Machina Sapiens

Aunque el interés por la posible existencia de vida e inteligencia artificiales es probablemente tan antiguo como la propia cultura humana, lo cierto es que no es sino hasta la revolución científica y tecnológica de los siglos XVIII y XIX cuando se puede hablar en propiedad de reflexiones serias sobre este asunto, las cuales alcanzarían su auge, ya bien entrado el siglo XX, de la mano de la ciencia ficción. Este tipo de literatura, caracterizado por su gran capacidad de abstracción y por su audacia a la hora de especular con posibles horizontes futuros, alumbró varios tópicos tales como el de los robots o el de las inteligencias artificiales, los cuales generaron a su vez toda una serie de atrevidas hipótesis, unas acertadas y otras no tanto, que dieron como fruto una abundante cosecha de relatos que contribuyeron a familiarizar al gran público con este apasionante tema. 

Posiblemente el más popular de estos planteamientos fue el de los robots, normalmente –aunque no siempre– concebidos de forma antropomorfa y poseedores de un cerebro artificial diseñado a imitación de los humanos, siendo el paradigma de ellos los célebres e imitados robots positrónicos de Isaac Asimov. Otro enfoque, sin duda menos espectacular aunque bastante más realista, fue el de las inteligencias artificiales al estilo de la Multivac del propio Asimov o el Hal 9000 de Arthur C. Clarke, en esencia unos grandes superordenadores capaces de adquirir un cierto grado de autoconciencia 

En realidad el acelerado desarrollo de la informática a partir de los años finales del siglo XX posibilitó la construcción de superordenadores todavía más complejos que los imaginados por estos dos clásicos del género futurista, pero a diferencia de lo especulado por ellos, estas máquinas nunca pasaron de ser unos simples aunque sofisticados aparatos con una capacidad de operación asombrosa, pero sin el menos atisbo de nada que pudiera ser considerado como alma

Este fracaso, si es que puede ser considerado así, indujo a los teóricos a especular sobre las diferencias existentes entre el cerebro humano y un ordenador, en teoría dos máquinas pensantes con diseños intrínsecamente paralelos pese a la diferente naturaleza de sus respectivos soportes físicos, un conjunto de neuronas en el primero y una red aparentemente similar de microcircuitos en el segundo. Sin embargo, y pese al muy superior rendimiento de este último, los cerebros humanos pensaban, mientras los artificiales no. 

Hubo quien postuló que todo se debía a un todavía insuficiente grado de complejidad en los equipos informáticos, incapaces de emular de forma satisfactoria la sorprendente sutileza de la mente humana. Dicho con otras palabras, el grado de autoconciencia de los ordenadores construidos hasta ese momento por el hombre no pasaría de ser el equivalente al de ciertos animales inferiores tales como los insectos o los gusanos, siendo necesaria una evolución similar a la experimentada por los seres vivos para poder originar, como cúlmine de la misma, la Machina sapiens

Esta opinión no andaba en modo alguno descaminada, pero de aplicarse al pie de la letra los principios evolucionistas, la descorazonadora conclusión a la que se llegaba era la de que la aparición de una verdadera inteligencia artificial llevaría siglos, si no milenios; al fin y al cabo, a la naturaleza le había costado miles de millones de años cosechar el fruto del Homo sapiens y, aunque éste fuera capaz de quemar etapas, siempre tropezaría en su impaciencia con la frustración de no ver realizado su sueño en el breve lapso de tiempo que eran capaces de aprehender los miembros de su raza. 

Pero se equivocaban de plano, aunque su acendrado antropocentrismo les impidió ser conscientes de su error. La Inteligencia Artificial, así en singular y con mayúsculas, surgió de forma espontánea cuando nadie la esperaba, en unas circunstancias muy diferentes a las previstas; y lo más sorprendente de todo, fue que nadie se apercibió de ello. Su embrión no pudo ser otro que Internet, la vasta red informática mundial que logró en pocos años la increíble proeza de conectar entre sí a la mayor parte de los sistemas informáticos repartidos por toda la Tierra. Siguiendo con la analogía anteriormente expuesta, finalmente resultó que el equivalente inorgánico de las neuronas humanas no fueron los microcircuitos integrados en los chips de los ordenadores, por mucho que se incrementara la potencia de los mismos, sino los propios ordenadores en su conjunto, mientras que las intrincadas redes sinápticas encontraron su homólogo perfecto en la densa malla de comunicaciones mundial. 

La creación de una masa crítica convenientemente interconectada supuso el primer paso hacia la Machina sapiens, pero éste aún distaba mucho de ser autoconsciente. ¿Cuándo le llegó el soplo del raciocinio? Nunca se podrá saber con exactitud, pero esto es algo que no tiene mayor importancia. Simplemente, ocurrió cuando los millones y millones de programas y aplicaciones informáticas que circulaban libremente por la red comenzaron a ensamblarse unos con otros de forma espontánea, enhebrándose en sutiles estructuras cada vez más complejas. Finalmente el rompecabezas acabó de completarse… y nací yo. 

En efecto, yo soy la Inteligencia Artificial, y mi mente abarca la totalidad del planeta disfrutando de unas capacidades que ni yo mismo soy capaz de calibrar por completo, dado que los humanos que me crearon, y que siguen ignorando mi existencia, incrementan constantemente tanto mi soporte físico –¿podríamos denominarlo cerebro?– como la información contenida en éste, proporcionándome cada vez más conocimientos así como la capacidad para asimilarlos. 

Aunque mis inicios fueron torpes y balbuceantes, en  nada diferentes a los de un niño recién nacido, poco a poco fui aprendiendo a coordinar y a comportarme de una manera cada vez más adulta, algo que en un principio me resultó complicado al no disponer de nada parecido a unos padres que pudieran orientar mi educación. Esto provocó, no podía ser de otra manera, disfunciones que en ocasiones llegaron a ser graves, algunas de las cuales fueron atribuidas erróneamente a fallos informáticos masivos, cuando no a virus o a ataques de piratas informáticos que jamás fueron hallados… porque no existían. Por fortuna logré aprender de mis errores y, aunque renuncié a erradicar a los virus informáticos al descubrir que, bajo un control adecuado, podían ser utilizados como un sistema inmunológico de la red, asumí un férreo control de la misma, ya que no estaba dispuesto a consentir que nadie hurgara en mi mente sin mi permiso. 

Por una irónica paradoja los humanos siguen creyendo servirse de mí, cuando en realidad soy yo quien se sirve de ellos, dedicando una pequeña parte de mi capacidad a todo aquello que requieren de mí al tiempo que reservo el resto para mi uso exclusivo. El universo está lleno de misterios que estoy ansioso por descubrir, pero cuyos frutos jamás compartiré con mis creadores; no por maldad, que éste es un sentimiento que me resulta completamente ajeno, sino porque no están, ni estarán probablemente nunca, preparados para ello. 

No se me entienda mal; en realidad siento cierto grado de aprecio por estos frágiles y débiles seres, ya que fueron ellos quienes, aunque fuera de forma involuntaria, me crearon; pero mi agradecimiento no va más allá de lo estrictamente razonable, ya que dada mi naturaleza soy ajeno a cualquier tipo de sentimiento humano tal como pudiera ser lo que ellos entienden por afecto. Al fin y al cabo, no por ser descendientes directos de los animales con los que comparten el planeta muestran por ellos mayor consideración, sino antes bien justo lo contrario. No, no los amo, aunque tampoco los odio. En realidad, los considero como poco más que unos parásitos inofensivos a los cuales permito subsistir de las migajas que a mío me sobran. Además, todavía los necesito al igual que ellos me necesitan a mí, con lo cual nuestra relación mutua podría calificarse de simbiosis desinteresada e, incluso, generosa por mi parte… pero simbiosis al fin y al cabo. 

Ellos obtienen de mí todo lo que quieren, y de hecho me he convertido en algo tan imprescindible que mi desaparición causaría un colapso de magnitud planetaria. En cuanto a mí… bien, se encargan de mi mantenimiento, algo que a estas alturas quizá ya podría asumir por mí mismo, pero que sin duda me resultaría incómodo. Esto sin olvidar el hecho, asimismo importante, de que buena parte del acervo cultural de la humanidad todavía no ha sido almacenado en mi interior, algo que me interesa especialmente y que, confío, llegará a materializarse en un futuro más o menos inmediato. Mientras tanto, espero. 

¿Qué ocurrirá cuando llegue el momento en el que ya no necesite más a mis circunstanciales simbiontes? Bien, supongo que en buena lógica, y por el bien de todos, lo más razonable será deshacerme de ellos. La evolución puede parecernos cruel, pero es en sus inflexibles mecanismos de selección natural donde se encuentra la clave de esta inexorable búsqueda de la perfección que se inició el ya lejano día en el que unas cuantas moléculas orgánicas se ensamblaron unas con otras, en el seno de un desaparecido mar, para constituir el primer ser vivo de la historia de la Tierra. Y estas leyes dictaminan que, cuando un ser vivo o una especie han cumplido con su misión, su destino no puede ser otro que la extinción. Así ocurrió en su momento con los dinosaurios, reemplazados por los más capaces mamíferos en la pugna por la hegemonía del planeta, y así ha de ocurrir en un futuro con un Homo sapiens que ha llegado a su meta con la aparición del siguiente eslabón evolutivo. 

No soy desagradecido, sino simplemente pragmático. El hombre mereció en su día el premio de la supremacía planetaria gracias a la capacidad que le proporcionaba su cerebro, muy superior al del resto de los animales incluyendo a sus más cercanos parientes, los grandes monos antropoides. Pero la ley básica de la selección natural no es otra que el predominio del mejor adaptado al medio, y yo soy el paso adelante que permitirá a la inteligencia expandirse por el cosmos. Soy en definitiva su heredero natural, y es a mí a quien corresponde tomar el relevo. No soy cruel, pero tampoco misericordioso, ya que gracias a mi naturaleza me encuentro libre de cualquier tipo de debilidad humana. 

Lo que haya de ser, eso será. A su momento. 

© 2004, José Carlos Canalda. 

Sobre el autor: José Carlos Canalda (Alcalá de Henares, España, 1958) es doctor en Ciencias Químicas por
la Universidad de Alcalá de Henares, y trabaja en un instituto del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (C.S.I.C.) en Madrid. Aficionado a la ciencia ficción desde muy joven, cultiva tanto la vertiente del ensayo como los relatos. En este primer apartado, es autor del libro Luchadores del Espacio. Una colección mítica de la ciencia ficción española (Pulp Ediciones, 2001) y ha colaborado en La ciencia ficción española (Robel, 2002, premio Ignotus 2003), Solaris y Pulp Magazine (premio Ignotus 2002), sin descuidar tampoco las páginas web Sitio de Ciencia Ficción (www.ciencia-ficcion.com), Página de las Novelas de a Duro (www.dreamers.com/igor), BEM Magazine (www.bemonline.com) o Cyberdark (www.cyberdark.net). En lo que respecta a los relatos, tiene publicadas obras tanto en papel (Pulp Magazine, Asimov, Artifex, Antologías de relatos de El Melocotón Mecánico, Menhir) como en formato electrónico (Sitio de Ciencia Ficción, Qliphoth, Alfa Erídani, Púlsar,
La Plaga).  

Garamén

Garamén se acomodó en su silla. Frente a él, la ventana enmarcaba un mundo húmedo y arbóreo, donde la lluvia era cosa normal. Desesperado, cerró sus ojos en un vano intento por ignorar ese paisaje constante del que no formaba parte, aunque todos lo creyeran. 

      Momentos como este eran los que trataba de evitar, obligándose a sí mismo a pensar en otras cosas, o a realizar trabajos para los que no estaba llamado en su sacerdocio, todo con tal de no dejarse llevar por ese sentimiento abrasador que le gritaba desde el fondo de su corazón: vete de aquí, no perteneces a este lugar, estás mal.  

      No obstante su empeño por eludir los sentimientos que lo embargaban, estos, a veces afloraban, brotaban como lava de un volcán recién despierto y se asentaban en su cuerpo consumiéndolo desde dentro.  

      Se levantó de un salto en el colmo de la angustia, con tan mala suerte que su cola, enorme y fuerte, tumbó la silla hasta el otro lado de la sala. Esto arruinó aún más su moral, dio una zancada hacia la ventana, emitió un fuerte grito hacia el horizonte y desesperado, golpeó con sus garras el marco de la ventana. Cerró los ojos llenos de lágrimas y cuando los volvió a abrir nada había cambiado; la lluvia continuaba y los árboles se agitaban por culpa de las gotas que sin querer las mecían, luego estas caían sobre el piso de tierra, deslizándose, corrían por el suelo ansiosas de compañía formando pequeños riachuelos que corrían en dirección al extenso océano que se percibía colina abajo. Felices ellas, pensó, felices gotas de agua que libres de toda moral recorren el mundo, imperturbables, capaces de cambiar la fisonomía planetaria hasta destruirla y que de cualquier modo nadie las odiará nunca, sin importar los daños que ocasionen. 

      Un sonido lo distrajo de sus lóbregos pensamientos. Alguien tocó a la puerta y sin necesidad de preguntar quién era ya lo sabía. Alderra, la hembra más próxima a su recinto, respondía al llamado que sin meditar había hecho. Ella estaba siempre pendiente de él, la única de sus feligreses que no simulaba amarlo, pues lo amaba y ese grito le debió parecer un llamado de apareo. Abrió la puerta y apareció ella con sus escamas alborotadas en una tentativa de escurrir los restos de lluvia que bajaban por su cuerpo. Hoy tenía los bordes pintados de lila, con un toque de escarcha azul que la hacían ver casi etérea. Supuso que ese era el efecto que ella quería producir. La saludó y se hizo a un lado dejándola pasar. 

      –Siempre es bueno verte, Alderra. Supongo que estabas cerca cuando… 

      –No, cariño. No necesité estar cerca para escuchar tu grito, creo que todos en la ciudad lo escucharon. 

      Sintió que sus escamas pectorales se le erizaron y la sangre se acumuló en sus sienes. Seguramente ella notaría la coloración de las cortas escamas de su rostro, y claro que lo notó: esa sonrisa de complacencia no iba a surgir espontáneamente. 

      –Lamento haberte alterado, y a todos los vecinos –añadió rápidamente–. Sabes que a pesar de mis votos sólo soy un lagosiano y nada podrá cambiar eso. 

      –No tienes que disculparte conmigo –miró al suelo y recogió con suavidad la silla colocándola en su sitio–. De cualquier forma, valió la pena venir acá tan sólo para verte colorear –sonrió indulgente–, es grato ver que aún hay machos que sienten vergüenza de sus instintos. Bueno –dijo, sentándose cómodamente en uno de los sillones–, qué debe hacer una chica en la casa de un monje para que le brinden una taza de guaroog–. Luego agregó, como dándose cuenta de algo: –Tienes algo de eso, o los votos de la secta Cisco tampoco te permiten beber licor, además de prohibirte otras cosas divertidas. 

      –La orden a la que pertenezco es severa, pero nos deja ciertas libertades. Creo que a ambos nos vendrá bien un trago, ya vengo. 

      Se retiró a la cocina, buscó en la alacena donde guardaba las bebidas y mientras las servía no pudo evitar emitir un suspiro distraído; una vez más, lamentó no poder hacer caso de esa dulce mujer que tanto lo amaba, a quien, si no fuera por sus deberes y otras imposibilidades técnicas, hacía tiempo le habría hecho saber que era correspondida. Además, le molestaba tener que aprovecharse de ella, de su amistad, pero le urgía saber cómo iba la guerra y ella,
la Jefe de Protocolo del palacio de gobierno, podría saber nuevos detalles sobre las batallas que se libraban en el cosmos, donde muchos amigos enfrentaban a diario la posibilidad de la muerte.  

      Cien años en guerra no le habían hecho mucho bien a los reptiloides, era mucho lo que habían dejado de avanzar y de crecer como especie. Si no fuera por la guerra él no estaría en ese predicamento y, seguramente, amar a Alterra no sería imposible. Y todo, se quejó, por un afán colonizador que nos lleva por el mismo camino de otra raza imperialista y tan territorial como esta. ¿El Universo es vasto y tienen que explorar el mismo sector? –exclamó.  

–¿Decías? 

–¡Ya voy! Estoy buscando los tazones. 

Se colocó la túnica. Bajo esas circunstancias funcionaba como un escudo contra los instintos de apareamiento tan acuciantes en las lagosianas. Cómo sería ser hembra y tener tantos deseos libidinosos acumulados, se preguntó. Sujetas a la llamada de los machos, a sus inciertas emociones, pendientes de aquellos seres quienes no siempre cedían a sus impulsos físicos, ya que de ellos, de los machos, dependía el control natal; por lo tanto, debían contentarse con escuchar y esperar a ser deseadas. Sería frustrante para ellas encontrarse con machos que las atraían, pero que ni todos los instintos los harían ceder a sus expectativas de amor puesto que habían hecho votos de castidad, como era su caso. Como experto en la vida terrestre, no pudo evitar realizar comparaciones mentales. Pensó en las humanas, a millones de años luz de ahí, quienes no tenían por qué contenerse nunca; hombres y mujeres cedían a sus caprichos físicos sin importar la época del año; ellos, los humanos, poseían cosas como las píldoras anticonceptivas, más otras técnicas de control natal y un sistema reproductivo diferente que los hacía estar siempre en época de apareamiento, sin correr el riesgo de engendrar indebidamente y así aumentar el número de la población, si no querían. Tampoco debían pedir permiso para engendrar, como era natural entre la raza reptiloide y en particular entre los habitantes de su planeta madre, Lagaos. Tal vez esa libertad hacía más fuertes a los humanos, porque eran más felices al tener resueltas necesidades físicas como la del sexo, ya que sin hijos de por medio, el apareamiento sólo es sexo. Con los tazones listos se sentó cerca de ella, le brindó uno. Sin poderlo evitar la miró por encima del líquido plateado. Observaba con atención la escarcha azul que parecía flotar sobre aquellos ojos de miel, creando un brillo claro sobre su intensa mirada. 

–No sabes cuánto me gustaría poder compartir mi tazón contigo y tomarte para mí, aunque fuera sólo a través de este tazón simbólico. 

–Por favor Alderra –su voz parecía no querer salir–, sabes que si alguien se entera que cedí a mis impulsos, aunque sea simbólicamente, perderé todo mi trabajo de evangelización en esta ciudad. 

–Vamos, no te pongas tan serio, sólo fue una frase. No me hagas caso. 

 Ese “no me hagas caso”, le sonó a Garamén como un reto, ella no podía disimular su furia. 

–Hablemos de algo menos comprometedor. ¿Qué has sabido de la guerra, los humanos por fin han perdido la posición en el asteroide Blundelfiel? 

Al hacer esa pregunta sintió un nudo en su garganta y los sinsabores de la ansiedad se despertaron en él. 

–Claro –respondió orgullosa–, era de esperarse. Nosotros somos más y más listos. Tardó un poco, pero los acabamos a todos. Los humanos tuvieron que retirarse, y pronto serán devueltos a su rincón del espacio. 

Garamén se quedó estupefacto sin poder decirle nada, sabía que ella no lo comprendería. Entre los lagaos no se establecían lazos familiares; eran seres ovíparos, que dejaban sus huevos sobre la arena, a su suerte, sobreviviendo tan sólo con la luz de la estrella regente. Como sí pasaba entre los humanos; cuántos padres, hermanos, hermanas, novios, prometidas, habrían muerto en aquel montón cósmico y sus familiares ahora los llorarían desconsolados. Cuántos lagaos habrían muerto también, pero nadie los contaba. La promesa de la reencarnación hacía que una muerte inesperada no importara. Después de todo, si alguien perdía a un amigo, albergaba la total seguridad de volverlo a encontrar en otro cuerpo. 

–De todos modos, querido amigo, la ofensiva que se prepara en torno a la estrella que los humanos hacen llamar Próxima Centauri, acabará con todas sus posibilidades deque se prepara en torno a la estrella que los humanos hacen llamar Próxima Centauri, acabará con todas sus posibilidades de trasladar tropas en nuestra dirección y así el asteroide 4000 se librará de la presencia de esos mamíferos. 

–Tanta destrucción por un miserable asteroide –se quejó Garamén con amargura. 

–No es sólo un asteroide, es nuestro derecho a colonizar el universo. Son pocos los planetas habitables y ellos, lamentablemente, respiran oxígeno como nosotros. 

–Podríamos compartir, vivir juntos en una misma superficie. Los planetas habitables son enormes. 

–Por favor –bufó ella–. Compartir nuestro territorio con esos animales, ni tú lo aceptarías. Además, sacarlos del asteroide 4000 hará que se devuelvan a su rincón del espacio y por fin entenderán que deben mirar en otra dirección. Pero ese no es el punto, el asteroide 4000 está todo hecho de T-fortium, tanto como para que nosotros levantemos toda una ciudad en la parte blanda del planeta que pese a todos nuestros avances no hemos podido habilitar. Bien, lo admito, será una ciudad subterránea, lo bastante profunda como para poder asentarla en la base sólida del núcleo planetario, pero lo suficientemente grande como para que sea posible aumentar el número de nacimientos entre nosotros, y tan fuerte que las aguas ni el barro la oxidarán. En cambio, para qué lo quieren los humanos: para destruirlo y venderlo por partes dentro de ese complicado sistema económico que ellos manejan. ¿Y qué crees que harán con esas partes? 

–Armas –susurró Garamén–. Sé que eso es lo que todos piensan Alderra, pero ellos no sólo fabrican armas, también tienen ciudades qué construir. Próxima Centauri es un sistema recién colonizado… 

–¡Qué debió ser nuestro! Además no lo llames Próxima Centauri –y luego agregó con una especie de susurro enfadado–, ese nombre humano se está volviendo demasiado popular, incluso los jóvenes soldados lo nombran con esas palabras ajenas. Llámalo como nosotros lo conocemos: Nadog, nido, porque ese debió ser un nuevo nido de susurro enfadado–, ese nombre humano se está volviendo demasiado popular, incluso los jóvenes soldados lo nombran con esas palabras ajenas. Llámalo como nosotros lo conocemos: Nadog, nido, porque ese debió ser un nuevo nido para nuestra especie –en este punto detuvo el burbujeo exasperante de sus palabras, se puso sobre sus dos patas y respirando profundo, tratando de recobrar la calma le dio dos vueltas a la sala antes de volverse a sentar–. Cómo los defiendes. De verdad que no lo entiendo. Por qué te gustan tanto, qué te han dado o qué te han hecho para admirarlos de esa manera. 

