Próximos

por Greg Egan

Nadie desea pasar la eternidad a solas.

(“La intimidad,” Le dije en cierta ocasión a Sian después de hacer el amor, “es la única cura para el solipsismo”. Ella rió y dijo, “No te pongas muy ambicioso, Michael. Hasta el momento, ni siquiera me ha curado de la masturbación”).

El verdadero solipsismo, sin embargo, nunca fue un problema para mí. Desde el primer momento que consideré el asunto admití que no había forma alguna de probar la realidad de un mundo externo, menos aún comprobar la existencia de otras mentes –pero hube de reconocer que la convicción en la existencia real de ambos fenómenos era la única forma de lidiar con el día a día.

La pregunta que me obsesionaba era esta: asumiendo que existía otra gente, ¿cómo percibían ellos dicha existencia? ¿Cómo experimentaban el ser? ¿Podría alguna vez comprender verdaderamente lo que la conciencia era para otra persona? –¿más de lo que podía hacerlo con un simio, un gato, o un insecto?

De no poder hacerlo, estaba solo.

Quería desesperadamente creer que las demás personas eran de alguna manera cognoscibles, algo que de ninguna manera podía aceptar cómo obvio. Sabía que no podía existir una prueba absoluta, pero quería ser persuadido, lo necesitaba.

Ninguna novela drama o poesía por más resonante que fuera para mi persona pudo nunca convencerme de haber atisbado siquiera el alma de su autor. El lenguaje ha evolucionado para facilitar la cooperación en la conquista el mundo físico, no para describir la realidad subjetiva. Amor, odio, celos, resentimiento, tristeza –todos han sido definidos, en última instancia, en términos de circunstancias externas y acciones observables–. Y cuando una imagen o metáfora si logró concitar mi atención, lo fue sólo para probar que compartía con el autor nada más que cierto conjunto de definiciones, una lista culturalmente ratificada de asociaciones de palabras. Después de todo, muchos editores usan programas de ordenador –altamente especializados, pero algoritmícamente prosaicos, sin la más remota posibilidad de auto-conciencia– para producir rutinariamente tanto literatura cómo crititica literaria, indistinguibles de aquellas producidas por los humanos. Y no me refiero tan sólo a la basura predecible ya que en varias ocasiones he sido afectado profundamente por obras que luego descubrí habían sido realizadas por un software incapaz de pensar. Esto no era prueba que la literatura escrita por humanos no comunicara nada sobre la vida interna de su autor, pero ciertamente dejaba mucho espacio para la duda.

A diferencia de mis amigos, yo no tenía reparos de ningúna clase cuando, a los dieciocho años, llegó el momento de “switchear”. Mi cerebro orgánico fue removido y desechado entregándose el control de mi cuerpo al Dispositivo Ndoli mejor conocido como “joya” –una red neuro-computacional que, implantada poco después de mi nacimiento, aprendió a imitar a mi cerebro al punto de poder replicar las acciones de cada una de mis neuronas–. Yo no tenía reparo alguno, no porque estuviera convencido que la joya y el cerebro experimentaran de manera similar el fenómeno de la conciencia, sino porque, desde muy temprana edad, me sentí identificado sólo con la joya. Mi cerebro era una especie de dispositivo de instrucciones iniciales, nada más que eso, por lo que llorar su pérdida habría sido tan absurdo como lamentarse por haber emergido de alguno de los estados iniciales del desarrollo neuronal embrionario. Switchear era simplemente lo que los humanos hacían ahora, una etapa de nuestro ciclo vital establecida y aceptada, pese a estar determinada no por nuestros genes sino por nuestra cultura.

Verse morir los unos a los otros, y observar el deterioro gradual de sus propios cuerpos, debe haber contribuido a convencer a los humanos anteriores a la invención del dispositivo Ndoli de su humanidad en común; ciertamente, existían innumerables referencias en su literatura al igualitario poder de la muerte. Quizás el llegar a la conclusión que el universo continuaría sin ellos les produjo un sentido mancomunado de desaliento, o insignificancia, percibida cómo atributo autoafirmante.

Ahora que se ha convertido en un dogma que, en unos pocos billones de años, los físicos encontrarán una forma para que nosotros continuemos sin el universo, en vez de que ocurra lo contrario, aquella ruta de igualdad espiritual se ha perdido, fuese cual fuese la dudosa lógica que la alimentase.

Sian era una ingeniera en comunicaciones. Yo, un editor de noticias de la holovision. Nos conocimos durante una transmisión de la siembra de Venus con nanomáquinas terraformadoras –un asunto de gran interés público, ya que las ultimas partes todavía-inhabitables del planeta ya habían sido vendidas–. Ocurrieron varios desperfectos técnicos con la transmisión, pero juntos logramos solucionarlos, e incluso ocultar que estos habían sucedido. No era nada especial, simplemente estábamos haciendo nuestro trabajo, pero luego de conocerla me puse eufórico más allá de toda proporción. Me tomó veinticuatro horas percatarme (o decidir) que me había enamorado.

De cualquier forma, cuando me aproximé a ella al día siguiente, me dejó en claro que no sentía nada por mí; la química que imaginé “entre nosotros” había existido sólo en mi cabeza. Estaba consternado, pero esto no fue una sorpresa. El trabajo no volvió a reunirnos, pero la llamé ocasionalmente, y seis semanas después mi perseverancia fue recompensada. La llevé a ver una representación de Esperando a Godot realizada por papagayos aumentados y disfruté inmensamente, pero no volví a verla sino hasta transcurrido un mes.

Casi había abandonado toda esperanza, cuando apareció una noche ante mi puerta sin previo aviso para arrastrarme a un “concierto” de improvisación interactiva computarizada. La “audiencia” estaba reunida en torno a lo que aparentaba ser una parodia de un nightclub de Berlín de los 2050’s. Un software, originalmente diseñado para crear bandas sonoras cinematográficas, era alimentado con la imagen de una hover-cámara que se desplazaba por el set. La gente bailaba, cantaba, gritaba y se golpeaba, enfrascándose en toda clase de histrionismos con la esperanza de atraer la atención de la cámara y así moldear la música. En un principio, me sentí cohibido, pero Sian no me brindó otra opción sino la de unirme al jolgorio.

Fue caótico, demencial, y a momentos incluso aterrador. Una mujer apuñaló a otra “a muerte” en una mesa junto a nosotros, lo que me pareció una patética (y onerosa) indulgencia, pero cuando casi al final del espectáculo la gente comenzó a destrozar deliberadamente el frágil mobiliario, seguí a Sian en la revuelta, gozoso.

La música –la excusa para el evento– era basura, pero no me importaba. Cuando finalmente emergimos fuera, heridos y amoratados y riendo, supe que por lo menos habíamos compartido algo que nos hizo estar más cerca. Me llevó a casa y nos fuimos a la cama, demasiado agotados para hacer otra cosa que no fuera dormir, pero cuando hicimos el amor por la mañana me sentí tan cómodo con ella que apenas podía creer que fuera nuestra primera vez.

Muy pronto fuimos inseparables. Mis gustos en lo que a entretenimiento se refiere eran muy distintos a los de ella, pero logré sobrevivir a varias de sus “formas de arte” favoritas, más o menos intacto. Se cambió a mi apartamento, a sugerencia mía, destruyendo de paso mi cuidadosa y meticulosamente organizada vida doméstica.

Tuve que armar su pasado a retazos, con fragmentos que me arrojaba de cuando en cuando en medio de alguna conversación; encontraba demasiado aburrido el sentarse y entregar un relato coherente. Su vida era tan poco notable como la mía: creció en el seno de una familia suburbana de clase media, estudió su profesión, encontró un trabajo. Casi como todo el mundo ella switcheó a los dieciocho. No tenía convicciones políticas fuertes. Era buena en su trabajo, pero ponía diez veces más energía en su vida social. Era inteligente, pero odiaba todo lo que fuera demasiado intelectual. Era impaciente, agresiva, toscamente cariñosa.

Y no pude, en ningún momento, imaginar como era su cabeza por dentro.

Primero que nada, raramente tenía alguna idea de lo que ella pensaba –en el sentido de saber cómo habría respondido si, inesperadamente, le hubiese pedido describir sus pensamientos justo antes que fueran interrumpidos por mi pregunta– y en una escala mayor, no tenía idea de sus motivaciones, la imagen que tenía de sí misma y su concepto de quien era y por que hacía lo que hacía. Incluso en la manera irrisoria en que un novelista pretende “justificar” a un personaje, me era imposible justificar a Sian.

Si ella me hubiera proporcionado un análisis de su estado mental, y una evaluación semanal de sus razones y acciones en la jerigonza psicodinámica de moda, todo se habría reducido a nada más que un montón de palabras vacías. Si hubiera sido posible hacer mías sus circunstancias, imaginarme a mí mismo con sus creencias y obsesiones, empatizar al punto de predecir cada una de sus palabras, cada una de sus decisiones, aún así no hubiera comprendido ni el más mínimo momento en que ella cerraba sus ojos, olvidaba su pasado, deseaba nada y simplemente era.

Por supuesto, que la mayor parte del tiempo, nada podría haberme importado menos. Éramos lo suficientemente felices juntos, fuésemos unos desconocidos el uno para el otro o no –y fuesen mi “felicidad” y la “felicidad” de Sian, de alguna manera las mismas.

Al pasar de los años, ella se volvió menos introvertida, más abierta. No tenía grandes y oscuros secretos que compartir, ni traumas infantiles que resolver, pero me descubrió sus más nimios temores y sus neurosis más mundanas. Yo hice lo mismo, e incluso, torpemente, le expliqué mi particular obsesión. No se ofendió en absoluto. Sólo pareció intrigada.

“¿Cómo será el experimentar ser otra persona? Necesitas tener sus memorias, su personalidad, su cuerpo, todo. Pero entonces no serías tú sino la otra persona, no podrías saber nada. No tiene sentido.”

“No necesariamente –respondí encogiéndome de hombros–. Es un hecho que el conocimiento perfecto sería imposible, pero puedes al menos aproximarte. ¿No crees acaso que mientras más cosas hacemos, mientras más experiencias compartimos, más próximos estamos?”

“Si, pero eso no es sobre lo que estabas hablando hace cinco segundos –dijo frunciendo el ceño–. Dos años, o dos mil años, de ‘experiencias compartidas’ vistas a través de distintos ojos no significan nada. No importa cuanto tiempo pasen dos personas juntas, ¿cómo podrías determinar que existió el más mínimo instante en el que experimentaron lo que estaban viviendo ‘juntos’ de la misma forma?”

“Lo sé, pero…”

“Si admites que lo que postulas es imposible, tal vez puedas dejar de neurotizarte al respecto.”

Estallé en carcajadas “¿Qué te hace pensar que poseo tanto raciocinio como para hacer eso que me pides?”

Cuando la tecnología se hizo disponible fue idea de Sian, no mía, probar todas las permutaciones somáticas de moda. Sian estaba siempre dispuesta a experimentar cosas nuevas. “Si de verdad vamos a vivir para siempre,” dijo, “será mejor que nos mantengamos curiosos si queremos permanecer cuerdos.”

Yo estaba renuente a intentarlo, pero cualquier resistencia de mi parte parecía hipócrita. Claramente, este juego no me llevaría al conocimiento perfecto que deseaba (y que sabía nunca podría obtener), pero no podía negar la posibilidad que esto representaba un pequeño paso en la dirección correcta.

Primero, cambiamos de cuerpos. Descubrí cómo era tener senos y vagina –lo que era para mí tener estos órganos por supuesto, no lo que era para Sian–. Nos mantuvimos cambiados el tiempo suficiente cómo para que el shock y la novedad disminuyeran, pero no sentí que ganara mucho conocimiento de su experiencia con el cuerpo con el que había nacido. Mi joya fue modificada lo suficiente como para permitirme tomar control de esta poco familiar máquina, algo mucho más complejo de lo que hubiese requerido el cambiar a otro cuerpo masculino. El ciclo menstrual había sido abandonado hace décadas, y pese a que podría haber tomado las hormonas necesarias para tener períodos, y hasta para quedar embarazada (pese a que los incentivos financieros para no procrear se habían incrementado drásticamente en los últimos años), dicho proceso no me habría dicho absolutamente nada acerca de Sian, quien no había llevado a cabo ninguna de las dos opciones.

En cuanto al sexo, el placer provocado por su práctica era bastante similar –lo que no era para nada sorprendente, ya que los nervios de la vagina y el clítoris fueron simplemente conectados en mi joya como si hubiesen provenido de mi pene–. Incluso la penetración fue menos distinta de lo que yo pensaba; a menos que hiciera un esfuerzo especial para permanecer consiente de nuestras respectivas geometrías, encontraba bastante difícil distinguir quien hacía qué a quien. Los orgasmos era mejores eso sí, debo admitirlo.

En el trabajo, nadie alzó ni una ceja cuando aparecí con el cuerpo de Sian, ya que varios de mis colegas habían pasado por exactamente lo mismo. La definición legal de identidad había variado recientemente de la huella del ADN del cuerpo al número de serie de la joya. Cuando incluso la ley puede ir a la par contigo, sabes que no puedes estar haciendo nada especialmente radical o profundo.

Después de tres meses, Sian tuvo suficiente. “Nunca imaginé lo torpe que eres,” dijo. “o que la eyaculación fuera tan aburrida.”

A continuación, encargó un clon suyo, para que los dos pudiéramos ser mujeres. Los cuerpos de repuesto cerebralmente-dañados –Extras– hasta hace un tiempo habían sido extremadamente costosos ya que era necesario hacerlos crecer casi a velocidad normal, además de la necesidad de mantenerlos constantemente activos para que fuesen lo bastante saludables como para usarlos. Extras Maduros, con huesos saludables y tono muscular perfectos, podían ser ahora producidos en un año –cuatro meses de gestación, y ocho meses de coma– lo que además permitía que estuvieran aun más muertos cerebralmente que antes, aquietando los alegatos éticos.

En nuestro primer experimento, la peor parte para mí no fue la de verme al espejo y ver a Sian, sino contemplar a Sian y verme a mí mismo. La extrañaba, mucho más de lo que extrañaba ser yo mismo. Ahora, estaba casi feliz de la ausencia de mi cuerpo (almacenado, mantenido con vida por la joya basada en el cerebro mínimo de un Extra). La simetría de ser su gemela me cautivaba; de seguro ahora estábamos más próximos que nunca. Antes, habíamos meramente intercambiado nuestras diferencias físicas. Ahora, las habíamos abolido.

La simetría era una ilusión. Yo había cambiado de género, pero ella no. Yo estaba con la mujer que amaba; ella vivía con una parodia viviente de sí misma.

Una mañana me desperté con Sian encima de mí aporreándome los pechos tan fuerte que me dejó marcas. Cuando abrí mis ojos y me cubrí, me miró desconfiadamente. “¿Estas ahí? ¿Michael? Me estoy volviendo loca, te quiero de vuelta.”

Para terminar con todo éste descabellado asunto de una vez y para siempre –y quizás para descubrir por mí mismo por lo que Sian había pasado– estuve de acuerdo en realizar una tercera permutación. No había necesidad de esperar un año, mi Extra había crecido al mismo tiempo que el de ella.

De alguna forma, era mucho más desorientador el ser confrontado conmigo “mismo” sin el camuflaje del cuerpo de Sian. Mi propio rostro me pareció ilegible; cuando ambos habíamos estado disfrazados, eso no me había molestado, pero ahora me hacía sentir incomodo, y en ocasiones incluso hasta paranoico, por ninguna razón en especial.

En cuanto al sexo me costó acostumbrarme. Eventualmente, lo encontré placentero, en una confusa y vaga manera narcisista. La abrumadora sensación de igualdad que sentí, cuando hacíamos el amor como mujeres, no regresó cuando nos practicábamos sexo oral el uno al otro –de cualquier forma, cuando ambos habíamos sido mujeres, Sian nunca reconoció sentir tal cosa. Había sido todo invención mía.

El día después que regresáramos a cómo éramos en un principio (bueno, casi a como eramos en un principio ya que almacenamos nuestros decrépitos cuerpos de veintiséis años, y tomamos residencia en nuestros saludables Extras), vi una noticia procedente de Europa que anunciaba una opción que aún no habíamos tratado: gemelos idénticos hermafroditas. Nuestros nuevos cuerpos podrían ser nuestros hijos biológicos (dados los pequeños ajustes requeridos para asegurar el hermafroditismo), con un monto igualitario de características de cada uno. Ambos habríamos cambiado de género, y ambos habríamos perdido a nuestra pareja. Seriamos iguales en toda forma.

Hice una copia del archivo y lo llevé a casa para que lo viera Sian. Lo miró atentamente, y dijo, “las babosas son hermafroditas, ¿no? Cuelgan juntas en un hilo de baba. Estoy segura que incluso en la obra de Shakespeare, se alaba el glorioso espectáculo de babosas copulando. Imagínalo: tú y yo, haciendo el amor a lo babosa.”

Me caí al suelo, riendo.

Me contuve de pronto y le pregunté: “¿en qué obra de Shakespeare? No sabía siquiera que hubieses leído a Shakespeare.”

Eventualmente, llegué a la convicción que con cada año que pasaba, conocía a Sian un poco más –de la manera tradicional, la manera con la que la mayoría de las parejas parecen conformarse–. Sabía lo que ella esperaba de mí, sabia cómo no herirla. Tuvimos discusiones, peleas, pero debe haber existido alguna clase de estabilidad subyacente, ya que a pesar de todo siempre decidíamos seguir juntos. Su felicidad me importaba, mucho, y en ocasiones encontraba difícil pensar que alguna vez creí posible que todas sus experiencias subjetivas debían ser fundamentalmente ajenas para mí. Era cierto que cada cerebro, y por lo tanto cada joya, era única –pero había algo extravagante en suponer que la naturaleza de la conciencia podría ser radicalmente diferente entre individuos, cuando el mismo hardware básico, y los mismos principios básicos de topología neuronal, estaban involucrados.

Pese a esto. A veces, si me despertaba en medio de la noche, me volteaba hacia ella para susurrarle, inaudiblemente, compulsivamente, “Yo no te conozco. No tengo la menor idea de quien, o qué eres.” Luego de esto permanecía tendido considerando empacar y marcharme. Estaba solo, y era inútil pretender lo contrario.

Por otro lado, algunas veces me despertaba en la noche, absolutamente convencido que me estaba muriendo, o alguna otra cosa igual de absurda. Bajo el influjo de algún sueño medio-olvidado, todo tipo de confusión es posible. Nunca me afectó más allá de lo debido, y por la mañana ya me sentía yo mismo de nuevo.

Cuando vi la noticia del servicio de Craig Bentley –él le llamaba “investigación”, pero sus “voluntarios” pagaban por el privilegio de tomar parte en sus experimentos– por poco y no la incluyo en el boletín, pese a que todo mi criterio profesional me decía que ésta clase de historia tenía todo lo que nuestros espectadores podrían desear en treinta segundos de techno-shock: era bizarra, incluso medianamente desconcertante, pero no tanto cómo para no creerlo.

Bentley era un ciberneurólogo; había estudiado el Dispositivo Ndoli, de la misma forma en que los neurólogos habían estudiado el cerebro. Imitar al cerebro con una red neuro-computacional no requiere un profundo entendimiento de sus estructuras más elevadas y la investigación de estas estructuras continuaba, en su nueva encarnación. La joya, comparada con el cerebro, era más fácil de observar, y mucho más fácil aún de manipular.

En su último proyecto, Bentley le estaba ofreciendo a las parejas algo un poco más sofisticado que un acercamiento a la vida sexual de las babosas. Ofrecía ocho horas con mentes idénticas.

Hice una copia de la noticia de diez minutos original que había llegado a través de la fibra, y dejé que mi consola de edición seleccionara los treinta segundos más titilantes posibles, para transmitirlos. Hizo un buen trabajo, lo había aprendido de mí.

No podía mentirle a Sian. No podía esconder la historia, no podía pretender no estar interesado. La única opción honesta a la que podía acceder era mostrarle el archivo, decirle exactamente lo que pensaba sobre el asunto, y preguntarle que era lo que ella quería hacer.

Eso fue justamente lo que hice. Cuando la imagen HV se apagó, se volteó hacia mí, se encogió de hombros, y dijo, “De acuerdo. Suena divertido, Hagámoslo.”

Bentley vestía una camiseta con nueve retratos dibujados por ordenador, en una cuadrícula de tres por tres. En la esquina superior izquierda estaba Elvis Presley. En la inferior derecha Marilyn Monroe. El resto eran varios estados intermedios.

“Así es cómo esto va a funcionar. La transición tomará veinte minutos, durante dicho tiempo ambos estarán descorporizados. Los primeros diez minutos, tendrán igual acceso a las memorias de cada uno. En los diez minutos restantes, ambos serán transportados, gradualmente, hacia la personalidad combinada.”

“Una vez llevada a cabo ésta etapa, vuestros Dispositivos Ndoli serán idénticos –en el sentido que ambos tendrán las mismas conexiones neuronales con los mismos factores de fondo– pero estarán en diferentes estados. Tendré que bloquear sus memorias, para corregir eso. Y entonces despertaran en cuerpos electromecánicos idénticos. Los Clones no pueden ser fabricados lo suficientemente parecidos. Pasaran ocho horas solos, en habitaciones idénticas. Tendrán HV para entretenerse –sin el módulo de videófono, por supuesto–. Tal vez piensen que ambos podrían recibir una señal de llamada si tratan de llamarse al mismo número simultáneamente –pero en realidad, en dichos casos el equipo arbitrariamente permite una sola llamada, lo que haría diferir sus ambientes.”

Sian preguntó, “¿Por qué no podemos llamarnos el uno al otro? O mejor aún, ¿estar juntos? Si somos exactamente iguales, diríamos las mismas cosas, ejecutaríamos las mismas acciones –seriamos una parte idéntica más de nuestros idénticos ambientes.”

Bentley apretó sus labios y negó con su cabeza. “Quizás permita que algo así ocurra en algún futuro experimento, pero por ahora considero que sería… potencialmente traumático.”

Sian se volteó hacia mí y con la expresión de su mirada me dijo: Este sujeto es un aguafiestas.

“El final del experimento será cómo en el principio, pero a la inversa. Primero sus personalidades serán restauradas. Entonces, perderán acceso a las memorias de cada uno. Por supuesto, sus memorias de la experiencia misma serán dejadas intactas. Intactas en lo que a mí respecta, claro, ya que no puedo predecir como sus personalidades una vez restauradas, actuarán –filtrando, suprimiendo o reinterpretando dichas memorias–. En cosa de minutos, puede que terminen con ideas muy distintas acerca de lo experimentado. Todo lo que puedo garantizarles es esto: Durante las ocho horas en cuestión, ambos serán idénticos.”

Lo discutimos. Sian estaba entusiasmada, como de costumbre. No le importaba mucho como iba a ser; todo lo que realmente le importaba era atesorar una nueva experiencia novedosa.

“Pase lo que pase, seremos nosotros mismos nuevamente al final,” dijo. “No hay nada que temer. Ya sabes el viejo adagio.”

“¿Cual adagio?”

“Todo lo soportable –siempre y cuando no sea infinito.”

Yo no lograba decidirme a como me sentía al respecto. A pesar que ambos compartiéramos nuestras memorias terminaríamos conociendo, no al otro, sino meramente a una artificial tercera persona. Pese a esto, por primera vez en nuestras vidas experimentaríamos exactamente lo mismo –aunque la experiencia fuera la de pasar ocho horas en habitaciones separadas en el cuerpo de un robot sin género y con una seria crisis de identidad.

No pude pensar en ninguna forma realista posible de mejorar el experimento.

Llamé a Bentley, e hice una reserva.

Durante una privación sensorial perfecta, mis pensamientos parecían disiparse en la oscuridad circundante antes incluso que estuvieran formados siquiera. Este aislamiento no duraba mucho, pero; a medida que nuestras memorias de corto de plazo se fusionaran, alcanzaríamos cierta clase de telepatía: Uno de nosotros pensaría un mensaje, y el otro “recordaría” él haberlo pensado, respondiendo de la misma manera.

–No puedo esperar a descubrir todos tus secretos.

–Creo que te vas a decepcionar. Cualquier cosa que no te haya dicho ya, probablemente la he reprimido.

–Ah, pero reprimido no significa eliminado. ¿Quién sabe lo que resultará de esta experiencia?

–Ya lo sabremos, muy pronto.

Traté de recordar todos los pequeños pecados que pude haber cometido en los últimos años, todos los pensamientos vergonzosos o egoístas, pero nada vino a mi cabeza a excepción de una vago sensación de culpa. Traté de nuevo, y conseguí, una imagen de Sian de niña. Otro niño metía su mano entre las piernas de ella que entonces chillaba de miedo apartándose. Pero ese era un incidente que Sian me había contado, hace mucho tiempo. ¿Era un recuerdo suyo o mi propia reconstrucción?

–Un recuerdo mío. Creo. O quizás mi reconstrucción. Cuando te he contado algo que me ocurrió antes que nos conociéramos, la memoria de habértelo contado se ha vuelto mas clara para mí que la memoria del hecho mismo. Casi como la reemplazara.

–Lo mismo me pasa a mí.

–Entonces, nuestras memorias se han ido acercando a cierta clase de simetría con los años. Ambos recordamos lo que nos hemos dicho, como si lo hubiésemos oído de otra persona.

Acuerdo. Silencio. Un momento de confusión. Entonces:

–Esta cuidada división de “memoria” y “personalidad” que Bentley utiliza; ¿es realmente tan clara? Las joyas son redes neuro-computacionales; no puedes hablar de “datos” y “programas” en un sentido absoluto.

–No en general, no. Su clasificación debe ser arbitraria, hasta cierto punto. ¿Pero a quien le importa?

–Claro que importa. Si él restaura la “personalidad”, pero permite que las “memorias” persistan, esto podría llevarnos a…

–¿A qué?

–Depende, ¿no? En un extremo, podría dejarnos tan minuciosamente “restaurados”, tan completamente inafectados, que toda la experiencia podría no haber ocurrido nunca. Y en el otro extremo…

–Permanentemente…

–…próximos.

–¿No es ese el punto?

–Ya no lo sé.

Silencio. Duda.

Y entonces me percaté que no tenía idea si era mi turno de contestar o no.

Desperté, recostado en una cama, ligeramente desconcertado, cómo si esperara a que un hiato mental se me pasara. Mi cuerpo se sentía un tanto extraño, pero menos que cuando desperté en el Extra de otra persona. Bajé la vista y contemplé el pálido y suave plástico de mi torso y mis piernas, entonces agité una mano frente a mi cara. Me veía cómo el maniquí unisex del escaparate de una tienda –pero Bentley nos había mostrado los cuerpos previamente, por lo que la impresión no fue tan significativa–. Me incorporé lentamente, permanecí de pie y luego di unos cuantos pasos. Me sentía un poco insensible y vacío, pero mi sentido kinestético, mi propiocepción, estaba bien; Me sentía localizado entre mis ojos, y sentía que éste cuerpo era el mío. De la misma forma que cualquier transplante moderno, mi joya había sido manipulada directamente para acomodar el cambio, evitando la necesidad de meses de fisioterapia.

Miré alrededor del cuarto. Estaba escasamente amoblado, una cama, una mesa, una silla, un reloj, un set de HV. En la muralla, una reproducción enmarcada de una litografía de Escher: “Lazo de Unión,” un retrato del artista y, presumiblemente, su esposa, rostros descascarados cómo limones formando hélices de cortezas, unidas en una única banda. Seguí la superficie externa de principio a fin, y me sentí defraudado al comprobar que no poseía el giro de Möbius que esperaba.

Ninguna ventana, una puerta sin manilla. Colgando de la pared junto a la cama, un espejo de cuerpo completo. Me paré frente a él contemplando mi ridícula forma. De pronto se me ocurrió que, si Bentley realmente amaba los juegos simétricos, tal vez había construido una habitación que fuera cómo la imagen del espejo de la otra, modificando el set de HV, y alterando una joya, una copia de mí, para cambiar la derecha por la izquierda. Lo que parecía un espejo podría ser una ventana entre las dos habitaciones. Fruncí torpemente el ceño con mi rostro plástico; mi reflejo se veía apropiadamente molesto por la visión. La idea me cautivó, pese a lo improbable que fuera. Sólo un experimento en física nuclear podría revolear la diferencia. No, no era cierto; bastaría con un péndulo cómo el de Foucault para estropear el juego. Me acerqué al espejo y le propiné un puñetazo. No surgió ningún grito de dolor, pero una muralla de ladrillos o un puñetazo opuesto de igual intensidad podrían ser la explicación.

