases. Otra cosa muy distinta sería que reanudáramos la exploración y la conquista del universo, ya que hasta la propia Luna nos estaba vedada. La Tierra era, a decir de Juan, una inmensa prisión cósmica que no nos estaba permitido abandonar.

Evidentemente Juan estaba chiflado, pero su chifladura era del todo inofensiva y, si me apuran, hasta simpática. Por lo demás, era una excelente persona que jamás había hecho daño a nadie y, dada su situación social –soltero– y laboral –funcionario de nivel modesto–, difícilmente lo hubiera podido hacer incluso si éste hubiera sido su deseo. Huelga decir que su capacidad real de convicción era virtualmente nula, ya que a causa de su pesadez ahuyentaba hasta a los interlocutores más pacientes; y en estos tiempos tan abstrusos en los que los visionarios y embaudadores embaucadores de toda laya pululaban y medraban por doquier, contaba con todas las papeletas para pasar inadvertido en mitad de tanta morralla.

Pero el destino quiso que los dados rodaran de una forma muy diferente a la prevista. Cuando Juan descubrió el nuevo juguete de Internet se zambulló en la red con la fogosidad de un neófito, descubriendo con sorpresa la existencia de un auditorio afín que compartía plenamente sus ideas. Pronto se olvidó de sus polvorientos recortes, sustituyéndolos por la participación en un puñado de listas de correos en las que intercambiaba opiniones con gente tan zumbada como él, y con visitas asiduas a diferentes páginas Web donde se denunciaba la ya aludida conspiración gubernamental –daba igual de que gobierno se tratara– en todo lo relativo a los extraterrestres. Pero al fin y al cabo Juan era feliz, no perjudicaba a nadie e incluso había dejado de darnos la tabarra a los amigos. Así pues, ¿qué más se le podía pedir?

Durante algún tiempo esta situación se mantuvo sin cambios, para satisfacción de Juan y también, ¿por qué no reconocerlo?, de todos nosotros. Pero hubo un momento, sospecho, en el que en elal círculo de mi amigo comenzaron a ingresar personajes menos inofensivos… al menos eso es lo que deduje a posteriori, puesto que en ningún momento él me dio ningún tipo de explicaciones salvo para mostrarme su entusiasmo ante el cada vez mayor número de personas interesadas en estos temas. En los últimos tiempos, eso sí, daba mucha importancia a una asociación que presuntamente se estaba formando con el fin de combatir el oscurantismo oficial. Según decía no pretendían en modo alguno provocar a los extraterrestres por cuanto de peligroso tenía para la humanidad, pero sí exigían el derecho de los ciudadanos a conocer la verdad.

A simple vista esto último podía parecer una extravagancia más, pero a la hora de la verdad fue probablemente lo que le costó la vida al pobre infeliz. ¿Qué pudo ocurrir para que un juego inocente acabara convirtiéndose en una trampa mortal? Lo ignoro, aunque todo parece indicar que hubo un momento en el que Juan y sus amigos, de forma inadvertida pero no por ello menos peligrosa, cruzaron una invisible línea roja que habría de marcar de forma indeleble su destino.

Vuelvo a repetir, por si acaso no hubiera quedado suficientemente claro, que no creo en absoluto en toda esta parafernalia de ovnis, visitantes extraterrestres y demás zarandajas por el estilo; mucha gente piensa que, por el simple hecho de ser aficionados a la ciencia ficción, tendríamos que estar interesados en esta sarta de tonterías, e incluso son muchas las librerías que ponen en un mismo estante los libros de ciencia ficción junto con los de realismo fantástico y ocultismo. Y eso molesta, como molestaría que te tildaroan de loco por el simple hecho de haber leído el Quijote, pongo por caso.

Pero vayamos al grano. Uno de los tópicos más extendidos dentro del mundillo en el que se movía Juan, era el de los Hombres de Negro. No, no me estoy refiriendo a las películas de este título, unas divertidas parodias del cine de ciencia ficción, sino a esos personajes misteriosos, mezcla de espías y de matones que, según los teóricos del realismo fantástico, serían el brazo ejecutor mediante el cual se impediría que determinados secretos salieran a la luz, incluso si para ello fuera necesario silenciar para siempre a los testigos molestos.

Como cabe suponer yo no creía en la existencia de estos siniestros individuos, pero Juan evidentemente sí. Y los temía, puesto que los consideraba los esbirros de los conspiradores contra los cuales luchaba. Yo me mofaba de su ingenuidad y le insistía una y otra vez en que no se empeñara en ver gigantes donde sólo había molinos, pero…

Una mañana, hará de esto poco más de un mes, Juan fue a buscarme a mi trabajo. Se trataba de algo insólito, ya que esto suponía que él había faltado al suyo; además, su rostro pálido y demudado mostraba a la legua que algo iba mal. Algo grave, a juzgar por su desencajada expresión.
Tuve que irle a buscar un vaso de agua para que se calmara lo suficiente para poder hablar. Según me dijo con voz entrecortada, le perseguían.