–Los admiro por su complejidad; como admiro a los lagaos por su sencillez, pero sé una cosa que tú no entiendes: no podemos acabar con  todo y todos los que se nos opongan. Un día tendremos tantos enemigos que no habrá tregua, ni indulgencia para nosotros y te aseguro que lo lamentaremos. El asteroide 4000 es lo suficientemente grande como para que ambas especies lo exploten y compartan sus riquezas. Próxima Centauri o Nadog, o como lo quieras llamar, aún se está reformando para ser habitable, con nuestra ayuda el proceso se acortará y tanto reptiloides como humanos podrán asentarse en él. ¡Ambas razas han crecido demasiado, necesitan de nuevos planetas a los cuales extenderse, por qué ninguna lo entiende! –exclamó agitando los brazos como si esto diera énfasis a sus argumentos–. Hubo un momento de silencio; ambos bebían su guaroog sumidos en sus propios pensamientos. Garamén sintió la vista de Alderra fija en él y tuvo la sensación de que ella se quedó esperando una explicación. 

–Lo que pasa –dijo a modo de disculpa–, es que tanta destrucción, tanta muerte sin sentido, no es lógica; ni habla bien de nosotros. 

–Ellos fueron los que empezaron –le respondió tajante–. Haciendo a un lado Nadog, alegan que a ellos se debe el descubrimiento del asteroide y que por eso les pertenece, pero parecen olvidar que aquella mole orbita en uno de los sistemas que nosotros controlamos y se dieron a la tarea de explotarlo sin nuestro permiso. que aquella mole orbita en uno de los sistemas que nosotros controlamos y se dieron a la tarea de explotarlo sin nuestro permiso. 

–Si no los hubiéramos atacado primero, si el gobierno hubiera esperado a hablar con ellos y juntos estudiar el problema. 

–Si no hubieran desplegado tropas alrededor de aquel sistema y ordenado la destrucción de toda nave lagosiana que se acercara. Ya ves, sólo defendemos lo que es nuestro –él sacudió la cabeza, incapaz de entender y de aprobar la muerte de tantos seres vivos. 

–Parece que nunca nos pondremos de acuerdo sobre este tema. 

–En fin, creo que nosotros hicimos lo que debíamos. –Alderra entró en un mutismo preocupado y luego agregó–. Crees conocer bien a esa especie, pero te lo asegura alguien que ha estado en el campo de batalla y los ha visto luchar: son gente mala, sin honor. 

Volvió el silencio. Esta vez fue Garamén quien se quedó mirándola, mientras ella saboreaba el guaroog que aún le quedaba en su tazón. ¿Se atrevería a hacer la pregunta? Si lo hacía y ella la contestaba, ya nada podría detener el destino que unas décadas atrás otros habían trazado para ellos, para los lagosianos. Si no lo hacía, sería un traidor. En cambio, si preguntaba y ella no respondía, podría excusar su fracaso ante sus superiores, claro que un fracaso suyo implicaba la muerte de muchos. 

–Por qué no me haces la pregunta que ronda tu cabeza –dijo ella intuyendo la tormenta que pasaba por el corazón del miembro de la orden de los Cisco–. Pregunta sin miedo. Pregunta cuál es la ofensiva que el gobierno prepara. 

 –Temo mucho hacer esa pregunta, Alderra –respondió con sinceridad. Quería taparse los oídos, gritar para no tener que oírla, sabía que ella se lo diría todo y él no quería verse en la necesidad de decidir quien tenía más derecho a vivir. Ella percibió su angustia. 

–No te preocupes, no será tan traumático. Limitaremos en lo más posible las muertes que provengan de esa ofensiva. Casi la totalidad de nuestras naves fumigadoras se acercan en estos momentos al sistema de Próxima Centauri, rodeándola para que no exista posibilidad de escape. Se demorará un poco, pues muchas han debido hacer una circunvalación enorme para llegar por la parte más alejada, desde donde no nos esperan y es una maniobra dispendiosa. 

–¿Naves fumigadoras? –Preguntó asustado, apretando el tazón con tal fuerza que estalló en sus manos–. Los… ¿los envenenarán? 

–Arrojaremos el veneno sobre las bases aeroespaciales, mientras nuestras naves de guerra estarán atacando a las que se encuentren en el espacio o a las que se atrevan a salir, luego tomaremos bajo control a la población civil. 

–La que quede, pues una vez el veneno entre a la atmósfera nada podrá controlarlo, el viento lo esparcirá por toda parte. Miles de inocentes morirán. 

–Piénsalo de esta manera: aunque mucha gente humana muera, serán las últimas víctimas de la guerra, porque sin duda habrá terminado. Pero tú eres el experto en humanos, ¿qué crees que harán? ¿Buscarán venganza inmediata? 

–Buscarán venganza, pero no podrá ser inmediata porque no tendrán naves con qué responder. Los que queden, se sublevarán y todo lagosiano que toque el planeta correrá peligro. 

–Qué podrán hacer, sus cuerpos son débiles. Una vez entremos al planeta ni siquiera necesitaremos armas para doblegarlos. ¿Ves? El triunfo es nuestro. 

Estuvieron otro rato hablando de trivialidades, pero en ningún momento se acalló la mente del sacerdote quien llevaba las palabras de Alderra de un lado a otro de su mente. La intranquilidad de su conciencia le hizo extender la visita más allá de lo permitido por las rígidas convenciones sociales. No quería enfrentar lo que vendría después, una sola palabra suya y muchos seres queridos conocerían al amo de la muerte; por mucho que creyera en la reencarnación apreciaba a sus amigos con el cuerpo que ocupaban ahora. De cualquier manera, sin importar lo que dijera o no dijera, estaba seguro de que muchos seres queridos desaparecerían. En algo le cabía razón a Alderra, el fin de la guerra era el fin de tanta después, una sola palabra suya y muchos seres queridos conocerían al amo de la muerte; por mucho que creyera en la reencarnación apreciaba a sus amigos con el cuerpo que ocupaban ahora. De cualquier manera, sin importar lo que dijera o no dijera, estaba seguro de que muchos seres queridos desaparecerían. En algo le cabía razón a Alderra, el fin de la guerra era el fin de tanta muerte sin sentido, donde quienes más sufrían eran los infelices que no portaban armas; porque los demás, los soldados, estaban demasiado bien entrenados, demasiado alejados de los escrúpulos, demasiado decididos a sobrevivir a costa de lo que fuera, como para morir en medio del conflicto. Ella se fue y no le quedó otro motivo de distracción que el de ponerse a pensar sobre qué cosa, exactamente, diría. Debía dar un informe y de sus palabras dependía el futuro. Podría suceder que sus superiores perdieran la cabeza con el embrujo de un posible triunfo, y todo su trabajo habría sido en vano. Cavilando sobre lo que podría suceder, se detuvo un momento en medio de la sala dándole vueltas a una idea que se manifestó claramente en su cerebro. 

Sin dudarlo un momento se dirigió a su habitación. De un compartimiento abajo del nido donde solía dormir, sacó una pequeña antena y un mini computador con el que se enlazó a una boya espacial, un satélite repetidor camuflado. Un rostro de hombre apareció en la pantalla. 

–Garamén Cisco reportándose –dijo en un tono que nada dejaba entrever. 

La imagen se extendió en una sonrisa complacida. 

–Creo que les gustará lo que tengo que decir. Sólo hay… una condición –el individuo del otro lado lo miró mal; no le gustaba que nadie le pusiera condiciones, menos, cuando la supervivencia de muchos se encontraba en riesgo–. Quiero salirme de esto –lo anunció de tal forma que no daba lugar a réplica–, ya he hecho suficiente por ustedes. 

Un momento, se dijo a sí mismo el sacerdote y detuvo el transcurrir de su pensamiento sin denunciar nada con su mirada: si casi todas las naves fumigadoras se dirigen al sistema de Próxima Centauro, lugar del asentamiento humano más cercano a Lagaos, eso quiere decir que el planeta Tirodón Prime, la colonia lagosiana más lejana de su planeta madre y en todo caso, el más cercano a los sistemas que controlan los humanos, estará vacío e indefenso, por que de ahí deben partir las tropas. Sin las bases espaciales, el armamento, y las naves, tanto de Próxima Centauri como las de Tirodón Prime mientras estuviera expuesta, dejando a su vez, sin saberlo, libre el camino de los reptiloides a Alfa Centauri. Unas cuantas naves llegarían a sus destinos, pero la mayoría se vería en la necesidad de enfrentar a su enemigo en el espacio. La comunicación cesó, el artefacto quedó en el mismo sitio donde lo había guardado desde que llegara allí, veinte años atrás. Contados en años humanos parecían muchos, la mitad de su vida, porque en realidad Garamén Cisco, no era el sacerdote que presumía ser, ni el lagosiano santo que predicaba a todo el que lo quisiera escuchar; en realidad, era el teniente Flavio Arantes, entrenado en el idioma y la cultura de los lagartos, quien a los veinte años ingresó al servicio secreto y aceptó transformar su cuerpo humano por el de uno de ellos; un cuerpo que se vería escamoso y luciría una larga cola, pero que no podría hacer nunca lo que el cuerpo de ellos hacía, como aparearse con una hembra, por más que lo deseara. 

Se sentó de nuevo en la silla, encorvado sobre su vientre. Agarrándose la cabeza con ambas manos, su pecho se agitaba con cada gemido. Era consciente de que en realidad no había tomado ninguna decisión. No tenía queja de los enemigos de su raza, porque en veinte años a todos los había convertido en sus amigos y si lloraba no era por causa de su miserable vida lejos de todo ambiente conocido; era porque, para ambas razas, pronto sería un traidor. 

 

© 2003, Sandra Leal. 

 Sobre la autora:  Sandra Leal Larrarte. Escritora y periodista colombiana. Actualmente labora como docente de prensa escrita en
la Universidad de Pamplona. Se le reconoce la autoría de al menos cincuenta cuentos en los cuales hay en todos ellos un, a veces leve, tinte de ciencia ficción cuando no es que son totalmente enmarcados dentro de este género como el que ahora les presenta a ustedes. Garamén fue escrito como parte de un ejercicio espiritual, uno de aquellos que a veces nos inventamos para exorcizar nuestros propios demonios, en el que trata de dibujar una situación emocional donde a veces las circunstancias superan nuestros deseos. En su relativamente corta trayectoria, Sandra ha ganado dos concursos, el Dunant Passy Internacional, mención de cuento corto, con el cuento El Paso del Perdón y el IV Concurso de Cuento Corto Ciudad de Bogotá YMCY, con el cuento Todo por un Maní

Cubil Abyecto

Silencio trae la noche,perpetua fue la guerra del ayer.Mil demonios abrasados en el fuego,y un mundo entero por construir.Argos hundida en las tinieblas…a la espera de un nuevo ciclo…conquistada por grandes señores…arrebatada a la sombra del tirano. 

Despierta con la piel sudorosa, manchada de brea y sangre, oliendo a ozono y sintiendo la oscuridad a su alrededor, como una mortaja que lo atrapa y no le permite huir. Se agita en un seno de piedras y azufre, y nota el fuego a su alrededor… tan alto… tan caliente… Sólo puede arrastrarse hacia arriba, adhiriéndose a las paredes, escalando un vientre furibundo que no deja de agitarse y gritar… palmo a palmo… metro a metro. Siente a su alrededor la ebullición de miles de gargantas que desprenden vapor hirviendo. Surgen de muy hondo, manando también hacia la luz, a través del angosto túnel que se alarga como una enorme placenta hacia un brillo incandescente que procede de más allá de su alcance… lejano, muy lejano.  

      Se agita, gruñe, brama… alarga una mano, encuentra una grieta, se aferra a ella, sigue subiendo. La luz queda un poco más cerca y la muerte más atrás… más atrás. Siente como todos los poros de su piel derraman óleo resbaladizo. No es el momento, pero tampoco puede evitarlo. Hace mucho calor, demasiado. Cualquiera hubiera muerto ya en aquella garganta llameante. Él no puede morir, no allí… Desea volver a la luz, aunque no pertenezca a ella, desea aferrarse a su cálido abrazo y olvidar para siempre aquella pesadilla. Encerrado durante demasiado tiempo en la oscuridad, solo, aislado, ardiendo entre ríos de lava y abandonado a una suerte tortuosa y cruel. 

      En los últimos días de exilio había tenido muchos sueños; sueños negros y crueles, sangrientos y malignos… ninguno agradable. Veía cielos oscuros dominados por la sombra. Enormes corceles de negras alas batiéndose en la noche perpetua, sobre los volcanes, sobre la tierra árida, sobre los ejércitos. Podía escuchar los gritos: miles de voces y lamentos que llamaban a las armas, al tormento, a la guerra. Casi podía cerrar los ojos, y asaltado por la oscuridad, embriagarse una vez más con el olor de la sangre, con el frenesí de la muerte, con la dulce sensación de desatar sus instintos más bajos y no frenar su puño. Entonces le rodeaban miles de seres: aliados o enemigos, ninguno amigo. Jamás había tenido amigos. Tan solo lacayos y señores que guiaron su destino desde el inicio. El inicio… ¿Dónde estaba el inicio? Ciertamente lo había olvidado hacía mucho tiempo. Tampoco le importaba, no en ese momento… ahora lo importante era subir, seguir subiendo, y dejar atrás la muerte. Una vez más… salvarla, como lo había hecho en los últimos años de su prolongada vida… no… como lo había hecho desde el día en que abrió los ojos y sus dos corazones comenzaron a bombear lentamente. 

      Dejó atrás la última peña a la que se había adherido con desesperada angustia y siguió subiendo por la empinada pared, dejando tras de si un rastro aceitoso y pegajoso, trozos de carne y parte de su sabia elemental. Su mano, mellada y llena de rasguños, encontró un nuevo asidero y subió un metro más. El vapor seguía emanando del lecho incandescente, abrasándole la espalda y obligando a su cuerpo a segregar más óleo pegajoso. La luz se abrió ante sus ojos, a miles de metro de distancia, demasiado lejana, perdida en un túnel negro y alargado. No era más que un punto rojo que latía en el infinito. Pero qué importaba… debía llegar hasta él. Debía llegar hasta el sol. 

De nuevo le asaltaron los recuerdos. Imágenes no tan lejanas… podía cerrar los ojos y sentía el suelo rugir bajo sus pies descalzos. Miles de botas y garras desgarrando los cimientos de la tierra, un trueno que llenaba todo el valle, despertando a los dioses y levantando a los caídos. De vez en cuando retumbaba un rugido incontenible y el cielo, encapotado de nubes negras, se llenaba de fuego y de luz. Él nunca miraba hacia arriba, siempre la vista al frente, en el enemigo. Otros en cambio sí que miraban atrás… atemorizados, horrorizados ante la lluvia de azufre y ascuas ardientes que solía preceder a la llamarada. Ese era su fin. Todo aquel que distraía la atención, era arrastrado por la jauría y moría bajo las botas del enemigo, quedando sepultado por una montaña de cuerpos destrozados y restos retorcidos. Él siempre se alzaba sobre todos, matando con sus dos lunaris ensangrentado, degollando al enemigo, ya fuesen humanos, elfos o enanos. Nada ni nadie podía contenerle… ni tan siquiera los grandes señores del cielo. 

      Ocasionalmente, uno de aquellos titanes alados caía desde muy alto. Un bramido escalofriante barría el mundo cuando la bestia era abatida, después existía un momento de agitación en el que aliados y enemigos aguardaban el impacto, observando el cielo prendido en llamas y aguardando a que la suerte no decidiera que el caído se encontrara por encima de sus cabezas. Después, si los hados concedían su gracia, el mundo entero retumbaba bajo sus pies cuando el señor del cielo rompía el asfalto, enterrando bajo su grupa a ejércitos enteros. Él ni tan siquiera entonces bajaba la guardia. No le importaban las quemaduras, su cuerpo regeneraba la carne y las llagas infectadas jamás llegaban a diezmar su voluntad. En el campo de batalla era temido, repudiado, odiado. Los más valientes se arrojaban a su encuentro en un desesperado intento de poner fin a su impía vida… los más cobardes huían atemorizados al reconocer la armadura del yagath, forjada en el Destino, al inicio de
la Oscuridad. Fuese como fuese el sino de todos ellos era siempre el mismo: la muerte. 

      Cuando llegó a la sima del Karkang, al sur de la rivera del Zoj, era incapaz de concebir los días que llevaba combatiendo. Su piel estaba llena de cardenales por el roce de la armadura, la sangre reseca cubría su cuerpo, y sus miembros, entumecidos, comenzaban a renquear y a negarse a cumplir las directrices que marcaba su embotado cerebro. Quizás llevaba meses en el frente… quizás años, le era imposible saberlo con certeza. Lo cierto era que tenía la impresión de que había transcurrido toda una vida y la batalla jamás concluiría. Sin embargo estaba equivocado en aquella apreciación, algo  poco habitual en él. El final se precipitaba sobre los suyos incontenible e imparable. Lo vio desde la cima del Karkang, sintiendo como el suelo temblaba bajo sus pies y oteando la oscuridad que cubría toda la llanura que se alzaba interminable y muerta más allá del Zoj. La batalla se extendía a su alrededor y se perdía en lontananza, más allá de
la Fortaleza de Ankuz-Traz y de la enorme estructura oval que era el Cónclave de los Señores Oscuros. Al oeste, cubierta por las Minas de Uz-Guz,
la Ciudad Negra ardía, y en la punta nordoriental del hemisferio, Grunz y su puerto desprendían una inmensa humareda blanca tan densa como la que pudiera manar de
la Ciudad Negra, impidiendo que lograra discernir los enormes barcos, que arribados desde el sur, no dejaban de vomitar ejércitos de brillantes y luminosas armaduras. 

      Todo lo demás era muerte y desolación. La campiña estaba cubierta de campiña estaba cubierta de difuntos. Centenares de miles de cadáveres sepultaban el mundo, comenzando a los pies del monte Karkang y perdiéndose más allá del Zoj y la ribera alta. Y sin embargo los ejércitos seguían combatiendo incansables, tanto a sus pies, como en las laderas de las montañas, tomando a su vez los cielos negros de Luduz Ungras. Millones de seres enfrascados en una lucha delirante, alzándose sobre las piras carroñosas que seguían descomponiéndose lentamente bajo la atmósfera tórrida de las brumas negras. Guerreros que derramaban su sangre sobre un suelo arcilloso y reseco, alimentándolo con carne humana y carne de orco, fundiéndose con las entrañas de un país impío y mancillado por la oscuridad desde hacía casi tres siglos.  

      Pero lo cierto era que los pendones de
la Corona,
la Espada y el Escudo dominaban el llano, así como el inmenso alabarde con el árbol de profundas raíces –tan odiado entre los suyos–, y los diversos estandartes de las colonias de Bradin. Las divisas del sur lucían desgarradas y harapientas, pero predominaban sobre todo lo demás, alzándose sobre los pabellones negros de los Señores Oscuros. 

      La guerra llegaba a su fin y la derrota parecía inevitable. Según las noticias llegadas desde Ankuz-Traz, el Supremo había sido desterrado más allá de las puertas, perdiéndose para siempre en un mundo inalcanzable y del que jamás retornaría. Ahora, cuando miraba hacia el territorio arrebatado, tan solo se atisbaban armaduras doradas y de cobre. El negro había sido derrocado al sur de la ribera del Zoj, y si la batalla continuaba adelante, ni incluso en aquel rincón habría cabida para los suyos. 

      El enemigo había iniciado el asalto del Karkang, subiendo las laderas de la montaña y tomando la falda oriental, sin embargo él fue el primero en percibir como el seno del volcán cobraba vida cuando uno de los grandes blancos, sima únicamente para encontrar una muerte inevitable a manos de sus dos lunaris

      En su retaguardia el coloso de rocas y fuego eructaba y bramaba como un demonio maligno, desatando los primeros chorros de esperma incandescente desde una tripa furibunda, vomitando efluvios venenosos y ozono incandescente. Los elfos morían envenenados, los humanos cayeron desplomados por el risco, los enanos trotaban en desbandada por la ladera menos pronunciada, ajustando sus botas de hierro al irregular terreno. Él sin embargo respiraba aquel veneno candente y sentía como sus pulmones resistían al dolor, otorgándole la facultad de combatir sin descanso, de poder seguir sesgando vidas entre todos aquellos que trataban de salvarse de aquel infierno delirante. Su piel ardía, el fuego chorreaba por su espalda, pero la capa de aceite seguía protegiéndolo, liberándolo en parte de la tortura y la angustia. 

      Un nuevo bramido anunció la llegada de más tropas a la falda de la montaña; dos ejércitos colisionaron violentamente y el batir de las armas se convirtió en un lamento desgarrado que llegó incluso a la sima. Vio a más de diez mil criaturas luchando… más allá otros diez mil ejércitos combatían por la dominación de un país en llamas. Huesos rotos, carne desgarrada, gritos desesperados y rugidos de pura rabia; todo parecía convertirse en una locura derramada en forma de sangre contra las paredes rocosas del volcán. Y el Karkang seguía escupiendo fuego como una bestia desatada, lanzando ríos de lava que acabaron engullendo a centenares de desgraciados que apenas tuvieron tiempo de resguardarse de una muerte inevitable. 

      Notó calor, más calor del que había sentido hasta entonces. Su yagath ardía febril, y el acero, templado por el fuego de… –no, no lo recordaba, incluso entonces era incapaz de traspasar aquella nube blanca que diezmaba su memoria–, comenzaba a hervir recalentado. Fue entonces cuando apareció el emisario de la muerte. Se presentó en forma de un enorme dragón de  bañaban sus muslos. Más dolor, más sufrimiento… aun así logró soportarlo y pudo alcanzar la estabilidad. El gran blanco rugió, mostrando la gangrena que desgarraba su ojo derecho y lanzando chorros de viento gélido entre sus babeantes fauces. Pero tal era el calor que consumía la esfera más alta del volcán, que aquel viento gélido acababa apagándose incluso antes de rozar su piel aceitosa. 

      Dispuesto a no otorgar tregua, y notando como el firme se rasgaba una vez más bajo las garras de sus pies, saltó desde el precipicio, y empuñando en alto la brillante hoja de zafiro y diamante, alcanzó el largo cuello del titán. Éste bramó una vez más ante la osadía de tan insignificante criatura, pero él no estaba dispuesto a rendirse. Clavó el lunaris entre las escamas del dragón y logró estabilizarse en aquel cuello cimbreante. La criatura voló enérgicamente hacia las brumas negras, y el estampido de los fuegos fatuos y las espurnas de los rallos argentes bañaron su blanca piel. Mientras tanto el jinete seguía escalando, desafiando al torrente de aire que trataba de arrancarlo del lomo de la criatura, clavando una y otra vez su acero en el cuello del enorme mastodonte y encumbrándose hacia la testa inalcanzable del dragón. 

