Ucronía minimalista: una lágrima de la virgen

Y en ese instante se muerden porque chocan, se arrancan los párpados porque han abierto los ojos. Llegados desde el desierto adornado de ruinas y petróleo seco, desde la pulcra ciudad de torres blancas, desde el fondo de la alcantarilla hedionda en medio de la sierra entre las montañas yermas. El hombre infeliz y vacío, la mujer hecha de olor a sí misma, el muchacho salvaje de sonrisas como cuchillos. Y las estrellas suben al cielo porque algo nuevo está naciendo. Por fin, gimen las multitudes del coro griego, por fin, murmuran los atareados hombres y mujeres plomizos que atraviesan sin parar la Plaza de Armas. Algo está cambiando.



El celular suena, allí en la cima de la montaña. La mujer cuyo cuerpo es puro deseo lo saca de entre sus pechos y presiona el botón. Jadea. Escucha.



-Es todo mentira –crepita una voz que parece de computador-, lo que encontraron no es lo que están buscando…



El jadeo de la mujer y el chillido del muchacho ensangrentado en un mar de vidrios rotos son uno, las voces de las monjas muertas corren a través de los cables de la red mientras los ángeles intentan despertar de su inquieto sueño en los rincones más impensados: el sótano de un café con piernas, detrás de un sillón en un palacio de gobierno, la copa de un árbol en un zoológico metropolitano. El hombre infeliz y vacío tiembla, la ciudad parpadea como una ilusión, el desierto sembrado de tarjetas de crédito aparece y desaparece como un truco de mago. Nadie quiere gritar pero tienen que comenzar a hacerlo. “Están aquí, están aquí”.



Comienza el terremoto.



Y a través del territorio las hordas pelean, los cuerpos de las personas son los campos de batalla. La mujer hecha de líbido y de ojos color semen y miel baila en medio de la disco pisoteando su celular, acariciada por las manos de mil adolescentes y castigada por las miradas-látigos de cientos de viejos verdes, el chiquillo de los brazos metálicos y las danzas de colores corre por los pasadizos y los túneles seguido por otros niños aún más jóvenes. Gritan cosas diferentes. Cosas muy diferentes.



Cosas como: todo va a estar bien. Siempre he querido esto. Si sigo teniendo fuerza de voluntad lo lograré. Nunca te voy a olvidar. Me gustaría que me miraras. Estoy tan herida, tengo tantas ganas de morirme. Quiero encerrarme, depilarme y huir de mis ojos. Inquieto, feliz, inalterable. Te vamos a cortar en pedazos. Ya estoy lejos, todo ha terminado. Baila niña roja, la mandíbula rota. Cuidado, cuidado, cuidado…



Y cuando el peligro se hace evidente, las catedrales dejan caer trozos de cemento y gárgolas (y el chiquillo sigue corriendo y la diva sigue bailando), el hombre infeliz escapado de la cárcel ve como las madres y padres del país corren a través del estrépito de las calles para salvar a sus hijos del desastre. Pero las cunas están vacías, las parvularias están clavadas a la pared por los ojos, sangrantes y sagradas, los niños no están en ninguna parte. Lloro y crujir de dientes.



El metro no corre. Las estaciones están vacías, o llenas de muertos, o llenas de fantasmas que susurran tantos secretos que se confunden con el ruido de todas las radios tocando a la vez.



Y en ese instante ya no pueden bailar ni correr ni rechinar más los dientes. La mujer encuentra al hombre y encuentran al chiquillo, con sus ejércitos esperando en distintos rincones de la ciudad eterna. “Una tierra de hombres libres” dice el hombre, los ojos desaforados. “Toda la sed del universo entre mis piernas” susurra la mujer chorreando saliva. El muchacho dice llorando: “Vamos a escapar, destruiremos todo para poder escapar.”



Es casi el fin. Se miran largamente en la cima de un edificio. Alrededor de ellos, los oficinistas y los ladrones y los ancianos llorando en las plazas. Las calles crujiendo con el terremoto. Se preguntan con los ojos, con las armas en las manos: ¿hay algo más que decir?



Sí, hay algo más.



Los tres han escuchado la voz. No es una voz, es un gemido. No es un gemido, es un maullido. No se escucha, está en sordina, pero se siente por toda la ciudad, y por primera vez todos los habitantes levantan la cabeza al cielo para escuchar.



Es la voz de una niña pequeña.



¿Grita? Sí, grita, chilla palabras llenas de ternura como osito, peluche, mantita, azúcar, cariño, beso, dulzura. Y el chillido revienta los vidrios de toda la ciudad.



Y es entonces que los viejos locos, las prostitutas, los gerentes, los empaquetadores del supermercado y los camarógrafos de la ciudad pierden la cabeza, comienzan a echar agua por los ojos y sangre por las orejas, y a repetir la profecía: “doce niños con el torso desnudo trayendo la ola del desamparo, borrando toda palabra y todo futuro, bendiciendo el presente y el agua purificadora hasta la limpieza final bajo las olas y junto a la cordillera, amén.”