Me encogí de hombros alejándome del sospechoso espejo. Bentley podría haberlo arreglado todo –hasta donde a mí me concernía, toda la habitación podría ser un simulacro computarizado–. Mi cuerpo era irrelevante. La habitación era irrelevante. El punto era…

Me senté en la cama. Recordé a alguien –Michael, probablemente– preguntándose si me entraría el pánico cuando reflexionara sobre mi naturaleza, pero no encontré ninguna razón para ello. Si me hubiese despertado en esta habitación sin memorias recientes, y hubiese tratado averiguar quien era sobre la base de mi(s) pasado(s) probablemente me habría vuelto loco, pero sabía exactamente quien era, tenía dos largos senderos de anticipación que me conducían a mi estado presente. La perspectiva de ser cambiado en Sian o Michael no me importaba en absoluto; el sentimiento de ambos por recobrar sus identidades separadas permanecía en mí, fuertemente, y el deseo de integridad personal se manifestó a sí mismo cómo alivio ante el pensamiento de la re-emergencia, y no como miedo de mi propia disolución. En cualquier caso, mis memorias no serían suprimidas, y no tenía la sensación de poseer objetivos que uno u otro no quisieran conseguir. Me sentía más como su mínimo denominador común que alguna clase de hiper-mente sinérgica; Yo era menos, no más, que la suma de mis partes. Mi propósito estaba estrictamente limitado: Yo estaba aquí para disfrutar la extrañeza de Sian, y para contestar la inquietud de Michael, y cuando el momento llegara estaría feliz de bifurcarme, y reasumir las dos vidas que recordaba y valorizaba.

Entonces, ¿cómo experimentaba la conciencia? ¿De la misma forma que Michael? ¿De la misma forma que Sian? Hasta donde podía distinguir, no había experimentado una metamorfosis fundamental –pero apenas llegué a dicha conclusión, comencé a preguntarme si es que realmente estaba en condiciones de emitir un juicio de tal naturaleza–. ¿Contenían las memorias de ser Michael, y las memorias de ser Sian, mucho más de lo que ambos pudiesen colocar en palabras posibles de ser intercambiadas verbalmente? ¿Conocía realmente algo de la naturaleza de sus existencias, o estaba mi cabeza repleta tan solo de descripciones de segunda mano –intimas, y detalladas, pero en definitiva tan opacas como el lenguaje?–. Si mi mente era radicalmente diferente, ¿podría dicha diferencia ser algo que yo pudiese siquiera percibir? –¿o acaso todas mis memorias, en el acto de recordar, simplemente serían reordenadas en términos que me fuesen familiares?

El pasado, después de todo, no era más cognoscible que el mundo externo. Su propia existencia debía ser explicada por medio de la fe –y, aunque se le dotara de vida, de cualquier forma sería engañosa.

Hundí mi cabeza entre mis manos, completamente abatido. Yo era lo más cercanos que Michael y Sian podrían estar, pero las dudas del primero, pese a todo, continuaban sin respuesta.

Después de un rato, mi ánimo comenzó a mejorar. Por lo menos la búsqueda de Michael había terminado, incluso aunque no hubiera conocido el éxito. Ya no tenía otra opción que aceptarlo, y continuar con su vida.
Di un paseo alrededor de la habitación, encendiendo y apagando el HV. Estaba empezando a sentirme aburrido, pero no pensaba malgastar ocho horas y muchos miles de dólares sentado mirando telenovelas.

Me entretuve ideando posibles maneras de boicotear la sincronización de mis dos copias. No era posible que Bentley pudiera duplicar las habitaciones y los cuerpos tan perfectamente que un ingeniero no pudiese distinguir las diferencias y quebrar la simetría. Incluso el arrojar una moneda al aire podría haber servido pero no tenía una moneda. ¿Arrojar un avioncito de papel? Parecía prometedor –un objeto altamente sensible a las corrientes de aire– pero el único papel en el cuarto era el Escher, y no que un ingeniero no pudiese distinguir las diferencias y quebrar la simetría. Incluso el arrojar una moneda al aire podría haber servido pero no tenía una moneda. ¿Arrojar un avioncito de papel? Parecía prometedor –un objeto altamente sensible a las corrientes de aire– pero el único papel en el cuarto era el Escher, y no podía decidirme a vandalizarlo. Podría romper el espejo, y observar las distintas formas y tamaños de los fragmentos, lo que podría comprobar o desmentir mis especulaciones previas, pero mientras levantaba una silla sobre mi cabeza, repentinamente cambié de idea. Los escasos minutos de privación sensorial con dos conjuntos de memorias de corto-plazo en conflicto habían sido lo suficiente confusas cómo para atreverme a experimentar varias horas de interacción con un ambiente físico distinto. Mejor aguantarme hasta que estuviera desesperado por divertirme.

Me recosté sobre la cama e hice lo que la mayoría de los clientes de Bentley probablemente terminaban haciendo.

A medida que se fusionaban, Sian y Michael temieron por su privacidad –y ambos habían proclamado declaraciones mentales compensatorias, por no decir defensivas, de franqueza, no deseando que el otro pensara que tenía algo que esconder. La curiosidad de ambos, también, había sido ambivalente; querían entenderse el uno al otro, pero, por supuesto, no querían husmear.

Todas estas contradicciones continuaban dentro de mí, pero mientras contemplaba el techo, intentando no mirar el reloj nuevamente por lo menos dentro de treinta segundos más, concluí que no tenía por qué tomar una decisión. Era lo más natural del mundo dejar que mi mente se recreara en el transcurso de la relación de Sian y Michael, desde ambos puntos de vista.

Fue una reminiscencia muy peculiar. Casi todo parecía al mismo tiempo vagamente asombroso y absolutamente familiar –cómo un ataque extendido de deja vu. No es que ambos deliberadamente quisieran engañarse el uno al otro acerca de algo importante, pero todas las pequeñas mentirillas blancas, todos los resentimientos triviales reprimidos, todas las necesarias, loables, esenciales, decepciones amorosas, que los habían mantenido unidos a pesar de sus diferencias, atiborraban mi cabeza con una extraña bruma de confusión y desengaño.

No era bajo ningún punto de vista una conversación; yo no era una personalidad múltiple. Sian y Michael simplemente no estaban ahí –para justificar, para explicar, para engañar el uno a la otra una vez más, con la mejor de las intenciones–. Quizás debería hacer todo ello de su parte, pero constantemente estaba inseguro de mi rol, incapaz de optar por un enfoque determinado. Así que me quedé allí tendido, paralizado por la simetría, y dejé que las memorias fluyeran.

Después de eso. El tiempo transcurrió tan rápidamente que nunca tuvimos ocasión de romper el espejo.

Tratamos de permanecer juntos.

Duramos una semana.

Bentley realizó –de acuerdo a lo requerido por la ley– instantáneas de nuestras joyas previo al experimento. Podríamos haber regresado a ellas –y entonces haberle solicitado a él la explicación del porqué– pero defraudarse a uno mismo es una decisión que resulta fácil sólo si es realizada a tiempo.

No podíamos perdonarnos el uno al otro, porque no había nada que perdonar. Ninguno de nosotros había hecho nada que el otro no pudiera entender, y simpatizar completamente.

Nos conocíamos demasiado bien, eso era todo. Detalle por microscópicamente pequeño y maldito detalle. No era que la verdad fuese dolorosa; ya no nos afectaba, no más. Nos había vuelto indiferentes. Nos había sofocado. No nos conocíamos el uno al otro al punto de como nos conocíamos nosotros mismos; era peor que eso. En el ser, los detalles se nublan en el proceso mismo del pensamiento; la auto-disección metal es posible, pero supone un gran esfuerzo el sostenerla. Nuestra disección mutua no nos supuso esfuerzo alguno; era el estado natural en el que caíamos cada vez que estábamos ante la presencia del otro. Nuestras superficies habían sido desnudadas, pero no para revelar un vistazo de nuestras almas. Todo lo que podíamos ver bajo la piel eran los engranajes, rotando.

Supe entonces, que lo que Sian siempre buscó en un amante era lo ajeno, lo incomprensible, lo misterioso, lo opaco. El sentido total, para ella, de estar con alguien era la sensación de confrontar la otredad. Sin ello, ella consideraba que se estaba mejor hablándose a sí mismo.

Descubrí que ahora compartía este punto de vista (un cambio cuyos precisos orígenes no quería ponderar del todo… pero por otro lado, siempre supe que ella tenía la personalidad más fuerte, debía haber presentido que algo terminaría por adherírseme).

Juntos ya no podíamos estar, así que no tuvimos otra opción que alejarnos.

Nadie desea pasar la eternidad a solas.

© 1992, Greg Egan.
2003, Traducción de Sergio A. Amira.

–Publicado originalmente en Fobos #18 de junio del 2003–

Primer Lugar: Misión en Miroa – Luis Saavedra

Para Arthur C. Clarke

Unsool descendió envuelta en una bola de fuego desde la nave matriz, suspendida a 5000 km. en órbita geoestacionaria. Aún en estado latente podía sentir la turbulencia traspasar el líquido de amortiguación inercial que hacía vibrar todo su cuerpo con un molesto cosquilleo. En el sueño frunció el gesto y el servo de biología le inyectó 30 mg. más de ketamina. Separándose de su cuerpo flotó lejos de su capullo-nave y la vio arder con un crepitar apagado, mientras la curvatura del planeta se hacía menos evidente a medida que se internaban más en la atmósfera alta, en ruta directa al ojo de un tifón. Y luego las nubes y la oscuridad la envolvieron con una violencia de vientos cruzados y relámpagos que enmudecían por el silbido de la nave al contacto del aire frío. A cuatro kilómetros de la superficie, el servo de biología disolvió benzodiazepinas en el torrente circulatorio de Unsool y entró en estado de latencia. El navegante de atmósfera se activó y tomó el control de los subsistemas procediendo a un plan de reconocimiento topográfico, usando cortos chorros de plasma cada cinco segundos para decelerar. A quinientos metros extendió las alas translúcidas y planeó sobre las turbulentas corrientes hasta una meseta cerca del naufragio. El suelo fuertemente compactado por la hierba absorbió el peso del capullo y luego las tuberías absorbieron el líquido del interior, mientras Unsool recuperaba lentamente el control de su conciencia. Como una nuez, el capullo se abrió dejándola libre y húmeda. Durante cinco minutos comprobó que su musculatura y cognición le respondieran con una serie de ejercicios de calistenia y matemáticos, para luego ordenarle a la armadura que se irguiera en modo instintivo. Su primera impresión de Miroa II fue la de un planeta donde solo existía una única estación: la tempestad.
Con una gravedad casi tres veces mayor a la terrestre, el planeta estaba a merced de una turbulenta actividad climática y eléctrica. No había grandes elevaciones y las nubes migraban por el cielo rápidamente en colgajos, mientras la intensidad de la luz variaba hasta una visibilidad de 3 kilómetros. Una hierba corta y de tallo fuerte era la única vegetación que se veía por doquier y varios ciclones rondaban la meseta en forma errática. Para Unsool era un paisaje sacado de un holo de entrenamiento: nunca había tenido la oportunidad de estar en misión en un lugar tan inhóspito, pero a la vez la combinación de violencia y profundidad le otorgaba una belleza temeraria. Sin embargo, ni siquiera la gravedad aumentada podía ser problema para una agente de fisiología adaptable y su armadura. Estableció comunicación con Gio, la IA de la nave madre, pero el enlace demoró más de lo debido, quizás debido a la alta ionización de la atmósfera. De pronto el logo corporativo de Gio apareció reflejado en su subretina. «G:I:O operativo».
-Gio, estoy bien, no es un bonito paisaje pero al menos es interesante -dijo dando una larga mirada en derredor, mientras la IA descargaba rutinas compiladas y chequeaba el estado general de la humana. «Objetivo de misión: entrando». Al mirar hacia el oeste, su visión se transformó en un túnel que indicaba el lugar del naufragio de la Anoita en colores incandescentes. El escáner de la armadura no mostraba señales de vida electrónica o biológica.
-Necesito ruta de vuelo, por favor. -Inmediatamente se estableció un cuadro tridimensional que cruzaba la meseta, evitando los tornados, hasta la otra nave.- Gracias. Por favor, asegura el capullo y activa una baliza de radiofaro.
«Ok, asegurado, activado radiofaro,» refulgió en sus ojos. Tomando impulso, dio tres zancadas y saltó haciendo que los motores inerciales hicieron el resto. Siempre era una gran experiencia para ella sentir que se batía un record de salto largo. Y la turbulencia de la atmósfera también era parte de la diversión. Gio había aprendido que el explosivo aumento del ritmo cardíaco era parte de la biología de Unsool.
La armadura se encargó que el aterrizaje fuese tan suave que tocó tierra casi dentro de la bahía de carga de la Anoita, que yacía en dos grandes pedazos, ambos sobre un costado. No perdió tiempo en establecer comunicación con la difunta IA y fue directo a la estación de mando, en donde encontró dos de las tres camas criogénicas. Ambos agentes estaban definitivamente muertos, sin posibilidad siquiera de un escaneo cerebral. En cuánto a la tercera cama, lo más seguro era que estuviera esparcida en los dos kilómetros de la trayectoria del aterrizaje. El faro de emergencia aún funcionaba pero ya no había nada vivo que rescatar y la bitácora de la caja negra indicaba un daño mayor en uno de los motores de hipersalto que obligó a la nave a salir al espacio normal. La IA de la Anoita trató de resolver el problema por sí misma pero sólo logró que un incendio se propagara por las alas de navegación y afectaran los giróscopos de estribor, descoordinando los sistemas autónomos de estabilidad que comenzaron a emitir chorros de plasma sin ritmo, mandando a la nave a una espiral descendente sobre Miroa II. La reentrada estabilizó un poco la caída, dándole tiempo a los motores de proa para desesperadamente intentar decelerar, pero la tensión reventó la cubierta en dos y ambos pedazos cayeron. Era un milagro que quedase algo de la nave.
Unsool vio desapasionadamente la destrucción y luego dijo: -Gio, desencripta objetivos, por favor. -Dos de ellos habían sido cancelados. Asegurar las cargas nucleares era ahora su objetivo primario.
La nave siniestrada iba a Sere, un planeta especializado en anular material fisionable y de riesgo biológico, donde se iban a destruir doce cargas nucleares confiscadas por la Novus Seclum a un reyezuelo que tenía planeada una escaramuza privada contra sus vecinos. El itinerario de las naves de carga era secreto y enrevesado para evitar los crecientes asaltos de los piratas. Se usaban los corredores más inestables y poco frecuentados de las corrientes hiperespaciales, pero siempre más de alguna cosa podía salir mal. Unsool no estaba segura si esto podía ser algo más complicado que un desastre fortuito, de modo que ordenó a Gio armar las baterías de torpedos y estar alerta a los nodos de salida de los corredores por si llegaban visitas inesperadas.
La cuna de armamentos estaba diseñada para resistir el ataque de un misil de plutonio, era lo que decían los fabricantes. El uso y el envejecimiento habían hecho que una de las placas de seguridad fuese arrancada de cuajo, dejando expuestas las ojivas en sus cámaras, con el aviso de peligro de radiación en una de las paredes. El compartimiento estaba lleno de agua y algún tipo de vegetación resistente a los altos niveles radiactivos que eufórica había comenzado a colonizar todo. El escaneo de Gio y Unsool de los doce nichos verificó que ninguno estaba filtrado, con excepción del número 5 que no contenía ninguna ojiva. Gio rápidamente intentó ubicar la carga perdida, haciendo telemetría sobre la trayectoria de caída de la Anoita, pero no pudo localizarla. Unsool, más pragmática que la IA, rebuscó la superficie de una ojiva hasta hallar el bajorrelieve: un sello de claves ADN.
-Gio, ¿qué modelo son las ojivas? -Pero la IA no pudo encontrar nada en su base de datos de armamentos.- Bien, son antiguas o artesanales, pero aún pueden funcionan como cualquiera -se replicó a sí misma, acariciando el sello con las dos claves.- ¿Puedes decodificar ambas claves de ADN y emitir un pulso de radio por la banda protegida militar con ellas, por favor? Ojalá estemos aún dentro del rango.
Unsool le explicó a la IA que creía que las bombas se podían rastrear como todos los armamentos con el estándar de la Novus Seclum. Una de las dos claves de ADN era el catalizador para que un pulso radial comenzara a fluir desde el arma, en una banda y con una secuencia especial que estaba contenida en la segunda clave. Teniendo todos los sellos de claves ADN de las bombas se podía deducir cuál podría ser la secuencia del sello de la que estaba perdida.
Gio moduló varias claves en la banda de los 800Mhz a intervalos de tres segundos y luego esperaron. Afuera el viento rugía y la lluvia se aproximaba y alejaba, los tornados derivaban perezosamente hacia el sur. «Ojiva localizada, 80 km. punto cero, cuadrante 44-27, en movimiento».
-¿Pero, cómo? -Espetó Unsool, sorprendida, no obstante se recuperó y volvió a preguntar.- ¿Existe biología importante en el planeta?
«No clasificada. Humanoide. Estadio: edad de metal, sobrevivencia precaria. Solicitando más resultados.» Bueno, no estaba muy lejos de la verdad, aunque no eran el tipo de piratas que ella esperaba. Una raza que recién construía puntas metálicas no tendría idea del peligro de una ojiva nuclear. Con un gesto de nerviosismo, decidió pasar la misión a clave amarilla de nivel 4. Una urgencia moderada, pero que despertaría las sospechas sobre ella en Control de Misión, a 150 años-luz de allí.
Desde afuera, Unsool activó la granada de espuma que inundó la cuna de armamentos y se solidificó en un muro más fuerte que el concreto. Luego, tomando impulso saltó hacia el sur tras la huella de la ojiva nro. 5.
Desde arriba, el paisaje era una secuencia violenta pero monótona de colores ocres y austeros con ninguna gran elevación a la vista. Según cálculos de Gio, los humanoides habían raptado la ojiva hacía cinco o seis días y seguían una ruta directa hacia el sur con destino desconocido. Unsool discutió la posibilidad con la IA de que aquella gente fueran meros recolectores de todo lo que fuese o pareciese metálico, lo que era una muy mala perspectiva. Se imaginaba a los humanoides intentando fundir la ojiva y detonando su carga, pero hasta ahora esas eran meras divagaciones. Miroa II solo había sido visitada en tres oportunidades en dos siglos y nunca fue declarada una fuente de recursos de nada, estando la galaxia poblada de miríadas de planetas más ricos y preciosos.
«Ingreso de nuevos datos. Ver panel.» Gio había encontrado algo interesante. Unsool ordenó a la armadura continuar en piloto automático y cambió la visión hacia el panel que titilaba en el ámbito más externo de la subretina. En él se mostraba una vista superpuesta del exterior cuya cromática derivaba al rojo hacia el oeste hasta un cráter, como a 12 km. de su posición actual. Los niveles de radioactividad degradados indicaban un antiguo incidente nuclear. Decidió que bien merecía echarle una ojeada y retomó el control de la armadura. Cinco minutos más tarde, se encontraba en el borde del cráter de 1 km. de diámetro, que ahora era una laguna de aguas revueltas y ríos tributarios. La explosión nuclear que abrió ese agujero pudo haber sido un torpedo táctico de alguna expedición anterior. Pero lo más interesante fue observar las grises y embarradas casuchas de los humanoides en toda la costa de la laguna y a una prudente distancia. No había nadie fuera de las construcciones y todas estaban conectadas entre sí. Gio configuró la hipótesis de que la vida social pasaba dentro de las construcciones mientras las tempestades azotaban el exterior, mas no había encontrado bibliografía completa sobre esta raza o sus métodos de supervivencia. Hacia el centro del poblado había un claro y un tótem pesado y tosco, igualmente gris con una mancha amarilla. Unsool descendió en aquel patio interno verificando que estaba sola, su mirada derivó desde las varias esclusas en las paredes que despedían un vapor blanco, que se arremolinaba hacia la tempestad, hasta el portal con una cerca que contenía unos durmientes y arracimados animales anaranjados. Sin embargo, luego se tropezó con el símbolo de fondo amarillo que había visto desde el aire.
-¿Ves lo que yo veo, Gio? -Obviamente la IA le devolvió la misma imagen simbólica, en el contexto que se entendía a lo largo de toda la Novus Seclum: Peligro de radiación. El trébol de tres hojas estaba dibujado sobre una placa de metal arañada y desgajada por fuerzas de reingreso.- Gio, ¿existe algún tipo de naufragio anterior a la Anoita?
El cursor en el panel de búsqueda parpadeo un par de ciclos y luego devolvió siete resultados en el cuadrante, ninguno con rescate confirmado. Un momento más tarde, Gio envió una instantánea de escáner topográfico donde destacaba un rastro similar al que había dejado la Anoita en su descenso, dirigiéndose hacia el centro del cráter inundado. La mala suerte había hecho que algo de carácter nuclear, divino en su furia, cayera sobre Miroa II marcando la vida de esa raza.
-Esta gente cree en un dios, Gio, que no es precisamente bondadoso. -Unsool tocó con delicadeza la superficie de metal y luego retiró la mano como si le hubiera quemado; al hacerlo la placa se tambaleó y golpeó contra la superficie de piedra del tótem, emitiendo un sonido profundo que se sostuvo en la atmósfera. Una de las bestias desperezó unos zarcillos violáceos, abrió una boca perfectamente redonda y aulló con una voz gutural que alertó a las demás. Todas comenzaron a chillar y azotar los zarcillos en el aire. Hubo movimiento al interior del poblado, Unsool oyó a muchos que venían. Era hora de pasar de las elucubraciones a la acción y saltó al aire de nuevo, perdiéndose en la bruma que salía del patio interior.
Gio le indicó que la ojiva no se había movido mucho, avanzaba a razón de unos 15 km/h, quizás tirada por algunos humanoides a mano limpia. Unsool creía que la llevaban a algún templo de adoración donde la podían activar y esta explosión no iba a ser tan gentil como el simple naufragio de una nave con reactores anticuados. La ojiva era un arma militar de 1500 megatones.
Demoró otros treinta minutos en darle alcance a la ojiva. Parecía reposar al borde de una fortificación más grande que la que había visto al borde del cráter inundado. Suspendida a 100 metros de la superficie, decidió analizar detalladamente el escenario, antes de tomar cualquier acción. En sus paredes asomaban agujeros de ventilación por donde se arracimaban los rostros de muchos humanoides gesticulantes. Al lado de la ojiva estaba un grupo de cinco seres envueltos fuertemente en ropajes gruesos y embozados, inmóviles, esperando algo.
-¿Tú que crees, Gio? -preguntó Unsool. Gio utilizó los sensores de la armadura para hacer un análisis sistémico del interior de la bomba. «Estado: Seguro pero con contusiones en el gatillador», apareció en su subretina. Y luego dirigió su atención a los seres, pero estaban muy lejos para los escáneres biológicos. Gio revisó la normativa de contactos de la Novus Seclum y decidió que había resquicio legal para una acción directa y sin permiso. «Desciende. Asumir divinidad», sugirió.
-Siempre y cuando esta gente quiera verme como una diosa y no como una alimaña.
«No hay muchas opciones. El gatillador puede ceder. No pueden tocarte.»
El grupo seguía inmóvil alrededor de la bomba, mientras una imagen igneográfica de Gio le indicó a Unsool que la gente se iba agolpando detrás de los ventanucos de la fortaleza. Entre la espada y la pared decidió jugar a ser Dios.
Le ordenó a la armadura descender expeliendo tantos chorros de vapor por las toberas como pudiera, generando una cortina de humo para una entrada en escena espectacular. No obstante que la charada surtió cierto efecto en la gente en los ventanucos, no fue así para el grupo arracimado alrededor de la ojiva, que se mantuvo impertérrito. Apareció ante los ojos de todos los humanoides como una diosa de armadura roja y azabache, excelsa. De cerca los seres eran más pequeños y gruesos y tenían la estructura clásica de todos los humanoides de la galaxia. No muy segura de tener las cartas a su favor, extendió un brazo hacia la ojiva y luego se indicó a sí misma.
«Háblales», sugirió Gio.
-¿En qué idioma?
«Solo es un efectismo». Unsool lo pensó un momento mientras la tormenta rugía alrededor de ella y del grupo y la ojiva. Había muchos espectadores observando.
-¡La ojiva es mía, me la llevaré! -gritó hacia el grupo y luego de nuevo hacia la fortaleza. Volvió a indicar la bomba y después hacia sí misma. En ese instante uno de los seres del grupo se levantó y comenzó a gesticular, hablando en una lengua rasposa y lenta que salía de lo profundo de sí. Las palabras alcanzaron a la multitud que se removió intranquila. Gio postuló que se había hecho una presentación de Unsool como una divinidad por parte de una especie de sacerdote, pero ella no lo creyó, era una explicación muy sencilla y nunca lo había sido en los casi mil mundos habitados de la Novus Seclum. Unsool intentó un nuevo enfoque.
Abrió manualmente la carcaza de uno de los motores de impulso de la armadura, en su cintura, adentro se veía la celda de energía con el trébol sobreimpreso. No era muy grande pero quizás fuese suficiente para demostrar que ella y la ojiva estaban relacionados. Se acercó más, lentamente, al grupo y su supuesto líder, pero sabía que no le temían, tal vez ya habían visto a alguien como ella. Indicó el símbolo y esperó a que las criaturas hicieran la conexión, pero no vio ningún síntoma de reconocimiento. Se estaba comenzando a poner nerviosa. La tormenta que no cesaba, la multitud muda y expectante, demasiados pares de ojos sobre ella influyeron para que, en un paso falso, se adelantara a revisar la ojiva desde más cerca. Otro de los seres se incorporó como el rayo y la amenazó con una lanza de un mineral cristalino, mientras un tercero corría hasta la ojiva y le daba un golpe con un mazo en la ya abollada superficie. Unsool analizó sus opciones y decidió seguir las prioridades de su misión. Con un brazo de la armadura le dio un duro garrotazo a la lanza que se quebró y luego disparó lancetas desde el arma de su guante contra el humanoide con el mazo, que saltó hacia atrás muerto. Otro de los seres le lanzó inesperadamente y con inaudita certeza una especie de petardo arrojadizo sobre el reactor abierto de su cintura. El reactor estalló abrasando su carne a través de la ropa con una oleada de dolor y cortando el circuito de energía de los periféricos, matando a otro de los humanoides que estaba más cerca. Sintió la ausencia inmediata de Gio, que debió perder el enlace ante la falla. Otros dos seres se le arrojaron y comenzaron una sesión de mazazos inmisericordes sobre la armadura, obligándola a inclinarse y caer al suelo. Intentó defenderse antes que se les uniera el sacerdote y con una mano de la armadura pudo detener un mazo y lo descargó contra la cabeza de su dueño, que cayó como un muñeco desarticulado. Con el otro brazo descargó un puño sobre el pecho de otro que lo envió a diez metros de distancia, consumiendo la mayor parte de la energía de emergencia de los servomotores. Así y todo, sintió la punta de una lanza entrar por debajo de la pechera de la armadura, clavándose peligrosamente cerca de su hígado. Lanzó un grito ahogado, mientras el sacerdote esgrimía la lanza roja con orgullo hacia la multitud y la tormenta.
Gio logró el control parcial de la armadura y reconectó los sistemas de periféricos. Se puso al tanto de los últimos sesenta segundos pero seguía sin saber nada, analizando datos en bruto, en estado de emergencia. Las voces de toda la multitud sonaban como un coro profundo de mareas que subían y bajaban. Unsool, inutilizada en el suelo, a dos metros de la ojiva, observaba impotente cómo el sacerdote alzaba el mazo de su compañero y lo dejaba caer pesadamente sobre la bomba. Una grieta surgió, negra como la pez. La multitud comenzó a arrojarles cosas desde los ventanucos y el sacerdote arremetió contra ella con una voz que se mezclaba con la ferocidad de los vientos.
Unsool lo comprendió todo, como en una revelación. Gio leyó su escáner mental y erigió una advertencia. «Detener humanoide/daño».
-Eso es muy fácil de decir.
El sacerdote rugía contra la multitud y la multitud gemía. Era un gemido de espanto. La gente huía hacia el interior de la fortaleza. El trébol, la laguna, el miedo, la destrucción. Esto no era un culto, era una guerra. Una represalia que demoró trescientos años desde la primera hostilidad cuando la nave arrasó una ciudad del bando del sacerdote. El ser menudo enviaba enérgicas muestras de odio contra la ciudad y luego arremetía contra la ojiva. Otro par de grietas se sumaron a la superficie. Unsool intentó hacer un buen blanco con las lancetas sobre el humanoide pero estaba demasiado débil para sostener el peso muerto de la estructura de la mano biónica. Un par atravesó tangencialmente las vestiduras, lo cual solo logró atraer la atención del sacerdote. El ser levantó el mazo y se dirigió hacia Unsool.
-¡Mierda, Gio, viene hacia mí!
Gio reunió lo que pudo de las energías de reserva de la armadura y la concentró en accionar el brazo. «Úsala». El golpe aplastó el pecho del sacerdote que salió proyectado hacia la ojiva, desestabilizándola. Como en un mal sueño de reentrada, Unsool observó impotente cómo la bomba caía y su superficie se resquebrajaba dejando salir la muerte amarilla del trébol negro.
-¡Gio, sácame de aquí! -chilló Unsool, aterrada.
Un momento de tormenta y luego un día de sol intenso y fuego devorador. El segundo que había visto Miroa II. Unsool solo había alcanzado a esbozar un grito.