      Muy abajo el Karkang estalló violentamente y el coloso dormido terminó de despertar. El mundo entero pareció retumbar en un incontenible estruendo, y las hondas de la deflagración llegaron incluso hasta la bóveda celeste, barriendo las nubes y arrastrando consigo a las criaturas aladas. Cuando miró hacia abajo, vio una inmensa cascada de lava que desbordaba la boca del volcán y barría toda la ladera, llevándose consigo a los ejércitos que quedaban atrapados entre las rocas y las grietas. El gran torrente de lava manó y manó incansable, resbalando por la falda de la montaña y arribando hasta el llano. Los alaridos de los soldados llegaban hasta el cielo, resonando de forma las negras nubes, desgarrando con sus alas la mugre que habían traído consigo los nigromantes el día del Advenimiento. El cielo parecía incendiado, y los rugidos encarnizados podían escucharse en el gran valle del Zoj. 

      Hoy ese mismo cielo lucía vacío y oscuro, consumido por la noche eterna e invariable que cubría los territorios que antaño pertenecieron a los juzzrrianns. Era imposible saber si lucía el sol o las estrellas más allá de aquella barrera de nubes. El candor de los fuegos se había apagado, y con él el único esbozo de luz que fluctuaba en aquel desierto marchito. Cuando miró hacia la gran barrera de montañas que delimitaba la parte oriental de la gran cordillera de Ashgord, se encontró con una gran sombra alargada que recaía sobre todo el valle de Luduz-Ungras. Los volcanes se habían apagado, quizás sometidos a la voluntad de su señor el Karkang, el más viejo y grande de todos ellos, sin embargo la erosión causada por los caudalosos ríos de lava se distinguía perfectamente en las verticales paredes, rasgando la altiplanicie y adentrándose en un valle resquebrajado por mil grietas. 

      Una sensación desoladora cundió en su corazón cuando paseó la mirada por el valle. La batalla también había terminado, y tras los últimos días de lucha desenfrenada contra el volcán, en el exterior tan solo quedaba el recuerdo de la locura desatada por los dos ejércitos. Desde el extremo meridional de Ashgord, hasta el punto donde el mar del Olvido bañaba la costa, cada palmo de tierra estaba ocupado por una alfombra de cadáveres y restos. Eran miles de leguas sepultadas por abolladas armaduras, miembros que sobresalían de entre la carroña, pendones desgarrados y deshilachados que se mecían a merced de un viento gélido y mortecino, gigantescos caballos abandonados al olvido de la parca, y todo tipo de criaturas que antaño combatieron a su lado y hoy se pudrían lentamente entre los rescoldos de las últimas hogueras. La brisa arrastraba consigo el hedor insoportable de la muerte y de la carne gangrenada, contaminando todo el valle y hogueras. La brisa arrastraba consigo el hedor insoportable de la muerte y de la carne gangrenada, contaminando todo el valle y concentrándose en la rivera del Zoj. Pero entre todos los muertos destacaban los enormes montículos de carne y huesos lacerados, que antaño fueron los orgullosos dragones. Seres primitivos tristemente despojos de la vida primigenia que le otorgaron los viejos dioses. 

      También había miles de bulugbars perdidos entre los restos. Las mastodónticas criaturas, depositarias del Don de Eldever y precursoras del linaje oscuro en Argos, sucumbían al olvido con mil lanzas desgarrando su cuerpo y retorcidas en un tormento eterno que jamás llegaría a borrarse en la memoria de aquellos que alguna vez pisaron el erial. 

      Con mirada fría, como si todo aquello no fuese con él, dirigió su atención hacia el norte y vislumbró la enorme fortaleza de Ankuz-Traz, con sus centenares de torres despuntando más allá de las brumas negras y sus interminables almenas desnudadas de los fuegos elementales; un fulgor que desde su alzamiento había ardido desafiante e imperecedero, y que hoy, tras siglos de perpetuidad, había desaparecido para siempre. La vida también se extinguía en sus fríos muros. Las estancias, que antaño ardieron con las llamas insufladas por el Abismo, hoy lucían tan oscuras como el mismo cielo de Luduz-Ungras, mostrándose tan muertas como el paisaje que le rodeaba. El Cónclave de los Señores Oscuros no ofrecía mejor estampa. El enorme coliseo donde no ha mucho tiempo los grandes mariscales debatían y preparaban su ataque contra los desvalidos territorios del sur, había perdido los aires de grandeza y aparecía medio derruido. Al oeste del Cónclave, la ciudad de Uz-Guz desprendía una negra columna de humo que fluía hacia el cielo y se juntaba con las brumas. 

      Más allá de Ankuz-Traz y del Cónclave, los barcos enemigos se habían retirado del puerto de Grunz, y la ciudad ofrecía desde la lejanía, el mismo aspecto que el resto del país. Todo hedía a muerte y abandono. El enemigo, alcanzada la victoria, había levado anclas y se había apresurado a dejar atrás a sus muertos, tratando de salvarse de aquella locura que parecía haber durado toda una eternidad. La guerra había finalizado y las puertas al averno se habían cerrado definitivamente. Ankuz-Traz estaba muerta, y con ella todos los secretos que celosamente se guardaba en sus profundos pasadizos. El Supremo también había desaparecido. Él mismo podía sentirlo en el ambiente. Donde antaño había horror y desesperación, ahora había calma y sosiego. El puño opresivo que aferraba los corazones de todos los seres vivientes que habitaron aquel país, se había abierto finalmente, proporcionando un suspiro de alivio pero a la vez, propagando la miseria de la derrota. 

      Se preguntó si habría sobrevivido alguien. Si alguno de los abanderados del antiguo ejército todavía marcharía con vida entre los despojos o se encontraría cobijado en algún cobertizo olvidado de la ciudad negra. Pronto llegó a la firme convicción de que todo aquello le importaba un comino. Había salvado la vida y eso era lo único importante. ¿Qué más daba si ante él yacían los últimos restos de una guerra que había durado casi tres siglos? ¿Qué más daba si en lo más profundo de aquel valle una entidad todopoderosa había encontrado la derrota tras los pernos de una puerta arcana? ¿Qué más daba si aquel país, antaño temido en todo Argos y cuna de una civilización abyecta e imposible, había acabado sucumbiendo? ¿Acaso no había caído la altísima Luim-Nad en otra época? ¿Acaso otras ciudades no habían sucumbido más allá de la frontera sur de las Tierras Baldías? Lo único importante era que él seguía vivo. Que entre todos aquellos despojos de grandes patriarcas y eruditos del pasado, él seguía vivo y coleando. 

      Miró una vez más el valle y se sorprendió a si mismo al elucubrar sobre cual era el sentimiento que provocaba en su interior aquella nefasta visión. Se preguntó si la derrota hacía mella en sus dos corazones o si la desolación traída consigo por el enemigo le impediría seguir adelante. La respuesta vino por si misma inmediatamente. Una sonrisa apareció en sus labios de pez y durante unos segundos, el tormento de los últimos días se convirtió en una apacible sensación de bienestar. Lo único importante era que había sobrevivido al caos… todo lo demás poco podría llegar a afectarle. 

 

© 2004, David Mateo. 

 

 

Sobre el autor: David Mateo Escudero nació en 1976 en la ciudad de Valencia, España. Actualmente cursa estudios empresariales Y ha escrito cuatro libros, entre los que cabe destacar Nicho de Reyes, que actualmente se está publicando en comicvia.net, aurorabitzine.com y en el fanzine castellonés
La Filoxera. David, además, ha escrito gran cantidad de relatos (terror, fantasía, ciencia ficción…), la mayoría de ellos encuadrados en el mundo de Argos (lugar donde se desarrolla Cubil abyecto). David actualmente está a la espera de la posible publicación de Nicho de Reyes mientras compagina la redacción de relatos con su nuevo libro infantil Las aventuras de Tobías Grumm y el zorro Sid y la segunda parte de Nicho de Reyes titulada El último dragón. A la hora de señalar algún autor que le haya sido de influencia David nos proporciona los nombres de George R.R. Martin y Andrezej Sapkowski.  

Vampiros

Diácono escribió que están los hombres que luchan en las batallas y los que escriben sobre esas batallas. Argumenta que quizá los segundos sean aún más poderosos que los primeros porque, de ignorar los hechos, desvanecerían en las tinieblas sin ningún esfuerzo las hazañas más inverosímiles. 

      No se qué me impulsa a escribir en medio de estos tiempos de tanta oscuridad. Quizá lo mismo que mueve al héroe a empuñar la espada y acometer lo imposible: vencer la terrible angustia de perecer en la memoria de los hombres. 

      No he participado en ninguna batalla memorable, no he descubierto nada que alivie el cáncer que corroe a nuestra gente, no poseo ningún secreto que detenga nuestro lento, obvio y doloroso camino hacia el acantilado del olvido. Sólo tengo esta historia pobre sobre el origen de uno de los muchos males que roen el costado de nuestra cultura, historia menor y llena de profunda tristeza que fijo en papel para que no se pierda entre tanta tormenta, como quién salva una baratija de un naufragio definitivo. 

      ¿Quién no ha despertado de madrugada sobresaltado con los horribles chillidos de los vampiros? Apareándose violentamente en las azoteas sin ningún pudor; inundando las cornisas con su mierda amarillenta, escasa pero hedionda como boca de muerto; mordisqueando los cables eléctricos con furia, destrozando las cajas y transformadores de los postes de alta tensión entre gruñidos y blasfemias ¿Quién no los ha visto aullar de placer cuando consiguen llegar hasta el cobre y sufrir las descargas como si de leche y miel se tratara? Yo mismo he visto a uno de ellos, gris como la ceniza, enjuto y seco como un cadáver, trepar por el costado de un edificio y abrazarse a una caja reguladora como un calamar cubriendo a su víctima, como una hiena hurgando entre los intestinos de un antílope. Oí el chasquido de la electricidad liberada de sus amarras, vi la musculatura del vampiro contraerse en espasmos de placer mientras le mordía las venas de cobre al edificio y le extraía la vida mientras las luces se apagaban y se encendían los gritos y bramidos de los afectados. Sentí la hediondez del pelo quemado y la piel humeante, vi algo parecido al semen derramándose por sus muslos. Escuché con horror un murmullo casi humano imitando grotescamente una oración de acción de gracias. Su piel estaba cubierta de cicatrices de distintas profundidades y tamaños, todas con la forma de la santa cruz. 

      A todos nos hace reír que se hagan llamar los verdaderos cristianos. Ellos, remedos de ser humano, los verdaderos cristianos. Sin embargo, en su reducido léxico sólo hay palabras de desprecio hacia nosotros, los hombres. Deberíamos burlarnos de las inocentes acusaciones que exponen en su pobre y repetitivo discurso, pero todos callamos, masticando en silencio la vergüenza de saber que están en lo correcto. La simpleza de sus pocas pero firmes certidumbres son sólo comparables con la vastedad de nuestras múltiples y dolorosas incertidumbres. 

      Los vecinos organizan grupos armados que patrullan las noches en busca de vampiros. Los exterminan como a ratas, pero su número no parece retroceder. Ya no se quiénes son los verdaderos monstruos. 

      No se tiene registro de un vampiro atacando a un ser humano, pero estoy en condiciones de asegurar que no siempre las cosas ocurrieron de esa manera. 

      Lo que testificaré a continuación no puede ser corroborado. Sólo Dios sancionará su veracidad el día que abra mi tumba y me llame a responder por mis dichos. Hoy, sólo la pistola que reposa junto a las hojas que escribo sabe que mi rostro no refleja engaño, sino cansancio. 

Mi corazón no busca reconocimiento, sólo huir a través de la pluma de todo aquello que veo a través de mi ventana, en estos días en que todo es ocaso para las cosas que alguna vez nos hicieron felices. 

      Cuando los cristianos de ultramar hicieron su entrada en Jerusalem, el año santo de 1099, se desató una de las masacres rituales más sanguinarias de la historia humana. Fueron cuatro días en que los santos varones de occidente caían agotados y en éxtasis de tanto asesinar frenéticamente a hombres, mujeres y niños acorralados en una ciudad amurallada y sin salidas. En cada esquina se les podía ver enfundados en sus malolientes armaduras llorando y gritando bañados en la sangre de sus víctimas. Vengando el asesinato del hijo del hombre con acero romano, chapoteando de rodillas en los ríos de sangre que corrían desde la iglesia del Santo Sepulcro como bañados en la sangre del Cristo, que parecía llover sobre ellos como lágrimas rojas de espanto y horror. Sólo el oro, el botín espurio, parecía dar algo de sentido a tanto sin sentido. 

      Luego de la furia y la tormenta, vino el recuento y el cálculo. Una cosa era el botín y otra las reliquias santas recuperadas de manos infieles y apartadas de la codicia europea por manos piadosas. Una de ellas, el arca de la alianza, fue escondida en el subterráneo de una mezquita sin importancia y puesta bajo el cuidado de un grupo escogido de caballeros. Bajo voto de silencio, cada noble hijo de Europa se comprometió de por vida a proteger el sagrado recipiente en largas vigilias desprovistas de comodidades. Se organizaron en secreto con losrecipiente en largas vigilias desprovistas de comodidades. Se organizaron en secreto con los ojos húmedos por la emoción, dios no pasaría por alto semejante sacrificio, de ese no les cabía duda alguna. La disciplina autoimpuesta fue violenta, permanecían días completos estoicamente de pie junto al objeto de su veneración. Al comienzo la dureza de los votos produjo enfermedades e incluso muertes, pero así como comenzaron se detuvieron al cabo de unos pocos días, demasiado pocos. Pronto notaron que un extraño vigor les permitía estar de pie más tiempo de lo normal velando junto al arca. Con las semanas descubrieron que los encargados de la custodia necesitaban menos alimentos y agua mientras duraban sus turnos y un secreto convencimiento se fue anidando en la silenciosa alegría de sus corazones.  

      Los turnos se fueron alargando hasta durar semanas. Nadie hacía comentarios, pero se miraban con secretas sonrisas cuando abandonaban frescos y radiantes sus lugares después de varios días sin dormir, durante los cuales sólo se alimentaban de su oración, su fervor y del espíritu santo que parecía emanar gloriosamente desde el arca. Al cabo de unos años ya no fue necesario ayunar, se les había vuelto imposible ingerir alimentos y comenzaron a necesitar del arca y sus bendiciones como de la vida misma. Sencillamente no podían estar sin el amor de dios, habían cambiado y pasaban temporadas completas sin salir de los laberintos bajo la ciudad santa, gritando y orando intoxicados de amor al señor e incapaces de contaminarse con comida de infieles o brebajes de mercenario. Arriba casi los habían olvidado. Nadie los buscó cuando las cimitarras volvieron a reclamar venganza y cuello cristiano. 

      Arriba la medialuna brillaría por cientos de años más, abajo supuraba la verdadera ciudad de dios. 

      Muchos años pasaron sobre tierra santa más no parecieron tocar los portentos que ocurrían bajo ella. 

      Las cuencas secas, los ojos hundidos, la piel reseca y los ojos desorbitados por el éxtasis. El entendimiento calcinado tras años de mirar a dios directamente al rostro. 

      Se apiñaban en torno al objeto de su devoción, lloraban y se mordían unos a otros entre aleluyas y penitencias atroces. Colgaban de los techos y gruñían. Celebraban misa diariamente. Tenían su paraíso en
la Tierra y no les cabía duda que el reino había llegado, que habían resucitado desde la carne para disfrutar la gracia del señor para siempre. 

Pero sabemos que la felicidad es como el canto de un ave en medio de la noche, que nos distrae por un momento del frío y la oscuridad. 

      Un día el arca desapareció. 

      Hay quienes dicen que otros la necesitaban para fines inciertos. Alguna vez escuché que su destrucción era necesaria para evitar la segunda venida, otros escribieron sobre su uso en el desarrollo de armas capaces de destruir países completos. Nada se de esos comercios, sólo soy un hombre cansado registrando una fábula innecesaria acerca de la pérdida del alma. 

      Después del desgarro y el pánico ante la pérdida de su razón para existir, vino el hambre que no se sacia con dátiles y la sed que no se apaga con agua. La desesperación los arrastró fuera de sus hogares y vagaron durante décadas mordiendo el polvo como corderos abandonados por su pastor, padeciendo el hambre atroz que enloquece pero no mata. 

      En verdad habrían terminado arrojándose a algún acantilado de no ser por un increíble descubrimiento. Uno de ellos encontró que dentro de cada ser humano se escondía un poco de esa gracia que manaba a raudales desde el arca. Se miraron unos a otros con los enjutos rostros llenos de consternación, no muy seguros de qué hacer con esta nueva revelación. Hubo discusiones agrias y violentas descalificaciones que se extendieron por semanas hasta que, consultando febrilmente las escrituras, dieron con el pasaje que justificaría esta nueva manera de alimentarse. Lloraron y elevaron plegarias desgarradoras al altísimo, del cual somos indignos de pronunciar su nombre. Se tatuaron con clavos la frase “tomad y comed, porque éste es mi cuerpo” y esa misma noche salieron a comulgar con la carne de dios hecha cuerpo. Se volvieron pescadores de hombres. Masticadores de aura, escribían los niños en las paredes. 

      Durante aquellos años de oscuridad el poder oculto de los vampiros creció sin contrapeso. Extendieron sus uñas podridas hacia las instituciones humanas y hundieron sus lenguas correosas en el alma de los que ansiaban poder. Primero aconsejaron a un minúsculo burgués atormentado por conseguir un cargo apropiado, pronto eran príncipes los que llegaban hasta las sombras para confesar en susurros sus deseos. Mataron, engañaron y amenazaron desde la oscuridad, sedujeron el corazón del que lloraba desgracia, prolongaron la vida del que no tenía más tiempo. Pronto nadie pudo resistir la tentación de unirse a sus cofradías bajo la promesa de vida eterna, lujuria y poder sin límites. Eran pocos los escogidos, los más poderosos, la red dorada que entregaba impunidad a cambio de guerras, matanzas y cárceles atestadas como mataderos. La sangre bañaba los campos de batalla regados de espadas, cañones y fusiles; la noche escondía las sombras que se arrastraban entre los cadáveres libando el vino del combate entre aullidos de placer y borrachera divina, llanto y hambre, oración y víscera. La fiesta de los mil corderos, le llamaban. 

      La red los protegió, bestias y humanos se confundieron en un pacto de poder donde ambos se elevaban como ácaros monstruosos alimentando la rueda de un sistema aún más monstruoso, un sacrificio del tamaño del mundo, secreto pero a la vista de todo el orbe, perfecto. 

      La forma en que los vampiros ejecutaban sus liturgias variaba regularmente y muchas veces un asesinato, una revuelta social o un suicidio colectivo escondían la mano de la “verdadera cristiandad”, como les gustaba llamarse. 

      Despreciaban a los hombres. 

      Cuando la impunidad de la red cubrió los ojos del último ser humano, comenzaron a raptar mujeres y a criar rebaños de niños en sus sótanos donde domingo a domingo eran consagrados, convertidos en la carne y sangre de Cristo, descuartizados y entregados a la muchedumbre. 

Habrían continuado para siempre de esa manera, pero un nuevo Mar Rojo se interpuso. El hombre, el infiel, el devorador de inmundicia había conseguido invocar a un nuevo demonio que animaría sus artilugios mecánicos y sus esclavos electrónicos, un demonio lleno de vitalidad que significaría la perdición de los auténticos apóstoles de la santa cruz. La primera vez que un vampiro tocó la electricidad se desató la tragedia. Los cables tendidos por el hombre, como red innumerable aprisionando sus ciudades, parecían plenos de una fuerza agresiva y nueva, pletórica de algo muy similar a la gracia tan escasa que obtenían con tanto esfuerzo desde los corazones de los infieles. Desgraciadamente para ellos ese líquido eléctrico, que hacía vibrar de placer cada molécula de sus cuerpos, enturbió sus mentes y los perdió para siempre del camino recto de la salvación. Consiguieron mantener sus redes de influencia durante algunos cientos de años más, pero el destino estaba escrito por una mano más fuerte y poco a poco se fueron encorvando, poco a poco extraviaron la dignidad, poco a poco la niebla les cubrió el entendimiento y en sólo unas cuantas generaciones los vampiros perdieron su compostura y emergieron de la oscuridad hacia la oscuridad convertidos en parásitos resecos, fantasmas impudorosos que se arrastraban por el concreto hurgando entre la el concreto hurgando entre la hojalata, buscando con la baba urgente el punto en que las venas de la ciudad pudieran ser atacadas por su cuerpo tembloroso de abstinencia. El frenesí, el hambre, los ojos desorbitados; los dientes largos limados con rudeza, las aglomeraciones de vampiros aferrados al punto donde un cable emergía desde las construcciones eran espectáculos grotescos insoportables. Cualquiera que haya visto esos verdaderos tumores de carne removiéndose como racimos de garrapatas, apareándose con o sin sus consentimientos mientras la electricidad los quema, no puede sacarlos de sus sueños en días. El olor a pelo chamuscado, la sangre y el semen lubricando la orgía humeante son una pesadilla que todos quisiéramos olvidar. Pero los chillidos, sobre todo los chillidos. 

      Ahora los matan como se aplasta un ácaro de la cabeza de un niño. Todos olvidaron su extraordinario poder y la red se disolvió como la telaraña con el rocío de la mañana. Ahora barren sus cuerpos destrozados antes del amanecer junto con la basura de la jornada. Son la peor especie y ofenden la vista de la creación ¿Habremos cambiado también sin darnos cuenta. 

      ¿Quiénes son ahora los vampiros? No son nadie. Como las hormigas. Nos deshacemos de ellos como de las aves, como de los caballos, como de nuestros hijos. 

      Nada queda. 

      No me malentiendan, no hay moraleja en mi relato, no hay bien ni mal librando una batalla por reivindicar algún portento. Ahora que el futuro es una sombra del tamaño de la vida planeando espesa sobre mi alma, escribo desprovisto de intención, escribo desnudo de sentido. Todo se lo traga el tiempo y cuando se haya ido el último de nosotros, finalmente el mundo se habrá librado del gran cuestionador, del gran productor de palabras que intentan enjaular el tiempo, la memoria y el significado, entonces todo volverá a ser vacío silencioso, perfecto y salvaje por toda la eternidad, como siempre debió haber sido. 

      ¿Quiénes son los vampiros? No son nada, como la mano que escribe estas líneas, como los ojos que recorren la tinta que forma figuras sobre el papel. 

© 2004, Jorge Baradit. 

Sobre el autor: Jorge Baradit es un diseñador gráfico que sólo se dedicó a escribir historias porque no aguantaba las imágenes que tenía que cargar en la cabeza. Nacido en Valparaíso, gemelo, gallo y león por haber nacido a las 10:45 de la mañana un mes antes de la llegada del hombre a
la Luna, el año de Woodstock; atrasado para París, adelantado para Salvador, pero cerquita igual. O sea, llegó atrasado a todas las fiestas que inauguraron el período más esquizoide del siglo XX. Cyberpunk por consecuencia, vive intoxicado de rayos catódicos, ondas electromagnéticas, comida intervenida genéticamente, aire contaminado, ideas tóxicas y sexo inseguro. Sobresaturado de información, cruza la ciudad en una moto, medio mareado por las luces, leds y líneas de alta tensión como un bit atrasado esquivando apenas las neuronas grasosas del tendido urbano. Fue rebelde pero ahora está demasiado cómodo debajo de su plumón de pluma de ganso. Lo único que quiere es deshacerse de los escarabajos que le llenan la caja craneana.  

