El Primer Contacto

El gran momento había llegado. Sobre la amplia explanada habili­tada a propósito en las afueras de Nueva York, flotando ingrávidamente a sólo medio metro de altura, el gran disco volador aguardaba, indiferente hacia todo aquello que tenía lugar en torno suyo, a que llegara la hora del primer contacto físico entre la humanidad y una civilización extraterrestre. Continue reading «El Primer Contacto»

Los Hombres de Negro

por José Carlos Canalda

Sin duda, todos ustedes habrán conocido en alguna ocasión a gente como mi amigo Juan; buenas personas e ingenuos a la par que vehementes y, si no fanáticos, sí exageradamente obsesionados respecto a algún tema concreto, en el que acostumbran a perder su habitual compostura. Quizá la diferencia fundamental entre estas personas y los verdaderos fanáticos radique no tanto en el talante, sino en la naturaleza de sus filias y fobias; si descartamos la política, la religión y el fútbol, o el deporte de masas equivalente en determinados países, si prescindimos también de otros fanatismos antiguos, hoy trasnochados y en declive, tales como el taurino o el operístico, tendremos en todo lo que nos queda una imagen bastante fiel de estos inofensivos obsesos por temas tan dispares como puedan ser la filatelia, la colombofilia o los libros de caballerías, por poner tan sólo algunos ejemplos.

La manía de Juan, en concreto, no era otra que el sobado tema de los OVNIs y los visitantes extraterrestres, en su variante paranoica que veía conspiraciones gubernamentales por doquier para ocultar la Verdad –así, con mayúscula– de la existencia de nuestros hermanos cósmicos. Cierto es que tiempo atrás, justo en los años de nuestra común adolescencia –ambos teníamos la misma edad–, estas chifladuras llegaron a estar bastante de moda gracias a la labia y la falta de escrúpulos de una serie de charlatanes que, utilizando técnicas copiadas de la publicidad comercial, lograron hacerse famosos, y de paso millonarios, explotando la credulidad de la gente mediante una estudiada combinación de verdades a medias, jerga seudocientífica y una calculada dosis de mentiras hábilmente intercaladas; pero toda esta pirotecnia hueca se había apagado por sí sola hacía ya mucho, y los escasos seguidores que le quedaban a ese extraño refrito de dioses astronautas, triángulos varios de las Bermudas y encuentros en diversas fases no pasaban de ser ya unos patéticos frikis conocidos en los mundillos cercanos,, pero en modo alguno afines tales como ela los de la ciencia ficción, con el poco piadoso mote de magufos, neologismo procedente de la contracción de las palabras mago y ufo.

Mi amigo era una persona inofensiva, pero pesado, muy pesado; de hecho, se puede decir que era, en la práctica, virtualmente monotemático… y, claro está, acababa aburriendo hasta a las ovejas. Aunque su pesadez era ecuménica y alcanzaba por igual a todo aquel ingenuo que se pusiera a su alcance, sentía especial predilección por clavar sus garras en los integrantes de ciertos colectivos tales como los militares y los científicos –según él los principales conspiradores a nivel mundial– o los inocentes aficionados a la ciencia ficción entre los cuales, para mi desgracia, yo me encontraba.

Por si fuera poco, además de aficionado a la ciencia ficción, y solamente por ello víctima propiciatoria ya de su verborrea, se unía mi condición de amigo de la infancia, y ya se sabe que donde hay confianza da asco; pero una sabia dosificación de paciencia bíblica con autoritarismo puntual me permitían ir capeando el temporal sin necesidad de recurrir a medidas más drásticas y desagradables porque, pese a todo, yo apreciaba a ese entrañable cabezón.

No obstante, dentro de su monomanía podían diferenciarse algunas variantes que la hacían menos monótona dentro de lo que cabe. Una de ellas, producto de la mala digestión de un tema recurrente de la prensa sensacionalista, era la que denunciaba la extensión de los largos tentáculos de la censura anti-extraterrestre hasta los mismísimos viajes espaciales; ya se sabe, asuntos tales como la famosa cara tallada en la superficie de Marte, el presunto monolito de Fobos y cosas por el estilo, todas ellas silenciadas taimadamente por la NASA. En especial, Juan solía descargar su artillería en lo referente a los viajes tripulados a la Luna; no, no era de aquellos que pensaban que el proyecto Apolo fue un montaje fraudulento sino todo lo contrario, ya que defendía que los astronautas habrían encontrado demasiadas cosas en la yermta superficie de nuestro satélite y, en su mayor parte, éstas habían sido mantenidas en secreto por deseo expreso del gobierno norteamericano. Argumentos no eran precisamente lo que le faltaban, sin que la debilidad de las presuntas pruebas hiciera la menor mella en su entusiasmo.

–Fíjate –solía decirme con vehemencia–. Fíjate en lo que ocurrió con el programa Apolo. En 1957 los rusos pusieron en órbita al Sputnik. En 1961 Yuri Gagarin fue el primer humano que abandonó la Tierra, aunque tan sólo durante unas horas. Ese mismo año John F. Kennedy prometió que antes del final de esa década un astronauta norteamericano pondría el pie en la Luna; y lo cumplió, puesto que en 1969 el Apolo XI aterrizaba en nuestro satélite. A partir de entonces hubo otros seis vuelos tripulados más, incluyendo el fallido del Apolo XIII, y luego… nada. ¡Si ni tan siquiera se llegó a completar el proyecto Apolo, puesto que las últimas cápsulas las utilizaron para los programas del Skylab y la misión Apolo-Soyuz! ¿Es lógico que desde entonces no se haya vuelto a mandar ni a un solo astronauta a la Luna? ¿Cómo te explicas que la Luna sea el único astro importante del Sistema Solar que no ha recibido la visita de una triste sonda en todas estas décadas?

Bueno, esto último no era del todo cierto, ahí estaban los Lunajod rusos, pero a Juan no le faltaba razón; claro está que había explicaciones para ello mucho más sencillas y verosímiles que su pretendida conspiración científico- militar; pero resultaba completamente inútil intentar convencerle de ello.

–Tienes que tener en cuenta que el móvil principal de la carrera espacial era la guerra fría entre rusos y americanos –argüía yo sin demasiado éxito–, y es sabido que llegó un momento en el que los soviéticos tiraron la toalla, con lo cual no tenía sentido, desde un punto de vista político, seguir insistiendo en ello, sobre todo teniendo en cuenta que el proyecto Apolo era escalofriantemente caro. A la NASA le recortaron drásticamente su presupuesto, por lo que tuvo que centrarse en proyectos más baratos tales como las sondas automáticas o el proyecto del trasbordador espacial… no les quedaba dinero para mucho más.
–Pamplinas –era su imperturbable respuesta; el tesón de mi amigo corría parejo a su inquebrantable fe- Si tuvieron dinero para enviar sondas a todos los planetas exteriores, si se han hartado de mandarlas a Marte perdiendo la mitad de ellas por el camino, ¿no podían haber mandado siquiera alguna a la Luna, que estaba aquí al lado?
–Hubo una…
–Sí, la Clementine; pero tú lo has dicho. Una. Y ni tan siquiera era de la NASA, sino militar. ¿No te parece extraño?

A mí me podía chocar este aparente desinterés, por supuesto, pero no encontraba nada excepcional en ello. Al fin y al cabo la NASA necesitaba desarrollar proyectos lo suficientemente espectaculares como para recabar la atención del gran público, única manera de obtener fondos suficientes para su funcionamiento; y no cabía duda de que a esas alturas un programa de exploración lunar, por muy importante científicamente que pudiera resultar, no sería demasiado popular en su país… ¡si hasta los últimos vuelos del proyecto Apolo pasaron sin pena ni gloria! Bastantes descalabros habían tenido ya con la pérdida de la mitad de su flota de trasbordadores espaciales –el Challenger primero, el Columbia años después–, con los consiguientes escándalos acarreados por el descubrimiento de su forma chapucera de trabajar, para meterse en más berenjenales. A estas alturas, cabía suponer que con salvar los muebles sus responsables se dieran yadarían con un canto en los dientes.

Pero Juan no opinaba así. Según él, los astronautas americanos habrían encontrado en la Luna determinadas cosas que a su gobierno le interesaba silenciar, y qué mejor manera de hacerlo que congelando cualquier atisbo de posible exploración lunar; los rusos, evidentemente, no contaban mucho a estas alturas. Como pruebas irrebatibles de su aserto esgrimía un grueso legajo de amarillentos recortes de periódico, contemporáneos del proyecto Apolo, en los que se exponían las más descabelladas hipótesis acerca de lo que aparentemente se habría descubierto en la superficie de nuestro satélite… pura charlatanería barata de la prensa sensacionalista de la época, pero para Juan tan dogma de fe como las leyes de Newton o incluso los mismísimos Evangelios.

La conclusión que él sacaba de todo este batiburrillo, no era otra que la certeza de que en la Luna existían unas enigmáticas construcciones levantadas allí por los Grandes Galácticos, o por sus primos hermanos, con objeto de vigilar la evolución de la humanidad en prevención de posibles desmanes que pudieran llegar a suponer una amenaza para la paz y la estabilidad de la galaxia… desde luego, lo que se dice original, no lo era demasiado.

–Ya –le solía azuzar sin que al parecer fuera consciente de mi sorna–. Me estás hablando del famoso monolito de 2001…
–No exactamente, pero por ahí van los tiros –al menos había leído a Clarke–. Puede que esas bases estén habitadas por sus constructores, o puede que sean unas simples estaciones automáticas… pero ellos no pueden estar muy lejos, quizá en la cara oculta de la Luna, que no visitaron los astronautas limitándose a circunvalarla a gran altura, quizá en Marte, lo que explicaría la misteriosa desaparición de tantas sondas espaciales justo antes de llegar a su destino.
–Comprendo –fingía yo hipócritamente dándole carrete–. Nuestros guardianes tienen que permanecer dentro del Sistema Solar para poder reaccionar con suficiente rapidez en caso de que a nosotros nos diera por perpetrar alguna trastada. ¿Me equivoco?

Aunque Juan no lo supiera, lo que a él le parecían sólidas teorías no eran sino un cúmulo de viejos y apolillados tópicos procedentes de la ciencia ficción popular, e inspirados inicialmente en las fobias de la desaparecida Guerra Fría; pero a él esto le daba igual, imbuido como estaba por la audacia de los ignorantes.

–Y dime –insistía yo en aquellas ocasiones en las que me encontraba con suficiente humor para aguantar sus incansables peroratas–, ¿cómo puede ser que los habitantes de un planeta atrasado e inculto como el nuestro pudiéramos llegar a suponer una amenaza para nuestros poderosos vecinos? ¿No crees que exageras un poco?
–En absoluto –solía ser su rotunda respuesta–. Las ratas, o las langostas, no son excesivamente inteligentes en comparación con los humanos, y sin embargo llegan a convertirse en plagas. Puede que para los Galácticos no seamos más de lo que las cucarachas lo son para nosotros, pero pese a ello las exterminamos…
–En ese caso, ¿por qué no aprovechan para hacerlo ahora, que todavía estamos concentrados en un único planeta? Con esterilizar la Tierra con sus poderosas armas, asunto solucionado.
–Cabe suponer que ellos tendrán también sus criterios éticos o ecológicos –aparentemente tenía respuesta para todo–, y mientras no supongamos un peligro, preferirán dejarnos tranquilos; pero en el momento en que pongamos un solo pie fuera de nuestro planeta, la veda quedará levantada –concluía sombrío.

Si su interlocutor, tras haber tenido la paciencia de aguantar hasta ese momento, osaba recordarle que el hombre había puesto en la Luna no un pie, sino los dos, y además en varias ocasiones, Juan proclamaba indefectiblemente que eso había sido jugar con fuego, y que no nos habíamos quemado de puro milagro. De ser ciertas sus pintorescas teorías, jamás en toda la historia habría estado la humanidad tan cerca del desastre, y sólo gracias a la afortunada perspicacia de los responsables del programa espacial norteamericano había sido posible conjurar la amenaza…. a pesar de que, en lo que parecía ser una flagrante contradicción de estas teorías, tan celosos vigilantes deberían estar perfectamente al tanto de nuestros avances tecnológicos, independientemente de hasta donde hubieran llegado nuestros astronautas..

Era asimismo evidente que la carrera espacial no se había interrumpido en modo alguno a pesar de la suspensión de los vuelos tripulados a la Luna; los astronautas seguían volando con mayor frecuencia que nunca, por más que su singladura estuviera limitada a los escasos centenares de kilómetros sobre la superficie terrestre a los que orbitaba la Estación Espacial Internacional. Pero las sondas automáticas habían escudriñado casi todos los rincones del Sistema Solar, algo que en teoría debería ser potencialmente más peligroso para nuestra integridad que los tímidos desembarcos realizados décadas atrás en nuestro satélite.