Lloro y crujir de dientes, gritos mientras las olas comienzan a llegar desde el poniente y arrasan la ciudad en tan solo trescientos sesenta segundos, desde el mar y desde el cielo, desde los brazos de la costa y desde las nubes que llueven, hundiéndolo todo y llegando hasta la misma montaña. La ola final, la ola criada en los sueños de miles de desesperados, noche tras noche, fiesta tras fiesta, llanto tras llanto, después de los abortos y las partidas y los disparos. «Esto es lo que soñé siempre» dice alguien con una voz muy tenue, dicen muchos mientras son cubiertos por la tormenta. Si la virgen es la madre del gigantesco Dios, piensan al mismo tiempo la mujer, el hombre y el muchacho, una sola de sus lágrimas es un mar capaz de destruir el territorio. Y ese mar lo está destruyendo todo en pocos segundos, chispas y volutas de vapor en su superficie. Adiós Chile, adiós gentes, adiós. Y entre la sangre, la suciedad que se refleja en los nubarrones, los gritos ahogados por la tromba del agua, sólo un pequeño punto que brilla, contemplado por los satélites del Imperio y por los televisores del tercer mundo.



¿Qué es? ¿Cuál es su nombre?



¿Qué ven los ahogados desde el fondo de la ciudad inundada?



Una virgen blanca, rota, que flota en el mar junto a la cordillera, que llora sangre antes de hundirse para siempre.



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Edificio Diego Portales

Este es el edificio que durante 75 años tuvo el nombre de Edificio Diego Portales. Sede en un tiempo del ministerio del interior, se convertiría en un ente tentacular que albergaría a todos los ministerios y carteras del país, incluyendo a la presidencia de la república. Dada su capacidad de funcionamiento autónomo, en 1948 se presentó el Proyecto Portales. La idea, básicamente, era convertir al edificio en una ciudadela separada del resto de Santiago, en la cual todos sus funcionarios debían vivir hasta su muerte. Cuando en 1952 el proyecto se puso en marcha, los siete mil funcionarios del edificio desfilaron en silencio por la alameda, que pisarían por última vez. Cuando hubo entrado el último, las pesadas puertas de hormigón pretensado se cerraron para siempre.

La vida en el país continuó con normalidad. Los servicios públicos y administrativos funcionaban, y las colas frente a los centenares de cajas en la muralla norte del Diego Portales avanzaban rápidamente. La ciudadanía aceptaba optimista la seguridad que daba el saber que los funcionarios públicos vivían para su trabajo dentro del edificio, y las noticias de sus decesos, y posteriores reemplazos, fueron cada vez menos novedosas, hasta ser prácticamente ignoradas.

En 1958 las fuerzas armadas presentaron formalmente su propio proyecto de edificio, el proyecto Concepción, que fue rechazado por el senado en una transmisión televisiva desde el interior del Diego Portales.

Fue tras el terremoto de 1960, que abrió la hasta entonces desconocida fisura del valle del Aconcagua, que el edificio empezó a funcionar mal. Se supuso que su gigantesca mole había sido afectada por el sismo grado 8,6 en la escala de Richter. Las comunicaciones desde el edificio fueron espaciándose, hasta cesar del todo unos tres meses después del terremoto. A la paralización de todos los servicios administrativos y legales, se le sumó el caos de una ciudad casi en ruinas.

Se intentó contactar con los habitantes del edificio por todos los medios, pero sin resultados. Se probó con explosivos, maquinaria pesada y hasta con espiritistas. Se intentó un acceso subterráneo, pero los cimientos acorazados se hundían kilómetros bajo tierra: El Diego Portales era una fortaleza impenetrable, construida para garantizar la existencia del país ante cualquier amenaza. El hecho de que las puertas estuvieran decoradas con relieves de símbolos sagrados mapuches, hizo suponer que el edificio estaba protegido por algún tipo de magia.

Hoy, trigésimo aniversario del terremoto, el edificio continúa intacto, si se lo mira desde fuera. Nunca se ha podido acceder a su interior, y las hipótesis sobre lo que realmente pudo pasar dentro, son centenares.

Extra!, Extra!


Santiago de Chile, 24 de noviembre de 2006, 19:38 (Reuteres).