Próximos

por Greg Egan

Nadie desea pasar la eternidad a solas.

(“La intimidad,” Le dije en cierta ocasión a Sian después de hacer el amor, “es la única cura para el solipsismo”. Ella rió y dijo, “No te pongas muy ambicioso, Michael. Hasta el momento, ni siquiera me ha curado de la masturbación”).

El verdadero solipsismo, sin embargo, nunca fue un problema para mí. Desde el primer momento que consideré el asunto admití que no había forma alguna de probar la realidad de un mundo externo, menos aún comprobar la existencia de otras mentes –pero hube de reconocer que la convicción en la existencia real de ambos fenómenos era la única forma de lidiar con el día a día.

La pregunta que me obsesionaba era esta: asumiendo que existía otra gente, ¿cómo percibían ellos dicha existencia? ¿Cómo experimentaban el ser? ¿Podría alguna vez comprender verdaderamente lo que la conciencia era para otra persona? –¿más de lo que podía hacerlo con un simio, un gato, o un insecto?

De no poder hacerlo, estaba solo.

Quería desesperadamente creer que las demás personas eran de alguna manera cognoscibles, algo que de ninguna manera podía aceptar cómo obvio. Sabía que no podía existir una prueba absoluta, pero quería ser persuadido, lo necesitaba.

Ninguna novela drama o poesía por más resonante que fuera para mi persona pudo nunca convencerme de haber atisbado siquiera el alma de su autor. El lenguaje ha evolucionado para facilitar la cooperación en la conquista el mundo físico, no para describir la realidad subjetiva. Amor, odio, celos, resentimiento, tristeza –todos han sido definidos, en última instancia, en términos de circunstancias externas y acciones observables–. Y cuando una imagen o metáfora si logró concitar mi atención, lo fue sólo para probar que compartía con el autor nada más que cierto conjunto de definiciones, una lista culturalmente ratificada de asociaciones de palabras. Después de todo, muchos editores usan programas de ordenador –altamente especializados, pero algoritmícamente prosaicos, sin la más remota posibilidad de auto-conciencia– para producir rutinariamente tanto literatura cómo crititica literaria, indistinguibles de aquellas producidas por los humanos. Y no me refiero tan sólo a la basura predecible ya que en varias ocasiones he sido afectado profundamente por obras que luego descubrí habían sido realizadas por un software incapaz de pensar. Esto no era prueba que la literatura escrita por humanos no comunicara nada sobre la vida interna de su autor, pero ciertamente dejaba mucho espacio para la duda.

A diferencia de mis amigos, yo no tenía reparos de ningúna clase cuando, a los dieciocho años, llegó el momento de “switchear”. Mi cerebro orgánico fue removido y desechado entregándose el control de mi cuerpo al Dispositivo Ndoli mejor conocido como “joya” –una red neuro-computacional que, implantada poco después de mi nacimiento, aprendió a imitar a mi cerebro al punto de poder replicar las acciones de cada una de mis neuronas–. Yo no tenía reparo alguno, no porque estuviera convencido que la joya y el cerebro experimentaran de manera similar el fenómeno de la conciencia, sino porque, desde muy temprana edad, me sentí identificado sólo con la joya. Mi cerebro era una especie de dispositivo de instrucciones iniciales, nada más que eso, por lo que llorar su pérdida habría sido tan absurdo como lamentarse por haber emergido de alguno de los estados iniciales del desarrollo neuronal embrionario. Switchear era simplemente lo que los humanos hacían ahora, una etapa de nuestro ciclo vital establecida y aceptada, pese a estar determinada no por nuestros genes sino por nuestra cultura.

Verse morir los unos a los otros, y observar el deterioro gradual de sus propios cuerpos, debe haber contribuido a convencer a los humanos anteriores a la invención del dispositivo Ndoli de su humanidad en común; ciertamente, existían innumerables referencias en su literatura al igualitario poder de la muerte. Quizás el llegar a la conclusión que el universo continuaría sin ellos les produjo un sentido mancomunado de desaliento, o insignificancia, percibida cómo atributo autoafirmante.

Ahora que se ha convertido en un dogma que, en unos pocos billones de años, los físicos encontrarán una forma para que nosotros continuemos sin el universo, en vez de que ocurra lo contrario, aquella ruta de igualdad espiritual se ha perdido, fuese cual fuese la dudosa lógica que la alimentase.

Sian era una ingeniera en comunicaciones. Yo, un editor de noticias de la holovision. Nos conocimos durante una transmisión de la siembra de Venus con nanomáquinas terraformadoras –un asunto de gran interés público, ya que las ultimas partes todavía-inhabitables del planeta ya habían sido vendidas–. Ocurrieron varios desperfectos técnicos con la transmisión, pero juntos logramos solucionarlos, e incluso ocultar que estos habían sucedido. No era nada especial, simplemente estábamos haciendo nuestro trabajo, pero luego de conocerla me puse eufórico más allá de toda proporción. Me tomó veinticuatro horas percatarme (o decidir) que me había enamorado.

De cualquier forma, cuando me aproximé a ella al día siguiente, me dejó en claro que no sentía nada por mí; la química que imaginé “entre nosotros” había existido sólo en mi cabeza. Estaba consternado, pero esto no fue una sorpresa. El trabajo no volvió a reunirnos, pero la llamé ocasionalmente, y seis semanas después mi perseverancia fue recompensada. La llevé a ver una representación de Esperando a Godot realizada por papagayos aumentados y disfruté inmensamente, pero no volví a verla sino hasta transcurrido un mes.

Casi había abandonado toda esperanza, cuando apareció una noche ante mi puerta sin previo aviso para arrastrarme a un “concierto” de improvisación interactiva computarizada. La “audiencia” estaba reunida en torno a lo que aparentaba ser una parodia de un nightclub de Berlín de los 2050’s. Un software, originalmente diseñado para crear bandas sonoras cinematográficas, era alimentado con la imagen de una hover-cámara que se desplazaba por el set. La gente bailaba, cantaba, gritaba y se golpeaba, enfrascándose en toda clase de histrionismos con la esperanza de atraer la atención de la cámara y así moldear la música. En un principio, me sentí cohibido, pero Sian no me brindó otra opción sino la de unirme al jolgorio.

Fue caótico, demencial, y a momentos incluso aterrador. Una mujer apuñaló a otra “a muerte” en una mesa junto a nosotros, lo que me pareció una patética (y onerosa) indulgencia, pero cuando casi al final del espectáculo la gente comenzó a destrozar deliberadamente el frágil mobiliario, seguí a Sian en la revuelta, gozoso.

La música –la excusa para el evento– era basura, pero no me importaba. Cuando finalmente emergimos fuera, heridos y amoratados y riendo, supe que por lo menos habíamos compartido algo que nos hizo estar más cerca. Me llevó a casa y nos fuimos a la cama, demasiado agotados para hacer otra cosa que no fuera dormir, pero cuando hicimos el amor por la mañana me sentí tan cómodo con ella que apenas podía creer que fuera nuestra primera vez.

Muy pronto fuimos inseparables. Mis gustos en lo que a entretenimiento se refiere eran muy distintos a los de ella, pero logré sobrevivir a varias de sus “formas de arte” favoritas, más o menos intacto. Se cambió a mi apartamento, a sugerencia mía, destruyendo de paso mi cuidadosa y meticulosamente organizada vida doméstica.

Tuve que armar su pasado a retazos, con fragmentos que me arrojaba de cuando en cuando en medio de alguna conversación; encontraba demasiado aburrido el sentarse y entregar un relato coherente. Su vida era tan poco notable como la mía: creció en el seno de una familia suburbana de clase media, estudió su profesión, encontró un trabajo. Casi como todo el mundo ella switcheó a los dieciocho. No tenía convicciones políticas fuertes. Era buena en su trabajo, pero ponía diez veces más energía en su vida social. Era inteligente, pero odiaba todo lo que fuera demasiado intelectual. Era impaciente, agresiva, toscamente cariñosa.

Y no pude, en ningún momento, imaginar como era su cabeza por dentro.

Primero que nada, raramente tenía alguna idea de lo que ella pensaba –en el sentido de saber cómo habría respondido si, inesperadamente, le hubiese pedido describir sus pensamientos justo antes que fueran interrumpidos por mi pregunta– y en una escala mayor, no tenía idea de sus motivaciones, la imagen que tenía de sí misma y su concepto de quien era y por que hacía lo que hacía. Incluso en la manera irrisoria en que un novelista pretende “justificar” a un personaje, me era imposible justificar a Sian.

Si ella me hubiera proporcionado un análisis de su estado mental, y una evaluación semanal de sus razones y acciones en la jerigonza psicodinámica de moda, todo se habría reducido a nada más que un montón de palabras vacías. Si hubiera sido posible hacer mías sus circunstancias, imaginarme a mí mismo con sus creencias y obsesiones, empatizar al punto de predecir cada una de sus palabras, cada una de sus decisiones, aún así no hubiera comprendido ni el más mínimo momento en que ella cerraba sus ojos, olvidaba su pasado, deseaba nada y simplemente era.

Por supuesto, que la mayor parte del tiempo, nada podría haberme importado menos. Éramos lo suficientemente felices juntos, fuésemos unos desconocidos el uno para el otro o no –y fuesen mi “felicidad” y la “felicidad” de Sian, de alguna manera las mismas.

Al pasar de los años, ella se volvió menos introvertida, más abierta. No tenía grandes y oscuros secretos que compartir, ni traumas infantiles que resolver, pero me descubrió sus más nimios temores y sus neurosis más mundanas. Yo hice lo mismo, e incluso, torpemente, le expliqué mi particular obsesión. No se ofendió en absoluto. Sólo pareció intrigada.

“¿Cómo será el experimentar ser otra persona? Necesitas tener sus memorias, su personalidad, su cuerpo, todo. Pero entonces no serías tú sino la otra persona, no podrías saber nada. No tiene sentido.”

“No necesariamente –respondí encogiéndome de hombros–. Es un hecho que el conocimiento perfecto sería imposible, pero puedes al menos aproximarte. ¿No crees acaso que mientras más cosas hacemos, mientras más experiencias compartimos, más próximos estamos?”

“Si, pero eso no es sobre lo que estabas hablando hace cinco segundos –dijo frunciendo el ceño–. Dos años, o dos mil años, de ‘experiencias compartidas’ vistas a través de distintos ojos no significan nada. No importa cuanto tiempo pasen dos personas juntas, ¿cómo podrías determinar que existió el más mínimo instante en el que experimentaron lo que estaban viviendo ‘juntos’ de la misma forma?”

“Lo sé, pero…”

“Si admites que lo que postulas es imposible, tal vez puedas dejar de neurotizarte al respecto.”

Estallé en carcajadas “¿Qué te hace pensar que poseo tanto raciocinio como para hacer eso que me pides?”

Cuando la tecnología se hizo disponible fue idea de Sian, no mía, probar todas las permutaciones somáticas de moda. Sian estaba siempre dispuesta a experimentar cosas nuevas. “Si de verdad vamos a vivir para siempre,” dijo, “será mejor que nos mantengamos curiosos si queremos permanecer cuerdos.”

Yo estaba renuente a intentarlo, pero cualquier resistencia de mi parte parecía hipócrita. Claramente, este juego no me llevaría al conocimiento perfecto que deseaba (y que sabía nunca podría obtener), pero no podía negar la posibilidad que esto representaba un pequeño paso en la dirección correcta.

Primero, cambiamos de cuerpos. Descubrí cómo era tener senos y vagina –lo que era para mí tener estos órganos por supuesto, no lo que era para Sian–. Nos mantuvimos cambiados el tiempo suficiente cómo para que el shock y la novedad disminuyeran, pero no sentí que ganara mucho conocimiento de su experiencia con el cuerpo con el que había nacido. Mi joya fue modificada lo suficiente como para permitirme tomar control de esta poco familiar máquina, algo mucho más complejo de lo que hubiese requerido el cambiar a otro cuerpo masculino. El ciclo menstrual había sido abandonado hace décadas, y pese a que podría haber tomado las hormonas necesarias para tener períodos, y hasta para quedar embarazada (pese a que los incentivos financieros para no procrear se habían incrementado drásticamente en los últimos años), dicho proceso no me habría dicho absolutamente nada acerca de Sian, quien no había llevado a cabo ninguna de las dos opciones.

En cuanto al sexo, el placer provocado por su práctica era bastante similar –lo que no era para nada sorprendente, ya que los nervios de la vagina y el clítoris fueron simplemente conectados en mi joya como si hubiesen provenido de mi pene–. Incluso la penetración fue menos distinta de lo que yo pensaba; a menos que hiciera un esfuerzo especial para permanecer consiente de nuestras respectivas geometrías, encontraba bastante difícil distinguir quien hacía qué a quien. Los orgasmos era mejores eso sí, debo admitirlo.

En el trabajo, nadie alzó ni una ceja cuando aparecí con el cuerpo de Sian, ya que varios de mis colegas habían pasado por exactamente lo mismo. La definición legal de identidad había variado recientemente de la huella del ADN del cuerpo al número de serie de la joya. Cuando incluso la ley puede ir a la par contigo, sabes que no puedes estar haciendo nada especialmente radical o profundo.

Después de tres meses, Sian tuvo suficiente. “Nunca imaginé lo torpe que eres,” dijo. “o que la eyaculación fuera tan aburrida.”

A continuación, encargó un clon suyo, para que los dos pudiéramos ser mujeres. Los cuerpos de repuesto cerebralmente-dañados –Extras– hasta hace un tiempo habían sido extremadamente costosos ya que era necesario hacerlos crecer casi a velocidad normal, además de la necesidad de mantenerlos constantemente activos para que fuesen lo bastante saludables como para usarlos. Extras Maduros, con huesos saludables y tono muscular perfectos, podían ser ahora producidos en un año –cuatro meses de gestación, y ocho meses de coma– lo que además permitía que estuvieran aun más muertos cerebralmente que antes, aquietando los alegatos éticos.

En nuestro primer experimento, la peor parte para mí no fue la de verme al espejo y ver a Sian, sino contemplar a Sian y verme a mí mismo. La extrañaba, mucho más de lo que extrañaba ser yo mismo. Ahora, estaba casi feliz de la ausencia de mi cuerpo (almacenado, mantenido con vida por la joya basada en el cerebro mínimo de un Extra). La simetría de ser su gemela me cautivaba; de seguro ahora estábamos más próximos que nunca. Antes, habíamos meramente intercambiado nuestras diferencias físicas. Ahora, las habíamos abolido.

La simetría era una ilusión. Yo había cambiado de género, pero ella no. Yo estaba con la mujer que amaba; ella vivía con una parodia viviente de sí misma.

Una mañana me desperté con Sian encima de mí aporreándome los pechos tan fuerte que me dejó marcas. Cuando abrí mis ojos y me cubrí, me miró desconfiadamente. “¿Estas ahí? ¿Michael? Me estoy volviendo loca, te quiero de vuelta.”

Para terminar con todo éste descabellado asunto de una vez y para siempre –y quizás para descubrir por mí mismo por lo que Sian había pasado– estuve de acuerdo en realizar una tercera permutación. No había necesidad de esperar un año, mi Extra había crecido al mismo tiempo que el de ella.

De alguna forma, era mucho más desorientador el ser confrontado conmigo “mismo” sin el camuflaje del cuerpo de Sian. Mi propio rostro me pareció ilegible; cuando ambos habíamos estado disfrazados, eso no me había molestado, pero ahora me hacía sentir incomodo, y en ocasiones incluso hasta paranoico, por ninguna razón en especial.

En cuanto al sexo me costó acostumbrarme. Eventualmente, lo encontré placentero, en una confusa y vaga manera narcisista. La abrumadora sensación de igualdad que sentí, cuando hacíamos el amor como mujeres, no regresó cuando nos practicábamos sexo oral el uno al otro –de cualquier forma, cuando ambos habíamos sido mujeres, Sian nunca reconoció sentir tal cosa. Había sido todo invención mía.

El día después que regresáramos a cómo éramos en un principio (bueno, casi a como eramos en un principio ya que almacenamos nuestros decrépitos cuerpos de veintiséis años, y tomamos residencia en nuestros saludables Extras), vi una noticia procedente de Europa que anunciaba una opción que aún no habíamos tratado: gemelos idénticos hermafroditas. Nuestros nuevos cuerpos podrían ser nuestros hijos biológicos (dados los pequeños ajustes requeridos para asegurar el hermafroditismo), con un monto igualitario de características de cada uno. Ambos habríamos cambiado de género, y ambos habríamos perdido a nuestra pareja. Seriamos iguales en toda forma.

Hice una copia del archivo y lo llevé a casa para que lo viera Sian. Lo miró atentamente, y dijo, “las babosas son hermafroditas, ¿no? Cuelgan juntas en un hilo de baba. Estoy segura que incluso en la obra de Shakespeare, se alaba el glorioso espectáculo de babosas copulando. Imagínalo: tú y yo, haciendo el amor a lo babosa.”

Me caí al suelo, riendo.

Me contuve de pronto y le pregunté: “¿en qué obra de Shakespeare? No sabía siquiera que hubieses leído a Shakespeare.”

Eventualmente, llegué a la convicción que con cada año que pasaba, conocía a Sian un poco más –de la manera tradicional, la manera con la que la mayoría de las parejas parecen conformarse–. Sabía lo que ella esperaba de mí, sabia cómo no herirla. Tuvimos discusiones, peleas, pero debe haber existido alguna clase de estabilidad subyacente, ya que a pesar de todo siempre decidíamos seguir juntos. Su felicidad me importaba, mucho, y en ocasiones encontraba difícil pensar que alguna vez creí posible que todas sus experiencias subjetivas debían ser fundamentalmente ajenas para mí. Era cierto que cada cerebro, y por lo tanto cada joya, era única –pero había algo extravagante en suponer que la naturaleza de la conciencia podría ser radicalmente diferente entre individuos, cuando el mismo hardware básico, y los mismos principios básicos de topología neuronal, estaban involucrados.

Pese a esto. A veces, si me despertaba en medio de la noche, me volteaba hacia ella para susurrarle, inaudiblemente, compulsivamente, “Yo no te conozco. No tengo la menor idea de quien, o qué eres.” Luego de esto permanecía tendido considerando empacar y marcharme. Estaba solo, y era inútil pretender lo contrario.

Por otro lado, algunas veces me despertaba en la noche, absolutamente convencido que me estaba muriendo, o alguna otra cosa igual de absurda. Bajo el influjo de algún sueño medio-olvidado, todo tipo de confusión es posible. Nunca me afectó más allá de lo debido, y por la mañana ya me sentía yo mismo de nuevo.

Cuando vi la noticia del servicio de Craig Bentley –él le llamaba “investigación”, pero sus “voluntarios” pagaban por el privilegio de tomar parte en sus experimentos– por poco y no la incluyo en el boletín, pese a que todo mi criterio profesional me decía que ésta clase de historia tenía todo lo que nuestros espectadores podrían desear en treinta segundos de techno-shock: era bizarra, incluso medianamente desconcertante, pero no tanto cómo para no creerlo.

Bentley era un ciberneurólogo; había estudiado el Dispositivo Ndoli, de la misma forma en que los neurólogos habían estudiado el cerebro. Imitar al cerebro con una red neuro-computacional no requiere un profundo entendimiento de sus estructuras más elevadas y la investigación de estas estructuras continuaba, en su nueva encarnación. La joya, comparada con el cerebro, era más fácil de observar, y mucho más fácil aún de manipular.

En su último proyecto, Bentley le estaba ofreciendo a las parejas algo un poco más sofisticado que un acercamiento a la vida sexual de las babosas. Ofrecía ocho horas con mentes idénticas.

Hice una copia de la noticia de diez minutos original que había llegado a través de la fibra, y dejé que mi consola de edición seleccionara los treinta segundos más titilantes posibles, para transmitirlos. Hizo un buen trabajo, lo había aprendido de mí.

No podía mentirle a Sian. No podía esconder la historia, no podía pretender no estar interesado. La única opción honesta a la que podía acceder era mostrarle el archivo, decirle exactamente lo que pensaba sobre el asunto, y preguntarle que era lo que ella quería hacer.

Eso fue justamente lo que hice. Cuando la imagen HV se apagó, se volteó hacia mí, se encogió de hombros, y dijo, “De acuerdo. Suena divertido, Hagámoslo.”

Bentley vestía una camiseta con nueve retratos dibujados por ordenador, en una cuadrícula de tres por tres. En la esquina superior izquierda estaba Elvis Presley. En la inferior derecha Marilyn Monroe. El resto eran varios estados intermedios.

“Así es cómo esto va a funcionar. La transición tomará veinte minutos, durante dicho tiempo ambos estarán descorporizados. Los primeros diez minutos, tendrán igual acceso a las memorias de cada uno. En los diez minutos restantes, ambos serán transportados, gradualmente, hacia la personalidad combinada.”

“Una vez llevada a cabo ésta etapa, vuestros Dispositivos Ndoli serán idénticos –en el sentido que ambos tendrán las mismas conexiones neuronales con los mismos factores de fondo– pero estarán en diferentes estados. Tendré que bloquear sus memorias, para corregir eso. Y entonces despertaran en cuerpos electromecánicos idénticos. Los Clones no pueden ser fabricados lo suficientemente parecidos. Pasaran ocho horas solos, en habitaciones idénticas. Tendrán HV para entretenerse –sin el módulo de videófono, por supuesto–. Tal vez piensen que ambos podrían recibir una señal de llamada si tratan de llamarse al mismo número simultáneamente –pero en realidad, en dichos casos el equipo arbitrariamente permite una sola llamada, lo que haría diferir sus ambientes.”

Sian preguntó, “¿Por qué no podemos llamarnos el uno al otro? O mejor aún, ¿estar juntos? Si somos exactamente iguales, diríamos las mismas cosas, ejecutaríamos las mismas acciones –seriamos una parte idéntica más de nuestros idénticos ambientes.”

Bentley apretó sus labios y negó con su cabeza. “Quizás permita que algo así ocurra en algún futuro experimento, pero por ahora considero que sería… potencialmente traumático.”

Sian se volteó hacia mí y con la expresión de su mirada me dijo: Este sujeto es un aguafiestas.

“El final del experimento será cómo en el principio, pero a la inversa. Primero sus personalidades serán restauradas. Entonces, perderán acceso a las memorias de cada uno. Por supuesto, sus memorias de la experiencia misma serán dejadas intactas. Intactas en lo que a mí respecta, claro, ya que no puedo predecir como sus personalidades una vez restauradas, actuarán –filtrando, suprimiendo o reinterpretando dichas memorias–. En cosa de minutos, puede que terminen con ideas muy distintas acerca de lo experimentado. Todo lo que puedo garantizarles es esto: Durante las ocho horas en cuestión, ambos serán idénticos.”