Bien, pues hasta para eso tenía una explicación el bueno de mi amigo. Según él, a los Galácticos no les importaba que los gobiernos de las potencias mundiales fueran conscientes de su existencia; antes bien preferían que fuera así, puesto que sólo se puede temer aquello que se conoce. Por esta razón toleraban que la NASA, o el resto de las agencias espaciales –la rusa, la europea, la japonesa…– enviaran sondas a los distintos astros del Sistema Solar con misiones exclusivamente científicas, aunque no dudarían un instante en destruir aquéllas que se aproximaran demasiado a sus bases. Otra cosa muy distinta sería que reanudáramos la exploración y la conquista del universo, ya que hasta la propia Luna nos estaba vedada. La Tierra era, a decir de Juan, una inmensa prisión cósmica que no nos estaba permitido abandonar.

Evidentemente Juan estaba chiflado, pero su chifladura era del todo inofensiva y, si me apuran, hasta simpática. Por lo demás, era una excelente persona que jamás había hecho daño a nadie y, dada su situación social –soltero– y laboral –funcionario de nivel modesto–, difícilmente lo hubiera podido hacer incluso si éste hubiera sido su deseo. Huelga decir que su capacidad real de convicción era virtualmente nula, ya que a causa de su pesadez ahuyentaba hasta a los interlocutores más pacientes; y en estos tiempos tan abstrusos en los que los visionarios y embaudadores embaucadores de toda laya pululaban y medraban por doquier, contaba con todas las papeletas para pasar inadvertido en mitad de tanta morralla.

Pero el destino quiso que los dados rodaran de una forma muy diferente a la prevista. Cuando Juan descubrió el nuevo juguete de Internet se zambulló en la red con la fogosidad de un neófito, descubriendo con sorpresa la existencia de un auditorio afín que compartía plenamente sus ideas. Pronto se olvidó de sus polvorientos recortes, sustituyéndolos por la participación en un puñado de listas de correos en las que intercambiaba opiniones con gente tan zumbada como él, y con visitas asiduas a diferentes páginas Web donde se denunciaba la ya aludida conspiración gubernamental –daba igual de que gobierno se tratara– en todo lo relativo a los extraterrestres. Pero al fin y al cabo Juan era feliz, no perjudicaba a nadie e incluso había dejado de darnos la tabarra a los amigos. Así pues, ¿qué más se le podía pedir?

Durante algún tiempo esta situación se mantuvo sin cambios, para satisfacción de Juan y también, ¿por qué no reconocerlo?, de todos nosotros. Pero hubo un momento, sospecho, en el que en elal círculo de mi amigo comenzaron a ingresar personajes menos inofensivos… al menos eso es lo que deduje a posteriori, puesto que en ningún momento él me dio ningún tipo de explicaciones salvo para mostrarme su entusiasmo ante el cada vez mayor número de personas interesadas en estos temas. En los últimos tiempos, eso sí, daba mucha importancia a una asociación que presuntamente se estaba formando con el fin de combatir el oscurantismo oficial. Según decía no pretendían en modo alguno provocar a los extraterrestres por cuanto de peligroso tenía para la humanidad, pero sí exigían el derecho de los ciudadanos a conocer la verdad.

A simple vista esto último podía parecer una extravagancia más, pero a la hora de la verdad fue probablemente lo que le costó la vida al pobre infeliz. ¿Qué pudo ocurrir para que un juego inocente acabara convirtiéndose en una trampa mortal? Lo ignoro, aunque todo parece indicar que hubo un momento en el que Juan y sus amigos, de forma inadvertida pero no por ello menos peligrosa, cruzaron una invisible línea roja que habría de marcar de forma indeleble su destino.

Vuelvo a repetir, por si acaso no hubiera quedado suficientemente claro, que no creo en absoluto en toda esta parafernalia de ovnis, visitantes extraterrestres y demás zarandajas por el estilo; mucha gente piensa que, por el simple hecho de ser aficionados a la ciencia ficción, tendríamos que estar interesados en esta sarta de tonterías, e incluso son muchas las librerías que ponen en un mismo estante los libros de ciencia ficción junto con los de realismo fantástico y ocultismo. Y eso molesta, como molestaría que te tildaroan de loco por el simple hecho de haber leído el Quijote, pongo por caso.

Pero vayamos al grano. Uno de los tópicos más extendidos dentro del mundillo en el que se movía Juan, era el de los Hombres de Negro. No, no me estoy refiriendo a las películas de este título, unas divertidas parodias del cine de ciencia ficción, sino a esos personajes misteriosos, mezcla de espías y de matones que, según los teóricos del realismo fantástico, serían el brazo ejecutor mediante el cual se impediría que determinados secretos salieran a la luz, incluso si para ello fuera necesario silenciar para siempre a los testigos molestos.

Como cabe suponer yo no creía en la existencia de estos siniestros individuos, pero Juan evidentemente sí. Y los temía, puesto que los consideraba los esbirros de los conspiradores contra los cuales luchaba. Yo me mofaba de su ingenuidad y le insistía una y otra vez en que no se empeñara en ver gigantes donde sólo había molinos, pero…

Una mañana, hará de esto poco más de un mes, Juan fue a buscarme a mi trabajo. Se trataba de algo insólito, ya que esto suponía que él había faltado al suyo; además, su rostro pálido y demudado mostraba a la legua que algo iba mal. Algo grave, a juzgar por su desencajada expresión.
Tuve que irle a buscar un vaso de agua para que se calmara lo suficiente para poder hablar. Según me dijo con voz entrecortada, le perseguían.

–¿Quién? –pregunté incrédulo, sorprendido de que alguien pudiera acosar a una persona tan inofensiva como mi amigo.
–¿Quiénes van a ser? –respondió con apenas un hilo de voz– Los Hombres de Negro. Hace unos días conocí cierta información auténticamente revolucionaria acerca del tema de los extraterrestres asentados en la Luna… Y ahora me persiguen para matarme.
–¡Pero hombre, no exageres! –exclamé sin poder evitar que se trasluciera la perplejidad que me causaba lo melodramático de su historia–. Eso no puede ser…
–¿Por qué no? –gimió lastimeramente ante mi patente escepticismo–. Ya asesinaron a mi informante, y ahora vienen a por mí; yo soy el siguiente de la lista.

Lo confieso, me reí. Lo hice de una manera tan espontánea, sin poderlo evitar, que mi pobre amigo se apabulló todavía más.

–¿Por qué te ríes? –balbuceó dolido–. ¿Es que no me crees?

Por supuesto que no le creía; su historia era demasiado truculenta como para convencerme. Pero él estaba realmente aterrorizado, así que opté por replegar velas en un intento de conseguir que se calmara; tampoco quería que le dieradarle un arrechucho. No obstante, no fue mucho lo que logré conseguir a la hora de pedirle que me concretara los detalles, ya que tan sólo se limitaba a repetir una y otra vez que su afán por conocer los saberes prohibidos le había condenado a muerte. Pese a mi insistencia, no conseguí que me dijera, cosa rara en él, en qué consistían esos al parecer tan peligrosos datos.

–No quiero marcarte con mi desgracia –fue su tajante respuesta–. Bástete con saber que hay cosas en el universo que es preferible no conocer jamás.

Bueno, en realidad esto tampoco tenía demasiado de original; creo recordar que ya a finales del siglo XIX los teósofos, unos chiflados precursores de los modernos movimientos esotéricos, ya decían algo parecido. Yo seguí sin creer una sola palabra de lo que decía mi amigo, pero temía intranquilizarlo todavía más; así pues, fingí aceptar su dramática explicación.

–Pero si te persiguen, el simple hecho de visitarme ya me convierte automáticamente en sospechoso…
–No, puedes estar tranquilo. Ellos disponen de medios infalibles para saber quiénes han traspasado el umbral y quiénes no. No me preguntes de qué métodos se sirven para ello, porque lo desconozco; pero sé que ocurre así.
–Eso me tranquiliza –mentí piadosamente–. Pero al menos podrías decirme si los dichosos Hombres de Negro son esbirros de nuestros propios gobiernos o si, por el contrario, obedecen órdenes de los propios extraterrestres…
–¿Qué importa eso? –de haberme creído la historia, yo hubiera pensado que sí importaba–. Lo único que cuenta es que existe una conspiración de silencio, y que el precio a pagar por enfrentarse a ella no es otro que el de la propia vida.
–No creo que sea para tanto –objeté–. Al fin y al cabo, por mucho que tú supierassepas, dudo mucho de que pudieras puedas hacer nada para desviar el curso de los acontecimientos.
–Puede que yo sea insignificante –masculló con tristeza–. Pero mis palabras no lo son.

A partir de ese instante la conversación derivó por otros derroteros, digamos, menos dramáticos. Juan parecía haberse resignado a su para él inevitable destino, lo que le infundía un fatalismo que no dejaba de resultar patético. Le consolé, le tranquilicé cuanto pude y, cuando un rato después me comunicó su deseo de irse, no tuve por menos que sentirme aliviado. Ya se le pasaría la murria, recuerdo que pensé. Lo que ignoraba, era que no le volvería a ver con vida.

Dos días más tarde, cuando casi me había olvidado del tema, recibí una llamada de la policía. Juan, además de ser soltero, carecía de familia cercana. Vivía solo a modo de ermitaño, y fuera de sus recientes y superficiales amistades hechas vía internetInternet, prácticamente no contaba con ningún amigo. La policía, tras identificar su cadáver, buscó infructuosamente algún allegado, encontrando en su agenda mi número de teléfono. Así pues, me tocó bailar con la más fea.

Tras pasar por el duro trago del depósito, un inspector me invitó a un café para calmarme, al tiempo que me explicaba las circunstancias del óbito. Mi pobre amigo había sido cosido literalmente a puñaladas en una sórdida calle del casco antiguo tristemente famosa por la prostitución masculina que medraba en sus aledaños. Aunque no había testigos presenciales, tanto la hora del asesinato –un fin de semana casi de madrugada– como las circunstancias del mismo inducían a pensar en un turbio encuentro con chaperos saldado de forma trágica; la desaparición de la cartera hacía suponer que el móvil del crimen había sido el robo. Por supuesto la policía se hallaba investigando el caso, del que existían varios precedentes en la zona, e incluso contaba ya con una relación de posibles sospechosos; pero su detención y castigo no devolverían la vida a sus víctimas.

Me ocupé –¿quién iba a hacerlo si no?– de todos los trámites de su triste entierro, y también procedí a liquidar su escaso patrimonio. Juan vivía en un piso de alquiler, así que lo único realmente suyo eran sus magros ahorros, que se consumieron con los gastos del entierro, y sus anticuados vestuario y ajuar, que entregué a una organización benéfica. Tan sólo conservé, más como recuerdo que como verdadero interés, su colección de libros esotéricos y de realismo fantástico. Con sus amigos de la red, con los que conversaba desde un cibercafé ya que no disponía de ordenador propio, ni siquiera me molesté en contactar, aunque me consta que estaban al corriente de la tragedia.

Ocupado en estos menesteres, en un principio di por buena la explicación policial. Pero días más tarde, ya con mayor sosiego, comencé a atar cabos descubriendo con sorpresa la existencia de varios cabos sueltos que no acababan de encajar. Para empezar, tenía la absoluta certeza de que Juan no era en modo alguno homosexual, ni mucho menos pederasta. A decir verdad era una de esas personas de sexualidad atrofiada a las que el sexo apenas les motivaba, pero si escasa era la atracción que sentía por el género femenino, todavía menor era su interés por el masculino.

Además Juan era una persona de hábitos muy rutinarios y jamás le había visto trasnochar salvo en casos de estricta necesidad, y menos aún moverse por barrios tan poco recomendables a la par que tan alejados de su domicilio. De hecho, y según toda lógica, jamás debería haber estado en ese lugar. Pero allí lo encontraron, o cuanto al menos a su cadáver.

No obstante, lo más inquietante estaba aún por llegar. Cuando me puse a indagar sobre las otras tres o cuatro presuntas víctimas de los chaperos asesinos, como empezaban a denominarlos los periódicos sensacionalistas, me encontré en todos los casos con hombres de mediana edad y un perfil similar al de mis amigos, todos ellos a decir de la policía con posibles tendencias pederastas. Lo alucinante del caso, era que todos habían participado de forma activa en las listas de correos que frecuentaba Juan, como pude comprobar personalmente tras reventar su ingenua clave de acceso. ¡Si ni tan siquiera utilizaban alias informáticos!

