Juegos de video son negocio redondo

por Santiago Elordi (*)

A la memoria del sacerdote Bartolomé Las Casas.

Mi amigo J.P.F. me llamó un día por teléfono para ir a jugar video. Teléfono se llamaba un aparato de comunicación a distancia. Fue un domingo cuando mi amigo me llamó. Domingo se llamaba a la séptima sucesión de días que formaban una semana. Una medida para dividir el tiempo indivisible.

El local de juegos estaba invadido de máquinas supersónicas. Invadido por humo de cigarrillo y un olor entre chicle de menta y colonia inglesa. Ubicado en la esquina de Providencia con Lyon. En la ciudad de Santiago. Una ciudad ausente y pálida a los pies de la montaña.

El local de juegos estaba invadido de niños y niñas con cara de mujeres atrevidas. Vigiladas por guardias de traje azul con revólveres a la cintura. Así juegan los niños a los pies de la montaña. De pronto una de las máquinas se tragó la ficha. Mi amigo entraba en una descomunal batalla.

En un helicóptero volaba disparando ráfagas de ametralladora hacia un camino de tierra roja donde avanzaban los blindados enemigos. Sobre el difuso horizonte aparecieron de improviso aviones rusos a la velocidad del rayo. Hábilmente el piloto esquivó los proyectiles en el aire, y disparó unos teledirigibles hasta liquidar parte de la escuadra enemiga. ¡Cuidado! Por entre palmeras el helicóptero sorteaba la pesada artillería. El viento movía los árboles y mi amigo continuaba con vida. Al pasar sobre los ramajes de una tupida selva, tiritaron algunas luces, eran soldados camuflados que comenzaron a disparar recostados en el fango… Fue entonces cuando me di cuenta de que mi amigo se encontraba en la guerra del Vietnam.
Desde lo alto fue matando a todos los hombrecitos amarillos, uno a uno. Monos y pájaros también se desplomaban de los árboles. Cerca de la costa a un costado de un campo de plátanos, bastaron unos nuevos teledirigibles para que una aldea entera explotara en fuegos púrpuras sobre las aguas.

– ¿Para qué diablos disparas contra el pueblo?, le pregunté al piloto.
– Me equivoqué, contestó.

Y fumó. Y giró el helicóptero en 180 grados y apareció sobrevolando el mar. Y siguió avanzando y avanzando. A su paso iba destruyendo caminos, puentes, estaciones de radio, fábricas…

¡Qué águila! ¡Qué precisión de águila! ¡Un halcón en la batalla! Cualquier pestañeo le hubiese costado la vida. Hubiese dejado sus plumas reales aplastadas en la tierra del oriente. Mientras volaba, el piloto me iba explicando las técnicas de combate:

– Para aviones y construcciones debes utilizar las bombas dirigibles, para blindados menores la ametralladora movible. Mira, fíjate bien… «Tratataratratatatratrata…».

Y continuaba mi amigo disparando invicto por el cielo. De pronto detuvo el avance y descansó. La hélice quedó sonando sola en las alturas. Comenzó a oscurecer en el mundo, y entonces yo encendí un cigarrillo. Abajo, navegando en el Índico un escuadrón de naves apareció por entre las nubes… El piloto soltó el aliento y volvió al combate:

– Jamás ataques a estos barcos de frente, me dijo.
Y desobedeciendo el consejo, como un kamikase se lanzó contra un submarino que emergía de las aguas… Encaminándose en medio de la noche, un rayo fulminó su helicóptero. Millones de pedazos esparcidos por el cielo. Su gran combate había terminado.
-¿Por qué lo hiciste si sabías que ibas a morir?
– Para que aprendas a jugar, me contestó el piloto.

Luego, apretando unos botones, escribió su nombre en la pantalla.
La guerra es un juego, la música atronadora del aire enrarecido. Algo así corno un alarido salvaje que sube y baja por los resbalines de una noche furiosa.

¿Frente al irresistible silbido de las balas, quién llora los exterminios, las soberbias y antiguas construcciones en ruinas? La sangre de los muertos pinta un soberbio paisaje. La guerra entre los hombres: único gran espectáculo donde las entrañas se emocionan. Portentoso, salvaje, profundo, incontrolable, donde el arrepentimiento llega demasiado tarde.

Esos juegos importaba el Imperio a las colonias. El gran negocio de asomar las vísceras al aire. Y entraban niños a gastar sus ahorros en el gran show de los soldados con estrellas.

Cuando llegó mi turno introduje la ficha en la ranura de la máquina. Silbando, inmutable y olímpico, como un Dios de la guerra, como un diestro asesino que corta flores del jardín con aire inocente, con el encanto de una bailarina que salta de hoja en hoja mientras la sangre pasa bajo los puentes moví las piernas y los brazos. Estaba listo para comenzar…

Y apreté el botón verde de la partida y me fui disparando como un ángel furioso por los dilatados cielos. Apreté los comandos de la izquierda y derribé diez aviones cazabombarderos, los tanques explotaban fulminados en el suelo. Sonaron sirenas de alarma por largos caminos entre la selva y volé esquivando las descargas antiaéreas. No pasaron dos segundos y asomé mi vuelo sobre el océano. Pero camuflados contra el fondo de los acantilados una tropa de artilleros atravesó mi vuelo sacándome del juego.

Todo había terminado… Para el combate hay que tener entrenamiento. De lo contrario se cae, se cae desde siempre, como un pequeño aprendiz que no sabe remontar el vuelo. Se cae hasta «el duro cementerio reservado a los verdaderos aviadores y sobrepoblado de muertos amortajados en sus paracaídas, como momias o larvas que esperan en país de infieles el sol de la resurrección».

Se cae hecho polvo de metales por los huecos del aire. Pájaros, paracaidistas, pilotos, helicópteros, aeroplanos, mariposas, se cae. Ángeles perdidos siempre volando hacia un sol eterno. Alas malditas revelándose ante la muerte.

Muertos entonces abandonamos la sala de juegos, mi amigo piloto y yo. Junto a las tiendas de Providencia, subimos por la vereda. En cámara lenta parecían caer las hojas del otoño.

Pasado el tiempo en mi casa una noche tuve un sueño. Un sueño que ningún hombre de otra época pudo haber soñado nunca. Un escuadrón de máquinas jóvenes como legiones de ángeles salvadores avanzaba por la ciudad.

* * *

¡Ah!, yo pertenecía a otro mundo, se me olvidaba. Venía de la era de los flippers: mastodontes de madera dibujados, pacíficas y lentas bolas de acero chocando con flores de colores. Bares tropicales, cantinas del lejano oeste, monos trepando por palmeras y aullando bajo la luna. Ese tiempo se estaba yendo y yo no me daba cuenta encerrado entre el mar y las montañas. El tiempo, como una cicatriz enorme por el consumo de tecnología, se abría ante la nueva edad de las naves y la guerra.

Entre los niños de la sala jugaba una niña. Era una «lolita», preciosa. No tenía más de 15. Ceñida a su delicado cuerpo traía una corta minifalda. El pelo teñido de rojo le caía disparejo hasta los hombros. Del bolsillo de la campera sacó una petaca de pisco. Mientras hundía los botones, fumaba y tomaba del gollete. Yo tenía apenas 25 y me sentí muy viejo.

El combate de «lolita» era fantástico: encendidos colores metálicos que se esfumaban en el espacio. Formas concéntricas girando, émbolos detonantes casi transparentes en órbita para destruir su nave madre. Minúsculos asteroides que explotaban sembrando el espacio de veneno. Engendros galácticos tejiendo redes de luces en la bóveda celeste. Sirenas aladas huyendo de espanto. Huracanes, ciclones de polvo de estrellas cubriendo las ciudades como una tempestad de arena. Hoyos negros y silencio. Y la nave comandada por la preciosa «Iolita», triunfante salió a la luz desde los intrincados y lúgubres laberintos celestiales.

Mi amigo piloto le ofreció un cigarrillo. Displicente, como quien mira un bicho raro lo tomó entre sus labios; y sin comentarios se instaló a jugar en otra máquina. Entró a la sala un tipo mayor, venía borracho, y del pelo la arrastró por las baldosas hasta afuera. Tras los ventanales los vimos que de pronto se besaban y abrazados se alejaban. Pensamos que en la esquina se pondrían a volar, pero doblaron caminando como lo hacían todos los hombres en el año de 1985.

Esa misma tarde los guerreros sacaron sus máscaras y bailaron una ronda. Faunos rabiosos arrojaban piedras a las niñas del mundo. Al otro lado de una ventana donde posiblemente no haya nada.
En mi ciudad, repetían las personas instruidas y los anuncios:

«Quien no sepa computación en el año 2.000 será un analfabeto». Y el orgulloso anciano que persistía en pasear en su Ford del cincuenta sería volado por el aire. El maquinista aferrado a su lenta locomotora, abriéndose paso entre los bosques, sería volado por el aire. Los relojeros suizos y todo ese delicado mundo de chocolate, sería volado por el aire. El pintor con caballete pintando paisajes estivales, los platos preparados a fuego lento, los bailes de la patria y los vinos viejos serían volados por el aire.
Sin embargo el año dos mil llegará a la tierra. Los pastores seguirán viajando con sus ovejas por los valles. El agua seguirá brotando de los pozos bajo tierra.

La escalada de la técnica. La industria está diseñando una fuente de felicidad y de respeto. El futuro que algunos persisten en creer que nos traerá el paraíso. Poder viajar a la esquina del planeta en fracciones de segundos. Soplando un fermento nos llenaremos la boca de comida. El trabajo lo harán los androides de acero. Nosotros jugaremos al golf, al ajedrez, por fin al amor y al ocio en parques y jardines…Mi país estaba habitado por grandes manadas de cándidos consumidores. Son buenas personas en el fondo. ¡Castillos de barro en las orillas del mundo! ¡Miserables sueños del hombre acomplejado de progreso!

Y abandonamos la sala de los juegos. Esas guerras artificiales. Esos combates de la imaginación y del espanto en lejanos países y constelaciones. La ciudad con sus enormes empalizadas de concreto y letreros girando en lo alto, parecía un signo de un tiempo inanimado, antiguo, columpiándose en el aire, como el paisaje inmóvil de las cumbres nevadas del fondo, a la espera de algún mago que les devuelva el soplo de vida.

Y de vuelta a casa nos fuimos corriendo. A orillas del Canal San Carlos llegamos agotados, con la lengua afuera. Y sobre el puente nos sentamos a fumar, a mirar la corriente. Cartones, diarios, botellas de plástico arrastradas por la corriente, en su gran recorrido al mar y quién sabe si de allí a las estrellas. Y sobre ese puente nos imaginamos muchas cosas, corno por ejemplo nos imaginamos una nueva sala de juegos. Donde niños jueguen con máquinas nuevas. En una máquina donde, en vez de naves, estuviéramos nosotros dentro, con todo lo que estábamos mirando, con el puente, la corriente de las aguas pasando y todo lo que la vida se lleva.
Y sobre el puente pensamos en el viejo sueño de los poetas. Ese de que algún día el juego se juntará con la vida. Y abrimos un libro y leímos: «…Pronto llegó la nave a la isla de las sirenas…Entonces tomé trozos de cera que ablandé un poco al sol y fui tapando el oído de mis compañeros a quienes pedí que me ataran al mástil».

Y sobre el puente seguimos soñando; nada menos que el gran juego de la vida. Ya no escuchábamos el ruido de la corriente, de los autos, de la ciudad. La cera de Ulises nos había tapado los oídos… Y sobre el valle cayó la noche y el reflejo de la luna sobre el agua. Si al menos en el cine uno pudiera besar a la heroína, pensamos.
¡Oh, milagro donde lo leído pueda ser vivido! ¡Alquimia del verbo y la vida! Donde el que cuenta, y la historia, y el que lee la historia serán un solo cuerpo y la misma vida revelándose.

Juegos de video, y estas palabras escritas de vuelta a casa después de un domingo: Palabras que bien pudieron no haberse escrito nunca. Si los pensamientos mueven el mundo, algo asombroso está sucediendo en el patio de mi casa. Miro por la ventana, la hija de mi hermano juega con tierra en la boca, con las piernas colgando de la pandereta, sentada frente a un árbol se pone a cantar:

Qué linda en la rama la fruta se ve.
Si lanzo una piedra tendrá que caer…

por Santiago Elordi

(*) “Cambio y Fuera. Cantos y Visiones” Ediciones Hachette, Colección Arte y Literatura, 1992.

Leonardo Da Vinci en Los Infiernos

Santiago de Chile es una ciudad hispánica de índole o corporeidad muy singular. Día a día sobre su cielo inmensamente azul aparece el sol por detrás de la grandiosa cordillera de los Andes que; a un costado, la protege como una muralla trazada por los cíclopes. Otras veces esta montaña se nos presenta como una ballena gigantesca, varada en tierra verde, que toma diversos colores a la hora del atardecer y que en su lomo tuviese espumas -nieblas-, o bien que en invierno le hubiesen espolvoreado nieve por su lomo. Todo el año se ven desde la ciudad las nieves eternas, pero su altura no sobrepasa los cuatrocientos metros sobre el nivel del mar. A treinta kilómetros están las canchas de esquí de Farellones y a cien, por una carretera plana, entre colinas y montañas, se desemboca en el océano Pacífico. Debiera ser tan calurosa como la Ciudad del Cabo (en Africa), pues tiene su misma latitud, pero un ángel frío e invisible: la corriente marina de Humboldt, que viene del Polo Sur, le otorga cuatro estaciones, frutas y los más bellos durazneros en flor. En primavera el espíritu se confunde y uno se pregunta si está en Tokio.

Pero, como toda ciudad hispánica es de corte irregular y confuso. La calle Alonso Ovalle corre paralela a la gran avenida O’Higgins -su Alameda de las Delicias-, pero es estrecha y a menudo se pierde. Hay muchas calles cerradas, sin continuidad, que de pronto se ocultan, pero vuelven a aparecer, como esos ríos subterráneos, unas cuadras más allá… En la calle Alonso Ovalle está el templo de San Ignacio de los jesuitas y en ella conocí a Roberto Osborne, un hombre demasiado singular, hace algunos años. Era un chileno de origen inglés, entonces tendría unos sesenta años de edad. De elevada estatura y cara rojiza, muy bien rasurada, daba la impresión, incluso por sus cabellos grises, rebeldes y como disparados, de que el tiempo lo hubiese quemado un poco o tal vez, chamuscado.

Sus ojos eran negros y muy vivos. Tenían un raro resplandor de piedra mágica e invicta. Un amigo que por aquel entonces era profesor de Historia me llevó a su casa y, de inmediato, debido al nombre de la calle ya mentado se trabó en una disputa con él. En efecto, afirmaba Osborne que el jesuita Alonso de Ovalle en las descripciones que había hecho de Chile, durante la Colonia española, había afirmado que no muy lejos de Santiago de Chile, las viñas daban unos racimos gigantescos. El profesor negaba el aserto, rotundamente, diciendo que se trataba de «narraciones fabulosas del padre Ovalle, sin ningún fundamento plausibIe». Pero ante mi asombro creciente, Osborne, con un dominio de la química geológica, que me pareció la de un sabio, fue haciendo una descripción acerca de cómo se empobrecían los suelos, después de unos cuatro siglos de cultivos incesantes, hasta dejarnos maravillados. Pero el fuerte de sus conocimientos no era la composición de las tierras sino el esoterismo egipcio, de los grandes sacerdotes y ciertos problemas matemáticos relacionados con la física. Ante el espanto de su familia y sus hijos, había consumido gran parte de su vida en estos estudios, sin ejercer la profesión de abogado. A duras penas se había ganado el sustento en negocios más o menos desconocidos y como calígrafo y químico (en asuntos de medicina legal), en el más importante de los juzgados criminales de su ciudad natal. En esa primera entrevista nos habló largo de Demócrito, el millonario y sabio griego, que según los poquísimos datos que de él aún quedan, vivió en el siglo V, antes de Cristo y que fue, según sus fragmentarios cronistas, el gran visitante de los esquivos sacerdotes e iniciados de Egipto.

Volví varias veces a casa de Roberto Osborne, por las tardes, sin el funesto profesor de Historia, por cierto, que en nuestra primera entrevista había producido esa tan encarnizada y absurda discusión sobre los racimos de uvas, de tamaño gigante descritos por el padre Ovalle. Pero siempre me inquietaban los ojos de Osborne, y su aspecto rojizo, sollamado, como si se tratara de una arcilla que la habían puesto a cocer en un horno de alfareros. Pensaba en Heráclito de Efeso y en su teoría del fuego. Pensaba si el tiempo era, acaso, una expresión invisible de fuego, o de un raro fuego que va quemando a los hombres y los hace envejecer. Nunca tuve el coraje de decírselo y hoy me arrepiento de ello. A menudo interrumpía nuestras veladas su hijo mayor, un joven de mi misma edad, muy práctico y aventajado en sus estudios de medicina, sin ninguna probabilidad de que, algún día, el pájaro azul morase en su cerebro. Entraba sigiloso, le daba a Osborne un beso en la frente con gran prestancia juvenil, y le decía:

-«Padre, cómo nos hemos empobrecido mientras tú sigues buscando la piedra filosofal y vives tan plácidamente «dentro del círculo»…
Esta última frase era una alusión del muchacho a un poema de Osborne -pues había cultivado con esmero la poesía lírica- en que decía:
«Me encuentro donde siempre se es, no estando;
en el instante fijo, que no existe,
siendo en la esencia universal presente».

(Dentro del círculo).

Si bien éstos eran los versos que inquietaban a Javier (el hijo primogénito de Osborne), por mi parte yo pensaba en estos otros:

«Dispongo cuanto indica el manuscrito;
jamás titubearé al interpretarle,
que a la luz interior todo es legible.
Al terminar, cumpliendo con el rito,
sin pena, ni alegría he de quemarle
las fibras en el Fuego inextinguible»,

Entonces, yo me decía para mí mismo: «si, el Fuego inextinguible -el Tiempo- ese que lo está quemando a él…» (Ese que lo está quemando a él, requemándolo terriblemente…).

En una de las veladas, con toda sencillez, un día impensado me dijo:
-«Antonio, a «la luz interior todo es legible». (Utilizaba un verso suyo sin darse la menor cuenta). Anoche he soñado que en el bloque de mármol en que esculpió Miguel Angel su «David» memorable, trabajó antes otro artista…, Estoy seguro que abandonó la obra. . . Luego se le ofreció a Leonardo de Vinci proseguir la tarea, pero rehusó la oferta (vi un caballo colosal…). Finalmente, Miguel Angel tomó el gran bloque de mármol y esculpió su «David». Yo se lo aseguro».

Sentí un germen de fábula en sus palabras. Me intrigó aquello de un trabajo superpuesto, en un mismo bloque. Sentí un raro impacto. Aquello no podía ser como esas catedrales levantadas en parte por una generación y luego concluidas por otra, u otras.

«-De ser efectivo -le repuse- usted lo ha leído en algún libro o alguien se lo ha contado… De ahí viene su confusión…»
Me pareció que su rostro tomaba un aspecto más enrojecido y que sus ojos eran muchísimo más negros. En sus manos me pareció ver el ademán litúrgico y severo de algún sumo sacerdote, para luego responderme con increíble presteza:

«-No, no; no lo he leído en ningún libro, ni nadie me lo a contado nunca,., Estoy seguro, segurísimo. Desde hace algún tiempo estoy recogiendo estas valiosas experiencias de telepatía onírica, ¿Sabe…? Son modestas revelaciones que las capto durante el sueño, en forma imprevista, sobre temas diversos. Algunos no son de mi especialidad, me interesan poco… Hace algunos meses que le conté el asunto relativo a Demócrito, el monumento en su ciudad natal. Pude captar mucho de lo conversado por un círculo de helenistas del Pireo…

Al día siguiente, pese a mis muchas ocupaciones y preocupaciones, tomé contacto con un rumano que actuaba como crítico de arte de cierto diario de mucha circulación. El individuo era calvo como una calabaza y usaba unos gruesos lentes, con armaduras negras, muy especiales. Los usaba de ese tamaño y grosor para lograr una índole o personalidad especial. Después supe, por mi oculista, que dichos lentes le estaban produciendo una afección nasal… La armadura pesaba demasiado. Lo interrogué acerca de las afirmaciones de Osborne, pero no sabía nada, absolutamente nada sobre el particular. Se limitó a decirme:

-«¿Qué quiere que le diga..? Otro juguete esotérico d Osborne … Algo así como el monumento a Demócrito… o esos avances en los cálculos matemáticos para desintegrar el átomo …»
-«El monumento a Demócrito se levantó en su ciudad natal. He visto en el periódico la noticia respectiva. ¿O es que todos estamos alucinados?».

En lo que concierne a Demócrito he omitido decir que Osborne me relató que había escuchado lo «esencial» -fue su palabra exacta- de una reunión habida, no recuerdo bien si en el Pireo o en Atenas, en sueños, por medio de su telepatía onírica acerca del monumento que se había acordado erigirle a Demócrito. Lo que más me inquietó al darme la noticia no fue su autenticidad, sino acerca del hecho de si se podría ubicar o no, después de veinticinco siglos, la cuna terrestre del sabio griego Pero en torno al bloque de mármol nadie pudo decirme nada. Como Osborne insistiera en la verdad de su revelación, me adentré, por mi cuenta, en investigaciones sobre el gran Leonardo de Vinci. Supe que fue el hijo natural de un señor importante. Conocí su desafecto por las mujeres y su amor por los efebos. Entonces comprendí por qué su estampa de Cristo no era varonil. Me impuse de las intrigas históricas en torno a su Gioconda y su sonrisa de esfinge; dicho sea de paso, pese a su maestría; esta Gioconda siempre me resultó poderosamente antipática. Una vez, por el periódico, supe que había sido robada del Museo del Louvre. Compadecí, secretamente, al hombre que verificó su hurto. Después me inquietó esta frase suya: «El hombre posee gran razonamiento, pero en su mayor parte vano y falso. Los animales lo tienen en menor grado, pero útil y verídico». Varios días repetí: «vano y falso» como quien se mece en una silla de balancín: «vano y falso». Todo lo contrario de lo que nos decía el sacerdote que nos hacía clases de religión y que negaba, a pie juntillas, la inteligencia de los animales. Cuando niño yo siempre me resistí a creerle lo que afirmaba el padre Marambio, pues Ludovico, mi gato, según mis experiencias, era un genio. Después hallé otra frase de Leonardo que me pareció inmensa: «La vida bien aprovechada es larga». Yo entonces quería vivir mucho, muchos años. Ignoro para qué. Pero luego hallé otra, maravillosa: «iFatiga, primera muerta! Yo no me canso nunca de servir». Entonces, no me di cuenta de que quien amase esta última sentencia, siempre sería pobre. Es lo que me ha sucedido y no lo deploro. Yo sé que mi coraje es más alto que los montes Himalayas. Avancé por sus palabras y leí lo siguiente: “El ambiente de una pequeña habitación reajusta el espíritu. El ambiente de una grande, lo extravía». Yo entonces dormía en un cuarto muy pequeño y me causó cierto orgullo haber coincidido con Leonardo. Pero sus afirmaciones y estudios eran una cascada interminable (iqué hacer!): «El corazón es el más poderoso de los músculos». Leonardo fue el primero en descubrirlo y afirmarlo. Dibujó corazones maravillosamente. A fines del siglo XV conoció su funcionamiento como el más moderno y afamado de los médicos de hoy. Seguí avanzando por sus escritos, mejor dicho por los restos de sus manuscritos, pues los confió a un individuo que los puso en un granero y las lluvias los destruyeron, en gran parte, después de su muerte. Pensé que los papeles de los hombres que aman a los efebos siempre tienen mal fin. Sólo las mujeres sirven para guardar tesoros. Sólo ellas. Pero proseguí leyendo. Supe que había descubierto la ley de la gravitación universal y que el que hizo los cálculos fue Newton. Luego estudiando el mar Adriático hasta Montferrat, en Lombardía, contradijo a la Biblia en sus afirmaciones sobre el Diluvio. Sus estudios de las capas de conchas de las montañas daban otros datos muy diferentes. ¡Dios mío, pensé, cómo no lo alcanzaron las llamas de las hogueras del Santo Oficio! ¿Fué procesado o perseguido? No. Los hombres que aman a los efebos tienen pocas responsabilidades familiares. Sus afirmaciones no son muy tomadas en cuenta. Además, fue amigo de príncipes, cardenales y prelados preciaros. Entonces mi infra yo se dijo: «el papa Borgio tenía hijos; ¡ésos sí que eran Papas!». Finalmente, me encontré con el pintor. Leonardo decía en un párrafo muy especial: «La pintura va declinando de edad en edad y se va perdiendo cuando los pintores no tienen por maestra más que la pintura que los precedió»: (Y proseguía): «El pintor producirá una obra de escasa calidad si toma por maestra la pintura de los demás” (pensé en el pobre Portinari); pero si se inspira en la naturaleza dará buenos frutos». (Vi a Goya con su maja desnuda, que no era tal maja sino que una noble española que le gustaba recostarse desnuda). Pero el texto seguía: «Nosotros vemos que desde los Romanos (lo escribió con mayúscula) los pintores se han imitado el uno al otro y así, de época en época, provocaron siempre la decadencia de ese arte». (iPobre Portinari .. .!). Y el texto terminaba así: «Después, vino Giotto: ese florentino nacido en solitarias montañas, habitadas solamente por cabras y parecidos animales, y mirando la faz de la naturaleza como equivalente del arte, se puso a dibujar sobre las rocas las actitudes de las cabras que guardaba y continuó dibujando todos los animales que encontraba en la región (sin duda que no amaba a los efebos, pensé) y esto, de tal modo, que después de mucho estudio, superó no solamente a los maestros de su tiempo, sino que también los de muchos siglos pasados».