***

Gio demoró diez ciclos más de tiempo estelar en Miroa II, esperando, aunque fuera una señal aleatoria de la voz de Unsool. No hubo nada. Solamente el rugido electrostático de las violentas tormentas, azuzadas ahora por el caos de la radiación que consumía todo un hemisferio del planeta. Esperó pacientemente hasta que todos los objetivos quedaron cancelados, debido a que las últimas ojivas detonaron accidentalmente estando como estaban tan cerca del primer impacto, y en forma previsible, con un día de desfase, dejando la llanura central de Miroa II convertida en una zona de muerte. El eje del planeta se inclinó medio grado e inició un bamboleo que no cesaría en milenios con devastadoras inundaciones y huracanes de cientos de años. Gio lo registró todo, o casi: borró de sus registros las referencias a las detonaciones nucleares y creó una nueva defunción para la agente, según su programación de instancias de seguridad de la Novus Seclum. La información la codificó en un haz cuántico que cruzó el hiperespacio directamente a Control de Misión.
«Estado de la misión: ejecutada satisfactoriamente. Condición verde. Bajas: Brendei, Unsool, agente rango 15.»
Gio solo podía saber de estadísticas y resultados.
Con un espasmo de plasma desde babor, la nave sincronizó un nodo de entrada a una corriente del hiperespacio y Gio despertó al Navegante para que retomara sus funciones. Como un animalito al borde del invierno, la IA se sumergió en un estado de hibernación y tuvo una fugaz imagen de alguien volando en un cielo deslumbrante .

© 2004, Luis Saavedra

Sobre el autor: Luis Saavedra nació en 1971 en Santiago de Chile, es Analista de Sistemas y siempre se interesó en lo fantástico por su estética de colores chillones y sus monstruos enfurecidos con buen gusto por las mujeres. En 1988 se incorporó como un activo miembro de la SOCHIF, de la que fue secretario al poco andar. Luego formaría parte del grupo Ficcionautas, que realizaron cinco convenciones de fines del siglo pasado, y editaría los fanzines Wonderlands y Nadir. Actualmente trabaja en el Banco de Chile y ocupa el resto del tiempo en el fanzine Fobos.

Tercera Mención Honrosa: Castrence – Jaime Ballesteros

I

Lo mejor de los cigarrillos… son los anuncios en los que aparecen. Es que hay que ver las niñotas que posan en esos carteles invitando a todo menos a fumarse un pucho. Las marcas de marihuana trataron de arrasar con el mercado ¡pero que va!, esa idea de vallas que muestran una niña diferente cada cinco minutos haciendo piruetas con el cigarro… es de un verdadero genio. Recuerdo que al frente de la unidad terrestre de combate en la que trabajé, había tremenda valla rotando cada momento tremendas piernas y tremendos labios agarrando a besos a un cigarrillo como si fuera otra cosa.
Cuando era asignado para visitar todos los puestos de centinela y realizar el reconocimiento humano, siempre me demoraba en la garita más frontal, desde donde parecía que fuera a tocar la pantalla de la valla. Una noche en la que precisamente estaba visitando mi garita favorita, mi detector de ruido me confirmó la realización de un disparo muy cerca. Inmediatamente me despedí de la niña de turno y corrí de vuelta al segundo nivel de protección donde mis compañeros ya estaban en alerta máxima, haciendo todos los movimientos que nos habían enseñado » no hacer » en caso de una emergencia, pero en fin, como a nuestros monitores no llegaba información decidí esperar que algún valiente tomara la iniciativa. Sólo vi a un escuadrón que partió hacia el perímetro sureste de la unidad.
La noticia: el lanza Monsalve se quedó dormido en su garita sin descargar su rifle y se voló la cabeza.
El resultado: el sargento segundo Ansola y un par de suboficiales trasladados a otra unidad, y el sargento primero Machado llegó a la nuestra con la misión de solucionar el medio problemita que se armó.
Estuve seriamente tentado en sugerirle al recién llegado que mandara a instalar varias vallas con diversidad de senos, cerca del segundo nivel de protección para evitar que en el futuro alguien más se volara la cabeza, pero cuando me di cuenta de la bellecita que nos mandaron, opté por quedarme callado. Desafortunadamente mi amigo Diego no tuvo ninguna opción. Yo le advertí que rebajara panza, que un gordo en uniforme militar sólo rimaba con sufrimiento. Preciso, llegó el perro de Machado que también era como gordito y se la montó. xxxDesde ese momento nos apretaron en todo sentido. Iniciaron el monitoreo permanente individuo por individuo a pesar de que esta operación sólo se autorizaba en caso de combate, de esta forma podían identificar si un soldado estaba durmiendo, comiendo, caminando o hasta pasando por un orgasmo. Nosotros solo veíamos cuando en el monitor colgado en nuestro cinturón se encendía un piloto que indicaba que nuestras funciones vitales estaban siendo vigiladas. Sin embargo lo primero que un soldado aprendía era evitar ser vigilado. En el cuartel habitaba un cabo primero que vendía todo tipo de reproductor de señales, y que con la llegada de Machado y sus métodos de persecución logró triplicar su demanda, por lo menos yo compré el reproductor para falsificar mi sueño. Recuerdo que en una asignación de vigilancia al primer nivel, visité la afrodisíaca garita, y después de grabar los reportes tome mi reproductor de sueño y se lo conecté al sensor del monitor de vigilancia. Para el soldado que registraba mis señales yo estaba despierto y en guardia pero la realidad era que me estaba pegando mi sueñito, obviamente después de saludar a la picarona de los cigarrillos y dedicarle mis mejores deseos. Dormí como media hora, suficiente tiempo para cagarla, bueno eso es lo que creo. Realmente pienso que fue durante mi imprudencia que sucedió… lo que sucedió. Claro que esa noche dos soldados más hicieron la misma tarea, y como yo, fácilmente también pudieron usar el método del sueñito «.

II

Lo cierto es que por la mañana fuimos llamados los soldados que la noche anterior prestamos asistencia en la primera línea de protección. Machado nos recibió a los gritos… ¡que dejamos al ejército en ridículo, que como era posible y que esperaba una hora al directo responsable! el dragoneante nos condujo siguiendo las órdenes del gordito, y mientras armaba mis conjeturas inesperadamente terminamos caminando hacia la garita afrodisíaca. Y fue entonces cuando nos enteramos de lo que sucedía. Frente a nosotros, entre niña y niña que posaba en la pantalla publicitaria aparecía una imagen estática con el siguiente escrito:
Tar: mínima unidad de inteligencia.
Militar: milésima parte de un tar.
Y a mí me pareció sentir algo pierna arriba cuando veía detenerse los móviles que transitaban en la autopista a observar la pantalla.
Entendí la furia de Machado. Para conseguir sabotear la pantalla publicitaria con tremendo mensaje, solo se podía hacer instalando un receptor móvil satelital cerca de ella. Y en efecto, el dragoneante nos explicó que el sistema que emplearon los chistosos bandidos constaba de tres receptores. Uno de ellos instalado a unos 2 kilómetros que ya había sido ubicado por el satélite afiliado a la unidad; otro que podía estar en cualquier parte del mundo que a la vez hacía el papel de transmisor de órdenes, ubicado en el computador desde donde se originaba el mensaje y que aún se estaba buscando; y el tercero de los receptores, estaba ahí, debajo de la pantalla, obviamente descubierto como prueba contundente de la falta cometida.
El hecho de que alguien instalara a satisfacción el artefacto, tomándose no menos de 10 minutos para la operación., explicaba que uno de los soldados que visitó la garita a realizar la inspección del sistema autómata de vigilancia, después de desconectarlo, o se durmió o sirvió de cómplice para que frente a las narices de la unidad instalaran el cuento.
Sólo tuve ánimos de mirar a la niñota que en ese momento alternaba con el aviso, por si me sacaba de esa, pero la muy desgraciada seguía feliz chupando el cigarrillo como sugiriéndome lo que me iba tocar hacerle al sargento Machado para que no me desollara vivo.
Lo cierto es que nunca me presenté y eso es algo de lo que me voy a arrepentir toda la vida, más por lo que le pasó a Diego de ahí en adelante».

III

Cómo no apareció el culpable fuimos castigados todo un mes, sin derecho a visitas. Igualmente fueron negadas todas las licencias de salida. Fue un tiempo demasiado largo y más para Diego.
Machado impuso un régimen del terror. Dispuso que el equipo médico equipara a cada soldado con su kit de control estratégico, sabiendo que esta medida sólo se realizaba en caso de emergencia y posible combate. Dicho kit consistía en un pequeño maletín que se cargaba al frente, en el pecho que se conectaba al organismo por el cuello, el brazo y el glúteo. El artefacto era controlado satelitálmente posibilitando administrar cada soldado óptimamente. Y aunque se había convertido en un excelente elemento para ganar muchas confrontaciones, en la última experiencia en que se movilizó una unidad por este medio ocurrió lo peor: un virus ganó la batalla al ser introducido en el sistema por el enemigo y poner a cerca de dos mil efectivos a cagar y cagar por cerca de 15 minutos, mientras sus contrincantes los acribillaban cómodamente con el único obstáculo del mal olor. Y es que eso podía hacer el kit, esa era su gran utilidad castrense, el soldado se convertía en una pieza, en una articulación sin voluntad propia. Debido al virus muchos ejércitos decidieron usar este tipo de controlador solo en caso de máxima emergencia. Pero el maldito de Machado pasó por encima de todo, y él mismo se convirtió en un virus que puso el kit en contra de nosotros. El muy desgraciado cada día suministraba al sistema una orden diferente, y éste simplemente hacía un pequeño ruido al inyectar la sustancia de manipulación genética que se encargaría de cumplir dicha orden. El primer día el kit nos tatuó a todos, era un tatuaje que aparecía en ambos hombros y servía para que cualquier satélite de reconocimiento identificara rápidamente al soldado. En ese momento estábamos comiendo cuando empezamos a sentir las vibraciones del kit y unos segundos después nuestros hombros fueron esculpidos desde adentro. El muy desgraciado nos marcó como ganado.
El segundo día nuevamente el maletín se movió y el glúteo de cada uno fue pinchado. Inmediatamente en el pequeño monitor del kit aparecieron los códigos HH2-15 y AV3-120 que significaban que nuestro reloj humano había recibido la orden genética de programar el cuerpo para dormir únicamente quince minutos diarios y realizar dos horas de ejercicio pasivo. Luego en la misma pantalla del maletín aparecía el horario que a cada uno se nos imponía para ambas actividades. Todos sabíamos que si en algo la industria militar se había esmerado en los últimos años era en el estudio del sueño y su minimización, igual también conocíamos que el tiempo óptimo de descanso profundo programado al eliminar los sueños y toda la actividad cerebral era de aproximadamente 18 minutos lo cual nos hizo meditar hasta donde podía llegar el maldito.
Los días continuaron y el virus Machado continuó atormentando la unidad. Hizo detener el crecimiento del cabello y ordenó el camuflado de piel para ambiente de desierto. Lo cual nos puso a todos amarillos con vetas cafés oscuras.
Para entonces comenzaron a presentarse los primeros indicios de deterioro corporal en varios compañeros, por lo menos yo no paraba de orinar y segregar lagañas, lo que me preocupaba de cómo iba a quedar después de esto. Sin embargo el detestable maletín no daba tregua. Otro día, nuevamente vibró y nos inyectó la dosis de gripa a pesar que no habíamos cumplido el año desde la última. Esto obligó a toda la unidad a padecer el malestar por cerca de cuatro días. La verdad ya me estaba enfureciendo, Machado sabía que ni los científicos militares habían podido controlar la gripa y que después de años de exhaustiva investigación, la única forma de contrarrestar el virus era padeciéndolo, pero planeadamente en aquellos días del año que de acuerdo al propio organismo, el tipo de vida y los factores climáticos se garantizaba que la enfermedad no pasaría a mayores. Pero no, el muy cínico dio la orden sin contemplar ninguna particularidad. Y como si fuera poco recién salidos de la gripa el kit mostró en pantalla el comando que indicaba generación de bacterias corporales. A la media hora los cultivos de bacterias de las axilas, manos, pies, boca y genitales empezaron a hacerse sentir. Los olores nauseabundos comenzaron a aprisionarnos. Este tipo de orden sólo se le suministraba a un soldado cuando se perdía en combate o era hecho prisionero, ya que estos cultivos servían como último medio de subsistencia. Las bacterias de la boca permitían acelerar el proceso de desintoxicación y de esta forma el soldado podía comer cualquier alimento en descomposición sin ningún riesgo. Las bacterias de las axilas eran especialmente narcotizantes, servían para calmar el dolor de alguna herida. El soldado simplemente olía sus axilas por unos minutos y quedaba completamente embotado, suficiente como para olvidarse del dolor pero sin eliminar sus capacidades motoras. Las bacterias de manos y pies se encargaban de atacar la piel de estos miembros provocando un endurecimiento de la dermis, dándole ventaja al soldado para caminar descalzo inhumanas jornadas y emplear sus manos en cualquier superficie como si tuviera puestos unos guantes protectores. Por último las bacterias que se generaban en el pene y los testículos cumplían el papel de emitir un olor característico que servía para ser identificado por sensores olfatorios en caso de búsqueda del soldado perdido. Todas las bacterias en conjunto hacían un caldo repugnante que olía a demonio rodado. A veces los soldados se preguntaban si los altos mandos estaban enterados de lo que el sargento primero estaba haciendo.
Por fin terminó el suplicio, fueron quince días que difícilmente se borrarían de la mente y más para Diego. Lo digo… porque él fue de los que más sufrió, debido a que cuando se instala el kit de control estratégico en cada efectivo, se realiza bajo una fórmula estándar de contenido de grasa en el cuerpo, y Diego sobrepasaba el límite. Su gordura como le había advertido, una vez más le traía problemas. Y a pesar de la advertencia que el médico le dio a Machado sobre el riesgo que conllevaba instalar el kit en Diego, este hizo caso omiso a sus palabras y ordenó instalarlo bajo los lineamientos de cualquier soldado.
Pasó el mes de castigo y pude disfrutar de una licencia de salida. El sargento Machado consideró que Diego había sido indisciplinado durante los días del control estratégico y que por tal motivo le extendía el castigo por un mes más, a pesar que todos sabíamos que Diego estuvo más tiempo en la enfermería que en la propia base mientras Machado oprimía botones y nos inyectaba guevonadas. La situación lucía difícil, más que preocupante. Conversé con mi amigo y le dije que dentro de pronto nos reiríamos de todo lo que nos había pasado, pero… no lo quiso aceptar.
Al día siguiente entré a mi casa en compañía de mi tío, ambos medianamente ebrios, ya que este para celebrar mi venida me invitó a tomar unos tragos. Llegamos felices y después de reírnos por varios minutos mi mamá me contó que Diego había muerto.

IV

Los últimos días fueron insoportables. En manos mías le habría descargado toda la munición a Machado antes de suicidarme. Y como yo conocía muy bien a Diego estoy seguro que el sargento le hizo algo muy grave para… haberse disparado.
A toda hora planeaba vengarme, lo menos que pensaba era denunciarlo, pero sólo hasta el día en que se marchaba definitivamente de la unidad, se me presentó la oportunidad de verlo cara a cara. Claro que ya habían pasado días y mis manos habían perdido su fuerza.
-yo simplemente le obligué a que se desnudara frente a la tropa y repitiera veinte veces su juramento de bandera -me explicó Machado con todo el cinismo que podía escupir y con su rostro tan cerca al mío que pensé que me iba a dar un piquito.
Inmediatamente entendí lo que había pasado, la desidia con la que actuó el desgraciado. Una de las normas de la milicia es que cada soldado tiene la obligación de abrir su propia página de Internet, como mecanismo de comunicación con el mundo civil y el castrense de alto rango. A dicha página llegaban todos los mensajes de los familiares y las propuestas de otros ejércitos, ya que el intercambio mundial de efectivos militares se había convertido en uno de los tratados internacionales más usados. Igualmente llegaban todas las ofertas comerciales que tenían al soldado como su mejor cliente, así como las órdenes de los superiores que eran impartidas desde cualquier lugar del mundo. Pero una de las grandes utilidades era que cada soldado grababa su juramento de bandera.
Diego tenía un hermoso juramento que era fiel copia del expresado por su bisabuelo años atrás. Solo yo lo conocía porque él lo protegió con una clave hasta el día del evento. Sin embargo, Machado también logró conocerlo.
Prosiguió con su sonrisa irónica, mirándome fijamente a los ojos y pronunciando una parte del juramento.
-Gracias a mis nuevos instructores, perdonad los muchos sin sabores a la gloria alcanzar de ser soldado.
Intenté imaginar a Diego desnudo, humillado y abatido y mis manos volvieron a empuñarse, buscando el arma de dotación, pero no la encontraron.

© 2004, Jaime Ballesteros.

Sobre el autor: Jaime Andrés Ballesteros Aguirre nació en Pererira, Colombia en 1974. Es Ingeniero Industrial y ha sido finalista del Concurso Nacional de Cuentos Carlos Castro Saavedra y ganador del Premio Departamental de Literatura en modalidad cuento.

Primera Mención Honrosa: Exterminio – Pavel Kraljvelich

Ya es de noche, la luz de la vela ilumina apenas mi cuarto de tres por cuatro metros y sobre el techo se dibujan sombras espectrales arrancadas de las fogatas de la calle. Me preparo para salir, reviso las balas que tintinean cuando golpeo con la mano el bolsillo de la chaqueta y miro de reojo el rifle sobre el camastro. Es de noche, hace frío y repaso de memoria la rutina diaria de asegurar las cuatro cerraduras de la puerta que protege mis escasas pertenencias: el camastro de campaña, una muda de ropa, un abrigo con los bolsillos rotos, la cocinilla a gas y la reproducción de una fotografía de Eugene Smith que me regalaste hace tanto tiempo, mucho antes de irte. Es quizás por eso que te recuerdo ahora, mientras pienso en los ocho pisos que debo bajar por las escaleras para alcanzar la calle, atento a las sombras de cada rellano, alerta a pesar de lo débil que me siento. Y me doy cuenta de que algo distinto sucede, una digresión, si quieres. Este es el único modo que tengo de contarte. Luego tú decidirás si corresponde o no, pero ese ya no es asunto mío. Ya cumplo lo suficiente con contarte, con tratar de contarte.
En fin, las cosas nunca fueron como yo pensaba. No porque resultasen distinto, sino simplemente porque no me había hecho una idea clara de lo que quería. Entonces sucedió todo. ¿Sabes qué es lo que pasa cuando algo cambia y tú apenas tenías una vaga noción de ese algo, apenas podías nombrarlo, identificarlo entre todas las otras cosas que te rodean? Piensa además que ese algo al que me refiero es aquello que todos llaman vida. ¿Sabes qué pasa, entonces? No queda nada, eso pasa, y de hecho eso fue lo que sucedió. No hubo razones ni explicaciones para modificar con tanta profundidad todo lo que conocíamos y a lo que estábamos tan habituados. Hay que aclarar, de todos modos, que nadie pidió las respectivas explicaciones. Simplemente sucedió. Los edificios fueron demolidos uno por uno. Una espesa nube de polvo fue cubriendo la ciudad, una nube que demoró varios años en disiparse y que terminó por posarse sobre las calles, los árboles y los escaños de las plazas. Todo esto sucedió hace muchos años y el polvo persiste, fétido, como un organismo vivo que cuenta con mil maneras de regenerarse. La gente de la ciudad se ha acostumbrado a los cambios, como suele suceder. Yo también lo he hecho: no soy un ser humano extraordinario como para rebelarme. Al parecer nadie lo es en la ciudad.
Desde mi cuarto, en el único edificio que queda en pie, puedo ver las calles, puedo ver la esquina donde antes había un café en que vendían exquisitos panqueques con relleno de mermelada de frutillas. Alguna vez nos citamos allí, y tú pediste jugo de naranjas y yo un café. Releo lo que he escrito y te pido disculpas por no ser tan preciso como quisiera. Las calles tienen ahora otros nombres, que cambian periódicamente, y los nombres anteriores, los de nuestro tiempo, los he olvidado. En la cuadra donde estaba el café hay ahora un terreno baldío, rodeado por un muro en ruinas, donde un grupo de personas vive aspirando bolsas con tolueno. Me parece que son tres o cuatro familias, unas veinte personas en total. Por las noches encienden enormes fogatas con muebles viejos que recolectan por las calles. Te asombraría ver la cantidad de columnas de humo que, incluso durante el día, se elevan desde diferentes puntos de la ciudad. Son como cicatrices negras sobre el cielo permanentemente gris. Estas fogatas son la única forma de espantar el frío y las jaurías de perros que asolan las calles durante la noche.
A veces, aún ahora, me paseo por la Plaza Central como si fuese lo más normal del mundo y no lo es. Voy por las mañanas, casi siempre. Voy a desayunar a un comedor público que, durante el tiempo anterior a las demoliciones y la nube de polvo, dependía de la Iglesia y que ahora es propiedad de una matrona gorda que defiende su negocio a punta de escopetazos. Allí se pueden conseguir, con algo de suerte, un par de huevos calientes y café rancio. La matrona también administra a una docena de menores de edad, niños y niñas, que realizan todo tipo de prestaciones sexuales.
De los edificios que rodeaban la Plaza sólo queda la Catedral y un ala en ruinas de la Oficina de Correos, que por milagro aún funciona. La Catedral permanece con las puertas cerradas, sitiada en sus tres frentes visibles por mendigos que se arrastran hasta allí con rastrojos de frazadas y cartones a medio podrir. Existe en la ciudad un intermitente rumor acerca de la próxima apertura del templo, un rumor que se ha gastado con los años y se ha convertido nada más que en un suspiro de desesperanza. Es bien sabido por todos que los curas se han marchado y que el interior de la iglesia está vacío. A pesar de eso los mendigos siguen llegando y se amontonan como lombrices en las escalinatas, rodeando las estatuas de cardenales muertos cuyos nombres ya nadie recuerda.
La Oficina de Correos, por su parte, es una de las pocas instituciones que funciona en la ciudad, por lo menos en apariencia. Todos los días, frente a la única ventanilla que atiende al público, se forma una larga fila de personas que consultan por encomiendas de algún pariente en el extranjero. Su único funcionario abre dicha ventanilla a las nueve de la mañana en punto y cierra al seis de la tarde, de lunes a viernes, y los sábados abre de diez de la mañana hasta las dos de la tarde. La gente que acude a la Oficina de Correos se renueva diariamente y todos escuchan la misma respuesta: no se ha recibido ningún envío desde el extranjero. Si alguien asegura tener la certeza -una imposibilidad, como te habrás dado cuenta- que la encomienda fue ya despachada desde su lugar de origen, el funcionario le entrega tres o cuatro formularios para reclamar el paquete presuntamente extraviado y le conmina amablemente a volver la semana siguiente para cursar la solicitud de revisión de entregas.
Luego del desayuno me instalo en uno de los escaños que los maricones ocupaban para comprar sexo, años atrás, por el costado norte de la Plaza Central, cerca de donde estaba la estatua de El Conquistador y que desapareció en la época de las primeras demoliciones. Ahora ya no hay maricones en la ciudad. Casi todos ellos se marcharon o simplemente están muertos. Dicen -no lo sé a con certeza pero intuyo cierto nivel de verdad en este rumorque fueron lanzados al mar tras una prolongada tortura, vivos o muertos, atados de pies y manos y con la cabeza cubierta por una bolsa plástica. Tampoco hay ya muchos viejos. Como te imaginarás, no pudieron sobrevivir a la nube de polvo. La bronquitis y todo tipo de enfermedades respiratorias los diezmó, y durante meses abarrotaron las ya escasas salas de los hospitales. Era todo inútil, claro. También murieron los niños más pequeños y los médicos que se contagiaban o simplemente sucumbían al cansancio. Es curioso cómo el cadáver de un viejo se puede parecer tanto al de un niño. Los cuerpos comenzaron a apilarse en la morgue, primero, y luego comenzaron a amontonarlos en algunas plazas públicas. Al principio los deudos se daban el trabajo de buscar a sus difuntos en las pilas funerarias, pero la indiferencia poco a poco fue ganando terreno y los cuerpos comenzaron a descomponerse y a convertirse en alimento de las gaviotas, las ratas y los perros. Se dice que finalmente fueron trasladados en camiones a terrenos agrícolas en los alrededores de la ciudad para ser sepultados en fosas comunes. La verdad es que a nadie le importa demasiado.
Me quedo casi toda la mañana sentado en un escaño de la Plaza Central, observando a las palomas que, desesperadas y grises, buscan algo para comer. No llevo semillas, como debes suponer. Me conoces y es inútil tratar de pintarte una imagen de mí que te resultaría extraña: me voy a la Plaza Central por la mañana a ver a las palomas, aves horribles, morir de hambre. Las palomas de las que te hablo no son las mismas que tú recuerdas. Hace muchos años que te fuiste, y en esa época todo era distinto. Éramos más jóvenes, de partida. Pero las palomas, de eso quería hablarte. Nuestras palomas son ahora del tamaño de una gallina y al menor descuido te puede sacar un ojo. Casi no vuelan, pero sus precipitadas carreras y cortos planeos las mantienen relativamente a salvo. No son un problema, de cualquier modo, pues los perros o los mendigos de la Catedral se encargan de mantener su población controlada, si me entiendes.
Por las tardes voy a caminar hacia el lado del río, haciendo un breve alto en lo que queda del Mercado Central para conseguir un poco de arroz y verduras a precios obscenos. Luego sigo por el borde del río hasta donde está el edificio de la Facultad de Derecho, convertido ahora en matadero para los perros que vagan, salvajes, por las calles. Un par de cuadras antes de llegar al edificio se pueden oír los aullidos de los perros y, aunque no es posible estar a menos de cincuenta metros pues el hedor de la carne podrida que se apila en el anfiteatro es insoportable, me acerco a la entrada principal. El portero, un tipo gordo y sudoroso, me recibe con una mueca que pretende ser una sonrisa y me acompaña hasta el auditorio del segundo piso, donde se dictaban las clases de Derecho Romano, que ahora hace las veces de oficina para el Servicio de Seguridad, Sanidad y Abastecimiento. Además de encargarse de los perros salvajes, es desde este edificio de donde salen los escuadrones de vigilancia que escoltan a los convoyes con el arroz que se reparte en los diversos mercados de la ciudad. Esos mismos escuadrones son los que se encargan de disolver motines, saqueos y recoger los cadáveres que aparecen cada día en las calles: víctimas de los perros, de algún asalto, del frío o del hambre. El Servicio está a cargo de un sujeto flaco y pálido, siempre vestido con una camisa blanca raída en los puños y una corbata negra ceñida al cuello con un perfecto nudo estilo windsor. Se llama Ciro Domínguez y me han contado que solía ser Juez del Crimen, pero esto no es seguro pues toda la información que puedas conseguir se basa en rumores. Cada tarde lo encuentro concentrado en libros de cuentas y, sin mediar palabras, me entrega el dinero de la noche anterior, doce balas y un poco de aceite para el rifle. Luego debo firmar un recibo donde me comprometo a matar al menos diez perros esta noche para recibir mi paga diaria.
No puedo contarte más. No hay más que contar. Apago la vela y me acerco a la ventana para mirar la enorme fogata que han encendido enfrente. Al parecer lo que arde es un sofá de tres cuerpos, con un tapiz que alcanzo a distinguir, o imaginar, verde. Ya es tarde y debo salir. Camino hacia la puerta, escucho el sonido metálico de las balas chocando en el bolsillo, el ruido sordo de las gomas de los zapatos sobre el piso. Antes de abrir la puerta pego el oído a la madera y contengo la respiración. Silencio. Giro la primera cerradura. Vuelvo a pensar: ya es tarde.

© 2004, Pavel Kraljvelich.

Sobre el autor: Pavel Alejandro Kraljevich Muñoz nace en 1973 en Antofagasta, Chile. Ha cursado varias carreras universitarias y ha participado también en diversos talleres literarios, entre los que destaca el taller dirigido por Carlos Cerda en la Biblioteca Nacional, en el marco de los Talleres Literarios José Donoso que se realizaron entre 1997 y 1998. Actualmente se encuentra dedicado a sacar adelante el proyecto de Ediciones K.