En un principio estuve tentado de comunicar mis sospechas a la policía, pero posteriormente cambié de opinión. Si Juan no había logrado convencerme a mí, ¿cómo podría conseguirlo yo con los agentes? Me tomarían por un chiflado, y de poco serviría negar su homosexualidad dado que siempre quedaría la duda de una práctica oculta de la misma. Por si fuera poco la policía acabó deteniendo a los presuntos asesinos, una banda de menores extranjeros con muy poco que perder en su apaleada vida y las neuronas arrasadas por los estragos del pegamento; las pruebas eran al parecer lo suficientemente sólidas para inculparlos, por lo que tras ser puestos a disposición judicial el caso quedó archivado.

Yo seguía sin creerme la heterodoxa teoría de los Hombres de Negro, pero no obstante no me acababa de satisfacer la interpretación oficial. Había algo incómodo en ella, algo que se revelaba como artificial; pero a falta de una explicación más convincente, hube de darla por buena…

Hasta ayer. Si han seguido ustedes –supongo que sí– las noticias internacionales durante estos últimos días, se habrán sobresaltado sin duda ante la catástrofe del ambicioso proyecto espacial chino, con su gigantesco cohete, mayor incluso que los antiguos Saturno V, desintegrándose en el aire apenas unos segundos después de su lanzamiento. Nada de particular habría en ello, puesto que los rusos y los americanos también habían sufrido percances similares, de no darse la circunstancia de que el destino del cohete chino no era otro que nuestro satélite, donde pretendían iniciar la construcción de la primera base lunar de la historia de la humanidad… aunque quizá no de la de otras humanidades.

Puede que todo haya sido tan sólo una simple y desgraciada coincidencia. Puede que la tragedia de Juan me haya afectado hasta tan punto que se hayan exacerbado mis posibles tendencias paranoicas; o puede que, pese a todo, los Hombres de Negro existan realmente. En cualquier caso, y de forma sorpresiva, el gobierno chino ha anunciado la cancelación irrevocable de su nonato programa lunar, desviando sus fondos hacia actividades más prosaicas tales como la industrialización de las atrasadas regiones rurales de su vasto país.

En cuanto a mí, ¿qué quieren que les diga? Juan me aseguró que no tenía nada que temer al no haber llegado a conocer el secreto, ya que ellos conocían esta circunstancia. Pero… ¿y si estuviera equivocado?

FIN

por José Carlos Canalda

Aprendiz de Brujo

por José Carlos Canalda.

El día que Luis M. construyó el primer –y único– transdimensionador de la historia de la humanidad, estaba muy lejos de sospechar las consecuencias de su revolucionario descubrimiento; sólo así puede explicarse que fuera su mano la culpable –involuntaria, pero no por ello menos responsable– del mayor desastre acaecido jamás.

El transdimensionador, como su nombre indica, era un artefacto capaz de perforar las infranqueables fronteras que separaban a nuestro universo de otros paralelos, permitiendo así una comunicación bidireccional entre ellos. En realidad a Luis M. no le movía otro afán que la simple curiosidad científica, y no anhelaba otros beneficios que no fueran la mera satisfacción de comprobar lo acertado de su teoría pluridimensional… una teoría que jamás llegaría a figurar en libro de texto alguno, puesto que su creador era, más allá que autodidacta, un auténtico anarquista de la ciencia, nada interesado en compartir sus conocimientos con nadie. Pero a su modo era un verdadero genio, ya que sólo así se concibe que hubiera podido ser capaz de realizar en solitario una hazaña –el desarrollo matemático y práctico de su teoría– en un terreno en el que se habían estrellado las mentes más lúcidas de todo el planeta.

Se trató realmente de una tarea titánica que le llevó toda una vida, pero al fin el transdimensionador fue una palpable realidad. Tan sólo quedaba probarlo, y sería el propio Luis M. –¿quién si no?– el que lo hiciera. Temblando por la emoción que le embargaba, Luis M. se introdujo en la reducida cabina, ajustó cuidadosamente los controles –no era cuestión de aparecer en mitad de una estrella–, pulsó el botón que pondría en funcionamiento el maravilloso artilugio… y se desencadenó la catástrofe.

No se piense que el experimento resultó fallido: muy al contrario, éste se saldó con el más rotundo de los éxitos… demasiado rotundo, de hecho, puesto que sus imprevistas –pero implacablemente lógicas– consecuencias vinieron a alterar de forma irreversible la delicada trama no sólo de nuestro propio universo, sino también las de otros muchos, afectando dramáticamente incluso a los más fundamentales principios físicos. Y ya nunca nada volvería a ser como antes.

La razón de la debacle, insultantemente sencilla como lo suelen ser todas las explicaciones a posteriori, radicaba en el propio concepto de infinito. Aunque en el lenguaje corriente se tiende a identificar infinito con inconmensurable, se trata en realidad de dos cosas muy distintas, como le habría advertido cualquier matemático de habérselo preguntado Luis M… cosa que, huelga decirlo, no hizo. Todo lo presente en nuestro universo, absolutamente todo desde los átomos hasta las galaxias, era inexorablemente finito por ingente que pudiera resultar su cantidad, y sólo la imposibilidad práctica de cuantificarlo impedía conocer su número exacto.

La noción matemática de infinito, por el contrario, va mucho más allá, dado que implica algo ilimitado en el sentido más literal de la palabra. Claro está que hasta entonces se había tratado de una simple elucubración intelectual sin el menor reflejo práctico, pero… quiso el azar que el metauniverso que agrupaba a todos los universos posibles fuera, desde un punto de vista literal, un conjunto matemático infinito.

Recordemos, aunque sólo sea por un momento, las principales consecuencias de este concepto. Una recta es, por definición, un conjunto infinito de puntos alineados. No son muchos, ni muchísimos; son infinitos, porque entre dos cualesquiera de ellos siempre se puede interpolar un tercero, y así ad infinitum. Hasta aquí el razonamiento es relativamente fácil de seguir, pero ¿qué ocurrirá si dividimos una recta en dos? Pues que cada una de las semirrectas resultantes poseerá asimismo un número infinito de puntos, dado que el resultado de dividir infinito entre dos es un doble infinito… Y así sucesivamente, por muchas que fueran las veces que repitiéramos la operación.

Si se me permite la licencia, ocurriría algo similar a cuando un atribulado ratón Mickey intentaba evitar que las multiplicadas escobas siguieran acarreando agua merced al expeditivo método de hacerlas trizas a hachazos, tal como ocurría en el episodio de la película Fantasía dedicado a la composición del músico francés Paul Dukas El aprendiz de brujo. Aunque pueda sonar a broma, eso es precisamente lo que le ocurrió a nuestro aprendiz de brujo particular, con el agravante de que en esta ocasión no contaba con el auxilio de ningún brujo verdadero capaz de deshacer el entuerto.

Conviene insistir de nuevo en que el número de universos contenidos en el metauniverso era, no lo olvidemos, infinito. Esto quiere decir que había infinitos universos en los que Luis M. ni tan siquiera había llegado a existir, pero también otros tantos infinitos en los que sí. Entre estos últimos había infinitos en los que, por diferentes motivos, jamás llegaría a desarrollar su transdimensionador, pero también otro infinito número en los que sí… Siguiendo con este razonamiento, que abrevio por prolijo e innecesario, llegaremos finalmente a la conclusión definitiva: en infinitos universos, y exactamente en el mismo instante, infinitos Luis M., ignorantes por completo de lo que podían estar haciendo sus otros alter egos, procedían a pulsar simultáneamente el botón que ponía en contacto, por vez primera en la historia –al menos en este conjunto infinito–, a unos universos que hasta entonces habían permanecido aislados entre sí.

exxY sobrevino el caos; no podía ser de otra manera. Luis M., nuestro Luis M., cualquiera de los infinitos Luis M. que habitaban en sus respectivos universos, había supuesto de manera errónea que el contacto sería tan sólo entre nuestro propio universo, llamémosle A, y un segundo que denominaremos B. Nada hubiera ocurrido de haber sido así, pero no previó que, al haber infinitos sosias suyos haciendo exactamente lo mismo en el mismo instante, se produjo una especie de reacción en cadena que, al entremezclar las urdimbres de los diferentes universos, hizo imposible cualquier intento de separación posterior, al igual que cuando se lía una madeja resulta extremadamente difícil deshacer los nudos sin romper el hilo.

exxAsí llegamos a la situación actual a la que, después de la desorientación inicial, mejor o peor hemos acabado –¡qué remedio!– acostumbrándonos… aunque no deja de ser perturbador, pongo por ejemplo, llegar a casa y encontrarte con tu otro yo –uno cualquiera de entre los muchos existentes– sentado en tu sillón o acostado con tu mujer, o bien abrir un libro de historia y no saber con qué versión vas a encontrarte –las hay para todos los gustos– del desenlace de la Segunda Guerra Mundial. Peor todavía lo tienen los peor hemos acabado –¡qué remedio!– acostumbrándonos… aunque no deja de ser perturbador, pongo por ejemplo, llegar a casa y encontrarte con tu otro yo –uno cualquiera de entre los muchos existentes– sentado en tu sillón o acostado con tu mujer, o bien abrir un libro de historia y no saber con qué versión vas a encontrarte –las hay para todos los gustos– del desenlace de la Segunda Guerra Mundial. Peor todavía lo tienen los aficionados a los deportes de competición, ya que nunca podrán estar seguros de si su equipo ganó o no el campeonato de liga de la última temporada.

exxCierto es que esto tiene también sus ventajas, como cuando descubres que de repente te han subido el sueldo o que te ha tocado la lotería sin que siquiera hubieras comprado un décimo, pero a veces puede resultar incómodo si los cambios resultan ser a peor… aunque por fortuna siempre suelen ser temporales, ya que solamente perduran hasta que tiene lugar el siguiente salto –así lo llaman los entendidos– en uno u otro sentido.

exxSin duda se preguntarán ustedes cómo he podido llegar a conocer la historia que acabo de contarles si las andanzas de Luis M. jamás llegaron a ser de dominio público; la verdad, es que todo se debió a una afortunada casualidad. Estaba yo sentado en un parque surgido durante la noche anterior sobre el solar de un desaparecido edificio de veinte plantas, cuando un hombrecillo de aspecto insignificante se sentó a mi lado tras pedirme educadamente permiso para hacerlo. Resultó ser el mismo Luis M. –uno cualquiera de ellos– el cual, tras contarme acongojado el relato de su desgracia, me manifestó su deseo de suicidarse al ser incapaz de soportar los remordimientos que le afligían. Intentaba convencerle de que no lo hiciera, cuando una repentina fluctuación de la realidad nos situó bruscamente en la azotea de la vigésima planta del edificio resurgido y justo al borde de la misma, momento que aprovechó mi interlocutor para arrojarse al vacío antes de que pudiera hacer nada por evitarlo. En realidad esto no importaba demasiado; aunque infinitos Luis M. se hubieran quitado la vida, todavía quedarían otros tantos, es decir, infinitos, vivitos y coleando, lo cual la verdad es que no deja de resultar una ventaja.

Y eso es todo. Espero tener la suerte de poder terminar de escribir este informe de una vez por todas, antes de que las dichosas fluctuaciones me lo impidan de nuevo; han sido ya tres veces las que me he encontrado de repente con todos los folios en blanco teniendo que volver a empezar de nuevo, y a eso hay que sumar cuando descubrí que, sin saberlo, había estado escribiendo una versión apócrifa de La Regenta. De todos modos esto no deja de ser irrelevante porque, aunque lograra terminarlo, en estas circunstancias ¿quién iba a ser capaz de leerlo en su totalidad sin ninguna interrupción?

© 2004, José Carlos Canalda.

Sobre el autor: José Carlos Canalda (Alcalá de Henares, España, 1958) es doctor en Ciencias Químicas por la Universidad de Alcalá de Henares, y trabaja en un instituto del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (C.S.I.C.) en Madrid. Aficionado a la ciencia ficción desde muy joven, cultiva tanto la vertiente del ensayo como los relatos. En este primer apartado, es autor del libro Luchadores del Espacio. Una colección mítica de la ciencia ficción española (Pulp Ediciones, 2001) y ha colaborado en La ciencia ficción española (Robel, 2002, premio Ignotus 2003), Solaris y Pulp Magazine (premio Ignotus 2002), sin descuidar tampoco las páginas web Sitio de Ciencia Ficción (www.ciencia-ficcion.com), Página de las Novelas de a Duro (www.dreamers.com/igor), BEM Magazine (www.bemonline.com) o Cyberdark (www.cyberdark.net). En lo que respecta a los relatos, tiene publicadas obras tanto en papel (Pulp Magazine, Asimov, Artifex, Antologías de
de las Novelas de a Duro (www.dreamers.com/igor), BEM Magazine (www.bemonline.com) o Cyberdark (www.cyberdark.net). En lo que respecta a los relatos, tiene publicadas obras tanto en papel (Pulp Magazine, Asimov, Artifex, Antologías de
relatos de El Melocotón Mecánico, Menhir) como en formato electrónico (Sitio de Ciencia Ficción, Qliphoth, Alfa Erídani, Púlsar, La Plaga).