Lo discutimos. Sian estaba entusiasmada, como de costumbre. No le importaba mucho como iba a ser; todo lo que realmente le importaba era atesorar una nueva experiencia novedosa.

“Pase lo que pase, seremos nosotros mismos nuevamente al final,” dijo. “No hay nada que temer. Ya sabes el viejo adagio.”

“¿Cual adagio?”

“Todo lo soportable –siempre y cuando no sea infinito.”

Yo no lograba decidirme a como me sentía al respecto. A pesar que ambos compartiéramos nuestras memorias terminaríamos conociendo, no al otro, sino meramente a una artificial tercera persona. Pese a esto, por primera vez en nuestras vidas experimentaríamos exactamente lo mismo –aunque la experiencia fuera la de pasar ocho horas en habitaciones separadas en el cuerpo de un robot sin género y con una seria crisis de identidad.

No pude pensar en ninguna forma realista posible de mejorar el experimento.

Llamé a Bentley, e hice una reserva.

Durante una privación sensorial perfecta, mis pensamientos parecían disiparse en la oscuridad circundante antes incluso que estuvieran formados siquiera. Este aislamiento no duraba mucho, pero; a medida que nuestras memorias de corto de plazo se fusionaran, alcanzaríamos cierta clase de telepatía: Uno de nosotros pensaría un mensaje, y el otro “recordaría” él haberlo pensado, respondiendo de la misma manera.

–No puedo esperar a descubrir todos tus secretos.

–Creo que te vas a decepcionar. Cualquier cosa que no te haya dicho ya, probablemente la he reprimido.

–Ah, pero reprimido no significa eliminado. ¿Quién sabe lo que resultará de esta experiencia?

–Ya lo sabremos, muy pronto.

Traté de recordar todos los pequeños pecados que pude haber cometido en los últimos años, todos los pensamientos vergonzosos o egoístas, pero nada vino a mi cabeza a excepción de una vago sensación de culpa. Traté de nuevo, y conseguí, una imagen de Sian de niña. Otro niño metía su mano entre las piernas de ella que entonces chillaba de miedo apartándose. Pero ese era un incidente que Sian me había contado, hace mucho tiempo. ¿Era un recuerdo suyo o mi propia reconstrucción?

–Un recuerdo mío. Creo. O quizás mi reconstrucción. Cuando te he contado algo que me ocurrió antes que nos conociéramos, la memoria de habértelo contado se ha vuelto mas clara para mí que la memoria del hecho mismo. Casi como la reemplazara.

–Lo mismo me pasa a mí.

–Entonces, nuestras memorias se han ido acercando a cierta clase de simetría con los años. Ambos recordamos lo que nos hemos dicho, como si lo hubiésemos oído de otra persona.

Acuerdo. Silencio. Un momento de confusión. Entonces:

–Esta cuidada división de “memoria” y “personalidad” que Bentley utiliza; ¿es realmente tan clara? Las joyas son redes neuro-computacionales; no puedes hablar de “datos” y “programas” en un sentido absoluto.

–No en general, no. Su clasificación debe ser arbitraria, hasta cierto punto. ¿Pero a quien le importa?

–Claro que importa. Si él restaura la “personalidad”, pero permite que las “memorias” persistan, esto podría llevarnos a…

–¿A qué?

–Depende, ¿no? En un extremo, podría dejarnos tan minuciosamente “restaurados”, tan completamente inafectados, que toda la experiencia podría no haber ocurrido nunca. Y en el otro extremo…

–Permanentemente…

–…próximos.

–¿No es ese el punto?

–Ya no lo sé.

Silencio. Duda.

Y entonces me percaté que no tenía idea si era mi turno de contestar o no.

Desperté, recostado en una cama, ligeramente desconcertado, cómo si esperara a que un hiato mental se me pasara. Mi cuerpo se sentía un tanto extraño, pero menos que cuando desperté en el Extra de otra persona. Bajé la vista y contemplé el pálido y suave plástico de mi torso y mis piernas, entonces agité una mano frente a mi cara. Me veía cómo el maniquí unisex del escaparate de una tienda –pero Bentley nos había mostrado los cuerpos previamente, por lo que la impresión no fue tan significativa–. Me incorporé lentamente, permanecí de pie y luego di unos cuantos pasos. Me sentía un poco insensible y vacío, pero mi sentido kinestético, mi propiocepción, estaba bien; Me sentía localizado entre mis ojos, y sentía que éste cuerpo era el mío. De la misma forma que cualquier transplante moderno, mi joya había sido manipulada directamente para acomodar el cambio, evitando la necesidad de meses de fisioterapia.

Miré alrededor del cuarto. Estaba escasamente amoblado, una cama, una mesa, una silla, un reloj, un set de HV. En la muralla, una reproducción enmarcada de una litografía de Escher: “Lazo de Unión,” un retrato del artista y, presumiblemente, su esposa, rostros descascarados cómo limones formando hélices de cortezas, unidas en una única banda. Seguí la superficie externa de principio a fin, y me sentí defraudado al comprobar que no poseía el giro de Möbius que esperaba.

Ninguna ventana, una puerta sin manilla. Colgando de la pared junto a la cama, un espejo de cuerpo completo. Me paré frente a él contemplando mi ridícula forma. De pronto se me ocurrió que, si Bentley realmente amaba los juegos simétricos, tal vez había construido una habitación que fuera cómo la imagen del espejo de la otra, modificando el set de HV, y alterando una joya, una copia de mí, para cambiar la derecha por la izquierda. Lo que parecía un espejo podría ser una ventana entre las dos habitaciones. Fruncí torpemente el ceño con mi rostro plástico; mi reflejo se veía apropiadamente molesto por la visión. La idea me cautivó, pese a lo improbable que fuera. Sólo un experimento en física nuclear podría revolear la diferencia. No, no era cierto; bastaría con un péndulo cómo el de Foucault para estropear el juego. Me acerqué al espejo y le propiné un puñetazo. No surgió ningún grito de dolor, pero una muralla de ladrillos o un puñetazo opuesto de igual intensidad podrían ser la explicación.

Me encogí de hombros alejándome del sospechoso espejo. Bentley podría haberlo arreglado todo –hasta donde a mí me concernía, toda la habitación podría ser un simulacro computarizado–. Mi cuerpo era irrelevante. La habitación era irrelevante. El punto era…

Me senté en la cama. Recordé a alguien –Michael, probablemente– preguntándose si me entraría el pánico cuando reflexionara sobre mi naturaleza, pero no encontré ninguna razón para ello. Si me hubiese despertado en esta habitación sin memorias recientes, y hubiese tratado averiguar quien era sobre la base de mi(s) pasado(s) probablemente me habría vuelto loco, pero sabía exactamente quien era, tenía dos largos senderos de anticipación que me conducían a mi estado presente. La perspectiva de ser cambiado en Sian o Michael no me importaba en absoluto; el sentimiento de ambos por recobrar sus identidades separadas permanecía en mí, fuertemente, y el deseo de integridad personal se manifestó a sí mismo cómo alivio ante el pensamiento de la re-emergencia, y no como miedo de mi propia disolución. En cualquier caso, mis memorias no serían suprimidas, y no tenía la sensación de poseer objetivos que uno u otro no quisieran conseguir. Me sentía más como su mínimo denominador común que alguna clase de hiper-mente sinérgica; Yo era menos, no más, que la suma de mis partes. Mi propósito estaba estrictamente limitado: Yo estaba aquí para disfrutar la extrañeza de Sian, y para contestar la inquietud de Michael, y cuando el momento llegara estaría feliz de bifurcarme, y reasumir las dos vidas que recordaba y valorizaba.

Entonces, ¿cómo experimentaba la conciencia? ¿De la misma forma que Michael? ¿De la misma forma que Sian? Hasta donde podía distinguir, no había experimentado una metamorfosis fundamental –pero apenas llegué a dicha conclusión, comencé a preguntarme si es que realmente estaba en condiciones de emitir un juicio de tal naturaleza–. ¿Contenían las memorias de ser Michael, y las memorias de ser Sian, mucho más de lo que ambos pudiesen colocar en palabras posibles de ser intercambiadas verbalmente? ¿Conocía realmente algo de la naturaleza de sus existencias, o estaba mi cabeza repleta tan solo de descripciones de segunda mano –intimas, y detalladas, pero en definitiva tan opacas como el lenguaje?–. Si mi mente era radicalmente diferente, ¿podría dicha diferencia ser algo que yo pudiese siquiera percibir? –¿o acaso todas mis memorias, en el acto de recordar, simplemente serían reordenadas en términos que me fuesen familiares?

El pasado, después de todo, no era más cognoscible que el mundo externo. Su propia existencia debía ser explicada por medio de la fe –y, aunque se le dotara de vida, de cualquier forma sería engañosa.

Hundí mi cabeza entre mis manos, completamente abatido. Yo era lo más cercanos que Michael y Sian podrían estar, pero las dudas del primero, pese a todo, continuaban sin respuesta.

Después de un rato, mi ánimo comenzó a mejorar. Por lo menos la búsqueda de Michael había terminado, incluso aunque no hubiera conocido el éxito. Ya no tenía otra opción que aceptarlo, y continuar con su vida.
Di un paseo alrededor de la habitación, encendiendo y apagando el HV. Estaba empezando a sentirme aburrido, pero no pensaba malgastar ocho horas y muchos miles de dólares sentado mirando telenovelas.

Me entretuve ideando posibles maneras de boicotear la sincronización de mis dos copias. No era posible que Bentley pudiera duplicar las habitaciones y los cuerpos tan perfectamente que un ingeniero no pudiese distinguir las diferencias y quebrar la simetría. Incluso el arrojar una moneda al aire podría haber servido pero no tenía una moneda. ¿Arrojar un avioncito de papel? Parecía prometedor –un objeto altamente sensible a las corrientes de aire– pero el único papel en el cuarto era el Escher, y no que un ingeniero no pudiese distinguir las diferencias y quebrar la simetría. Incluso el arrojar una moneda al aire podría haber servido pero no tenía una moneda. ¿Arrojar un avioncito de papel? Parecía prometedor –un objeto altamente sensible a las corrientes de aire– pero el único papel en el cuarto era el Escher, y no podía decidirme a vandalizarlo. Podría romper el espejo, y observar las distintas formas y tamaños de los fragmentos, lo que podría comprobar o desmentir mis especulaciones previas, pero mientras levantaba una silla sobre mi cabeza, repentinamente cambié de idea. Los escasos minutos de privación sensorial con dos conjuntos de memorias de corto-plazo en conflicto habían sido lo suficiente confusas cómo para atreverme a experimentar varias horas de interacción con un ambiente físico distinto. Mejor aguantarme hasta que estuviera desesperado por divertirme.

Me recosté sobre la cama e hice lo que la mayoría de los clientes de Bentley probablemente terminaban haciendo.

A medida que se fusionaban, Sian y Michael temieron por su privacidad –y ambos habían proclamado declaraciones mentales compensatorias, por no decir defensivas, de franqueza, no deseando que el otro pensara que tenía algo que esconder. La curiosidad de ambos, también, había sido ambivalente; querían entenderse el uno al otro, pero, por supuesto, no querían husmear.

Todas estas contradicciones continuaban dentro de mí, pero mientras contemplaba el techo, intentando no mirar el reloj nuevamente por lo menos dentro de treinta segundos más, concluí que no tenía por qué tomar una decisión. Era lo más natural del mundo dejar que mi mente se recreara en el transcurso de la relación de Sian y Michael, desde ambos puntos de vista.

Fue una reminiscencia muy peculiar. Casi todo parecía al mismo tiempo vagamente asombroso y absolutamente familiar –cómo un ataque extendido de deja vu. No es que ambos deliberadamente quisieran engañarse el uno al otro acerca de algo importante, pero todas las pequeñas mentirillas blancas, todos los resentimientos triviales reprimidos, todas las necesarias, loables, esenciales, decepciones amorosas, que los habían mantenido unidos a pesar de sus diferencias, atiborraban mi cabeza con una extraña bruma de confusión y desengaño.

No era bajo ningún punto de vista una conversación; yo no era una personalidad múltiple. Sian y Michael simplemente no estaban ahí –para justificar, para explicar, para engañar el uno a la otra una vez más, con la mejor de las intenciones–. Quizás debería hacer todo ello de su parte, pero constantemente estaba inseguro de mi rol, incapaz de optar por un enfoque determinado. Así que me quedé allí tendido, paralizado por la simetría, y dejé que las memorias fluyeran.

Después de eso. El tiempo transcurrió tan rápidamente que nunca tuvimos ocasión de romper el espejo.

Tratamos de permanecer juntos.

Duramos una semana.

Bentley realizó –de acuerdo a lo requerido por la ley– instantáneas de nuestras joyas previo al experimento. Podríamos haber regresado a ellas –y entonces haberle solicitado a él la explicación del porqué– pero defraudarse a uno mismo es una decisión que resulta fácil sólo si es realizada a tiempo.

No podíamos perdonarnos el uno al otro, porque no había nada que perdonar. Ninguno de nosotros había hecho nada que el otro no pudiera entender, y simpatizar completamente.

Nos conocíamos demasiado bien, eso era todo. Detalle por microscópicamente pequeño y maldito detalle. No era que la verdad fuese dolorosa; ya no nos afectaba, no más. Nos había vuelto indiferentes. Nos había sofocado. No nos conocíamos el uno al otro al punto de como nos conocíamos nosotros mismos; era peor que eso. En el ser, los detalles se nublan en el proceso mismo del pensamiento; la auto-disección metal es posible, pero supone un gran esfuerzo el sostenerla. Nuestra disección mutua no nos supuso esfuerzo alguno; era el estado natural en el que caíamos cada vez que estábamos ante la presencia del otro. Nuestras superficies habían sido desnudadas, pero no para revelar un vistazo de nuestras almas. Todo lo que podíamos ver bajo la piel eran los engranajes, rotando.

Supe entonces, que lo que Sian siempre buscó en un amante era lo ajeno, lo incomprensible, lo misterioso, lo opaco. El sentido total, para ella, de estar con alguien era la sensación de confrontar la otredad. Sin ello, ella consideraba que se estaba mejor hablándose a sí mismo.

Descubrí que ahora compartía este punto de vista (un cambio cuyos precisos orígenes no quería ponderar del todo… pero por otro lado, siempre supe que ella tenía la personalidad más fuerte, debía haber presentido que algo terminaría por adherírseme).

Juntos ya no podíamos estar, así que no tuvimos otra opción que alejarnos.

Nadie desea pasar la eternidad a solas.

© 1992, Greg Egan.
2003, Traducción de Sergio A. Amira.