¡Por fin creí estar cerca de lo que buscaba! Leonardo también había sido escultor y planeó un monumento ecuestre, con un caballo gigante, hecho todo de cera, para Francisco Sforza. ¡Cuán grande era Leonardo de Vinci y cuán ignorantes somos nosotros! Dicen los cronistas que el caballo estaba listo para fundirse en bronce (y leonardo ya había hecho los estudios para fundir doscientas mil libras de ese metal, una tarea casi imposible para la época), cuando llegaron los franceses, sitiaron a Milán y los soldados empezaron a ejercitar la puntería en la cera del caballo utilizándolo como blanco… Pero pronto me di cuenta de que la verdad no era ésa… Tras esa inquietante fábula se ocultaba la incuria y el descaro de todas las épocas -incluso el Renacimiento- frente a los prodigios del arte y los artistas. La intemperie y el olvido, no las ballestas de los soldados franceses, meros alfileres frente al colosal caballo, destruyeron, para siempre, a esa octava maravilla del mundo. Milán lo sabe.

Osborne me había dado mucho trabajo, es cierto, pero, ¡cuánta alegría! Pude saber tantas cosas. En ciertos momentos tuve varios presagios. Osborne era reputado por algunos -los menos, por cierto- como un hombre peligroso: debido a su curiosidad insaciable (un poco Leonardesca, pensé…), una cierta vez se había puesto (él mismo me lo relató), a revisar en uno de los juzgados del crimen, en donde trabajaba, unos objetos de valor de un caballero que había sido asesinado en condiciones muy misteriosas (amores extraños, me agregó) y fue detenido, algunos días después, pues los detectives, tras de muchas averiguaciones hallaron sus impresiones digitales en ellos y creyeron haber dado con el verdadero asesino. Osborne, rara vez recordaba este lamentable suceso, pero, cuando lo hacía, se reía a carcajadas. ¡Demonios -pensé-, ir a ver a Osborne sirve sólo para salir cargado de problemas raros y más que todo, enciclopédicos! ¡La cosa había empezado por los racimos de uva, gigantes, del padre Alonso de Ovalle y ahora había estado embobado y enfrascado en el colosal monumento ecuestre a Francisco Sforza!

Pero toda búsqueda al fin se corona con la decepción o el júbilo y todo lo relativo al David de Miguel Angel, ya estaba aclarado: Decía el texto: «En los primeros años del siglo XVI existía en las proximidades de Santa María del Fiore, un gran bloque de mármol en el cual se había esbozado en parte la imagen de una figura gigantesca. El artista que por incapacidad hubo de abandonar este trabajo cuando apenas estaba iniciado fue Bartolomeo di Pietro». Pronto supe -Vasari lo dice- que el gonfaloniero Pietro Soderini tuvo «la idea de confiar a Leonardo de Vinci la terminación de la estatua que debía ser la de un David blandiendo su honda». Todavía existen no pocos dibujos de Leonardo, en los cuales ha quedado el testimonio gráfico de que intentó realizar esta obra. Pero todo parece indicar que su preocupación por fundir el colosal caballo de Francisco Sforza lo hizo desistirse de este proyecto y él pasó, de lleno, a manos de Miguel Angel. El asunto estaba claro y yo sentí una ínfima impresión deslumbrante. Me imaginé el gran bloque de mármol blanco y al saberlo todo sin duda que debí encarnar una mínima cuota de esa impresión maravillosa que vivió Roald Amundsen cuando colocó su bandera noruega en el polo Sur. ¡Eran las inevitables exploraciones bibliográficas a que nos conducía Osborne! Recuerdo que ese día me encontré con Mardoqueo Mardones, un compañero de estudios de derecho, al cual le conté la ubicación del aserto.

-«¡Lindo hallazgo!» -me dijo-. «¡Cómo pierdes el tiempo tratando de confrontar las pedanterías mágicas de Osborne! Cualquier auditor de ondas cortas,… mira, para ser más concreto… cualquier individuo que posea un buen receptor Hallicrafter, sabe más que Osborne y toda su majadería de la telepatía onírica…»

Aun hoy recuerdo que me imaginé a todos los encarnizados auditores de ondas cortas como a vampiros invisibles pegados a todos los muros, los techos, las azoteas y todas las casas del mundo, escuchando, espiando, sabiendo miles de cosas. Vi las pequeñas islas griegas con sus palacios y a los monjes budistas de Bangkok con sus túnicas amarillas a la hora del crepúsculo. La hora en que las ondas cortas se escuchan mejor durante el invierno. ¿Era compatible una audición de este tipo con esos interminables cálculos matemáticos en que estaba sumido? Por mi parte, tampoco nunca le atisbé instalaciones de este tipo.

Cuando volví a verle y le conté que había podido comprobar sus aseveraciones, después de no pocas búsquedas, se mostró algo frío y ausente. Ya le preocupaban otros asuntos muchísimo más complicados. Después de unos largos minutos su rostro tomó una rojez más intensa (es el fuego de Heráclito, el tiempo que lo está consumiendo y quemando, pensé para mí mismo), y experimentó cierto gozo de que yo hubiese comprobado su visión.

-«Antes de contarle -me dijo- aquello que yo llamaría la metamorfosis del «David» de Miguel Angel, lo único especial que sabía de él es que estuvo por largo tiempo en un patio de Florencia, pero al fin se dieron cuenta que la lluvia lo estaba gastando… (la lluvia también gasta las cosas, me insinuó) y, entonces, hasta los días de hoy fue colocado bajo techo».

Pero bien sabía yo que sus inquietudes ya eran otras. Mientras miraba sus antiguos libros -casi quemados por los años, víctimas ya de una amarillez insalvable, me habló largamente del “almoducto». En un principio no pude entenderle bien de qué se trataba. Me explicó que la palabra venía de «alma» y de “conducto» y que ya era una creación familiar a los mejores arqueólogos mexicanos. Que era el tubo o el orificio que habían dejado los egipcios y todos los pueblos antiguos -incluso los mayas y aztecas- en las tumbas y sarcófagos para que las almas de los difuntos pudiesen circular libremente. Le escuchaba con atención, pero subrepticiamente lanzaba algunas miradas para ver el susodicho aparato de ondas cortas que si no era una testarudez, al menos era una obsesión en la mente de mi amigo Mardoqueo Mardones.

Confieso que siempre me inquietó esa especie de lobreguez aristocrática de su sala escritorio. Era estrecha, algo oscura, recargada de papeles y de mapas. Había un globo terráqueo, demasiado amarillento, con los tonos del marfil antiguo, pero con una maravillosa escala para medir distancias, longitudes, latitudes, horas, segundos. A veces su sala me parecía el despacho de un piloto náutico, pero un cuarto que quedase bajo la línea de flotación del barco, aunque tenía dos pequeñas ventanas a la calle. Esta, aunque decente y bien situada, pero con veredas estrechas y sin árboles, dejaba en el corazón un dejo de enclaustramiento, de opresión e Irremediable tristeza, porque todo en Santiago de Chile resulta terroso e insignificante comparado con un cielo siempre azul y su gigantesca cordillera de los Andes.

-«La sabiduría de los antiguos -volvió a decirme Osborne- está en esos «almoductos». Porque el espíritu es algo material… ¿cómo explicarlo? Es algo así como un circuito electrónico, un fluido, tiene ondas. Sólo puede expresarse en Dios o en otros cerebros. Porque nuestro espíritu es material, jamás podrá entender la materia ni el mundo que nos rodea. Estamos muy demasiado por debajo de Dios. El lo sabe».

Ese día lo encontré más inquietante que nunca. Su rojez me pareció satánica, ligeramente mefistofélica. Reconozco que no logré asir profundamente su pensamiento. Las inquietudes de nuestro siglo eran otras y, en esos días, más que un piloto de altura con tantos mapas, Roberto Osborne me pareció más bien un náufrago. Sólo algunos años después -tal vez demasiados- cuando tuve en mi casa un ídolo chibcha auténtico con tres «almoductos», volví a meditar en sus palabras y me produjeron un cierto deslumbramiento. No era propiamente un ídolo sino que un retrato funerario. Casi una urna.

* * *

Prolongados viajes y estancias en diversos pueblos de Latinoamérica me distanciaron de Osborne. Cada seis o siete mese recibía alguna carta suya. Viví en Buenos Aires después de terminada la Segunda guerra mundial y alcancé a percibir como quien dice las últimas mareas o terribles oleajes del espantoso conflicto. Recuerdo que Osborne me escribió dos o tres veces, pidiéndome detalles raros, de testigos presenciales, relacionados con la batalla naval que culminó con la caza del acorazado alemán de bolsillo «Almirante Graf von Spee», no muy lejos de Montevideo, por una escuadra británica cuyo barco guía creo que fue el «Exeter», que después del combate llegó a puerto con muchos muertos y heridos a bordo. Yo tenía demasiadas preocupaciones y me resultaba muy duro complacerlo en una ciudad tan llena de automóviles y con un tráfico urbano tan complicado como el de Buenos Aires. En cualquiera diligencia se gastaba un día entero y no había nadie que me reemplazara en las faenas. Por eso, cuando estuve en Bogotá no le hablé una sola palabra sobre mi estatuilla chibcha. ¡Qué iba a decirle, si tiene tres almoductos!

Ignoro si los datos solicitados sobre el acorazado von Spee tenían algún sentido esotérico o fueron meras inquietudes de germanófilo oculto, pese a su apellido inglés. Confieso que nunca aclaré la duda, pese a los rumores que entonces circularon ce que mi amigo Osborne se habría dedicado al espionaje para cierta potencia europea. Todo me pareció una gran calumnia incluso cuando me decían y repetían que los peritajes de los juzgados eran una mera pantalla incapaz de producir las entradas para alimentar a los peces de un pequeño acuario.

* * *

Hoy vivo en La Habana y confieso que el aire siempre tibio o cálido y el cielo profundamente azul, acelera la imaginación con espirales de vértigo. Las cabezas humanas siempre colocadas a una temperatura de treinta grados ven el mundo de otra manera y el sexo es un diamante interior que ilumina el rostro de Afrodita, con meridiana intensidad. Las palmas reales sellan con una naturaleza muy propia de ellas el horizonte, tanto de las tardes como de las noches ligeramente rosadas. Natalia Navia nuestra poetisa y amiga, las ha definido con mucha pulcritud e ímpetu de amor, en una especie de letanía. Dice de las palmas:

«..Antífona del puerto.
Flauta del huracán.
Arquitectura siboney.
Vértebra zodiacal.
Pedestal del relámpago.
Hélice agraria.
Garza encantada.
Radar de la libertad».

Dice esto y mucho más. Su enumeración es encendida y larga. En sus veladas hemos consumido muchas palabras y la levadura de muchas noches del Caribe. La casa de Natalia Navia está cerca de la Calzada de Columbia, perdida, aparentemente, entre los árboles y las estrellas. Noche a noche también está con nosotros Isaías del Val, con su rostro tan parecido al de Federico García Larca. Caballero de la Orden de Malta y profesor sin cátedra, mira hacia el pasado y el futuro con una serenidad grandiosa. Mi imaginación a veces lo ve deambulando por palacios del medioevo italiano o tomando parte en una procesión de Siena, en los días de hoy, vestido con sus ropas soberanas y portando los más finos estandartes medievales. Porque así es el Caribe, encendido y brillante como las escamas de sus peces multicolores y las plumas de sus pájaros maravillosos. En ciertas veladas nuestra obsesión es América y a veces hablamos de ella como si la hubiésemos perdido para siempre.

Pese al tiempo y a la distancia Osborne ha vuelto a escribirme. Me hace recuerdos históricos del conquistador Hernando de Soto. Me señala que fue el primero en tomar el camino de Miami, ante la inseguridad de las defensas españolas en el puerto de La Habana. Los contertulios pensamos que huyó inútilmente, pues pronto fue asesinado en La Florida. Pero Osborne me pide datos sobre las viejas murallas de La Habana, hace tanto tiempo derruidas. Me siento abrumado y le paso todo el pedido a Isaías del Val. Pienso que estará feliz recorriendo las arcaicas murallas invisibles. Pero todavía hay mucho más. Le interesan oscuros e ignorados imagineros del Caribe. ¿Cómo los ha descubierto? Todos los ignoran. Recuerdo que Natalia Navia posee un retablo de Juan de Juanes y, humildemente, le pido una investigación. Finalmente, me explica sus nuevas experiencias sobre la telepatía onírica. Me cuenta que ha visto a la Gioconda de Leonardo de Vinci, sonreír en La Habana. En su carta me dice, textualmente: «En el último mes he hecho grandes progresos en la telepatía onírica. En dos noches sucesivas he visto, en La Habana, sonreír a la Gioconda. Su perfil es muy hermoso. Créamelo, amigo mío». Luego pasa a explicarme sus dolencias reumáticas, pero yo ya temo más por su mente que por sus músculos. Han pasado no pocos años. No me atrevo a contarle a mis amigos de las «Veladas de la Calzada de Columbia» -llamémoslas así, estas últimas aseveraciones”. Siento un profundo pudor por la salud mental de mi amigo. No conviene exponerlo a críticas inquietantes. Isaías del Val está de buen humor y nos dice:

-«Ustedes saben que nosotros los Caballeros de la Soberana Orden de Malta primero perdimos la isla de Rodas, luego la de Malta y ahora la de Cuba.. ,»
-«A propósito de islas -acota el escultor Tobías Taboada (mientras roza con su dedo índice su pequeña barba blanca)- Huidobro dijo lo siguiente: «Napoleón era una isla, nació en una isla, murió en una isla. Su historia es un archipiélago».

* * *

Cada vez que Natalia Navia nos llevaba al taller de Tobías Taboada en su pequeño automóvil inglés de color marfil y verde, siendo ella uno de los pocos conductores con que yo me siento absolutamente seguro, tengo el tiempo suficiente para ver sus rasgos tan parecidos a los de la princesa Margaret Rose, de Gran Bretaña. Toma la carretera, casi siempre por la misma ruta, hacia el pueblo vecino en que Taboada tiene su taller en una bella colina ondulante, con un bélico y bíblico horizonte sitiado por las palmas reales. Poco antes de llegar a la casa del escultor, una especie de chalet o mágica barraca para duendes rodeada de árboles y flores tropicales. Natalia saca lentamente su dedo índice izquierdo por la ventanilla del coche nos dice:

-«En esa otra colina vivió Ernst Hemingway. Allí escribió “El viejo y el mar»…

Apenas entreveo la casa. Las palmas como -soldados infatigables velan la colina y hay demasiados árboles, Parece que fueran mangos.
La entrada a la mansión de Tobías Taboada es hermosa, acogida por la penumbra. Bajo dos hileras de árboles y arbustos, a ambos lados de la senda que conduce a la casa taller, están sobre sus plintos no pocos retratos. Lincoln con su rostro de inventor paciente más que de político, nos atisba desde un ángulo. A la izquierda está en mármol una mujer cubana cuyos labios (aunque blancos) parecen vivos. Creemos que los de Afrodita no fueron más agraciados. Y en una pequeña fuente Alicia Alonso hace un paso de danza. Mira hacia el Este. Finalmente hace contrapunto con la puerta de entrada su gran San Francisco, de pie, con una unción como levitada. Pienso que debiera estar en la capilla de una base de cohetes para astronautas. Parece que por su propia fuerza fuese a elevarse. Aquí hemos proyectado nuestras veladas desde un nuevo ángulo. Recuerdo que un día hablamos de Victoria Macho. Les conté haber visto su estupendo monumento a Belalcázar en una colina de la ciudad de Cali. Muchas veces el sol se ha puesto bajo el peso de nuestras palabras, lentamente, en la casa taller de Taboada.

Una tarde soleada e idéntica a tantas otras los escasos cuatro contertulios de nuestras veladas llegamos a su mansión ajenos a todo enigma. Taboada tenia los ojos visiblemente más negros y su fina nariz ligeramente rojiza -es demasiado blanco-, daba un margen más pleno a una invisible sonrisa. No dije nada, pero empecé a inquietarme: ¿Ouién habrá llegado o estará en su casa? ¿Algún escultor contemporáneo ideador de artefactos o adefesios de hierro y hojalata? ¿Un González cualquiera de la pobre y vapuleada escultura del siglo XX? Seguí observando. Taboada estaba un poco aéreo, como su San Francisco. Avanzó hacia el fondo de su taller y nos dijo que iba a mostrarnos algo, Levantó cuidadosamente los trapos mojados que tenía sobre la arcilla de un busto grande con esa seguridad propia de los que tienen educadas sus manos como si fuesen los más finos instrumentos de precisión. Nuestros ojos chocaron, mágicamente, con lo imprevisto. Era la Gioconda de Leonardo de Vinci llevada a la escultura. En el primer instante nos quedamos silenciosos, pero pronto surgieron las exclamaciones de asombro. ¡Al fin veía yo una Gioconda fina, aérea, antillana! Aunque idéntica a la otra era algo más joven, tal vez mucho más joven. Hoy pienso que de ahí, tal vez, procedía su arrollador encanto. Pasaron unos nuevos instantes y pensé en la carta de Osborne… ¿Dónde la había guardado…? Difícilmente recordé su frase: «Su perfil es muy hermoso». Ahora la comprendía cabalmente: sólo en una escultura podría verse ese perfil. Todos le preguntaban a Taboada cómo la había hecho y no me dieron la menor oportunidad para decir una sola palabra sobre Osborne. El escultor nos mostró dos reproducciones pictóricas del célebre cuadro de De Vinci y nos aseguró que la había esculpido sin ningún dibujo previo. Era lo cierto. Para ver el equilibrio de todas sus partes nos trajo un espejo veneciano y nos pidió que la mirásemos a través de él. Realmente, era perfecta. Yo me sentí liberado. La pesada Gioconda de Leonardo, esa parecida a Benito Mussolini por el mentón tan fuerte, había dado paso a esta otra, viva, triunfalmente antillana. Pensé en los milagros que puede hacer la espuma de las islas situadas en mares verdes. Ahora supe por qué Natalia Navia había llamado a la palma real: arquitectura siboney. Pronto debíamos partir de la colina y ya no era posible hablarles de Osborne. Además, ¿si hubiera perdido su carta? Pensaba en su telepatía onírica y en su teoría de los «almoductos». Durante todo el camino me fui meditando en Osborne. Como hablase tan poco me preguntaron si me sentía enfermo. Llegué a intuir que mi amigo Roberto Osborne había sido durante toda su vida un inquieto dramático, una enredadera que había lanzado zarcillos y tentáculos hacia todos los conocimientos… en suma, algo así como un micro-Leonardo de Vinci . .. perdido en esa sórdida y estrecha calle de una capital latinoamericana sita al pie de Los Andes.

Llegué a la casa al anochecer, un poco obsesionado, con mucha prisa en hallar y releer la última carta de Osborne. Ella sería un título preciado y único. Se la leería a Taboada y los contertulios. En otra visita, a no dudarlo, sería el eje invicto de la reunión. Causaría tanto o más sorpresa que el propio busto de la Gioconda. Abrí gavetas, hojée libros, pero… no estaba. Cené decepcionado e intranquilo. ¡Por fin el subconsciente me dio la pista. Repentinamente recordé que la había dejado junto a un libro con reproducciones de Leonardo de Vinci!.

Dos o tres días después tomé la carta con su sobre y sus correspondientes sellos de correo y me dirigí a la habitual velada para mostrársela a los contertulios. Iba a tomar la palabra para exhibirla, cuando Natalia Navia, con un aire preocupado y sombrío, me dijo sorpresivamente:

-«Ha pasado algo horrible. Ayer estuvimos en el taller de Taboada y nos contó que al día siguiente que fuimos nosotros, como a eso de las seis de la tarde, el busto de la Gioconda se hundió y, al parecer, cayó al suelo de cabeza. Como la arcilla todavía estaba húmeda, se destruyó totalmente. Jamás en toda su vida de escultor, en treinta años de trabajos, le pasó algo semejante… Jamás, a pesar de que en su catálogo figuran más de trescientos retratos de patricios cubanos y celebridades de otros países. Taboada está enfurecido y profundamente amargado… No es para menos».

Escuché a Natalia atentamente y sentí una decepción casi irremediable. La noche estaba encendida por los élitros de los grillos con una música insaciable. Hacía un leve calor. No pude reponerme del todo, pero les leí la carta de Osborne. Isaías del Val miró los sellos del sobre con toda atención y trajo una lupa. Comprobó las fechas de los timbres de los correos y exclamó:

-«El señor Osborne vio el busto desde Santiago de Chile. Las fechas coinciden exactamente. Llamaré por teléfono a Taboada inmediatamente…»

Desde el corredor oímos, veladamente, la lectura de la carta y las exclamaciones que hacía, mientras Taboada, ajeno a todo, de seguro, lo contrainterrogaba… Volvió a su asiento en la velada y nos relató que el escultor, furioso y apesadumbrado había vuelto a modelar otra Gioconda, pero que «la sonrisa no le salía» y que, por minutos, se estaba desesperando (Por todo comentario le dije:
-«Leonardo de Vinci mora en los infiernos. Ahora me lo explica todo…»

Mis palabras tuvieron la virtud de catalizar ese clima mágico, casi ritual, que había logrado crear la carta de Osborne. Creí estar, otra vez, junto a los papiros e inscripciones egipcios de su esotérico escritorio de la calle Alonso Ovalle. Los muchos años que había estado separado de Osborne, las lagunas del tiempo, a decir verdad, en esos instantes, ya no las sentía. Asocié, de inmediato, la destrucción de la Gioconda a la del caballo gigantesco a Francisco Sforza, modelado en cera. Ví a los ballesteros franceses, bulliciosos y fuertes, con los bíceps prominentes, disparar sus ballestas contra el coloso, como si fuesen los rayos de una luz siniestra. Y vi pequeñas hebras de cera, resbalar como lágrimas por la pulida superficie del colosal caballo.