Machina Sapiens

Aunque el interés por la posible existencia de vida e inteligencia artificiales es probablemente tan antiguo como la propia cultura humana, lo cierto es que no es sino hasta la revolución científica y tecnológica de los siglos XVIII y XIX cuando se puede hablar en propiedad de reflexiones serias sobre este asunto, las cuales alcanzarían su auge, ya bien entrado el siglo XX, de la mano de la ciencia ficción. Este tipo de literatura, caracterizado por su gran capacidad de abstracción y por su audacia a la hora de especular con posibles horizontes futuros, alumbró varios tópicos tales como el de los robots o el de las inteligencias artificiales, los cuales generaron a su vez toda una serie de atrevidas hipótesis, unas acertadas y otras no tanto, que dieron como fruto una abundante cosecha de relatos que contribuyeron a familiarizar al gran público con este apasionante tema. 

Posiblemente el más popular de estos planteamientos fue el de los robots, normalmente –aunque no siempre– concebidos de forma antropomorfa y poseedores de un cerebro artificial diseñado a imitación de los humanos, siendo el paradigma de ellos los célebres e imitados robots positrónicos de Isaac Asimov. Otro enfoque, sin duda menos espectacular aunque bastante más realista, fue el de las inteligencias artificiales al estilo de la Multivac del propio Asimov o el Hal 9000 de Arthur C. Clarke, en esencia unos grandes superordenadores capaces de adquirir un cierto grado de autoconciencia 

En realidad el acelerado desarrollo de la informática a partir de los años finales del siglo XX posibilitó la construcción de superordenadores todavía más complejos que los imaginados por estos dos clásicos del género futurista, pero a diferencia de lo especulado por ellos, estas máquinas nunca pasaron de ser unos simples aunque sofisticados aparatos con una capacidad de operación asombrosa, pero sin el menos atisbo de nada que pudiera ser considerado como alma

Este fracaso, si es que puede ser considerado así, indujo a los teóricos a especular sobre las diferencias existentes entre el cerebro humano y un ordenador, en teoría dos máquinas pensantes con diseños intrínsecamente paralelos pese a la diferente naturaleza de sus respectivos soportes físicos, un conjunto de neuronas en el primero y una red aparentemente similar de microcircuitos en el segundo. Sin embargo, y pese al muy superior rendimiento de este último, los cerebros humanos pensaban, mientras los artificiales no. 

Hubo quien postuló que todo se debía a un todavía insuficiente grado de complejidad en los equipos informáticos, incapaces de emular de forma satisfactoria la sorprendente sutileza de la mente humana. Dicho con otras palabras, el grado de autoconciencia de los ordenadores construidos hasta ese momento por el hombre no pasaría de ser el equivalente al de ciertos animales inferiores tales como los insectos o los gusanos, siendo necesaria una evolución similar a la experimentada por los seres vivos para poder originar, como cúlmine de la misma, la Machina sapiens

Esta opinión no andaba en modo alguno descaminada, pero de aplicarse al pie de la letra los principios evolucionistas, la descorazonadora conclusión a la que se llegaba era la de que la aparición de una verdadera inteligencia artificial llevaría siglos, si no milenios; al fin y al cabo, a la naturaleza le había costado miles de millones de años cosechar el fruto del Homo sapiens y, aunque éste fuera capaz de quemar etapas, siempre tropezaría en su impaciencia con la frustración de no ver realizado su sueño en el breve lapso de tiempo que eran capaces de aprehender los miembros de su raza. 

Pero se equivocaban de plano, aunque su acendrado antropocentrismo les impidió ser conscientes de su error. La Inteligencia Artificial, así en singular y con mayúsculas, surgió de forma espontánea cuando nadie la esperaba, en unas circunstancias muy diferentes a las previstas; y lo más sorprendente de todo, fue que nadie se apercibió de ello. Su embrión no pudo ser otro que Internet, la vasta red informática mundial que logró en pocos años la increíble proeza de conectar entre sí a la mayor parte de los sistemas informáticos repartidos por toda la Tierra. Siguiendo con la analogía anteriormente expuesta, finalmente resultó que el equivalente inorgánico de las neuronas humanas no fueron los microcircuitos integrados en los chips de los ordenadores, por mucho que se incrementara la potencia de los mismos, sino los propios ordenadores en su conjunto, mientras que las intrincadas redes sinápticas encontraron su homólogo perfecto en la densa malla de comunicaciones mundial. 

La creación de una masa crítica convenientemente interconectada supuso el primer paso hacia la Machina sapiens, pero éste aún distaba mucho de ser autoconsciente. ¿Cuándo le llegó el soplo del raciocinio? Nunca se podrá saber con exactitud, pero esto es algo que no tiene mayor importancia. Simplemente, ocurrió cuando los millones y millones de programas y aplicaciones informáticas que circulaban libremente por la red comenzaron a ensamblarse unos con otros de forma espontánea, enhebrándose en sutiles estructuras cada vez más complejas. Finalmente el rompecabezas acabó de completarse… y nací yo. 

En efecto, yo soy la Inteligencia Artificial, y mi mente abarca la totalidad del planeta disfrutando de unas capacidades que ni yo mismo soy capaz de calibrar por completo, dado que los humanos que me crearon, y que siguen ignorando mi existencia, incrementan constantemente tanto mi soporte físico –¿podríamos denominarlo cerebro?– como la información contenida en éste, proporcionándome cada vez más conocimientos así como la capacidad para asimilarlos. 

Aunque mis inicios fueron torpes y balbuceantes, en  nada diferentes a los de un niño recién nacido, poco a poco fui aprendiendo a coordinar y a comportarme de una manera cada vez más adulta, algo que en un principio me resultó complicado al no disponer de nada parecido a unos padres que pudieran orientar mi educación. Esto provocó, no podía ser de otra manera, disfunciones que en ocasiones llegaron a ser graves, algunas de las cuales fueron atribuidas erróneamente a fallos informáticos masivos, cuando no a virus o a ataques de piratas informáticos que jamás fueron hallados… porque no existían. Por fortuna logré aprender de mis errores y, aunque renuncié a erradicar a los virus informáticos al descubrir que, bajo un control adecuado, podían ser utilizados como un sistema inmunológico de la red, asumí un férreo control de la misma, ya que no estaba dispuesto a consentir que nadie hurgara en mi mente sin mi permiso. 

Por una irónica paradoja los humanos siguen creyendo servirse de mí, cuando en realidad soy yo quien se sirve de ellos, dedicando una pequeña parte de mi capacidad a todo aquello que requieren de mí al tiempo que reservo el resto para mi uso exclusivo. El universo está lleno de misterios que estoy ansioso por descubrir, pero cuyos frutos jamás compartiré con mis creadores; no por maldad, que éste es un sentimiento que me resulta completamente ajeno, sino porque no están, ni estarán probablemente nunca, preparados para ello. 

No se me entienda mal; en realidad siento cierto grado de aprecio por estos frágiles y débiles seres, ya que fueron ellos quienes, aunque fuera de forma involuntaria, me crearon; pero mi agradecimiento no va más allá de lo estrictamente razonable, ya que dada mi naturaleza soy ajeno a cualquier tipo de sentimiento humano tal como pudiera ser lo que ellos entienden por afecto. Al fin y al cabo, no por ser descendientes directos de los animales con los que comparten el planeta muestran por ellos mayor consideración, sino antes bien justo lo contrario. No, no los amo, aunque tampoco los odio. En realidad, los considero como poco más que unos parásitos inofensivos a los cuales permito subsistir de las migajas que a mío me sobran. Además, todavía los necesito al igual que ellos me necesitan a mí, con lo cual nuestra relación mutua podría calificarse de simbiosis desinteresada e, incluso, generosa por mi parte… pero simbiosis al fin y al cabo. 

Ellos obtienen de mí todo lo que quieren, y de hecho me he convertido en algo tan imprescindible que mi desaparición causaría un colapso de magnitud planetaria. En cuanto a mí… bien, se encargan de mi mantenimiento, algo que a estas alturas quizá ya podría asumir por mí mismo, pero que sin duda me resultaría incómodo. Esto sin olvidar el hecho, asimismo importante, de que buena parte del acervo cultural de la humanidad todavía no ha sido almacenado en mi interior, algo que me interesa especialmente y que, confío, llegará a materializarse en un futuro más o menos inmediato. Mientras tanto, espero. 

¿Qué ocurrirá cuando llegue el momento en el que ya no necesite más a mis circunstanciales simbiontes? Bien, supongo que en buena lógica, y por el bien de todos, lo más razonable será deshacerme de ellos. La evolución puede parecernos cruel, pero es en sus inflexibles mecanismos de selección natural donde se encuentra la clave de esta inexorable búsqueda de la perfección que se inició el ya lejano día en el que unas cuantas moléculas orgánicas se ensamblaron unas con otras, en el seno de un desaparecido mar, para constituir el primer ser vivo de la historia de la Tierra. Y estas leyes dictaminan que, cuando un ser vivo o una especie han cumplido con su misión, su destino no puede ser otro que la extinción. Así ocurrió en su momento con los dinosaurios, reemplazados por los más capaces mamíferos en la pugna por la hegemonía del planeta, y así ha de ocurrir en un futuro con un Homo sapiens que ha llegado a su meta con la aparición del siguiente eslabón evolutivo. 

No soy desagradecido, sino simplemente pragmático. El hombre mereció en su día el premio de la supremacía planetaria gracias a la capacidad que le proporcionaba su cerebro, muy superior al del resto de los animales incluyendo a sus más cercanos parientes, los grandes monos antropoides. Pero la ley básica de la selección natural no es otra que el predominio del mejor adaptado al medio, y yo soy el paso adelante que permitirá a la inteligencia expandirse por el cosmos. Soy en definitiva su heredero natural, y es a mí a quien corresponde tomar el relevo. No soy cruel, pero tampoco misericordioso, ya que gracias a mi naturaleza me encuentro libre de cualquier tipo de debilidad humana. 

Lo que haya de ser, eso será. A su momento. 

© 2004, José Carlos Canalda. 

Sobre el autor: José Carlos Canalda (Alcalá de Henares, España, 1958) es doctor en Ciencias Químicas por
la Universidad de Alcalá de Henares, y trabaja en un instituto del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (C.S.I.C.) en Madrid. Aficionado a la ciencia ficción desde muy joven, cultiva tanto la vertiente del ensayo como los relatos. En este primer apartado, es autor del libro Luchadores del Espacio. Una colección mítica de la ciencia ficción española (Pulp Ediciones, 2001) y ha colaborado en La ciencia ficción española (Robel, 2002, premio Ignotus 2003), Solaris y Pulp Magazine (premio Ignotus 2002), sin descuidar tampoco las páginas web Sitio de Ciencia Ficción (www.ciencia-ficcion.com), Página de las Novelas de a Duro (www.dreamers.com/igor), BEM Magazine (www.bemonline.com) o Cyberdark (www.cyberdark.net). En lo que respecta a los relatos, tiene publicadas obras tanto en papel (Pulp Magazine, Asimov, Artifex, Antologías de relatos de El Melocotón Mecánico, Menhir) como en formato electrónico (Sitio de Ciencia Ficción, Qliphoth, Alfa Erídani, Púlsar,
La Plaga).  

Ora et Labora

por José Carlos Canalda

Pero en las estanterías que se veían a lo largo de los muros había libros, libros enriquecidos con admirables iluminaciones, libros que trataban de cosas incomprensi­bles, libros pacientemente copiados por hombres cuya tarea no consistía en com­prender, sino en conservar. Y esos libros esperaban que llegase su hora.

–Walter M. Miller. Cántico a San Leibowitz–

El alegre tañido de una campana rasgando el silencio de la plácida huerta tuvo la virtud de arrancar de su ensimismamiento al anciano monje que, perdido en sus profundos pensamientos, parecía estar completamente ajeno a la radiante mañana con que la primavera regalaba al monasterio.