–Publicado originalmente en Fobos #18 de junio del 2003–

Primer Lugar: Misión en Miroa – Luis Saavedra

Para Arthur C. Clarke

Unsool descendió envuelta en una bola de fuego desde la nave matriz, suspendida a 5000 km. en órbita geoestacionaria. Aún en estado latente podía sentir la turbulencia traspasar el líquido de amortiguación inercial que hacía vibrar todo su cuerpo con un molesto cosquilleo. En el sueño frunció el gesto y el servo de biología le inyectó 30 mg. más de ketamina. Separándose de su cuerpo flotó lejos de su capullo-nave y la vio arder con un crepitar apagado, mientras la curvatura del planeta se hacía menos evidente a medida que se internaban más en la atmósfera alta, en ruta directa al ojo de un tifón. Y luego las nubes y la oscuridad la envolvieron con una violencia de vientos cruzados y relámpagos que enmudecían por el silbido de la nave al contacto del aire frío. A cuatro kilómetros de la superficie, el servo de biología disolvió benzodiazepinas en el torrente circulatorio de Unsool y entró en estado de latencia. El navegante de atmósfera se activó y tomó el control de los subsistemas procediendo a un plan de reconocimiento topográfico, usando cortos chorros de plasma cada cinco segundos para decelerar. A quinientos metros extendió las alas translúcidas y planeó sobre las turbulentas corrientes hasta una meseta cerca del naufragio. El suelo fuertemente compactado por la hierba absorbió el peso del capullo y luego las tuberías absorbieron el líquido del interior, mientras Unsool recuperaba lentamente el control de su conciencia. Como una nuez, el capullo se abrió dejándola libre y húmeda. Durante cinco minutos comprobó que su musculatura y cognición le respondieran con una serie de ejercicios de calistenia y matemáticos, para luego ordenarle a la armadura que se irguiera en modo instintivo. Su primera impresión de Miroa II fue la de un planeta donde solo existía una única estación: la tempestad.
Con una gravedad casi tres veces mayor a la terrestre, el planeta estaba a merced de una turbulenta actividad climática y eléctrica. No había grandes elevaciones y las nubes migraban por el cielo rápidamente en colgajos, mientras la intensidad de la luz variaba hasta una visibilidad de 3 kilómetros. Una hierba corta y de tallo fuerte era la única vegetación que se veía por doquier y varios ciclones rondaban la meseta en forma errática. Para Unsool era un paisaje sacado de un holo de entrenamiento: nunca había tenido la oportunidad de estar en misión en un lugar tan inhóspito, pero a la vez la combinación de violencia y profundidad le otorgaba una belleza temeraria. Sin embargo, ni siquiera la gravedad aumentada podía ser problema para una agente de fisiología adaptable y su armadura. Estableció comunicación con Gio, la IA de la nave madre, pero el enlace demoró más de lo debido, quizás debido a la alta ionización de la atmósfera. De pronto el logo corporativo de Gio apareció reflejado en su subretina. «G:I:O operativo».
-Gio, estoy bien, no es un bonito paisaje pero al menos es interesante -dijo dando una larga mirada en derredor, mientras la IA descargaba rutinas compiladas y chequeaba el estado general de la humana. «Objetivo de misión: entrando». Al mirar hacia el oeste, su visión se transformó en un túnel que indicaba el lugar del naufragio de la Anoita en colores incandescentes. El escáner de la armadura no mostraba señales de vida electrónica o biológica.
-Necesito ruta de vuelo, por favor. -Inmediatamente se estableció un cuadro tridimensional que cruzaba la meseta, evitando los tornados, hasta la otra nave.- Gracias. Por favor, asegura el capullo y activa una baliza de radiofaro.
«Ok, asegurado, activado radiofaro,» refulgió en sus ojos. Tomando impulso, dio tres zancadas y saltó haciendo que los motores inerciales hicieron el resto. Siempre era una gran experiencia para ella sentir que se batía un record de salto largo. Y la turbulencia de la atmósfera también era parte de la diversión. Gio había aprendido que el explosivo aumento del ritmo cardíaco era parte de la biología de Unsool.
La armadura se encargó que el aterrizaje fuese tan suave que tocó tierra casi dentro de la bahía de carga de la Anoita, que yacía en dos grandes pedazos, ambos sobre un costado. No perdió tiempo en establecer comunicación con la difunta IA y fue directo a la estación de mando, en donde encontró dos de las tres camas criogénicas. Ambos agentes estaban definitivamente muertos, sin posibilidad siquiera de un escaneo cerebral. En cuánto a la tercera cama, lo más seguro era que estuviera esparcida en los dos kilómetros de la trayectoria del aterrizaje. El faro de emergencia aún funcionaba pero ya no había nada vivo que rescatar y la bitácora de la caja negra indicaba un daño mayor en uno de los motores de hipersalto que obligó a la nave a salir al espacio normal. La IA de la Anoita trató de resolver el problema por sí misma pero sólo logró que un incendio se propagara por las alas de navegación y afectaran los giróscopos de estribor, descoordinando los sistemas autónomos de estabilidad que comenzaron a emitir chorros de plasma sin ritmo, mandando a la nave a una espiral descendente sobre Miroa II. La reentrada estabilizó un poco la caída, dándole tiempo a los motores de proa para desesperadamente intentar decelerar, pero la tensión reventó la cubierta en dos y ambos pedazos cayeron. Era un milagro que quedase algo de la nave.
Unsool vio desapasionadamente la destrucción y luego dijo: -Gio, desencripta objetivos, por favor. -Dos de ellos habían sido cancelados. Asegurar las cargas nucleares era ahora su objetivo primario.
La nave siniestrada iba a Sere, un planeta especializado en anular material fisionable y de riesgo biológico, donde se iban a destruir doce cargas nucleares confiscadas por la Novus Seclum a un reyezuelo que tenía planeada una escaramuza privada contra sus vecinos. El itinerario de las naves de carga era secreto y enrevesado para evitar los crecientes asaltos de los piratas. Se usaban los corredores más inestables y poco frecuentados de las corrientes hiperespaciales, pero siempre más de alguna cosa podía salir mal. Unsool no estaba segura si esto podía ser algo más complicado que un desastre fortuito, de modo que ordenó a Gio armar las baterías de torpedos y estar alerta a los nodos de salida de los corredores por si llegaban visitas inesperadas.
La cuna de armamentos estaba diseñada para resistir el ataque de un misil de plutonio, era lo que decían los fabricantes. El uso y el envejecimiento habían hecho que una de las placas de seguridad fuese arrancada de cuajo, dejando expuestas las ojivas en sus cámaras, con el aviso de peligro de radiación en una de las paredes. El compartimiento estaba lleno de agua y algún tipo de vegetación resistente a los altos niveles radiactivos que eufórica había comenzado a colonizar todo. El escaneo de Gio y Unsool de los doce nichos verificó que ninguno estaba filtrado, con excepción del número 5 que no contenía ninguna ojiva. Gio rápidamente intentó ubicar la carga perdida, haciendo telemetría sobre la trayectoria de caída de la Anoita, pero no pudo localizarla. Unsool, más pragmática que la IA, rebuscó la superficie de una ojiva hasta hallar el bajorrelieve: un sello de claves ADN.
-Gio, ¿qué modelo son las ojivas? -Pero la IA no pudo encontrar nada en su base de datos de armamentos.- Bien, son antiguas o artesanales, pero aún pueden funcionan como cualquiera -se replicó a sí misma, acariciando el sello con las dos claves.- ¿Puedes decodificar ambas claves de ADN y emitir un pulso de radio por la banda protegida militar con ellas, por favor? Ojalá estemos aún dentro del rango.
Unsool le explicó a la IA que creía que las bombas se podían rastrear como todos los armamentos con el estándar de la Novus Seclum. Una de las dos claves de ADN era el catalizador para que un pulso radial comenzara a fluir desde el arma, en una banda y con una secuencia especial que estaba contenida en la segunda clave. Teniendo todos los sellos de claves ADN de las bombas se podía deducir cuál podría ser la secuencia del sello de la que estaba perdida.
Gio moduló varias claves en la banda de los 800Mhz a intervalos de tres segundos y luego esperaron. Afuera el viento rugía y la lluvia se aproximaba y alejaba, los tornados derivaban perezosamente hacia el sur. «Ojiva localizada, 80 km. punto cero, cuadrante 44-27, en movimiento».
-¿Pero, cómo? -Espetó Unsool, sorprendida, no obstante se recuperó y volvió a preguntar.- ¿Existe biología importante en el planeta?
«No clasificada. Humanoide. Estadio: edad de metal, sobrevivencia precaria. Solicitando más resultados.» Bueno, no estaba muy lejos de la verdad, aunque no eran el tipo de piratas que ella esperaba. Una raza que recién construía puntas metálicas no tendría idea del peligro de una ojiva nuclear. Con un gesto de nerviosismo, decidió pasar la misión a clave amarilla de nivel 4. Una urgencia moderada, pero que despertaría las sospechas sobre ella en Control de Misión, a 150 años-luz de allí.
Desde afuera, Unsool activó la granada de espuma que inundó la cuna de armamentos y se solidificó en un muro más fuerte que el concreto. Luego, tomando impulso saltó hacia el sur tras la huella de la ojiva nro. 5.
Desde arriba, el paisaje era una secuencia violenta pero monótona de colores ocres y austeros con ninguna gran elevación a la vista. Según cálculos de Gio, los humanoides habían raptado la ojiva hacía cinco o seis días y seguían una ruta directa hacia el sur con destino desconocido. Unsool discutió la posibilidad con la IA de que aquella gente fueran meros recolectores de todo lo que fuese o pareciese metálico, lo que era una muy mala perspectiva. Se imaginaba a los humanoides intentando fundir la ojiva y detonando su carga, pero hasta ahora esas eran meras divagaciones. Miroa II solo había sido visitada en tres oportunidades en dos siglos y nunca fue declarada una fuente de recursos de nada, estando la galaxia poblada de miríadas de planetas más ricos y preciosos.
«Ingreso de nuevos datos. Ver panel.» Gio había encontrado algo interesante. Unsool ordenó a la armadura continuar en piloto automático y cambió la visión hacia el panel que titilaba en el ámbito más externo de la subretina. En él se mostraba una vista superpuesta del exterior cuya cromática derivaba al rojo hacia el oeste hasta un cráter, como a 12 km. de su posición actual. Los niveles de radioactividad degradados indicaban un antiguo incidente nuclear. Decidió que bien merecía echarle una ojeada y retomó el control de la armadura. Cinco minutos más tarde, se encontraba en el borde del cráter de 1 km. de diámetro, que ahora era una laguna de aguas revueltas y ríos tributarios. La explosión nuclear que abrió ese agujero pudo haber sido un torpedo táctico de alguna expedición anterior. Pero lo más interesante fue observar las grises y embarradas casuchas de los humanoides en toda la costa de la laguna y a una prudente distancia. No había nadie fuera de las construcciones y todas estaban conectadas entre sí. Gio configuró la hipótesis de que la vida social pasaba dentro de las construcciones mientras las tempestades azotaban el exterior, mas no había encontrado bibliografía completa sobre esta raza o sus métodos de supervivencia. Hacia el centro del poblado había un claro y un tótem pesado y tosco, igualmente gris con una mancha amarilla. Unsool descendió en aquel patio interno verificando que estaba sola, su mirada derivó desde las varias esclusas en las paredes que despedían un vapor blanco, que se arremolinaba hacia la tempestad, hasta el portal con una cerca que contenía unos durmientes y arracimados animales anaranjados. Sin embargo, luego se tropezó con el símbolo de fondo amarillo que había visto desde el aire.
-¿Ves lo que yo veo, Gio? -Obviamente la IA le devolvió la misma imagen simbólica, en el contexto que se entendía a lo largo de toda la Novus Seclum: Peligro de radiación. El trébol de tres hojas estaba dibujado sobre una placa de metal arañada y desgajada por fuerzas de reingreso.- Gio, ¿existe algún tipo de naufragio anterior a la Anoita?
El cursor en el panel de búsqueda parpadeo un par de ciclos y luego devolvió siete resultados en el cuadrante, ninguno con rescate confirmado. Un momento más tarde, Gio envió una instantánea de escáner topográfico donde destacaba un rastro similar al que había dejado la Anoita en su descenso, dirigiéndose hacia el centro del cráter inundado. La mala suerte había hecho que algo de carácter nuclear, divino en su furia, cayera sobre Miroa II marcando la vida de esa raza.
-Esta gente cree en un dios, Gio, que no es precisamente bondadoso. -Unsool tocó con delicadeza la superficie de metal y luego retiró la mano como si le hubiera quemado; al hacerlo la placa se tambaleó y golpeó contra la superficie de piedra del tótem, emitiendo un sonido profundo que se sostuvo en la atmósfera. Una de las bestias desperezó unos zarcillos violáceos, abrió una boca perfectamente redonda y aulló con una voz gutural que alertó a las demás. Todas comenzaron a chillar y azotar los zarcillos en el aire. Hubo movimiento al interior del poblado, Unsool oyó a muchos que venían. Era hora de pasar de las elucubraciones a la acción y saltó al aire de nuevo, perdiéndose en la bruma que salía del patio interior.
Gio le indicó que la ojiva no se había movido mucho, avanzaba a razón de unos 15 km/h, quizás tirada por algunos humanoides a mano limpia. Unsool creía que la llevaban a algún templo de adoración donde la podían activar y esta explosión no iba a ser tan gentil como el simple naufragio de una nave con reactores anticuados. La ojiva era un arma militar de 1500 megatones.
Demoró otros treinta minutos en darle alcance a la ojiva. Parecía reposar al borde de una fortificación más grande que la que había visto al borde del cráter inundado. Suspendida a 100 metros de la superficie, decidió analizar detalladamente el escenario, antes de tomar cualquier acción. En sus paredes asomaban agujeros de ventilación por donde se arracimaban los rostros de muchos humanoides gesticulantes. Al lado de la ojiva estaba un grupo de cinco seres envueltos fuertemente en ropajes gruesos y embozados, inmóviles, esperando algo.
-¿Tú que crees, Gio? -preguntó Unsool. Gio utilizó los sensores de la armadura para hacer un análisis sistémico del interior de la bomba. «Estado: Seguro pero con contusiones en el gatillador», apareció en su subretina. Y luego dirigió su atención a los seres, pero estaban muy lejos para los escáneres biológicos. Gio revisó la normativa de contactos de la Novus Seclum y decidió que había resquicio legal para una acción directa y sin permiso. «Desciende. Asumir divinidad», sugirió.
-Siempre y cuando esta gente quiera verme como una diosa y no como una alimaña.
«No hay muchas opciones. El gatillador puede ceder. No pueden tocarte.»
El grupo seguía inmóvil alrededor de la bomba, mientras una imagen igneográfica de Gio le indicó a Unsool que la gente se iba agolpando detrás de los ventanucos de la fortaleza. Entre la espada y la pared decidió jugar a ser Dios.
Le ordenó a la armadura descender expeliendo tantos chorros de vapor por las toberas como pudiera, generando una cortina de humo para una entrada en escena espectacular. No obstante que la charada surtió cierto efecto en la gente en los ventanucos, no fue así para el grupo arracimado alrededor de la ojiva, que se mantuvo impertérrito. Apareció ante los ojos de todos los humanoides como una diosa de armadura roja y azabache, excelsa. De cerca los seres eran más pequeños y gruesos y tenían la estructura clásica de todos los humanoides de la galaxia. No muy segura de tener las cartas a su favor, extendió un brazo hacia la ojiva y luego se indicó a sí misma.
«Háblales», sugirió Gio.
-¿En qué idioma?
«Solo es un efectismo». Unsool lo pensó un momento mientras la tormenta rugía alrededor de ella y del grupo y la ojiva. Había muchos espectadores observando.
-¡La ojiva es mía, me la llevaré! -gritó hacia el grupo y luego de nuevo hacia la fortaleza. Volvió a indicar la bomba y después hacia sí misma. En ese instante uno de los seres del grupo se levantó y comenzó a gesticular, hablando en una lengua rasposa y lenta que salía de lo profundo de sí. Las palabras alcanzaron a la multitud que se removió intranquila. Gio postuló que se había hecho una presentación de Unsool como una divinidad por parte de una especie de sacerdote, pero ella no lo creyó, era una explicación muy sencilla y nunca lo había sido en los casi mil mundos habitados de la Novus Seclum. Unsool intentó un nuevo enfoque.
Abrió manualmente la carcaza de uno de los motores de impulso de la armadura, en su cintura, adentro se veía la celda de energía con el trébol sobreimpreso. No era muy grande pero quizás fuese suficiente para demostrar que ella y la ojiva estaban relacionados. Se acercó más, lentamente, al grupo y su supuesto líder, pero sabía que no le temían, tal vez ya habían visto a alguien como ella. Indicó el símbolo y esperó a que las criaturas hicieran la conexión, pero no vio ningún síntoma de reconocimiento. Se estaba comenzando a poner nerviosa. La tormenta que no cesaba, la multitud muda y expectante, demasiados pares de ojos sobre ella influyeron para que, en un paso falso, se adelantara a revisar la ojiva desde más cerca. Otro de los seres se incorporó como el rayo y la amenazó con una lanza de un mineral cristalino, mientras un tercero corría hasta la ojiva y le daba un golpe con un mazo en la ya abollada superficie. Unsool analizó sus opciones y decidió seguir las prioridades de su misión. Con un brazo de la armadura le dio un duro garrotazo a la lanza que se quebró y luego disparó lancetas desde el arma de su guante contra el humanoide con el mazo, que saltó hacia atrás muerto. Otro de los seres le lanzó inesperadamente y con inaudita certeza una especie de petardo arrojadizo sobre el reactor abierto de su cintura. El reactor estalló abrasando su carne a través de la ropa con una oleada de dolor y cortando el circuito de energía de los periféricos, matando a otro de los humanoides que estaba más cerca. Sintió la ausencia inmediata de Gio, que debió perder el enlace ante la falla. Otros dos seres se le arrojaron y comenzaron una sesión de mazazos inmisericordes sobre la armadura, obligándola a inclinarse y caer al suelo. Intentó defenderse antes que se les uniera el sacerdote y con una mano de la armadura pudo detener un mazo y lo descargó contra la cabeza de su dueño, que cayó como un muñeco desarticulado. Con el otro brazo descargó un puño sobre el pecho de otro que lo envió a diez metros de distancia, consumiendo la mayor parte de la energía de emergencia de los servomotores. Así y todo, sintió la punta de una lanza entrar por debajo de la pechera de la armadura, clavándose peligrosamente cerca de su hígado. Lanzó un grito ahogado, mientras el sacerdote esgrimía la lanza roja con orgullo hacia la multitud y la tormenta.
Gio logró el control parcial de la armadura y reconectó los sistemas de periféricos. Se puso al tanto de los últimos sesenta segundos pero seguía sin saber nada, analizando datos en bruto, en estado de emergencia. Las voces de toda la multitud sonaban como un coro profundo de mareas que subían y bajaban. Unsool, inutilizada en el suelo, a dos metros de la ojiva, observaba impotente cómo el sacerdote alzaba el mazo de su compañero y lo dejaba caer pesadamente sobre la bomba. Una grieta surgió, negra como la pez. La multitud comenzó a arrojarles cosas desde los ventanucos y el sacerdote arremetió contra ella con una voz que se mezclaba con la ferocidad de los vientos.
Unsool lo comprendió todo, como en una revelación. Gio leyó su escáner mental y erigió una advertencia. «Detener humanoide/daño».
-Eso es muy fácil de decir.
El sacerdote rugía contra la multitud y la multitud gemía. Era un gemido de espanto. La gente huía hacia el interior de la fortaleza. El trébol, la laguna, el miedo, la destrucción. Esto no era un culto, era una guerra. Una represalia que demoró trescientos años desde la primera hostilidad cuando la nave arrasó una ciudad del bando del sacerdote. El ser menudo enviaba enérgicas muestras de odio contra la ciudad y luego arremetía contra la ojiva. Otro par de grietas se sumaron a la superficie. Unsool intentó hacer un buen blanco con las lancetas sobre el humanoide pero estaba demasiado débil para sostener el peso muerto de la estructura de la mano biónica. Un par atravesó tangencialmente las vestiduras, lo cual solo logró atraer la atención del sacerdote. El ser levantó el mazo y se dirigió hacia Unsool.
-¡Mierda, Gio, viene hacia mí!
Gio reunió lo que pudo de las energías de reserva de la armadura y la concentró en accionar el brazo. «Úsala». El golpe aplastó el pecho del sacerdote que salió proyectado hacia la ojiva, desestabilizándola. Como en un mal sueño de reentrada, Unsool observó impotente cómo la bomba caía y su superficie se resquebrajaba dejando salir la muerte amarilla del trébol negro.
-¡Gio, sácame de aquí! -chilló Unsool, aterrada.
Un momento de tormenta y luego un día de sol intenso y fuego devorador. El segundo que había visto Miroa II. Unsool solo había alcanzado a esbozar un grito.

***

Gio demoró diez ciclos más de tiempo estelar en Miroa II, esperando, aunque fuera una señal aleatoria de la voz de Unsool. No hubo nada. Solamente el rugido electrostático de las violentas tormentas, azuzadas ahora por el caos de la radiación que consumía todo un hemisferio del planeta. Esperó pacientemente hasta que todos los objetivos quedaron cancelados, debido a que las últimas ojivas detonaron accidentalmente estando como estaban tan cerca del primer impacto, y en forma previsible, con un día de desfase, dejando la llanura central de Miroa II convertida en una zona de muerte. El eje del planeta se inclinó medio grado e inició un bamboleo que no cesaría en milenios con devastadoras inundaciones y huracanes de cientos de años. Gio lo registró todo, o casi: borró de sus registros las referencias a las detonaciones nucleares y creó una nueva defunción para la agente, según su programación de instancias de seguridad de la Novus Seclum. La información la codificó en un haz cuántico que cruzó el hiperespacio directamente a Control de Misión.
«Estado de la misión: ejecutada satisfactoriamente. Condición verde. Bajas: Brendei, Unsool, agente rango 15.»
Gio solo podía saber de estadísticas y resultados.
Con un espasmo de plasma desde babor, la nave sincronizó un nodo de entrada a una corriente del hiperespacio y Gio despertó al Navegante para que retomara sus funciones. Como un animalito al borde del invierno, la IA se sumergió en un estado de hibernación y tuvo una fugaz imagen de alguien volando en un cielo deslumbrante .

© 2004, Luis Saavedra

Sobre el autor: Luis Saavedra nació en 1971 en Santiago de Chile, es Analista de Sistemas y siempre se interesó en lo fantástico por su estética de colores chillones y sus monstruos enfurecidos con buen gusto por las mujeres. En 1988 se incorporó como un activo miembro de la SOCHIF, de la que fue secretario al poco andar. Luego formaría parte del grupo Ficcionautas, que realizaron cinco convenciones de fines del siglo pasado, y editaría los fanzines Wonderlands y Nadir. Actualmente trabaja en el Banco de Chile y ocupa el resto del tiempo en el fanzine Fobos.

Tercera Mención Honrosa: Castrence – Jaime Ballesteros

I

Lo mejor de los cigarrillos… son los anuncios en los que aparecen. Es que hay que ver las niñotas que posan en esos carteles invitando a todo menos a fumarse un pucho. Las marcas de marihuana trataron de arrasar con el mercado ¡pero que va!, esa idea de vallas que muestran una niña diferente cada cinco minutos haciendo piruetas con el cigarro… es de un verdadero genio. Recuerdo que al frente de la unidad terrestre de combate en la que trabajé, había tremenda valla rotando cada momento tremendas piernas y tremendos labios agarrando a besos a un cigarrillo como si fuera otra cosa.
Cuando era asignado para visitar todos los puestos de centinela y realizar el reconocimiento humano, siempre me demoraba en la garita más frontal, desde donde parecía que fuera a tocar la pantalla de la valla. Una noche en la que precisamente estaba visitando mi garita favorita, mi detector de ruido me confirmó la realización de un disparo muy cerca. Inmediatamente me despedí de la niña de turno y corrí de vuelta al segundo nivel de protección donde mis compañeros ya estaban en alerta máxima, haciendo todos los movimientos que nos habían enseñado » no hacer » en caso de una emergencia, pero en fin, como a nuestros monitores no llegaba información decidí esperar que algún valiente tomara la iniciativa. Sólo vi a un escuadrón que partió hacia el perímetro sureste de la unidad.
La noticia: el lanza Monsalve se quedó dormido en su garita sin descargar su rifle y se voló la cabeza.
El resultado: el sargento segundo Ansola y un par de suboficiales trasladados a otra unidad, y el sargento primero Machado llegó a la nuestra con la misión de solucionar el medio problemita que se armó.
Estuve seriamente tentado en sugerirle al recién llegado que mandara a instalar varias vallas con diversidad de senos, cerca del segundo nivel de protección para evitar que en el futuro alguien más se volara la cabeza, pero cuando me di cuenta de la bellecita que nos mandaron, opté por quedarme callado. Desafortunadamente mi amigo Diego no tuvo ninguna opción. Yo le advertí que rebajara panza, que un gordo en uniforme militar sólo rimaba con sufrimiento. Preciso, llegó el perro de Machado que también era como gordito y se la montó. xxxDesde ese momento nos apretaron en todo sentido. Iniciaron el monitoreo permanente individuo por individuo a pesar de que esta operación sólo se autorizaba en caso de combate, de esta forma podían identificar si un soldado estaba durmiendo, comiendo, caminando o hasta pasando por un orgasmo. Nosotros solo veíamos cuando en el monitor colgado en nuestro cinturón se encendía un piloto que indicaba que nuestras funciones vitales estaban siendo vigiladas. Sin embargo lo primero que un soldado aprendía era evitar ser vigilado. En el cuartel habitaba un cabo primero que vendía todo tipo de reproductor de señales, y que con la llegada de Machado y sus métodos de persecución logró triplicar su demanda, por lo menos yo compré el reproductor para falsificar mi sueño. Recuerdo que en una asignación de vigilancia al primer nivel, visité la afrodisíaca garita, y después de grabar los reportes tome mi reproductor de sueño y se lo conecté al sensor del monitor de vigilancia. Para el soldado que registraba mis señales yo estaba despierto y en guardia pero la realidad era que me estaba pegando mi sueñito, obviamente después de saludar a la picarona de los cigarrillos y dedicarle mis mejores deseos. Dormí como media hora, suficiente tiempo para cagarla, bueno eso es lo que creo. Realmente pienso que fue durante mi imprudencia que sucedió… lo que sucedió. Claro que esa noche dos soldados más hicieron la misma tarea, y como yo, fácilmente también pudieron usar el método del sueñito «.

II

Lo cierto es que por la mañana fuimos llamados los soldados que la noche anterior prestamos asistencia en la primera línea de protección. Machado nos recibió a los gritos… ¡que dejamos al ejército en ridículo, que como era posible y que esperaba una hora al directo responsable! el dragoneante nos condujo siguiendo las órdenes del gordito, y mientras armaba mis conjeturas inesperadamente terminamos caminando hacia la garita afrodisíaca. Y fue entonces cuando nos enteramos de lo que sucedía. Frente a nosotros, entre niña y niña que posaba en la pantalla publicitaria aparecía una imagen estática con el siguiente escrito:
Tar: mínima unidad de inteligencia.
Militar: milésima parte de un tar.
Y a mí me pareció sentir algo pierna arriba cuando veía detenerse los móviles que transitaban en la autopista a observar la pantalla.
Entendí la furia de Machado. Para conseguir sabotear la pantalla publicitaria con tremendo mensaje, solo se podía hacer instalando un receptor móvil satelital cerca de ella. Y en efecto, el dragoneante nos explicó que el sistema que emplearon los chistosos bandidos constaba de tres receptores. Uno de ellos instalado a unos 2 kilómetros que ya había sido ubicado por el satélite afiliado a la unidad; otro que podía estar en cualquier parte del mundo que a la vez hacía el papel de transmisor de órdenes, ubicado en el computador desde donde se originaba el mensaje y que aún se estaba buscando; y el tercero de los receptores, estaba ahí, debajo de la pantalla, obviamente descubierto como prueba contundente de la falta cometida.
El hecho de que alguien instalara a satisfacción el artefacto, tomándose no menos de 10 minutos para la operación., explicaba que uno de los soldados que visitó la garita a realizar la inspección del sistema autómata de vigilancia, después de desconectarlo, o se durmió o sirvió de cómplice para que frente a las narices de la unidad instalaran el cuento.
Sólo tuve ánimos de mirar a la niñota que en ese momento alternaba con el aviso, por si me sacaba de esa, pero la muy desgraciada seguía feliz chupando el cigarrillo como sugiriéndome lo que me iba tocar hacerle al sargento Machado para que no me desollara vivo.
Lo cierto es que nunca me presenté y eso es algo de lo que me voy a arrepentir toda la vida, más por lo que le pasó a Diego de ahí en adelante».