Marco Antonio Pinochet declaró que Augusto Pinochet Ugarte, su padre, habría muerto!!!
El abogado de 44 años, citó a los medios a una conferencia de prensa en la Fundación Augusto Pinochet para dar detalles sobre el rumor que, a horas de esta mañana, había invadido las redacciones de los medios informativo.
Para sorpresa de todos, Marco Antonio Pinochet confirmó la muerte del ex-dictador en los siguientes términos:
«Hoy, a las 6:35 de la mañana, falleció en su cama tras una larga noche de sufrimiento, la persona que decía llamarse Augusto Pinochet Ugarte. Antes de morir, confirmó una sospecha que la familia tenía desde hacía años atrás. Se hizo presente el albacea de su testamento y nos comentó la información que ustedes también han recibido». Acto seguido se puso de pie y salió sin dar más declaraciones.
Las reacciones fueron inmediatas. La Agrupación de familiares de detenidos desaparecidos alega que es una treta para eludir responsabilidades, las agrupaciones pro-gobierno militar desconocen la veracidad de las afirmaciones y se declaran en alerta para defender la herencia del General Pinochet. Los partidos políticos no emitieron declaraciones y el gobierno confirmó que no habrán funerales de estado para el ex dictador, hasta esta mañana procesado por diversos cargos.
La Democracia Cristiana, principal partido aludido en la declaración, no hizo comentarios pero adelantó querella por injurias. Su presidenta, Soledad Alvear, acusó intento de asesinato político y anunció una conferencia de prensa para mañana a las 10:00 AM.
En términos resumidos, la declaración asegura que Augusto Pinochet Ugarte habría muerto en el atentado a su persona, ejecutado por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez en 1986, y que habría sido suplantado en el cargo por uno de sus doppelganger cultivados en Colonia Dignidad por biólogos alemanes refugiados. La Democracia Cristiana, que perseguía alcanzar el poder por la vía democrática una vez caído el gobierno militar, al enterarse de su muerte vió en peligro sus pretensiones al vislumbrar la posibilidad cierta de una guerra civil, luego de la muerte de Pinochet y una toma del poder del socialismo duro por la vía armada. El presidente del partido se habría reunido con los militares y les habría entregado información acerca de Carrizal Bajo, a cambio del compromiso de una salida democrática en el corto plazo y la condición de entregarle el mando a un candidato de la Democracia Cristiana. A su vez, tomaron el compromiso de jamás revelar la naturaleza ficticia del golem que asumiría el mando. Solo el perro de Pinochet, sacrificado en su momento, se dió cuenta de la irregularidad. Algunas pequeñas incoherencias despertaron sospechas de sus familiares más directos, pero el secreto se mantuvo sin mayores contratiempos.
El incidente de Londres fue decidor. El doppelganger intentó decir su verdad, pero los magos ingleses que vigilaron durante años a su gobierno, lo inmovilizaron y lo reprogramaron antes de devolverlo a Chile.
Suponen que los verdaderos restos de Pinochet se encuentran dentro de la pared de concreto de la represa de Alto Bío Bío, un punto mágico del territorio y frontera del país nuevo que comienza a construirse secretamente en el sur de Chile.

Una Carta


LA CARTA DE ERNESTO RODRIGUEZ QUEZADA

Dos años atrás en la casa en que había vivido el Empresario Ernesto Rodriguez Quezada y su familia; su mujer Noelia Oyarzo Carrasco y sus dos hijos de 4 y 12 años, se encontró la carta que dejó antes de cometer el parricidio contra su familia e inmolarse con 50 kilos de explosivos en las nuevas oficinas , recién inauguradas del Servicio de Impuestos Internos en la comuna de Las Condes en Santiago, destruyendolas completamente y causando la muerte de 101 personas. Ahora se da a conocer su contenido a la opinión pública.

A Quien lea esto.

Nací en Chimbarongo hace cuarenta y cinco años. Tenía sueños propios y los de mis padres, de mi familia, que siempre trabajaron bajo el capricho de alguien. Estudié en Santiago y a la edad de veinte años me titulé de Administrador de Empresas.
Trabaje algunos años en varios rubros del comercio como calzado, vestuario y en la construcción. Hasta que decidí hacer mi propia empresa.
Ya no doy mas, todo es dinero y el estado quiere mi dinero, mi casa mi hijos, mi esposa, mi cuerpo. NO. No se los daré jamás, es más, este estado deberá aprender que no sólo se recibe, que hay que saber dar a su gente, y no hablo de los pobres, si no de todos los que nacen en esta tierra, todos los que respiran este aire, todos los que luchamos por este país; y no de ese pseudo estado de aprovechadores que lo tienen y se lo llevan todo como cerdo en engorda, es momento que el cerdo sea sacrificado.


Como se sabe el atentado marcó un gran cuestionamiento sobre los métodos tanto legales como sociales en relación a la carga tributaria del pueblo Chileno, luego, en 1999 se cambió la ley de IVA y el código tributario, colocando como prioridad los intereses del «Estado Humano» por sobre el Estado Político.

EXTRACTO «De las Cartas de los Hombres a las Cartas de las Leyes» de José Manuel Ilabaca, editorial Lexis, Santiago Chile, 2055.

La Conquista mágica de América

Perdido en un sucio y oscuro zaguán entre los laberintos de la ciudad de Sevilla, hundido entre papeles y pergaminos reblandecidos por el asfixiante calor del verano, un cabalista llora abrazado a su pequeño escritorio de caoba. Interminables cálculos tan intrincados como la propia ciudad han desembocado finalmente en una solución que brilla ante sus ojos con la luz de todo un coro de ángeles: la fecha propicia para invadir América esplende ante sus ojos limpia y perfecta bajo complejas series numéricas borroneadas una y otra vez. Es el año 1227, hay un largo camino que recorrer y mucho que preparar.

La existencia de este nuevo mundo había sido descubierta sólo un par de siglos antes. La red de mediums que vigilaban el mundo conocido habían intuído presencias de un nuevo tipo de consciencia colonizando áreas importantes del plano astral y dieron la alarma. Descubrieron que mecánicas desconocidas y poderosas levantaban estructuras ciclópeas entre los pliegues de la mente del planeta, como si otro continente emergiera con inusitado ímpetu.
De inmediato un selecto equipo de videntes fué asesinado y enterrado en una línea recta apuntando hacia las nuevas señales. Todos eran signo géminis, todos cargaban una roca de cobre en el estómago. Los mediums comenzaron a recibir las transmisiones de los videntes asesinados, haciendo puente casi de inmediato. Las señales eran difusas y afloraban como débiles imágenes en blanco y negro, adhiriéndose llenas de estática a las retinas de los mediums como recuerdos de infancia: un olor desconocido, el multicolor manto de una madre, la certeza en la existencia del Tamoanchán. Colores y animales extraños, edificios de piedra, escalinatas ensangrentadas brillando a través de nieblas de incienso, plumas y piel oscura; otro zodíaco cosido a la piel de la noche, cuchillos de obsidiana y brujos poderosos.