Al día siguiente llegamos al taller y mansión de Taboada para ver la nueva Gioconda. Todos, sin exceptuar ninguno de nosotros, nos quedamos mudos. La nueva Gioconda era pesada; carecía de énfasis vital. («Es una italiana cualquiera, sin luz, dijo mi infra yo, en su tono interior más bajo y deprimido que era posible»). Taboada nos miraba a todos un poco consternado. Como si fuese un náufrago presa de la fatiga, no se atrevía a interrogarnos. Tomé el espejo veneciano y me puse a mirar las palmas de la colina de enfrente. Luego volví al estudio y escuché a la madre de Natalia que decía:

-«La boca de la otra era muy distinta… Debió ser más grande…»
Como la arcilla estaba fresca, Taboada avanzó hacia el busto y dio algunos toques… Mejoró bastante, pero no era la otra… Imposible. No era todavía la otra… Sin embargo, comprobé que nuestras memorias podrían reconstituirla. Con una audacia que casi me pareció desparpajo, manifesté:
-«Tiene los ojos demasiado abiertos. La otra miraba en forma distinta…»

Taboada avanzó nuevamente e hizo algunos retoques. Ahora sí que reía..: Era otra, pero volvía a ser la Gioconda. Los ojos de Taboada también se iluminaron como si dos coleópteros muy negros se hubiesen, súbitamente, incrustados en ellos, en un vuelo muy rápido como de prestidigitadores diminutos. Natalia e Isaías dieron nuevas instrucciones. Taboada parecía un autómata teleguiado. ¿Ahora éramos nosotros los escultores? Estábamos llevando a la arcilla a la otra, a la Gioconda entrevista por Osborne, a tantos miles de millas de distancia?

-«Ignoro por qué -le dije a Taboada-, pero hoy creo que fue Leonardo de Vinci el que destruyó a la otra…»

Mientras el ángelus cubría de invisibles rosas la colina de enfrente, abandonamos el taller. Cuando el automóvil ya estaba en marcha, la madre de Natalia nos dijo con pleno énfasis:

-«¡Qué va, su ángel lo abandonó y la de ahora es otra…!”
Efectivamente, la primera Gioconda ya no se podía reconstituir jamás. Era la Gioconda Siboney con la más pura gracia de las mujeres del Caribe. Era la que irritó a Leonardo y volvió a Taboada supersticioso. La nueva Gioconda era una Gioconda que sonreía tristemente. Taboada, varias veces, por indicaciones nuestras, esa misma tarde, trató de superarla, pero fue en vano. Las instrucciones eran erradas y había que borrarlas. En esa forma quedó definitivamente esculpida. Cuando la arcilla estuviese seca, una semana o más, sería llevada al gran horno de cocción para luego ser trasladada al bronce para siempre. Se usaría la técnica de los moldes de arena ante la imposibilidad de utilizar los de cera.

Una semana después recibí una llamada telefónica de Taboada. La noche estaba serena y veía desde mi casa -muy elevada por cierto, en un edificio de veinte pisos- cómo la constelación de Sagitario iba descendiendo sobre el mar. Un clima de magia envolvía a Taboada. Me hablaba de Osborne y de los almoductos con un brío desconocido. De la teoría de éste en el sentido de que el espíritu debe ser un fluido, una onda. Hacía acotaciones o comentarios y me decía que a él, como escultor, lo había impresionado extraordinariamente, pues de los miles de almoductos que dejaron abiertos, desde los días de los egipcios los escultores del pasado, por muy pocos tal vez pasaron almas de elegidos, ondas que sólo pueden traducirse, para siempre, en el polifacético ser de Dios. Esos debían ser los inmortales. Los salvados. Y que Leonardo de Vinci, de seguro, era uno de ellos.

Pero sus sobresaltadas y afiebradas palabras ahora tenían un nuevo y raro antecedente real. En una semana la arcilla de la nueva Gioconda se había puesto negra, cosa que nunca, ja más, le había sucedido en su ya larga vida de escultor con casi sesenta años de edad… Luego me decía que este suceso inesperado lo había hecho ver que sería una imprudencia llevar el busto al horno de cocción donde podría hacerse mil pedazos y que había optado por sacar una copia en yeso para evitar nuevas zozobras y fracasos inesperados. Sólo me limité a decirle, con cierta ironía:

-«Ya lo ve, ahora se puso negra. . . Dígame si Leonardo de Vinci no mora en los infiernos…»

La Habana 7, 8, 9 y 11 Feb, 1962.

por Antonio Undurraga(*)

(*) “El Eclipse de Narciso y otros cuentos” Editorial del Pacífico, 1973.

Exerion

El niño permanecía inmóvil frente a la máquina, concentrando sus fuerzas en las manos que comandaban una palanca y dos botones de disparo. El ruido-ambiente saturaba los sentidos, pero más le preocupaban los sonidos de las naves y pájaros enemigos cayendo sobre él como sueños hostiles. Y mientras mataba pequeñas aves y destrozaba grandes pájaros de origen galáctico, sus manos aprendían a moverse rápido, a deducir los ángulos de ataque y disparar en el momento justo.

Enemigos. Uno a uno fueron cayendo. Uno a uno fueron destruidos. Y en medio del paisaje planetario de ese mundo lejano, casi sin notarlo, pudo ver de pronto como los ojos se volvían pantallas…

La primera noche fue la noche que comenzó a ser su padre.
Ahora le quedaba como una hora antes de que lo mataran y entre todas las cosas que podía hacer pensó que quizás lo más apropiado era dejar que las pantallas de la terminal se cubrieran con el paisaje de algún antiguo juego de video. Buscó uno en especial. En realidad todos eran especiales, aunque EXERION parecía el más adecuado. Lo inició, tomó uno de los comandos y bajó la luz del sótano hasta muy cerca de la oscuridad.

Parte de su cara se reflejaba en las pantallas y las luces estimulantes del juego se entremezclaban con la negrura del visor que cubría sus ojos y gran parte de su rostro. Rápidamente las luces se perdieron a medida que su vista se concentraba en los gráficos destellantes y en la pequeña nave que disparaba, esquivando enemigos.

EXERION no era un juego difícil. La nave que uno comanda se mueve por toda la pantalla, eludiendo pájaros y pequeñas naves-mariposas y naves-círculos que caen en fila, especialmente para que uno las destroce en ese orden. El disparo es opcional: tiro a tiro o una constante ráfaga automática. El único problema es que las balas se acaban, pero si te mantienes matando lo suficiente puedes ir recargándolas. Un verdadero círculo cerrado.

Como juego EXERION es definitivamente prehistórico. Hasta hace veinte años era posible emularlo, pero ya no se encontraba en ninguna parte y sólo descansaba en la memoria dura de algunos fanáticos. Además, para los adictos del gamewave EXERION no tenía ninguna gracia, como muchos otros juegos de esa época. La mayoría gastaba su tiempo combatiendo en neurored, aniquilando enemigos reales estacionados en otras regiones del globo, o sencillamente siendo víctima de una emboscada en algún suburbio de la hypernet. A veces él se dejaba arrastrar por el vértigo de estar en varias partes al mismo tiempo, combatiendo, pero se necesitaba demasiada habilidad y energía para mantenerse vivo, algo de lo que carecía constantemente.

Sin embargo, EXERION había sido, por allá en 1986, un verdadero vicio para él. Era el tiempo en que los juegos descansaban en pantallas semejantes a los antiguos televisores, puestos en cabinas negras adornadas con dibujos espaciales que representaban los distintos juegos. Bajo las pantallas había una palanca de control y un par de botones, lo suficiente para mover una nave y disparar. El juego se activaba con una ficha, que comprabas a la entrada de la galería. Después de un tiempo, que no era demasiado largo, el juego se volvía familiar y si te entusiasmabas lo suficiente podías alcanzar un puntaje sobresaliente, que permanecía luminoso en la pantalla con las iniciales de tu nombre. Entonces sabías que había algo en lo cual eras el mejor o sencillamente superior al resto.
Se volvió fanático cuando apenas rozaba los diez años. Quizás menos. Ahora tenía cincuenta y seis, de eso sí estaba seguro, aunque a veces sentía el doble. Su cuerpo descansaba casi inerte sobre un sillón hidráulico que se movía por toda la habitación, mientras su único brazo le servía de grúa. Sus piernas no tocaban el suelo, porque ya no estaban. A veces trataba de recordar cómo era sentirlas pero rápidamente volvía en sí, concentrándose en las pantallas de su terminal o en algo más llamativo. Pero sólo las pantallas parecían lo suficientemente reales, lo suficientemente activas para reanimarlo. De ellas salían cables que se unían a él a través de pequeños enlaces, puestos en su cabeza y en el muñón de un brazo que tampoco estaba. Era un sistema de conexión anticuado, pero él se sentía así.

Recordó esos tiempos cuando el juego lo agarró fuerte, tanto como después lo harían los computadores y terminales, aunque aquella sensación de recuerdo era más difícil de precisar. Bastaba, claro, activar el programa de recuperación neural y sus recuerdos volverían con formas más reconocibles, volverían a parecer un poco más claros, como sueños transparentes con algo qué decir. Pero cada vez el programa se hacía insuficiente, mientras el invisible e indestructible nanoraser devoraba rostros y lugares, cubriendo los vacíos con un vacío nebuloso y onírico que no alcanzaba para germinar alguna emoción o sentimiento que aguardaba su oportunidad. Pero estaba seguro que algo temblaba todavía en su espíritu, un lugar que el electro-borrador sub-atómico no podía alcanzar y, aunque lo hubiese hecho, quien lo hubiera programado no le había enseñado todavía a desaparecer pedazos de algo que era, por esencia, inmaterial. Bueno, eso es lo que él creía.

El recuerdo de EXERION había sobrevivido al nanoraser y a veces creía que era lo único que podía quedar en su mente. En ese momento no lo sabía (quizás nunca), pero tenía la impresión que era capaz de recordar pequeños y significativos detalles: la vez que aprendió el truco de las maniobras generales para despistar a sus enemigos; la vez que alcanzó el primer challenge stage antes que sus compañeros de colegio; el día que logró llegar más allá de donde solía morir el resto, siendo el resto adolescentes del liceo y escuelas públicas (los mejores), tipos desconocidos, universitarios y jugadores eternos. Cuando dejó por primera vez su nombre en el registro y se abrió paso entre la masa que esperaba su turno, sintió algo que podía ser felicidad o una extraña satisfacción, cómo cuando hacía un gol y sus compañeros corrían detrás de él para abrazarlo. Entonces regresó a la casa y ya no volvió a ser el mismo de antes.
Se habían llevado a su padre.

La casa estaba en desorden, como si un viento hubiese penetrado y remecido las cosas y los rostros. Su madre hablaba por teléfono, y esa voz le hacía creer recordar su rostro deformado por la angustia, asustándolo. Parecía que el rostro acogedor y cercano se hubiese perdido, o nunca existido. Luego llegaron sus hermanos, preguntando qué había pasado y tratando de calmar a su madre, mientras poco a poco llegaban otras personas para enterarse con cuidado de lo que había ocurrido. Vio rostros familiares y otras personas que sólo creía conocer a la distancia, pudo ver otras muchas cosas y también nada, pero en ningún momento creyó o sintió que era parte de ellas. Observaba una película, una película inquietante que no parecía terminar y que amenazaba con volverse todavía más aterradora. Se quedó entonces mirando, tratando de hacer algo pero sus manos eran sólo capaces de destruir enemigos en EXERION y no podían reparar lo que ocurría en casa. Sólo cuando descendió la noche su hermana lo abrazó y él sintió el llanto que deseaba emerger pero que ella retenía con dificultad. Durante muchos días observaría a cada uno de ellos caer y volverse sollozos ahogados, a medida que el tiempo pasaba y su padre se volvía una figura borrosa o extraña.

Parecía que aún sostenía en su mente algo de esas cosas. Creía recordar los rostros de su familia, sus características, aunque el recuerdo no era tan potente, volviéndose en algunos momentos un sueño. ¿Había sido así? ¿Lo había abrazado de verdad su hermana? ¿Había desaparecido la sonrisa siempre irónica de su hermano que en algo recordaba al papá? ¿Era la madre la que lo acariciaba una noche en que ambos descubrieron que no podían dormir?

¿Había jugado realmente EXERION ese día?
A veces, cuando despertaba en noches más oscuras que otras, las cosas emergían confundidas y llegaba a dudar de que alguna vez se hubiesen llevado a su padre. Quizás, pensaba, no era él, sino su madre, o tal vez sí era el papá, pero lo habían soltado y estaba todavía vivo o probablemente muy enfermo esperando morir. Tal vez ya había muerto y él no recordaba eso. Quizás, luego de una lenta agonía había fallecido y él, muy indiferente y sin sentir nada, se había puesto al margen. Entonces llegaba a estremecerse algo desesperado tratando de hacer coincidir todo y estar seguro de que nada de eso había ocurrido y que su padre de verdad no había vuelto ni su cuerpo encontrado. Era entonces cuando creía que era capaz de volver a cerrar sus ojos, pero ya los recuerdos verdaderos estallaban poderosos y debía enfrentarlos sin conciliar el sueño, mientras buscaba en la oscuridad encender las pantallas de su terminal, activando los enlaces.

Y cuando lo hacía, siempre semejaba ser la primera noche.

Dentro de media hora lo van a encontrar y lo van a matar. Cuando se dio cuenta de eso hace cinco años pensó en cómo podía escapar y salvarse. Pero luego entendió que no valía la pena y que cuando todo estuviera cerca algo se le ocurriría. Bueno, se le ocurrió lo de EXERION. No estaba mal. De seguro era algo importante. ¿Lo era? Aunque hacía tiempo el juego estaba en el disco antiguo, no se había atrevido a activarlo y jugar. No por los recuerdos, sino porque podían liquidarlo muy luego y entonces los cincuenta y seis años se volverían más reales y pesados. Tenía presente en sus ojos esa vez cuando entró a una galería y descubrió el juego en un rincón, colocó una ficha y no duró más que un par de minutos, mientras sus manos eran incapaces de maniobrar con agilidad y sus naves eran destrozadas una y otra vez con demasiada facilidad sobre el reflejo de su cara ya media envejecida y escéptica.

Pero ahora tenía tres grandes pájaros encima y mientras los llenaba de balas y sus colores cambiaban hasta que estallaban, sentía que era capaz de alcanzar los diez años.

“Lo primero era desactivar todos los enlaces”, pensó como si estuviera explicándoselo a alguien en especial. Y no sólo eso. También debía cortar el circuito eléctrico (a veces usaban una onda de detección de flujo electrónico), cubrirse con una manta dispersora de calor y rezar para que las señales de ultra sonido del satélite metropolitano se perdieran gracias a una tormenta. En realidad lo mejor era abandonar el lugar y escapar muy rápido.

Cuando activaban una alarma de IEP (Intruso en Progreso) y luego pasaba a “fuga neural” (Robo de Datos Clasificados) los tipos iban con todo, menos una orden de detección. Sabía lo que les pasaba a quiénes desafiaban los sistemas de seguridad. Desaparecían completamente. No era posible recuperarlos ni siquiera en la hypernet.

Observó la hora. Todavía le quedaba tiempo. Aún era posible llegar muy lejos en EXERION…

No supieron nunca más de él. La casa tampoco volvió a ser la misma. Y claro, tuvieron que pasar por toda la rutina ineludible de esos años: primero un espantoso miedo que los llevó a abandonar la casa, viviendo con parientes, apelotonados en una pieza. Luego abandonaron Santiago por un buen tiempo hasta que las cosas se calmaron.

Entonces emergió la rabia, expuesta en su hermano que juraba volar algún día un cuartel o liquidar a alguien, mientras su madre contemplaba impotente como el odio amenazaba con destruirlos. Tardes cuando su madre regresaba de una dolorosa revisión de listas.

Querellas sin esperanza y eternos abogados que saben mejor que uno
que no se puede lograr nada. Largos procesos. Fallos en contra que derrumban en un día lo que iba quedando de ellos. Las fantasmales fotos en blanco y negro de su padre puestas en carteles, que alejaban el recuerdo de su cara entusiasta, irónica y paternal.
Marchas en conjunto. Velas a medianoche.

Y cuando se apartó de todo aquello, cuando se aburrió y dio media vuelta se quedó solo.

Solo, pensó, justo cuando por un descuido unos misiles lo destruían. Al igual que su familia… y él sin sentir nada. Durante años se preguntó por qué, cómo había llegado a ese estado tan distante.

¿Dónde se había ido la pena, el dolor, la furia y los deseos de venganza? ¿La impotencia? Algo, algo mucho más poderoso que el nanoraser que infestaba su cabeza lo había devorado todo, todo lo que debió emerger de su corazón, dejándolo así, como un muñeco escéptico que no espera nada y que no daba nada, sólo disparos contra enemigos virtuales y noches enteras frente a las pantallas. Pero al principio había estado junto a su ellos, en los inicios de la rutina. Había expuesto su rostro triste y perdido, buscando no desentonar con los sentimientos del resto, hasta que se le hizo insoportable.

Se alejó y el resto de su familia no se lo perdonó. Nadie lo hizo. Pero estaban equivocados. Él quería al viejo. Él amaba a su padre. Pero todo había sido tan rápido, tan abrumador y aplastante que sentía que también se habían llevado su sensibilidad y la posibilidad de seguir creyendo. Esa tarde, cuando volvió a su hogar también sintió que algo dentro de él había desaparecido. Tenía la impresión que aún estaba frente a EXERION y que las fichas no se le habían terminado. Esa persona, ese niño de diez años estaba por ahí en algún lugar, y mientras destrozaba una fila de naves-círculos, pensó que durante todos esos años se había convertido en una torpe y confusa continuación o imitación envejecida de ese niño distante, simulando estar vivo y presente.

El niño siguió disparando y eludiendo naves con asombrosa habilidad.

Faltaban como quince minutos para que llegaran. No tenían nombre oficial, pero en el ambiente se les conocía como “rastreros”. Una división especial que agrupaba a personal de Inteligencia Informática de las Fuerzas Armadas Unidas (FAU). La habían creado luego que un estudiante argentino neutralizara el sistema insular de alerta temprana durante la crisis de Ushuaia. Pero con el tiempo sirvió para ayudar a la policía para detectar crímenes menores. Claro que no faltaban los tipos vivos que se daban una vuelta por los archivos militares y en eso la ley de intra-seguridad era muy clara: veinte cinco años. Claro que la orden no escrita lo era todavía más: cinco balas en la cabeza o un láser de desintegración molecular de alto poder.

Le metió unas cincuenta balas a una bandada de pájaros que lo estaban bombardeando constantemente. Las aves se volvían pedazos que luego desaparecían al instante mientras otro grupo los reemplazaba. Hizo una maniobra general, subió hasta el borde superior de las pantallas y luego esperó que lo atacaran de nuevo. No alcanzaron. Mientras descendía los fue acribillando en orden, desapareciendo.

Sonrió.

Mantenía aún tres vidas de reserva y el indicador señalaba 356 balas. A ese ritmo llegaría muy lejos. ¿Qué tan lejos se podía llegar? No tenía idea. Había un tipo en Italia que aseguraba haber alcanzado los 3.679.100 puntos. Podía probarlo. Y aunque fuese mentira, él lo creyó, pensando que alguna vez alcanzaría esa cifra, sólo con el anhelo de sentir que lo había logrado. Pero aún así, llegaba un punto en que los juegos antiguos se ponían repetitivos y cansaban como una rutina. Podías cruzar cuantas etapas pudieras y siempre era casi lo mismo.

Buscar al papá había sido siempre lo mismo. ¿Y cómo podía entender el resto que para él ya no significaba nada seguir con todo aquello? ¿Cómo podía explicarles que él no sentía nada y que no había nada peor que no poder sentir nada cuando sabes que tienes que hacerlo? Que unos hombres lleguen a tu casa, tomen a tu padre, se lo lleven a un lugar donde poco menos que lo fríen, donde se divierten interrogándolo, y luego terminan arrojándolo como un saco de papas o una bolsa de basura algún hoyo muy frío a medio hacer, al mar oscuro o… algo más terrible que no sabes, pero que tu intuición te estremece. ¿Cómo podía sentirse distante de eso?

Cuando lo contrataron como consultor táctico y les ayudó a proteger archivos y enseñarles que tan lejos se podía llegar a través de redes interactivas el porcentaje de la población que todavía recordaba el asunto no superaba el diez por ciento. ¿Eran todos tan insensibles como él? En algún momento todos olvidaron lo que pasó, lo que podía volver a pasar, lo que a veces pasaba y lo que aún no había sido enterrado, no porque fuesen malvados u otra cosa sino porque se vivía en un olvido constante. A veces observaba la ciudad y se preguntaba cuántas personas que vivían ahí no tenían a nadie o no eran nada, simulando tener una vida que nadie con exactitud sabe que de verdad existe. Cuánta gente bondadosa y especial existía caminado entre la multitud, personas que si desaparecieran no llamarían la atención de nadie. Cuántas estrellas había en esa galaxia fría que al apagarse no eran notadas por los miles de observadores escépticos. El mundo era un campo de desaparecidos. ¿No era posible recuperar algo con un poco de voluntad y algo de empatía? Como le había dicho un oficial de inteligencia de la FAU: “Con un poco de suerte se pueden recuperar nombres, edades, fechas de nacimiento, cargos públicos, militancias, fechas de detención, destinos finales, fotografías… no de todos, claro. Pero por supuesto que podrían recuperarse y conservar datos claves. La información no desaparece, sólo se transforma… Si esas personas se pudieran reconstruir, podríamos hacer que vivieran de nuevo. Sólo para volverlas a desaparecer”.

“Lo cierto, es que nada de lo que recordamos alguna vez, permanece
lo suficiente”.

Veinte minutos y estaré muerto.

La voz daba vueltas en su mente sin delinear los labios. Hacía mucho tiempo que prefirió mantener el silencio, aún cuando recordaba tardes enteras hablar con los fantasmas de otros tiempos, de todo momento. Y es así como uno comienza a comprender el sentido de la soledad. Primero le hablas a un cigarrillo, luego a las pantallas, y si no hay espacio para un perro que te escuche, entonces las palabras dan vueltas en el vacío hasta que imaginas que alguien está frente tuyo, escuchando sin responder.

Pero necesitas respuestas, necesitas delinear un pensamiento ajeno, que al principio es sólo lo que quieres escuchar para que exista un poco de diálogo, para que tus propias palabras tengan una oportunidad. Así empieza a tomar forma la personalidad de un ser que ya no existe o que no puede existir cerca de tuyo. Y así se empieza a imaginar a una persona, a partir de sus contornos, de sus ropas o de su cara. Era difícil crear un rostro, y un cuerpo existiendo al mismo tiempo. Pero vio los rostros de los familiares empapados de una última fe, vio los cuerpos cobrar vida cuando les mostraba primero un cuerpo, luego un movimiento, y al final una voz que sonaba familiar o que la necesidad convertía en algo verdadero.
Y vio las lágrimas, el dolor diluido por un nuevo amanecer para quienes la oscuridad de la pérdida era el único ambiente conocido. Devolvió la vida a muchos. Ganó dinero. Y ahora esperaba que lo destruyeran sin importar si eso le dolía demasiado.