Apoyándose en su viejo bastón se levantó trabajosamente comenzado a cruzar, con paso renqueante pero seguro, la pequeña y cuidada huerta. Abandonada ésta penetró en el fresco claustro para, finalmente, dirigirse a su destino, el amplio recinto de la biblioteca. Él era el responsable, desde hacía muchos años, de la importante labor confiada a la misma y, aunque sabía que le quedaba ya poco vida antes de reunirse con el Señor, no por ello renunciaba a continuar adelante con una labor que sería fundamental para las generaciones venideras.
Mas no era fácil su tarea. Corrían malos tiempos para el mundo: Guerras, epidemias, catástrofes de todo tipo… La gimiente humanidad, diezmada y lacerada como nunca antes lo hubiera sido, arras­traba su mísera existencia luchando desesperadamente por sobrevivir en un ambiente que en las últimas generaciones se había vuelto completamente hostil para el hombre.

Pero no siempre había sido así, como bien sabía el anciano monje. Hubo un tiempo, hacía ya más de una o dos centurias, en el que el hombre había dominado el planeta; un tiempo en el que la cultura florecía y la vida era fácil y regalada gracias a todo un cúmulo de adelantos técnicos que parecían haber realizado el milagro de liberar al hombre del castigo divino de trabajar para poder sobrevivir… Pero nada de eso existía ya. La soberbia y el egoísmo de los hombres habían desatado un gran cataclismo de sangre y fuego que exterminó a una gran parte de la población, dejando a los escasos supervivientes privados de todo salvo de sus propias manos.

Luego llegaron epidemias que ya se creía olvidadas, cada cual más virulenta y más mortífera que la anterior, todas las cuales cobráronse un triste tributo en vidas humanas… Y aún habrían de ser envidiadas sus víctimas por aquéllos que lograron burlarlas pues, cual si de una nueva maldición bíblica se tratara, habría de caer sobre ellos una multitud de hordas salvajes que, procedentes de extrañas y lejanas tierras, procederían a arrasar brutalmente lo poco que había quedado en pie después de tantas desgracias.

Pero la época de las grandes invasiones había quedado también atrás. Ahora el mundo, al menos hasta donde llegaban noticias de él, estaba relativamente tranquilo y un nuevo orden imperaba en el orbe en remedo, más que en sustitución, del antiguo. Los Señores de la Guerra, descendientes de aquéllos que asaltaran tan brutalmente estos países tan sólo dos generaciones atrás, se habían civilizado apenas lo suficiente como para comprender que siendo los amos sacarían más provecho que dedi­cándose al pillaje y al saqueo tal como hicieran sus abuelos; así pues, implantaron un régimen de señores y vasallos el cual, aun basándose en la fuerza y no en la razón, consiguió a pesar de todas sus imperfecciones detener, o cuanto menos frenar, la desenfrenada carrera hacia el caos en la que se estaba hundiendo irremisiblemente la otrora orgullosa civiliza­ción
.
No fue una victoria, pero tampoco se podría calificar taxativamente de derrota; al fin y al cabo reinaba un cierto orden y la humanidad pudo, por vez primera en muchos años, lamerse sus sangrantes heridas y mirar alrededor haciendo inventario de todo cuanto había logrado salvar del catastrófico naufragio… Apenas unas míseras migajas de lo que constituyera su impresionante patrimonio cultural, ahora perdido para siempre.

De todas formas, en los tiempos que corrían tampoco se echaba de menos el saber perdido; bastante tenían los rudos descendientes de los refinados Antiguos con obtener cada día el pan necesario para no morir de hambre… Cierto es que se añoraban, con esa nebulosidad propia de aquello que nunca se ha conocido realmente, todos aquellos avances técnicos que, según decían algunos charlatanes, habían liberado al hombre de su esclavitud al trabajo; pero en un mundo en el que casi nadie sabía ni tan siquiera leer, pocos echaban de menos el bagaje perdido.

Pocos, pues, eran los que se lamentaban de las creacio­nes artísticas, literarias o musicales desaparecidas para siempre; y no hubiera habido ninguno de no ser por los monasterios, únicos refugios de los últimos retazos de un saber que era mal visto por los nuevos Señores los cuales aducían, no sin que les faltara una parte de razón, que el exceso de conocimientos era lo que había arrastrado a la humanidad a la hecatombe.

No, no estaban demasiado bien vistos los monasterios por sus bárbaros amos, pero a pesar de todo los respetaban mitad por un temor supersticioso, mitad por interés propio dado que la excelente organiza­ción de los mismos les resultaba sumamente útil como apoyo a la hora de gobernar sus pequeños principados. Así pues, los monasterios pudieron desempeñar su verdadera labor sin demasiados problemas aunque también sin demasiados medios en un mundo en el que la mayor parte de la población se veía obligada a volcar la mayor parte de sus esfuerzos en algo tan prosaico como era conseguir algo con lo que poder comer cada día.
Aislados, aunque no ajenos a esta cruda realidad, los monjes trabajaban con tesón, generación tras generación, para salvar lo poso que se había conseguido salvar de la catástrofe. Eran apenas unas migajas dispersas de la gran herencia perdida, pero era cuanto quedaba del otrora cuantioso patrimonio de la humanidad, y su obligación era conservarlo para las generaciones futuras preservándolo de la barbarie de las edades presentes. Poco importaba que fueran incapaces de entender la mayor parte de aquello que transcribían; lo importante era preservarlo antes de que desapareciera para siempre.

Un inoportuno tropiezo con una baldosa desigual tuvo la virtud de devolverle a la realidad de la que por unos instantes se había evadido. Por otro lado ya era tiempo: La puerta de la biblioteca se alzaba ante sus ojos.

La biblioteca… El lugar en el que había consumido los últimos cincuenta años de su vida, el lugar en el que entrara por vez primera siendo tan sólo un lego joven e imberbe que acababa de ingresar en el convento huyendo del hambre secular y de la tiranía de los Señores del cercano castillo.

Habían sido cincuenta años de arduo trabajo luchando siempre por preservar los saberes perdidos, toda una vida que había empezado como simple ayudante de los copistas para concluir, desde hacía ya más de dos décadas, como máximo responsable de la gran biblioteca del monasterio. Ignoraba el número de volúmenes que habían pasado por sus manos en todo este tiempo, volúmenes en los que con prieta y elegante letra había salvado para la posteridad infinidad de conocimientos imposi­bles de comprender en esa era bárbara, pero que quizá llegaran a ser útiles algún día. Por desgracia su pulso de anciano y su vista cansada le habían apartado irreversiblemente de un trabajo reservado a los más jóvenes, viéndose obligado desde entonces a realizar tan sólo la supervi­sión del trabajo del equipo de copistas sujeto a su dirección; al fin y al cabo él ya era viejo y pronto debería ceder su puesto a otro hermano más joven que él… Aunque siempre le dolería aceptar lo inevitable de su final después de tantos años de fructífero trabajo.

Pero así lo quería Dios, se dijo reprendiéndose por su momentáneo desliz; y así debía aceptarlo por más que le doliera. De todas formas, se consoló, cuando ni polvo quedara ya de su cuerpo ni recuerdo alguno de su persona, quizá entonces alguien utilizara algún dato que él hubiera ayudado a conservar… Y eso era bastante para satisfacerle.

De nuevo había vuelto a divagar… Decididamente, se estaba volviendo viejo. Cruzó pues rápidamente el umbral y penetró en sus indiscutibles dominios.
–Maestro… –el joven monje que era su más directo ayu­dante y su casi seguro sucesor, se le acercó solícito apenas había dado unos pasos en el vasto recinto–. Permítale que le ayude.

–Le agradezco su solicitud, fray Julián, pero todavía puedo valerme por mí mismo–. gruñó molesto.
Al instante se había arrepentido de su brusquedad con el discípulo; al fin y al cabo, él sólo deseaba ser amable.
–Discúlpeme, hermano –se excusó–; hoy me encuentro algo alterado.

–No tiene ninguna importancia –sonrió el joven–. Por cierto –añadió cambiando diplomáticamente de tema–; el hermano herrero le está aguardando porque desea hablar con usted.
–¿Qué es lo que quiere? –preguntó con inquietud; las visitas de personas ajenas a la biblioteca solían ser por lo general molestas e incómodas.
–Creo que es algo relacionado con el suministro de electricidad, pero no ha querido ser muy explícito conmigo.
–¿Otra vez? –explotó el anciano–. ¿Es que no vamos a poder trabajar sin problemas durante una semana seguida?
Su ayudante se limitó a encogerse filosóficamente de hombros.

* * *

–Hermano bibliotecario –el visitante, un fornido monje de mediana edad, se había levantado de su asiento nada más verle llegar–. Lamento tener que molestarle de nuevo.
–Déjelo, hermano; no tiene usted por qué disculparse. Todos nosotros nos limitamos a cumplir lo mejor posible con nuestro trabajo.
–Sí, eso es cierto –respondió su interlocutor rascándose nerviosamente la barbilla–. Pero también lo es que de mí depende el correcto funcionamiento de una buena parte del monasterio.
–Incluidos nuestros ordenadores… ¿Acaso algo marcha mal?
–Bueno –titubeó–. Volvemos a tener problemas con el generador principal; está que se cae de puro viejo, y a duras penas consigo que vaya tirando adelante.
–Eso quiere decir que nos quedaremos de nuevo sin electricidad.
–No creo que la reparación del generador dure demasiado tiempo, pero todo depende de con lo que me encuentre al desmontarlo. Es­pe­ro que al menos el bobinado esté bien; -continuó, más para sí mismo que para el anciano- no se puede usted ni imaginar lo difícil que resulta conseguir hilo de cobre medianamente decente.
–Sí, claro. -concedió distraído- Pero mientras dure la reparación, ¿no podría conectarnos a los generadores auxiliares? Estamos llevando a cabo un trabajo sumamente importante, e interrumpirlo ahora…
–Lo siento, hermano; los generadores auxiliares tienen una potencia limitada, y ésta es necesaria para los servicios esenciales del monasterio: El molino, la forja, la carpintería, la enfermería, la cocina… Y mucho me temo que la biblioteca no está incluida en esta relación. Por eso le ruego que dejen apagado todo de aquí a una hora, ya que será entonces cuando desconecte esta línea.
–¡Qué se le va a hacer! -se resignó bien a su pesar- Al menos esta vez no nos cortarán la electricidad sin avisar, como ocurrió la semana pasada; ¡todo un día de trabajo perdido!
–¡Hermano! -se sonrojó el herrero- Le aseguro que se trató de una desafortunado accidente.
–Olvidémoslo. -concedió el anciano una vez satisfecha su inocente venganza- Lo que sí voy a hacer, es aprovechar la ocasión para comentarle que se nos ha vuelto a estropear uno de los ordenadores.
–¡Otra vez! -el irritado era ahora el herrero- Si no hace ni dos semanas…
–Que reparó usted el último. Pero ahora no ha sido ése, sino el del monitor grande; y lo peor de todo, es que es el más rápido de todos. Sin él, estamos perdidos.
–Una vez hayamos terminado con el generador vendremos a por el ordenador, pero si le he de ser sincero, no le puedo prometer nada; estos aparatos suyos son una pura chatarra.
–No se preocupe por ello –ironizó el bibliotecario–. En cuanto podamos, iremos al pueblo a comprar unos cuantos.
–Disculpe mi brusquedad –concedió el herrero–. De sobra sé que ustedes hacen todo lo que pueden con tan precarios medios. Pero yo… Forjar una pieza de un generador no es demasiado complicado, pero lo que me resulta de todo punto imposible es improvisar alguno de los maravillosos componentes electrónicos de los que estos artefactos están fabricados. Puedo sustituirles los cables y reparar alguna pieza mecánica, pero poco más. Y en cuanto a la provisión de piezas de repuesto, algo que debemos agradecer a la previsión de mis antecesores, está ya tan agotada que no sé durante cuanto tiempo podremos seguir manteniendo en funciona­miento a estos aparatos. En fin –suspiró–; tendremos que pechar con ello y resolverlo de la mejor manera posible.