Segunda Mención Honrosa: JE.T.A.I.M.E. 1.0 – Francisco Pino

Sus manos ordenaban los archivos de una manera increíble, luego de tomar cada disco expediente lo insertaba en su palma descargando la información y luego organizándola en el contenedor zip. Sentada frente a su escritorio, ensimismada en su trabajo, brillante y dorada, era una de esas secretarias androides que hacían que el humano mas insensible sucumbiera a sus encantos de máquina curvilínea de diseño neomecha.
A pasos de ella, absorto mientras pulía por décima vez un vidrio a punto de destrozarse, un robot de asepsia no despegaba sus receptores visuales de aquella diosa de acero y bronce. Su placer, descaradamente enajenador, no le advirtió que el vidrio estallaba en mil pedazos.
-Campo de fuerza inverso y absorción de fragmentos de vidrio y onda expansiva -sentenció el robot mientras un halo celeste transparente se expandía absorbiendo los trozos y el molesto sonido provocado por el estallido.
-¡Bravo! -exclamaron las personas mientras se levantaban y veían que la situación estaba bajo control. Miraban admirados al robot de fantásticos reflejos y perfecto equipamiento.
Y fue cuando sucedió. Francine, quien no despegaba sus manos de la multifunción archivatoria, detuvo su trabajo y enfocó sus receptores visuales sobre Celso, el robot de asepsia, quién, en un estúpido vaivén reactivo a la mirada de la secretaria se desplomaba escaleras abajo mientras movía su mano mecánicamente en señal de saludo.
Y es así. Los días pasan en la ciudad, como un mecanismo eterno con fuente de poder vitalicio. Por las calles limpias y perfectamente pulidas circulan humanos y máquinas, unos sirven y otros ordenan, en un ciclo cotidiano y natural que se ha repetido eternamente desde la aparición del hombre y sus jerarquías.
Desde la invención de la Corteza Cerebral Sintética la vida del hombre dio un vuelco radical, lo que permitió que todo tipo de tareas, desde utilizar una computadora de plasma hasta cargar barras de acero integrado, fueran desarrolladas de manera eficiente y eficaz. El sistema CCS permite la utilización de un casco neuronal que conecta al humano con su droide de trabajo, independiente la distancia, a través de la empresa que contrata al empleado y una vasta red de fibras multispeed de instalación básica. De esta forma el encargado del robot constructor de la torre de comunicaciones en Libreville, Gabón, comanda a su autómata a la perfección mediante un ordenador de plasma y su implante de corteza cerebral sintética desde su casa en Ottawa, Canadá.
De ese modo, el sistema de trabajo experimentó un cambio que mejoró las relaciones internacionales, las tecnologías de comunicación y la precisión de la mano de obra formal e intelectual en el mundo. Pero no fue suficiente como para lograr un cambio en el trato entre trabajadores virtuales, existiendo altercados y abusos de poder entre capataz y empleado. El hecho de trabajar a distancia no podía impedir discusiones con otros profesionales, o problemas de trato y más aún, peleas entre los droides realizadores del trabajo. La naturaleza del ser humano tiende a la violencia de manera directa o indirecta, lo cual podría diagnosticarse como un problema de inseguridad crónica, solucionable sólo con el dominio o control de individuos cercanos y situaciones.
Pero a pesar de los problemas naturales del ser humano, un hombre y una mujer descubrirán el secreto que los llevará a la felicidad plena. Ella vive en Nantes, Francia, en un departamento que le dejó su padre antes de morir. Su vida es solitaria y apagada. Aparte de su ordenador de plasma, su cama y algunos electrodomésticos no posee más bienes materiales. Su mente se entrega al minimalismo absoluto, aplicándolo tanto a su forma de pensar como a su manera de vivir.
-Archivo de datos e interrelación de información con proyecto de educación en Mogadiscio, Somalia -ordenó mientras desplegaba las ventanas del sistema operativo y vigilaba la cafetera sobre la única mesita que se encontraba en la esquina de su apartamento.
Alternativamente en el Ministerio de Educación de Somalia la secretaria droide se activaba y empezaba su frenético orden y asimilación de archivos.
Pero sus receptores ópticos no pudieron evitar ver al robot de asepsia colocar un nuevo cristal en la ventana rota. Los dedos de Francine y las sinapsis de orden de su cerebro se centraron específicamente en la máquina que manejaba el vidrio.
-Concéntrate Francine, sería lo último si te empezaras a enamorar de ese robot -dijo y tomó un sorbo de café.
Aquel pensamiento había recorrido su mente desde que conoció al hombre mecánico encargado de la limpieza, el cual gracias a su cortesía y asistencia cobraba una gran impresión en la secretaria.
-¿Será un autómata o un droide de la CCS? -se preguntó Francine y después de investigar visualmente su armadura encontró la sigla que deseaba ver.
Mientras en Kingston, Jamaica, Celso respiraba el aire fresco que lanzaba su ventilador mientras comunicaba finalizado el acoplamiento del cristal en la ventana.
-El cristal está listo señorita Francine -anunció cortésmente Celso mientras ordenaba su brazo múltiple y miraba insistentemente a la droide en busca de algún espasmo o coqueteo.
-Muchas gracias -respondió con asombro Francine mientras pensaba de qué manera aquel robot supo su nombre.
-Soy Celso y estoy para servirle -dijo mientras se retiraba firme y seguro en sus pasos dando una que otra mirada a la estupefacta androide.
Ya era tarde y la jornada de trabajo terminaba. Celso abandonaba su casa para reunirse con sus amigos en algún bar de Kingston Bajo. Sus sienes le apretaban y latían.
-Sirva una ronda de cerveza -ordenó Celso al barman droide de turno mientras encendía un cigarrillo y charlaba animosamente con sus amigos.
-Hoy tuve un gran problema con el droide capataz en mi empresa – contaba Julius, amigo de infancia de Celso-, el muy cretino me obligó a realizar esfuerzo redoblado en la carga de peri 2 de acero integrado, lo cual pudo haber fundido los mecanismos de carga de mi robot carguero y eso sería un serio descuento de mi salario, perdería dinero de por vida.
-¿Y como tomaste el asunto? -preguntó Celso mientras soltaba una bocanada de humo.
-Traté por los medios lógicos del diálogo, luego al ver que no reaccionaba, me contacté con la empresa matriz que nos contrató, lo cual provocó el despido del capataz en cuestión, era un tal Cantini que trabajaba desde Milán -y tomando un sorbo de cerveza notó en Celso algo extraño.
-Me parece que te pasa lo mismo que a mi, trabajar con esa corteza cerebral sintética me provoca lapsos de enajenación, e incluso en ocasiones no logro diferenciar si la labor la realizo yo objetivamente o mi droide de trabajo, es confuso, creo que necesito vacaciones -y llamando al barman droide pidió más cerveza y un tema musical holográfico de fondo
-Bueno aparte de los malestares del casco neuronal mi problema es otro -tomó un poco de cerveza y prosiguió-, en el departamento en el que trabajo a cargo de la limpieza existe una droide encargada de la multifunción archivatoria. Lo único que sé de ella es su nombre y también que no es un autómata si no que trabaja con implantes CCS.
-¿No me digas que te atrae una droide secretaria? -exclamó exaltado Julius mientras daba palmadas a Celso en la espalda.
-Creo que sí, desde que vi el rostro de Francine en la interfaz de aspecto de la droide no he podido sacar esa imagen de mi memoria -y bebió cerveza mientras sonreía a Julius que soltaba una gran carcajada.
Repentinamente un grupo de personas entró en la cantina de manera abrupta. Traían holopancartas y discofolletos y empezaron a vociferar mientras entregaban los informativos.
-Realizaremos una asamblea por los derechos de los trabajadores de la CCS, las injusticias salariales y de abuso de poder frenan nuestro crecimiento como gremio y peor aún, nos separan a nivel político y gubernamental.
El público, muy conforme del discurso aceptó la información. Lo que el gremio no sabía era que entre los asistentes del bar estaba uno de los cabecillas del sindicato de capataces, el cual al escuchar al grupo se levantó mientras pagaba la cuenta y miraba tratando de reconocer rostros para informar a sus superiores.
Los ánimos se apagaban en Kingston. Celso, Julius y los demás discutían la posibilidad de jugar un partido de fútbol soccer en una de las canchas aledañas, el partido se formalizó cuando comenzaron las apuestas. Celso, parado en medio de la cancha, miraba al cielo nocturno, a la estrella más brillante. Un pelotazo en el rostro lo aterrizó de su éxtasis.
Al mismo tiempo, Francine, retocaba una imagen en su editor gráfico. Era el rostro de Celso, realizado en un collage al más puro estilo pop art graphicshop. Recordaba a su padre cuando le decía sobre vivir con él en el campo, con esa amabilidad que le caracterizaba y que reflejaba en sus grandes ojos negros. Mientras trabajaba sonreía. Trataba de enfocar el rostro a través de la interfaz del robot de asepsia.
-Si tan sólo pudiera verlo -pensó Francine.
-¿Qué estará haciendo ahora? -pensó Celso.
El rubor subió a la cara de Francine. Celso la paraba de pecho y daba pase a Julius. Una sonrisa delicada figuraba en el rostro de la joven mientras se levantaba a atender la puerta de su departamento. Celso pidió un tiempo. Julius lo miró y sonrió, haciendo un gesto de locura con sus ojos y manos. Francine recibió a Amelie, su amiga del alma. Celso descansaba junto a Julius.
-¿Cómo se llama? -preguntó Amelie mientras servía una taza de café negro.
-Celso -murmuró tímidamente Francine -trabaja conmigo en el ministerio de educación de Mogadiscio, Somalia.
-No crees que es muy apresurado creer que te gusta un tipo que ni siquiera conoces y para colmo trabaja en limpieza -comentó peyorativamente Amelie.
-No es el hecho de que trabaje en limpieza, ni menos el tiempo que lo conozco, es su mirada, apenas la distingo a través del grueso cristal de la cabeza del robot, pero me da confianza y me agrada, siento algo muy extraño por él -y diciendo esto Francine miró con rubor a Amelie.
-Parece que esto va en serio, trata de no desilusionarte, recuerda que los amores fugaces son peligrosos -sentenció Amelie mientras miraba de manera pícara a Francine. Ambas sonrieron.
Mientras al lado de las canchas de Kingston bajo.
-Yo creo que no tienes que tomártelo tan a pecho, recuerda que la apariencia de la droide no tiene nada que ver con el cuerpo real de la chica – replicó desconfiado Julius mientras Celso secaba su transpiración.
-Lo sé amigo, pero esto va más allá de las apariencias. Al principio me atraía su diseño de cubierta, pero luego empecé a ver por sobre lo material, sus ojos brillaban atravesando la pantalla de interfaz de la droide -comentaba absorto Celso-, lo único que deseo ahora es verla de nuevo.
-Eres un enfermo, enamorarte de la cubierta de una droide secretaria -y riendo daba palmadas a Celso el cual carcajeaba de buena gana ante su buen grupo de amigos.
La tropa se aprestaba a pagar al droide guardia la cuota de arriendo por la cancha cuando uno de los chicos de la cantina se aproximó exaltado.
-El gremio de capataces convocó a reunión extraordinaria en la sede virtual del holomundo, a las 11:00 AM. Deben avisar a la Empresa de CCS y al matriz empresarial que los contrató-y diciendo eso desapareció entre la multitud.
-Esto me da mala espina -comentó Julius a unos de los muchachos del grupo.
-Pero no nos queda más que asistir, es nuestra responsabilidad al participar de esta forma de trabajo y nuestro gremio -comentó Celso mientras el grupo se separaba.
-Aún así debemos estar preparados para cualquier golpe bajo -dijo Julius a Celso mientras se despedían.
Esa noche Celso no podía dormir. Se conectó a la red a través de su ordenador de plasma. La buscó. En archivos de la empresa en la que trabajaban y en la nómina de empleados del ministerio de educación de Mogadiscio, Somalia. El chico es un genio en la búsqueda de información. Se licenció en informática y principios de robótica en Kingston con honores, más sus sueños no consistían en poder económico ni fama, él quería ir mucho más allá.
-Te tengo -pensó Celso mientras se conectaba a través del chat con Francine quien tenia su ordenador de plasma en línea con la red.
Francine, quien en ese momento salía de la ducha, observó que tenía un mensaje en espera. Su alegría fue inmensa cuando averiguó que era Celso.
-Hola -saludó mentalmente Celso mediante su censor neuronal.
-Hola, ¿cómo me encontraste? -preguntó mentalmente Francine sonriendo mientras secaba su pelo y acomodaba su censor neuronal.
-Uno que otro archivo corrupto por ahí, y algunos crack de mi invención -respondió de manera simpática el chico mientras no dejaba de mirar a los ojos a Francine.
-Si no me buscabas tu, te aseguro que lo hubiera hecho yo -aseguró Francine mientras sonreía al monitor panorámico de plasma.
-Lo sé -dijo mentalmente Celso y comenzaron a charlar.
Conversaron fluidamente sobre todo tipo de temas, sin tapujos, sin desconfianza, como si se tratase de una relación de muchos años. Mientras más se miraban más se enamoraban. El tiempo pasó largamente pero para ellos significaron sólo minutos. Platicaron hasta que debieron volver a sus actividades en sus trabajos correspondientes.
Pero no les importó.
Eran las 11:00 AM y todos los empleados que utilizaban el sistema CCS estaban conectados virtualmente a sus droides de trabajo en modalidad de labor automática y alternativamente se presentaban al holomundo con el gremio de capataces. La cantidad de entidades era increíble, el salón virtual de reuniones estaba copado y constantemente debía simular más espacio para los nuevos visitantes. Uno de los jefes de los capataces subió a un podium y se dirigió a la audiencia:
-Últimamente los problemas en las relaciones entre capataz y empleado has aumentado considerablemente. La conducta irrespetuosa de los subordinados ha llevado a que el gremio tome una decisión en relación al sistema laboral y gracias a nuestros informáticos hemos generado un software denominado JE.T.AI.M.E. 1.0 que potenciará el trabajo y disminuirá la conducta indecorosa de los empleados -y diciendo esto el capataz activó la interfaz de inicio descargando el programa en todos los ordenadores de plasma y sistemas operativos de los droides trabajadores.
-Pero ustedes no pueden hacer esto, no han tomado nuestra palabra ni aprobación para el proyecto JE.T.AI.M.E. 1.0 -exclamó Celso ante una asamblea alterada que lentamente caía en el inconsciente.
El proyecto JE.T.AI.M.E. 1.0 no era más que un virus que provoca la desconexión del usuario a su realidad como ser humano y deja prisionera el alma de la persona en el androide. Su principio activo anula la sinapsis del organismo descargando el flujo a la corriente de conexión con el sistema de CCS y aprisiona el alma en la vía receptora ejecutora racional del droide. Elimina el concepto de conciencia y voluntad de poder del trabajador, transformándolo en un simple «robot sin conexión».
Los droides de todas partes del mundo se levantaron, los cuerpos de sus pilotos yacen muertos frente a sus ordenadores de plasma mientras sus cascos neuronales sueltan los últimos chispazos de corriente
Un enorme robot carguero se alza sobre una edificación, es Julius quien, conciente, incita a sus compañeros a levantarse y derrocar a los capataces. Alternativamente en Somalia, Celso y Francine abandonan el ministerio de educación. El sol baña sus metalizados cuerpos con un nuevo resplandor.
Una horda de robots con alma humana avanza. Sólo dos son felices.

© 2004, Francisco Pino.

Sobre el autor: Francisco Eusebio Pino Sáez nació en 1976 en alguna ciudad no especificada de Chile. Se ha desempeñado como Diseñador Gráfico y participó activamente en la Corporación Crearte, cumpliendo el cargo de Encargado de Escuela en el Colegio Marcela Paz de Recoleta y profesor del Taller de Cómic del mismo establecimiento. Actualmente realiza su Proyecto de Título MORBUS ARCANUS, Aventura Gráfica Interactiva bajo la tutela del profesor Germán Orellana con quien además colabora en proyectos de docencia universitaria. Además posee el cargo de Profesor de ilustración y cómic en el Programa Integrarte donde realiza clases desde abril de 2004.

Cuarta Mención Honrosa: El Regreso del Hombre Muerto – Sergio Gaut vel Hartman

Despierta. Está de pie, en medio de una habitación. No recuerda haberse quedado dormido. Alza las manos y ve relieves de hueso y ríos de venas azules, pero no las reconoce como propias. ¿Debería? La habitación, en cambio, es parte de una geografía familiar; ha estado aquí tantas veces que si se lo propusiera podría llamar a cada átomo por su nombre. Pero, ¿qué importancia tiene eso? Cabalga sobre la extrañeza que le produce saber y no saber al mismo tiempo y no tarda en descubrir que ha perdido mechones de memoria, desprendidos como costras secas, como fogonazos sin brillo.
-¿Papá? Regresaste. Estás de nuevo en casa, ¡qué alegría! -El que habla es un hombre joven que ha entrado a la habitación sin hacer ruido; está bronceado por soles verdaderos, tiene la sonrisa fácil y largos cabellos rubios que le caen en cascada sobre los hombros. Se aproxima, aferra las manos como mapas, con sus ríos de venas azules y escabrosas crestas de piedra, y las aprieta con fuerza contra su pecho. -Estamos juntos de nuevo. ¿No te hace feliz?
Quisiera responder. La respuesta es no. Pero la sílaba mínima, a la vez palabra rotunda y maciza, no logra abandonar la boca. Las mandíbulas apretadas ofician de candados y el no se pierde en una ilegible conjunción de mímicas vagas. Tal vez ni siquiera importe. Regreso. Juntos. Feliz. No importa, no; realmente no importa.
Un mal disimulado sonido de engranajes aporta un elemento residual a lo que hubiera sido una explicación desafortunada. Pero está fuera de su alcance comprenderlo. ¿Ha chirriado un mecanismo dentro de su propio cuerpo? ¿Es eso? Un segundo después, una voz simétrica disuelve el eco, y el precario sistema construido se desmorona.
-¡Papá! -Una mujer de facciones rígidas, sin alegría, irrumpe en el espacio ya ocupado por los otros dos. También es joven; el corto cabello rojizo, rizado y desprolijo, expresa una insolente contrariedad. Su cuerpo, pálido y tembloroso, informa que proviene de un largo encierro y que se dirige hacia otro, tal vez más prolongado aún. -Hubiese preferido…
-¡Silencio, querida hermana! No estropees este momento mágico con tu vulgar desaliento. -El hombre joven, bronceado y seguro de sí mismo, coloca una de las manos del anciano entre las de la mujer, que la sostiene con aprensión, casi con asco. -¿No es cierto, papá, que ya no estás muerto?
-No es una pregunta que se pueda responder con palabras -dice ella-. Tampoco esperaba volver a verlo, de todos modos; nunca creí que eso fuera a… funcionar.
-Y esto es sólo el principio -dice el hermano-, ¿por qué no estás contenta? Tendrías que estar contenta. Deberías estar tan contenta como lo estoy yo, como lo está él. -Luego, dirigiéndose al dueño de los huesos y las venas azules, agrega. -Dio resultado, papá. -Y luego, regodeándose con la repetición: -Ya no estás muerto.
Pero ella grita enérgicamente. -¡Sí, está muerto! -Se pone frenética y arroja la mano que sostenía entre las propias como si se tratara de un insecto repugnante. -¿No te das cuenta? Han puesto una máquina absurda en el interior de su cuerpo, un artefacto microscópico que le permite estar parado en medio de la habitación, mirándonos como si nos conociera, como si supiera que somos sus hijos.
-Estuviste de acuerdo -protesta el joven de sonrisa fácil, pero ya no sonríe.
-Me hiciste firmar esos papeles, a la fuerza; estaba dolorida, confusa, aturdida. Se moría, pero fastidiaste hasta que los firmé. Él… esto…
Ahora está completamente despierto. Permanece de pie, en medio de la habitación. Los que gesticulan y discuten son sus hijos; eso afirman y él no está en condiciones de aceptar o rebatir nada; sólo los hechos refrendan un pasado tan perfecto como frío. Por lo visto no están de acuerdo con algo que han hecho, con alguna decisión que han tomado. No recuerda haberse quedado dormido y el abismo gris en el que se aloja la memoria no le ofrece datos adicionales. Recupera la mano que fue arrojada al vacío y ve relieves de hueso y ríos de venas azules. Acepta que es su propia mano y un impulso acude a su boca. -Está bien -articula. No son sus mejores palabras, pero alcanzan para detenerlos en el aire, como libélulas heladas.
-¡Te lo dije! -exclama el hijo, alborozado-. Está de acuerdo con lo que hicimos.
-Lo acepta, no le queda otro remedio -replica la hija. Sus párpados caen pesadamente y la escena se nubla y descompone. No fue preparada para tolerar sin más algo tan poco natural. Pero sabe que no sueña, ni se siente atrapada por una alucinación. Está ocurriendo, en este momento, sin mesura.
-Hijos. Malena. Luis. -Ha emitido las palabras con voz cascada, pero está seguro de que son los roles y nombres adecuados-. Me siento… ¿raro? Extraño, sí, todo esto es muy extraño.
-¡Funcionó, papá! -grita Luis, eufórico-. Ellos dijeron…
-Ellos cobraron una enorme suma de dinero -fustiga Malena retrocediendo un paso-. Crearon un programa que reproduce la voz y otro que activa los músculos. Es un títere, Luis, una marioneta; no es nuestro padre. -Retrocede otro paso, se aproxima a la puerta; quiere salir de la habitación, poner distancia, aunque sea para volver a encerrarse en su jaula dorada.
Ahora está seguro de lo que han hecho con él. Busca sin eficacia un nombre para su estado. ¿Es un hombre? No lo es, porque ha muerto. ¿Un resucitado, tal vez? Tampoco; para serlo, como el Lázaro del mito, tendría que haber operado una voluntad divina que lo devolviera a su estado anterior.
Ahora estoy seguro de lo que me han hecho, reflexiona. Busco sin ineficacia un nombre para mi estado. ¿Soy un hombre? No lo soy, porque he muerto. ¿Un resucitado, tal vez? Tampoco; para serlo, como el Lázaro del mito, tendría que haber operado una voluntad divina que me devolviera a mi estado anterior. Sólo han creado un programa que reproduce mi voz y otro que activa mis músculos. Pero también me han provisto de un receptáculo en el que se agitan, como serpientes, los recuerdos compartidos con Malena y Luis, cuando eran pequeños, y también con Sara, la madre, mi mujer durante tantos años. Ella no fue afortunada, como yo, murió antes de que los genios de silicio pudieran convertir su cadáver en un títere, una marioneta electrónica. Sara no fue afortunada, como él, murió antes de que los genios de silicio pudieran convertir su cadáver en un títere, una marioneta electrónica. La voz, rebotando en los espejos, le obsequia una imagen deformada de lo mismo.
Aún permanece de pie, en medio de la habitación, pero se le ocurre que no sería mala idea sentarse, y se sienta. Malena regresa sobre sus pasos y también se sienta. Los hijos ya no discuten ni gesticulan. Ahora se sienta Luis y así dispuestos, en torno a la mesa, podrían pasar por tres personas corrientes que comparten una velada familiar.
-¿Te das cuenta? -dice Luis-. Ha tomado la iniciativa. Sólo será cuestión de acostumbrarse.
-Algo fallará -dice ella, recelosa, obstinada-. Se quemará una placa y lo veremos girando como un trompo, rebotando contra las paredes, meándose encima.
Luis se ríe rígidamente y hace un gesto extraño, demasiado frívolo para la ocasión.
-No puede, ni eso ni lo otro, ¡tonta! Los recuperados no necesitan comer, ni dormir, ni soñar…
-¿Recuperados? ¿Ese es el nombre que les dieron? -Malena cierra los ojos y trata de conectar su mente con la del hombre que regresó de la muerte, pero sabe que esa es la fantasía de los débiles de espíritu y la rechaza.
No obstante, el hombre que regresó de la muerte piensa que no está mal que digan que ha sido recuperado. Observa a sus hijos y entiende que también es un buen momento para una sonrisa. Sonríe. Han encontrado un nombre para su estado. No es un ser vivo, exactamente un ser humano, ni ha resucitado, pero no le cae mal considerar que convalece de la enfermedad que lo habría confinado en una tumba si no lo hubieran atiborrado de programas. Y allí seguiría, para siempre. Un programa reproduce mi voz, recordó, otro activa mis músculos y un tercer programa permite que sepa que esos dos que me flanquean, con las manos juntas sobre la mesa, como en un rezo, son mis hijos. Recuerdo cuando los llevaba al parque, por ejemplo y también recuerdo haberlos castigado una vez que me desobedecieron. Recuerdo otros actos, claro, pero no son importantes. Fui un hombre severo y seguiré siéndolo. Pero ellos no parecen guardarme rencor.
-Papá -está diciendo Luis-, no sabemos cómo manejar esto; no nos prepararon para comportarnos como es debido. Malena está asustada. Yo estoy confundido. No sé qué le diré a mi mujer. Lo mantuvimos en secreto porque…
-Temían que no funcionara. Lo entiendo. -El hombre que había estado muerto trata de resolver un problema delicado. ¿Debe fingir que está vivo, que celebra el regreso o es suficiente con que pasee su imperturbable presencia por los cuartos de la casa, sin involucrarse mayormente en los asuntos cotidianos? Zarandea tímidamente los componentes electrónicos y obtiene una directiva rotunda. -Hijos: su padre ha regresado; obviemos los detalles espinosos y aceptemos el milagro. El programa es capaz de aprender. Pronto seré el de siempre. Podrán enviarme a comprar el pan y a pagar las facturas de servicios. Iré a buscar a los niños al colegio… ¿Dónde están los niños? -Siente que empieza a dominar la situación; cada vez está más seguro. -Sabrina y Mateo. ¿He acertado? ¿Son tus hijos, no? -agrega señalando a Luis-. Es bueno tener hijos. ¿Por qué no tuviste hijos, Malena?
-¡Papá, por favor! -se agita Luis.
-No, está bien. Es como si fuera de la familia -dice Malena con acre ironía-. ¿Existe una buena razón para no escarbar en la herida? No… -Había estado a punto de decir «papá». -No puedo tener hijos; soy estéril. ¿Falta ese dato en tu exquisita memoria?
-Nada es para siempre -dice el hombre que regresó de la muerte-. No hay que perder las esperanzas.
-¿Cuántas frases hechas -escupe Malena con rabia- caben en tu cerebro positrónico? ¿O es biónico?
-Malena, ¡basta ya! -Luis se sacude eléctricamente. Se asemeja a una patética criatura reanimada mediante técnicas dignas de una novela gótica. Pero sus pensamientos no guardan relación alguna con la colección de gestos que prodiga. Quizá piensa que no ha perdido del todo las posibilidades de conquistar el afecto del hombre muerto; lleva décadas intentándolo.
-Es un buen cerebro -dice el recuperado sin inmutarse-; su capacidad de almacenamiento es tan grande que pronto tendrán que inventar un nuevo prefijo. A propósito: ¿alguno de ustedes sabe cómo se designa el rango superior a tera?
-¿De qué estás hablando? -balbucea Malena, irritada, desgarrada por dentro.
-Habla de magnitudes -dice Luis. No soporta la desorganización mental de su hermana y siente que ella se precipita, infalible, hacia los abismos interiores de sí misma.
-¿Magnitudes? ¿A quién le importan las magnitudes? ¿A qué juego estamos jugando, hermanito?
Luis adopta un talante de superioridad, la arrogancia del conocedor que se enfrenta al neófito. -Es un científico. Nunca pudiste soportar el fulgor de su mente superior.
-Fue un científico, cuando estaba vivo -enfatiza Malena-. Y lo de mente superior corre por tu cuenta.
-Tablas -dice el recuperado-. Avanzando en esta dirección sólo conseguiremos destrozarnos. Además -agrega componiendo un gesto que trata de pasar por confidencia- es peligroso para mí. Los circuitos podrían sobrecargarse…
-¿Te das cuenta? -se queja Malena-. Han conservado lo peor de su patrimonio: el egoísmo. Aún muerto sólo se preocupa por sí mismo. Los demás sólo existimos en función de sus intereses.
-¿Qué estás diciendo? -Luis se enfurece. Un cierto espíritu de cuerpo lo ha llevado siempre a defenderlo. -No deberías faltarle el respeto. Él… él…
-¿Qué? ¿Porque está muerto? ¿Han extirpado las fallas de su personalidad? Entiendo. Ya no está en condiciones de obligarme a abortar, como hizo cuando yo era adolescente, ¿no es cierto? Los recuperados no hacen esas cosas, ¿no es cierto, señor? -Las últimas palabras son aullidos; no le importa-.
Luis extiende la mano como un pájaro furioso y abofetea a Malena. Lo ha hecho otras veces. Volvería a hacerlo. La mujer retrocede algunos pasos y busca algo en un bolso. Lo halla y lo empuña. Es una pequeña pistola. Sin vacilar y con fría determinación, aunque segura de que el hombre que regresó de la muerte no se interpondrá en el camino de la bala, dispara y acierta entre los ojos de su hermano. Aún antes de que el cuerpo termine de desplomarse, ella encara al que fue su padre, y con la mirada llena de furia le lanza la frase definitiva.
-Pueden ponerle esas lindas maquinitas que inventaron. Nadie notará la diferencia.
Pero el hombre que volvió de la muerte no parece impresionado.
-Mil gigas es tera. Mil teras es peta. Mil petas es exa. Mil exas es zetta. Mil zettas es yotta. ¿Qué es mil yottas? ¿Habrá una palabra que explique tanta información? ¿Qué te parece, Malena?

© 2004, Sergio Gaut vel Hartman.