A los lejos, escuchó la ciudad temblar. Algún satélite de la policía bombardeaba una población del oeste de Santiago. Unos pájaros bombardearon su nave, pero pudo esquivar eso, hacer un nuevo giro y hacerlos pedazos.

Si la vida fuera EXERION, serías inmortal.

La cantidad de gente desaparecida en esos años variaba de acuerdo a distintos informes. Pero su padre nunca se aferró a ninguna ideología y lo que es peor, nada tenía que ver con los partidos políticos ni con los movimientos subversivos. Entonces, ¿por qué se lo habían llevado? La familia entera denunció el caso como una persecución política, pero en secreto intuían quizás que no tenía nada que ver. Fue la necesidad de ser tomados en cuenta por los movimientos que buscaban la verdad, todas esas familias que con el retorno de la democracia fueron indemnizadas por el Estado. ¿Había sido entonces esa la razón para alejarse de ellos? Nunca se sintió de izquierda ni de derecha. En verdad, todos esos grupos le incomodaban, ya sea por un problema de temperamento o algo más oculto.

Nadie de quienes lo conocieron entendió que trabajara para los militares, los que supuestamente habían detenido a su padre. La FAU no puso problemas. Por el contrario, le interesaba que estuviera en sus filas, siendo experto en algo que recién comenzaba a inundar la estrategia militar. Les ayudó a crear sistemas de detección y búsqueda, así como también tácticas de combate. Pero no pudo evitar la búsqueda de ese hombre que llevaba su apellido. Después de todo, reprogramar los códigos de acceso que protegían la memoria de la FAU de los últimos cincuenta años, no era más difícil que jugar por primera vez a EXERION.

La primera noche hizo un simulacro de infiltración. Activó un cultivo de bacterias de división acelerada, cuyo objetivo era despertar los sistemas de alerta temprana. En paralelo, activó un sistema metástasis de escaneo evolutivo. La idea era configurar un mapa de acceso, extrapolando los niveles de entrada, y registrando cualquier sector vulnerable. El objetivo final no era, sin embargo, encontrar una puerta de acceso. Lo que buscaba era emular los sistemas de vigilancia y convertirse en uno de ellos cuando decidiera entrar. Era como colocarse el mismo uniforme para luego traicionarlo.

Un par de horas después descifró la anatomía de los alertas temprana. Ahora era cuestión de esperar. Chequear que no lo habían descubierto y concentrarse en su búsqueda.

Sería la primera noche del fin de su vida.

Los ojos comenzaban a cerrarse, pero EXERION seguía ahí. Más pájaros, más naves, sucesión infinita de enemigos que destruir. Quien diseñó EXERION nunca pensó, quizás, que hubiese alguien dispuesto a jugarlo casi eternamente.
Giorgio Bonetti. Ese era el nombre del italiano que mantenía el más alto score en el EXERION. Debió ser un gran tipo. Y George Anastasiadis, el griego que creó una página tributo en la antigua Internet. La página sobrevivió después de su muerte, como una casa abandonada en la oscuridad de la ciudad, hasta que la red desapareció en la Guerra de las Seis Horas, llevándose a la tumba todos sus registros. Cierto, nada permanece. Nada, quizás puede permanecer lo suficiente.

Y mientras acribillaba un ave alienígena, pensó que quizás había un cielo digital donde los archivos espirituales tuvieran una segunda oportunidad.

En el infierno del olvido, siguió disparando. Uno a uno los enemigos caían. Uno a uno, los recuerdos sucumbían bajo el demonio llamado nanoraser.

Los secretos militares se cruzaban con decisiones estratégicas, así como las operaciones encubiertas se confundían con actividades de rutina. Planes de batalla, informes de situación militar vecinal, desarrollo de componentes para misiles furtivos, entrenamiento de niños para control a distancia de vehículos remotos, misiones especiales, estadísticas de UFO sobre las principales ciudades del país, infiltración de satélites venezolanos… Si hubiese sido un espía, al servicio del Perú o de lo que quedaba de Bolivia, habría estallado en tensa euforia. Y sin embargo, todo parecía virtual en el vacío que dejaba el nombre de su padre.

¿Dónde estaban los archivos del pasado distante? ¿1986, 1978, 1973? ¿Los detenidos, los oficiales al mando de los interrogatorios? ¿Los encubrimientos?

Si la información había sido eliminada era mejor devolverse, mientras podía hacerlo. Sin embargo, convertido en una alerta temprana, podía engañar a los verdaderos vigilantes que seguían luchando contra los sistemas de infiltración que había introducido como señuelos. Usando un haz de visión simultánea, pudo revisar cada suburbio de información sospechoso de contener algún indicio de la verdad perdida. No tendría mucho tiempo. Si había algo que encontrar debía estar muy oculto o quizás muy distante.

De pronto apareció un fragmento que parecía un nombre. Uno como cualquier otro. Lo extraño era que no debería figurar en ese lugar: un antiguo manual de simulador de vuelo. El nombre estaba adosado a ese paquete de información, y al diluir la densidad de datos por giga/nanom pudo sumergirse entre los párrafos de especificaciones técnicas para instalación y uso. Y entre medio de palabras aéreas, números de elevación y coordenadas de ataque, emergieron frases que hablaban de ese nombre, lo suficiente para saber que era un fragmento de historia olvidada. Un tipo como cualquier otro que fue detenido, interrogado y que nunca más se supo de él.

Comprendió, entonces, que se trataba de un sistema de archivo zodiaco. Una modalidad de constelación de datos que permitía diseminar la información adherida a otros archivos que no guardaban ninguna relación. Los archivos de personas desaparecidas que buscaba eran sólo huéspedes de archivos más grandes, y eso evitaba un rastreo directo. Sabía de qué se trataba, pero le sorprendió no haberse enterado antes. Después de todo, seguía siendo un consultor táctico de la FAU.

Utilizando el registro temporal de adhesión de datos, pudo detectar otros archivos huésped. No todos habrían sido adheridos durante un único momento, por ende sería imposible encontrar todo. Sin embargo, no lo necesitaba. Al registrar una cantidad suficiente de datos-huésped logró lo más importante: configurar parte del mapa de constelación que los unía.

Se alejó a una distancia de noventa gigas/nanom. Los fragmentos de palabras e imágenes se convirtieron en destellos fugaces, iluminando la estela vacía que dejaba su presencia. Y mientras se alejaba, mientras su perspectiva cruzaba los espacios semánticos de millones de fragmentos que hubiese querido asimilar, pudo sentir simultáneamente rastros de personas, nombres y vidas que de pronto supo que nunca alcanzaría a amar. Diseminadas, estaban por lista y cada uno guardaba una ficha y su posible destino. Había distintos nombres que llevaban a distintas imágenes. Gente tan olvidada como los créditos finales de una película.

Pero sintió que el tiempo se le terminaba y su padre no aparecía por ningún lado. Probablemente descansaba en algún lugar de la constelación de archivo y en ese caso, lo mejor era registrar toda la constelación de datos. Extrapoló los enlaces de conexión, para configurar el link de entrada, que en jerga infowar se denominaba punto aries. Una vez configurado, podría escanear fácilmente toda la información relacionada y registrarla en su memoria.

Inició la secuencia y su perspectiva comenzó a retroceder nuevamente, mientras el torbellino de información comenzaba a tomar forma. Los destellos comenzaron a delinearse en un conjunto de fragmentos axiales, en millones de píxeles que dieron forma a un trazo todavía difuso, y unas letras que buscaban dar forma a un pedazo semántico.

Las letras se volvieron un nombre, y cuando la distancia fue suficiente pudo ver con claridad qué decían.

Era el nombre de su padre.

Un pájaro multicolor estalló herido de muerte antes que pudiera iniciar el descenso. Era el último del vigésimo escuadrón que atacaba y sintió remordimiento por liquidarlo tan rápido. En las pantallas no había dolor, eso estaba claro. Por eso era fácil matar.
Si había tiempo para que las personas sintieran dolor, nada tenía que ver con la muerte de los recuerdos. El dolor, comprendió, emergía cuando de una u otra forma no tenemos conciencia real de que en alguna parte existimos. Y que en ningún lugar podemos existir.
Sin embargo, la urgencia de las respuestas iba disminuyendo. Faltaba sólo él. Llegarían dentro de muy poco. Siempre lo supo. Siempre supo que llegaría la hora de morir, incluso en EXERION.

Su padre había muerto, y él también dentro de poco. Sin duda, los rastreros ya estaban borrando todo, confiscando las memorias de esos programas reflejos. La resurrección es peligrosa e ilegal en un mundo acostumbrado a morir. En un mundo donde todo debe perecer, donde nada puede permanecer.

Y si para el resto de las personas funcionaba de igual forma, entonces un recuerdo detallado, preciso, coherente desde cualquier ángulo podía ser quizás tan fuerte como algo real.

O quizás más verdadero.

Y a esa hora de la noche, minutos antes que lo mataran, EXERION era lo único real.

2 millones de puntos…
2 millones 530…
2 millones 867…
3 millones…

En algún minuto, o quizás desde siempre, el nanoraser comenzó a transformarse en el único recuerdo.

Debió saberlo. Ningún consultor táctico podía salir ileso luego de infiltrarse el punto neurálgico del sistema militar. El nanoraser estaba dentro de él un segundo después de salir de la memoria de la FAU. El nanoraser en su cabeza podía acabar lentamente con él y hacerlo desaparecer sin necesidad de cavar un hoyo o sobrevolar un mar profundo y oscuro. Cuando logró detectarlo ya había coagulado las arterias de sus extremidades y sólo pudo salvar su brazo derecho. Luego se llevaría los nombres de su familia y gran parte de sus rostros. Recuperó algo con un programa neural de emergencia, pero el nanoraser siguió ahí, transformándose en parte de su vida y de su insensibilidad. Nublando las imágenes del pasado, disolviendo su propio cuerpo, transformando su interior en un vacío infinito, hasta que ya no hubiera nada a qué aferrarse.

Por escasos momentos lograba recordar un tímida sensación de lo que había hecho. Porque un nanoraser es sólo una represalia inmediata, no una sentencia de muerte. Guarda para sí el registro de lo que está disolviendo. Si venían a matarlo, era porque nadie podía crear mundos sintéticos, ni reflejos de antiguos muertos, sin permiso. No era un asunto ideológico, ni siquiera de seguridad interior. Era sólo un mandato legal, que él había violado, y para lo cual la muerte era un destino como cualquier otro. Todos robaban datos, incluso información de defensa. Eso ya era una media sentencia de muerte, si el robo era excesivo.

Y los nombres de los perseguidos, de los muertos eran parte de un punto de entrada en la memoria de la FAU. La única razón posible de esa configuración que llevaba su apellido y el nombre de su padre era que todos estuvieran conectados a él.
“Podemos recuperar la información”, le había dicho el oficial de la FAU.

Y en algún momento, pensó, pudieron obtenerla. Pudieron saber quienes eran los que había que capturar. Pudieron configurar una lista de quienes había que interrogar.

El supo desde siempre hacia dónde había que disparar en EXERION, cómo liquidar a las naves pequeñas, cómo evadir el peligro inminente, los movimientos para sobrevivir más tiempo. Durante años sus tácticas fueron un secreto que nadie estaba interesado en conocer.

Y esa noche, cuando entendió quién había sido en realidad su padre, no perdió tiempo en compartirlo con nadie. Las historias de los delatores siempre excitan a las masas, pero lo que yace en lo profundo de la motivación de un hombre es impenetrable. No hay código de acceso que romper, no hay secuencias de infiltración que activar.

Cuando los ojos se vuelven pantallas, cuando los muertos observan desde la eternidad del recuerdo, sólo queda buscar un pedazo de redención lo suficiente para cerrar los ojos sin la angustia de la rutina.

Así que un minuto antes de abandonar la memoria de la FAU absorbió los rasgos de los desaparecidos. Se los llevó en su mente, en el archivo cuyo nombre era su padre.

Pero los rastreros vendrían esa noche a cobrar otra cuenta: los cientos de mundos y las cientos de personas desaparecidas recuperadas ilegalmente.

¿Y por qué nadie luchaba por hacerlo legal? ¿Por qué sólo existía la firme voluntad de un tipo desconocido por recuperar a los muertos?
Quizás, pensó una vez, porque esas creaciones mitigaban el dolor. Y una sociedad se sostiene económica y socialmente gracias al dolor. Y quizás también, gracias al olvido.

Una mujer viuda que había perdido a su hijo… reconstruido en forma de un programa interactivo. Tomar una foto, delinear un cuerpo, darle movimiento a partir de los recuerdos y las evocaciones. Colocar esa imagen, ese reflejo de alguien y hacerlo vivir nuevamente en una realidad algo más que virtual… Entonces una mujer podía reencontrarse con su hijo, hablar con él, abrazarlo en algún espacio que simulara un hogar ya muy lejano, el hogar que ya no existía… el momento único cuyos contornos aún temblaban en algún lugar de la memoria. Habría quizás tiempo para decirse tantas cosas, porque aunque fuese mentira – y lo era – ésta podía ser mejor que el vacío o la nostalgia dolorosa de lo que nunca fue. Habría quizás tiempo para volver a sentir al ser ya muerto. Y a través de esa resurrección pasajera, recuperar un segundo que fuese eterno en la memoria.

Buscó entonces a los parientes de las víctimas que aún vivían. Por una suma de dinero razonable les ofrecía estar de nuevo con los seres queridos ya olvidados.

Y para probar que el proyecto era posible, comenzó por él mismo y ese padre ahora muy distinto.

La primera noche cerró los ojos y buscó el recuerdo.

Las imágenes se comprimieron sin límites de tiempo y espacio, sólo sensaciones lejanas imposibles de sintetizar. De pronto comprendió que en su mente no había algo concreto a qué aferrarse, algo con forma definida que pudiera emular. ¿Y qué era entonces un recuerdo? ¿De qué estaba hecho? ¿Eran sólo impresiones vagas que la intensidad emocional transformaba en cuadros vívidos engañando la psiquis de cada persona? El recuerdo de un primer beso a la persona amada, o del proceso que la llevó a la muerte… ¿Eran algo que tuviera verdadero sentido, si ya no existían en el tiempo y en espacio? La mente no reconstruía el tiempo; lo vivido no era posible de repetir. El recuerdo parecía sólo un ejercicio de la mente para convencer a la conciencia que algo había sucedido, sin importar lo difuso, lo distante y lo ajeno que podía ser. Las emociones hacían el resto.
Siento, luego existo.

Y él no sentía nada. Y si buscaba sentirlo, no había algo seguro a qué aferrarse. Sólo imágenes sin sustancia. Lo hecho y sucedido con su padre no era más que una secuencia de episodios marcados como pautas de un suceso histórico, pero del cual comenzaba a sentirse parte. Sí, podía creer recordar. Podía creer que los hechos estaban dentro de él, pero no parecía existir ninguna imagen donde ese padre fuese tan claro y preciso. Además, no sabía qué padre recordar. ¿El que habitaba su hogar cuando niño? ¿El delator? Si pensaba reconstruirlo, debía definir quién era ese hombre, qué había dentro de él que definiera contornos y rasgos precisos. Si tenía una voz, cómo sería el tono de las palabras, la historia de ellas. Cómo serían sus ojos cuando observaban las ruinas internas de su alma. ¿Había disturbios en ellos? ¿Había distancia y melancolía cuando miraban a ese niño que jugaba frente a la pantalla?

La primera noche fue la noche que comenzó a ser su padre.

Iban a llegar muy pronto, pero no le importaba. Estaba todo listo y no podía evitarlo. Durante años calculó exactamente el tiempo en que demorarían en encontrarlo luego de que supieran quién les extrajo la información. Durante todo ese tiempo no había podido encontrar la forma para escapar y salvar su vida. Su vida, los cincuenta y seis años que llevaba en el cuerpo. ¿Su cuerpo real? Todos esos años… ¿qué había sucedido a través de ellos? ¿Era el vacío sobre los vacíos lo que diluía el tiempo y lo convertía sólo en cifras de referencia? Pensó que quizás era culpa del nanoraser que aún seguía activo que quitaba algo de aquí y que lo había dejado como muñeco mutilado. Pero muy pronto entendió que era algo más. Algo, una sensación que no se podía borrar y que era capaz de traspasar los sentidos y la memoria. Era a veces la soledad, o también una noche interminable frente a las pantallas. Era un trabajo insulso y agobiante o una noche de año nuevo observando el reloj fijamente sin moverse. Era un caminar entre la multitud inexpresiva y hostil antes que perdiera sus piernas o sólo el sillón hidráulico que a veces se atascaba. Era un corazón que se hacía cada vez más frío, que pierde su forma y color… un nombre demasiado común hundido en miles de nombres comunes, un hombre en una ciudad de diez millones de seres que saben o conocen algo que tú perdiste. Era la inutilidad de las redes que no podían llevarlo a ese pasado tan necesitado. Era un brazo que se extiende en la cama y que no encuentra a nadie, una caricia a un cuerpo que sólo imaginas y que deja su forma delineando un agónico sentir.

Entonces comprendió instintivamente que no valía la pena escapar. Después de todo, no vendrían a matarlo, ni tampoco a hacerlo desaparecer. Él ya no estaba. Quizás nunca había estado. La vida se había encargado de hacerlo desaparecer como un holograma que pierde su fuente de energía y luz, la poderosa vida que se agitaba allá afuera y de la que el resto parecía beber, excepto él.

Escapar. Una palabra emitida fácilmente… escapar de ellos no tenía sentido. No había adónde ir. Se hallaba prisionero en mundo que no tenía pasado ni futuro, sólo un presente oscuro de evocaciones que el vacío diluía. Como su padre.

Observó las pantallas. EXERION permanecía inalterable, el mismo paisaje, los mismos enemigos. Era increíble la fascinación que surgía en su interior. Era imposible no dejarse arrastrar por el paisaje y repetir los movimientos, en una indolencia casi eufórica que no lograba comprender.

No lo recordaba, pero existía una razón más allá de la simple y resignada elección, más allá de cualquier impulso adolescente e irresponsable para jugar EXERION. La intuición estremecía con rara fuerza, en silencio, como suele golpear dentro de cada ser la revelación. Había una razón para estar ahí, en medio de una oscuridad, y observando el rostro en las pantallas. Una razón certera y comprometida que hablaba de la verdadera búsqueda y fe. La fe, había sentido siempre, es poderosa cuando carece de apellido y a esa hora de la noche, faltando poco para que lo mataran no había otra cosa a la cual aferrarse.

Había una razón…

O quizás una convicción. La idea clara que al final del juego, al final del más alto score existía una puerta esperando abrirse lo suficiente. Y al otro lado, de forma irreal o soñada, un espacio con su propia forma o con sus propios contornos de conciencia y recuerdos buscando convertirse tiernamente en el paisaje que esperaba.

Si llegaba al final, si llegaba a ese score imposible… existía la posibilidad de que sólo quedaran las pantallas luminosas mil veces repetidas. ¿Qué tan seguro podía sentirse para esperar lo que siempre se ha esperado?

Lo suficiente. Al final del juego, intuía, debía existir algo. Eso era un fragmento de fe. Un pedazo infinitamente irrelevante, quizás, pero suficiente para esa noche, para la última noche.

Al final de EXERION, cuando el juego no podía soportar más puntos, o más aves derribadas, sobrevivía algo suyo. Por eso estaba ahí, disparando como si el destino de la galaxia estuviera en sus manos. No había nada más. Cuando se tiene por fronteras los límites de un cuerpo semi-destruido, cuando el espíritu parece ser sólo una materia inerte consumida por el miedo y la amargura, por el cansancio o el tiempo, sólo el pedazo de conciencia que sobrevive puede imaginar lo suficiente. Cuando no queda nada, pensar puede ser un placer y el pensamiento faltando poco del score era que el fin del juego daba paso a otra cosa.

Final del juego, código de acceso.

Fin de una vida, acceso a la eternidad de un paisaje delineado noche tras noche.

Vívido, de límites cercanos y familiares.

¿Quién juega al final del juego?

Estaban cerca. Muchos años atrás su padre también debió sentir que estaban cerca. Encerrado en una celda, o refugiado de forma anónima en un pueblo de la zona austral. Las personas pasan la mayor parte de sus vidas tratando de olvidar que se espera la muerte. Su padre nunca había vuelto, sabía demasiado para volver a la rutina, y era mejor mantenerlo furtivo en algún lugar. Encerrado, debió entender que ya estaba muerto. Era sólo cuestión de esperar el momento en que lo llevaran a un lugar elegido para que no existiera nunca más. Quizás siempre lo supo. Quizás entendió que en el plano de una vida sin nada, lo mejor era pavimentar su propia muerte.

Observó el score. Pronto llegaría a donde nadie se había asomado. Concentró entonces sus fuerzas en el juego y empezó a destruir sin vacilar, acabando con todos rápidamente. Disparó, moviéndose con demasiada habilidad, mientras los pájaros gigantes y las naves-mariposas se sucedían, volviendo a desaparecer. Y de pronto, como si no lo hubiese notado, vio que ya había pasado la marca y que fácilmente se extendía por los sobre 5.555.555 puntos. Echó su cuerpo atrás y una pequeña sonrisa rejuvenecedora que podía volverlo atrás, a 1986 o sólo dejarlo ahí, emergió, dejándolo completamente liviano, en una extraña suspensión que atraía cosas a su mente, penetraban en su espíritu y eludían al nanoraser. Era tal vez la figura de su pasado o quizás los ojos de su madre, y la sonrisa de su hermano o hermana, el cabello de ella, o sólo todos juntos en alguna fotografía o en una apacible Navidad. Quizás era sólo él, frente a una máquina, en una galería de juegos antiguos, usando sus últimas fichas, colocando su nombre e imaginando el rostro de su padre reflejado en la pantalla, viendo cómo lo había logrado, recordando el nombre del juego.

Su único brazo abandonó el comando y dejó que lo destruyeran una y otra vez hasta que las pantallas se volvieron borrosas y registraba en el ranking parte de su nombre. Entonces creyó que algo volvía. No estaba seguro, tal vez fue sólo un estremecimiento, pero era real y hacía que algo temblara aún dentro de él.

Tal vez el nanoraser titubeó o sólo era su pasado reconstruyéndose en segundos, reconstruyéndolo en partes que se reconocían y que se estrechaban en una hermosa y extraña felicidad. No podía estar seguro, quizás fue sólo un estremecimiento…

Volvió a sentir.

Sintió que se acercaba, que el paisaje alrededor cobraba otra dimensión. Una parte suya se alejó de la terminal, mientras al otro
lado de las pantallas se abría un nuevo mundo.
Las pantallas todavía parpadeaban en la oscuridad del sótano, iluminando a un extraño cuerpo que permanecía conectado aún, esperando en silencio o sólo silenciando la espera.

El sonido de las máquinas de juegos llegó hacia él como un recuerdo distante, elevando la imaginación de los sentidos. Aquí y allá se podían ver adolescentes y niños jugando u observando el ritmo de los juegos. Su cuerpo deambuló por las máquinas, echando miradas por sobre las espaldas de los jugadores y curiosos que miraban embobados las cadenas de disparo, los diferentes niveles y las tácticas para cruzarlos. Como un fantasma, su rostro deambuló por las pantallas sonoras, un reflejo crepuscular que nadie distinguía en medio del estallido de píxeles que daban forma a nuevos paisajes, insert coin y game over.

De cualquier forma, su rostro no existía. Bastaba con ser una sombra para reforzar la existencia.

Dejó que el sonido de las máquinas lo llevara a EXERION. Al principio escuchó un rumor, luego lo que parecía una caída de naves-mariposas, y finalmente el sonido inigualable del disparo ametralladora. Dejó entonces que sus ojos atravesaran el paisaje humano, y ahí, en un lugar que podía ser un rincón o el centro de todo, estaba el niño que buscaba.