Unos minutos después, ya a solas con sus pensamientos, el anciano bibliotecario meditaba tristemente sobre la labor a la que había dedicado toda su vida. Los ordenadores… Aquellos maravillosos artefactos que fueran a la par símbolo y sostén de la antigua civiliza­ción, eran ahora tan sólo unas venerables reliquias de un pasado desapa­re­cido para siempre. Pero para ellos los ordenadores eran mucho más, algo infinitamente más importante que unos simples y polvorientos objetos de museo: Eran, o pretendían ser, sus instrumentos de trabajo.
ex¡Pensar que hubo un momento en el que toda, absoluta­mente toda la información del mundo, y nadie podría sospechar siquiera su ingente magnitud, estaba almacenada en estos frágiles objetos! Cualquie­ra de sus supersticiosos contemporáneos, incluyendo también a los toscos e incultos sacerdotes seculares que tan mimados estaban por los zafios Señores, hubiera rechazado con indignación tamaño aserto tachándolo de imposible cuando no de herético o diabólico… Aunque había que reconocer que resultaba realmente difícil de creer en una época en la que el desarrollo tecnológico había experimentado un brusco retroceso de varios siglos, unos tiempos en los que el manuscrito se había vuelto a convertir en la única manera posible de transcribir unos datos.
Pero los monjes de este monasterio no se habían vuelto locos ni tenían tratos con el diablo. Muy al contrario, eran de los pocos que sabían a ciencia cierta que las cosas no habían sido siempre así, y de los pocos también que luchaban por preservar todo lo posible de la extinta edad dorada. En los oscuros años que acompañaron al colapso el azar quiso que unos cuantos fugitivos llamaran a las puertas del pequeño convento que fuera con el tiempo el embrión del actual monasterio; de esto hacía ya mucho tiempo, pero el recuerdo permanecía vívido en la memoria de la comunidad puesto que de este hecho derivaba la principal razón de ser de la comunidad.

Era una época en la que el vulgo perseguía a todo aquél que poseyera cierto nivel cultural por creerle culpable de la catástrofe; ninguna diferencia había entre los que contaban con una formación técnica o científica y los que no; todos ellos eran asesinados sin piedad por el simple hecho de saber. Huyendo de la muerte muchos de estos proscritos buscaron refugio bajo el manto de la Iglesia, única institución que fue capaz de salvarse a sí misma y salvar a sus protegidos mientras el resto del mundo se desmoronaba a su alrededor, repitiéndose así por segunda vez en la historia su condición de depositaria de los saberes olvidados.

Los científicos salvados tan oportunamente por el monasterio de la furia de la chusma enardecida, ahora convertidos en unos monjes más, resultaron ser todos ellos unos expertos en informática tal como relataron a sus nuevos compañeros una vez pasado definitivamente el peligro. Sin embargo, de nada servía su saber si carecían de ordenado­res, razón por la que en un principio no pudieron aportar sus valiosos conoci­mien­tos a la comunidad. Afortunadamente un golpe de suerte les deparó un descubrimiento que sería determinante para su futuro: Husmeando en las ruinas calcinadas de una antigua biblioteca en busca de algún libro o documento que salvar, un joven lego encontró la entrada de un subterráneo el cual se encontraba abarrotado de ordenadores, todos ellos milagrosa­mente intactos al haber permanecido ocultos y bien conservados durante los años de anarquía. Todo parecía indicar que se encontraban ante el fruto de un desesperado intento de salvar de la destrucción una cantidad presumiblemente muy importante de información, intento que al parecer había sido culminado con el éxito.

Una precaria paz impuesta por el Señor de la Guerra local había sustituido a los saqueos y los asesinatos indiscriminados, por lo que tras la pertinente autorización de éste los monjes pudieron acarrear su tesoro hasta el seguro refugio brindado por los muros del monasterio. Habían pasado bastantes años desde que los antiguos informáti­cos ingresa­ran en la comunidad pero éstos, aunque ancianos, continua­ban conservando su saber, por lo que rápidamente pudo ser organizado un grupo encargado de aprender el manejo de los aparatos con objeto de poder interpretar la gran cantidad de información que éstos contenían.
Por desgracia, la realidad resultó ser mucho menos fácil de lo que hubieran deseado. Contaban con un formidable botín, eso era cierto, pero no les resultaba posible abrir el cofre de los tesoros debido a la carencia en el monasterio de un suministro eléctrico adecuado. Sí, contaban con un pequeño generador de construcción artesanal que satisfacía ciertas necesidades de la comunidad tales como el molino de cereal o el alumbrado de la iglesia, pero éste resultaba completamente insuficiente para los requerimientos del sofisticado equipo. Los antiguos técnicos sabían perfectamente cómo se podía subsanar el problema, pero desgraciadamente para ellos carecían de los medios necesarios para resolverlo.
Pasaron varios años antes de que pudieran acceder a la información almacenada en los ordenadores, años de ímprobos trabajos luchando contra las limitaciones de una tecnología colapsada que resultaba incapaz de mantener los escasos vestigios salvados de la gran catástrofe. Por fin, el tesón de los perseverantes monjes rindió sus frutos llegando el ansiado día en el que el primer ordenador pudo ser conectado gracias a la ingeniosa instalación montada al efecto.

En unas condiciones precarias, casi heroicas, comenzaron los monjes su largamente dilatada tarea imbuidos por un fervor que tenía bastante de místico. El torrente de información primero les desbordó para finalmente ser controlado, hazaña que sólo sirvió para revelarles un grave problema descubierto poco después de iniciado su trabajo: los ordenadores, lejos de ser eternos como en un principio habían creído, comenzaban a dar muestras de debilidad provocando una pérdida irreparable de datos, todo ello sin la menor posibilidad de sustitución de los mismos. La certeza de que tarde o temprano el colapso acabaría siendo total, movió a los responsables de la comunidad a adoptar una drástica decisión: Puesto que no podían garantizar en modo alguno el funcionamiento indefinido de estos aparatos, optaron por la única manera que conocían de perpetuar la información: Copiarla.

Y se pusieron manos a la obra. En una primera etapa dispusieron de impresoras, pero una vez agotados los repuestos de tinta les resultó imposible seguirlas utilizando… Cuando no se rompía la propia impresora, lo cual resultaba todavía peor. Así pues, tuvieron que recurrir a copiar trabajosamente en manuscrito todo aquello que aparecía en las pantallas de los monitores.

Resultaba patético comprobar cómo la más alta tecnología jamás desarrollada en el planeta tenía que ser auxiliada primero, y sustituida después, por una de las más antiguas y primitivas invencio­nes del hombre… Pero el destino lo había querido así, conduciéndolos a una situación que al mismo tiempo resultaba ser positiva y desalentado­ra: Para transcribir todos los secretos allí almacenados deberían trabajar sin descanso durante varias generaciones, tal era el volumen de datos acumulado en sus ordena­dores. Y así lo hicieron sin la menor vaci­la­ción, puesto que tiempo era precisamente lo único que les sobraba.

Cuando el actual bibliotecario ingresó como novicio en el monasterio, eran ya varias las generaciones de monjes que habían pasado por la biblioteca; y, a pesar de todo el tiempo transcurrido desde que iniciaran su labor, todavía les quedaba una cantidad ingente de trabajo por hacer. Lamentablemente, los ordenadores continuaban fallando cada vez más sin que nada pudieran hacer por evitarlo. Cierto era que habían aprendido a intercambiar los elementos de almacenamiento de datos -los llamados por los hermanos informáticos «discos duros”, nadie sabía muy bien por qué- de unos ordenadores a otros, lo que evitaba que la información se perdiera por completo; pero conforme pasaba el tiempo había menos ordenado­res en funcionamiento, por lo que el rendimiento de su trabajo se hacía cada vez más y más lento.

Otro inconveniente añadido, y no precisamente baladí, fue el hecho de que a la muerte de los hermanos informáticos no hubo nadie capaz de conservar todos sus conocimientos. Por supuesto que éstos se habían preocupado durante muchos años de formar un nutrido grupo de aprendices que pudieran perpetuar su trabajo una vez que hubieran desapa­re­cido; pero éstos, carentes de la formación académica de sus maestros, apenas si habían podido asimilar algunos escasos rudimentos de una ciencia que había desaparecido para siempre. Bastante tenían con saber manejar torpemente los ordenadores reflejando en las pantallas los datos que luego los copistas transcribirían a los pergaminos, mientras otros monjes especializados en tareas técnicas luchaban con sus limitados medios para conseguir que los delicados aparatos continuaran operativos algún tiempo más.

Nadie sabía cómo, varias generaciones después algunos ordenadores seguían funcionando mejor o peor… Eran tan sólo tres o cuatro obtenidos a base de ensamblar piezas procedentes del desguace de sus menos afortunados compañeros, pero eran bastantes para que la magna labor del monasterio no se viera interrumpida por completo. Parecía un milagro que hubieran resistido el efecto conjunto del paso del tiempo y el continuo manejo de manos inexpertas; pero funcionaban, y eso era suficiente.

Sin embargo, el anciano bibliotecario sabía que su lucha contra el tiempo estaba perdida de antemano. Los pocos ordenadores que todavía les quedaban no podían durar ya demasiado tiempo, y sin duda fallarían mucho antes de que la información que atesoraban pudiera ser salvada en su totalidad, por lo que muchos inapreciables secretos queda­rían de esta manera perdidos para siempre.
Muchas habían sido las veces en la que sintiera impo­ten­cia al ver la gran cantidad de conocimientos que sería imposible salvar; mas cuando a continuación dirigía su mirada a las estanterías en las que se alineaban cuidadosamente los abultados tomos que contenían toda la documentación transcrita, se consolaba pensando que al menos su labor no había resultado estéril. Por supuesto que ignoraba, al igual que cualquier otro contemporáneo suyo, la posible utilidad futura de los datos tan cuidadosamente copiados durante generaciones en esos gruesos volúmenes de pergamino, al tiempo que era completamente incapaz de discernir qué parte de lo allí recogido constituiría una importante aportación para las generaciones futuras y cual, por el contrario, era tan sólo una información banal; aunque lo que más le torturaba era, con diferencia, el no poder seleccionar lo más importante de todo aquello que diariamente pasaba ante sus ojos para podérselo dejar en herencia a unas generaciones futuras que sí sabrían aprovechar algo que ahora tan sólo podían preservar sin alcanzar a comprender su significado.

Suspirando una vez más, el anciano se dirigió hacia el reducido rincón de la biblioteca en el que los jóvenes copistas se afanaban ante los escasos monitores que se encontraban en funcionamiento. Un día menos, se dijo, poco podía afectar a la magra herencia de una humani­dad que había perdido prácticamente todo. Tras ordenar a sus subordinados que desconectaran los aparatos y se dedicaran a otros menesteres, abandonó la biblioteca para dirigirse a la capilla; deseaba rogar a Dios que le diera fuerzas para resistir hasta el día ya cercano en el que el último ordenador se apagara definitivamente. Una vez llegado este momento podría ya morir tranquilo con la satisfacción de haber cumplido con su sagrado e irrealizable objetivo.

por José Carlos Canalda

No es Oro

por José Carlos Canalda

Durante mucho tiempo se había especulado, largo y tendido, sobre las circunstancias en las que tendría lugar el primer contacto entre la humanidad y una hipotética civilización extragaláctica, así como sobre las posibles consecuencias que acarrearía éste, las cuales se presumían trascendentales. Sin embargo, la realidad fue mucho más prosaica de lo esperado. Nada hubo que se pareciera, ni aún remotamente, a una invasión extraterrestre trufada con la parafernalia de platillos volantes y rayos desintegradores tan del gusto de Hollywood. Nada hubo tampoco que tuviera que ver con gloriosas expediciones al estilo de la épica consagrada por las películas del Oeste ya que, para empezar, ni los terrestres habían conseguido poner el pie siquiera en Marte, ni en ese planeta alentaba el menor atisbo de vida. También habrían de sentirse defraudados los seguidores de la teoría de los encuentros en la tercera fase, incluyendo claro está en la nómina de frustrados a toda esa caterva de iluminados que habían hecho una religión, o casi, de su pintoresco culto a los ovnis.

En la práctica, las cosas fueron infinitamente más sencillas. Era evidente que los extraterrestres –los pkarr, por usar el término con el que ellos mismos se autodenominaban– nos habían estudiado previamente con objeto de establecer las condiciones idóneas para el siempre delicado primer contacto; pero ni se habían paseado por nuestros cielos en unos inexistentes platillos volantes, ni habían abducido a ser viviente alguno para destinarlo a ignotos experimentos científicos o sociales. Simplemente, se habían limitado a estudiar las emisiones de radio y televisión, a rastrear por Internet y a realizar observaciones orbitales para recabar la información deseada sin necesidad alguna de mancharse las manos. Por supuesto tampoco este estudio se había extendido desde la más remota antigüedad; de hecho, ni tan siquiera se había iniciado a raíz del final de la II Guerra Mundial fecha oficial del inicio de las visitas alienígenas según la ufología más ortodoxa… En realidad, su llegada al Sistema Solar había tenido lugar tan sólo veinte años antes del primer contacto aunque, eso sí, conocían la existencia de vida inteligente en nuestro planeta desde mucho tiempo atrás sin que nunca hasta entonces hubiéramos suscitado aparentemente su interés.