Manipularon, influenciaron y tiraron de todas las redes y cuerdas invisibles que sostenían los imperios en su afán de alcanzar las nuevas tierras. Pero lo hicieron delicadamente, pacientemente. Invisibles.

En una de las tres naves viajaba un representante de las logias oscuras. América se estremeció cuando su planta tocó las arenas del Caribe. Todos los chamanes del continente giraron los rostros hacia ese punto con el corazón encogido por una repentina angustia, como si una piedra negra hubiera caído sobre el lago tranquilo de la América astral.

Después, vino la expedición definitiva.

No era oro lo que buscaban los que venían escondidos tras la marea de sífilis que avanzaba, como una tormenta de dientes hambrientos, a través del Atlántico.
Detrás de los ejércitos y su ferretería, aún detrás de la cruz y la hoguera, venía la verdadera peste . Magos, cabalistas, guardianes del grial, alquimistas y sus golems se arrastraban escondidos entre los arcabuces, regurgitando conjuros y venenos que clavaban como alfileres sobre la piel de la Pachamama.
Ellos no buscaban el oro que rodaba por los ríos, “el oro es paga de espadas e ignorantes”. Su oro no era oro vulgar.

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imagen ®Cristián Melo (auca montado en huemul)

1899

EL RUMOR SURGIÓ junto al primer atentado. Que se trataba de peruanos, supervivientes de la guerra, huérfanos de la misma, deseosos de vengar lo que le hicimos a su país.
Marzo, 1899.
Peruanos vengativos, que me perdonen, pero la sóla idea me causa risa. En persona contemplé el horror en el rostro de nuestros derrotados vecinos, sentí el miedo que cualquier idea relacionada con Chile les causa y estoy más que seguro que pasará bastante tiempo antes de que un peruano (o un boliviano o cualquier ciudadano de otro país latinoamericano) se atreva a poner un pie dentro de nuestras fronteras. Todos saben lo que somos capaces de hacer. Yo estuve cuando lo demostramos. Segundo miércoles de noviembre de 1880, el día que nos ordenaron parar la guerra. Estaba a bordo del Santiago, sobrevolando la costa peruana, deslizándonos entre las nubes mañaneras hacia los cielos de la bella Lima. Prat nos llevó más arriba que ningún otro monitor aéreo, fuera del alcance de cualquier batería, lejos de toda posible onda de choque. Los libros de historia saben lo que llevábamos a bordo. El Santiago volaba prácticamente desarmado, alivianado su peso para portar un cilindro metálico de cinco metros de largo y tonelada y media de metahulla líquida con detonador de altura. A las nueve y treinta de la mañana, entre humos de cañones lo soltamos. La bomba se desplomó veloz sobre el centro de la ciudad, hasta que cincuenta metros antes de golpear el suelo detonó…
Lo primero fueron dos soles a media mañana. Lo último, una columna de humo en forma de hongo que se elevó hasta lo más alto de nuestro campo de visión. Lima desapareció para siempre.
-Usted no puede pasar-, me cerró el paso un sujeto uniformado, encargado de la cerca que sus colegas improvisaron alrededor del área del río Traiguén, donde anoche desplomaron el aerocarril.
-Inspector Uribe, de la metropolitana de Nueva Arauco-, le respondí mientras le mostraba mi identificación.
-Disculpe señor, adelante. ¿Necesita que lo acompañe?
-Por favor.
Tras mío, la manga de curiosos seguían culpando a los peruanos. Seguí al uniformado hasta la parte más elevada de la colina, cercana a la ciudad de Victoria, desde donde se apreciaba la cabalidad del desastre. Ambas vías del aerocarril, sobre el puente del río Traiguén, habían sido voladas en pedazos. Los carros del convoy de media noche todavía humeaban junto a la ribera. No necesitaba preguntar por el número de heridos y muertos, el insomnio me dio tiempo para memorizar las cifras.
Era el séptimo atentado en lo que iba del mes. Primero la torre más alta de la refinería de Lebu, luego las oficinas de Metaoil en Santiago, una aeronave civil de la Línea Nacional, uno de los vapores de la Compañía, el prototipo de transporte individual de Carlos Dupont, el laboratorio de tecnología médica de la Universidad de Chile y ahora un tramo de la vía sur del aerocarril. Dos cosas en común, todos instancias claves de la revolución industrial metahullana, todas causadas por explosiones del mismo mineral. Nada de bombas ni artilugios, simplemente metahulla en su estado más puro hecha estallar. Quien fuera que estuviese detrás sabía lo que estaba haciendo.
Y no eran peruanos.
-Inspector Uribe-, me saludó un oficial, que de inmediato se identificó como capitán Bonilla-, nos avisaron que venía.
-¿Alguna novedad?
-Ninguna. Fue igual que en los otros casos. Estos desgraciados son expertos. Detonaron las vías justo cuando el expreso estaba a punto de llegar a la estación. Hijos de puta. ¿Supo que murieron niños?
-Lo supe.
-¿Cree que son peruanos?
-No lo sé capitán, no lo sé.
-Tropa de mal nacidos. ¿Se siente bien, inspector?
-Por qué me lo pregunta.
Aerocarriles del Estado podía leerse en los abollados metales del tren.
-Por su cara-, siguió Bonilla. –Con perdón, pero es como si usted hubiese estado en el aerocarril.
-No es nada, sólo dormí mal.
-Lo imagino, con la noche que tuvimos.
No puede imaginarlo. Nadie puede. Desde la guerra todas mis noches son iguales. Pesadillas y sueños, unos detrás de otros, caras de hombres, mujeres y niños que nunca he conocido. Todas no hacen más que recordarme que yo estuve allí, que yo vi cuando Prat soltó la bomba.
-¿Capitán Bonilla?-, pregunté.
-Mandé.
-Alguno de sus hombres podrá ayudarme con lo del informe.
-No faltaba más.
-Se lo agradezco.
Un tal Contreras me acompañó toda la tarde.