No había sido difícil reconstruirse, aunque en ese momento era quizás lo menos importante. Le bastaba con saber que ese niño era él, o algo programado para ser el niño que había sido, en su versión de 1986.

Ahora caminó despacio, manteniendo la realidad. Construir un pedazo de mundo que no se derrumbe en poco segundos es la primera misión que exige la vida. Se acercó entonces lentamente, buscando la distancia necesaria.

El niño evadía los peligros, las naves hostiles, mientras el score sumaba puntos. Uno a uno los enemigos eran destruidos. Uno a uno, las manos aprendían a matar.

Durante largos minutos, la escena se repitió constantemente. Inmortal, sin miedo a la muerte, sin imaginar que existía algo así, el niño se hizo eterno en la vastedad de EXERION. Los minutos se volvieron pantallas, niveles inalterables modificados sólo por la presencia de enemigos.

Hasta que de pronto el niño fue destruido. Nadie pareció darse cuenta. Así parecía ser la vida: un paisaje inalterable, hasta quede pronto algo te vence y te destruye, en medio de un universo indiferente.

El niño permaneció quieto frente a la pantalla. Al mirarlo, sintió un impulso intenso. Pero fue el niño quien levantó sus brazos para tomar la palanca y el botón, sólo para poner su nombre en el registro del día.

Y en el primer lugar del ranking, el nombre de Víctor Morales resplandecía con fuerza propia. Sus letras se volvían trazos luminosos en el paisaje nublado.

Y antes que pudiera cerrar los ojos, antes que el paisaje terminara, pudo ver como el niño daba media vuelta. Su cara parecía no tener rasgos, sólo contornos desplegados con dolor o con un poco de ternura. La cara algo muerta, algo viva, el registro distante de una extrapolación exo-genética, fragmentos de un rostro que esperaba morir al otro lado de las pantallas.

El niño avanzó hacia él, y antes que pudiera moverse atravesó su cuerpo, como si ambos fuesen espectros.

Ahora las pantallas yacían oscuras. EXERION estaba muerto.
No quiso abrir los ojos, sólo poder recordar la secuencia completa. No era el pasado, ni siquiera el presente. La emulación y el momento que había construido era esa secuencia que ahora se mantenía constante, él y su padre, los dos en silencio, como siempre había sido. No había podido recrear ni falsear nada. Aún el intento de crear algo distinto era inútil. La verdad permanece, la esencia de las cosas no puede cambiarse.

Cada noche que reconstruyó a los desaparecidos pareció ser siempre una primera noche. Había buscado que los seres queridos tuvieran una segunda oportunidad. Que los rostros volvieran a mirarse, o sólo que los corazones volvieran a sentirse. Nunca se está solo si aún muy lejos está el ser amado. Buscaba recuperar lo que pudo haber sido, un pedazo lo suficiente para imaginar un instante, un ambiente o sólo un fragmento de extraña e irrepetible ternura. Buscaba ser otra vez el niño que con una solo una ficha y una pantalla muy luminosa podía imaginar un mundo y suficiente felicidad para todos dentro de él.

Había buscado sentirse como su padre, mirándose a sí mismo. Y en ese pedazo ficticio, sólo sintió distancia y dolor.

Hay algo que ningún nanoraser, ninguna técnica puede borrar y es el dolor que nace en cada uno de nosotros. El dolor siempre permanece, nunca se olvida, y si por alguna razón parece distante, siempre habrá forma que las circunstancias lo recuerden.

Las circunstancias convirtieron la vida en un juego eterno, un niño que se eleva para caer. Para morir en el recuerdo.

Mátenme… mátenme igual que a él.

Pensamientos como ecos imperceptibles.

Porque siento tu dolor… el dolor de tu perspectiva. Sin dolor no sabías quién eras. Disturbios en tus ojos… Hasta que el sueño vuelva a caer…

Un segundo después un láser de alto poder penetró la pared de la habitación y atravesó su cabeza. El cuerpo se desplomó inerte mientras otros disparos destruían las pantallas y la oscuridad cubría lo que quedaba del crepúsculo de la habitación.

Fui recuperado en medio de un vértigo que me costó entender, aunque ya estoy en suspensión, lo suficiente para poder ser parte de lo que sucedía más allá de las pantallas. No estaba activado. Puedo ver y me he visto a mí mismo desde hace una hora, aunque me costó reconocerme, porque no tengo forma, ni sentido. Han pasado muchos años… no estoy seguro. Aquí siempre parece ayer y mañana. Soy EXERION… soy Víctor Morales… soy también voces y ojos perdiéndose en pantallas difusas… un padre irreconocible… un
delator… un niño que juega hasta morir.

Soy NANORASER 808… suspendido, esperando que me encuentren para renacer… o desaparecer para siempre. Puedo ser un juego que termina más allá de los cinco millones de puntos donde se puede acceder a una imagen del pasado. O puedo ser una emulación que flota en una galaxia de emulaciones y que espera su oportunidad. No tengo vida, pero si alguien me activa, podría parecer vivo. Será una larga espera. ¿Quién podría querer recodar la vida un hombre y su padre muertos? ¿Quién eres tú para sentir serlo?

¿Hay alguien que haya jugado EXERION y recuerde su nombre como solía hacerlo un niño cuyos recuerdos diluidos parecen temblar en mí?

Pablo Castro Hermosilla

Especial Nanocuentos II

Editorial
Lo que todos esperaban: especial nanocuentos II.
Sergio Alejandro Amira

Uroboros
Elella era su propio padre y madre.
Sergio Alejandro Amira

Espinas
Dulce dolor, me permites conocer la realidad.
Hernán Pizarro

Infierno
Yo, el clon, encerrado conmigo.
Gabriel Mérida

Alojamiento
Residencial El Infierno. Plazas vitalicias. Potente calefacción.
José Carlos Canalda

La novia
¿Y si no eres invisible, sino imaginaria?
Gabriel Mérida

Gestalt
Cuerpo: constructo de cadáveres
Mente: una sola
Sergio Alejandro Amira

Extremistas
Depresivos, anoréxicas y proletarios harán la revolución.
Gabriel Mérida

Irónico
Surcó espacio infinito. No llegó a ningún lado.
Gonzalo A. Brusella

Madurez
Suicidarme mucho, poquito, nada. No suicidarme.
Gabriel Mérida

Sofoco
Mercurio al Sol: “Apártate, me das calor”.
Carmen Cañedo Gago

Final
Y vivieron las perdices… comiendo a los protagonistas.
Joaquín Vásquez Amarales

Decreto
Dios no existe.
Firmado: Satán.
José Carlos Canalda

Átomo
Murió de asfixia al reducir su tamaño.
Sergio Alejandro Amira

Mentira
Mentí. Esta mano amputada no es tuya.
Santiago Eximeno

Impostor
Cayó del cielo, pero no era Superman.
Sergio Alejandro Amira

Mutante
No miento, dijo lengua bífida.
Eligio Amthauer

Gremlins
Te dije que no lo mojaras, ¡idiota!
Sergio Alejandro Amira

Invasión
Vinieron los marcianos.
Y predicaron su religión.
José Carlos Canalda

Miedo
La niebla se abre.
Inexorable.
Allá adelante.
Gabriel Mérida

Dependencia
Lo siento, los cables están demasiado incrustados.
J. Reveco

Austera
Medusa no se peina ni maquilla.
Sergio Alejandro Amira

Creacionismo
Los graznapos comían pastojas bajo los aguárboles.
Joaquín Vásquez Amarales

¡Hola!
Enfilo la guadaña, y corto la conversación.
Vladimir de la Cruz

Conciencia
El recién nacido exclamó: Creí ser algo
Carmen Cañedo Gago

Númen
Sombras luminosas proyectaba en la oscuridad total
Sergio Alejandro Amira

Evasión
Plateado, atlético, pixelado, corriendo por la
realidad.
Gabriel Mérida

Ambigüedad
El universo es todo y nada.
Gonzalo A. Brusella

Contacto
Extraterrestre octópodo busca chica sin prejuicios. Discreción.
José Carlos Canalda

Soberbia
“No me parte un rayo” dijo Sol.
Carmen Cañedo Gago

Milagro
Camina sobre las aguas, pero se ahoga al despertar.
Armando Rosselot

Réquiem
Urgente: Acaba de estallar la guerra atóm…
José Carlos Canalda

Discozen
Uno dos uno dos, la breve eternidad
Gabriel Mérida

Plenilunio
¡Jo!, esta fase me engorda.
Carmen Cañedo Gago

Plazo
Cuatro meses de espera murieron, yo sobrevivo.
José Antonio Disi

Rapidez
. zul al ed dadicolev al ésaperboS
Eligio Amthauer

Creación
Hízose la luz. Y saltaron los fusibles.
José Carlos Canalda

Narcotráfico
La droga, co mo el arte, era azul.
Gabriel Mérida

Dios
He alcanzado la Gloria: carezco de sentimientos.
Santiago Eximeno

Roles
Humanos que cuidan ángeles que cuidan
¿qué?
Gabriel Mérida

Unicornio
Brilla su cuerno mientras devora otra víctima.
Sergio Alejandro Amira

Monstruo
Devoraba a su enemigo. Se volvía él.
Gabriel Mérida

Preludio
Se vio a si mismo morir.

Vida
Resucitó como ser inmortal.

Metamorfosis
Se transformó en un ángel de muerte.

Esclavo
Cumplió, obedientemente, con su cometido sin piedad.

Venganza
… y mató a su amo inmortal.

Soledad
¿Qué se puede hacer después de morir?

Respuesta
Morir nuevamente.

1000
Fueron sus intentos.

1
Fue la respuesta.

Convertirse
En Dios.
Gonzalo A. Brusella

Las Esferas

por Armando Rosselot

A Frank Jackson le costó casi treinta años de su vida realizar su sueño de niño. La súbita muerte de su padre y los costos de las deudas que éste dejó como herencia, causaron que él a sus 21 años con su flamante esposa Cristie, oriundos de la ciudad de Bristol, en Inglaterra, emigraran donde su único familiar vivo en el mundo a fines de 1913: su primo Jean en la ciudad de Lyon, en Francia.

En esta ciudad Frank y su esposa hicieron muy buenas amistades con un matrimonio de ascendencia Judía, los Goldberg. Se juntaban casi todos los días después del trabajo a hablar de ciencia y astrología hasta altas horas de la madrugada mientras las mujeres zurcían y preparaban deliciosos bocadillos; era la “Belle Epoque”.

Todo eso terminó el 28 de junio de 1914: había comenzado la guerra. El 3 de agosto Alemania le declaraba la guerra a Francia, y como ya se sentía francés fue al frente con su primo Jean. De más está decir que su despedida fue triste y a sus amigos, los Goldberg, no los vió mas; viajaron a París donde otros familiares.

Su permanencia en los campos de batalla fue bastante corta, ya que a sólo cinco meses de estar en el frente fue alcanzado por la detonación de una bala de cañón que estalló a cinco metros de donde se encontraba, justo en el momento que salía de la trinchera a buscar agua. Quedó completamente sordo.

Al cabo de unos meses en el hospital se percató que podía realizar cálculos matemáticos bastante complejos, tanto o más difíciles que los que les tocó hacer a sus alumnos en la universidad, sin lápiz ni papel y a una velocidad asombrosa. Asimismo se dio cuenta que su memoria había mejorado infinitamente. La vida siguió su curso y Cristie comenzó a mostrar su vientre abultado. Frank esperaba que su hijo naciera antes de navidad.

No nació. El parto se adelantó catorce días y la fatalidad hizo que justamente ese día ni las parteras ni los médicos, que se encontraban en una emergencia, pudiesen socorrerla. El niño venía con el cordón umbilical enrollado al cuello y murió antes de poder ver la luz. Para poder sacar del vientre al malogrado niño se usaron instrumentos mal lavados y no esterilizados, y debido a ello Cristie murió de una septicemia generalizada en menos de una semana.

Frank pasó esa navidad solo y en desgracia, y se prometió no permitir nunca más el sufrimiento en el mundo, no porque fuese navidad, sino porque el hombre no merecía tanta muerte, destrucción y tristeza sin algo de magia y felicidad a cambio. Se refugió en sus estudios y libros, y al cabo de un año le llegó la noticia que su primo Jean había perecido en el frente ruso víctima del gas mostaza. La entonces viuda de su primo se propinó un balazo en la cabeza dejando a Frank sin conocidos, y con todas las posesiones de su primo como único heredero.

El afán de Frank por olvidar toda su tragedia hizo que vendiera casi la totalidad de lo heredado y se zambullera de cabeza a hacer algo por lo que se había prometido. La guerra no debía repetirse, y como devoto creyente que era, ya tenía una idea de lo que podría hacer. Luego de unos meses viajó a Finlandia, que ya no estaba en manos de los alemanes, y se radicó en la ciudad de Turku. Trabajó varios años en la universidad de la ciudad como ayudante de un académico, corrigiendo pruebas de física y matemáticas, ya que debido a su sordera no podía hacer clases. Trabajó también, la mayor parte del tiempo, en su proyecto secreto. Compró una pequeña cabaña en las estepas algo más al sur a pocos kilómetros de la costa, y ahí se dedicó a buscar renos.

A mediados de 1944 estaba todo listo, había comenzado otra guerra y Frank no deseaba perder más tiempo. Varias veces habían aparecido soldados alemanes a hacerle preguntas, intrigados por lo que la gente de los alrededores contaban sobre él. Su sordera lo había ayudado mucho en todas esas “visitas”, al igual que su nacionalidad finlandesa otorgada por el gobierno de ese país por su ayuda en materia académica y sus ensayos matemáticos.

Los renos estaban ya bien adiestrados gracias a un granjero que lo ayudó durante muchos años. La máquina también se encontraba a punto. Antes de partir en su primer vuelo de prueba, Frank se miró en el espejo, rió de buena gana al ver su abultada figura y su gran barba blanca. Salió de la cabaña y se dirigió a la máquina, que lucia una espléndida apariencia de trineo de la zona. Se sentó en él y activó la palanca maestra, con lo que el motor inductivo comenzó a operar. Los renos y el carro fueron rodeados por esferas de color; el reno que iba a la punta llevaba el control sobre los otros seis y quedó dentro de una esfera roja, al igual que el carro de control, el cual manejaba por ondas electromagnéticas. El día de la prueba había llegado.

El carro cápsula y los siete renos se elevaron suavemente en la gélida noche; las esferas de diferentes colores hacían que más que un vehículo pareciera una guirnalda voladora o un árbol de navidad volador.

Frank ajustó la bitácora de vuelo en aproximadamente 18 horas, que era lo que había calculado se iba a demorar. Esta demora más que al viaje y desplazamiento se debía al tiempo que ocuparía el procesador de abordo para repartir los presentes en todos los hogares del mundo creyente.

Desde su perspectiva la “realidad” tomó otro prisma. Como bien sabía, dentro de las esferas se encontraba en un espacio fuera del tiempo lineal planetario. Ajustó el cronómetro y el viaje comenzó su recorrido; en el exterior pensó, sólo lo confundirían con algunas estrellas de colores un poco más brillantes… Ahí estuvo el problema.

La noche del 4 de noviembre de 1944 Frank y sus renos fueron avistados por tres cazas alemanes de la Luftwaffe. Frank no los oyó, y su error fue tratar de jugar con ellos que sin previo aviso, llamándose aviso tomar posición de ataque, dispararon varias ráfagas de metralla sobre él y los renos, ocasionando espanto y terror en los animales que aún que se encontraban seguros dentro de las esferas, huyendo descontroladamente en varias direcciones dentro de éstas, dejando el trineo y cápsula sin impulso ni control.

Frank cayó unos dos mil pies sobre el mar Báltico, quedando encerrado en la esfera hasta que la temperatura del mar lo congeló, cuando la energía de la cápsula se agotó. No pudo hacer nada por su vida ni menos por todas las que vendrían después, y así su sueños de amor y paz se congelaron junto a su trineo y su traje rojo. Los renos viajaron durante muchos años, y aún lo hacen buscando desesperadamente a su dueño. Por ahí andan como esferas luminosas por el cielo, esas extrañas esferas que tanto los alemanes como los aliados avistaron durante lo que quedó de la guerra y que siguen viéndose hasta nuestros días en todo el mundo. Están perdidos y ahora sólo desean ser liberados, para correr y saltar ágilmente por los campos blancos de su natal Finlandia.

FIN

por Armando Rosselot

Los Hombres de Negro

por José Carlos Canalda

Sin duda, todos ustedes habrán conocido en alguna ocasión a gente como mi amigo Juan; buenas personas e ingenuos a la par que vehementes y, si no fanáticos, sí exageradamente obsesionados respecto a algún tema concreto, en el que acostumbran a perder su habitual compostura. Quizá la diferencia fundamental entre estas personas y los verdaderos fanáticos radique no tanto en el talante, sino en la naturaleza de sus filias y fobias; si descartamos la política, la religión y el fútbol, o el deporte de masas equivalente en determinados países, si prescindimos también de otros fanatismos antiguos, hoy trasnochados y en declive, tales como el taurino o el operístico, tendremos en todo lo que nos queda una imagen bastante fiel de estos inofensivos obsesos por temas tan dispares como puedan ser la filatelia, la colombofilia o los libros de caballerías, por poner tan sólo algunos ejemplos.

La manía de Juan, en concreto, no era otra que el sobado tema de los OVNIs y los visitantes extraterrestres, en su variante paranoica que veía conspiraciones gubernamentales por doquier para ocultar la Verdad –así, con mayúscula– de la existencia de nuestros hermanos cósmicos. Cierto es que tiempo atrás, justo en los años de nuestra común adolescencia –ambos teníamos la misma edad–, estas chifladuras llegaron a estar bastante de moda gracias a la labia y la falta de escrúpulos de una serie de charlatanes que, utilizando técnicas copiadas de la publicidad comercial, lograron hacerse famosos, y de paso millonarios, explotando la credulidad de la gente mediante una estudiada combinación de verdades a medias, jerga seudocientífica y una calculada dosis de mentiras hábilmente intercaladas; pero toda esta pirotecnia hueca se había apagado por sí sola hacía ya mucho, y los escasos seguidores que le quedaban a ese extraño refrito de dioses astronautas, triángulos varios de las Bermudas y encuentros en diversas fases no pasaban de ser ya unos patéticos frikis conocidos en los mundillos cercanos,, pero en modo alguno afines tales como ela los de la ciencia ficción, con el poco piadoso mote de magufos, neologismo procedente de la contracción de las palabras mago y ufo.

Mi amigo era una persona inofensiva, pero pesado, muy pesado; de hecho, se puede decir que era, en la práctica, virtualmente monotemático… y, claro está, acababa aburriendo hasta a las ovejas. Aunque su pesadez era ecuménica y alcanzaba por igual a todo aquel ingenuo que se pusiera a su alcance, sentía especial predilección por clavar sus garras en los integrantes de ciertos colectivos tales como los militares y los científicos –según él los principales conspiradores a nivel mundial– o los inocentes aficionados a la ciencia ficción entre los cuales, para mi desgracia, yo me encontraba.

Por si fuera poco, además de aficionado a la ciencia ficción, y solamente por ello víctima propiciatoria ya de su verborrea, se unía mi condición de amigo de la infancia, y ya se sabe que donde hay confianza da asco; pero una sabia dosificación de paciencia bíblica con autoritarismo puntual me permitían ir capeando el temporal sin necesidad de recurrir a medidas más drásticas y desagradables porque, pese a todo, yo apreciaba a ese entrañable cabezón.

No obstante, dentro de su monomanía podían diferenciarse algunas variantes que la hacían menos monótona dentro de lo que cabe. Una de ellas, producto de la mala digestión de un tema recurrente de la prensa sensacionalista, era la que denunciaba la extensión de los largos tentáculos de la censura anti-extraterrestre hasta los mismísimos viajes espaciales; ya se sabe, asuntos tales como la famosa cara tallada en la superficie de Marte, el presunto monolito de Fobos y cosas por el estilo, todas ellas silenciadas taimadamente por la NASA. En especial, Juan solía descargar su artillería en lo referente a los viajes tripulados a la Luna; no, no era de aquellos que pensaban que el proyecto Apolo fue un montaje fraudulento sino todo lo contrario, ya que defendía que los astronautas habrían encontrado demasiadas cosas en la yermta superficie de nuestro satélite y, en su mayor parte, éstas habían sido mantenidas en secreto por deseo expreso del gobierno norteamericano. Argumentos no eran precisamente lo que le faltaban, sin que la debilidad de las presuntas pruebas hiciera la menor mella en su entusiasmo.

–Fíjate –solía decirme con vehemencia–. Fíjate en lo que ocurrió con el programa Apolo. En 1957 los rusos pusieron en órbita al Sputnik. En 1961 Yuri Gagarin fue el primer humano que abandonó la Tierra, aunque tan sólo durante unas horas. Ese mismo año John F. Kennedy prometió que antes del final de esa década un astronauta norteamericano pondría el pie en la Luna; y lo cumplió, puesto que en 1969 el Apolo XI aterrizaba en nuestro satélite. A partir de entonces hubo otros seis vuelos tripulados más, incluyendo el fallido del Apolo XIII, y luego… nada. ¡Si ni tan siquiera se llegó a completar el proyecto Apolo, puesto que las últimas cápsulas las utilizaron para los programas del Skylab y la misión Apolo-Soyuz! ¿Es lógico que desde entonces no se haya vuelto a mandar ni a un solo astronauta a la Luna? ¿Cómo te explicas que la Luna sea el único astro importante del Sistema Solar que no ha recibido la visita de una triste sonda en todas estas décadas?

Bueno, esto último no era del todo cierto, ahí estaban los Lunajod rusos, pero a Juan no le faltaba razón; claro está que había explicaciones para ello mucho más sencillas y verosímiles que su pretendida conspiración científico- militar; pero resultaba completamente inútil intentar convencerle de ello.

–Tienes que tener en cuenta que el móvil principal de la carrera espacial era la guerra fría entre rusos y americanos –argüía yo sin demasiado éxito–, y es sabido que llegó un momento en el que los soviéticos tiraron la toalla, con lo cual no tenía sentido, desde un punto de vista político, seguir insistiendo en ello, sobre todo teniendo en cuenta que el proyecto Apolo era escalofriantemente caro. A la NASA le recortaron drásticamente su presupuesto, por lo que tuvo que centrarse en proyectos más baratos tales como las sondas automáticas o el proyecto del trasbordador espacial… no les quedaba dinero para mucho más.
–Pamplinas –era su imperturbable respuesta; el tesón de mi amigo corría parejo a su inquebrantable fe- Si tuvieron dinero para enviar sondas a todos los planetas exteriores, si se han hartado de mandarlas a Marte perdiendo la mitad de ellas por el camino, ¿no podían haber mandado siquiera alguna a la Luna, que estaba aquí al lado?
–Hubo una…
–Sí, la Clementine; pero tú lo has dicho. Una. Y ni tan siquiera era de la NASA, sino militar. ¿No te parece extraño?

A mí me podía chocar este aparente desinterés, por supuesto, pero no encontraba nada excepcional en ello. Al fin y al cabo la NASA necesitaba desarrollar proyectos lo suficientemente espectaculares como para recabar la atención del gran público, única manera de obtener fondos suficientes para su funcionamiento; y no cabía duda de que a esas alturas un programa de exploración lunar, por muy importante científicamente que pudiera resultar, no sería demasiado popular en su país… ¡si hasta los últimos vuelos del proyecto Apolo pasaron sin pena ni gloria! Bastantes descalabros habían tenido ya con la pérdida de la mitad de su flota de trasbordadores espaciales –el Challenger primero, el Columbia años después–, con los consiguientes escándalos acarreados por el descubrimiento de su forma chapucera de trabajar, para meterse en más berenjenales. A estas alturas, cabía suponer que con salvar los muebles sus responsables se dieran yadarían con un canto en los dientes.