–¿Quién? –pregunté incrédulo, sorprendido de que alguien pudiera acosar a una persona tan inofensiva como mi amigo.
–¿Quiénes van a ser? –respondió con apenas un hilo de voz– Los Hombres de Negro. Hace unos días conocí cierta información auténticamente revolucionaria acerca del tema de los extraterrestres asentados en la Luna… Y ahora me persiguen para matarme.
–¡Pero hombre, no exageres! –exclamé sin poder evitar que se trasluciera la perplejidad que me causaba lo melodramático de su historia–. Eso no puede ser…
–¿Por qué no? –gimió lastimeramente ante mi patente escepticismo–. Ya asesinaron a mi informante, y ahora vienen a por mí; yo soy el siguiente de la lista.

Lo confieso, me reí. Lo hice de una manera tan espontánea, sin poderlo evitar, que mi pobre amigo se apabulló todavía más.

–¿Por qué te ríes? –balbuceó dolido–. ¿Es que no me crees?

Por supuesto que no le creía; su historia era demasiado truculenta como para convencerme. Pero él estaba realmente aterrorizado, así que opté por replegar velas en un intento de conseguir que se calmara; tampoco quería que le dieradarle un arrechucho. No obstante, no fue mucho lo que logré conseguir a la hora de pedirle que me concretara los detalles, ya que tan sólo se limitaba a repetir una y otra vez que su afán por conocer los saberes prohibidos le había condenado a muerte. Pese a mi insistencia, no conseguí que me dijera, cosa rara en él, en qué consistían esos al parecer tan peligrosos datos.

–No quiero marcarte con mi desgracia –fue su tajante respuesta–. Bástete con saber que hay cosas en el universo que es preferible no conocer jamás.

Bueno, en realidad esto tampoco tenía demasiado de original; creo recordar que ya a finales del siglo XIX los teósofos, unos chiflados precursores de los modernos movimientos esotéricos, ya decían algo parecido. Yo seguí sin creer una sola palabra de lo que decía mi amigo, pero temía intranquilizarlo todavía más; así pues, fingí aceptar su dramática explicación.

–Pero si te persiguen, el simple hecho de visitarme ya me convierte automáticamente en sospechoso…
–No, puedes estar tranquilo. Ellos disponen de medios infalibles para saber quiénes han traspasado el umbral y quiénes no. No me preguntes de qué métodos se sirven para ello, porque lo desconozco; pero sé que ocurre así.
–Eso me tranquiliza –mentí piadosamente–. Pero al menos podrías decirme si los dichosos Hombres de Negro son esbirros de nuestros propios gobiernos o si, por el contrario, obedecen órdenes de los propios extraterrestres…
–¿Qué importa eso? –de haberme creído la historia, yo hubiera pensado que sí importaba–. Lo único que cuenta es que existe una conspiración de silencio, y que el precio a pagar por enfrentarse a ella no es otro que el de la propia vida.
–No creo que sea para tanto –objeté–. Al fin y al cabo, por mucho que tú supierassepas, dudo mucho de que pudieras puedas hacer nada para desviar el curso de los acontecimientos.
–Puede que yo sea insignificante –masculló con tristeza–. Pero mis palabras no lo son.

A partir de ese instante la conversación derivó por otros derroteros, digamos, menos dramáticos. Juan parecía haberse resignado a su para él inevitable destino, lo que le infundía un fatalismo que no dejaba de resultar patético. Le consolé, le tranquilicé cuanto pude y, cuando un rato después me comunicó su deseo de irse, no tuve por menos que sentirme aliviado. Ya se le pasaría la murria, recuerdo que pensé. Lo que ignoraba, era que no le volvería a ver con vida.

Dos días más tarde, cuando casi me había olvidado del tema, recibí una llamada de la policía. Juan, además de ser soltero, carecía de familia cercana. Vivía solo a modo de ermitaño, y fuera de sus recientes y superficiales amistades hechas vía internetInternet, prácticamente no contaba con ningún amigo. La policía, tras identificar su cadáver, buscó infructuosamente algún allegado, encontrando en su agenda mi número de teléfono. Así pues, me tocó bailar con la más fea.

Tras pasar por el duro trago del depósito, un inspector me invitó a un café para calmarme, al tiempo que me explicaba las circunstancias del óbito. Mi pobre amigo había sido cosido literalmente a puñaladas en una sórdida calle del casco antiguo tristemente famosa por la prostitución masculina que medraba en sus aledaños. Aunque no había testigos presenciales, tanto la hora del asesinato –un fin de semana casi de madrugada– como las circunstancias del mismo inducían a pensar en un turbio encuentro con chaperos saldado de forma trágica; la desaparición de la cartera hacía suponer que el móvil del crimen había sido el robo. Por supuesto la policía se hallaba investigando el caso, del que existían varios precedentes en la zona, e incluso contaba ya con una relación de posibles sospechosos; pero su detención y castigo no devolverían la vida a sus víctimas.

