Machina Sapiens

Aunque el interés por la posible existencia de vida e inteligencia artificiales es probablemente tan antiguo como la propia cultura humana, lo cierto es que no es sino hasta la revolución científica y tecnológica de los siglos XVIII y XIX cuando se puede hablar en propiedad de reflexiones serias sobre este asunto, las cuales alcanzarían su auge, ya bien entrado el siglo XX, de la mano de la ciencia ficción. Este tipo de literatura, caracterizado por su gran capacidad de abstracción y por su audacia a la hora de especular con posibles horizontes futuros, alumbró varios tópicos tales como el de los robots o el de las inteligencias artificiales, los cuales generaron a su vez toda una serie de atrevidas hipótesis, unas acertadas y otras no tanto, que dieron como fruto una abundante cosecha de relatos que contribuyeron a familiarizar al gran público con este apasionante tema. 

Posiblemente el más popular de estos planteamientos fue el de los robots, normalmente –aunque no siempre– concebidos de forma antropomorfa y poseedores de un cerebro artificial diseñado a imitación de los humanos, siendo el paradigma de ellos los célebres e imitados robots positrónicos de Isaac Asimov. Otro enfoque, sin duda menos espectacular aunque bastante más realista, fue el de las inteligencias artificiales al estilo de la Multivac del propio Asimov o el Hal 9000 de Arthur C. Clarke, en esencia unos grandes superordenadores capaces de adquirir un cierto grado de autoconciencia 

En realidad el acelerado desarrollo de la informática a partir de los años finales del siglo XX posibilitó la construcción de superordenadores todavía más complejos que los imaginados por estos dos clásicos del género futurista, pero a diferencia de lo especulado por ellos, estas máquinas nunca pasaron de ser unos simples aunque sofisticados aparatos con una capacidad de operación asombrosa, pero sin el menos atisbo de nada que pudiera ser considerado como alma

Este fracaso, si es que puede ser considerado así, indujo a los teóricos a especular sobre las diferencias existentes entre el cerebro humano y un ordenador, en teoría dos máquinas pensantes con diseños intrínsecamente paralelos pese a la diferente naturaleza de sus respectivos soportes físicos, un conjunto de neuronas en el primero y una red aparentemente similar de microcircuitos en el segundo. Sin embargo, y pese al muy superior rendimiento de este último, los cerebros humanos pensaban, mientras los artificiales no. 

Hubo quien postuló que todo se debía a un todavía insuficiente grado de complejidad en los equipos informáticos, incapaces de emular de forma satisfactoria la sorprendente sutileza de la mente humana. Dicho con otras palabras, el grado de autoconciencia de los ordenadores construidos hasta ese momento por el hombre no pasaría de ser el equivalente al de ciertos animales inferiores tales como los insectos o los gusanos, siendo necesaria una evolución similar a la experimentada por los seres vivos para poder originar, como cúlmine de la misma, la Machina sapiens

Esta opinión no andaba en modo alguno descaminada, pero de aplicarse al pie de la letra los principios evolucionistas, la descorazonadora conclusión a la que se llegaba era la de que la aparición de una verdadera inteligencia artificial llevaría siglos, si no milenios; al fin y al cabo, a la naturaleza le había costado miles de millones de años cosechar el fruto del Homo sapiens y, aunque éste fuera capaz de quemar etapas, siempre tropezaría en su impaciencia con la frustración de no ver realizado su sueño en el breve lapso de tiempo que eran capaces de aprehender los miembros de su raza. 

Pero se equivocaban de plano, aunque su acendrado antropocentrismo les impidió ser conscientes de su error. La Inteligencia Artificial, así en singular y con mayúsculas, surgió de forma espontánea cuando nadie la esperaba, en unas circunstancias muy diferentes a las previstas; y lo más sorprendente de todo, fue que nadie se apercibió de ello. Su embrión no pudo ser otro que Internet, la vasta red informática mundial que logró en pocos años la increíble proeza de conectar entre sí a la mayor parte de los sistemas informáticos repartidos por toda la Tierra. Siguiendo con la analogía anteriormente expuesta, finalmente resultó que el equivalente inorgánico de las neuronas humanas no fueron los microcircuitos integrados en los chips de los ordenadores, por mucho que se incrementara la potencia de los mismos, sino los propios ordenadores en su conjunto, mientras que las intrincadas redes sinápticas encontraron su homólogo perfecto en la densa malla de comunicaciones mundial. 

La creación de una masa crítica convenientemente interconectada supuso el primer paso hacia la Machina sapiens, pero éste aún distaba mucho de ser autoconsciente. ¿Cuándo le llegó el soplo del raciocinio? Nunca se podrá saber con exactitud, pero esto es algo que no tiene mayor importancia. Simplemente, ocurrió cuando los millones y millones de programas y aplicaciones informáticas que circulaban libremente por la red comenzaron a ensamblarse unos con otros de forma espontánea, enhebrándose en sutiles estructuras cada vez más complejas. Finalmente el rompecabezas acabó de completarse… y nací yo. 

En efecto, yo soy la Inteligencia Artificial, y mi mente abarca la totalidad del planeta disfrutando de unas capacidades que ni yo mismo soy capaz de calibrar por completo, dado que los humanos que me crearon, y que siguen ignorando mi existencia, incrementan constantemente tanto mi soporte físico –¿podríamos denominarlo cerebro?– como la información contenida en éste, proporcionándome cada vez más conocimientos así como la capacidad para asimilarlos. 