III

Cómo no apareció el culpable fuimos castigados todo un mes, sin derecho a visitas. Igualmente fueron negadas todas las licencias de salida. Fue un tiempo demasiado largo y más para Diego.
Machado impuso un régimen del terror. Dispuso que el equipo médico equipara a cada soldado con su kit de control estratégico, sabiendo que esta medida sólo se realizaba en caso de emergencia y posible combate. Dicho kit consistía en un pequeño maletín que se cargaba al frente, en el pecho que se conectaba al organismo por el cuello, el brazo y el glúteo. El artefacto era controlado satelitálmente posibilitando administrar cada soldado óptimamente. Y aunque se había convertido en un excelente elemento para ganar muchas confrontaciones, en la última experiencia en que se movilizó una unidad por este medio ocurrió lo peor: un virus ganó la batalla al ser introducido en el sistema por el enemigo y poner a cerca de dos mil efectivos a cagar y cagar por cerca de 15 minutos, mientras sus contrincantes los acribillaban cómodamente con el único obstáculo del mal olor. Y es que eso podía hacer el kit, esa era su gran utilidad castrense, el soldado se convertía en una pieza, en una articulación sin voluntad propia. Debido al virus muchos ejércitos decidieron usar este tipo de controlador solo en caso de máxima emergencia. Pero el maldito de Machado pasó por encima de todo, y él mismo se convirtió en un virus que puso el kit en contra de nosotros. El muy desgraciado cada día suministraba al sistema una orden diferente, y éste simplemente hacía un pequeño ruido al inyectar la sustancia de manipulación genética que se encargaría de cumplir dicha orden. El primer día el kit nos tatuó a todos, era un tatuaje que aparecía en ambos hombros y servía para que cualquier satélite de reconocimiento identificara rápidamente al soldado. En ese momento estábamos comiendo cuando empezamos a sentir las vibraciones del kit y unos segundos después nuestros hombros fueron esculpidos desde adentro. El muy desgraciado nos marcó como ganado.
El segundo día nuevamente el maletín se movió y el glúteo de cada uno fue pinchado. Inmediatamente en el pequeño monitor del kit aparecieron los códigos HH2-15 y AV3-120 que significaban que nuestro reloj humano había recibido la orden genética de programar el cuerpo para dormir únicamente quince minutos diarios y realizar dos horas de ejercicio pasivo. Luego en la misma pantalla del maletín aparecía el horario que a cada uno se nos imponía para ambas actividades. Todos sabíamos que si en algo la industria militar se había esmerado en los últimos años era en el estudio del sueño y su minimización, igual también conocíamos que el tiempo óptimo de descanso profundo programado al eliminar los sueños y toda la actividad cerebral era de aproximadamente 18 minutos lo cual nos hizo meditar hasta donde podía llegar el maldito.
Los días continuaron y el virus Machado continuó atormentando la unidad. Hizo detener el crecimiento del cabello y ordenó el camuflado de piel para ambiente de desierto. Lo cual nos puso a todos amarillos con vetas cafés oscuras.
Para entonces comenzaron a presentarse los primeros indicios de deterioro corporal en varios compañeros, por lo menos yo no paraba de orinar y segregar lagañas, lo que me preocupaba de cómo iba a quedar después de esto. Sin embargo el detestable maletín no daba tregua. Otro día, nuevamente vibró y nos inyectó la dosis de gripa a pesar que no habíamos cumplido el año desde la última. Esto obligó a toda la unidad a padecer el malestar por cerca de cuatro días. La verdad ya me estaba enfureciendo, Machado sabía que ni los científicos militares habían podido controlar la gripa y que después de años de exhaustiva investigación, la única forma de contrarrestar el virus era padeciéndolo, pero planeadamente en aquellos días del año que de acuerdo al propio organismo, el tipo de vida y los factores climáticos se garantizaba que la enfermedad no pasaría a mayores. Pero no, el muy cínico dio la orden sin contemplar ninguna particularidad. Y como si fuera poco recién salidos de la gripa el kit mostró en pantalla el comando que indicaba generación de bacterias corporales. A la media hora los cultivos de bacterias de las axilas, manos, pies, boca y genitales empezaron a hacerse sentir. Los olores nauseabundos comenzaron a aprisionarnos. Este tipo de orden sólo se le suministraba a un soldado cuando se perdía en combate o era hecho prisionero, ya que estos cultivos servían como último medio de subsistencia. Las bacterias de la boca permitían acelerar el proceso de desintoxicación y de esta forma el soldado podía comer cualquier alimento en descomposición sin ningún riesgo. Las bacterias de las axilas eran especialmente narcotizantes, servían para calmar el dolor de alguna herida. El soldado simplemente olía sus axilas por unos minutos y quedaba completamente embotado, suficiente como para olvidarse del dolor pero sin eliminar sus capacidades motoras. Las bacterias de manos y pies se encargaban de atacar la piel de estos miembros provocando un endurecimiento de la dermis, dándole ventaja al soldado para caminar descalzo inhumanas jornadas y emplear sus manos en cualquier superficie como si tuviera puestos unos guantes protectores. Por último las bacterias que se generaban en el pene y los testículos cumplían el papel de emitir un olor característico que servía para ser identificado por sensores olfatorios en caso de búsqueda del soldado perdido. Todas las bacterias en conjunto hacían un caldo repugnante que olía a demonio rodado. A veces los soldados se preguntaban si los altos mandos estaban enterados de lo que el sargento primero estaba haciendo.
Por fin terminó el suplicio, fueron quince días que difícilmente se borrarían de la mente y más para Diego. Lo digo… porque él fue de los que más sufrió, debido a que cuando se instala el kit de control estratégico en cada efectivo, se realiza bajo una fórmula estándar de contenido de grasa en el cuerpo, y Diego sobrepasaba el límite. Su gordura como le había advertido, una vez más le traía problemas. Y a pesar de la advertencia que el médico le dio a Machado sobre el riesgo que conllevaba instalar el kit en Diego, este hizo caso omiso a sus palabras y ordenó instalarlo bajo los lineamientos de cualquier soldado.
Pasó el mes de castigo y pude disfrutar de una licencia de salida. El sargento Machado consideró que Diego había sido indisciplinado durante los días del control estratégico y que por tal motivo le extendía el castigo por un mes más, a pesar que todos sabíamos que Diego estuvo más tiempo en la enfermería que en la propia base mientras Machado oprimía botones y nos inyectaba guevonadas. La situación lucía difícil, más que preocupante. Conversé con mi amigo y le dije que dentro de pronto nos reiríamos de todo lo que nos había pasado, pero… no lo quiso aceptar.
Al día siguiente entré a mi casa en compañía de mi tío, ambos medianamente ebrios, ya que este para celebrar mi venida me invitó a tomar unos tragos. Llegamos felices y después de reírnos por varios minutos mi mamá me contó que Diego había muerto.

IV

Los últimos días fueron insoportables. En manos mías le habría descargado toda la munición a Machado antes de suicidarme. Y como yo conocía muy bien a Diego estoy seguro que el sargento le hizo algo muy grave para… haberse disparado.
A toda hora planeaba vengarme, lo menos que pensaba era denunciarlo, pero sólo hasta el día en que se marchaba definitivamente de la unidad, se me presentó la oportunidad de verlo cara a cara. Claro que ya habían pasado días y mis manos habían perdido su fuerza.
-yo simplemente le obligué a que se desnudara frente a la tropa y repitiera veinte veces su juramento de bandera -me explicó Machado con todo el cinismo que podía escupir y con su rostro tan cerca al mío que pensé que me iba a dar un piquito.
Inmediatamente entendí lo que había pasado, la desidia con la que actuó el desgraciado. Una de las normas de la milicia es que cada soldado tiene la obligación de abrir su propia página de Internet, como mecanismo de comunicación con el mundo civil y el castrense de alto rango. A dicha página llegaban todos los mensajes de los familiares y las propuestas de otros ejércitos, ya que el intercambio mundial de efectivos militares se había convertido en uno de los tratados internacionales más usados. Igualmente llegaban todas las ofertas comerciales que tenían al soldado como su mejor cliente, así como las órdenes de los superiores que eran impartidas desde cualquier lugar del mundo. Pero una de las grandes utilidades era que cada soldado grababa su juramento de bandera.
Diego tenía un hermoso juramento que era fiel copia del expresado por su bisabuelo años atrás. Solo yo lo conocía porque él lo protegió con una clave hasta el día del evento. Sin embargo, Machado también logró conocerlo.
Prosiguió con su sonrisa irónica, mirándome fijamente a los ojos y pronunciando una parte del juramento.
-Gracias a mis nuevos instructores, perdonad los muchos sin sabores a la gloria alcanzar de ser soldado.
Intenté imaginar a Diego desnudo, humillado y abatido y mis manos volvieron a empuñarse, buscando el arma de dotación, pero no la encontraron.

© 2004, Jaime Ballesteros.

Sobre el autor: Jaime Andrés Ballesteros Aguirre nació en Pererira, Colombia en 1974. Es Ingeniero Industrial y ha sido finalista del Concurso Nacional de Cuentos Carlos Castro Saavedra y ganador del Premio Departamental de Literatura en modalidad cuento.

Primera Mención Honrosa: Exterminio – Pavel Kraljvelich

Ya es de noche, la luz de la vela ilumina apenas mi cuarto de tres por cuatro metros y sobre el techo se dibujan sombras espectrales arrancadas de las fogatas de la calle. Me preparo para salir, reviso las balas que tintinean cuando golpeo con la mano el bolsillo de la chaqueta y miro de reojo el rifle sobre el camastro. Es de noche, hace frío y repaso de memoria la rutina diaria de asegurar las cuatro cerraduras de la puerta que protege mis escasas pertenencias: el camastro de campaña, una muda de ropa, un abrigo con los bolsillos rotos, la cocinilla a gas y la reproducción de una fotografía de Eugene Smith que me regalaste hace tanto tiempo, mucho antes de irte. Es quizás por eso que te recuerdo ahora, mientras pienso en los ocho pisos que debo bajar por las escaleras para alcanzar la calle, atento a las sombras de cada rellano, alerta a pesar de lo débil que me siento. Y me doy cuenta de que algo distinto sucede, una digresión, si quieres. Este es el único modo que tengo de contarte. Luego tú decidirás si corresponde o no, pero ese ya no es asunto mío. Ya cumplo lo suficiente con contarte, con tratar de contarte.
En fin, las cosas nunca fueron como yo pensaba. No porque resultasen distinto, sino simplemente porque no me había hecho una idea clara de lo que quería. Entonces sucedió todo. ¿Sabes qué es lo que pasa cuando algo cambia y tú apenas tenías una vaga noción de ese algo, apenas podías nombrarlo, identificarlo entre todas las otras cosas que te rodean? Piensa además que ese algo al que me refiero es aquello que todos llaman vida. ¿Sabes qué pasa, entonces? No queda nada, eso pasa, y de hecho eso fue lo que sucedió. No hubo razones ni explicaciones para modificar con tanta profundidad todo lo que conocíamos y a lo que estábamos tan habituados. Hay que aclarar, de todos modos, que nadie pidió las respectivas explicaciones. Simplemente sucedió. Los edificios fueron demolidos uno por uno. Una espesa nube de polvo fue cubriendo la ciudad, una nube que demoró varios años en disiparse y que terminó por posarse sobre las calles, los árboles y los escaños de las plazas. Todo esto sucedió hace muchos años y el polvo persiste, fétido, como un organismo vivo que cuenta con mil maneras de regenerarse. La gente de la ciudad se ha acostumbrado a los cambios, como suele suceder. Yo también lo he hecho: no soy un ser humano extraordinario como para rebelarme. Al parecer nadie lo es en la ciudad.
Desde mi cuarto, en el único edificio que queda en pie, puedo ver las calles, puedo ver la esquina donde antes había un café en que vendían exquisitos panqueques con relleno de mermelada de frutillas. Alguna vez nos citamos allí, y tú pediste jugo de naranjas y yo un café. Releo lo que he escrito y te pido disculpas por no ser tan preciso como quisiera. Las calles tienen ahora otros nombres, que cambian periódicamente, y los nombres anteriores, los de nuestro tiempo, los he olvidado. En la cuadra donde estaba el café hay ahora un terreno baldío, rodeado por un muro en ruinas, donde un grupo de personas vive aspirando bolsas con tolueno. Me parece que son tres o cuatro familias, unas veinte personas en total. Por las noches encienden enormes fogatas con muebles viejos que recolectan por las calles. Te asombraría ver la cantidad de columnas de humo que, incluso durante el día, se elevan desde diferentes puntos de la ciudad. Son como cicatrices negras sobre el cielo permanentemente gris. Estas fogatas son la única forma de espantar el frío y las jaurías de perros que asolan las calles durante la noche.
A veces, aún ahora, me paseo por la Plaza Central como si fuese lo más normal del mundo y no lo es. Voy por las mañanas, casi siempre. Voy a desayunar a un comedor público que, durante el tiempo anterior a las demoliciones y la nube de polvo, dependía de la Iglesia y que ahora es propiedad de una matrona gorda que defiende su negocio a punta de escopetazos. Allí se pueden conseguir, con algo de suerte, un par de huevos calientes y café rancio. La matrona también administra a una docena de menores de edad, niños y niñas, que realizan todo tipo de prestaciones sexuales.
De los edificios que rodeaban la Plaza sólo queda la Catedral y un ala en ruinas de la Oficina de Correos, que por milagro aún funciona. La Catedral permanece con las puertas cerradas, sitiada en sus tres frentes visibles por mendigos que se arrastran hasta allí con rastrojos de frazadas y cartones a medio podrir. Existe en la ciudad un intermitente rumor acerca de la próxima apertura del templo, un rumor que se ha gastado con los años y se ha convertido nada más que en un suspiro de desesperanza. Es bien sabido por todos que los curas se han marchado y que el interior de la iglesia está vacío. A pesar de eso los mendigos siguen llegando y se amontonan como lombrices en las escalinatas, rodeando las estatuas de cardenales muertos cuyos nombres ya nadie recuerda.
La Oficina de Correos, por su parte, es una de las pocas instituciones que funciona en la ciudad, por lo menos en apariencia. Todos los días, frente a la única ventanilla que atiende al público, se forma una larga fila de personas que consultan por encomiendas de algún pariente en el extranjero. Su único funcionario abre dicha ventanilla a las nueve de la mañana en punto y cierra al seis de la tarde, de lunes a viernes, y los sábados abre de diez de la mañana hasta las dos de la tarde. La gente que acude a la Oficina de Correos se renueva diariamente y todos escuchan la misma respuesta: no se ha recibido ningún envío desde el extranjero. Si alguien asegura tener la certeza -una imposibilidad, como te habrás dado cuenta- que la encomienda fue ya despachada desde su lugar de origen, el funcionario le entrega tres o cuatro formularios para reclamar el paquete presuntamente extraviado y le conmina amablemente a volver la semana siguiente para cursar la solicitud de revisión de entregas.
Luego del desayuno me instalo en uno de los escaños que los maricones ocupaban para comprar sexo, años atrás, por el costado norte de la Plaza Central, cerca de donde estaba la estatua de El Conquistador y que desapareció en la época de las primeras demoliciones. Ahora ya no hay maricones en la ciudad. Casi todos ellos se marcharon o simplemente están muertos. Dicen -no lo sé a con certeza pero intuyo cierto nivel de verdad en este rumorque fueron lanzados al mar tras una prolongada tortura, vivos o muertos, atados de pies y manos y con la cabeza cubierta por una bolsa plástica. Tampoco hay ya muchos viejos. Como te imaginarás, no pudieron sobrevivir a la nube de polvo. La bronquitis y todo tipo de enfermedades respiratorias los diezmó, y durante meses abarrotaron las ya escasas salas de los hospitales. Era todo inútil, claro. También murieron los niños más pequeños y los médicos que se contagiaban o simplemente sucumbían al cansancio. Es curioso cómo el cadáver de un viejo se puede parecer tanto al de un niño. Los cuerpos comenzaron a apilarse en la morgue, primero, y luego comenzaron a amontonarlos en algunas plazas públicas. Al principio los deudos se daban el trabajo de buscar a sus difuntos en las pilas funerarias, pero la indiferencia poco a poco fue ganando terreno y los cuerpos comenzaron a descomponerse y a convertirse en alimento de las gaviotas, las ratas y los perros. Se dice que finalmente fueron trasladados en camiones a terrenos agrícolas en los alrededores de la ciudad para ser sepultados en fosas comunes. La verdad es que a nadie le importa demasiado.
Me quedo casi toda la mañana sentado en un escaño de la Plaza Central, observando a las palomas que, desesperadas y grises, buscan algo para comer. No llevo semillas, como debes suponer. Me conoces y es inútil tratar de pintarte una imagen de mí que te resultaría extraña: me voy a la Plaza Central por la mañana a ver a las palomas, aves horribles, morir de hambre. Las palomas de las que te hablo no son las mismas que tú recuerdas. Hace muchos años que te fuiste, y en esa época todo era distinto. Éramos más jóvenes, de partida. Pero las palomas, de eso quería hablarte. Nuestras palomas son ahora del tamaño de una gallina y al menor descuido te puede sacar un ojo. Casi no vuelan, pero sus precipitadas carreras y cortos planeos las mantienen relativamente a salvo. No son un problema, de cualquier modo, pues los perros o los mendigos de la Catedral se encargan de mantener su población controlada, si me entiendes.
Por las tardes voy a caminar hacia el lado del río, haciendo un breve alto en lo que queda del Mercado Central para conseguir un poco de arroz y verduras a precios obscenos. Luego sigo por el borde del río hasta donde está el edificio de la Facultad de Derecho, convertido ahora en matadero para los perros que vagan, salvajes, por las calles. Un par de cuadras antes de llegar al edificio se pueden oír los aullidos de los perros y, aunque no es posible estar a menos de cincuenta metros pues el hedor de la carne podrida que se apila en el anfiteatro es insoportable, me acerco a la entrada principal. El portero, un tipo gordo y sudoroso, me recibe con una mueca que pretende ser una sonrisa y me acompaña hasta el auditorio del segundo piso, donde se dictaban las clases de Derecho Romano, que ahora hace las veces de oficina para el Servicio de Seguridad, Sanidad y Abastecimiento. Además de encargarse de los perros salvajes, es desde este edificio de donde salen los escuadrones de vigilancia que escoltan a los convoyes con el arroz que se reparte en los diversos mercados de la ciudad. Esos mismos escuadrones son los que se encargan de disolver motines, saqueos y recoger los cadáveres que aparecen cada día en las calles: víctimas de los perros, de algún asalto, del frío o del hambre. El Servicio está a cargo de un sujeto flaco y pálido, siempre vestido con una camisa blanca raída en los puños y una corbata negra ceñida al cuello con un perfecto nudo estilo windsor. Se llama Ciro Domínguez y me han contado que solía ser Juez del Crimen, pero esto no es seguro pues toda la información que puedas conseguir se basa en rumores. Cada tarde lo encuentro concentrado en libros de cuentas y, sin mediar palabras, me entrega el dinero de la noche anterior, doce balas y un poco de aceite para el rifle. Luego debo firmar un recibo donde me comprometo a matar al menos diez perros esta noche para recibir mi paga diaria.
No puedo contarte más. No hay más que contar. Apago la vela y me acerco a la ventana para mirar la enorme fogata que han encendido enfrente. Al parecer lo que arde es un sofá de tres cuerpos, con un tapiz que alcanzo a distinguir, o imaginar, verde. Ya es tarde y debo salir. Camino hacia la puerta, escucho el sonido metálico de las balas chocando en el bolsillo, el ruido sordo de las gomas de los zapatos sobre el piso. Antes de abrir la puerta pego el oído a la madera y contengo la respiración. Silencio. Giro la primera cerradura. Vuelvo a pensar: ya es tarde.

© 2004, Pavel Kraljvelich.

Sobre el autor: Pavel Alejandro Kraljevich Muñoz nace en 1973 en Antofagasta, Chile. Ha cursado varias carreras universitarias y ha participado también en diversos talleres literarios, entre los que destaca el taller dirigido por Carlos Cerda en la Biblioteca Nacional, en el marco de los Talleres Literarios José Donoso que se realizaron entre 1997 y 1998. Actualmente se encuentra dedicado a sacar adelante el proyecto de Ediciones K.