Pero Juan no opinaba así. Según él, los astronautas americanos habrían encontrado en la Luna determinadas cosas que a su gobierno le interesaba silenciar, y qué mejor manera de hacerlo que congelando cualquier atisbo de posible exploración lunar; los rusos, evidentemente, no contaban mucho a estas alturas. Como pruebas irrebatibles de su aserto esgrimía un grueso legajo de amarillentos recortes de periódico, contemporáneos del proyecto Apolo, en los que se exponían las más descabelladas hipótesis acerca de lo que aparentemente se habría descubierto en la superficie de nuestro satélite… pura charlatanería barata de la prensa sensacionalista de la época, pero para Juan tan dogma de fe como las leyes de Newton o incluso los mismísimos Evangelios.

La conclusión que él sacaba de todo este batiburrillo, no era otra que la certeza de que en la Luna existían unas enigmáticas construcciones levantadas allí por los Grandes Galácticos, o por sus primos hermanos, con objeto de vigilar la evolución de la humanidad en prevención de posibles desmanes que pudieran llegar a suponer una amenaza para la paz y la estabilidad de la galaxia… desde luego, lo que se dice original, no lo era demasiado.

–Ya –le solía azuzar sin que al parecer fuera consciente de mi sorna–. Me estás hablando del famoso monolito de 2001…
–No exactamente, pero por ahí van los tiros –al menos había leído a Clarke–. Puede que esas bases estén habitadas por sus constructores, o puede que sean unas simples estaciones automáticas… pero ellos no pueden estar muy lejos, quizá en la cara oculta de la Luna, que no visitaron los astronautas limitándose a circunvalarla a gran altura, quizá en Marte, lo que explicaría la misteriosa desaparición de tantas sondas espaciales justo antes de llegar a su destino.
–Comprendo –fingía yo hipócritamente dándole carrete–. Nuestros guardianes tienen que permanecer dentro del Sistema Solar para poder reaccionar con suficiente rapidez en caso de que a nosotros nos diera por perpetrar alguna trastada. ¿Me equivoco?

Aunque Juan no lo supiera, lo que a él le parecían sólidas teorías no eran sino un cúmulo de viejos y apolillados tópicos procedentes de la ciencia ficción popular, e inspirados inicialmente en las fobias de la desaparecida Guerra Fría; pero a él esto le daba igual, imbuido como estaba por la audacia de los ignorantes.

–Y dime –insistía yo en aquellas ocasiones en las que me encontraba con suficiente humor para aguantar sus incansables peroratas–, ¿cómo puede ser que los habitantes de un planeta atrasado e inculto como el nuestro pudiéramos llegar a suponer una amenaza para nuestros poderosos vecinos? ¿No crees que exageras un poco?
–En absoluto –solía ser su rotunda respuesta–. Las ratas, o las langostas, no son excesivamente inteligentes en comparación con los humanos, y sin embargo llegan a convertirse en plagas. Puede que para los Galácticos no seamos más de lo que las cucarachas lo son para nosotros, pero pese a ello las exterminamos…
–En ese caso, ¿por qué no aprovechan para hacerlo ahora, que todavía estamos concentrados en un único planeta? Con esterilizar la Tierra con sus poderosas armas, asunto solucionado.
–Cabe suponer que ellos tendrán también sus criterios éticos o ecológicos –aparentemente tenía respuesta para todo–, y mientras no supongamos un peligro, preferirán dejarnos tranquilos; pero en el momento en que pongamos un solo pie fuera de nuestro planeta, la veda quedará levantada –concluía sombrío.

Si su interlocutor, tras haber tenido la paciencia de aguantar hasta ese momento, osaba recordarle que el hombre había puesto en la Luna no un pie, sino los dos, y además en varias ocasiones, Juan proclamaba indefectiblemente que eso había sido jugar con fuego, y que no nos habíamos quemado de puro milagro. De ser ciertas sus pintorescas teorías, jamás en toda la historia habría estado la humanidad tan cerca del desastre, y sólo gracias a la afortunada perspicacia de los responsables del programa espacial norteamericano había sido posible conjurar la amenaza…. a pesar de que, en lo que parecía ser una flagrante contradicción de estas teorías, tan celosos vigilantes deberían estar perfectamente al tanto de nuestros avances tecnológicos, independientemente de hasta donde hubieran llegado nuestros astronautas..

Era asimismo evidente que la carrera espacial no se había interrumpido en modo alguno a pesar de la suspensión de los vuelos tripulados a la Luna; los astronautas seguían volando con mayor frecuencia que nunca, por más que su singladura estuviera limitada a los escasos centenares de kilómetros sobre la superficie terrestre a los que orbitaba la Estación Espacial Internacional. Pero las sondas automáticas habían escudriñado casi todos los rincones del Sistema Solar, algo que en teoría debería ser potencialmente más peligroso para nuestra integridad que los tímidos desembarcos realizados décadas atrás en nuestro satélite.

Bien, pues hasta para eso tenía una explicación el bueno de mi amigo. Según él, a los Galácticos no les importaba que los gobiernos de las potencias mundiales fueran conscientes de su existencia; antes bien preferían que fuera así, puesto que sólo se puede temer aquello que se conoce. Por esta razón toleraban que la NASA, o el resto de las agencias espaciales –la rusa, la europea, la japonesa…– enviaran sondas a los distintos astros del Sistema Solar con misiones exclusivamente científicas, aunque no dudarían un instante en destruir aquéllas que se aproximaran demasiado a sus bases. Otra cosa muy distinta sería que reanudáramos la exploración y la conquista del universo, ya que hasta la propia Luna nos estaba vedada. La Tierra era, a decir de Juan, una inmensa prisión cósmica que no nos estaba permitido abandonar.

Evidentemente Juan estaba chiflado, pero su chifladura era del todo inofensiva y, si me apuran, hasta simpática. Por lo demás, era una excelente persona que jamás había hecho daño a nadie y, dada su situación social –soltero– y laboral –funcionario de nivel modesto–, difícilmente lo hubiera podido hacer incluso si éste hubiera sido su deseo. Huelga decir que su capacidad real de convicción era virtualmente nula, ya que a causa de su pesadez ahuyentaba hasta a los interlocutores más pacientes; y en estos tiempos tan abstrusos en los que los visionarios y embaudadores embaucadores de toda laya pululaban y medraban por doquier, contaba con todas las papeletas para pasar inadvertido en mitad de tanta morralla.

Pero el destino quiso que los dados rodaran de una forma muy diferente a la prevista. Cuando Juan descubrió el nuevo juguete de Internet se zambulló en la red con la fogosidad de un neófito, descubriendo con sorpresa la existencia de un auditorio afín que compartía plenamente sus ideas. Pronto se olvidó de sus polvorientos recortes, sustituyéndolos por la participación en un puñado de listas de correos en las que intercambiaba opiniones con gente tan zumbada como él, y con visitas asiduas a diferentes páginas Web donde se denunciaba la ya aludida conspiración gubernamental –daba igual de que gobierno se tratara– en todo lo relativo a los extraterrestres. Pero al fin y al cabo Juan era feliz, no perjudicaba a nadie e incluso había dejado de darnos la tabarra a los amigos. Así pues, ¿qué más se le podía pedir?

Durante algún tiempo esta situación se mantuvo sin cambios, para satisfacción de Juan y también, ¿por qué no reconocerlo?, de todos nosotros. Pero hubo un momento, sospecho, en el que en elal círculo de mi amigo comenzaron a ingresar personajes menos inofensivos… al menos eso es lo que deduje a posteriori, puesto que en ningún momento él me dio ningún tipo de explicaciones salvo para mostrarme su entusiasmo ante el cada vez mayor número de personas interesadas en estos temas. En los últimos tiempos, eso sí, daba mucha importancia a una asociación que presuntamente se estaba formando con el fin de combatir el oscurantismo oficial. Según decía no pretendían en modo alguno provocar a los extraterrestres por cuanto de peligroso tenía para la humanidad, pero sí exigían el derecho de los ciudadanos a conocer la verdad.

A simple vista esto último podía parecer una extravagancia más, pero a la hora de la verdad fue probablemente lo que le costó la vida al pobre infeliz. ¿Qué pudo ocurrir para que un juego inocente acabara convirtiéndose en una trampa mortal? Lo ignoro, aunque todo parece indicar que hubo un momento en el que Juan y sus amigos, de forma inadvertida pero no por ello menos peligrosa, cruzaron una invisible línea roja que habría de marcar de forma indeleble su destino.

Vuelvo a repetir, por si acaso no hubiera quedado suficientemente claro, que no creo en absoluto en toda esta parafernalia de ovnis, visitantes extraterrestres y demás zarandajas por el estilo; mucha gente piensa que, por el simple hecho de ser aficionados a la ciencia ficción, tendríamos que estar interesados en esta sarta de tonterías, e incluso son muchas las librerías que ponen en un mismo estante los libros de ciencia ficción junto con los de realismo fantástico y ocultismo. Y eso molesta, como molestaría que te tildaroan de loco por el simple hecho de haber leído el Quijote, pongo por caso.

Pero vayamos al grano. Uno de los tópicos más extendidos dentro del mundillo en el que se movía Juan, era el de los Hombres de Negro. No, no me estoy refiriendo a las películas de este título, unas divertidas parodias del cine de ciencia ficción, sino a esos personajes misteriosos, mezcla de espías y de matones que, según los teóricos del realismo fantástico, serían el brazo ejecutor mediante el cual se impediría que determinados secretos salieran a la luz, incluso si para ello fuera necesario silenciar para siempre a los testigos molestos.

Como cabe suponer yo no creía en la existencia de estos siniestros individuos, pero Juan evidentemente sí. Y los temía, puesto que los consideraba los esbirros de los conspiradores contra los cuales luchaba. Yo me mofaba de su ingenuidad y le insistía una y otra vez en que no se empeñara en ver gigantes donde sólo había molinos, pero…

Una mañana, hará de esto poco más de un mes, Juan fue a buscarme a mi trabajo. Se trataba de algo insólito, ya que esto suponía que él había faltado al suyo; además, su rostro pálido y demudado mostraba a la legua que algo iba mal. Algo grave, a juzgar por su desencajada expresión.
Tuve que irle a buscar un vaso de agua para que se calmara lo suficiente para poder hablar. Según me dijo con voz entrecortada, le perseguían.

–¿Quién? –pregunté incrédulo, sorprendido de que alguien pudiera acosar a una persona tan inofensiva como mi amigo.
–¿Quiénes van a ser? –respondió con apenas un hilo de voz– Los Hombres de Negro. Hace unos días conocí cierta información auténticamente revolucionaria acerca del tema de los extraterrestres asentados en la Luna… Y ahora me persiguen para matarme.
–¡Pero hombre, no exageres! –exclamé sin poder evitar que se trasluciera la perplejidad que me causaba lo melodramático de su historia–. Eso no puede ser…
–¿Por qué no? –gimió lastimeramente ante mi patente escepticismo–. Ya asesinaron a mi informante, y ahora vienen a por mí; yo soy el siguiente de la lista.

Lo confieso, me reí. Lo hice de una manera tan espontánea, sin poderlo evitar, que mi pobre amigo se apabulló todavía más.

–¿Por qué te ríes? –balbuceó dolido–. ¿Es que no me crees?

Por supuesto que no le creía; su historia era demasiado truculenta como para convencerme. Pero él estaba realmente aterrorizado, así que opté por replegar velas en un intento de conseguir que se calmara; tampoco quería que le dieradarle un arrechucho. No obstante, no fue mucho lo que logré conseguir a la hora de pedirle que me concretara los detalles, ya que tan sólo se limitaba a repetir una y otra vez que su afán por conocer los saberes prohibidos le había condenado a muerte. Pese a mi insistencia, no conseguí que me dijera, cosa rara en él, en qué consistían esos al parecer tan peligrosos datos.

–No quiero marcarte con mi desgracia –fue su tajante respuesta–. Bástete con saber que hay cosas en el universo que es preferible no conocer jamás.

Bueno, en realidad esto tampoco tenía demasiado de original; creo recordar que ya a finales del siglo XIX los teósofos, unos chiflados precursores de los modernos movimientos esotéricos, ya decían algo parecido. Yo seguí sin creer una sola palabra de lo que decía mi amigo, pero temía intranquilizarlo todavía más; así pues, fingí aceptar su dramática explicación.

–Pero si te persiguen, el simple hecho de visitarme ya me convierte automáticamente en sospechoso…
–No, puedes estar tranquilo. Ellos disponen de medios infalibles para saber quiénes han traspasado el umbral y quiénes no. No me preguntes de qué métodos se sirven para ello, porque lo desconozco; pero sé que ocurre así.
–Eso me tranquiliza –mentí piadosamente–. Pero al menos podrías decirme si los dichosos Hombres de Negro son esbirros de nuestros propios gobiernos o si, por el contrario, obedecen órdenes de los propios extraterrestres…
–¿Qué importa eso? –de haberme creído la historia, yo hubiera pensado que sí importaba–. Lo único que cuenta es que existe una conspiración de silencio, y que el precio a pagar por enfrentarse a ella no es otro que el de la propia vida.
–No creo que sea para tanto –objeté–. Al fin y al cabo, por mucho que tú supierassepas, dudo mucho de que pudieras puedas hacer nada para desviar el curso de los acontecimientos.
–Puede que yo sea insignificante –masculló con tristeza–. Pero mis palabras no lo son.

A partir de ese instante la conversación derivó por otros derroteros, digamos, menos dramáticos. Juan parecía haberse resignado a su para él inevitable destino, lo que le infundía un fatalismo que no dejaba de resultar patético. Le consolé, le tranquilicé cuanto pude y, cuando un rato después me comunicó su deseo de irse, no tuve por menos que sentirme aliviado. Ya se le pasaría la murria, recuerdo que pensé. Lo que ignoraba, era que no le volvería a ver con vida.

Dos días más tarde, cuando casi me había olvidado del tema, recibí una llamada de la policía. Juan, además de ser soltero, carecía de familia cercana. Vivía solo a modo de ermitaño, y fuera de sus recientes y superficiales amistades hechas vía internetInternet, prácticamente no contaba con ningún amigo. La policía, tras identificar su cadáver, buscó infructuosamente algún allegado, encontrando en su agenda mi número de teléfono. Así pues, me tocó bailar con la más fea.

Tras pasar por el duro trago del depósito, un inspector me invitó a un café para calmarme, al tiempo que me explicaba las circunstancias del óbito. Mi pobre amigo había sido cosido literalmente a puñaladas en una sórdida calle del casco antiguo tristemente famosa por la prostitución masculina que medraba en sus aledaños. Aunque no había testigos presenciales, tanto la hora del asesinato –un fin de semana casi de madrugada– como las circunstancias del mismo inducían a pensar en un turbio encuentro con chaperos saldado de forma trágica; la desaparición de la cartera hacía suponer que el móvil del crimen había sido el robo. Por supuesto la policía se hallaba investigando el caso, del que existían varios precedentes en la zona, e incluso contaba ya con una relación de posibles sospechosos; pero su detención y castigo no devolverían la vida a sus víctimas.

Me ocupé –¿quién iba a hacerlo si no?– de todos los trámites de su triste entierro, y también procedí a liquidar su escaso patrimonio. Juan vivía en un piso de alquiler, así que lo único realmente suyo eran sus magros ahorros, que se consumieron con los gastos del entierro, y sus anticuados vestuario y ajuar, que entregué a una organización benéfica. Tan sólo conservé, más como recuerdo que como verdadero interés, su colección de libros esotéricos y de realismo fantástico. Con sus amigos de la red, con los que conversaba desde un cibercafé ya que no disponía de ordenador propio, ni siquiera me molesté en contactar, aunque me consta que estaban al corriente de la tragedia.

Ocupado en estos menesteres, en un principio di por buena la explicación policial. Pero días más tarde, ya con mayor sosiego, comencé a atar cabos descubriendo con sorpresa la existencia de varios cabos sueltos que no acababan de encajar. Para empezar, tenía la absoluta certeza de que Juan no era en modo alguno homosexual, ni mucho menos pederasta. A decir verdad era una de esas personas de sexualidad atrofiada a las que el sexo apenas les motivaba, pero si escasa era la atracción que sentía por el género femenino, todavía menor era su interés por el masculino.

Además Juan era una persona de hábitos muy rutinarios y jamás le había visto trasnochar salvo en casos de estricta necesidad, y menos aún moverse por barrios tan poco recomendables a la par que tan alejados de su domicilio. De hecho, y según toda lógica, jamás debería haber estado en ese lugar. Pero allí lo encontraron, o cuanto al menos a su cadáver.

No obstante, lo más inquietante estaba aún por llegar. Cuando me puse a indagar sobre las otras tres o cuatro presuntas víctimas de los chaperos asesinos, como empezaban a denominarlos los periódicos sensacionalistas, me encontré en todos los casos con hombres de mediana edad y un perfil similar al de mis amigos, todos ellos a decir de la policía con posibles tendencias pederastas. Lo alucinante del caso, era que todos habían participado de forma activa en las listas de correos que frecuentaba Juan, como pude comprobar personalmente tras reventar su ingenua clave de acceso. ¡Si ni tan siquiera utilizaban alias informáticos!

En un principio estuve tentado de comunicar mis sospechas a la policía, pero posteriormente cambié de opinión. Si Juan no había logrado convencerme a mí, ¿cómo podría conseguirlo yo con los agentes? Me tomarían por un chiflado, y de poco serviría negar su homosexualidad dado que siempre quedaría la duda de una práctica oculta de la misma. Por si fuera poco la policía acabó deteniendo a los presuntos asesinos, una banda de menores extranjeros con muy poco que perder en su apaleada vida y las neuronas arrasadas por los estragos del pegamento; las pruebas eran al parecer lo suficientemente sólidas para inculparlos, por lo que tras ser puestos a disposición judicial el caso quedó archivado.

Yo seguía sin creerme la heterodoxa teoría de los Hombres de Negro, pero no obstante no me acababa de satisfacer la interpretación oficial. Había algo incómodo en ella, algo que se revelaba como artificial; pero a falta de una explicación más convincente, hube de darla por buena…

Hasta ayer. Si han seguido ustedes –supongo que sí– las noticias internacionales durante estos últimos días, se habrán sobresaltado sin duda ante la catástrofe del ambicioso proyecto espacial chino, con su gigantesco cohete, mayor incluso que los antiguos Saturno V, desintegrándose en el aire apenas unos segundos después de su lanzamiento. Nada de particular habría en ello, puesto que los rusos y los americanos también habían sufrido percances similares, de no darse la circunstancia de que el destino del cohete chino no era otro que nuestro satélite, donde pretendían iniciar la construcción de la primera base lunar de la historia de la humanidad… aunque quizá no de la de otras humanidades.

Puede que todo haya sido tan sólo una simple y desgraciada coincidencia. Puede que la tragedia de Juan me haya afectado hasta tan punto que se hayan exacerbado mis posibles tendencias paranoicas; o puede que, pese a todo, los Hombres de Negro existan realmente. En cualquier caso, y de forma sorpresiva, el gobierno chino ha anunciado la cancelación irrevocable de su nonato programa lunar, desviando sus fondos hacia actividades más prosaicas tales como la industrialización de las atrasadas regiones rurales de su vasto país.

En cuanto a mí, ¿qué quieren que les diga? Juan me aseguró que no tenía nada que temer al no haber llegado a conocer el secreto, ya que ellos conocían esta circunstancia. Pero… ¿y si estuviera equivocado?

FIN

por José Carlos Canalda

Delirio Adverso

por David Mateo

Pesadilla. 1. f. Ensueño angustioso y tenaz. 2. f. Opresión del corazón y dificultad de respirar durante el sueño. 3. f. Preocupación grave y continua que siente alguien a causa de alguna adversidad. 4. f. Persona o cosa enojosa o molesta.

La anciana se mecía sobre la vetusta y desgastada mecedora, observada atentamente por la niña. El crujido absorbente de la madera y el cáñamo impregnaba la atmósfera de la pequeña habitación, solapando el silencio que parecía retumbar en toda la casa.

La niña, que quizás fuera su nieta, quizás una vecina o quizás una simple visitante anónima que se había dejado caer por allí, la contemplaba con mirada curiosa. La vieja era fea y arrugada. Su rostro, entallado en profundos surcos, mostraba mil años de experiencia, una vida demasiado prolongada que había dejado huella en unos ojos perfilados por abultados sacos ojerosos. Su piel era fina como la seda, y las venas, de un color azul celeste, se transparentaban en sus brazos y en sus piernas. Se asemejaba a una reina aposentada en su trono; un trono que no dejaba de gruñir bajo el peso de un cuerpo muerto. A espaldas de la anciana había una ventana atrancada, tras el cristal llegaba atisbarse un mundo yermo y oscuro en donde la noche parecía dominar el raso firmamento.

La casa estaba en silencio, un silencio melancólico y triste. Las paredes eran funestos muros que constreñían el espacio vital, convirtiendo la atmósfera reinante en un cúmulo de aire viciado y tórrido; un ambiente dominado en gran parte por el olor a rancio que desprendía la vieja. El mobiliario era más bien escaso. El hedor a vetustez se confundía con el tufo a madera pasada, provocándole a la niña un nudo en el estómago. En el centro de la estancia había una mesa redonda y grande. En un rincón, y sobre un pequeño aparador tan decrépito como la mesa, se alzaba una televisión de principios de los años setenta, apagada y con los botones llenos de polvo. Un mueble demasiado pesado ocupaba el ala derecha del comedor. En el lado opuesto un gran sofá forrado con una envoltura de nylon y lentejuelas obstruía el paso.

La única luz que se propagaba por la estancia provenía de una extravagante lámpara con forma de araña. Era una luz mortecina que contrastaba abiertamente con los ojos melancólicos de la vieja.

La niña permanecía en silencio, agobiada por todo cuanto la rodeaba. De vez en cuando miraba hacia atrás con recelo, hacia el umbral de una puerta que dejaba paso a un estrecho y largo pasillo. Durante unos segundos la niña tuvo miedo. Veía las sombras negras y turbulentas que se arremolinaban en cada recodo, y no dejaba de preguntarse qué otras habitaciones podría albergar aquella mansión. Miró de nuevo a la anciana y se encontró con un rostro impávido, pétreo, que no transmitía emoción alguna. Incluso sus ojos parecían fuentes apagadas cuyo chorro espontáneo se había secado hacía ya muchos siglos.

Se disponía a hablarle en susurros cuando los ecos de unos pasos presurosos llegaron desde el fondo del pasillo. Pudo escuchar el fuerte clock clock clock de unos zapatos con exceso de tacón. Su primera reacción fue huir de la habitación, pues fuese lo que fuese lo que se aproximaba, le producía una sensación de agobio tan grande que el nudo que atenazaba su estómago se volvía demasiado opresivo. Sin embargo sus piernas permanecían inmóviles, negándose a obedecerle. En apenas unos segundos una figura emergió de las sombras y ocupó el hueco de la puerta. Se trataba de una mujer de unos cincuenta años, que bien podría ser la hija de la anciana y a su vez, la madre de la niña. Portaba en las manos una bandeja con un vaso de leche y una montañita de galletas. Su aspecto no podía ser más usual y menos amenazante; era la típica ama de casa vestida con un babero horroroso y pasado de moda, un delantal con flores estampadas y zapatillas de felpa de andar por casa. Su rostro era mofletudo y excesivamente maquillado de rojo, su cabello rubio caía suelto y abombado, y su semblante ofrecía una esforzada mueca de cordialidad. Llevaba gafas de cristales gruesos y un gran collar de perlas que se escondía entre los huecos de un abultado escote.