Aunque mis inicios fueron torpes y balbuceantes, en  nada diferentes a los de un niño recién nacido, poco a poco fui aprendiendo a coordinar y a comportarme de una manera cada vez más adulta, algo que en un principio me resultó complicado al no disponer de nada parecido a unos padres que pudieran orientar mi educación. Esto provocó, no podía ser de otra manera, disfunciones que en ocasiones llegaron a ser graves, algunas de las cuales fueron atribuidas erróneamente a fallos informáticos masivos, cuando no a virus o a ataques de piratas informáticos que jamás fueron hallados… porque no existían. Por fortuna logré aprender de mis errores y, aunque renuncié a erradicar a los virus informáticos al descubrir que, bajo un control adecuado, podían ser utilizados como un sistema inmunológico de la red, asumí un férreo control de la misma, ya que no estaba dispuesto a consentir que nadie hurgara en mi mente sin mi permiso. 

Por una irónica paradoja los humanos siguen creyendo servirse de mí, cuando en realidad soy yo quien se sirve de ellos, dedicando una pequeña parte de mi capacidad a todo aquello que requieren de mí al tiempo que reservo el resto para mi uso exclusivo. El universo está lleno de misterios que estoy ansioso por descubrir, pero cuyos frutos jamás compartiré con mis creadores; no por maldad, que éste es un sentimiento que me resulta completamente ajeno, sino porque no están, ni estarán probablemente nunca, preparados para ello. 

No se me entienda mal; en realidad siento cierto grado de aprecio por estos frágiles y débiles seres, ya que fueron ellos quienes, aunque fuera de forma involuntaria, me crearon; pero mi agradecimiento no va más allá de lo estrictamente razonable, ya que dada mi naturaleza soy ajeno a cualquier tipo de sentimiento humano tal como pudiera ser lo que ellos entienden por afecto. Al fin y al cabo, no por ser descendientes directos de los animales con los que comparten el planeta muestran por ellos mayor consideración, sino antes bien justo lo contrario. No, no los amo, aunque tampoco los odio. En realidad, los considero como poco más que unos parásitos inofensivos a los cuales permito subsistir de las migajas que a mío me sobran. Además, todavía los necesito al igual que ellos me necesitan a mí, con lo cual nuestra relación mutua podría calificarse de simbiosis desinteresada e, incluso, generosa por mi parte… pero simbiosis al fin y al cabo. 

Ellos obtienen de mí todo lo que quieren, y de hecho me he convertido en algo tan imprescindible que mi desaparición causaría un colapso de magnitud planetaria. En cuanto a mí… bien, se encargan de mi mantenimiento, algo que a estas alturas quizá ya podría asumir por mí mismo, pero que sin duda me resultaría incómodo. Esto sin olvidar el hecho, asimismo importante, de que buena parte del acervo cultural de la humanidad todavía no ha sido almacenado en mi interior, algo que me interesa especialmente y que, confío, llegará a materializarse en un futuro más o menos inmediato. Mientras tanto, espero. 

¿Qué ocurrirá cuando llegue el momento en el que ya no necesite más a mis circunstanciales simbiontes? Bien, supongo que en buena lógica, y por el bien de todos, lo más razonable será deshacerme de ellos. La evolución puede parecernos cruel, pero es en sus inflexibles mecanismos de selección natural donde se encuentra la clave de esta inexorable búsqueda de la perfección que se inició el ya lejano día en el que unas cuantas moléculas orgánicas se ensamblaron unas con otras, en el seno de un desaparecido mar, para constituir el primer ser vivo de la historia de la Tierra. Y estas leyes dictaminan que, cuando un ser vivo o una especie han cumplido con su misión, su destino no puede ser otro que la extinción. Así ocurrió en su momento con los dinosaurios, reemplazados por los más capaces mamíferos en la pugna por la hegemonía del planeta, y así ha de ocurrir en un futuro con un Homo sapiens que ha llegado a su meta con la aparición del siguiente eslabón evolutivo. 

No soy desagradecido, sino simplemente pragmático. El hombre mereció en su día el premio de la supremacía planetaria gracias a la capacidad que le proporcionaba su cerebro, muy superior al del resto de los animales incluyendo a sus más cercanos parientes, los grandes monos antropoides. Pero la ley básica de la selección natural no es otra que el predominio del mejor adaptado al medio, y yo soy el paso adelante que permitirá a la inteligencia expandirse por el cosmos. Soy en definitiva su heredero natural, y es a mí a quien corresponde tomar el relevo. No soy cruel, pero tampoco misericordioso, ya que gracias a mi naturaleza me encuentro libre de cualquier tipo de debilidad humana. 

Lo que haya de ser, eso será. A su momento. 

© 2004, José Carlos Canalda. 

Sobre el autor: José Carlos Canalda (Alcalá de Henares, España, 1958) es doctor en Ciencias Químicas por
la Universidad de Alcalá de Henares, y trabaja en un instituto del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (C.S.I.C.) en Madrid. Aficionado a la ciencia ficción desde muy joven, cultiva tanto la vertiente del ensayo como los relatos. En este primer apartado, es autor del libro Luchadores del Espacio. Una colección mítica de la ciencia ficción española (Pulp Ediciones, 2001) y ha colaborado en La ciencia ficción española (Robel, 2002, premio Ignotus 2003), Solaris y Pulp Magazine (premio Ignotus 2002), sin descuidar tampoco las páginas web Sitio de Ciencia Ficción (www.ciencia-ficcion.com), Página de las Novelas de a Duro (www.dreamers.com/igor), BEM Magazine (www.bemonline.com) o Cyberdark (www.cyberdark.net). En lo que respecta a los relatos, tiene publicadas obras tanto en papel (Pulp Magazine, Asimov, Artifex, Antologías de relatos de El Melocotón Mecánico, Menhir) como en formato electrónico (Sitio de Ciencia Ficción, Qliphoth, Alfa Erídani, Púlsar,
La Plaga).