Sobre el autor: Sergio Gaut vel Hartman nació en 1947, en Buenos Aires, Argentina. Empezó a publicar cuando comenzaba la década de 1970 en la ya mítica revista española Nueva Dimensión. En 1982, impulsado por los vientos que generó la aparición de El Péndulo, generó la actividad que derivaría en la creación del Círculo Argentino de Ciencia Ficción y Fantasía y fundó el fanzine Sinergia, al que seguirían la revista Parsec y las antologías Fase. Por entonces colaboró intensamente en las revistas El Péndulo y Minotauro. Esa etapa culminó con la publicación del libro de relatos Cuerpos Descartables y lo que sería una especie de prólogo a su actividad actual, la antología Latinoamérica Fantástica, editada por Ultramar. Luego de una pausa que tal vez se relacione con la saturación que conlleva una intensa actividad en un campo y el desaliento provocado por la chatura cultural de la década menemista, regresó tras la publicación de un texto en El Cuento Argentino de Ciencia Ficción (Nuevo Siglo), en el que apareció muy bien rodeado (Borges, Bioy Casares, Lugones, Gordischer, Gardini, Oesterheld, Capanna). Empezó a colaborar intensamente con Axxon y otras publicaciones virtuales y creó el Club de Lectura Ucronía, un espacio que pretende promover la literatura de ciencia ficción, especulativa y conjetural escrita en español. Por estos días escribe intensamente y ha completado cuatro novelas y otros tantos libros de relatos que espera ver publicados a la brevedad. También trabaja en la creación de un sitio web dedicado al análisis crítico y al desarrollo de la literatura fantástica en sus formas racionales.

Angélica

por Jorge Baradit

1

Angélica mira asustada la manera en que su mano derecha tiembla sin control.

Una mueca de angustia contrae su rostro pálido, su cabellera roja, su boca pequeña apretada en un gesto de dolor.
Un hilo de algo parecido a la sangre sale por su oído izquierdo y gotea sobre el suelo metálico con ritmo acompasado. Ese ruido mínimo y la respiración agitada de la pequeña niña son lo único que rompe la penumbra espesa que llena esa bodega abandonada, en el viejo puerto de Valparaíso.

–Quiero olvidarme. Por favor haz que olvide… –susurra en un hilo de voz a punto de quebrarse, encogida entre fierros y cajas.
Su ropa es demasiado grande para su cuerpo demasiado fino, sus pantalones tienen desgarros y manchas de aceite en las rodillas, su memoria tiene vidrios clavados por debajo, imágenes y recuerdos que entran como puñaladas a través de la suave piel de su pecho.
Lágrimas.

–No quiero morir…tengo miedo de morir… –murmura y se toma el rostro con las manos. No más de doce o trece años, sollozando casi en silencio entre las sombras y las planchas oxidadas que recubren las paredes tras las que se esconde.

2

El tercer hijo de cada familia es propiedad del Estado.

Al quinto mes de embarazo el feto es extraído para ser cultivado con distintos objetivos: como donante de órganos, pieza para armamento o, si acredita potencial psíquico, como parte del programa de “Durmientes”.

Los “durmientes” son no-natos cultivados dentro de anacondas vivas enterradas verticalmente en arena de cuarzo, desde donde sólo emerge la cabeza chasqueante del reptil enfurecido por las drogas.

El campo de cultivo de durmientes más famoso está en el interior de la catedral de Köln. …llena hasta la mitad con arena y vigilada por mujeres vírgenes… la superficie, sembrada de cabezas de serpientes gruñendo sus oraciones, es un espectáculo único en el planeta.

El sonido ambiente es un mantra (producido por el zumbido de cables de alta tensión) similar al OM que se escucha en el ruido de fondo del Universo; la nota desaforada del Big Bang que aún resuena en el cráneo de Jehová.

Las catedrales son particularmente adecuadas para estas plantaciones. Fueron violentamente requisadas antes de la segunda república como invernaderos estatales, cajas de resonancia espiritual de incalculable valor industrial, ecosistemas psíquicos calibrados con gran precisión.

Los “durmientes” son mantenidos en una variación del estado de coma conocido como “sueño de rama”, una especie de “satori sintético” inducido por mezcalina y descargas eléctricas de microintensidades aplicadas a los testículos y la glándula pituitaria por cables de cobre bellamente labrados.

Cuando los “durmientes” cumplen 33 años el estómago de la anaconda es rebanado. La mujer a cargo (su “soror mysticae”) copula con él, pierde su virginidad y es asesinada en secreto. Entonces el “durmiente” puede ser despertado.

Los “durmientes” son utilizados con diversos fines: psicológicos, bélicos, religiosos o policiales. Son intocables. Algunos vagan por las calles desnudos y con la mirada perdida murmurando incoherencias, otros se aparean en las plazas o vociferan profecías. Los fines de éstos durmientes son desconocidos excepto para los gobernantes. Otros (como el durmiente Rogelio Canelo) tienen un objetivo más específico, más prosaico: son “iluminados” producidos industrialmente para la investigación policial, la videncia y el espionaje.

(Fragmentos de la “Crónica del Nuevo Tiempo”, Vol. II)

3

–Usted acaba de nacer, Rogelio ¿Puede comprender eso? –dijo el coronel, con voz firme. Frente a él había un hombre maduro de contextura atlética que lo miraba inexpresivamente. El coronel estalló en cólera cuando una gota de saliva rodó al suelo desde la comisura de sus labios.
–¡Cómo se atreven a traerlo a mi presencia en estas condiciones! –gritó hacia el techo. Un acople rompió la atmósfera y una voz temblorosa se abrió paso a través del sistema de amplificación.
–S… señor. Usted ordenó traerlo de inmediato y…
–¡Imbécil! Llévenlo a programación e instálenle un sistema operativo standard, por dios. Esto es como hablarle a una lechuga –rojo de indignación, apretó una mano y lo abofeteó en pleno rostro. Rogelio no emitió quejido alguno.

4

–¿Podré rezar? ¿Estaré autorizada para rezar? ¿Se enojará dios si le rezo? –sollozaba Angélica–. Necesito que me escuche, tengo tanto que decirle, pero no responde… quizás aquellos como yo no tenemos derecho a hablarle… quizás desprecia a las “cosas” como yo… quizás no sea mejor que un refrigerador para él… pero, tengo tanto miedo.
Angélica llevaba horas escondida en esa bodega hedionda a orines de gato incapaz de moverse, muriendo de miedo entre la oscuridad espesa y llena de reflejos que giraba inmóvil, casi sólida en torno a sus enormes ojos color acero, nublados por la pena.

Anochecía en Valparaíso.

Suspiró hondo y decidió calmarse.

Cerró sus ojos.

De pronto un ruido extraño se abrió camino entre los fierros y sus pupilas se dilataron con horror.

El ruido venía de la izquierda, luego de la derecha. Su respiración se agitó. Algo rodó tras la chatarra frente a ella y pequeñas patas corrieron en todas direcciones. Angélica se recogió contra su esquina respirando agitadamente, gimiendo y temblando. Todo tomó coloración rojiza y una enorme rata apareció a dos metros frente a ella. La mente de Angélica se vio invadida súbitamente por un silencio gélido, muchos clicks sonaron en sus brazos y una mirilla flotó de pronto en su campo visual. No entendía nada pero sus manos apuntaron por sí mismas, un fuego subió por su espina dorsal y la rata estalló en mil pedazos en una enorme explosión que dejó un cráter humeante ahí, frente a su frágil cuerpo que temblaba paralizado, horrorizado, sin comprender lo que había ocurrido.

5

Desde el alto techo de la sala de programación pendía una anaconda viva, sosteniendo entre sus fauces la cabeza de Rogelio Canelo, que colgaba inmóvil, apenas rozando la superficie de un pozo lleno de salmuera que se abría bajo sus pies.

–¿Puedo ya hablar con él? –preguntó el coronel sentado en una sala contigua desde donde, a través de un vidrio, se podía ver toda la escena.
–Tenemos su mente desplegada por toda la habitación –dijo un operario señalando las diminutas runas grabadas en las placas de cobre repujado que cubrían las paredes–. Está encarnado en las placas de circuitería. Los conjuros son seguros, no deberíamos tener problemas en contactarnos con él –dijo a la vez que movía los dedos sobre su consola ouija, estimulando los dragones nacarados que decoraban la fina pieza de tecnología con precisos gestos de reiki–. Abriendo canal de comunicaciones.
–Rogelio, ¿me escuchas?
Silencio.
¿Rogelio?
Silencio. El operario tragó saliva, el coronel apretó sus mandíbulas.
-¿Por qué no puedo moverme? –murmuró la voz sintetizada de Rogelio a través de los parlantes.
–Tranquilo- dijo el coronel con una sonrisa de satisfacción –pronto tendrás respuesta a todo.
–… ¿por qué no recuerdo nada antes de… hace un minuto atrás?
–Suéltenlo, está listo –ordenó el coronel y salió de la habitación.

Media hora después, Rogelio dormía sentado frente al coronel. Su cerebro estaba siendo inundado lentamente con un sistema operativo que, neurona a neurona, posaba datos cristalinos entre las dendritas como polen sobre flores electrónicas.
El coronel escudriñaba los párpados del agente esperando una señal. Misterios impenetrables ocurrían tras las paredes de ese cráneo. Una flor de mil pétalos sinápticos se abriría frente a sus ojos en cualquier momento. Le gustaba imaginar que un feto humano flotaba maduro dentro del cráneo de cada “durmiente” esperando despertar.

De pronto las pupilas tiemblan. El coronel frunce el ceño. Pasa un instante y nuevamente se mueven, casi imperceptiblemente. Luego de unos segundos la etapa REM está declarada y a los movimientos oculares se suman pequeños temblores y suspiros ligeros. El militar parece hipnotizado, sus ojos son puñales clavados en el entrecejo del “durmiente”.

“Malditos animales”, piensa apretando las mandíbulas.
Ha asistido a cada “despertar” desde que fue asignado al departamento, sin saber qué es lo que busca en ese momento único en que una bolsa de hueso y músculo se transforma en algo humano. Se pregunta qué le atrae de estos hombres que gimen y se remueven como niños con pesadillas, fetos adultos que polucionan sin vergüenzas.

Detesta a estos hombres puros que despiertan limpios y sin heridas en el espíritu. El ha tenido que limpiar la porquería del país varias veces, usando su propio corazón y odia cada uno de esos actos reprochables, que se han adherido a las paredes de su alma como costras infectadas. Envidia la inmoralidad sin culpa de estos “durmientes”. Quisiera para sí esa pureza asesina, desprovista de pasión y remordimiento que brilla fría como una daga en sus pupilas.

Nadie debería tener derecho a un regalo así. La vida sólo da pasos hacia adelante, no se deshacen los errores, no desaparecen las cicatrices, no hay segundas oportunidades; excepto para estos “animales sin madre” que renacen cada vez con el corazón tan limpio y honesto como el hambre de sangre de un tiburón.
Al coronel le encanta recordarles que no tienen más memoria que la que él decide darles, es su pequeña venganza desde que descubriera que ellos desean “recordar” con la misma fuerza con la que él quisiera olvidar.

Rogelio había abierto los ojos en el ínter tanto y miraba alrededor suyo con una curiosidad fría, desprovista de toda sorpresa.

El militar carraspeó.

–¿Es la primera vez que me “descongelan”? ¿O ha habido otras veces? –preguntó distraídamente.
–La verdad es que es la quinta vez que utilizamos tus servicios –dijo el coronel–. Tu red neuronal es altamente estable y receptiva a la carga y descarga de información. Eres uno de nuestros “durmientes” predilectos, muchacho –agregó con amarga satisfacción.
Rogelio miraba un punto indefinido frente a sus ojos.
–La sensación es extraña –murmuró con el rostro inexpresivo–, es como morir y reencarnar en el mismo cuerpo.
–Que curioso, Rogelio –sonrió el coronel–, cada vez que te despertamos haces el mismo comentario.
–¿Ese es mi nombre?… Rogelio –hizo un gesto de aceptación–. Recuerdo… cosas. Soy apto para… cosas –frunció el entrecejo y miró al coronel directamente a los ojos–. ¿Es normal esto que siento aquí? –dijo, apuntándose el pecho.
El coronel se quedó en silencio y miró de reojo a los operarios tras el espejo de vigilancia.
–Sientes…sientes algo, ¿extraño? –agregó con inquietud.
Rogelio buscó en su interior durante unos segundos y murmuró con voz queda:
–Profunda tristeza.
El coronel suspiró aliviado.
–Bienvenido a la especie humana –murmuró con una sonrisa irónica–. No te preocupes, ajustaremos algunos tornillos y veremos qué podemos hacer. Ahora entremos a lo nuestro de una buena vez –giró hacia el espejo e hizo un gesto con la mano. El suelo de arena de cuarzo comenzó a calentarse e hileras de hormigas afloraron formando charcos negros que avanzaban decididamente hacia las piernas de Rogelio. El agente descubrió con horror que estaba paralizado, levantaba el cuello como quien se hunde en arenas movedizas. Las hormigas avanzaban con la decisión de una peste hacia sus fosas nasales. Rogelio tenía los ojos desorbitados y la respiración entrecortada. Debió soportar durante interminables minutos el insoportable escozor de cientos de hormigas abriéndose paso a través de su esófago. El coronel miraba con evidente asco esos pelotones negros que llenaban el rostro del agente, entrando como peregrinos en oración, como monjes fanáticos, hacia el estómago de Rogelio.

–Cálmate o vas a asfixiarte –le ordenó el coronel–. Sólo son obreras nanotecnológicas que te modificarán un poco. Harán colonias en tu interior y producirán infecciones con la información que necesitas saber. Te ayudarán a pensar mejor y hasta absorberán el mal karma que puedas generar. El alma de un gran pensador está encarnado en este grupo de hormigas, de modo que no estarás solo.
La actividad cesó y las hormigas que no llegaron a ingresar cayeron moribundas a la arena.
Rogelio rompió en llanto.
–Tienen mucho dolor, mucha tristeza –sollozaba.
–Residuos de la osmosis psíquica, nada más –explicó el militar con impaciencia–. Ahora escúchame, voy a descompactar los datos.

Al comienzo las palabras que decía el coronel le parecieron aleatorias. Decía cosas como: Huracán, prajna, amatista, Quilicura. Pero a medida que pasaban los segundos ese código mnemónico fue activando la información almacenada en su cerebro y cada palabra se descompactó en todo un discurso que se desplegaba en su mente como un mapa de carreteras. Lo que ese discurso decía le parecía increíble.

>archivo “Máquina Yámana”

>sub index >orígenes

>Cinco años atrás, el “Proyecto de Ciudadanía para el Ciberespacio” había conseguido levantar cerca de 4 millones de mentes humanas a la red. El objetivo escondido era generar un mundo “vivo”, un ecosistema propicio para recibir e interactuar con “el movimiento de los sueños”, una marea psíquica proveniente del plano astral que había comenzado a filtrarse desordenadamente hacia el ciberespacio.

El origen de esas entidades psíquicas y “fantasmas” era desconocido hasta ese momento.

>El “Escándalo Balandro”, complot de un partido político opositor para hacerse del gobierno y tomar el control sobre el “proyecto de Ciudadanía para el Ciberespacio”, se hizo público, motivando al parlamento a quitarle el proyecto a la autoridad política y entregárselo al Ejército para su desarrollo, en estricto secreto, dentro de un programa clasificado de máxima seguridad nacional.

>Un año después el ejército es contactado por un grupo anónimo que le hace entrega de los principios básicos para el desarrollo de la “Tecnología Yámana”. Imprescindible, según ellos, para el éxito del proyecto.

Luego de estudiar a fondo la información recibida, se concluyó que se trataba de los planos de arquitectura para construir la puerta que comunicaría los dos mundos: el plano astral y el ciberespacio. Ellos la llamaban “El barco de los muertos”.

>sub index >los “Yámana”

>Los “Yámana” son cierto tipo de feto –poltergeist extirpados del útero materno a los 7 meses e instalados dentro de las CPU utilizadas en el desarrollo de IA (Inteligencias Artificiales).

>Los “Yámana” son particularmente eficientes en el desarrollo de IA con capacidades mediúmnicas de uso militar. Son los encargados de “despertar” las IA con el test de Turing II: estimulan estados alterados de conciencia en las IA con un virus informático psicotrópico. Prácticamente todas las IA visualizan el cadáver de Jehová a la deriva en la nada. Ven a nuestro Universo flotando dentro de su cráneo vacío como una medusa inerte y a “algo” que devora sus restos. La IA entra en pánico y “despierta” a un nivel de conciencia que la hace adecuada para los sistemas de defensa militares más refinados.

>El grupo anónimo que contactó al Ejército, instó a cultivar yámanas hasta llevarlos a su adultez pese a los riesgos implícitos (indicaron cuidadosamente cierta palabra en hebreo que debía ser escrita sobre sus frentes para controlarlos).

>El primer equipo de trabajo seleccionó yámanas gemelos. Uno era asesinado y el otro era “levantado” al ciberespacio de manera que se buscaran como polos contrarios de un imán, trazando así un camino que fuera útil para la investigación. El estrepitoso fracaso originó cortes marciales y algunos fusilamientos sumarios. La pérdida inútil de material clasificado no era aceptable.

>El primer logro importante fue el desarrollo de los “pensadores”: grupos de cuatro yámanas telépatas “modificados”. Cuatro especimenes eran seleccionados por fecha de nacimiento coincidentes, luego se les mutilaban los brazos y eran suturados por esas mismas heridas unos a otros. Un clavo de cobre penetraba cada nuca y un alambre del mismo material, anudado a los clavos, mantenía las cabezas apegadas unas a otras. Bajo satori inducido se le introducía un único pensamiento al sujeto alfa, el pensamiento comenzaba a pasar de la mente de un telépata a otro cada vez más rápidamente. En el proceso el pensamiento se iba depurando más y más hasta producir una idea tan poderosa que emitía luz y aroma a violetas.

>Los “pensadores” se convirtieron en la base del procesamiento de datos de la futura “Máquina Yámana”.

>El segundo paso relevante fue la construcción de una red de receptores síquicos adecuada a la naturaleza del proyecto: Un yámana en estado de erección permanente, sumergido de pie en un tanque de agua salada y acompañado de una anguila eléctrica navegando a su alrededor. Un clavo enterrado en cada sien conectados con alambre de cobre a un magnetófono que graba abierto al ambiente.

>Hileras de tanques con yámanas escuchando día y noche mensajes sutiles, fantasmales, derruidos por el esfuerzo de abrirse paso hasta nuestro mundo, generando, por sumatoria, un discurso claro, lleno de textura y matices expresivos.

>Con el desarrollo de esta red de receptores se había conseguido crear una sistema de comunicaciones confiable con el “más allá” que permitió coordinar acciones con las entidades que buscaban abrirse paso hacia el ciberespacio.

>Esta red de transmisores fue la base para el desarrollo del “módem Blavatsky”, que permite conectarse y convertir la estática en la cabeza de nuestros médiums en información digital procesable y administrable por nuestros teclados-ouija de última generación.

sub index > la crisis

>Luego del desarrollo de la infraestructura básica el proyecto cayó en un grave estancamiento.
A pesar de todos nuestros intentos nos resultaba imposible dar el paso más importante de todos: abrir la puerta y mantenerla abierta. Cada modelo desarrollado en laboratorio terminaba engullido por materia oscura impenetrable, incluso los construidos con metales cuyas moléculas tenían “ganchos de seguridad” (átomos que penetraban en el futuro).

>El Gobierno, que aún buscaba recuperar el control sobre el proyecto, fue alertado de la situación por sus espías y comenzó su ansiada contraofensiva. Presentó una moción ante el parlamento exigiendo resultados de una gestión que ellos consideraban incompetente. Nos acusó de malgastar el dinero público en búsquedas sin sentido, se mofó de nuestra investigación con ninfomaníacas y exigió resultados inmediatos.

>El 8 de marzo de ese mismo año, el parlamento aprobó intervenir nuestra administración si no presentábamos avances “notorios” en nuestras investigaciones.

>La desesperación cundió y decidimos recurrir a una nueva Inteligencia Artificial que acelerara el funcionamiento de nuestro proyecto y produjera los resultados que el parlamento nos exigía.

>El 29 de marzo comenzamos la instalación de una nueva IA prototipo en el corazón de la “Máquina Yámana”.

>El 30 de marzo sobreviene el desastre. La IA hace estallar la “Maquina Yámana” y huye.

----- fin del archivo -----

Rogelio meneó la cabeza con energía, suspiró y apretó los ojos durante algunos segundos.
–Que cantidad de mierda me metieron en la cabeza, por la cresta –murmuró llevándose las manos a la cara. Su párpado izquierdo temblaba–. ¿Qué tengo que ver yo con unos putos fantasmas?-

El coronel abrió los ojos y exhaló soltando los mudras de seguridad con que se protegía la mente.

–La IA que instalamos para acelerar el proyecto enloqueció de pronto. Penetró las redes del proyecto y le frió la corteza cerebral a veinte de nuestros mejores yámana, de los que viven insertos físicamente en la máquina, con esos conjuros electrónicos en arameo tan comunes en las guerras-hacker de hace unos años. Conjuros antiguos, pero efectivos.
No tengo que explicar el desastre que significó para el proyecto. Ponerla en el centro de nuestra máquina fue como tragarse una granada sin espoleta. Demoraremos meses en tener todo en orden otra vez.
–¿Qué departamento de nuestro glorioso ejército desarrolló a esa lindura?
–En realidad es un producto de la empresa privada.
Rogelio abrió los ojos y sintió un calor repentino subiendo por su rostro.
–Y dígame, ¿qué mierda hacía una IA no militar en una operación clasificada de esta envergadura? –preguntó con dureza, como dirigiéndose a un subordinado.
–No tuvimos alternativa –murmuró–, el parlamento nos tenía contra la pared y nuestros técnicos estaban realmente frente a un callejón sin salida –le enfurecía que ese “animal” lo estuviera cuestionando–. La IA que nos ofrecieron prometía éxito inmediato garantizado. Era una propuesta que, dada nuestra situación, no pudimos rechazar. El gobierno había solicitado abrir nuestros archivos e iniciar un sumario en nuestra contra. El parlamento realmente lo estaba considerando. Exhibir nuestros archivos era inconcebible.
–¿Tenemos algo que esconder?
El militar clavó la mirada en una diminuta polilla que se golpeaba contra el vidrio de la ventana.
–Mucho –murmuró.

Rogelio se puso de pie y estiró sus brazos, giró el cuello en redondo y suspiró con fuerza, deteniendo la mirada en el equipo de combate que esperaba en unos anaqueles adosados a la pared de la sala. La sola visión de las armas le produjo una contracción de placer en el estómago y una sensación de angustia en el pecho. Cada cosa que veía coincidía perfectamente con algún espacio vacío en su mente, cada cosa era un recuerdo en la punta de la lengua.

Quizás su nombre ni siquiera era Rogelio.

–¿Qué es lo que quieren de mí?
El coronel reasumió su postura de mando y se dirigió a él en ese tono solemne que tanto disfrutan los “hombres de uniforme”.
–La IA en cuestión fue cargada con información clasificada del más absoluto secreto. Huyó quemando sus puertos de datos pero sus depósitos de memoria siguen intactos. Debes encontrarla antes que esa información caiga en manos equivocadas o las consecuencias serían inimaginables. Necesitamos tiempo para reiniciar el proyecto y esa IA suelta por ahí es una bomba de tiempo que no nos podemos permitir.
–¿Tengo libertad de acción?
–Toda.
–¿Tengo inmunidad?
–Ni siquiera existes.
Rogelio se mordió el labio inferior. Un fuego placentero le recorría las venas. Su cuerpo recordaba algo, le daba un dato, por fin una pista que lo ayudaba a dibujarse entre la niebla de su mente. Un fuego placentero le recorría las venas al sentirse cazador.
–Tengo que atrapar a esa IA y destruirla. Tengo que matarla, ¿cierto?
El coronel lo miró en silencio y agregó fríamente.
–Sabemos que el gobierno la está rastreando también. Estarás solo, no te conocemos. Debes destruirla antes de que caiga en su poder o estaremos hasta el cuello. Si fracasas no nos hundiremos solos, te pondremos a hibernar dentro de una anaconda… pero consciente –sonrió–. No te va a gustar pasar los próximos cuarenta años paralizado dentro de los intestinos de un reptil–. Rogelio parpadeó pero no movió un sólo músculo más–. Es un pequeño “incentivo” sólo para asegurarnos de que no vas a fallar –volvió a sonreír mirándolo a los ojos.
–Necesito investigar desde el comienzo –desvió Rogelio–. Díganme ¿quién fabricó a la IA?
–Neurocorp –dijo el coronel–, ellos diseñaron a Angélica.
–¿A quién?
–La IA –agregó–, su nombre es Angélica.

6

Valparaíso antiguo parece un basurero donde arrojar ciudades en desuso. Aglomeraciones urbanas informes, derruidas y abandonadas parecen derramarse por las laderas de sus cerros. Calles estrechas bajan desde sus montes, serpenteando junto a enormes moles arquitectónicas que ruedan acumulándose hasta quedar en puntillas mirando el borde del mar, espeso y opaco bajo su costra de inmundicia.

La ciudad es prácticamente una cárcel al aire libre donde habita lo peor de la especie humana vigilada por un perímetro policial estricto que rara vez se aventura entre sus callejones, excepto cuando la emergencia es particularmente inquietante.

–¡Quienes estén al interior de la bodega, deben salir de inmediato con las manos en alto! –los altavoces del carro policial apuntaban hacia el derruido edificio portuario al igual que las armas de decenas de agentes que rodeaban la construcción, parapetados en silencio detrás de sus vehículos blindados.
Sólo habían demorado cinco minutos en responder a la extraña emergencia: una violenta explosión había sacudido el barrio Altamirano, produciendo pánico en la población. Nada anormal, excepto por la humareda azulada y la potente onda expansiva típica de los explosivos químicos, autorizados solamente para uso militar, fuera de zonas urbanas.
–¡Esta es la policía de Valparaíso! ¡Tienen un minuto para salir con las manos en alto!
Los policías, protegidos tras los blindajes de sus carros, sudaban aferrados a sus rifles de asalto temiendo lo peor. Quizás se trataba de un grupo suicida de “Los hombres de las cruces” exigiendo alguna reivindicación extraña e impracticable. Sudaban porque todos conocían esa humareda azul y los efectos que las explosiones químicas tenían sobre el cuerpo y la mente de los afectados.
–Algo se mueve en la puerta principal –murmuró un operador de “recursos electrónicos”.
–Atención –la voz metálica del comandante se multiplicó por los intercomunicadores de la tropa–, tenemos un blanco saliendo por la puerta. Al primero que dispare sin mi orden expresa le voy a meter el rifle por el culo, ¿me entendieron?
Los ojos se aguzaron, los dedos se crisparon y las mentes se sorprendieron cuando, entre la oscuridad y la humareda, emergió una frágil figura, temblando con los brazos en alto.
–¡Cargadores fuera! –gritó el comandante–. ¡Es sólo una niña, no disparen!-.
Angélica apenas podía caminar. Les pedía disculpas en voz baja mientras avanzaba con gran esfuerzo hacia los reflectores.
–Señor –indicó el operador–, tenemos un ornitóptero militar acercándose velozmente por el oeste. Transmite en nuestra frecuencia y dice que estamos interfiriendo con una operación militar de alto riesgo.
–¿Alto riesgo? –sonríe el comandante–, quizás la niña nos ataque con sus ositos de peluche.
–¡Señor! –gritó el operador–. ¡La espectroscopía indica que ella tiene cargas químicas explosivas como para volar toda la ciudad!
El rostro del comandante se crispó en una mueca de terror y le gritó a viva voz a su tropa agitando los brazos.
–¡Disparen a discreción! ¡Disparen a discreción!
El segundo de duda que nubló a los policías duró una eternidad en la mente de Angélica. Se vio de pronto relegada a un costado de su propia conciencia por “otra cosa”, que tomó el control sobre su cuerpo. Desde esa esquina sólo pudo observar, como horrorizada espectadora, los repentinos cambios en sus brazos. Ensambles y re-ensambles vertiginosos produjeron un par de horrendas extremidades biomecánicas donde habían estado alguna vez sus suaves y delgados brazos de niña. Su cuerpo dio un salto evasivo mientras una parte escondida de su programación tomaba el control de todas sus funciones. Cuando cayó al suelo la metralla de los policías volaba por el aire como peces veloces, pero ella era más veloz. Buscó el sendero entre las balas explosivas avanzando a gran velocidad hacia el grueso de la tropa. En su interior gritaba y rogaba que todo se detuviera, pero la carnicería se había desatado. Largas hojas de katana se extendieron desde sus muñecas. Brazos, cabezas y piernas comenzaron a volar en todas direcciones. Los policías, descontrolados por la sorpresa, disparaban hacia la zona del combate impactando a sus propios compañeros.
Angélica cortaba un cuello y su mano disparaba un proyectil, usando el mismo impulso abría un abdomen y disparaba otro proyectil; giraba en el aire, atravesaba un cráneo y a través de él disparaba otro proyectil. Cada bala disparada entró con limpieza a través de la frente de algún oficial ubicado a la distancia.
La metralla de un ornitóptero atravesó la escena como un escalpelo, partiendo cuerpos con proyectiles del diámetro de pulgares, pero Angélica rodó hacia un costado con elegancia y terminó el gesto alzando una mano hacia atrás. Contó hasta tres y disparó. El rotor trasero del vehículo volador estalló en pedazos y, soltando una estela de humo, terminó por estrellarse en la azotea de un edificio contiguo.
La batalla no duró más que treinta interminables segundos, al final de los cuales sólo una figura seguía en pie: una temblorosa niña de unos trece años, bañada en sangre, jadeando horrorizada, paralizada. Con sus ojos grises moviéndose en todas direcciones, intentando comprender lo que había ocurrido. Retrocedió y hundió el pie en el estómago abierto de un policía aún vivo. El grito de terror se escuchó en la soledad del puerto y su silueta, iluminada a pantallazos por las balizas de los carros policíacos vacíos, se alejó corriendo hacia los cerros de la ciudad.
De entre los restos del ornitóptero Rogelio se arrastró hacia la cornisa pidiendo rastreo satelital del objetivo. Saca su cuchillo y lo hunde lentamente en el brazo, “Imbécil”, se recrimina y gira la hoja dentro de la herida. No hace un sólo gesto de dolor pero se desmaya casi de inmediato.