NADIE PARECE recordar cuando esta ciudad se llamaba Concepción y ocupaba un par de hectáreas poco más al norte de la desembocadura del Biobío, sobre el Océano Pacífico. Un pueblo chico, cubierto de hollines y fetidez de harina de pescado que desapareció completamente a fines de 1877, cuando pocos kilómetros más al sur, uno de los yacimientos carboníferos del golfo de Arauco voló por los aires cambiando la geografía de la zona para siempre. También nuestra historia reciente. Murió mucha gente, es verdad, pero fue el precio que pagamos por saltarnos cien años de avances. Aquel estallido nos hizo descubrir la verde y radiante riqueza que se extendía bajo los yacimientos de carbón, la perenne energía de la metahulla. Tres décadas después, todo fue distinto a como debería haber sido. Concepción dejó de ser Concepción y bajo su nueva identidad, Nueva Arauco, ha pasado los últimos diez años rivalizando con Santiago por conducir los destinos de este país. Y no son pocos los que han augurado la victoria en las calles de la llamada capital de la metahulla, mal que mal mientras el viejo Santiago se ahoga en cinturones de pobreza, esta urbe no hace más que relucir día a día su magnificencia al mundo entero.
Mientras el elevador ascendía por un costado del edificio del gobierno provincial, aproveché la cubierta transparente para contemplar el movimiento de los puertos. Buques gigantes, con cientos de cubos metahullanos sobre cubierta, hacían fila ante los brazos y tuberías de las refinerías de la bahía de San Vicente. Más cerca, el cielo se sentía copado de aeronaves ruidosas mientras pocas cuadras al sur la cúpula cromada de la estación central reflejaba el sol de media tarde, dominando gran parte de la escena. Las líneas brillantes del aerocarril hacia el norte, centro y sur del país atravesaban torres y edificios, como extensiones de un organismo viviente. Un expreso de cuatro vagones se acercó al domo, zumbando como una serpiente colgante, meciéndose de los puentes hasta perderse en la pulposa entrada de la terminal. Vi trenes entrar y salir, mientras recordaba los fierros retorcidos y humeantes del atentado de ayer.
En el nivel cincuenta se emplazaban las oficinas de la policía metropolitana. Saludé a las secretarias y sin entretenerme mucho caminé directo al privado del comisionado Rebolledo, un amplio despacho en el ala sur del piso. La oficina tenía una pared entera conformada por un ventanal y su vista era imposible. Adoro los panorámicos, me hacen sentir libre, me distraen de la realidad.
Ayer en la tarde le envié a Rebolledo un telelocal con el detalle de las conclusiones de mi investigación. Hoy temprano me devolvió el mensaje. Escribió que quería hablar conmigo, que regresara lo antes posible a la ciudad.
-Asiento Uribe-, me dijo apenas ingresó a su privado.
Le agradecí con un movimiento de cabeza.
-¿Recibió el informé?
-Después discutiremos sobre eso. ¿Café?
-Por favor.
-Sin rodeos, inspector-, continuó mientras me servía una taza humeante de café colombiano. Su hermano lo exportaba desde hacía ya varios años. -¿Usted estuvo en el bombardeo a Lima, cierto?
-Cierto.
Detesto cuando preguntan lo que saben.
-Entonces conoce al almirante Prat.
-Tenía entendido que se retiró hace dos años.
-¿Lo conoce?
-Era el capitán del monitor Santiago, cuando bombardeamos la capital peruana. Yo era uno de sus subalternos.
-¿Qué clase de relación mantuvo con él?
-¿Tiene esto que ver con los atentados?
-Por favor, conteste.
Rebolledo le dio un sorbo ruidoso a su café, con la mirada insistió en la pregunta. A un lado de la mesa habían instalado un modelo a escala de una de las aeronaves de la policía. Reconocí el número de la unidad: la 02. Los muchachos la apodan “el choclo” por razones obvias. He volado un par de veces en ella, no trabajo en la división de vuelo nocturno, pero conozco a algunos pilotos y ellos saben que amo las alturas. A veces me invitan
-Mi relación con Prat-, repetí. –Nada muy directa, comisario. Yo no era de sus más cercanos, no venía de su tripulación anterior. Además mi misión era ser enlace de inteligencia, nunca cruzamos más que un par de palabras. ¿Por qué me lo pregunta?
-El pidió hablar con usted, inspector
-¿Prat?
-Si, Prat. Cuando supo que formaba parte de la unidad que investiga los atentados, pidió hablar personalmente con usted.
-Aun no entiendo, pensé que discutiríamos sobre mi informe.
-No creo que haya mucho que discutir. Con su perdón, inspector, pero ambos sabemos que su informe no pasa de ser un trámite burocrático. Mire, el almirante Prat dice tener una pista acerca de lo que en verdad está sucediendo y quiere hablar con usted. Es un héroe de guerra, una vaca sagrada para los políticos. Yo también tengo jefes y ellos quieren que lo escuchemos… No tengo que recordarle que tenemos la soga en el cuello con lo de las bombas. Hay gente allá arriba que duda de nuestra labor policial. De la mía, la suya y la de sus compañeros.
-Comisionado, usted sabe lo que dicen de Prat.
-Que está loco… Quien sabe, quizás nosotros también lo estemos. A propósito, ayer hablé con nuestro psiquiatra, me contó lo de sus pesadillas. ¿Sigue durmiendo mal?
Fue un buen golpe.
-No señor-, le mentí, -ya estoy más tranquilo.
-Me alegro. Mire inspector Uribe, pase lo que pase, el viejo Prat pesa y pesa harto. No me pregunte más, sólo agarre sus y tome un aerocarril a Santiago. Prat va a estar esperándolo en su residencia particular.
-¿Tiene la dirección?
-Pidió que apenas llegara a Santiago le enviara un telelocal.
-¿Tiene entonces el código?
El viejo hizo una larga pausa. No me había dicho todo.
-Se lo entregué a su compañera.
-¿Qué compañera?
Williams Rebolledo bajó la mirada. No necesitaba nada más.
-Usted sabe que no trabajo con números.
-Ginebra es una buena policía.
-Buena policía, ni siquiera es humana.
-Prat pidió que lo acompañara un número femenino. Hizo especial hincapié en ello.
-¿Qué está sucediendo, señor?
El jefe de la policía metropolitana levantó sus hombros.
-Lo entiendo Uribe. A mi tampoco me gustaban los números, pero aprendí a aceptarlos. Ya hablé con ella, tiene los datos del código de Prat y su pasaje. Me dijo que le avisara que hoy en la noche se encontraban en la estación.
Miré la hora. Las cinco de la tarde. Ya era de noche.