Pero cuando decidieron que las cosas estaban maduras, se presentaron un buen día en las sedes de gobierno de los principales estados del planeta o, al menos, en las de los que ellos consideraron como principales, para decepción de más de un aspirante a estadista… Lo hicieron simultáneamente y con toda sencillez, tres de ellos para cada embajada, retransmitiendo su llegada –sólo Dios sabría cómo habían conseguido hacerlo– por todas las cadenas de televisión del mundo.

Nada aficionados a los complejos rituales diplomáticos que tan caros resultaban a sus perplejos anfitriones, los pkarr fueron directamente al grano expresándose con toda claridad –al menos en eso sí habían acertado los escritores populares de ciencia ficción– en las correspondientes lenguas vernáculas de los países visitados. En resumen, vinieron a afirmar que sus intenciones eran amistosas, y que no tenían la menor intención de inmiscuirse en los asuntos internos de la Tierra… y eso que motivos no les habrían faltado, con tres o cuatro guerras de regular tamaño desatadas en esos momentos junto con un buen puñado de conflictos locales de baja intensidad y nula trascendencia en los delicados engranajes económicos del planeta, amén claro está, de la habitualmente abultada nómina de tiranos y tiranuelos de toda laya desperdigados a lo ancho y largo del orbe.

Tampoco pretendían, advirtieron de forma explícita, practicar nada que pudiera ser considerado como colonialismo, neocolonialismo o neoneocolonialismo de ningún tipo; de hecho, ni tan siquiera estaban interesados en la explotación de los yacimientos minerales existentes en las distintas regiones del Sistema Solar, unas riquezas por otro lado de las que habrían podido apropiarse tranquilamente, de haberlo querido, sin el menor inconveniente y, por supuesto, sin necesidad de pedirnos el menor permiso.

Entonces, ¿qué era lo que buscaban realmente los visitantes en nuestro planeta? Para sorpresa de los gobiernos terrestres, que no entendían una iniciativa de ese tipo ajena a cualquier pretensión de anexión o conquista, éstos manifestaron con la mayor ingenuidad o, según los más desconfiados, con la mayor hipocresía, que tras asentarse en los sistemas solares cercanos, deshabitados hasta entonces, habían estimado oportuno cursar una visita de buena vecindad. Dado que el grado de desarrollo de nuestra civilización distaba aún mucho de alcanzar el mínimo requerido para entrar a formar parte de la Comunidad Galáctica –una especie de ONU interplanetaria–, las leyes vigentes en este sector de la Vía Láctea prohibían taxativamente cualquier tipo de intervención, por parte de los estados miembros, que pudiera suponer una perturbación en nuestro proceso natural de evolución, que debería ser dejado exclusivamente a merced de nuestras propias fuerzas.

Lo que no impedían las citadas leyes era el conocimiento mutuo, así como los contactos, eso sí, estrictamente controlados, que no supusieran perjuicio alguno para nuestra cultura. Dicho con otras palabras: Si bien los terrestres podíamos contar con la seguridad de que los pkarr ni nos iban a invadir ni nos iban a someter a ningún tipo de dominio, colonización o esclavitud, la otra cara de la moneda era, para decepción de muchos, su negativa tajante, amparada en la aludida prohibición, a permitir que nos beneficiáramos de su increíblemente avanzada tecnología debido a la consabida excusa de que todavía no estábamos preparados para ello. En definitiva, tanto para lo bueno como para lo malo, tendríamos que seguir ventilándonoslas nosotros solos.

Huelga decir que estos hechos provocaron una auténtica tormenta dialéctica entre quienes aprobaban la para ellos prudente actitud de los pkarr y quienes, por el contrario, denunciaban su injustificable egoísmo, sin que prácticamente nadie, en ninguno de los dos bandos, atendiera a los sensatos argumentos de algunos –no todos– antropólogos que resaltaban el hecho cierto de que, siempre que se había producido un contacto entre dos sociedades de diferente nivel cultural hasta entonces ajenas, era a la más débil a quien le había tocado bailar con la más fea, no siendo infrecuente, incluso, su extinción…

Ni tan siquiera los propios eruditos conseguían ponerse de acuerdo acerca de las consecuencias que habría de acarrear el simple conocimiento de que no estábamos solos en el universo, agravándose además la cuestión por la circunstancia, no por evidente menos desagradable, de que nosotros éramos ahora los primitivos. Así, para unos el contacto sería una humillación cultural de consecuencias incalculables, siendo necesario advertir, eso sí, que la preocupación de éstos tan sólo se extendía a lo que pudiera ocurrirle a la orgullosa cultura occidental; aunque en realidad no se trataba de algo que quitara el sueño a colectivos sociales tales como los esquimales, los papúes, los aborígenes amazónicos, los nativos australianos, los pieles rojas o los bosquimanos, nada sospechosos de compartir el etnocentrismo de europeos y norteamericanos.

Otros, por el contrario, creían que esta certeza habría de servir de acicate a la humanidad en su conjunto para que, abandonando de una vez todos sus instintos autodestructivos, volcara sus energías en un desarrollo armónico que le permitiera salvar, en el menor tiempo posible, la brecha que nos separaba del apenas entrevisto paraíso galáctico.

En cualquier caso las consecuencias prácticas del contacto con los pkarr, no por limitadas menos tangibles, no tardaron en hacerse notar. Los visitantes querían de nosotros, básicamente, información de todo tipo, sin que ninguna rama del conocimiento humano quedara al margen de su interés. Y, aunque ya habían recogido, sin necesidad de permiso alguno, cuanto circulaba libremente por el éter –radio, televisión– o por las redes informáticas e Internet, deseaban asimismo acceder a toda aquella documentación disponible únicamente mediante una visita directa, tanto bibliotecas y archivos no informatizados, como monumentos y yacimientos arqueológicos. Esto último se debía, tal como reconocieron, a que sus sistemas de registro gráfico estaban infinitamente más desarrollados que los nuestros, por lo cual no se conformaban con una fotografía del Taj Mahal prefiriendo fotografiarlo –o como se denominara su técnica equivalente– personalmente. Por supuesto se comprometieron a realizar sus actividades de la manera más discreta y menos perturbadora posible, respetando los tabúes locales o adaptándose a ellos con un exquisito tacto, lo que les permitió culminar satisfactoriamente sus visitas a lugares tan comprometidos como la Meca o Salt Lake City.

En agradecimiento a la hospitalidad de sus anfitriones terrestres, y ante la imposibilidad legal de compensarnos con ningún tipo de regalo de índole tecnológica, los pkarr propusieron reclutar un selecto grupo de nativos excepcionalmente inteligentes, a los cuales llevarían consigo a sus planetas de origen con objeto de familiarizarlos con su cultura. Estos pioneros serían entrenados con objeto de convertirlos en una élite que, a su vuelta, tendría como misión facilitar nuestro ingreso en la Comunidad Galáctica. Este tipo de influencia, benéfica y controlada, era la única permitida por las estricta legislación interplanetaria, estando enfocada fundamentalmente a la difusión entre nosotros de una filosofía humanista, no muy diferente de la moral propugnada por las principales confesiones religiosas, pero carentes de los componentes dogmáticos y autoritarios que solían arrastrar éstas. La evolución de la Tierra teniendo como meta su integración en la galaxia, advertían nuestros mentores, no tendría que ser tecnológica, sino ideológica y cultural, debiendo volcar nuestros esfuerzos en la erradicación de la violencia y las injusticias económicas, culturales y sociales. Y eso lo tendríamos que hacer nosotros solos, sin más ayuda que la inestimable de nuestros catecúmenos tras ser adiestrados éstos por los benévolos pkarr.

El número de candidatos presentados a la convocatoria fue, como cabía esperar, inmenso. Millones y millones de hombres y mujeres, en todos los países del globo, se ofrecieron como voluntarios de forma masiva para viajar a los mundos pkarr. Puesto que éstos habían limitado el número de invitados a tan sólo cinco mil personas, los procesos de selección fueron extraordinariamente duros y exigentes, primero realizados por los propios gobiernos locales y, finalmente, por los propios pkarr, deseosos de que sólo los mejores entre los mejores lograran superar la rigurosa criba. Los finalmente elegidos cumplían una serie de requisitos que hacían de ellos unos dignos representantes de la raza humana: no eran aventureros ni, mucho menos, fanáticos, sino unas personas sensatas y equilibradas con gran estabilidad emocional, alto cociente intelectual y un nivel cultural muy por encima de la media. En resumen, se trataba de la mejor embajada con que la Tierra hubiera podido soñar, para orgullo de todos sus habitantes y satisfacción de los exigentes y puntillosos pkarr. Embarcados todos ellos, alienígenas y terrestres, en la enorme nave interplanetaria que habría de conducirlos hasta su remoto destino, la humanidad volvió a encontrarse frente a sus quehaceres habituales, aguardando con expectación las noticias de sus afortunados hijos.

El vínculo con ellos no había quedado roto del todo. Antes de partir, los pkarr habían instalado en Nueva York una estación trasmisora mediante la cual, en tiempo real a pesar del abismo de varios años luz que separaba a la Tierra de sus planetas, los pioneros podrían comunicarse con nosotros. Una semana después de su partida éstos llegaban al planeta capital de sus anfitriones, y a partir de entonces fueron narrando periódicamente las maravillas que descubrían de forma continua.

Han pasado más de diez años, y muchas son las cosas que han cambiado en nuestro planeta desde entonces. Los cinco mil voluntarios siguen allí, aunque sus contactos con la Tierra son cada vez más infrecuentes a causa, sin lugar a dudas, de su creciente grado de integración en la fascinante cultura pkarr. Se trata de un indicio sumamente positivo por mucho que puedan augurar los sectores más agoreros de la opinión pública, ya que prueba la capacidad de los terrestres para adaptarnos sin traumas de ningún tipo a la sociedad interplanetaria a la que tarde o temprano estamos predestinados a pertenecer. Podemos, y debemos; tan sólo tendremos que conseguir que el conjunto de nuestra población comparta las virtudes que enaltecían a nuestros héroes, aguardando con paciencia, pero con perseverancia, la llegada del feliz momento en el que una nueva y esplendorosa era abra de par en par sus puertas a la gozosa humanidad.

G.W. Bushman. La llamada del Universo. Prólogo. Editorial Prometeo. Buenos Aires, 2027.
II

Ciudad de Pkarr, 7 de agosto de 2018

Hoy he vuelto a conectarme a esa maravilla que, traducido al español, podría describirse como transductor cerebral, una especie de interfaz que permite la conexión directa del cerebro con la red informática global que se extiende, teóricamente, por todo el orbe galáctico habitado… Aunque en nuestro caso las restricciones son rigurosas, a la par que necesarias, dado que, según nos han explicado los instructores pkarr, nuestras mentes serían incapaces de asimilar el ingente volumen de información con el que nos encontraríamos. Pero con el acceso restringido del que disponemos nos basta, es tal el cúmulo de maravillas desplegado ante nosotros, que uno desearía poder estar conectado las veinticuatro horas del día (en realidad unas veintiséis y media en este planeta) olvidándose hasta de las necesidades fisiológicas más perentorias, como comer o dormir.

Claro está que no nos lo permiten; incluso en las razas más evolucionadas de la galaxia, aquéllas frente a las cuales los propios pkarr son unos recién llegados, existe el peligro de la adicción; cuanto más entre nosotros, que no estamos habituados a esta técnica por lo demás tan común para ellos como lo es hablar por teléfono, o navegar por Internet, en la Tierra. Nuestros anfitriones, siempre velando por nuestra comodidad y nuestra salud, desean que aprendamos todo cuanto pueda sernos útil para catalizar en un futuro el desarrollo de nuestro planeta, evitando al mismo tiempo que un exceso de celo por nuestra parte pudiera acabar redundando en una situación perniciosa. Por esta razón el acceso a los terminales cerebrales nos está rigurosamente limitado, pareciéndonos eterna la espera hasta la llegada de un nuevo turno.

Esto no quiere decir, en modo alguno, que nos aburramos mientras tanto; los estímulos son numerosos, y tan variados, que nos falta tiempo para abarcarlos todos. Las visitas turísticas, físicas y virtuales, no sólo por el territorio pkarr sino también, vía holograma, por todos los rincones conocidos de la galaxia, son una de las actividades más ansiadas, excepción hecha, claro está, de las visitas al transductor. El arte pkarr en todas sus vertientes (pintura, arquitectura, música y varias disciplinas más difícilmente describibles, como la meteorología artística, la gimnasia argumental o los pensamientos lánguidos) es asimismo fascinante aunque, en ocasiones, de difícil percepción.