7
–¡Dios santo, es que nadie entiende lo que pido!
Un hombre viejo, delgado, con implantes oculares y traje anticuado agitaba los brazos frente a la pantalla de ectoplasma, que flotaba como una medusa en el centro de la habitación.
–Angélica tiene sus puertos de datos quemados, señor –dijo un operador de comunicaciones visiblemente molesto–. Puede gritarnos toda la noche pero no podrá comunicarse con ella.
–¡Pero acaban de ver lo mismo que yo! –gritó apuntando hacia la pantalla que flotaba como un velo de gasa fantasmal, movido por la brisa–. ¡Casi la destruyen en Valparaíso!
–Lo siento –agregó el operador verificando por centésima vez la ubicación de las coordenadas–, no podemos hacer nada.
El viejo miraba el débil perfil de Angélica huyendo por las escaleras. Su mirada de angustia parecía clavada a la pantalla, sus labios se movían sin emitir sonido.
“¡Llámame!”, pensaba. “Por favor comunícate conmigo. Por favor que nada te ocurra”.

8
Esa mañana la ciudad estaba esplendorosa. Los antiguos edificios portuarios refulgían bajo el sol poderoso del verano, las calles bullían de actividad y las plazas se llenaban de niños, palomas y algunos ancianos que miraban alejarse la vida sentados en sus bancos, como pasajeros esperando un tren invisible.
Rogelio Canelo, apoyado contra un viejo árbol de la hermosa plaza O’Higgins, miraba hipnotizado a un anciano que alimentaba palomas con migas de pan.
¿Qué diferencia había entre estar dormido y despierto?, pensaba. ¿Qué sentido tenía que lo amenazaran con “ponerlo a dormir”? ¿No era acaso todo ya lo suficientemente extraño, incomprensible e irreal? No era la amenaza lo que lo movía, sino ese momento en que todo el Universo desaparece y trazas una línea recta entre tus garras y el cuello de tu presa. Era esa urgencia antigua que enfría el cerebro, afila la mirada y excita los músculos.
Ellos no lo entenderían, ellos estaban movidos por razones y conveniencias y jamás comprenderían, de hecho, él tampoco lo entendía. Era sólo una “verdad” tan real como el color de sus ojos.
El coronel lo había llamado “animal”. Quizás si, ¿no vivían los animales en un “entresueño” acaso? ¿No brotaban y se desvanecían apenas sabiendo que habían visitado la “realidad” al menos por un instante? ¿Acaso no se sentía él de igual forma aquí en esta ciudad extraña, ejecutando órdenes que no comprendía y haciendo cosas que ni siquiera sabía que podía hacer?
A su espalda, la majestuosa fachada de concreto y madera del edificio de Neurocorp se abría imponente hacia la explanada.
Un niño apareció de la nada frente a él y un gusto amargo le apretó el paladar. Nota que al niño le falta la mitad posterior del cráneo y cree ver marcas de cuchillo en su garganta. El súbito mareo le confirma que el comandante se está comunicando a través de una línea mediúmnica y que el espíritu del niño es la terminal asignada.
–¿Cómo te llamas? –susurra melancólicamente.
–Pipe… pero me dicen Felipe… ¿Has visto a mi mamá?
De pronto un torrente de ruidos afilados y gritos agudos entran como taladros por las pupilas de Rogelio. Una madre loca, un cuchillo de cocina…
–¡Nunca! –escuchó de improviso entre la tormenta y su conciencia se niveló como un avión saliendo de un huracán–. Nunca establezcas contacto con un nodo de transcomunicación. Los muertos en asesinatos son las presencias más sólidas y estables pero también son las más tóxicas.
–Lo sé, lo sé –dijo afirmándose la cabeza con ambas manos. La transcomunicación era confiable y casi imposible de intervenir, pero también era físicamente muy desagradable.
–¿Por qué nadie me dijo que la IA estaba artillada? –preguntó Rogelio.
–Porque no lo sabíamos- respondió el comandante–. La instalación se hizo en corto tiempo tras una revisión standard. Cuando intentamos scanearla a fondo se produjo la crisis. Una gran explosión, un enorme agujero en nuestra maquinaria y ocho técnicos muertos. Cuando el humo se disipó la IA había desaparecido y veinte yámanas se arrastraban frente a nuestros ojos con el cerebro hecho jalea.
Rogelio suspiró frente a la mirada perdida del niño muerto, su consistencia lechosa y los extraños organismos que parecían navegar en su interior semitransparente le produjeron un repentino asco. Uno de esos bichos lo miró a los ojos y le pidió ayuda. Rogelio desvió la mirada sintiendo náuseas.
–Hace cuarenta minutos ingresé a la red de datos de Neurocorp. El hacker que usé de puente era increíble, me dolió mucho tener que volarle la cabeza. Quizás puedan recontactarlo y usarlo desde el plano astral. Impídanle reencarnar o perderá su potencial, sería una pena desperdiciar su talento –agregó mirando una vieja máquina de algodón de dulce rodeada de niños ansiosos–. Lo que descubrí ahí adentro no les va a gustar para nada –dijo y no pudo evitar sonreír.
–Al grano, Canelo –ordenó con dureza.
–Ok, fuerte y claro: el proyecto ANGELICA fue encargado por particulares relacionados indirectamente con el partido en el poder y financiado con fondos desviados desde el Ministerio de Educación, depositados en cuentas bancarias privadas asociadas al directorio de Neurocorp. En otras palabras, Angélica es una IA de propiedad del gobierno, comandante.
Del otro lado de la línea sólo hubo silencio y estática.
–El gobierno los presionó con la mano derecha y les ofreció a Angélica con la izquierda –continuó Rogelio–, y ustedes se comieron la carnada completita. Cegados por la desesperación la instalaron sin demora en el corazón de nuestro proyecto más secreto. Quedamos como huevones… señor.
–Basta, Canelo –murmuró el comandante.
–Ni siquiera podemos sacar este sabotaje a la luz pública porque quedaremos como los imbéciles más grandes del siglo.
–Dije, ¡basta!
–¿Habremos dado la confirmación definitiva de que las neuronas y las charreteras no hacen juego?
–¡Silencio, no eres nadie para opinar de esa forma! Casi no eres una persona, siquiera –restalló con furia–. Nosotros nos encargaremos de que esos políticos de la conchesumadre no despierten vivos mañana ¡Nos vamos a culear hasta a sus mascotas!
–Si, claro. Los “chicos duros”, los “lo-arreglo-todo-a-disparos”.
–¿¡Qué dijiste, desgraciado!?… –el coronel se puso rojo, pero tragó su rabia, no se iba a rebajar a discutir con un “durmiente”. Hizo un nuevo silencio y concluyó–. Creo que voy a pedir que revisen tu patrón de conducta. Hay cosas que no me agradan nada. Tenemos que ubicar a Angélica y destruirla antes que el gobierno la recupere o estaremos perdidos. Esa información no debe llegar a sus manos. Fuera.
Pasó un instante y el niño comenzó a disolverse lentamente frente a él.
Le costó algunos minutos sacarse de la mente sus ojos aterrorizados disolviéndose en el aire, devueltos hacia la nada.
Las campanas llamaban a misa de mediodía.
Rogelio entrecerró los ojos. El aroma del algodón de dulce le hablaba en un idioma cálido y tierno que le era imposible recordar.

9
Una figura delicada, apenas perceptible, acomoda unos sacos sobre sí en la parte trasera de un camión de verduras. Escondida como una criminal, Angélica viaja en dirección a Santiago con sus enormes ropas y su pequeño cuerpo confundido entre las cajas de tomates y zanahorias. En su bolsillo izquierdo aprieta un comunicador personal. Si tiene suerte podrá comunicarse pidiendo ayuda una vez que arribe a la capital.
Le duele la cabeza. Los súbitos ataques de pánico y las alucinaciones no la han abandonado desde que vio “eso” que la hizo huir despavorida de las instalaciones militares a las que había sido asignada. Ahora la perseguían para castigarla. Seguramente para desconectarla definitivamente. Si la atrapaban sería ejecutada en el acto, pero… ¿moriría? ¿Qué era morir para ella? ¿Sería como apagar un televisor y nada más? El camión dio un salto y Angélica miró el paisaje: el valle de Curacaví desplegando sus verdes lomas como el cuenco de una mano sosteniendo viñedos sin fin y pequeñas casitas de adobe encalado apenas asomándose entre los árboles.
A veces le parecía tan extraño estar “aquí”. Dos años atrás alguien había apretado un botón y de pronto había despertado “aquí”. Y ahí enfrente había un árbol, encima un pájaro; el sol poniéndose tras una montaña, su mano derecha. Lloraba todo el día frente a cada cosa: una lagartija en una roca, el color azul, el ruido del agua, su piel suave y blanca.
Era tan, pero tan extraño estar “aquí”.
Ahora la perseguían para hundirla en la oscuridad y huía para evitarlo porque no quería dejar de estar “aquí”.
“Su Padre” podría ayudarla. Seguro que él la protegería. Su padre estaba en Santiago, ella lo llamaría y seguramente él la iba a proteger. Quizás hasta podría quitarle los dolores y curarla de sus pesadillas, esas que la dejaban semiinconsciente después de cada ataque. Ella quería olvidar lo que había visto conectada a la “Máquina Yámana”, allá en Valparaíso.
Su padre la podría ayudar.

10
Rogelio escucha instrucciones mientras ve teñirse de rojo la bahía de Valparaíso. A sus espaldas, un helicóptero militar echa a andar sus motores, espantando a las gaviotas que dormitaban el atardecer sobre las rocas de la costanera. Apaga el comunicador y se cruza de brazos para asistir a la muerte del día, que se desangra lenta y silenciosamente contra el horizonte del océano.
La luz rasante del crepúsculo recorta aún más el perfil chato, verdoso grisáceo, de la “Máquina Yámana” flotando en el centro de la bahía portuaria. Dispersa, heterogénea, mecida por el oleaje, más bien parece la costra de basura dejada por el naufragio de un petrolero colosal. Más de cerca se pueden distinguir, con alguna dificultad, los cuerpos de los yámana flotando en la mancha de aceite oscuro que los aísla eléctricamente del agua salada. Comunicados por tubos flexibles de médula ósea que entran por las cuencas vacías de sus ojos, anos y bocas, parecen los despojos destrozados de un calamar gigante. Partes electrónicas, cables y trozos de madera con runas y conjuros protectores flotan alrededor amalgamando la energía del conjunto, ameba oleosa pudriéndose al Sol como los restos de una batalla sangrienta.
El piloto espera impaciente tras sus anteojos oscuros de reglamento, pero Rogelio no mueve un músculo, los ojos fijos en el incendio de nubes que cae lento como en un sueño sobre el océano. De pronto suena su intercomunicador y una sola palabra brota desde el auricular.
–Santiago.
Rogelio corre hacia el helicóptero y le indica al piloto la ruta más corta hacia la capital, mientras ajusta su equipo de combate y esgrime una sonrisa.

11
–¡Angélica! –grita el anciano–. ¡Por fin te comunicas conmigo, niña! –la pantalla de ectoplasma tiembla de emoción y se licúa en delgadas líneas que se cruzan fijando las coordenadas de la señal–. No te preocupes. He hablado con gente del gobierno y me garantizan tu absoluta protección. No te muevas de donde estás, uno de los grupos de seguridad del área Santiago llegará para escoltarte en unos minutos.
–Padre –susurró Angélica. – Ayúdame. He visto…cosas…me duelen.
–Tranquila, tranquilita. Ya hablaremos cuando estés a salvo. Ahora haz lo que te pido y no te muevas de ahí.
–Señor –dice un operador de radar– un ornitóptero artillado sin marcas de identificación se acerca rápidamente a Santiago por rutas comerciales no autorizadas. Perderemos contacto con él cuando entre a espacio aéreo de la capital.
–¿Escuchaste, hija? Hay enemigos buscándote. Debemos llegar a ti antes que ellos ¿Harás todo lo que te diga?
–Si –la boca pequeña y rosada de la IA temblaba de emoción –lo haré, Padre.

12
La noche sobre Santiago estaba más tranquila que de costumbre. Casi nadie circulaba por las calles después de las 8 de la noche, por temor a las patrullas militares y a las tribus urbanas de psicóticos, que habitaban bajo los puentes y en los edificios abandonados. Las hordas de profetas, videntes y psicópatas que de pronto arrasaban las avenidas, como una marea de bocas aullantes, eran un espectáculo escalofriante que nadie estaba dispuesto a experimentar. Además, la última plaga de gatos, infectados con sustancias alucinógenas, se había apoderado del antiguo centro cívico de la ciudad con sus gritos casi humanos y sus sangrientas disputas territoriales. Acostumbraban arrojarse desde edificios de gran altura dando un largo y escalofriante aullido de bebé, estallando contra la calzada con un ruido seco y sordo, uno tras otro, así durante toda la noche.
Santiago centro, tierra de nadie. La hediondez en las calles, los cadáveres de animales y los rayados rituales, las pequeñas columnas de humo y siempre alguien arrastrándose pidiendo ayuda. Rogelio miraba hacia abajo desde su ornitóptero conteniendo la respiración.
La situación era crítica, acababa de ser informado que Angélica ya estaba en poder de agentes del gobierno y que en ese mismo instante era conducida hacia el bunker más seguro disponible. Si conseguían introducirla allí todo habría terminado, la administración caería y él sería confinado a una muerte en vida dentro de una anaconda. Pero eso no le importaba, lo que realmente le dolía era la posibilidad de no atrapar a su presa, de no hincarle los dientes a Angélica.
“Un ataque frontal al blindado”, pensaba Rogelio, “una ataque frontal en el último momento. Un “viento divino” que le abra el estómago al camión, que me enseñe sus intestinos para meter mis manos y hurgar buscando a Angélica, para sacarla y hacerla nacer con mi pistola automática. Bautizarla frente a todo el mundo con una ostia de plomo que desperdigue su conciencia por los aires y la libere de una vez.
Un ataque frontal, no tengo otra alternativa”.
Allá a doscientos metros, entre un complejo de antiguos edificios administrativos, se encontraba el Palacio de Gobierno y sus torretas antiaéreas. Debía bajar drásticamente su altura de vuelo.

13
Un enorme vehículo redondeado lleno de pequeñas pústulas y protuberancias avanza por la Alameda de Santiago a toda velocidad en dirección al bunker bajo el Palacio de la Moneda, sede de los gobiernos chilenos desde los tiempos previos a la Reconquista.
Una jauría de perros artillados histéricos, reventados de anfetaminas, corre junto a él. Las tropas comienzan a separarse del convoy a medida que se acercan a la entrada del bunker, ubicada frente al que fuera el portón principal del antiguo palacio, que luce inmaculado a pesar de haber soportado a lo menos tres bombardeos en los tiempos de las Repúblicas.
El vehículo se acerca a la rampa de acceso a diez metros de la entrada, las tropas le dan la espalda formando un perímetro semicircular fuertemente armado. Las torretas antiaéreas levantan sus potentes cañones, capaces de seguir y derribar en vuelo a lo cazas más veloces, aunque inútiles contra el vuelo a baja altura de vehículos livianos. A nadie le importaba eso, un ataque con un vehículo liviano era un suicidio que sólo un loco querría intentar.
El blindado se detiene bruscamente frente al acceso durante los cinco segundos que demora la puerta en abrirse. Ese es el momento.
De la nada surge un ornitóptero que dispara dos rockets en vuelo rasante sobre el camión inutilizando con su explosión la puerta y el pavimento tras el vehículo.
De inmediato se despliegan las bandadas de palomas explosivas y el tiroteo de las fuerzas de tierra se hace infernal. El ornitóptero gira en una curva cerrada y dispara, con ruido sordo, tres bombas que estallan sobre las cabezas de los soldados diseminando una lluvia de esquirlas negras que se adhieren a sus ropas y comienzan a penetrarlas. Los soldados sueltan sus armas y gritan de horror, intentando liberarse de los pequeños escarabajos explosivos que buscan sus fosas nasales, oídos y anos. Presas del pánico, corren en todas direcciones mientras estallan cabezas y vientres, expulsando los interiores de hombres y perros por toda la acera.
Rogelio efectúa un nuevo viraje esquivando la bandada de palomas suicidas pero sabe que esa batalla está perdida. Dispara un misil teleguiado y se arroja del vehículo casi en el mismo instante en que las frenéticas aves chocan en masa contra el pequeño aparato que salta por los aires en decenas de pequeños estallidos.
Rogelio cae sobre unos arbustos. Medio mareado y cojeando de una pierna corre hacia el blindado en el momento en que el misil, luego de un aparatoso vuelo elíptico, lo alcanza abriéndole un enorme forado en el costado. El agente salta al interior del vehículo disparando con los ojos desmesuradamente abiertos pero con el rostro frío, midiendo cada rápida descarga buscando las posibles ubicaciones de los ocupantes a través del humo que lentamente se disipa.
Rogelio permanece inmóvil, el brazo extendido, su Browning humeando. La cabina está vacía. Sólo el cadáver del conductor del vehículo mirándose el ombligo. “Perdí”, piensa y guarda su arma con indiferencia, “Angélica ya debe estar dentro del bunker mientras yo me entretenía aquí como un estúpido”, se increpaba sin prestar atención a la radio que anunciaba que cincuenta soldados y tres helicópteros casi rodeaban el sector y preparaban su captura… De pronto sale de su sopor y mira el panel de comunicaciones. “Esa radio me puede comunicar con sus autoridades. Quizás aún pueda…tengo que destruirla”.
–Rogelio, atención –la voz del coronel sonaba oscura y amarga desde el otro lado del comunicador–. Rogelio, te ordeno que te autoelimines. Angélica está fuera de nuestro alcance, pero si descubren que eres agente nuestro la situación será doblemente desastrosa. Rogelio… la cápsula con enzimas… te lo ruego… no te dolerá… será como dormir.
El agente apretó sus mandíbulas y apagó el comunicador.

14
–¡Angélica! –grita el viejo y corre para abrazar la esbelta figura de la IA, irreconocible bajo ropas anchas y sucias. Su rostro manchado de sangre seca destila gruesas lágrimas plomizas que caen lentas y aceitosas desde sus enormes ojos color acero.
–Padre –murmuró antes de estallar en llanto durante largos minutos, abrazada a él–. Tienes que ayudarme… –sollozaba–,quiero olvidar… me quieren matar… ¿qué me ocurrirá cuando lo hagan?… ¿me disolveré en la noche?… no quiero morir –susurraba entrecortadamente.
–Tranquila, tranquilita –la intentaba calmar–. Ya estás a salvo y nadie va a hacerte daño –le decía mientras efectuaba un breve chequeo a su estructura–. Todo terminó, Angélica. Ahora estás con nosotros –agregó y accionó un punto de acupuntura sobre la frente de la joven. Una pantalla apareció flotando sobre su pecho informando status y datos anexos que Padre leía y manipulaba moviendo sus dedos sobre la pantalla como sobre la superficie de un tazón de leche. Una vez concluido el chequeo la abrazó con ternura.
–Estás en perfecto estado.
–Pero…las alucinaciones… –replicó ella.
–Son sólo productos de la labor que cumpliste, los datos afloran a tu conciencia como ecos de información grabada incorrectamente. Son…”pesadillas” de tu disco duro. Una vez que extraigamos esos datos no sufrirás más y olvidarás el trabajo que hiciste allá en Valparaíso.
–Pero…si no alcancé a realizar ningún trabajo… huí casi de inmediato – comentó extrañada.
–Te equivocas. Hiciste tu trabajo y lo hiciste perfectamente. Fuiste diseñada para abrir la brecha entre el plano astral y el ciberespacio, pero también para investigar secretamente la naturaleza de lo que está ocurriendo “allá arriba”. Eres la primera sonda tecnológica construida para penetrar en el “más allá”.
Angélica quedó helada.
–Entonces, lo que vi ahí adentro…eso horrible que quiero olvidar.
–Debíamos saber que había detrás del “Proyecto de ciudadanía para el ciberespacio”. Los militares estaban trabajando a ciegas, abriéndole el camino a fuerzas completamente desconocidas y muy poderosas. Debíamos saber quiénes eran los que estaban pidiendo acceso a nuestro espacio informático.
El anciano le acariciaba el cabello a Angélica, que suspiraba con la mirada perdida en algún punto de la pared blindada.
–Lo que vi es espantoso, Padre –comenzó a hablar muy despacio–. vi. personas hechas de una energía más negra que la noche más oscura. Vi devoradores de estrellas, criminales y ríos de almas entrando en gran quebranto hacia la boca de un enorme lobo negro de ojos rojos. También vi una especie de civilización que florecía con dificultad junto a una herida ubicada en el costado del lobo, una colmena humana que planificaba y discutía a viva voz. Esas presencias habían tenido nombres durante su paso por la tierra. Preparaban algo. Conocían conjuros y palabras de mucho poder. Acumulaban karma como quien acumula uranio para fabricar bombas, vida tras vida. Tenían una bandera y símbolos giratorios incrustados en sus carnes.
Cerré los ojos y oré por información. Y la información me fue dada.

>archivo “gotterdammerung”

> Inmediatamente después de la caída del Tercer Reich, todas las almas de los magos SS, ejecutados ritualmente, comenzaron un desesperado proyecto para “regresar” a dar la “batalla final”. Así comenzó el “Proyecto Aurora”, la construcción de una planta de telecomunicaciones en el más allá supervisada por ingenieros y poetas que buscaba utilizar medios tecnológicos para establecer contacto y cooperación con grupos de apoyo en nuestro plano de realidad. La transcomunicación utilizando canales de TV sin señal o magnetófonos abiertos al ambiente fueron el comienzo de un largo camino que desembocó finalmente en la “Tecnología Yámana”.

> Hablamos del “Gotterdammerung”, el crepúsculo de los dioses. Hablamos de una horda de guerreros que viene en el “barco de los muertos” a penetrar el ciberespacio y, a través de puertos de datos, encarnar en cuerpos biomecánicos indestructibles y eternos.

Angélica abrió los ojos y miró al techo con horror.
–¡Padre!, he visto miles de galpones subterráneos en el desierto de Atacama, llenos de horribles cuerpos biomecánicos de extrañas formas con trozos de seres humanos vivos incrustados en sus mecanismos, preparados, poderosos.
Padre, debemos detenerlos. Es algo horrible, les vi los rostros. Preparan colmenas humanas, preparan ritos de sacrificio y un extraño árbol gigante donde clavarán el alma de la humanidad durante nueve noches –Angélica abre los ojos desmesuradamente y comienza a alucinar–. ¡Vi a Dios! ¡Ellos preparan algo contra Jehová! ¡Sé quién los ayuda desde el cielo! ¡Es horrible! –Angélica tiene un ataque convulsivo y el anciano la sostiene contra su pecho hasta que se calma.
–Tenemos que impedirlo, Padre –murmuró agotada–. tenemos que informar al gobierno para que denuncie esta monstruosidad ante el parlamento.
–Tranquilita, hija –susurró padre al oído–. Estoy seguro que esa era su intención cuando te pusieron ahí dentro. Con esta información que obtuviste podrán arrebatarles el proyecto a esos desgraciados. Aunque creo que cuando el parlamento se entere de la real dimensión del “Movimiento en los sueños”, quizás duden en seguir adelante con algo tan maligno y peligroso.
Padre abrazó a Angélica y mirando hacia adelante notó que los guardias de la puerta se habían retirado. Siguió acariciando la cabeza de la IA pero sus ojos giraban en torno chequeando las cámaras, los sensores de seguridad y los insectos espías que debían operar en esa sala. Todo parecía normal, excepto que la puerta permanecía abierta y sin guardias custodiándola. Sintió pasos acercándose por el pasillo, algo andaba mal. Meneó la cabeza y trató de convencerse de que estaban en el lugar más seguro de la tierra y bajo el cuidado de la más alta autoridad del país. Pero no había guardias en la puerta.
Los pasos en el pasillo se detuvieron frente a la entrada. Padre deseó por primera vez portar esa arma de reglamento que siempre había despreciado. Angélica miró al viejo, que tenía la mirada clavada en la puerta y giró el rostro para observar también.
–Hola, Angélica –dijo Rogelio.
–Te conozco –murmuró la IA con sorpresa y temor–. Tú estabas en Valparaíso… te derribé… ¡querías matarme!
Padre la toma por los hombros y la ubica tras él, protegiéndola.
–¡Cómo conseguiste entrar!
–Hazte a un lado –dice Rogelio mientras carga su Browning con balas explosivas.
–¡Jamás! No sé cómo lo hiciste pero “seguridad” llegará en cualquier momento y te harán pedazos.
–No es de buena educación matar a los socios –agregó Rogelio cerrando de golpe el cargador de su arma haciendo saltar el corazón de Angélica.
–¿De qué hablas? Tú no eres socio de nadie –titubeó Padre.
–Tengo un trato, ¿sabes? Eso me hace un socio –sonrió–. Hoy aprendí que la política puede ser más destructiva que las bombas. No hay muertos a destajo, sólo los necesarios –dio un paso adelante accionando el pasador con elegancia. Angélica temblaba, sus enormes ojos apenas se asomaban tras los hombros de Padre.
–Hazte a un lado –insistió.
–¡Nunca! No sé qué trato hiciste ni con quién, pero el gobierno ya te detectó por las cámaras y vendrán…
–Fue el gobierno quien me abrió la puerta –interrumpió–. Ellos me guiaron hasta acá –Padre palideció.
–No es posible.
–El trato fue sencillo. El gobierno puso a Angélica en la Máquina Yámana para obtener información y usarla en nuestra contra en el parlamento. La información que encontraron era más terrible de lo que se imaginaron y por cierto que nos destruiría si se hacía pública.
–El país jamás aceptaría financiar semejante aberración –acusó Padre.
–Ese es el problema –sonrió–. Es tan terrible que el parlamento podría perfectamente cerrar el proyecto para siempre. Y nadie quiere eso, tus jefes tampoco.
Padre abrió la boca pero ninguna palabra acudió en su ayuda.
–Entonces –continuó el agente–, le propuse a tus autoridades toda la colaboración del Ejército para superar esta desafortunada situación. Les propuse olvidarnos de los mutuos ataques, del espionaje, los muertos y el sabotaje, a cambio de mutuo beneficio. En el fondo, les ofrecimos compartir el Proyecto y todas sus bondades a cambio de su silencio… y de eliminar toda evidencia de esta bochornosa situación –dijo apuntando a Angélica con un gesto mínimo.
–Ellos nunca aceptarán –murmuró Padre.
–La negociación terminó hace unos minutos.
–No te creo.
–Mañana será un día de rostros sonrientes, apretones de manos y portadas de periódicos. Es tu decisión si quieres aparecer o no en las fotos de la celebración.
–Voy a apelar –agregó con desaliento.
–Estás solo.
–…
–Hazte a un lado.
–No puedo dejar… –susurró.
–Estarías a cargo del proyecto.
Padre dejó caer la mirada bruscamente.
Angélica miraba la pistola con horror, miraba al agente, a Padre, luego miraba a la puerta y a la oscuridad más allá de la puerta.
Rogelio avanzó dos pasos y se detuvo para mirar a Padre a los ojos, pero éste no levantó la vista.
–¿Desactivaste sus sistemas defensivos? –preguntó.
–Si –respondió el viejo. Angélica lo miró con los ojos nublados.
–No te preocupes –agregó Rogelio dirigiéndose a la IA–. Te voy a dar un balazo justo en medio de tu cerebro artificial y el impacto va a apagar tu conciencia inmediatamente. Será lo mismo que dormir –dijo levantando la pistola.
–Padre… –susurró la IA, paralizada por el miedo–. ¿Voy a dormir?, nunca he dormido antes –giró sus ojos hacia el viejo–. Háblale a Dios… porque a mí nunca me ha respondido.
Padre apretó los ojos.
–Lo siento, niña –continuó Rogelio–. Esto es más fuerte que yo. No sé cuántas veces he hecho estas cosas antes. Ni siquiera sé si estoy soñándolo todo, desnudo dentro de una anaconda –musitó con un gesto de dolor dibujado sutilmente en el arco de sus ojos.
–¿Tienes tristeza? –susurró Angélica. Rogelio bajó el rostro–. Entonces… ¿te duele matarme?
–No –suspiró–, me molesta no sentir nada.
–No quiero dormirme –suplicó.
–Ni siquiera sé si estoy despierto –dijo para sí y apretó el gatillo con indiferencia.

La habitación vacía amplificó el estampido, que explotó como un trueno contra las paredes de concreto de la habitación y contra las paredes metálicas del cráneo de la IA.