Pisagua

Estoy a punto de perder la cuenta. Debe ser el día veintiuno o veintidós. ¿Importa realmente? Ya se me ha formado la barba desde el mentón hasta donde empiezan los pómulos, mi cabello está muy graso y siento que las axilas más parecen una cañería de la peor de las poblaciones de esta mierda de país. Necesito un cigarrillo, soy capaz de cualquier cosa por aspirar aunque sea una mísera piteada del humo de un cigarrillo. Pero sé que es imposible. En mi condición de prisionero no puedo exigir ni siquiera un pedazo de papel para limpiarme el culo después de cagar. No tengo idea de la hora que es, en este lugar siempre está oscuro, o como oscureciendo, es algo muy extraño… Nosotros lo sabíamos, yo lo sabía, tenía grandes cosas planeadas para este sitio, hacerlo pasar a la historia de ese país que imaginé. Hasta ahora sólo había sido ocupado para torturar a un centenar de sucios peruanos en los tiempos de La Guerra del Pacífico y a uno que otro asesino durante el gobierno de Ibáñez del Campo. Es que el sueño de todo militar es tener un campo de concentración, de eso no hay duda. También necesito agua potable, olvidarme de este verdadero desierto al costado del mar, por un rato y sentir que todo está bien. En cualquier momento la tierra volverá a mecerse, a crujir, a gruñir, y sabremos, los que quedamos, que otro de nosotros habrá partido. Así ha sido desde el principio, una vez al día viene un soldado y se lleva a uno de nosotros a la caverna ubicada en el tercer monte a la derecha, se escuchan los gritos desgarradores del escogido, y luego, todo se confunde en un zumbido estremecedor, tiembla muy fuerte, tanto que caemos al suelo y finalmente sale sólo el soldado, sin victima, sin prisionero. Tengo la teoría de que la tierra se los devora, de que acá se descubrió un pozo que comunica directamente con el estómago del mundo. Está haciendo demasiado calor, mis manos están atadas con esposas a mi espalda, y marcho lentamente entre mis compañeros, formando un tren humano de cuerpos decrépitos. A nuestros costados hay uniformados, nos gritan. Uno de ellos me apura, lo miro, lo detesto, me aproximo y le escupo en el rostro. El soldado me manda de un culatazo al suelo. Se acerca y empieza a golpearme la cara con su puño izquierdo, una y otra vez. Le digo que es un pendejo de mierda, que debería tenerme respeto, hijo de puta, y le pregunto que si acaso sabe quién soy. Se detiene. Me mira y me dice que sí, que el traidor más grande que haya tenido la patria. Soy Augusto Pinochet, intenté cambiar la situación de este maldito país, pero fui traicionado en el último momento. Imaginé que las cosas podían ser distintas, que las Fuerzas Armadas creerían más en mí que en el desgraciado de Carlos Prats. Ahora soy castigado injustamente, porque no conseguí los aliados suficientes como para dar vuelta las cosas. Ahora lo recuerdo mejor: hoy es seis de octubre de 1973.