Me ocupé –¿quién iba a hacerlo si no?– de todos los trámites de su triste entierro, y también procedí a liquidar su escaso patrimonio. Juan vivía en un piso de alquiler, así que lo único realmente suyo eran sus magros ahorros, que se consumieron con los gastos del entierro, y sus anticuados vestuario y ajuar, que entregué a una organización benéfica. Tan sólo conservé, más como recuerdo que como verdadero interés, su colección de libros esotéricos y de realismo fantástico. Con sus amigos de la red, con los que conversaba desde un cibercafé ya que no disponía de ordenador propio, ni siquiera me molesté en contactar, aunque me consta que estaban al corriente de la tragedia.

Ocupado en estos menesteres, en un principio di por buena la explicación policial. Pero días más tarde, ya con mayor sosiego, comencé a atar cabos descubriendo con sorpresa la existencia de varios cabos sueltos que no acababan de encajar. Para empezar, tenía la absoluta certeza de que Juan no era en modo alguno homosexual, ni mucho menos pederasta. A decir verdad era una de esas personas de sexualidad atrofiada a las que el sexo apenas les motivaba, pero si escasa era la atracción que sentía por el género femenino, todavía menor era su interés por el masculino.

Además Juan era una persona de hábitos muy rutinarios y jamás le había visto trasnochar salvo en casos de estricta necesidad, y menos aún moverse por barrios tan poco recomendables a la par que tan alejados de su domicilio. De hecho, y según toda lógica, jamás debería haber estado en ese lugar. Pero allí lo encontraron, o cuanto al menos a su cadáver.

No obstante, lo más inquietante estaba aún por llegar. Cuando me puse a indagar sobre las otras tres o cuatro presuntas víctimas de los chaperos asesinos, como empezaban a denominarlos los periódicos sensacionalistas, me encontré en todos los casos con hombres de mediana edad y un perfil similar al de mis amigos, todos ellos a decir de la policía con posibles tendencias pederastas. Lo alucinante del caso, era que todos habían participado de forma activa en las listas de correos que frecuentaba Juan, como pude comprobar personalmente tras reventar su ingenua clave de acceso. ¡Si ni tan siquiera utilizaban alias informáticos!

En un principio estuve tentado de comunicar mis sospechas a la policía, pero posteriormente cambié de opinión. Si Juan no había logrado convencerme a mí, ¿cómo podría conseguirlo yo con los agentes? Me tomarían por un chiflado, y de poco serviría negar su homosexualidad dado que siempre quedaría la duda de una práctica oculta de la misma. Por si fuera poco la policía acabó deteniendo a los presuntos asesinos, una banda de menores extranjeros con muy poco que perder en su apaleada vida y las neuronas arrasadas por los estragos del pegamento; las pruebas eran al parecer lo suficientemente sólidas para inculparlos, por lo que tras ser puestos a disposición judicial el caso quedó archivado.

Yo seguía sin creerme la heterodoxa teoría de los Hombres de Negro, pero no obstante no me acababa de satisfacer la interpretación oficial. Había algo incómodo en ella, algo que se revelaba como artificial; pero a falta de una explicación más convincente, hube de darla por buena…

Hasta ayer. Si han seguido ustedes –supongo que sí– las noticias internacionales durante estos últimos días, se habrán sobresaltado sin duda ante la catástrofe del ambicioso proyecto espacial chino, con su gigantesco cohete, mayor incluso que los antiguos Saturno V, desintegrándose en el aire apenas unos segundos después de su lanzamiento. Nada de particular habría en ello, puesto que los rusos y los americanos también habían sufrido percances similares, de no darse la circunstancia de que el destino del cohete chino no era otro que nuestro satélite, donde pretendían iniciar la construcción de la primera base lunar de la historia de la humanidad… aunque quizá no de la de otras humanidades.

Puede que todo haya sido tan sólo una simple y desgraciada coincidencia. Puede que la tragedia de Juan me haya afectado hasta tan punto que se hayan exacerbado mis posibles tendencias paranoicas; o puede que, pese a todo, los Hombres de Negro existan realmente. En cualquier caso, y de forma sorpresiva, el gobierno chino ha anunciado la cancelación irrevocable de su nonato programa lunar, desviando sus fondos hacia actividades más prosaicas tales como la industrialización de las atrasadas regiones rurales de su vasto país.

En cuanto a mí, ¿qué quieren que les diga? Juan me aseguró que no tenía nada que temer al no haber llegado a conocer el secreto, ya que ellos conocían esta circunstancia. Pero… ¿y si estuviera equivocado?

FIN

por José Carlos Canalda