Su aspecto era corriente, incluso podría decirse que agradable, no obstante había algo en ella que a la niña le causaba un pavor espantoso. Quizás fuese aquella sonrisa malintencionada que dejaba entrever unos dientes amarillentos. Quizás aquellos morros hinchados y sobrecargados de pintalabios barato. Quizás aquellos ojos absorbentes que en cuanto enfocaron la habitación se centraron en la anciana. Fuerse como fuesre había algo sobrecogedor en la intrusa que le ponía a la niña la piel de gallina.

La mujer se adentró en la sala y la cruzó con paso presuroso. Ni tan siquiera se detuvo a mirar a la inocente mujercita que la observaba desde la puerta. Pasó frente a ella como una exhalación y no se detuvo hasta situarse frente a la mecedora de la vieja.

La anciana no reaccionó al ver aparecer a la mujer; su mirada seguía prendida en el infinito. Bien podría haber estado catatónica como un vegetal, o despojada de cualquier signo de vida. Pero la niña sabía que en aquel recipiente prehistórico había sentimientos profundos; unos sentimientos enlosados que, por una razón u otra, permanecían escondidos tras una mirada vacua.

La mujer depositó la bandeja sobre la mesa y se aproximó a la anciana. No dijo nada; tan solo se limitó a limpiarle la boca con la esquina del delantal mientras la observaba atentamente. La sensación de peligro se hizo más acuciante en el corazón de la niña. No sabía muy bien el por qué, pues las atenciones que la mujer dispensaba a la vieja no podían ser más altruistas, pero había algo en su conjunto que le producía una intensa repulsión.

Tras limpiar las babas que impregnaban la comisura de unos labios arrugados, dio media vuelta y cogió la bandeja de la mesa. Fue un movimiento brusco que provocó que el montón de galletas se desmoronara, sin embargo la mujer no prestó demasiada atención a aquél contratiempo y caminó con la fuente hasta el trono de la reina.

Clock, clock, clock, el taconeo de los zapatos volvió inundar el silencio de la habitación.

La niña, inquieta, se puso de puntillas para ver mejor, y de pronto, sin saber porqué, dio media vuelta y centró la mirada en el oscuro pasillo. Hasta ella llegaba el murmullo de un coro de voces que bailoteaba entre las sombras y parecía llenar cada rincón de la casa. Lo primero que le vino a la mente fue una escena de su pasado. Ocurrió durante la última semana de verano, cuando faltó un familiar en la vetusta casa del pueblo. Había permanecido despierta durante toda la noche, escuchando el susurro de las viejas que velaban el cuerpo del difunto. No eran más que diez cuervos negros recitando el rosario, pero aquel bureo metódico y continuo se le incrustó en el cerebro y le impidió volver a conciliar el sueño.

Aquél día la sensación era la misma. Los extraños lutosos oraban, perdidos en algún rincón de la casa. Su susurro llegaba ronroneante hasta el comedor, fluyendo entre las sombras y atrapando el corazón de la niña. Se preguntó si en algún lugar se estaría celebrando un sepelio. La casa era demasiado grande y las sombras parecían dominarlo todo; en ese caso, ¿qué pintaban la vieja y la mujer apartadas del resto del mundo?

No tuvo tiempo de divagar demasiado. Un estruendo de platos rotos hizo que se olvidara de los orantes y volviera la mirada hacia la habitación. Lo que vio provocó que su corazón se le encogiera en el pecho. La mujer había soltado la bandeja y los vidrios rotos del vaso y las galletas desmenuzadas se hundían en un gran charco de leche.

—¿Por qué has hecho eso?— quiso preguntar a la mujer. Pero algo muy dentro de ella le aconsejó que guardara silencio. Que permaneciera agazapada en las sombras y se limitara a observar sin llamar demasiado la atención. Y así lo hizo. Se arrodilló en el suelo, y rodeando sus temblorosas rodillas con los bracitos, contempló lo que pasaba en la estancia con una mueca de horror en el rostro.

La mujer había cambiado. Exteriormente seguía siendo la misma, pero algo en su interior había mutado, dejando emerger aquél lado siniestro que la niña había vislumbrado en un primer momento; un lado demasiado sádico que había ocultado tras un rostro saturado de colorete rojo.

Aquel ser extraño comenzó a caminar hacia la anciana, hundiendo los tacones en los charcos de leche y arrastrando tras de si una sombra alargada y negra. La niña quiso gritarle a la vieja que huyera, que se alejara de la mujer; pero no pudo hacerlo, sus cuerdas vocales estaban constreñidas y la vieja reina siguió sentada en su trono de cáñamo, ajena a la amenaza que suponía su cuidadora.

Las voces de los orantes se hicieron más y más fuertes, retumbando entre las cuatro paredes de la habitación. La niña quiso gritar pero no pudo. Estaba paralizada por el miedo. Antes de que quisiera darse cuenta de lo que estaba pasando, la mujer se plantó ante la vieja y levantó sus grasientos brazos en el aire. Todo aconteció en apenas unos segundos, pero la niña tuvo tiempo de ver con todo lujo de detalles como el rostro de la anciana despertaba de su letargo y se deformaba en una máscara delirante y desesperada.

Los brazos de la mujer cayeron, y sus dedos, rematados por uñas largas y puntiagudas, desgarraron el rostro de la anciana, creando surcos sanguinolentos. El cuerpo de la herida mujer se retorció en un espasmo de dolor, y la niña pudo contemplar como la reina se aferraba a los brazos de su trono en un desesperado intento de soportar el sufrimiento.

Cuando la mujer se apartó de la mecedora, sus manos estaban teñidas de rojo y espesos coágulos de sangre resbalaban por sus zarpas, goteando uno tras otro en el vacío y diluyéndose en el charco de leche que se había esparcido por el suelo.

La anciana se retorció inválida sobre la hamaca. Su cuerpo seguía sin responder, a excepción de sus manos, que continuaban aferrándose a los brazos del asiento; sin embargo su rostro mutilado, del que no dejaban de emanar chorretones de sangre, se volvía una y otra vez hacia la extraña depredadora y se retorcía en muecas tan terroríficas que incluso llegaban a causar la hilaridad.

Sin razón aparente, la mujer se enfureció aun más y de nuevo se precipitó sobre la anciana. Ésta vez no le arañó la cara, pero sí que la abofeteó con fuerza, de tal modo que el rostro de la vieja calló cayó vencido a un lado, derramando chorretones de sangre en el delantal de la matrona. Durante unos segundos el chasquido de la bofetada palpitó en la estancia con ecos tan estruendosos que la niña tuvo que taparse los oídos.

Cuando la mortaja del silencio calló cayó sobre tan nefasto escenario, la anciana irguió lentamente la cabeza y se encontró una vez más con su atacante. La mujer seguía allí en pieé, tan amenazante y peligrosa como desde elal inicio de su transformación. Ante aquella visión, los ojos de la anciana se salieron de sus órbitas, dominados por un sentimiento de horror primario e irracional, y su boca se retorció en una contorsión imposible. Y de lo más profundo de su garganta emergió un grito estridente que retumbó en toda la habitación e hizo que los cristales de las ventanas temblequearan en sus viejos marcos. La niña trató de salvarse de aquel angustioso alarido volviéndose a tapar los oídos. De pronto el murmullo de los orantes desapareció, el grito desquiciado de la anciana se zambulló bajo una poderosa ola de mutismo, y todo cuanto la rodeaba pereció bajo una prosa silenciosa. No obstante, a través de aquella quietud obscena, la niña podía seguir viendo como la vieja se desgañitaba entre alaridos agónicos, meneando la cabeza de un lado a otro, gritando y llorando mientras la sangre seguían brotando a borbotones por los estigmas que la mujer había dejado en su cara.

En mitad de tan delirante escena, el cambio que tanto había temido la niña terminó de obrarse, y la madrona, despojada de su disfraz de pueril inocencia, abrió los labios hasta lo indecible y su mandíbula se desencajo con un crujido espeluznantemente, convirtiéndose su boca en un ciego abismo de colmillos puntiagudos y babeantes. La niña, sabedora de que iba a pasar algo horrible, quiso taparse los ojos, pero no pudo. La inercia del mismo miedo la obligaba a seguir inmóvil, con los párpados bien abiertos, contemplando las obscenidades que acontecían en la habitación.

La mujer levantó la cabeza hacia el techo, y su pelo de estropajo le calló cayó en cascada por la espalda. Sus brazos se estiraron hasta casi descoyuntarse, como si una fuerza mayor a su voluntad la obligara a convulsionar todo su cuerpo, y de su boca brotó un hervidero de polillas negras que batieron las alas en la oscuridad de la estancia, esparciéndose por todos los rincones como una plaga de podredumbre. La niña las veía revolotear hacia el techo, agitando sus alas fúnebres y convirtiéndose en una gran nube que parecía presagiar tormenta. Finalmente ocuparon todo el techo y enterraron sus inmundos cuerpos en frondosos capullos de seda. Sobre su cabeza colgaron miles de chorretones, que convertidos en extrañas lenguas, parecían a punto de caer en una densa llovizna de verano.

Mientras tanto, la mujer de rostro deforme se precipitó sobre la anciana. La niña se estremeció horripilada cuando las manos del ente, pues ya no se le podía llamar de otra manera, se ciñeron al cuello fofo de su presa y lo retorcieron con tanta fuerza, que a punto estuvo a punto de partirlo en dos. Después, como una perra rabiosa, se lanzó sobre aquel rostro ensangrentado y engulló la delirante expresión de la anciana tras una boca abismal, hundiendo dos hileras de colmillos en la carne apelmazada.

Las lágrimas cayeron por las mejillas de la niña cuando los colmillos del ente desgarraron y apretaron, y durante unos segundos, la vieja reina se debatió bajo el cuerpo de la mujer, agarrándose desesperada al ridículo delantal de flores estampadas. Sin embargo la criatura no continuó mordiendo, ni terminó de arrancar la carne de los huesos, sino que permaneció inmóvil, atrapando a la desvalida anciana entre sus brazos y sujetándola con tanta fuerza que pronto sus espasmos se volvieron infructuosos. Cuando la presa quedó exhausta, la criatura hundió aun más los dientes y comenzó a extraer algo que anidaba en lo más profundo de la vieja.

La niña, encogida en su escondrijo, fue un testigo mudo del horror que aconteció segundos después. La garganta de la mujer se contraía y se dilataba cada vez que tragaba, deformándose por extraños bultos que recorrían todo su cuello. Y conforme más engullía, el rostro de tan extraño vampiro se volvía más espantoso y abominable. Sus dedos acabaron por convertirse en garras y se incrustaron aun más en la garganta de la anciana, la cual, todavía con vida, sufrió una convulsión y sus brazos cayeron exánimes a ambos lados de la mecedora.

Mientras la voraz criatura seguía alimentándose, la niña pudo ver como la vieja comenzaba a perder color, tornándose de un tono pálido enfermizo. La pigmentación de la piel acabó volviéndose blanca y la carne comenzó arrugarse aun más sobre los huesos, agrietándose y pudriéndose por todo su cuerpo. Pese a todo el parásito seguía sin colmar su apetito; sus dientes continuaban clavados en el vetusto rostro, succionando más y más vida.

El hedor a carroña se expandió por toda la habitación.

La inocente observadora, con el estómago revuelto, presenció como la carne de los brazos seguía pudriéndose lentamente, convirtiéndose en una capa de escarcha que acabó por desvanecerse tras una nube de polvo, dejando al descubierto una hilera de huesos amarillentos y descarnados. Y aun llegado a un momento tan crítico, cuando la anciana no era más que un cadáver momificado, la niña pudo ver como el ente seguía succionando, y su presa, abandonada a un sufrimiento indecible, perdía agónicamente la vida tras una última sacudida.

Cuando la criatura se apartó de la vieja, lo que quedaba en la hamaca no era más que una momia putrefacta. La niña, tapándose la nariz en un vano intento de contener el olor que desprendía el cadáver, quedó prendada de las cuencas oculares de aquel caparazón vacío. La calavera de la anciana le devolvía la mirada, y los ojos de la niña se perdían en dos agujeros infinitos que ya no transmitían absolutamente nada.

La niña, acallando el grito que nacía en su garganta, retrocedió espantada hasta que la pared contuvo su huída. Al mismo tiempo sintió como algo caía desde arriba, rozándole la mejilla y dejando un rastro pegajoso en su cara. Cuando miró hacia el suelo, vio un gusano retorciéndose entre los ladrillos. Instintivamente levantó el pié pie y lo aplastó bajo la suela de su zapato; el crujido de la carne desgarrada le provocó un escalofrío.

De pronto comenzaron a caer más y más liendres del techo, formando una alfombra viviente por todo el habitáculo. La niña, repugnada, se hizo un ovillo y sintió como aquella lluvia viscosa se le metía por el cuello de la camisa, por las arrugas de la falda o quedaba adherida entre su pelo. Mientras un cosquilleo repugnante se expandía por todas las partes de su cuerpo, se incorporó lentamente y pudo sentir como las orugas caían al suelo y se unían a un manto vivo que cubría toda la estancia. Dio un paso al frente y diminutos cuerpos viscosos estallaron bajo las suelas de sus zapatitos, derramando un jugo verdoso que impregnó las baldosas agrietadas. Sin embargo la atención de la niña ahora se centraba en otro punto. La criatura, todavía vestida con el babero estampado y con un delantal cubierto de sangre, había dejado atrás el trono de la reina y había puesto por primera vez sus ojos en ella.

La niña se estremeció ante la vileza que irradiaban aquellas cuencas oculares. Su boca todavía chorreaba sangre, y entre sus labios se acertaban a distinguir las dos hileras de dientes puntiagudos y descarnados que habían succionado la vida de la anciana.

Presa de un frenesí incontenible, la niña giró sobre si misma y buscó la salida de la habitación. Cual Grande fue su sorpresa al encontrar la puerta cerrada. Horrorizada, trotó hasta el picaporte y en su alocada carrera pudo escuchar el ruido espeluznante que producían las larvas al estallar bajo sus pies. Esta vez ignoró la sensación de asco que la embargaba y no se detuvo hasta que tuvo sujeto el pomo entre sus manos. Desesperada, tiró del asidero y notó como la puerta ofrecía una resistencia atroz. Una y otra vez luchó contra la manivela, girándola a un lado y a otro y gimoteando al borde del llanto. La puerta no cedió ni un ápice. Comprendiendo que poco podía hacer por salvaguardar la vida, giró lentamente sobre si misma y encaró al espanto que la acechaba desde la retaguardia. Su sorpresa fue mayúscula al encontrarse tal solo con la vieja reina aposentada sobre su trono de madera y mimbre.

Boquiabierta, se restregó los ojos varias veces para comprobar que no se encontraba ante una alucinación, pero cada vez que levantaba la vista, volvía a ver a la anciana, tan tranquila y silenciosa como la había encontrado en un principio. Cuando miró hacia el suelo la alfombra de gusanos había desaparecido. Cuando elevó la mirada hacia el techo, no encontró más que una bóveda anegada de oscuridad. Tampoco quedaba recuerdo alguno de la extraña criatura que había provocado aquella abyecta locura.

Sintiendo como el corazón volvía a latir en su pecho, la niña miró una vez más a la anciana y comprobó como ésta se mecía despreocupada en su hamaca. El agradable ruido del mimbre volvía a llenar la estancia y el único olor que perduraba era el de la madera pasada y el de los muebles vetustos.

La niña miró a la anciana y la anciana le devolvió la mirada, después la puerta de la habitación se abrió con un chasquido y el umbral volvió a quedar despejado. Con movimientos tímidos, la pequeña inclinó la cabeza a modo de despedida y la anciana permaneció inmóvil, catatónica, perdida…

Esta vez la niña no se quedó inmóvil, sino que acuciada por una intensa sensación de desasosiego, dio media vuelta y sin mirar atrás, cruzó el umbral de la puerta. Sin embargo, mientras recorría el pasillo buscando la salida de la mansión, pudo escuchar a sus espaldas un ruido que le resultaba demasiado familiar: clock, clock, clock…

El taconeo llegaba a través de las sombras y se dirigía hacia la estancia que acababa de dejar atrás. Horrorizada, contuvo el aliento y echó a correr en la dirección opuesta, perdiéndose entre las tinieblas que la rodeaban.

FIN

por David Mateo

En el país de las pesadillas

por Sebastián Gúmera

El teléfono suena a las 2 y media de la mañana. Parece escucharse más fuerte, más agudo que otras veces. Francisco, soñoliento y algo confundido se levanta y corre hacia el aparato.
–¿Aló?
–¡Francisco! ¡¿Francisco eres tú?!
–Sí, ¿quién es?
–Soy la Claudia. Algo grave pasó, nos asaltaron a la Javiera y a mí… y…
–¡¿Y qué?! ¡Habla mujer!
–¡Y por defenderse la acuchillaron!

–El auricular cae. Francisco no reacciona hasta que se escucha la débil voz de Claudia gritando “¡Ha muerto!”. Francisco, camina titubeante por el pasillo. Entra a una habitación, pintada de celeste, con estrellas y una hermosa cuna vacía en la esquina. Al lado de ella, una ventana. Una amplia ventana. Francisco se acerca a ella. No puede abrirla. No quita su mirada de la luna que atraviesa sus ojos con su luz. No tiene fuerzas. Se desploma en la suave alfombra.

–La enterraron un 5 de noviembre, asistieron familiares, amigos, compañeros de trabajos y algunos conocidos.
–¿Dónde esta el Pancho? –pregunta una vieja de cabellos teñidos a Claudia.
–No sé. Estuvo en el velorio, pero no habló con ninguno de nosotros. Sólo miraba el cuerpo de la Javierita.
–Pobre, tan buen hombre y quedar viudo tan joven.

Francisco sale de la iglesia. Tira su rosario al suelo y se sienta en la acera.
Cierra los ojos, y lo único que ve es un gran bosque, una infinidad de tonos verdosos a su alrededor. La luz de sol apenas pasa por esas preciosas ramas. El lago brilla con intensidad, y él, sentado en un bote, en el medio de este lago, sólo ve aquel gran bosque.
–¿Estos son sus ojos? –preguntó a su acompañante.
–Así es, sus ojos y los míos
–Son preciosos –dijo, mientras acercaba su mano al transparente elixir.
–Esta es su sangre, ¿no es así?
–Sí, ¿como te has dado cuenta?
–Pero si esta muy claro, la estoy viendo, a la luz de estas velas… pero, ¿quién eres?

El aparato suena. Se arrastra. No puede levantar el auricular con sus ensangrentadas manos. No tiene fuerzas.
–¡Por la mierda! ¡Malditas piernas! ¡Respondan!
Mira el cable del teléfono, lo toma y se lo acerca al cuello. A lo lejos ve un conejo, con un gran sombrero y un abrigo de cuero.
–¿Adónde vas? –le pregunta el conejo.
–No sé, perdí mi mapa.
–Acompáñame, te llevaré adonde puedas descansar.
–Francisco lo siguió, y subieron una escalera unida a un árbol. Subieron y subieron hasta llegar a la copa. En ella, solo había una llave, gastada y oxidada.
–Tómala –ordenó el conejo.
–¿Qué hago con ella?
–¡Sólo tómala!
Francisco la agarró, y al hacerlo notó que un hilo casi invisible estaba amarrado del orificio. Empezó a tirar del hilo, y el árbol comenzó a desarmarse, a descoserse. El conejo y Francisco cayeron poco a poco. La caída parecía eterna. Mientras caía, veía como cada uno de los árboles tenían cuerpos humanos y desnudos pegados a los troncos. Sus afligidos rostros lo miraban fijamente. Parecía que estuvieran cayendo junto a ellos.
–¿Quienes son?
–Son los que tomaron la llave.
–Al decir esto, el conejo empezó a sangrar. Sus ojos lloraban sangre. Su hocico escupía sangre. Su pelaje se tornó rojo. Al llegar al verde suelo sólo era un charco de sangre junto a un hombre desnudo.
–¡¿Qué le pasó señor conejo?!
–Lo asesiné –dijo una voz que salía de la sombra de un pajarraco gigante posado en un arbusto.
–¿Y por qué lo has hecho?
–Porque puedo.
El pajarraco comenzó a desaparecer. Primero las patas, luego el cuerpo, la cabeza y por ultimo el sonriente pico.
–¿Adónde vas? –le preguntó Francisco al ave gigante.
–Adonde no puedan molestarme intrusos como tú.
–Llegué aquí por error. ¿Puedo acompañarte?
–No puedes, jamás podrías. Y no creas que es un error tu llegada.
–¿Por qué no puedo acompañarte?
–Porque te desquiciaste.
–¿Cómo lo sabes?
–Es obvio. Sino no estarías aquí.

La figura desapareció. En la oscuridad que rodeaba a Francisco se abrieron miles de blancas puertas. De algunas salían serpientes y dragones. De otra salían miles de frutas.
–Tómala –dijo una serpiente azul que pasaba por ahí–. Esa es la llave verdadera, tómala.
–¿Otra llave? ¿Para qué?
–Para la puerta. Supongo que quieres salir no.
–¿Salir? ¿De donde?
–De tu encierro, al igual que todos nosotros.
–¿Estabas encerrada?
–Sí, pero ya soy libre, al igual que las otras serpientes y dragones que ves aquí. Vamos, come la manzana.
Las frutas empezaron a gritar con desesperación. No querían ser devoradas por el dragón gigante en que se había convertido Francisco luego de comer la manzana. Pero no pudieron resistirlo.
–Estoy satisfecho. ¿Dónde puedo descansar?
–Síguenos, hay un lugar al que todos vamos ahora.
–¿Ahí podré dormir un rato?
–Claro. Ahí puedes hacer lo que quieras.

Las serpientes y los dragones, entre ellos Francisco, fueron volando entre las nubes de papel dibujadas en el mar por un largo rato. En el camino se encontraron con un puente, vigilado por la reina de los ratones.

–¿Quiénes son ustedes? –preguntó la horrible dama.
–Somos los ganadores. Queremos pasar para llegar a la tierra blanca.
–No podrán, se quedaran aquí para que las ratas se los coman
–¿Qué sucede? –preguntó Francisco a la serpiente.
–Nada. Es esta vieja loca y sus ratones que no nos deja pasar por el puente de fuego.

Claudia decidió ir a visitar a Francisco. Eran las 7 de la tarde y recién estaba anocheciendo.
–¿Por qué? ¿Por qué lo hice? ¿Y por qué a la Javiera se le ocurrió hacer eso? –pensaba mientras llegaba al edificio.
Tocó el timbre por varios minutos, pero nadie abría. Tomó su celular. Francisco no contestaba. Fue a preguntarle al conserje si lo había visto salir, él le dijo que hace varios días que no se le ve, pero que un hombre había entrado la noche anterior.

–Bien, te propongo algo, vieja –le dijo la serpiente a la reina–, si tú nos dejas pasar te traeremos un recuerdo desde la tierra blanca.
–¿Y cómo puedo estar segura de que cumplirán?
–Deja que uno de tus súbditos nos acompañe, uno de los más confiables.
–Está bien. Moneda-de-chocolate, ¡ven aquí!
–Si señora, ¿que desea?
–Acompáñalo hasta la tierra prohibida, la tierra blanca. Ellos te darán algo que tú deberás traerme.