El Monstruo

El Monstruo-nombre que perduró en la memoria de la ciudad-era un cefalópodo tentacular con capacidad de generar campos de energía negativa. Su primera incursión conocida data de 1966, cuando emergió desde la laguna del parque O´higgins, lo que hizo suponer que era un anfibio poco adaptado a la vida terrestre. Nunca se olvidará su cuerpo elipsoide cubierto por una capa gelatinosa de batracios en estado larval, ni el sonido de su grito, que fue escuchado incluso en Melipilla.

Su segunda incursión, en 1978, es una de las más recordadas, al ser la del ataque al parque de entretenciones Fantasilandia, recién inaugurado. Se cree que se sintió amenazado por la figura del Pulpo mecánico, una de sus atracciones más llamativas y que destruyó por completo, matando a más de treinta personas antes de volver a sumergirse en la laguna, la que a partir de ese día estuvo clausurada y con vigilancia policial. El alcalde Mekis sugirió el traslado de Fantasilandia a terrenos más seguros, pero su propuesta fue ignorada. Tres años mas tarde, El Monstruo atacó de nuevo, pero

Esta vez irrumpiendo por los túneles de la línea Dos del metro. Resultado, un promedio de doscientos muertos, y millones de pesos en pérdidas. Buzos tácticos del GOPE se sumergieron en la laguna del parque, con el propósito de colocar explosivos en la guarida del Monstruo. A los 5 metros la visibilidad era nula, y la profundidad de los conductos naturales encontrados fue simplemente imposible de medir. Los explosivos se hicieron estallar prematuramente, matando a un par de patos silvestres y a un curioso que se acercó demasiado.

En la próxima década, El Monstruo atacaría constantemente. Se elucubraron cientos de teorías que intentaban explicar el fenómeno, ninguna de ellas convincentes y la mayoría ininteligibles. Santiago empezó a acostumbrarse y a tolerar la pálida figura y los tentáculos con ventosas dentadas del cefalópodo gigante, que terminó siendo aceptada definitivamente después que atacara al móvil de un canal de TV, en el cual resultó muerto el conocido Profesor Rossa, una de las figuras mas detestadas de la farándula santiaguina.

El Monstruo se enfrentaría en numerosas ocasiones a Gojira, a Motrah y a otras criaturas resultantes de la carrera nuclear de la región.

imagen: Fotografía Polaroid de la primera salida del Monstruo, 1966.

Gaspar, mi perro

Gaspar, mi perro, se mueve soñoliento hacia mí cuando me ve. Estoy en el cambio de guardia y sabe que le traigo su colación nocturna. Sáez me dice que no se siente muy bien y que si sigue así habrá que llevarlo al veterinario. Ya hicimos la colecta y nos pusimos todos, solo faltó el sargento Humeres que nunca le ha tenido gran cariño. Mueve la cola y aprieta el paso en la noche hasta que alcanza su plato.


Gaspar apareció hace un par de años, igualmente crecido como ahora y de raza indefinida. Eso fue para la inauguración de la Plaza del Nuevo Ciudadano y decidió quedarse. Total, es un sitio amplio y lleno de esquinas donde un perro se puede meter en invierno y correr en primavera. Antes había aquí un centro de convenciones que con el tiempo se volvió obsoleto y costoso, así que lo demolieron y construyeron un centro cultural debajo. No tocaron el edificio de la Secretaría de la Cultura.

Yo llevo más años que el perro. He visto dos gobiernos y soy afortunado de tener esta destinación tan piola. Tengo traje de gala, regular y de invierno. Por acá he saludado a Allende, Frei, Altamirano, todos expresidentes. Una vez vino el viejo Lawner antes de morirse y le di un apretón de manos. Me conversó que para él fue como esperar un hijo inmenso, de concreto y acero hecho por mil chilenos en una época que fue el canto de cisne de las ideas.

Gaspar es amistoso y sumiso, pero celoso de su territorio. Tal vez eso explique que los otros perros solo pasen por la vereda de la Alameda y no ingresen en la explanada. Siempre lo veo recorriendo o recibiendo la palmadita de una gringa con la cola entre las piernas, siempre oliscando de lejos los extraños. La verdad es que el perro es desconfiado y solo se da con las guardias. De hecho, Gaspar no duerme, dormita.