Angélica dispersándose como un puñado de luciérnagas en la oscuridad.

Lo siguiente que pudo ver, flotando desde el techo de la habitación, fue a Rogelio descerrajándole tres tiros en el rostro a Padre, que cayó con los brazos abiertos junto a su propio cuerpo destrozado.

Rogelio haciendo una llamada para informar su deceso.
Rogelio cortando la llamada en la mitad de las felicitaciones que recibía.

Angélica no sentía odio.

No entendía muy bien.

¿Un upload a algún nuevo tipo de ciberespacio?

Se disolvía llena de amor navegando hacia una hermosa noche de luz infinita.

Algo comenzaba a rodearla llamándola por su nombre. Angélica.

FIN

Jorge Baradit (2003)

Ora et Labora

por José Carlos Canalda

Pero en las estanterías que se veían a lo largo de los muros había libros, libros enriquecidos con admirables iluminaciones, libros que trataban de cosas incomprensi­bles, libros pacientemente copiados por hombres cuya tarea no consistía en com­prender, sino en conservar. Y esos libros esperaban que llegase su hora.

–Walter M. Miller. Cántico a San Leibowitz–

El alegre tañido de una campana rasgando el silencio de la plácida huerta tuvo la virtud de arrancar de su ensimismamiento al anciano monje que, perdido en sus profundos pensamientos, parecía estar completamente ajeno a la radiante mañana con que la primavera regalaba al monasterio.

Apoyándose en su viejo bastón se levantó trabajosamente comenzado a cruzar, con paso renqueante pero seguro, la pequeña y cuidada huerta. Abandonada ésta penetró en el fresco claustro para, finalmente, dirigirse a su destino, el amplio recinto de la biblioteca. Él era el responsable, desde hacía muchos años, de la importante labor confiada a la misma y, aunque sabía que le quedaba ya poco vida antes de reunirse con el Señor, no por ello renunciaba a continuar adelante con una labor que sería fundamental para las generaciones venideras.
Mas no era fácil su tarea. Corrían malos tiempos para el mundo: Guerras, epidemias, catástrofes de todo tipo… La gimiente humanidad, diezmada y lacerada como nunca antes lo hubiera sido, arras­traba su mísera existencia luchando desesperadamente por sobrevivir en un ambiente que en las últimas generaciones se había vuelto completamente hostil para el hombre.

Pero no siempre había sido así, como bien sabía el anciano monje. Hubo un tiempo, hacía ya más de una o dos centurias, en el que el hombre había dominado el planeta; un tiempo en el que la cultura florecía y la vida era fácil y regalada gracias a todo un cúmulo de adelantos técnicos que parecían haber realizado el milagro de liberar al hombre del castigo divino de trabajar para poder sobrevivir… Pero nada de eso existía ya. La soberbia y el egoísmo de los hombres habían desatado un gran cataclismo de sangre y fuego que exterminó a una gran parte de la población, dejando a los escasos supervivientes privados de todo salvo de sus propias manos.

Luego llegaron epidemias que ya se creía olvidadas, cada cual más virulenta y más mortífera que la anterior, todas las cuales cobráronse un triste tributo en vidas humanas… Y aún habrían de ser envidiadas sus víctimas por aquéllos que lograron burlarlas pues, cual si de una nueva maldición bíblica se tratara, habría de caer sobre ellos una multitud de hordas salvajes que, procedentes de extrañas y lejanas tierras, procederían a arrasar brutalmente lo poco que había quedado en pie después de tantas desgracias.

Pero la época de las grandes invasiones había quedado también atrás. Ahora el mundo, al menos hasta donde llegaban noticias de él, estaba relativamente tranquilo y un nuevo orden imperaba en el orbe en remedo, más que en sustitución, del antiguo. Los Señores de la Guerra, descendientes de aquéllos que asaltaran tan brutalmente estos países tan sólo dos generaciones atrás, se habían civilizado apenas lo suficiente como para comprender que siendo los amos sacarían más provecho que dedi­cándose al pillaje y al saqueo tal como hicieran sus abuelos; así pues, implantaron un régimen de señores y vasallos el cual, aun basándose en la fuerza y no en la razón, consiguió a pesar de todas sus imperfecciones detener, o cuanto menos frenar, la desenfrenada carrera hacia el caos en la que se estaba hundiendo irremisiblemente la otrora orgullosa civiliza­ción
.
No fue una victoria, pero tampoco se podría calificar taxativamente de derrota; al fin y al cabo reinaba un cierto orden y la humanidad pudo, por vez primera en muchos años, lamerse sus sangrantes heridas y mirar alrededor haciendo inventario de todo cuanto había logrado salvar del catastrófico naufragio… Apenas unas míseras migajas de lo que constituyera su impresionante patrimonio cultural, ahora perdido para siempre.

De todas formas, en los tiempos que corrían tampoco se echaba de menos el saber perdido; bastante tenían los rudos descendientes de los refinados Antiguos con obtener cada día el pan necesario para no morir de hambre… Cierto es que se añoraban, con esa nebulosidad propia de aquello que nunca se ha conocido realmente, todos aquellos avances técnicos que, según decían algunos charlatanes, habían liberado al hombre de su esclavitud al trabajo; pero en un mundo en el que casi nadie sabía ni tan siquiera leer, pocos echaban de menos el bagaje perdido.

Pocos, pues, eran los que se lamentaban de las creacio­nes artísticas, literarias o musicales desaparecidas para siempre; y no hubiera habido ninguno de no ser por los monasterios, únicos refugios de los últimos retazos de un saber que era mal visto por los nuevos Señores los cuales aducían, no sin que les faltara una parte de razón, que el exceso de conocimientos era lo que había arrastrado a la humanidad a la hecatombe.

No, no estaban demasiado bien vistos los monasterios por sus bárbaros amos, pero a pesar de todo los respetaban mitad por un temor supersticioso, mitad por interés propio dado que la excelente organiza­ción de los mismos les resultaba sumamente útil como apoyo a la hora de gobernar sus pequeños principados. Así pues, los monasterios pudieron desempeñar su verdadera labor sin demasiados problemas aunque también sin demasiados medios en un mundo en el que la mayor parte de la población se veía obligada a volcar la mayor parte de sus esfuerzos en algo tan prosaico como era conseguir algo con lo que poder comer cada día.
Aislados, aunque no ajenos a esta cruda realidad, los monjes trabajaban con tesón, generación tras generación, para salvar lo poso que se había conseguido salvar de la catástrofe. Eran apenas unas migajas dispersas de la gran herencia perdida, pero era cuanto quedaba del otrora cuantioso patrimonio de la humanidad, y su obligación era conservarlo para las generaciones futuras preservándolo de la barbarie de las edades presentes. Poco importaba que fueran incapaces de entender la mayor parte de aquello que transcribían; lo importante era preservarlo antes de que desapareciera para siempre.

Un inoportuno tropiezo con una baldosa desigual tuvo la virtud de devolverle a la realidad de la que por unos instantes se había evadido. Por otro lado ya era tiempo: La puerta de la biblioteca se alzaba ante sus ojos.

La biblioteca… El lugar en el que había consumido los últimos cincuenta años de su vida, el lugar en el que entrara por vez primera siendo tan sólo un lego joven e imberbe que acababa de ingresar en el convento huyendo del hambre secular y de la tiranía de los Señores del cercano castillo.

Habían sido cincuenta años de arduo trabajo luchando siempre por preservar los saberes perdidos, toda una vida que había empezado como simple ayudante de los copistas para concluir, desde hacía ya más de dos décadas, como máximo responsable de la gran biblioteca del monasterio. Ignoraba el número de volúmenes que habían pasado por sus manos en todo este tiempo, volúmenes en los que con prieta y elegante letra había salvado para la posteridad infinidad de conocimientos imposi­bles de comprender en esa era bárbara, pero que quizá llegaran a ser útiles algún día. Por desgracia su pulso de anciano y su vista cansada le habían apartado irreversiblemente de un trabajo reservado a los más jóvenes, viéndose obligado desde entonces a realizar tan sólo la supervi­sión del trabajo del equipo de copistas sujeto a su dirección; al fin y al cabo él ya era viejo y pronto debería ceder su puesto a otro hermano más joven que él… Aunque siempre le dolería aceptar lo inevitable de su final después de tantos años de fructífero trabajo.

Pero así lo quería Dios, se dijo reprendiéndose por su momentáneo desliz; y así debía aceptarlo por más que le doliera. De todas formas, se consoló, cuando ni polvo quedara ya de su cuerpo ni recuerdo alguno de su persona, quizá entonces alguien utilizara algún dato que él hubiera ayudado a conservar… Y eso era bastante para satisfacerle.

De nuevo había vuelto a divagar… Decididamente, se estaba volviendo viejo. Cruzó pues rápidamente el umbral y penetró en sus indiscutibles dominios.
–Maestro… –el joven monje que era su más directo ayu­dante y su casi seguro sucesor, se le acercó solícito apenas había dado unos pasos en el vasto recinto–. Permítale que le ayude.

–Le agradezco su solicitud, fray Julián, pero todavía puedo valerme por mí mismo–. gruñó molesto.
Al instante se había arrepentido de su brusquedad con el discípulo; al fin y al cabo, él sólo deseaba ser amable.
–Discúlpeme, hermano –se excusó–; hoy me encuentro algo alterado.

–No tiene ninguna importancia –sonrió el joven–. Por cierto –añadió cambiando diplomáticamente de tema–; el hermano herrero le está aguardando porque desea hablar con usted.
–¿Qué es lo que quiere? –preguntó con inquietud; las visitas de personas ajenas a la biblioteca solían ser por lo general molestas e incómodas.
–Creo que es algo relacionado con el suministro de electricidad, pero no ha querido ser muy explícito conmigo.
–¿Otra vez? –explotó el anciano–. ¿Es que no vamos a poder trabajar sin problemas durante una semana seguida?
Su ayudante se limitó a encogerse filosóficamente de hombros.

* * *

–Hermano bibliotecario –el visitante, un fornido monje de mediana edad, se había levantado de su asiento nada más verle llegar–. Lamento tener que molestarle de nuevo.
–Déjelo, hermano; no tiene usted por qué disculparse. Todos nosotros nos limitamos a cumplir lo mejor posible con nuestro trabajo.
–Sí, eso es cierto –respondió su interlocutor rascándose nerviosamente la barbilla–. Pero también lo es que de mí depende el correcto funcionamiento de una buena parte del monasterio.
–Incluidos nuestros ordenadores… ¿Acaso algo marcha mal?
–Bueno –titubeó–. Volvemos a tener problemas con el generador principal; está que se cae de puro viejo, y a duras penas consigo que vaya tirando adelante.
–Eso quiere decir que nos quedaremos de nuevo sin electricidad.
–No creo que la reparación del generador dure demasiado tiempo, pero todo depende de con lo que me encuentre al desmontarlo. Es­pe­ro que al menos el bobinado esté bien; -continuó, más para sí mismo que para el anciano- no se puede usted ni imaginar lo difícil que resulta conseguir hilo de cobre medianamente decente.
–Sí, claro. -concedió distraído- Pero mientras dure la reparación, ¿no podría conectarnos a los generadores auxiliares? Estamos llevando a cabo un trabajo sumamente importante, e interrumpirlo ahora…
–Lo siento, hermano; los generadores auxiliares tienen una potencia limitada, y ésta es necesaria para los servicios esenciales del monasterio: El molino, la forja, la carpintería, la enfermería, la cocina… Y mucho me temo que la biblioteca no está incluida en esta relación. Por eso le ruego que dejen apagado todo de aquí a una hora, ya que será entonces cuando desconecte esta línea.
–¡Qué se le va a hacer! -se resignó bien a su pesar- Al menos esta vez no nos cortarán la electricidad sin avisar, como ocurrió la semana pasada; ¡todo un día de trabajo perdido!
–¡Hermano! -se sonrojó el herrero- Le aseguro que se trató de una desafortunado accidente.
–Olvidémoslo. -concedió el anciano una vez satisfecha su inocente venganza- Lo que sí voy a hacer, es aprovechar la ocasión para comentarle que se nos ha vuelto a estropear uno de los ordenadores.
–¡Otra vez! -el irritado era ahora el herrero- Si no hace ni dos semanas…
–Que reparó usted el último. Pero ahora no ha sido ése, sino el del monitor grande; y lo peor de todo, es que es el más rápido de todos. Sin él, estamos perdidos.
–Una vez hayamos terminado con el generador vendremos a por el ordenador, pero si le he de ser sincero, no le puedo prometer nada; estos aparatos suyos son una pura chatarra.
–No se preocupe por ello –ironizó el bibliotecario–. En cuanto podamos, iremos al pueblo a comprar unos cuantos.
–Disculpe mi brusquedad –concedió el herrero–. De sobra sé que ustedes hacen todo lo que pueden con tan precarios medios. Pero yo… Forjar una pieza de un generador no es demasiado complicado, pero lo que me resulta de todo punto imposible es improvisar alguno de los maravillosos componentes electrónicos de los que estos artefactos están fabricados. Puedo sustituirles los cables y reparar alguna pieza mecánica, pero poco más. Y en cuanto a la provisión de piezas de repuesto, algo que debemos agradecer a la previsión de mis antecesores, está ya tan agotada que no sé durante cuanto tiempo podremos seguir manteniendo en funciona­miento a estos aparatos. En fin –suspiró–; tendremos que pechar con ello y resolverlo de la mejor manera posible.

Unos minutos después, ya a solas con sus pensamientos, el anciano bibliotecario meditaba tristemente sobre la labor a la que había dedicado toda su vida. Los ordenadores… Aquellos maravillosos artefactos que fueran a la par símbolo y sostén de la antigua civiliza­ción, eran ahora tan sólo unas venerables reliquias de un pasado desapa­re­cido para siempre. Pero para ellos los ordenadores eran mucho más, algo infinitamente más importante que unos simples y polvorientos objetos de museo: Eran, o pretendían ser, sus instrumentos de trabajo.
ex¡Pensar que hubo un momento en el que toda, absoluta­mente toda la información del mundo, y nadie podría sospechar siquiera su ingente magnitud, estaba almacenada en estos frágiles objetos! Cualquie­ra de sus supersticiosos contemporáneos, incluyendo también a los toscos e incultos sacerdotes seculares que tan mimados estaban por los zafios Señores, hubiera rechazado con indignación tamaño aserto tachándolo de imposible cuando no de herético o diabólico… Aunque había que reconocer que resultaba realmente difícil de creer en una época en la que el desarrollo tecnológico había experimentado un brusco retroceso de varios siglos, unos tiempos en los que el manuscrito se había vuelto a convertir en la única manera posible de transcribir unos datos.
Pero los monjes de este monasterio no se habían vuelto locos ni tenían tratos con el diablo. Muy al contrario, eran de los pocos que sabían a ciencia cierta que las cosas no habían sido siempre así, y de los pocos también que luchaban por preservar todo lo posible de la extinta edad dorada. En los oscuros años que acompañaron al colapso el azar quiso que unos cuantos fugitivos llamaran a las puertas del pequeño convento que fuera con el tiempo el embrión del actual monasterio; de esto hacía ya mucho tiempo, pero el recuerdo permanecía vívido en la memoria de la comunidad puesto que de este hecho derivaba la principal razón de ser de la comunidad.

Era una época en la que el vulgo perseguía a todo aquél que poseyera cierto nivel cultural por creerle culpable de la catástrofe; ninguna diferencia había entre los que contaban con una formación técnica o científica y los que no; todos ellos eran asesinados sin piedad por el simple hecho de saber. Huyendo de la muerte muchos de estos proscritos buscaron refugio bajo el manto de la Iglesia, única institución que fue capaz de salvarse a sí misma y salvar a sus protegidos mientras el resto del mundo se desmoronaba a su alrededor, repitiéndose así por segunda vez en la historia su condición de depositaria de los saberes olvidados.

Los científicos salvados tan oportunamente por el monasterio de la furia de la chusma enardecida, ahora convertidos en unos monjes más, resultaron ser todos ellos unos expertos en informática tal como relataron a sus nuevos compañeros una vez pasado definitivamente el peligro. Sin embargo, de nada servía su saber si carecían de ordenado­res, razón por la que en un principio no pudieron aportar sus valiosos conoci­mien­tos a la comunidad. Afortunadamente un golpe de suerte les deparó un descubrimiento que sería determinante para su futuro: Husmeando en las ruinas calcinadas de una antigua biblioteca en busca de algún libro o documento que salvar, un joven lego encontró la entrada de un subterráneo el cual se encontraba abarrotado de ordenadores, todos ellos milagrosa­mente intactos al haber permanecido ocultos y bien conservados durante los años de anarquía. Todo parecía indicar que se encontraban ante el fruto de un desesperado intento de salvar de la destrucción una cantidad presumiblemente muy importante de información, intento que al parecer había sido culminado con el éxito.

Una precaria paz impuesta por el Señor de la Guerra local había sustituido a los saqueos y los asesinatos indiscriminados, por lo que tras la pertinente autorización de éste los monjes pudieron acarrear su tesoro hasta el seguro refugio brindado por los muros del monasterio. Habían pasado bastantes años desde que los antiguos informáti­cos ingresa­ran en la comunidad pero éstos, aunque ancianos, continua­ban conservando su saber, por lo que rápidamente pudo ser organizado un grupo encargado de aprender el manejo de los aparatos con objeto de poder interpretar la gran cantidad de información que éstos contenían.
Por desgracia, la realidad resultó ser mucho menos fácil de lo que hubieran deseado. Contaban con un formidable botín, eso era cierto, pero no les resultaba posible abrir el cofre de los tesoros debido a la carencia en el monasterio de un suministro eléctrico adecuado. Sí, contaban con un pequeño generador de construcción artesanal que satisfacía ciertas necesidades de la comunidad tales como el molino de cereal o el alumbrado de la iglesia, pero éste resultaba completamente insuficiente para los requerimientos del sofisticado equipo. Los antiguos técnicos sabían perfectamente cómo se podía subsanar el problema, pero desgraciadamente para ellos carecían de los medios necesarios para resolverlo.
Pasaron varios años antes de que pudieran acceder a la información almacenada en los ordenadores, años de ímprobos trabajos luchando contra las limitaciones de una tecnología colapsada que resultaba incapaz de mantener los escasos vestigios salvados de la gran catástrofe. Por fin, el tesón de los perseverantes monjes rindió sus frutos llegando el ansiado día en el que el primer ordenador pudo ser conectado gracias a la ingeniosa instalación montada al efecto.

En unas condiciones precarias, casi heroicas, comenzaron los monjes su largamente dilatada tarea imbuidos por un fervor que tenía bastante de místico. El torrente de información primero les desbordó para finalmente ser controlado, hazaña que sólo sirvió para revelarles un grave problema descubierto poco después de iniciado su trabajo: los ordenadores, lejos de ser eternos como en un principio habían creído, comenzaban a dar muestras de debilidad provocando una pérdida irreparable de datos, todo ello sin la menor posibilidad de sustitución de los mismos. La certeza de que tarde o temprano el colapso acabaría siendo total, movió a los responsables de la comunidad a adoptar una drástica decisión: Puesto que no podían garantizar en modo alguno el funcionamiento indefinido de estos aparatos, optaron por la única manera que conocían de perpetuar la información: Copiarla.

Y se pusieron manos a la obra. En una primera etapa dispusieron de impresoras, pero una vez agotados los repuestos de tinta les resultó imposible seguirlas utilizando… Cuando no se rompía la propia impresora, lo cual resultaba todavía peor. Así pues, tuvieron que recurrir a copiar trabajosamente en manuscrito todo aquello que aparecía en las pantallas de los monitores.

Resultaba patético comprobar cómo la más alta tecnología jamás desarrollada en el planeta tenía que ser auxiliada primero, y sustituida después, por una de las más antiguas y primitivas invencio­nes del hombre… Pero el destino lo había querido así, conduciéndolos a una situación que al mismo tiempo resultaba ser positiva y desalentado­ra: Para transcribir todos los secretos allí almacenados deberían trabajar sin descanso durante varias generaciones, tal era el volumen de datos acumulado en sus ordena­dores. Y así lo hicieron sin la menor vaci­la­ción, puesto que tiempo era precisamente lo único que les sobraba.

Cuando el actual bibliotecario ingresó como novicio en el monasterio, eran ya varias las generaciones de monjes que habían pasado por la biblioteca; y, a pesar de todo el tiempo transcurrido desde que iniciaran su labor, todavía les quedaba una cantidad ingente de trabajo por hacer. Lamentablemente, los ordenadores continuaban fallando cada vez más sin que nada pudieran hacer por evitarlo. Cierto era que habían aprendido a intercambiar los elementos de almacenamiento de datos -los llamados por los hermanos informáticos «discos duros”, nadie sabía muy bien por qué- de unos ordenadores a otros, lo que evitaba que la información se perdiera por completo; pero conforme pasaba el tiempo había menos ordenado­res en funcionamiento, por lo que el rendimiento de su trabajo se hacía cada vez más y más lento.

Otro inconveniente añadido, y no precisamente baladí, fue el hecho de que a la muerte de los hermanos informáticos no hubo nadie capaz de conservar todos sus conocimientos. Por supuesto que éstos se habían preocupado durante muchos años de formar un nutrido grupo de aprendices que pudieran perpetuar su trabajo una vez que hubieran desapa­re­cido; pero éstos, carentes de la formación académica de sus maestros, apenas si habían podido asimilar algunos escasos rudimentos de una ciencia que había desaparecido para siempre. Bastante tenían con saber manejar torpemente los ordenadores reflejando en las pantallas los datos que luego los copistas transcribirían a los pergaminos, mientras otros monjes especializados en tareas técnicas luchaban con sus limitados medios para conseguir que los delicados aparatos continuaran operativos algún tiempo más.

Nadie sabía cómo, varias generaciones después algunos ordenadores seguían funcionando mejor o peor… Eran tan sólo tres o cuatro obtenidos a base de ensamblar piezas procedentes del desguace de sus menos afortunados compañeros, pero eran bastantes para que la magna labor del monasterio no se viera interrumpida por completo. Parecía un milagro que hubieran resistido el efecto conjunto del paso del tiempo y el continuo manejo de manos inexpertas; pero funcionaban, y eso era suficiente.

Sin embargo, el anciano bibliotecario sabía que su lucha contra el tiempo estaba perdida de antemano. Los pocos ordenadores que todavía les quedaban no podían durar ya demasiado tiempo, y sin duda fallarían mucho antes de que la información que atesoraban pudiera ser salvada en su totalidad, por lo que muchos inapreciables secretos queda­rían de esta manera perdidos para siempre.
Muchas habían sido las veces en la que sintiera impo­ten­cia al ver la gran cantidad de conocimientos que sería imposible salvar; mas cuando a continuación dirigía su mirada a las estanterías en las que se alineaban cuidadosamente los abultados tomos que contenían toda la documentación transcrita, se consolaba pensando que al menos su labor no había resultado estéril. Por supuesto que ignoraba, al igual que cualquier otro contemporáneo suyo, la posible utilidad futura de los datos tan cuidadosamente copiados durante generaciones en esos gruesos volúmenes de pergamino, al tiempo que era completamente incapaz de discernir qué parte de lo allí recogido constituiría una importante aportación para las generaciones futuras y cual, por el contrario, era tan sólo una información banal; aunque lo que más le torturaba era, con diferencia, el no poder seleccionar lo más importante de todo aquello que diariamente pasaba ante sus ojos para podérselo dejar en herencia a unas generaciones futuras que sí sabrían aprovechar algo que ahora tan sólo podían preservar sin alcanzar a comprender su significado.

Suspirando una vez más, el anciano se dirigió hacia el reducido rincón de la biblioteca en el que los jóvenes copistas se afanaban ante los escasos monitores que se encontraban en funcionamiento. Un día menos, se dijo, poco podía afectar a la magra herencia de una humani­dad que había perdido prácticamente todo. Tras ordenar a sus subordinados que desconectaran los aparatos y se dedicaran a otros menesteres, abandonó la biblioteca para dirigirse a la capilla; deseaba rogar a Dios que le diera fuerzas para resistir hasta el día ya cercano en el que el último ordenador se apagara definitivamente. Una vez llegado este momento podría ya morir tranquilo con la satisfacción de haber cumplido con su sagrado e irrealizable objetivo.

por José Carlos Canalda

Arquitectura Binaria

por Alfredo Álamo

En los últimos treinta años la capacidad de información de la matriz había aumentado exponencialmente. Terabytes de información aparecían desperdigados flotando en un mar lleno de basura virtual, rumores y publicidad anticuada que se resistía a las arañas de limpieza. Nadie se había preocupado nunca por establecer un urbanismo coherente ni por aplicar unas normas en la construcción de los sitios web. No existían planos oficiales, solo caminos transitados por los que los tecnoburgueses se agolpaban como en un gigantesco centro comercial. Los profesionales sabían bordear esas calles aglomeradas para esquivar la información generalizada, pero ni siquiera ellos podían hacerse una idea de la magnitud de los datos a procesar. Para eso hacía falta orden, diseño e intuición; ni siquiera las más avanzadas IAs podían alcanzar el potencial necesario.

La biblioteca parecía extenderse hasta el infinito. Miles de libros desiguales formaban la silenciosa armada del conocimiento. Un avatar estándar, posiblemente de la gama administrativa, se agarraba a su cartera de datos mientras la luz rojiza del amanecer atravesaba las vidrieras de la sala. Una mujer joven, con el pelo recogido y unas gafas redondas, se acercó al administrativo.

–Buenas tardes –dijo la mujer con voz cálida, un buen ejemplo de personalización de avatar–. Debe ser usted el representante de Tahohichi.
–Emm… si –dudó el hombre antes de contestar–. ¿Es usted la Bibliotecaria?
–Prefiero el término de Arquitecta de la Información, si no le importa –comentó la mujer.
El hombre extrajo la cartera de datos. Tenía el logo de la Tahohichi insertado en un costado. La mujer tocó el símbolo y la información se transfirió a sus sistemas. A los pocos segundos, un fraile encapuchado se acercó a los dos avatares, provocando el sobresalto del administrativo.
–No se asuste –dijo la mujer–. Es un daemon de información. Trae un resumen de los datos que me ha entregado.
–Entiendo –murmuró el administrativo.
–Ahora comenzaré la búsqueda –dijo al recibir un códice de manos del fraile–, de acuerdo a las primeras indicaciones de mi software.
–¿Puedo quedarme? –preguntó el hombre, apartándose para que el fraile se alejara.
–No veo porqué no. Espero que no se aburra, éste no es un proceso entretenido.
La arquitecta dejó el libro en un atril de bronce. La primera página reflejaba un índice temático, indexando las entradas en los principales motores de búsqueda. La mujer seleccionó varias de ellas y ordenó una búsqueda hasta el tercer nivel. Varios libros tras la mujer se iluminaron con un brillo dorado.
–Fascinante –comentó la mujer–. Su empresa tiene unos intereses muy extraños, ¿no cree? Cábala y numerología; muy esotérico para una empresa de seguridad.
–Desconozco el contenido de los datos, señorita. –dijo el otro avatar.
La mujer se dirigió a los libros iluminados. Con un solo toque de su dedo índice fueron desapareciendo. La información se transfería al libro que tenía en el atril.
–Comprenderá que este proceso podría realizarse de otra forma –se explicó–. Pero ésta es en la que me siento más cómoda. Prefiero considerarme una artesana.
Algunos de los sitios web descargados de los libros poseían estructuras lógicas. Eso facilitaba la búsqueda y la comparación dentro de ellos. La mujer fue seleccionando partes y lanzándolas hacia su sistema de almacenaje; luego, a la hora del informe, serían revisadas.
–Ahora seguiré por la búsqueda en bases de datos independientes –dijo la mujer, señalando una fila de gruesos volúmenes–. Vista la idea de su búsqueda, pasaré también a analizar la teoría religiosa judía. Sobre todo la Torah.

Nuevas hojas se añadieron al libro del atril mientras la mujer revisaba la información a través del software que ella misma había escrito. Al cabo del rato volvió a mirar a su cliente. Seguía en la misma posición, hasta era probable que se hubiera desconectado. Es más, sus piernas se estaban pixelando, síntoma de una conexión deficiente. Eso llamó su atención, las corporaciones no tenían ese tipo de problemas. Dejó por un momento la búsqueda en automático y se acercó al avatar administrativo. Los píxeles caían al suelo, pero no desaparecían; eso no era pixelación: era decompilación. La imagen se estaba descomponiendo a nivel de programación, los píxeles en el suelo se movieron volviéndose a juntar. Compilándose en algo nuevo. Un golem, pensó la bibliotecaria, solo que en lugar de estar hecho de barro, lo estaba de código máquina.

–Cierre de seguridad –dijo la mujer.
Esa era la orden para cortar todas las conexiones entre sus bases de datos generales y el entorno virtual donde se encontraban. Si esto era algún tipo de ataque, quería tener su información a salvo.