Las serpientes y dragones, ahora junto a una fuerte rata, siguieron su camino.
–¿Por qué te llamas así? –le preguntó Francisco a Moneda.
–No lo sé, ¿Por qué te llamas Francisco?
–Tampoco lo sé… pero, ¿cómo sabes mi nombre?
–Aquí todos sabemos tu nombre –interrumpió la serpiente.

Confundido y algo mareado, Francisco tropezó con una piedra y cayó sobre un río de agua ardiente.

–¡Me quemo, sáquenme, ayúdenme!
–No podemos, no es nuestra culpa que hayas caído –dijo la serpiente, y luego siguió volando, dejando a Francisco en el río.
La corriente lo llevó hacia el mar, donde miles de peces se arremolinaron en torno a él y lo transportaron a la orilla.
–¿Estás bien?
–Sí, eso creo. Pero, estoy mareado, tengo ganas de vomitar…
Cientos de niños, mujeres, hombres y ancianos, arañados, con ramas en el pelo y cadenas doradas en las manos y pies salieron de su hocico de dragón.
–Tenemos que asarlo y comerlo –decían los hombres
–No, podemos cuidarlo –decían los niños.
–No, tenemos que usarlo de juguete sexual –decían las mujeres.
–No, debemos destruirlo. Él nos tenía en su estómago y era horrible. Hay que evitar que nos vuelva a tragar.

Javiera está en la habitación de Claudia. Javiera la abraza y le dice:
–No puedo vivir con esto. No en esta situación.
–Pero debes ser fuerte, fue tu opción.
–No, no es eso. Es que sin este amor no puedo vivir.
–Ahora tienes otro deber. Tú… tú tienes que irte –le dijo Claudia, llorando.
–Pero él no se lo merece, ¡ni siquiera es de él!
Francisco siente como esos hombres y mujeres se lo comen. Su piel, cada uno de sus órganos, su corazón y su cerebro son desgarrados. Con lo que queda de su ojo izquierdo ve a uno de los hombres. No está comiendo, solo está mirando al cuerpo de Francisco mientras ríe.

Francisco lo ataca con su cuchillo cocinero.
–¡¿Por qué lo hiciste?! ¡¿Y por qué mierda me lo dices ahora?!
–¡Aleja eso! No se, te lo dije porque me sentía mal después de esto que ha pasado.
–¡¿Crees que eso es sentirse mal?! ¡Hijo de puta!
Francisco enterró el arma en el pecho del hombre, y luego lo degolló con furia.

Sentado sobre un árbol de hojas rosadas, Francisco mira el suelo.
–Allá abajo, cientos de hormigas luchan por sobrevivir, y yo aquí, sin más responsabilidades que permanecer sentado.
Empieza a caer junto a las hojas, y cuando llega a la tierra se encuentra nuevamente con el conejo
–Hola de nuevo –dijo amablemente la criatura
–Hola. ¿Qué te había pasado?
–Sólo desaparecí.
–¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste? ¡¿Por qué me abandonaste?!
El hombre agarra del cuello al conejo, y lo empieza a estrangular. Los ojos del animal se desorbitaron y luego cayeron.
–¿Estos son sus ojos? –preguntó a su acompañante.
–Así es, sus ojos y los míos

La bocina de un auto despierta a Francisco. Sigue caminando hasta llegar a la casa de Luis. Golpea, pero nadie le abre. Toma un papel de su bolsillo y con su pluma le escribe una nota que dice “Debo verte lo antes posible, ven a mi casa mañana, te dejo a la imaginación lo que pasará si no vienes”.

Francisco, con el cable en su cuello, ve como el conejo muere lentamente en sus manos. El estómago del animal se abre, y de él aparece la serpiente azul.
–¿Por qué no me rescataste?
–Porque no te lo mereces. Yo tampoco lo merecía. Ahora iremos al mismo lugar los tres.

El corazón de Javiera latía rápidamente, sólo podía mirar los húmedos ojos de Claudia.
–¡Pero entiende, Javiera! Tú tendrás un hijo, ahora él es más importante que esto. ¡Debes darle un futuro!
–¿Un futuro? ¡¿Un futuro entre tanta mierda?! No, no lo haré. Ninguno de ellos me importa. Sólo… sólo tú
Claudia besa los labios de Javiera, con ternura, como si se despidieran.
–Vete con el Pancho, Javi. Yo también me iré. Pero debes saber que aún no te perdono.
–¡¿Que no me has perdonado?! Fue un error, lo se, pero tu has cometido otros peores y yo si te he perdonado. ¿O se te olvida lo de tu padre? ¿O se te olvida lo que paso antes con Luis?
–¡Eso es diferente, tonta! Era una situación muy complicada la que tenia con mi padre, no tuve opción. Y Luis, bueno, él no es nada para mí ahora.
–Y para mí tampoco, ¡entiéndelo!
–Sí, la mitad de lo que llevas en tu estómago es de él ¡puta!

Sorprendida y apenada, Javiera toma su cartera y sale del departamento. Claudia va corriendo hacia la cocina, tropezando con vasos y botellas de pisco vacías.

–Ahora que nos vamos es mejor que despiertes –dijo la serpiente.
–No quiero despertar, ¿para qué hacerlo?
–Para existir.
–¿Y para que debo existir? Si esto es la inexistencia entonces soy feliz así.
–Cobarde, abre los ojos ¡ya!
Francisco, colgado, apenas respirando, ve la borrosa imagen de Claudia acercándosele. Unos hombres que vienen con ella cortan el cable.
–¡Pancho! Francisco ¡háblame!
–m… mi Javiera
–Ya no está, pero tienes que ser fuerte.

Francisco toma a la serpiente y rodea su cuello con ella. Le arranca la cabeza con los dientes y la escupe en un lago de sangre. Comienza a tirar de la cola y antes de morir dice:

–Tuya es la culpa, desgraciada e infeliz serpiente solitaria…

Toma un cuchillo. Son las 2 de la mañana. Sale detrás de Javiera. Sus ojos no ven más que la espalda mojada de alcohol.
–Javiera, espera! –grita Claudia
–¡¿Qué mierda quieres ah…?!

La navaja entra por su abdomen. Luego le abre el estómago, y lloran juntas en el suelo. Lloran hasta que sólo quedan el silencio y el horror en medio de una habitación enrojecida por la furia. Lloran sin despedirse, entre serpientes y dragones desorientados. Luego Claudia, algo más sobria, toma su celular y marca al teléfono de Francisco.

FIN

por Sebastian Gúmera

Sobre los Selknam

Por Jorge Baradit

(documento de apoyo para construcción del personaje Selknam en Ygdrasil)

Los Selknam son parte del sistema inmunológico del cosmos.

Cuando surge un desorden en las cosas, una infección que afecta sistemas planetarios u otra anomalía, el Universo produce este anticuerpo específico, esta enzima que cataliza procesos curativos limpios y reordena el devenir.

Mientras hacen su camino sobre la tierra actúan para configurar el «justo futuro». Calculan un punto hacia adelante en el que deben converger ciertos eventos para «sanar» la arquitectura biológica del tiempo. Pisan aquí y no allá, cortan una hoja específica en un arbusto específico, curan a ese niño, dejan de respirar durante unos segundos, lideran una revolución,cortan una hebra de cabello, escriben una frase en la arena.

Usa esta misma técnica en sus combates personales.

Un «combate Selknam» comienza unos ocho años antes del enfrentamiento en sí. El Selknam modifica e interviene delicadamente ciertos insignificantes eventos que eventualmente influirán negativamente en su contrincante. Así, cuando la vida finalmente los enfrenta, el oponente se encuentra disminuido, quebrado, ensombrecido. Entonces el Selknam se limita a introducirle una pequeña estructura psíquica, llamada «llave fenrir», para abrir la puerta del demonio específico que se ha ido incubando con las intervenciones del Selknam a lo largo de los ocho años de batalla. Un sutil aroma, la imagen de una pluma, un color o el recuerdo de un rostro, bastarán para desatar un pasaje sicótico de tremenda toxicidad que lo destruirá. La imagen más utilizada es un círculo rojo que emite un ladrido.

Otra modalidad es introducir un recuerdo tóxico en estratos tempranos de la vida del contrincante, que modifique el sentido de su existencia. Se les llama «cargas de profundidad». Tuerce la memoria en un gesto ágil de kung fu astral y el ser cae asfixiado por un ataque masivo de angustia.

Otro tipo de «carga de profundidad» es abrir la «puerta negra» de las neuronas y reflotar de golpe el recuerdo de todas las muertes de vidas pasadas.

El modo de combate «gesto» le permite destruir vida orgánica al desplazar violentamente el espacio 1/2 de milímetro hacia la izquierda. Este «gesto» disloca enlaces moleculares y el organismo cae reducido a una mezcla de compuestos químicos básicos en estado líquido y gaseoso. El alma no llega a percatarse y se sostiene en nuestro plano por un momento, lo suficiente para darse cuenta y ver sus restos antes de disolverse contra la nada.

La disciplina popularmente más conocida es, por supuesto, la lucha con ba´phrana. Aunque los Selknam la consideran ante todo un tipo de ejercicio oratorio, su espectacularidad la convierte en el principal distintivo de su casta.

El Selknam canta un mantra, que incluye su nombre verdadero, y hace vibrar su columna vertebral en nota FA. Lentamente el ba´phrana comienza a manifestarse sobre su cabeza en la forma de una bola de luz.

El Selknam dspliega matrices de cálculo tridimensionales en las capas de su mente y comienza a procesar millones de ecuaciones simultáneamente, a tremenda velocidad, que orientan los vacíos cuánticos de billones de átomos. De pronto el ba´phrana parece moverse, pero es en realidad la habilidad del Selknam doblando el espacio, plegándolo y curvándolo con belleza en torno suyo. Una peligrosa danza, que juega con las potencias primordiales de las cosas, compuesta de cantos, oraciones, complejos cálculos matemáticos, movimientos de brazos,dedos y boca en un baile de guerra que desplaza el ba´phrana en torno al Selknam.
Es una suave cadencia trazando gestos alfabéticos en el aire, generalmente haikus relatando hechos cotidianos.

Los textos hablan sobre una flor, el atardecer o la nervadura de un pétalo de jazmín.

El ba´phrana es un chakra externo que los Selknam desplazan a voluntad. Es una puerta del tamaño de un puño que conecta con otros Universos. El ba´phrana hace la sinapsis de este Universo con los Universos contiguos como partes de un megasistema pensante.

Es altamente destructivo, la luz que emite es energía residual del proceso de desintegración de materia que se produce en sus bordes y su movimiento se conoce como «esgrima con ba´phrana».

Otra modalidad de esgrima es el «rayo de luz». El Selknam refleja luz solar con un espejo diminuto y dirige el destello hacia el ba´phrana que lo absorbe como un microagujero negro. La maestría está en mover el ba´phrana y el destello al unísono, simulando un estilete de luz. Es de extrema dificultad y se cultiva para ejercitar el manejo diestro y con belleza de todas las habilidades espacio- temporales del Selknam. También se conoce como «la forma noble».

El Klóketen es la asamblea en la que están permanentemente reunidos todos los Selknam que han sido y que serán, en un punto fuera del espacio.

Los Selknam se mutilan partes del cuerpo en la medida en que van siendo capaces de reemplazar sus funciones biológicas con control espiritual, a través de decenas de cantos, mantras en código binario y cálculos matemáticos dirigidos simultáneamente a la zonas vacías del organismo. Estos «vacíos en el sistema» se cubren con «paradojas de fe». Hay Selknam en tal estado de gracia que son sólo un sistema límbico desplazándose a 80 cms. del suelo.

«Cuando se nos acaba el tiempo nos recogen desde el cielo por el cordón de plata, cuando nos cortan caemos al infierno».
(Frase impresa en el interior de la carcasa de 240 teléfonos celulares Ericsonn LC-48, año 1997)

Gestación de un Selknam.

“Un Selknam se gesta cuando la fertilización se produce exactamente en un «salto de tiempo» (la dimensión-tiempo tiene un nanodefecto en la ecuación que lo genera, ésto produce espasmos de ajuste minúsculos llamados «no-momentos» cada cierta cantidad de millones de años). Es esta condición de nacido «fuera del tiempo» la que lo obliga a sostenerse dentro de la realidad, y que eventualmente le permitirá desarrollar la capacidad de modularla”.

(Texto apócrifo del místico Matías Rodríguez incluido en la “Summa NeoTeos”, capítulo 12, párrafo XXV).

Cuando un Selknam nace, simultáneamente nacen otros 4 niños en puntos equidistantes a la manera de un mandala, llamados a equilibrar los acontecimientos.

Las personas que nacen en un «no-momento» (o «momento de muerte») deben desaparecer rápidamente de la existencia porque, al nacer en el «punto de ajuste» de la ecuación que produce el tiempo, pueden convertirse en «bolas de nieve», existencias cancerígenas que infectan el normal desarrollo de la «realidad», produciendo fenómenos de creciente incoherencia. Deben ser cortadas como el exceso de tela en la fabricación de un traje.

Los cuatro niños mueren en su lugar.

A los 6 años cae en un sueño profundo pero manteniéndose en pie. Comienza a desarrollar una yemación desde la glándula pituitaria que crece idéntica a él, suspendido al revés sobre la cabeza del durmiente, como en un espejo. Este clon carece de corteza cerebral y permanece en estado meditativo mientras le canta oraciones, historias, genealogías y emite frecuencias de sonido necesarias para su desarrollo. Le transmite, a través de mantras en código digital, la memoria de la estirpe y estímulos que impactan en neuronas específicas de la bóveda y generan un mapa del estado del cielo en el momento del futuro cuando se deba producir la consolidación.

Mientras duerme se acumulan objetos y personas a su alrededor, se construyen villorrios y se erigen ermitas, cambia el clima, se generan variaciones en el idioma.

9 años después las condiciones están dadas, su aura se expande y se contrae violentamente reduciendo y absorbiendo toda la materia orgánica a 3 kms. a la redonda. Así respiran los Selknam y lo hacen 2 veces en su vida.

La etapa de «crisálida» concluye con la primera eyaculación.

El selknam eyacula “hacia adentro”, se autofecunda.

El orgasmo cataliza recuerdos dormidos, abre un agujero en la base de la nuca por donde puede entrar y salir a voluntad. De pronto sabe del «viaje».

Abre su abdomen y se extrae los órganos vitales. En el espacio introduce una roca, una oración tallada en un trozo de madera, sus propios ojos y un espejo (para cerrar la metáfora). Luego se rellena con tierra del lugar, se introduce un animal vivo (el totem del Selknam) y se cose con alambre.
Luego deberá sostener sus sistemas vitales y al animal sólo con su fuerza y control espiritual.

Debe mantener comunicación constante con cada zona de su cuerpo, susurrarle a cada célula su trabajo, recitar simultáneamente los 18 millones de mantras que lo sostendrán con vida.

El «viaje» comienza sobre la dureza de una roca. El viaje lo llevará a encontrar un amigo que será asesinado, deberá yacer con una mujer y la perderá. Participará en una guerra y liderará una revolución sangrienta contra un linaje oscuro. Regresará cansado y destruido a la roca del punto de partida donde lo estará esperando él mismo. Luchará consigo mismo y morirán ambos. De la herida abierta saldrá el animal ya hecho hombre, ese es el verdadero Selknam. El totem encarnado emergiendo de la crisálida.

Debe haber un Selknam cada cierta distancia en el Universo.

La frecuencia que emite la vibración de sus almas los conecta a todos, generando así la mega-molécula que estructura el Cosmos.

Entre todos, además, forman el ideograma con el nombre de Dios; que es el gran canto, el «ruido de fondo» que se escucha tras las paredes del infinito, la nota SOL tras el misterio sacro de la electrónica.

Los Selknam no tienen espalda, siempre se ven de frente.

Los Selknam tienen un doble astral viviendo invertido bajo sus pies.

Los Selknam son umbrales.

Los Selknam tienen la apariencia de quien lo mira. Cuando le hablas a un Selknam te hablas a tí mismo.

Los Selknam no son dioses.

Cada Selknam es una neurona sujeta por su axón astral a la mente del Selknam que contiene a este Universo. Reza su canto de existencia en una frecuencia tan amplia que atraviesa los 28 universos, y su longitud tan corta que sus cúspides se tocan y se curvan penetrando en el futuro. Es además el medio que tienen para sincronizar los actos de los 28 distintos yo que conforman su ser total en los distintos 28 universos. Deben coordinar coherentemente un mismo acto para 28 realidades distintas.

El Selknam no es más rápido, sólo ocurre que es capaz de vivir 1/3 de segundo adelante en el tiempo (no es posible ir más adelante, la «realidad» es un producto «desecho» de la actividad que se produce 1/3 de segundo adelante. La «realidad» es un «delay» de explosiones de vida inimaginables. Más allá de eso no hay nada).

El Selknam es a veces la razón de existencia para todo un sistema de galaxias que ve en su nacimiento la flor de billones de años de evolución. También, a veces, nacen por azar.

La Tierra ha asesinado a 3 ó 4 selknams. Ello nos hace tan despreciables que nadie se manchará las manos con nosotros en el Universo. Prefieren abandonarnos a nuestro propio infierno; devorándonos y matándonos dentro de este barco de locos que navega por la noche espesa del Cosmos.

por Jorge Baradit

TauZero Especial NanoCuentos

Viajero
Y entonces descendí de mi nave intergaláctica.
–Cristián Amira–

Falsedad
Una lombriz envuelta con traje de mariposa.
–David Mateo–

Fin
Con un bostezo, Dios apagó la videoconsola.
–José Carlos Canalda–

Estafa
Los dinosaurios eran robots, ¡me han timado!
–Daslav Merovic–

Posdata
Vi el cometa del fin del mundo.
–Claudio A. Amodeo–

Resurrección
Levantóse y anduvo… estar muerto le aburría.
–Iñigo Fernández–

Esferas
Él detiene las máquinas cuando el círculo desaparece.
–Candelaria Rivero–

Génesis
Salvé las píldoras. Era fuego. Todo comienza.
–Candelaria Rivero–

Vino
Tiempo al tiempo.
No, mentira.
Tiempo al.
–Candelaria Rivero–

Oscuridad
Penetras la pantalla, que jamás te dará hijos.
–Candelaria Rivero–

Presidente
Él no era el robot; cómo convencerlos.
–Gonzalo Geller–

Heridas
Chorreaba aceite; no podía ser un ángel.
–Gonzalo Geller–

Intolerancia
El extraterrestre agonizaba. Éramos los culpables. Huimos
–Gonzalo Geller–

Fe
… de erratas: donde dice «Dios», debería decir…
–Gonzalo Geller–

Fascinación
Teníamos miedo; aquello avanzaba, nos llamaba, inevitablemente.
–Gonzalo Geller–

Hogar
Parecía un chico tan normal… ahora, las ruinas…
–Gonzalo Geller–

Tiempos
No era su vida; detalles lo delataban.
–Gonzalo Geller–

Criatura
Llegó.
Creció.
Corrimos.
Siguió creciendo.
Era increíble.
–Gonzalo Geller–

Mañana
… hallóse convertido en un monstruoso bípedo
implume.
–Gonzalo Geller–

Borges
Era él mismo, sólo que más viejo.
–Gonzalo Geller–

Galactonoticias
Nanomáquinas crean gestalt. Tierra ahora está viva.
–Susana Sussmann–

Galactonoticias2
Tanto llovió que Tierra se hizo Agua.
–Susana Sussmann–

Galactonoticias3
Nova Sol devora sus hijos. Tierra muere.
–Susana Sussmann–

Galactonoticias4
Gestalt de nanomáquinas apaga a Nova Sol.
–Susana Sussmann–

Existencia
Para existir el cuento escribió: aquí estoy.
–Sergio Gaut vel Hartman–

Invasores
Queremos agua y calor, dijo el marciano.
–Sergio Gaut vel Hartman–

Dios
En el octavo día empezó otro universo.
–Sergio Gaut vel Hartman–

Nova
El protector solar no es ineficaz, querida.
–Sergio Gaut vel Hartman–

Marcianos
No somos un programa radial, señor Welles.
–Sergio Gaut vel Hartman–

Drácula
¿Qué enfermedad tienes? ¿HIV? No la conozco.
–Sergio Gaut vel Hartman–

Clon
Después de besarte sentí que me besaban.
–Armando Rosselot–

Tiempo
Llegaste tarde, disculpa. Aun no llegas, ¿voy?
–Armando Rosselot–

Ubicuidad
No soy de aquí… ni de ahora…
–Rodrigo Mundaca Contreras–

Insensible
Puede continuar golpeándome: no poseo sistema nervioso.
–Rodrigo Mundaca Contreras–

Cortés
Muchas gracias, pero no. No respiro oxígeno.
–Rodrigo Mundaca Contreras–

Indolencia
El Apocalipsis pilló a todos viendo televisión.
–Rodrigo Mundaca Contreras–

Inevitable
Y la máquina respondió: soy un humano.
–Rodrigo Mundaca Contreras–

Dogmático
Aunque te enojes, no cambiaré de forma.
–Rodrigo Mundaca Contreras–

Amanecer
Qué hermosa es esa brillante aurora radiactiva.
–Rodrigo Mundaca Contreras–

Vivo
¡Estoy muerto! dijo sonriente el zombie trabajando.
–Juan Carlos Sánchez–

Advertencia
¡Prohibido soñar el paraíso, está muy lejos!
–Juan Carlos Sánchez–

Violencia
¡Amo la vida! grita contento el asesino.
–Juan Carlos Sánchez–

Tinieblas
El lobo aulló un poema de sangre.
–Juan Carlos Sánchez–

Fascinación
El pinguino devoró al lobo por protestar.
–Juan Carlos Sánchez–

Autodescubrimientoterapéutico
¿Eres marciano?, me preguntó. ¡No!, venusino, respondí.
–Luis Saavedra–

Trailer
¡Bichito, bichito! invasión héroe musculoso Tierra ¡kaboom!
–Luis Saavedra–

Infancia
En una galaxia muy muy lejana… ¡Aventura!
–Luis Saavedra–

Telepatía
El gato me dice: ¡Soy tu amo!
–Luis Saavedra–

Física-beat
Big Bang bum Big Crunch, ¡great groovy!
–Luis Saavedra–

Elder
Estos malditos jóvenes de hoy, ¡tan iconoclastas!
–Sergio Alejandro Amira–

Identidad
¿Cómo podría saberlo?, ¡ella era un metamorfo!
–Sergio Alejandro Amira–

Romántico
Ramo de rosas Klemperer para mi amada
–Sergio Alejandro Amira–

Resumen
Tras la Plaga, arcángeles devoran cadáveres humanos.
–Sergio Alejandro Amira–

Soledad
¿Que hago en medio de la lava?
–Hernán Pizarro–

NeoMonstruo
Ni Drácula, Ozzy, Jason o Freddy: Worror.
–Sergio Alejandro Amira–

Causalidad
Pródromos Activos de Reintegración Cósmica me persiguen.
–Sergio Alejandro Amira–

Frampton
Nada con qué relacionarme, sólo el mar.
–Sergio Alejandro Amira–

Escritor
Escribía malos cuentos. Fue desintegrado.
-Daniel Contreras-

I
La tierra era plana después de todo.
-Vicente Forte-

II
Llegaron y sembraron mentes en nuestros cuerpos.
-Vicente Forte-

III
Se hizo la luz y todo desapareció.
-Vicente Forte-

IV
Atravesó paredes a voluntad. Después me enseñó.
-Vicente Forte-

V
Primero, los niños del Brasil. Ahora, nosotros.
-Vicente Forte-

VI
Alabado sea el señor y toda maquinaria.
-Vicente Forte-

VII
Estaban aburridos. Por eso te construimos.
-Vicente Forte-

VIII
Primero nada. Luego todo. Mañana nada.
-Vicente Forte-