Hay veces en que no aparece por dos o tres días. Las primeras nos volvimos loco buscándolo y hasta nos fuimos de franco para ver en las calles si lo veíamos en medio de una leva. Ni por Villavicencio ni José Victorino Lastarria. Llegábamos hasta el Parque Forestal o el Santa Lucía. Hasta creamos una red de apoyo con los vecinos de alrededor del Gabriela Mistral. Nada; al perro se lo traga la tierra. Cuando estamos por desesperar –porque es como un juego, el primero que desespera pierde-, aparece y siempre soy yo el que lo divisa primero. Siempre del lado este, siempre en mi guardia, siempre a las cuatro de la mañana. Machucado, flaco, con mal ánimo, me alcanza y se echa sobre mis botas. Se queda quieto y yo sin poder abrazarlo le digo palabras reconfortantes y le cuento lo que se ha perdido en esos días. Llega la mañana y el cambio de guardia, la noticia es general. Me voy a la casa contento a dormir.

Nunca he ido abajo, al centro cultural. Como que no se me da. Pero a Gaspar sí, aunque no entienda nada en el Museo de la Solidaridad. Debe ser el único perro en Chile al que le permiten pasearse por el centro cultural y echarse debajo de una pintura. Eso de sus desapariciones, me obsesionó en algún momento. Verlo siempre llegar por el mismo lado me llevó a una exclusa cerrada, perpendicular al suelo. En ese momento no pude sacar ninguna conclusión, pero luego me enteré que la exclusa funcionaría como desagüe y a último momento decidieron alterar el plano de aguaslluvias y clausurarla. Seguramente lleva a otra parte del complejo igualmente poco interesante y no hay ninguna conexión con Gaspar.

La última vez, el perro se perdió diez días. Desapareció el 5 de marzo de 2006. Como siempre, fuimos a buscarlo. Nos comenzamos a quedar mudos al sexto. Hasta a Humeres se le reblandeció el corazón y le daba grima vernos a todos en ese estado, y terminó donando cinco mil pesos para el fondo. Fui el último que perdió la ilusión y lo esperé todas esas noches mirando hacia la exclusa del este, a las cuatro de la madrugada. El día octavo comencé a aceptar la idea de que Gaspar no iba a volver. Me lo imaginé muerto al borde de la calle o en la perrera. El día noveno nos conseguimos que el trompeta se pegara un pique a la guardia de la noche. Usé mi traje de gala. Nos formamos todos y presentamos armas en el más completo silencio. Rompimos filas y me juré que no iba a volver a hablar sobre el asunto. A las cuatro de la madrugada del décimo día, Gaspar apareció por el este. Había mucha niebla pero tenía la vista fija en la exclusa. La sensación más clara es que la “atravesó” en un tufo de nube. Corrió espantado hacia mí, la cola entre las piernas. Yo también corrí, y cuando me vieron los otros hubo una estampida general y Humeres se volvió loco gritándonos. Estábamos más allá de eso. Nos juntamos en medio de la explanada y todo era un caos de órdenes y contraórdenes. Yo me preocupé únicamente de revisarlo y palparlo. Olía a humo y cenizas, una parte del lomo estaba chamuscada pero no parecía herido; tenía una mirada huidiza y después hundió la cabeza en mi pecho. No podía estar seguro de nada. Alguien se sacó la chaqueta de servicio y lo arropamos, corrimos con él hasta una clínica veterinario. Humeres nos siguió haciéndose el enojado. El médico de turno dijo que, aparte de las quemaduras, estaba bien, con un poco de inflamación en las vías respiratorias, y que ahora lo único que necesitaba era mucho descanso. Nos preguntó si lo habíamos rescatado de un incendio. “No”. Era más complicado que eso. Me lo llevé a la casa un par de días. La noche siguiente me acerqué a la exclusa y le di un par de patadas de prueba y parecía tan sólida como siempre. No había marcas nuevas, nada. Cuando la toqué estaba caliente.

Gaspar no ha vuelto a hacer su magnífico acto de desaparición. Lo que hacía cuando no estaba parecía darle un equilibrio. Me engaño diciendo que quizás es solo añorar a alguna perra, pero diría que se nota más triste. Dos veces lo he pillado raspando con la pata delantera la exclusa. Insiste por largos minutos. Luego me va a buscar y con una típica mirada de perro callejero se pone a gemir. Me apoyo en una rodilla y le tomo la cabeza. Le pregunto “¿qué?” y me hundo en esos ojos tratando de entender. Pero no puedo. Se echa sobre mis botas y el resto de la noche dormita. ¿Qué busca, qué? ¿El aire frío del otoño le hace daño, tan viejo puede estar? Busca volver a un sitio con sol, podría ser que sea hora que me lo lleve a la casa. Y Gaspar dormita, ¿sueña que abre una puerta hacia al verano?

Mi perro Gaspar atraviesa el sueño en estado de vigilia.

Eternauta

(Reuters) 1 de octubre 1973. Siguiendo los pasos de San Martín, el creador de El Eternauta y militante de la guerrilla Montoneros, H.G. Oesterheld, cruzó la cordillera el jueves pasado liderando un ejército de eternautas armados —con sus antifaces acuáticos y tanques de oxígeno— para unirse a sus hermanos de la resistencia chilena. Ni bien supo de la invasión de los mecanoides militares (el pasado 11 de septiembre), juntó su ejército y avanzó hacia Santiago para luchar contra los androides.
Esta mañana la resistencia comunicó que el héroe guerrillero fue capturado por los mecanoides. Sus seguidores guardan silencio. Entienden que no volverá.
El genio ha desaparecido en la eternidad. La lucha sigue.