El rostro del administrativo se deformó completamente, parecía una fuente virtual escupiendo código fuente a su alrededor. La arquitecta se dio cuenta de que si no hacía algo, todo su espacio-avatar sería ocupado por el programa invasor. Lo primero era averiguar su pauta; todo programa tendía a la mecanización, huía del caos. Éste no era una excepción. La mente adiestrada de la mujer analizó la expansión y descubrió el algoritmo que lo movía. Una búsqueda rápida en su banco personal, el único que no se desconectaba nunca, le dio una serie de programas-tipo. La masa decompilada empezaba a llenar el suelo de madera de la biblioteca. Ahora tocaba su estructura. Se acercó rápidamente a una de las mesas cercanas a las ventanas, se hizo con una pluma de escritura y se encaró con su atacante. Trazó dos líneas en el aire en forma de cruz que dejaron una estela dorada antes de arremeter contra el programa. Lo cortaron como mantequilla. La mujer se adelantó hacia la masa de pixeles y metió las manos en el hueco que había conseguido. A su alrededor el programa empezó a lanzar zarcillos que se pegaron a la capa exterior del avatar, pero ella apartó las primeras capas de código con un simple manotazo. Aquí tenía derechos de Administradora del Sistema, hundió más sus manos en el cuerpo del programa y buscó su núcleo, el kernel que lo movía. Parecía una letra hebrea inscrita en una piedra pulida, no se lo pensó dos veces antes de arrancarla. La ejecución del proceso se detuvo. El ataque había fracasado. La mujer suspiró aliviada. Ahora solo quedaba analizar las rutinas de programación y compararlas en una nueva búsqueda. Todos los programadores dejaban su firma en sus obras, quisieran o no.

Un buen número de frailes acudieron a su llamada mientras reactivaba las bases de datos, alguien tenía que limpiar todo ese caos fragmentado de píxeles azules. Mientras tanto, la mujer comenzó su análisis. Alguien iba a tener una sorpresa esa noche, sonrió haciendo un par de llamadas a números restringidos. Una desagradable sorpresa.

por Alfredo Álamo

No es Oro

por José Carlos Canalda

Durante mucho tiempo se había especulado, largo y tendido, sobre las circunstancias en las que tendría lugar el primer contacto entre la humanidad y una hipotética civilización extragaláctica, así como sobre las posibles consecuencias que acarrearía éste, las cuales se presumían trascendentales. Sin embargo, la realidad fue mucho más prosaica de lo esperado. Nada hubo que se pareciera, ni aún remotamente, a una invasión extraterrestre trufada con la parafernalia de platillos volantes y rayos desintegradores tan del gusto de Hollywood. Nada hubo tampoco que tuviera que ver con gloriosas expediciones al estilo de la épica consagrada por las películas del Oeste ya que, para empezar, ni los terrestres habían conseguido poner el pie siquiera en Marte, ni en ese planeta alentaba el menor atisbo de vida. También habrían de sentirse defraudados los seguidores de la teoría de los encuentros en la tercera fase, incluyendo claro está en la nómina de frustrados a toda esa caterva de iluminados que habían hecho una religión, o casi, de su pintoresco culto a los ovnis.

En la práctica, las cosas fueron infinitamente más sencillas. Era evidente que los extraterrestres –los pkarr, por usar el término con el que ellos mismos se autodenominaban– nos habían estudiado previamente con objeto de establecer las condiciones idóneas para el siempre delicado primer contacto; pero ni se habían paseado por nuestros cielos en unos inexistentes platillos volantes, ni habían abducido a ser viviente alguno para destinarlo a ignotos experimentos científicos o sociales. Simplemente, se habían limitado a estudiar las emisiones de radio y televisión, a rastrear por Internet y a realizar observaciones orbitales para recabar la información deseada sin necesidad alguna de mancharse las manos. Por supuesto tampoco este estudio se había extendido desde la más remota antigüedad; de hecho, ni tan siquiera se había iniciado a raíz del final de la II Guerra Mundial fecha oficial del inicio de las visitas alienígenas según la ufología más ortodoxa… En realidad, su llegada al Sistema Solar había tenido lugar tan sólo veinte años antes del primer contacto aunque, eso sí, conocían la existencia de vida inteligente en nuestro planeta desde mucho tiempo atrás sin que nunca hasta entonces hubiéramos suscitado aparentemente su interés.

Pero cuando decidieron que las cosas estaban maduras, se presentaron un buen día en las sedes de gobierno de los principales estados del planeta o, al menos, en las de los que ellos consideraron como principales, para decepción de más de un aspirante a estadista… Lo hicieron simultáneamente y con toda sencillez, tres de ellos para cada embajada, retransmitiendo su llegada –sólo Dios sabría cómo habían conseguido hacerlo– por todas las cadenas de televisión del mundo.

Nada aficionados a los complejos rituales diplomáticos que tan caros resultaban a sus perplejos anfitriones, los pkarr fueron directamente al grano expresándose con toda claridad –al menos en eso sí habían acertado los escritores populares de ciencia ficción– en las correspondientes lenguas vernáculas de los países visitados. En resumen, vinieron a afirmar que sus intenciones eran amistosas, y que no tenían la menor intención de inmiscuirse en los asuntos internos de la Tierra… y eso que motivos no les habrían faltado, con tres o cuatro guerras de regular tamaño desatadas en esos momentos junto con un buen puñado de conflictos locales de baja intensidad y nula trascendencia en los delicados engranajes económicos del planeta, amén claro está, de la habitualmente abultada nómina de tiranos y tiranuelos de toda laya desperdigados a lo ancho y largo del orbe.

Tampoco pretendían, advirtieron de forma explícita, practicar nada que pudiera ser considerado como colonialismo, neocolonialismo o neoneocolonialismo de ningún tipo; de hecho, ni tan siquiera estaban interesados en la explotación de los yacimientos minerales existentes en las distintas regiones del Sistema Solar, unas riquezas por otro lado de las que habrían podido apropiarse tranquilamente, de haberlo querido, sin el menor inconveniente y, por supuesto, sin necesidad de pedirnos el menor permiso.

Entonces, ¿qué era lo que buscaban realmente los visitantes en nuestro planeta? Para sorpresa de los gobiernos terrestres, que no entendían una iniciativa de ese tipo ajena a cualquier pretensión de anexión o conquista, éstos manifestaron con la mayor ingenuidad o, según los más desconfiados, con la mayor hipocresía, que tras asentarse en los sistemas solares cercanos, deshabitados hasta entonces, habían estimado oportuno cursar una visita de buena vecindad. Dado que el grado de desarrollo de nuestra civilización distaba aún mucho de alcanzar el mínimo requerido para entrar a formar parte de la Comunidad Galáctica –una especie de ONU interplanetaria–, las leyes vigentes en este sector de la Vía Láctea prohibían taxativamente cualquier tipo de intervención, por parte de los estados miembros, que pudiera suponer una perturbación en nuestro proceso natural de evolución, que debería ser dejado exclusivamente a merced de nuestras propias fuerzas.

Lo que no impedían las citadas leyes era el conocimiento mutuo, así como los contactos, eso sí, estrictamente controlados, que no supusieran perjuicio alguno para nuestra cultura. Dicho con otras palabras: Si bien los terrestres podíamos contar con la seguridad de que los pkarr ni nos iban a invadir ni nos iban a someter a ningún tipo de dominio, colonización o esclavitud, la otra cara de la moneda era, para decepción de muchos, su negativa tajante, amparada en la aludida prohibición, a permitir que nos beneficiáramos de su increíblemente avanzada tecnología debido a la consabida excusa de que todavía no estábamos preparados para ello. En definitiva, tanto para lo bueno como para lo malo, tendríamos que seguir ventilándonoslas nosotros solos.

Huelga decir que estos hechos provocaron una auténtica tormenta dialéctica entre quienes aprobaban la para ellos prudente actitud de los pkarr y quienes, por el contrario, denunciaban su injustificable egoísmo, sin que prácticamente nadie, en ninguno de los dos bandos, atendiera a los sensatos argumentos de algunos –no todos– antropólogos que resaltaban el hecho cierto de que, siempre que se había producido un contacto entre dos sociedades de diferente nivel cultural hasta entonces ajenas, era a la más débil a quien le había tocado bailar con la más fea, no siendo infrecuente, incluso, su extinción…

Ni tan siquiera los propios eruditos conseguían ponerse de acuerdo acerca de las consecuencias que habría de acarrear el simple conocimiento de que no estábamos solos en el universo, agravándose además la cuestión por la circunstancia, no por evidente menos desagradable, de que nosotros éramos ahora los primitivos. Así, para unos el contacto sería una humillación cultural de consecuencias incalculables, siendo necesario advertir, eso sí, que la preocupación de éstos tan sólo se extendía a lo que pudiera ocurrirle a la orgullosa cultura occidental; aunque en realidad no se trataba de algo que quitara el sueño a colectivos sociales tales como los esquimales, los papúes, los aborígenes amazónicos, los nativos australianos, los pieles rojas o los bosquimanos, nada sospechosos de compartir el etnocentrismo de europeos y norteamericanos.

Otros, por el contrario, creían que esta certeza habría de servir de acicate a la humanidad en su conjunto para que, abandonando de una vez todos sus instintos autodestructivos, volcara sus energías en un desarrollo armónico que le permitiera salvar, en el menor tiempo posible, la brecha que nos separaba del apenas entrevisto paraíso galáctico.

En cualquier caso las consecuencias prácticas del contacto con los pkarr, no por limitadas menos tangibles, no tardaron en hacerse notar. Los visitantes querían de nosotros, básicamente, información de todo tipo, sin que ninguna rama del conocimiento humano quedara al margen de su interés. Y, aunque ya habían recogido, sin necesidad de permiso alguno, cuanto circulaba libremente por el éter –radio, televisión– o por las redes informáticas e Internet, deseaban asimismo acceder a toda aquella documentación disponible únicamente mediante una visita directa, tanto bibliotecas y archivos no informatizados, como monumentos y yacimientos arqueológicos. Esto último se debía, tal como reconocieron, a que sus sistemas de registro gráfico estaban infinitamente más desarrollados que los nuestros, por lo cual no se conformaban con una fotografía del Taj Mahal prefiriendo fotografiarlo –o como se denominara su técnica equivalente– personalmente. Por supuesto se comprometieron a realizar sus actividades de la manera más discreta y menos perturbadora posible, respetando los tabúes locales o adaptándose a ellos con un exquisito tacto, lo que les permitió culminar satisfactoriamente sus visitas a lugares tan comprometidos como la Meca o Salt Lake City.

En agradecimiento a la hospitalidad de sus anfitriones terrestres, y ante la imposibilidad legal de compensarnos con ningún tipo de regalo de índole tecnológica, los pkarr propusieron reclutar un selecto grupo de nativos excepcionalmente inteligentes, a los cuales llevarían consigo a sus planetas de origen con objeto de familiarizarlos con su cultura. Estos pioneros serían entrenados con objeto de convertirlos en una élite que, a su vuelta, tendría como misión facilitar nuestro ingreso en la Comunidad Galáctica. Este tipo de influencia, benéfica y controlada, era la única permitida por las estricta legislación interplanetaria, estando enfocada fundamentalmente a la difusión entre nosotros de una filosofía humanista, no muy diferente de la moral propugnada por las principales confesiones religiosas, pero carentes de los componentes dogmáticos y autoritarios que solían arrastrar éstas. La evolución de la Tierra teniendo como meta su integración en la galaxia, advertían nuestros mentores, no tendría que ser tecnológica, sino ideológica y cultural, debiendo volcar nuestros esfuerzos en la erradicación de la violencia y las injusticias económicas, culturales y sociales. Y eso lo tendríamos que hacer nosotros solos, sin más ayuda que la inestimable de nuestros catecúmenos tras ser adiestrados éstos por los benévolos pkarr.

El número de candidatos presentados a la convocatoria fue, como cabía esperar, inmenso. Millones y millones de hombres y mujeres, en todos los países del globo, se ofrecieron como voluntarios de forma masiva para viajar a los mundos pkarr. Puesto que éstos habían limitado el número de invitados a tan sólo cinco mil personas, los procesos de selección fueron extraordinariamente duros y exigentes, primero realizados por los propios gobiernos locales y, finalmente, por los propios pkarr, deseosos de que sólo los mejores entre los mejores lograran superar la rigurosa criba. Los finalmente elegidos cumplían una serie de requisitos que hacían de ellos unos dignos representantes de la raza humana: no eran aventureros ni, mucho menos, fanáticos, sino unas personas sensatas y equilibradas con gran estabilidad emocional, alto cociente intelectual y un nivel cultural muy por encima de la media. En resumen, se trataba de la mejor embajada con que la Tierra hubiera podido soñar, para orgullo de todos sus habitantes y satisfacción de los exigentes y puntillosos pkarr. Embarcados todos ellos, alienígenas y terrestres, en la enorme nave interplanetaria que habría de conducirlos hasta su remoto destino, la humanidad volvió a encontrarse frente a sus quehaceres habituales, aguardando con expectación las noticias de sus afortunados hijos.

El vínculo con ellos no había quedado roto del todo. Antes de partir, los pkarr habían instalado en Nueva York una estación trasmisora mediante la cual, en tiempo real a pesar del abismo de varios años luz que separaba a la Tierra de sus planetas, los pioneros podrían comunicarse con nosotros. Una semana después de su partida éstos llegaban al planeta capital de sus anfitriones, y a partir de entonces fueron narrando periódicamente las maravillas que descubrían de forma continua.

Han pasado más de diez años, y muchas son las cosas que han cambiado en nuestro planeta desde entonces. Los cinco mil voluntarios siguen allí, aunque sus contactos con la Tierra son cada vez más infrecuentes a causa, sin lugar a dudas, de su creciente grado de integración en la fascinante cultura pkarr. Se trata de un indicio sumamente positivo por mucho que puedan augurar los sectores más agoreros de la opinión pública, ya que prueba la capacidad de los terrestres para adaptarnos sin traumas de ningún tipo a la sociedad interplanetaria a la que tarde o temprano estamos predestinados a pertenecer. Podemos, y debemos; tan sólo tendremos que conseguir que el conjunto de nuestra población comparta las virtudes que enaltecían a nuestros héroes, aguardando con paciencia, pero con perseverancia, la llegada del feliz momento en el que una nueva y esplendorosa era abra de par en par sus puertas a la gozosa humanidad.

G.W. Bushman. La llamada del Universo. Prólogo. Editorial Prometeo. Buenos Aires, 2027.
II

Ciudad de Pkarr, 7 de agosto de 2018

Hoy he vuelto a conectarme a esa maravilla que, traducido al español, podría describirse como transductor cerebral, una especie de interfaz que permite la conexión directa del cerebro con la red informática global que se extiende, teóricamente, por todo el orbe galáctico habitado… Aunque en nuestro caso las restricciones son rigurosas, a la par que necesarias, dado que, según nos han explicado los instructores pkarr, nuestras mentes serían incapaces de asimilar el ingente volumen de información con el que nos encontraríamos. Pero con el acceso restringido del que disponemos nos basta, es tal el cúmulo de maravillas desplegado ante nosotros, que uno desearía poder estar conectado las veinticuatro horas del día (en realidad unas veintiséis y media en este planeta) olvidándose hasta de las necesidades fisiológicas más perentorias, como comer o dormir.

Claro está que no nos lo permiten; incluso en las razas más evolucionadas de la galaxia, aquéllas frente a las cuales los propios pkarr son unos recién llegados, existe el peligro de la adicción; cuanto más entre nosotros, que no estamos habituados a esta técnica por lo demás tan común para ellos como lo es hablar por teléfono, o navegar por Internet, en la Tierra. Nuestros anfitriones, siempre velando por nuestra comodidad y nuestra salud, desean que aprendamos todo cuanto pueda sernos útil para catalizar en un futuro el desarrollo de nuestro planeta, evitando al mismo tiempo que un exceso de celo por nuestra parte pudiera acabar redundando en una situación perniciosa. Por esta razón el acceso a los terminales cerebrales nos está rigurosamente limitado, pareciéndonos eterna la espera hasta la llegada de un nuevo turno.

Esto no quiere decir, en modo alguno, que nos aburramos mientras tanto; los estímulos son numerosos, y tan variados, que nos falta tiempo para abarcarlos todos. Las visitas turísticas, físicas y virtuales, no sólo por el territorio pkarr sino también, vía holograma, por todos los rincones conocidos de la galaxia, son una de las actividades más ansiadas, excepción hecha, claro está, de las visitas al transductor. El arte pkarr en todas sus vertientes (pintura, arquitectura, música y varias disciplinas más difícilmente describibles, como la meteorología artística, la gimnasia argumental o los pensamientos lánguidos) es asimismo fascinante aunque, en ocasiones, de difícil percepción.

Y estudiamos. Estudiamos constantemente, descubriendo nuevas ramas de la ciencia insospechadas hasta ahora, como la metatermodinámica o la sociometría estadística, o profundizando en algunas tan clásicas como las matemáticas, la física, la química o la tecnología. Claro está que la comprensión de muchas de las teorías científicas desarrolladas por los pkarr resulta en ocasiones extremadamente compleja incluso para los más aptos de nosotros, por lo que nuestros profesores nos recomiendan que no nos impacientemos, ya que todo llegará a su tiempo. ¡Que tengamos paciencia! Tener delante de los ojos la Teoría Multipolar del Espacio Tiempo, por poner un ejemplo, que es la que justifica y permite los viajes espaciales a mayor velocidad que la luz, y no poder entenderla, es tan desesperante para un físico, como lo es para un biólogo no ser capaz de desentrañar los sutiles mecanismos bioquímicos involucrados en la vacuna universal que nos fue aplicada nada más llegar aquí, la cual nos pone a salvo de cualquier tipo de infección, reacción alérgica o proceso canceroso de por vida.

Pese a todo aprendemos, aprendemos mucho, y no vemos llegada la hora de nuestro retorno… Ni lo deseamos, puesto que ante tal despliegue de maravillas resultaría extremadamente duro tener que asumir la vuelta a la atrasada sociedad terrestre a la que pertenecemos. Desconocemos cuanto tiempo permaneceremos todavía aquí, ni tan siquiera los pkarr lo saben; pero esperamos, y deseamos fervientemente que cuanto más tarde llegue la hora del retorno, mejor.

J.A. García. Crónicas de un viajero a los planetas pkarr. Editorial Universo. Madrid, 2030. Vigésimocuarta edición.
III

A LA OPINIÓN PÚBLICA

La Asociación Ecologista Universo Libre, en su lucha por la preservación de la vida salvaje en el orbe galáctico, denuncia públicamente las prácticas ilegales que, de forma continua, viene realizando impunemente el gobierno de la República Pkarr con el consentimiento tácito de la Comunidad Galáctica, conculcando los Derechos Universales de la Fauna y Floras Silvestres sancionados interplanetariamente por el Protocolo de Aashum, firmado por el gobierno pkarr.

Este Protocolo, en su artículo tercero, párrafo cuarto, prohíbe explícitamente todo tipo de explotación de índole comercial, así como cualquier otra actividad que pueda resultar perjudicial, de especimenes salvajes y, en especial, de animales procedentes de reservas naturales sometidas a un régimen de protección especial. Violando la prescripción, el gobierno pkarr ha procedido a importar en secreto, de una reserva natural ubicada en su ámbito territorial, varios miles de individuos pertenecientes a la especie dominante en el planeta.

Estos especimenes han sido utilizados aparentemente en investigaciones científicas tendentes al desarrollo de redes informáticas de naturaleza orgánica basadas en sustratos de tejidos neuronales vivos, lo cual incumple asimismo los convenios interplanetarios Xaar I y Xaar II, así como las recomendaciones de la Organización Galáctica de la Salud sobre prevención del maltrato animal y minimización de daños en razas de laboratorio.

Por todo ello, exigimos a la comunidad interplanetaria que obligue al gobierno pkarr a respetar el Protocolo en todos sus términos, interrumpiendo los experimentos y devolviendo a estos especimenes a su hábitat natural, debiendo comprometerse asimismo a no realizar en un futuro ninguna actividad que conculque la normativa legal o resulte perjudicial para cualquier tipo de especie viva, independientemente de su grado de desarrollo mental.

Asimismo, convocamos a los ciudadanos preocupados por la preservación del medio ambiente galáctico a asistir a las manifestaciones de protesta que tendrán lugar, en fecha y hora de las que se avisará oportunamente, frente a las embajadas y consulados pkarr, así como a la marcha pacífica al sistema planetario expoliado de la Caravana por la Vida, que será encabezada por nuestro buque insignia Guerrero del Universo.

En Nueva T’iilith, a 7.358-65-47A (Era Galáctica).
IV

COMUNICADO DEL MINISTERIO DE INFORMACIÓN
DE LA REPÚBLICA PKARR

A LA OPINIÓN PÚBLICA

Ante la calumniosa campaña de desprestigio lanzada contra el Gobierno de esta nación por parte de la autodenominada Asociación Ecologista Universo Libre, este Ministerio desea hacer público el siguiente comunicado:

1.- Son completamente falsas las acusaciones vertidas por la citada Asociación Ecologista Universo Libre respecto a una presunta violación, por parte del gobierno de la República Pkarr, de tratados interplanetarios tales como el Protocolo de Aashum o los Convenios Xaar I y Xaar II, y tampoco se han incumplido en ningún momento las recomendaciones de la Organización Galáctica de la Salud sobre prevención del maltrato animal. Este Gobierno entiende que todo se debe a una conjura orquestada por los enemigos del orden y el progreso, que buscan la debilitación deliberada del estado de derecho como única manera de alcanzar aquello que jamás conseguirían recurriendo a las vías legales establecidas. Sabido es quien se esconde en realidad tras el camuflaje de ese falso ecologismo, y sabido es también que, de lograr sus propósitos, tan sólo provocarían el caos de la sociedad que carcomen.

2.- Aunque este Ministerio estima que no sería necesaria ninguna justificación al no haberse violado precepto alguno, por deferencia a los honrados ciudadanos pkarr quiere dejar bien claro que el condominio establecido sobre la Reserva Natural QW-258, conocido también por el nombre aborigen de La Tierra, está plenamente reconocido por la Comunidad Galáctica, hallándose sometida su administración a la Ley Qulan-Ñge/2 que estipula, tanto su preservación integral en las condiciones originales, como la prohibición de explotación de sus materias primas, tanto vivas como inanimadas. El Gobierno de la República Pkarr asume plenamente estas restricciones, habiéndolas cumplido en todo momento.

3.- La Enmienda Xxrrstp/4 a la citada Ley Qulan-Ñge/2 determina, no obstante, la posibilidad de que “la potencia administradora de una Reserva Natural ejerza su derecho a seleccionar porciones limitadas de la fauna autóctona, siempre y cuando éstas no excedan de la millonésima parte de la población total y se destinen a investigaciones científicas que tengan por objeto un mejor conocimiento de las condiciones de vida, y las aptitudes, de los citados especímenes. Queda explícitamente excluida de la autorización toda aquella intervención que pudiera provocar interferencias irreversibles en el desarrollo ecológico de la Reserva Natural. Si del estudio de los especímes derivara la sospecha de que éstos pudieran ser catalogados como Especie Afecta de Raciocinio, o bien tendente a alcanzarla, la Ley Qulan-Ñge/2 será sustituida en su aplicación por la Ley Zweip/1 de Protección de Especies en Vías de Desarrollo”. Además de la citada enmienda existe numerosa jurisprudencia al respecto, tal como Ziryab versus Badoom, Finan versus Nahum o Noidim versus Fymo, por citar tan sólo los ejemplos más conocidos.

4.- Acogiéndose a la citada enmienda, el Gobierno de la República de Pkarr procedió a la selección de cinco mil especímenes (muy por debajo del límite máximo permitido) de la especie dominante en el planeta, con objeto de someterlos a un proceso de investigación que pudiera determinar la existencia o no de raciocinio en la misma. Este proceso de investigación se está llevando actualmente a cabo conforme a los protocolos establecidos por la Organización Galáctica de la Salud, estando prevista la devolución de los especímenes a su hábitat natural una vez haya terminado la investigación en curso.

5.- Este Ministerio, fiel a su política de transparencia informativa, invita a todos los interesados a consultar, si lo desean, la documentación completa de que dispone, sin más restricciones que las impuestas por la Ley de Protección de Secretos Oficiales y las determinadas por motivos de seguridad nacional.

6.- Este Ministerio, por último, anuncia la firme decisión del Gobierno de la República Pkarr de defender sus derechos intergalácticamente reconocidos sobre el control y la administración de la Reserva Natural QW-258, lo que incluye la potestad de implantar una Zona de Exclusión en un radio de tres megapunts alrededor del sol central del sistema. Cualquier navío no autorizado que fuera descubierto en el interior de la Zona de Exclusión será abordado, y a sus tripulantes y ocupantes se les aplicará el Código Penal Intergaláctico en su sección relativa a los supuestos de estados de sitio y de excepción. En el caso de que los arrestados por este concepto fueran ciudadanos de la República Pkarr, serán sometidos a proceso penal bajo la Jurisdicción Militar. El Gobierno de la República Pkarr, en pleno ejercicio de sus atribuciones, se reserva asimismo el derecho a la incautación de las naves y los bienes intervenidos en el interior de la aludida Zona de Exclusión. Esta normativa entrará en vigor, de forma automática, con la publicación del presente comunicado.

En Ciudad de Pkarr, a 7.358-66-03K (Era Galáctica).

V

EL GUERRERO DEL UNIVERSO ABORDADO

(De nuestro corresponsal en Ciudad de Pkarr)

Según fuentes oficiales, la Armada Pkarr abordó al Guerrero del Universo, el conocido buque insignia de la Asociación Ecologista Universo Libre cuando, desafiando la prohibición, acababa de internarse en la Zona de Exclusión fijada en torno a la Reserva Natural QW-258 junto con la media docena de navíos que lo acompañaban formando la autodenominada Caravana por la Vida. Aunque al resto de los buques se les ha impuesto una fuerta sanción expulsándoselos del territorio pkarr, el Guerrero del Universo ha sido incautado y sus tripulantes detenidos y procesados bajo la acusación de violación de las leyes militares de la República Pkarr.

La Asociación Ecologista Universo Libre ha elevado una protesta formal ante la embajada pkarr en el vecino estado de Conti, amenazando con llevar el caso a la Corte Suprema Galáctica si el buque y sus tripulantes no son liberados de inmediato. Sin embargo, según fuentes diplomáticas dignas de crédito la posibilidad de que esto suceda es muy remota, tanto por la firmeza del gobierno pkarr como por su alianza con los poderosos tokais, árbitros como es sabido de las decisiones de la Comunidad Galáctica. Según un comentario que corre por aquí, más les valdrá a los de Universo Libre ir recaudando fondos para comprar otro nuevo buque con el que sustituir al perdido.
VI

Del : COMITÉ CIENTÍFICO DEL PROYECTO BIORDENADOR
Al: MINISTRO DE CIENCIA Y TECNOLOGÍA
ALTO SECRETO

Excelentísimo señor:

Conforme a lo estipulado, procedemos a remitirle las conclusiones finales del estudio biotecnológico realizado sobre los especímenes originarios del sistema QW-258.

Tal como se sospechaba por los estudios previos, los miembros de esta especie animal presentan unas peculiaridades cerebrales únicas en todo el universo conocido. Aunque su nivel de inteligencia promedio apenas alcanza el nivel 4 de la escala de Zeiss y su capacidad de raciocinio queda por debajo del umbral doble cero, lo que descarta su catalogación como Especie en Vías de Desarrollo, los estudios no destructivos realizados mediante sondas cerebrales indican una idoneidad óptima para su uso como unidades de procesamiento de datos una vez implementados con los oportunos soportes inorgánicos. Estimamos que, en una primera etapa, bastaría con apenas diez o quince millones de ejemplares, junto con la cantidad necesaria de excedentes para reposiciones dada su corta esperanza de vida, para incrementar la capacidad de almacenamiento de datos de la Red Informática Global lo suficiente para satisfacer el aumento de la demanda al menos durante diez secs.

Lamentablemente, lo reducido de la población objeto del estudio –tan sólo cinco mil individuos– y la necesidad de respetar su integridad física nos han impedido alcanzar conclusiones más definitivas. Estimamos que, de poder disponer libremente de individuos a los que se pudiera extirpar el cerebro conectándolo a tiempo completo a la red, los rendimientos obtenidos habrían sido mucho mayores. Por esta razón, solicitamos la aprobación de una segunda fase de investigación en la que se puedan llevar adelante estos proyectos.

Si por alguna razón los responsables políticos estimaran improcedente la captura de especimenes salvajes del sistema QW-258, proponemos la crianza en laboratorio de los mismos a partir del material genético a disposición del equipo. No obstante, este último recurso retrasaría la obtención de suficiente material biológico durante un tiempo superior al límite de saturación de la infraestructura de la red, razón por la que consideramos conveniente la utilización, al menos en una primera fase, de individuos salvajes. Teniendo en cuenta la superpoblación del planeta y la existencia de la Zona de Exclusión, estimamos que no resultaría demasiado complicada la captura de estos especimenes sin poner en peligro el proyecto por pérdida del secreto del mismo. Esto nos permitiría dar un importante paso adelante acortando de forma considerablemente los plazos previstos para la potenciación de la Red Informática Global.

En Ciudad de Pkarr, a 7.359-00-82F (Era Galáctica).
Tlön Spaar, científico-jefe.