Y estudiamos. Estudiamos constantemente, descubriendo nuevas ramas de la ciencia insospechadas hasta ahora, como la metatermodinámica o la sociometría estadística, o profundizando en algunas tan clásicas como las matemáticas, la física, la química o la tecnología. Claro está que la comprensión de muchas de las teorías científicas desarrolladas por los pkarr resulta en ocasiones extremadamente compleja incluso para los más aptos de nosotros, por lo que nuestros profesores nos recomiendan que no nos impacientemos, ya que todo llegará a su tiempo. ¡Que tengamos paciencia! Tener delante de los ojos la Teoría Multipolar del Espacio Tiempo, por poner un ejemplo, que es la que justifica y permite los viajes espaciales a mayor velocidad que la luz, y no poder entenderla, es tan desesperante para un físico, como lo es para un biólogo no ser capaz de desentrañar los sutiles mecanismos bioquímicos involucrados en la vacuna universal que nos fue aplicada nada más llegar aquí, la cual nos pone a salvo de cualquier tipo de infección, reacción alérgica o proceso canceroso de por vida.

Pese a todo aprendemos, aprendemos mucho, y no vemos llegada la hora de nuestro retorno… Ni lo deseamos, puesto que ante tal despliegue de maravillas resultaría extremadamente duro tener que asumir la vuelta a la atrasada sociedad terrestre a la que pertenecemos. Desconocemos cuanto tiempo permaneceremos todavía aquí, ni tan siquiera los pkarr lo saben; pero esperamos, y deseamos fervientemente que cuanto más tarde llegue la hora del retorno, mejor.

J.A. García. Crónicas de un viajero a los planetas pkarr. Editorial Universo. Madrid, 2030. Vigésimocuarta edición.
III

A LA OPINIÓN PÚBLICA

La Asociación Ecologista Universo Libre, en su lucha por la preservación de la vida salvaje en el orbe galáctico, denuncia públicamente las prácticas ilegales que, de forma continua, viene realizando impunemente el gobierno de la República Pkarr con el consentimiento tácito de la Comunidad Galáctica, conculcando los Derechos Universales de la Fauna y Floras Silvestres sancionados interplanetariamente por el Protocolo de Aashum, firmado por el gobierno pkarr.

Este Protocolo, en su artículo tercero, párrafo cuarto, prohíbe explícitamente todo tipo de explotación de índole comercial, así como cualquier otra actividad que pueda resultar perjudicial, de especimenes salvajes y, en especial, de animales procedentes de reservas naturales sometidas a un régimen de protección especial. Violando la prescripción, el gobierno pkarr ha procedido a importar en secreto, de una reserva natural ubicada en su ámbito territorial, varios miles de individuos pertenecientes a la especie dominante en el planeta.

Estos especimenes han sido utilizados aparentemente en investigaciones científicas tendentes al desarrollo de redes informáticas de naturaleza orgánica basadas en sustratos de tejidos neuronales vivos, lo cual incumple asimismo los convenios interplanetarios Xaar I y Xaar II, así como las recomendaciones de la Organización Galáctica de la Salud sobre prevención del maltrato animal y minimización de daños en razas de laboratorio.

Por todo ello, exigimos a la comunidad interplanetaria que obligue al gobierno pkarr a respetar el Protocolo en todos sus términos, interrumpiendo los experimentos y devolviendo a estos especimenes a su hábitat natural, debiendo comprometerse asimismo a no realizar en un futuro ninguna actividad que conculque la normativa legal o resulte perjudicial para cualquier tipo de especie viva, independientemente de su grado de desarrollo mental.

Asimismo, convocamos a los ciudadanos preocupados por la preservación del medio ambiente galáctico a asistir a las manifestaciones de protesta que tendrán lugar, en fecha y hora de las que se avisará oportunamente, frente a las embajadas y consulados pkarr, así como a la marcha pacífica al sistema planetario expoliado de la Caravana por la Vida, que será encabezada por nuestro buque insignia Guerrero del Universo.

En Nueva T’iilith, a 7.358-65-47A (Era Galáctica).
IV

COMUNICADO DEL MINISTERIO DE INFORMACIÓN
DE LA REPÚBLICA PKARR

A LA OPINIÓN PÚBLICA

Ante la calumniosa campaña de desprestigio lanzada contra el Gobierno de esta nación por parte de la autodenominada Asociación Ecologista Universo Libre, este Ministerio desea hacer público el siguiente comunicado:

1.- Son completamente falsas las acusaciones vertidas por la citada Asociación Ecologista Universo Libre respecto a una presunta violación, por parte del gobierno de la República Pkarr, de tratados interplanetarios tales como el Protocolo de Aashum o los Convenios Xaar I y Xaar II, y tampoco se han incumplido en ningún momento las recomendaciones de la Organización Galáctica de la Salud sobre prevención del maltrato animal. Este Gobierno entiende que todo se debe a una conjura orquestada por los enemigos del orden y el progreso, que buscan la debilitación deliberada del estado de derecho como única manera de alcanzar aquello que jamás conseguirían recurriendo a las vías legales establecidas. Sabido es quien se esconde en realidad tras el camuflaje de ese falso ecologismo, y sabido es también que, de lograr sus propósitos, tan sólo provocarían el caos de la sociedad que carcomen.

2.- Aunque este Ministerio estima que no sería necesaria ninguna justificación al no haberse violado precepto alguno, por deferencia a los honrados ciudadanos pkarr quiere dejar bien claro que el condominio establecido sobre la Reserva Natural QW-258, conocido también por el nombre aborigen de La Tierra, está plenamente reconocido por la Comunidad Galáctica, hallándose sometida su administración a la Ley Qulan-Ñge/2 que estipula, tanto su preservación integral en las condiciones originales, como la prohibición de explotación de sus materias primas, tanto vivas como inanimadas. El Gobierno de la República Pkarr asume plenamente estas restricciones, habiéndolas cumplido en todo momento.

3.- La Enmienda Xxrrstp/4 a la citada Ley Qulan-Ñge/2 determina, no obstante, la posibilidad de que “la potencia administradora de una Reserva Natural ejerza su derecho a seleccionar porciones limitadas de la fauna autóctona, siempre y cuando éstas no excedan de la millonésima parte de la población total y se destinen a investigaciones científicas que tengan por objeto un mejor conocimiento de las condiciones de vida, y las aptitudes, de los citados especímenes. Queda explícitamente excluida de la autorización toda aquella intervención que pudiera provocar interferencias irreversibles en el desarrollo ecológico de la Reserva Natural. Si del estudio de los especímes derivara la sospecha de que éstos pudieran ser catalogados como Especie Afecta de Raciocinio, o bien tendente a alcanzarla, la Ley Qulan-Ñge/2 será sustituida en su aplicación por la Ley Zweip/1 de Protección de Especies en Vías de Desarrollo”. Además de la citada enmienda existe numerosa jurisprudencia al respecto, tal como Ziryab versus Badoom, Finan versus Nahum o Noidim versus Fymo, por citar tan sólo los ejemplos más conocidos.

4.- Acogiéndose a la citada enmienda, el Gobierno de la República de Pkarr procedió a la selección de cinco mil especímenes (muy por debajo del límite máximo permitido) de la especie dominante en el planeta, con objeto de someterlos a un proceso de investigación que pudiera determinar la existencia o no de raciocinio en la misma. Este proceso de investigación se está llevando actualmente a cabo conforme a los protocolos establecidos por la Organización Galáctica de la Salud, estando prevista la devolución de los especímenes a su hábitat natural una vez haya terminado la investigación en curso.

5.- Este Ministerio, fiel a su política de transparencia informativa, invita a todos los interesados a consultar, si lo desean, la documentación completa de que dispone, sin más restricciones que las impuestas por la Ley de Protección de Secretos Oficiales y las determinadas por motivos de seguridad nacional.

6.- Este Ministerio, por último, anuncia la firme decisión del Gobierno de la República Pkarr de defender sus derechos intergalácticamente reconocidos sobre el control y la administración de la Reserva Natural QW-258, lo que incluye la potestad de implantar una Zona de Exclusión en un radio de tres megapunts alrededor del sol central del sistema. Cualquier navío no autorizado que fuera descubierto en el interior de la Zona de Exclusión será abordado, y a sus tripulantes y ocupantes se les aplicará el Código Penal Intergaláctico en su sección relativa a los supuestos de estados de sitio y de excepción. En el caso de que los arrestados por este concepto fueran ciudadanos de la República Pkarr, serán sometidos a proceso penal bajo la Jurisdicción Militar. El Gobierno de la República Pkarr, en pleno ejercicio de sus atribuciones, se reserva asimismo el derecho a la incautación de las naves y los bienes intervenidos en el interior de la aludida Zona de Exclusión. Esta normativa entrará en vigor, de forma automática, con la publicación del presente comunicado.

En Ciudad de Pkarr, a 7.358-66-03K (Era Galáctica).

V

EL GUERRERO DEL UNIVERSO ABORDADO

(De nuestro corresponsal en Ciudad de Pkarr)

Según fuentes oficiales, la Armada Pkarr abordó al Guerrero del Universo, el conocido buque insignia de la Asociación Ecologista Universo Libre cuando, desafiando la prohibición, acababa de internarse en la Zona de Exclusión fijada en torno a la Reserva Natural QW-258 junto con la media docena de navíos que lo acompañaban formando la autodenominada Caravana por la Vida. Aunque al resto de los buques se les ha impuesto una fuerta sanción expulsándoselos del territorio pkarr, el Guerrero del Universo ha sido incautado y sus tripulantes detenidos y procesados bajo la acusación de violación de las leyes militares de la República Pkarr.

La Asociación Ecologista Universo Libre ha elevado una protesta formal ante la embajada pkarr en el vecino estado de Conti, amenazando con llevar el caso a la Corte Suprema Galáctica si el buque y sus tripulantes no son liberados de inmediato. Sin embargo, según fuentes diplomáticas dignas de crédito la posibilidad de que esto suceda es muy remota, tanto por la firmeza del gobierno pkarr como por su alianza con los poderosos tokais, árbitros como es sabido de las decisiones de la Comunidad Galáctica. Según un comentario que corre por aquí, más les valdrá a los de Universo Libre ir recaudando fondos para comprar otro nuevo buque con el que sustituir al perdido.
VI

Del : COMITÉ CIENTÍFICO DEL PROYECTO BIORDENADOR
Al: MINISTRO DE CIENCIA Y TECNOLOGÍA
ALTO SECRETO

Excelentísimo señor:

Conforme a lo estipulado, procedemos a remitirle las conclusiones finales del estudio biotecnológico realizado sobre los especímenes originarios del sistema QW-258.

Tal como se sospechaba por los estudios previos, los miembros de esta especie animal presentan unas peculiaridades cerebrales únicas en todo el universo conocido. Aunque su nivel de inteligencia promedio apenas alcanza el nivel 4 de la escala de Zeiss y su capacidad de raciocinio queda por debajo del umbral doble cero, lo que descarta su catalogación como Especie en Vías de Desarrollo, los estudios no destructivos realizados mediante sondas cerebrales indican una idoneidad óptima para su uso como unidades de procesamiento de datos una vez implementados con los oportunos soportes inorgánicos. Estimamos que, en una primera etapa, bastaría con apenas diez o quince millones de ejemplares, junto con la cantidad necesaria de excedentes para reposiciones dada su corta esperanza de vida, para incrementar la capacidad de almacenamiento de datos de la Red Informática Global lo suficiente para satisfacer el aumento de la demanda al menos durante diez secs.

Lamentablemente, lo reducido de la población objeto del estudio –tan sólo cinco mil individuos– y la necesidad de respetar su integridad física nos han impedido alcanzar conclusiones más definitivas. Estimamos que, de poder disponer libremente de individuos a los que se pudiera extirpar el cerebro conectándolo a tiempo completo a la red, los rendimientos obtenidos habrían sido mucho mayores. Por esta razón, solicitamos la aprobación de una segunda fase de investigación en la que se puedan llevar adelante estos proyectos.

Si por alguna razón los responsables políticos estimaran improcedente la captura de especimenes salvajes del sistema QW-258, proponemos la crianza en laboratorio de los mismos a partir del material genético a disposición del equipo. No obstante, este último recurso retrasaría la obtención de suficiente material biológico durante un tiempo superior al límite de saturación de la infraestructura de la red, razón por la que consideramos conveniente la utilización, al menos en una primera fase, de individuos salvajes. Teniendo en cuenta la superpoblación del planeta y la existencia de la Zona de Exclusión, estimamos que no resultaría demasiado complicada la captura de estos especimenes sin poner en peligro el proyecto por pérdida del secreto del mismo. Esto nos permitiría dar un importante paso adelante acortando de forma considerablemente los plazos previstos para la potenciación de la Red Informática Global.

En Ciudad de Pkarr, a 7.359-00-82F (Era Galáctica).
Tlön Spaar, científico-jefe.