Segunda Mención Honrosa: JE.T.A.I.M.E. 1.0 – Francisco Pino

Sus manos ordenaban los archivos de una manera increíble, luego de tomar cada disco expediente lo insertaba en su palma descargando la información y luego organizándola en el contenedor zip. Sentada frente a su escritorio, ensimismada en su trabajo, brillante y dorada, era una de esas secretarias androides que hacían que el humano mas insensible sucumbiera a sus encantos de máquina curvilínea de diseño neomecha.
A pasos de ella, absorto mientras pulía por décima vez un vidrio a punto de destrozarse, un robot de asepsia no despegaba sus receptores visuales de aquella diosa de acero y bronce. Su placer, descaradamente enajenador, no le advirtió que el vidrio estallaba en mil pedazos.
-Campo de fuerza inverso y absorción de fragmentos de vidrio y onda expansiva -sentenció el robot mientras un halo celeste transparente se expandía absorbiendo los trozos y el molesto sonido provocado por el estallido.
-¡Bravo! -exclamaron las personas mientras se levantaban y veían que la situación estaba bajo control. Miraban admirados al robot de fantásticos reflejos y perfecto equipamiento.
Y fue cuando sucedió. Francine, quien no despegaba sus manos de la multifunción archivatoria, detuvo su trabajo y enfocó sus receptores visuales sobre Celso, el robot de asepsia, quién, en un estúpido vaivén reactivo a la mirada de la secretaria se desplomaba escaleras abajo mientras movía su mano mecánicamente en señal de saludo.
Y es así. Los días pasan en la ciudad, como un mecanismo eterno con fuente de poder vitalicio. Por las calles limpias y perfectamente pulidas circulan humanos y máquinas, unos sirven y otros ordenan, en un ciclo cotidiano y natural que se ha repetido eternamente desde la aparición del hombre y sus jerarquías.
Desde la invención de la Corteza Cerebral Sintética la vida del hombre dio un vuelco radical, lo que permitió que todo tipo de tareas, desde utilizar una computadora de plasma hasta cargar barras de acero integrado, fueran desarrolladas de manera eficiente y eficaz. El sistema CCS permite la utilización de un casco neuronal que conecta al humano con su droide de trabajo, independiente la distancia, a través de la empresa que contrata al empleado y una vasta red de fibras multispeed de instalación básica. De esta forma el encargado del robot constructor de la torre de comunicaciones en Libreville, Gabón, comanda a su autómata a la perfección mediante un ordenador de plasma y su implante de corteza cerebral sintética desde su casa en Ottawa, Canadá.
De ese modo, el sistema de trabajo experimentó un cambio que mejoró las relaciones internacionales, las tecnologías de comunicación y la precisión de la mano de obra formal e intelectual en el mundo. Pero no fue suficiente como para lograr un cambio en el trato entre trabajadores virtuales, existiendo altercados y abusos de poder entre capataz y empleado. El hecho de trabajar a distancia no podía impedir discusiones con otros profesionales, o problemas de trato y más aún, peleas entre los droides realizadores del trabajo. La naturaleza del ser humano tiende a la violencia de manera directa o indirecta, lo cual podría diagnosticarse como un problema de inseguridad crónica, solucionable sólo con el dominio o control de individuos cercanos y situaciones.
Pero a pesar de los problemas naturales del ser humano, un hombre y una mujer descubrirán el secreto que los llevará a la felicidad plena. Ella vive en Nantes, Francia, en un departamento que le dejó su padre antes de morir. Su vida es solitaria y apagada. Aparte de su ordenador de plasma, su cama y algunos electrodomésticos no posee más bienes materiales. Su mente se entrega al minimalismo absoluto, aplicándolo tanto a su forma de pensar como a su manera de vivir.
-Archivo de datos e interrelación de información con proyecto de educación en Mogadiscio, Somalia -ordenó mientras desplegaba las ventanas del sistema operativo y vigilaba la cafetera sobre la única mesita que se encontraba en la esquina de su apartamento.
Alternativamente en el Ministerio de Educación de Somalia la secretaria droide se activaba y empezaba su frenético orden y asimilación de archivos.
Pero sus receptores ópticos no pudieron evitar ver al robot de asepsia colocar un nuevo cristal en la ventana rota. Los dedos de Francine y las sinapsis de orden de su cerebro se centraron específicamente en la máquina que manejaba el vidrio.
-Concéntrate Francine, sería lo último si te empezaras a enamorar de ese robot -dijo y tomó un sorbo de café.
Aquel pensamiento había recorrido su mente desde que conoció al hombre mecánico encargado de la limpieza, el cual gracias a su cortesía y asistencia cobraba una gran impresión en la secretaria.
-¿Será un autómata o un droide de la CCS? -se preguntó Francine y después de investigar visualmente su armadura encontró la sigla que deseaba ver.
Mientras en Kingston, Jamaica, Celso respiraba el aire fresco que lanzaba su ventilador mientras comunicaba finalizado el acoplamiento del cristal en la ventana.
-El cristal está listo señorita Francine -anunció cortésmente Celso mientras ordenaba su brazo múltiple y miraba insistentemente a la droide en busca de algún espasmo o coqueteo.
-Muchas gracias -respondió con asombro Francine mientras pensaba de qué manera aquel robot supo su nombre.
-Soy Celso y estoy para servirle -dijo mientras se retiraba firme y seguro en sus pasos dando una que otra mirada a la estupefacta androide.
Ya era tarde y la jornada de trabajo terminaba. Celso abandonaba su casa para reunirse con sus amigos en algún bar de Kingston Bajo. Sus sienes le apretaban y latían.
-Sirva una ronda de cerveza -ordenó Celso al barman droide de turno mientras encendía un cigarrillo y charlaba animosamente con sus amigos.
-Hoy tuve un gran problema con el droide capataz en mi empresa – contaba Julius, amigo de infancia de Celso-, el muy cretino me obligó a realizar esfuerzo redoblado en la carga de peri 2 de acero integrado, lo cual pudo haber fundido los mecanismos de carga de mi robot carguero y eso sería un serio descuento de mi salario, perdería dinero de por vida.
-¿Y como tomaste el asunto? -preguntó Celso mientras soltaba una bocanada de humo.
-Traté por los medios lógicos del diálogo, luego al ver que no reaccionaba, me contacté con la empresa matriz que nos contrató, lo cual provocó el despido del capataz en cuestión, era un tal Cantini que trabajaba desde Milán -y tomando un sorbo de cerveza notó en Celso algo extraño.
-Me parece que te pasa lo mismo que a mi, trabajar con esa corteza cerebral sintética me provoca lapsos de enajenación, e incluso en ocasiones no logro diferenciar si la labor la realizo yo objetivamente o mi droide de trabajo, es confuso, creo que necesito vacaciones -y llamando al barman droide pidió más cerveza y un tema musical holográfico de fondo
-Bueno aparte de los malestares del casco neuronal mi problema es otro -tomó un poco de cerveza y prosiguió-, en el departamento en el que trabajo a cargo de la limpieza existe una droide encargada de la multifunción archivatoria. Lo único que sé de ella es su nombre y también que no es un autómata si no que trabaja con implantes CCS.
-¿No me digas que te atrae una droide secretaria? -exclamó exaltado Julius mientras daba palmadas a Celso en la espalda.
-Creo que sí, desde que vi el rostro de Francine en la interfaz de aspecto de la droide no he podido sacar esa imagen de mi memoria -y bebió cerveza mientras sonreía a Julius que soltaba una gran carcajada.
Repentinamente un grupo de personas entró en la cantina de manera abrupta. Traían holopancartas y discofolletos y empezaron a vociferar mientras entregaban los informativos.
-Realizaremos una asamblea por los derechos de los trabajadores de la CCS, las injusticias salariales y de abuso de poder frenan nuestro crecimiento como gremio y peor aún, nos separan a nivel político y gubernamental.
El público, muy conforme del discurso aceptó la información. Lo que el gremio no sabía era que entre los asistentes del bar estaba uno de los cabecillas del sindicato de capataces, el cual al escuchar al grupo se levantó mientras pagaba la cuenta y miraba tratando de reconocer rostros para informar a sus superiores.
Los ánimos se apagaban en Kingston. Celso, Julius y los demás discutían la posibilidad de jugar un partido de fútbol soccer en una de las canchas aledañas, el partido se formalizó cuando comenzaron las apuestas. Celso, parado en medio de la cancha, miraba al cielo nocturno, a la estrella más brillante. Un pelotazo en el rostro lo aterrizó de su éxtasis.
Al mismo tiempo, Francine, retocaba una imagen en su editor gráfico. Era el rostro de Celso, realizado en un collage al más puro estilo pop art graphicshop. Recordaba a su padre cuando le decía sobre vivir con él en el campo, con esa amabilidad que le caracterizaba y que reflejaba en sus grandes ojos negros. Mientras trabajaba sonreía. Trataba de enfocar el rostro a través de la interfaz del robot de asepsia.
-Si tan sólo pudiera verlo -pensó Francine.
-¿Qué estará haciendo ahora? -pensó Celso.
El rubor subió a la cara de Francine. Celso la paraba de pecho y daba pase a Julius. Una sonrisa delicada figuraba en el rostro de la joven mientras se levantaba a atender la puerta de su departamento. Celso pidió un tiempo. Julius lo miró y sonrió, haciendo un gesto de locura con sus ojos y manos. Francine recibió a Amelie, su amiga del alma. Celso descansaba junto a Julius.
-¿Cómo se llama? -preguntó Amelie mientras servía una taza de café negro.
-Celso -murmuró tímidamente Francine -trabaja conmigo en el ministerio de educación de Mogadiscio, Somalia.
-No crees que es muy apresurado creer que te gusta un tipo que ni siquiera conoces y para colmo trabaja en limpieza -comentó peyorativamente Amelie.
-No es el hecho de que trabaje en limpieza, ni menos el tiempo que lo conozco, es su mirada, apenas la distingo a través del grueso cristal de la cabeza del robot, pero me da confianza y me agrada, siento algo muy extraño por él -y diciendo esto Francine miró con rubor a Amelie.
-Parece que esto va en serio, trata de no desilusionarte, recuerda que los amores fugaces son peligrosos -sentenció Amelie mientras miraba de manera pícara a Francine. Ambas sonrieron.
Mientras al lado de las canchas de Kingston bajo.
-Yo creo que no tienes que tomártelo tan a pecho, recuerda que la apariencia de la droide no tiene nada que ver con el cuerpo real de la chica – replicó desconfiado Julius mientras Celso secaba su transpiración.
-Lo sé amigo, pero esto va más allá de las apariencias. Al principio me atraía su diseño de cubierta, pero luego empecé a ver por sobre lo material, sus ojos brillaban atravesando la pantalla de interfaz de la droide -comentaba absorto Celso-, lo único que deseo ahora es verla de nuevo.
-Eres un enfermo, enamorarte de la cubierta de una droide secretaria -y riendo daba palmadas a Celso el cual carcajeaba de buena gana ante su buen grupo de amigos.
La tropa se aprestaba a pagar al droide guardia la cuota de arriendo por la cancha cuando uno de los chicos de la cantina se aproximó exaltado.
-El gremio de capataces convocó a reunión extraordinaria en la sede virtual del holomundo, a las 11:00 AM. Deben avisar a la Empresa de CCS y al matriz empresarial que los contrató-y diciendo eso desapareció entre la multitud.
-Esto me da mala espina -comentó Julius a unos de los muchachos del grupo.
-Pero no nos queda más que asistir, es nuestra responsabilidad al participar de esta forma de trabajo y nuestro gremio -comentó Celso mientras el grupo se separaba.
-Aún así debemos estar preparados para cualquier golpe bajo -dijo Julius a Celso mientras se despedían.
Esa noche Celso no podía dormir. Se conectó a la red a través de su ordenador de plasma. La buscó. En archivos de la empresa en la que trabajaban y en la nómina de empleados del ministerio de educación de Mogadiscio, Somalia. El chico es un genio en la búsqueda de información. Se licenció en informática y principios de robótica en Kingston con honores, más sus sueños no consistían en poder económico ni fama, él quería ir mucho más allá.
-Te tengo -pensó Celso mientras se conectaba a través del chat con Francine quien tenia su ordenador de plasma en línea con la red.
Francine, quien en ese momento salía de la ducha, observó que tenía un mensaje en espera. Su alegría fue inmensa cuando averiguó que era Celso.
-Hola -saludó mentalmente Celso mediante su censor neuronal.
-Hola, ¿cómo me encontraste? -preguntó mentalmente Francine sonriendo mientras secaba su pelo y acomodaba su censor neuronal.
-Uno que otro archivo corrupto por ahí, y algunos crack de mi invención -respondió de manera simpática el chico mientras no dejaba de mirar a los ojos a Francine.
-Si no me buscabas tu, te aseguro que lo hubiera hecho yo -aseguró Francine mientras sonreía al monitor panorámico de plasma.
-Lo sé -dijo mentalmente Celso y comenzaron a charlar.
Conversaron fluidamente sobre todo tipo de temas, sin tapujos, sin desconfianza, como si se tratase de una relación de muchos años. Mientras más se miraban más se enamoraban. El tiempo pasó largamente pero para ellos significaron sólo minutos. Platicaron hasta que debieron volver a sus actividades en sus trabajos correspondientes.
Pero no les importó.
Eran las 11:00 AM y todos los empleados que utilizaban el sistema CCS estaban conectados virtualmente a sus droides de trabajo en modalidad de labor automática y alternativamente se presentaban al holomundo con el gremio de capataces. La cantidad de entidades era increíble, el salón virtual de reuniones estaba copado y constantemente debía simular más espacio para los nuevos visitantes. Uno de los jefes de los capataces subió a un podium y se dirigió a la audiencia:
-Últimamente los problemas en las relaciones entre capataz y empleado has aumentado considerablemente. La conducta irrespetuosa de los subordinados ha llevado a que el gremio tome una decisión en relación al sistema laboral y gracias a nuestros informáticos hemos generado un software denominado JE.T.AI.M.E. 1.0 que potenciará el trabajo y disminuirá la conducta indecorosa de los empleados -y diciendo esto el capataz activó la interfaz de inicio descargando el programa en todos los ordenadores de plasma y sistemas operativos de los droides trabajadores.
-Pero ustedes no pueden hacer esto, no han tomado nuestra palabra ni aprobación para el proyecto JE.T.AI.M.E. 1.0 -exclamó Celso ante una asamblea alterada que lentamente caía en el inconsciente.
El proyecto JE.T.AI.M.E. 1.0 no era más que un virus que provoca la desconexión del usuario a su realidad como ser humano y deja prisionera el alma de la persona en el androide. Su principio activo anula la sinapsis del organismo descargando el flujo a la corriente de conexión con el sistema de CCS y aprisiona el alma en la vía receptora ejecutora racional del droide. Elimina el concepto de conciencia y voluntad de poder del trabajador, transformándolo en un simple «robot sin conexión».
Los droides de todas partes del mundo se levantaron, los cuerpos de sus pilotos yacen muertos frente a sus ordenadores de plasma mientras sus cascos neuronales sueltan los últimos chispazos de corriente
Un enorme robot carguero se alza sobre una edificación, es Julius quien, conciente, incita a sus compañeros a levantarse y derrocar a los capataces. Alternativamente en Somalia, Celso y Francine abandonan el ministerio de educación. El sol baña sus metalizados cuerpos con un nuevo resplandor.
Una horda de robots con alma humana avanza. Sólo dos son felices.

© 2004, Francisco Pino.

Sobre el autor: Francisco Eusebio Pino Sáez nació en 1976 en alguna ciudad no especificada de Chile. Se ha desempeñado como Diseñador Gráfico y participó activamente en la Corporación Crearte, cumpliendo el cargo de Encargado de Escuela en el Colegio Marcela Paz de Recoleta y profesor del Taller de Cómic del mismo establecimiento. Actualmente realiza su Proyecto de Título MORBUS ARCANUS, Aventura Gráfica Interactiva bajo la tutela del profesor Germán Orellana con quien además colabora en proyectos de docencia universitaria. Además posee el cargo de Profesor de ilustración y cómic en el Programa Integrarte donde realiza clases desde abril de 2004.

Cuarta Mención Honrosa: El Regreso del Hombre Muerto – Sergio Gaut vel Hartman

Despierta. Está de pie, en medio de una habitación. No recuerda haberse quedado dormido. Alza las manos y ve relieves de hueso y ríos de venas azules, pero no las reconoce como propias. ¿Debería? La habitación, en cambio, es parte de una geografía familiar; ha estado aquí tantas veces que si se lo propusiera podría llamar a cada átomo por su nombre. Pero, ¿qué importancia tiene eso? Cabalga sobre la extrañeza que le produce saber y no saber al mismo tiempo y no tarda en descubrir que ha perdido mechones de memoria, desprendidos como costras secas, como fogonazos sin brillo.
-¿Papá? Regresaste. Estás de nuevo en casa, ¡qué alegría! -El que habla es un hombre joven que ha entrado a la habitación sin hacer ruido; está bronceado por soles verdaderos, tiene la sonrisa fácil y largos cabellos rubios que le caen en cascada sobre los hombros. Se aproxima, aferra las manos como mapas, con sus ríos de venas azules y escabrosas crestas de piedra, y las aprieta con fuerza contra su pecho. -Estamos juntos de nuevo. ¿No te hace feliz?
Quisiera responder. La respuesta es no. Pero la sílaba mínima, a la vez palabra rotunda y maciza, no logra abandonar la boca. Las mandíbulas apretadas ofician de candados y el no se pierde en una ilegible conjunción de mímicas vagas. Tal vez ni siquiera importe. Regreso. Juntos. Feliz. No importa, no; realmente no importa.
Un mal disimulado sonido de engranajes aporta un elemento residual a lo que hubiera sido una explicación desafortunada. Pero está fuera de su alcance comprenderlo. ¿Ha chirriado un mecanismo dentro de su propio cuerpo? ¿Es eso? Un segundo después, una voz simétrica disuelve el eco, y el precario sistema construido se desmorona.
-¡Papá! -Una mujer de facciones rígidas, sin alegría, irrumpe en el espacio ya ocupado por los otros dos. También es joven; el corto cabello rojizo, rizado y desprolijo, expresa una insolente contrariedad. Su cuerpo, pálido y tembloroso, informa que proviene de un largo encierro y que se dirige hacia otro, tal vez más prolongado aún. -Hubiese preferido…
-¡Silencio, querida hermana! No estropees este momento mágico con tu vulgar desaliento. -El hombre joven, bronceado y seguro de sí mismo, coloca una de las manos del anciano entre las de la mujer, que la sostiene con aprensión, casi con asco. -¿No es cierto, papá, que ya no estás muerto?
-No es una pregunta que se pueda responder con palabras -dice ella-. Tampoco esperaba volver a verlo, de todos modos; nunca creí que eso fuera a… funcionar.
-Y esto es sólo el principio -dice el hermano-, ¿por qué no estás contenta? Tendrías que estar contenta. Deberías estar tan contenta como lo estoy yo, como lo está él. -Luego, dirigiéndose al dueño de los huesos y las venas azules, agrega. -Dio resultado, papá. -Y luego, regodeándose con la repetición: -Ya no estás muerto.
Pero ella grita enérgicamente. -¡Sí, está muerto! -Se pone frenética y arroja la mano que sostenía entre las propias como si se tratara de un insecto repugnante. -¿No te das cuenta? Han puesto una máquina absurda en el interior de su cuerpo, un artefacto microscópico que le permite estar parado en medio de la habitación, mirándonos como si nos conociera, como si supiera que somos sus hijos.
-Estuviste de acuerdo -protesta el joven de sonrisa fácil, pero ya no sonríe.
-Me hiciste firmar esos papeles, a la fuerza; estaba dolorida, confusa, aturdida. Se moría, pero fastidiaste hasta que los firmé. Él… esto…
Ahora está completamente despierto. Permanece de pie, en medio de la habitación. Los que gesticulan y discuten son sus hijos; eso afirman y él no está en condiciones de aceptar o rebatir nada; sólo los hechos refrendan un pasado tan perfecto como frío. Por lo visto no están de acuerdo con algo que han hecho, con alguna decisión que han tomado. No recuerda haberse quedado dormido y el abismo gris en el que se aloja la memoria no le ofrece datos adicionales. Recupera la mano que fue arrojada al vacío y ve relieves de hueso y ríos de venas azules. Acepta que es su propia mano y un impulso acude a su boca. -Está bien -articula. No son sus mejores palabras, pero alcanzan para detenerlos en el aire, como libélulas heladas.
-¡Te lo dije! -exclama el hijo, alborozado-. Está de acuerdo con lo que hicimos.
-Lo acepta, no le queda otro remedio -replica la hija. Sus párpados caen pesadamente y la escena se nubla y descompone. No fue preparada para tolerar sin más algo tan poco natural. Pero sabe que no sueña, ni se siente atrapada por una alucinación. Está ocurriendo, en este momento, sin mesura.
-Hijos. Malena. Luis. -Ha emitido las palabras con voz cascada, pero está seguro de que son los roles y nombres adecuados-. Me siento… ¿raro? Extraño, sí, todo esto es muy extraño.
-¡Funcionó, papá! -grita Luis, eufórico-. Ellos dijeron…
-Ellos cobraron una enorme suma de dinero -fustiga Malena retrocediendo un paso-. Crearon un programa que reproduce la voz y otro que activa los músculos. Es un títere, Luis, una marioneta; no es nuestro padre. -Retrocede otro paso, se aproxima a la puerta; quiere salir de la habitación, poner distancia, aunque sea para volver a encerrarse en su jaula dorada.
Ahora está seguro de lo que han hecho con él. Busca sin eficacia un nombre para su estado. ¿Es un hombre? No lo es, porque ha muerto. ¿Un resucitado, tal vez? Tampoco; para serlo, como el Lázaro del mito, tendría que haber operado una voluntad divina que lo devolviera a su estado anterior.
Ahora estoy seguro de lo que me han hecho, reflexiona. Busco sin ineficacia un nombre para mi estado. ¿Soy un hombre? No lo soy, porque he muerto. ¿Un resucitado, tal vez? Tampoco; para serlo, como el Lázaro del mito, tendría que haber operado una voluntad divina que me devolviera a mi estado anterior. Sólo han creado un programa que reproduce mi voz y otro que activa mis músculos. Pero también me han provisto de un receptáculo en el que se agitan, como serpientes, los recuerdos compartidos con Malena y Luis, cuando eran pequeños, y también con Sara, la madre, mi mujer durante tantos años. Ella no fue afortunada, como yo, murió antes de que los genios de silicio pudieran convertir su cadáver en un títere, una marioneta electrónica. Sara no fue afortunada, como él, murió antes de que los genios de silicio pudieran convertir su cadáver en un títere, una marioneta electrónica. La voz, rebotando en los espejos, le obsequia una imagen deformada de lo mismo.
Aún permanece de pie, en medio de la habitación, pero se le ocurre que no sería mala idea sentarse, y se sienta. Malena regresa sobre sus pasos y también se sienta. Los hijos ya no discuten ni gesticulan. Ahora se sienta Luis y así dispuestos, en torno a la mesa, podrían pasar por tres personas corrientes que comparten una velada familiar.
-¿Te das cuenta? -dice Luis-. Ha tomado la iniciativa. Sólo será cuestión de acostumbrarse.
-Algo fallará -dice ella, recelosa, obstinada-. Se quemará una placa y lo veremos girando como un trompo, rebotando contra las paredes, meándose encima.
Luis se ríe rígidamente y hace un gesto extraño, demasiado frívolo para la ocasión.
-No puede, ni eso ni lo otro, ¡tonta! Los recuperados no necesitan comer, ni dormir, ni soñar…
-¿Recuperados? ¿Ese es el nombre que les dieron? -Malena cierra los ojos y trata de conectar su mente con la del hombre que regresó de la muerte, pero sabe que esa es la fantasía de los débiles de espíritu y la rechaza.
No obstante, el hombre que regresó de la muerte piensa que no está mal que digan que ha sido recuperado. Observa a sus hijos y entiende que también es un buen momento para una sonrisa. Sonríe. Han encontrado un nombre para su estado. No es un ser vivo, exactamente un ser humano, ni ha resucitado, pero no le cae mal considerar que convalece de la enfermedad que lo habría confinado en una tumba si no lo hubieran atiborrado de programas. Y allí seguiría, para siempre. Un programa reproduce mi voz, recordó, otro activa mis músculos y un tercer programa permite que sepa que esos dos que me flanquean, con las manos juntas sobre la mesa, como en un rezo, son mis hijos. Recuerdo cuando los llevaba al parque, por ejemplo y también recuerdo haberlos castigado una vez que me desobedecieron. Recuerdo otros actos, claro, pero no son importantes. Fui un hombre severo y seguiré siéndolo. Pero ellos no parecen guardarme rencor.
-Papá -está diciendo Luis-, no sabemos cómo manejar esto; no nos prepararon para comportarnos como es debido. Malena está asustada. Yo estoy confundido. No sé qué le diré a mi mujer. Lo mantuvimos en secreto porque…
-Temían que no funcionara. Lo entiendo. -El hombre que había estado muerto trata de resolver un problema delicado. ¿Debe fingir que está vivo, que celebra el regreso o es suficiente con que pasee su imperturbable presencia por los cuartos de la casa, sin involucrarse mayormente en los asuntos cotidianos? Zarandea tímidamente los componentes electrónicos y obtiene una directiva rotunda. -Hijos: su padre ha regresado; obviemos los detalles espinosos y aceptemos el milagro. El programa es capaz de aprender. Pronto seré el de siempre. Podrán enviarme a comprar el pan y a pagar las facturas de servicios. Iré a buscar a los niños al colegio… ¿Dónde están los niños? -Siente que empieza a dominar la situación; cada vez está más seguro. -Sabrina y Mateo. ¿He acertado? ¿Son tus hijos, no? -agrega señalando a Luis-. Es bueno tener hijos. ¿Por qué no tuviste hijos, Malena?
-¡Papá, por favor! -se agita Luis.
-No, está bien. Es como si fuera de la familia -dice Malena con acre ironía-. ¿Existe una buena razón para no escarbar en la herida? No… -Había estado a punto de decir «papá». -No puedo tener hijos; soy estéril. ¿Falta ese dato en tu exquisita memoria?
-Nada es para siempre -dice el hombre que regresó de la muerte-. No hay que perder las esperanzas.
-¿Cuántas frases hechas -escupe Malena con rabia- caben en tu cerebro positrónico? ¿O es biónico?
-Malena, ¡basta ya! -Luis se sacude eléctricamente. Se asemeja a una patética criatura reanimada mediante técnicas dignas de una novela gótica. Pero sus pensamientos no guardan relación alguna con la colección de gestos que prodiga. Quizá piensa que no ha perdido del todo las posibilidades de conquistar el afecto del hombre muerto; lleva décadas intentándolo.
-Es un buen cerebro -dice el recuperado sin inmutarse-; su capacidad de almacenamiento es tan grande que pronto tendrán que inventar un nuevo prefijo. A propósito: ¿alguno de ustedes sabe cómo se designa el rango superior a tera?
-¿De qué estás hablando? -balbucea Malena, irritada, desgarrada por dentro.
-Habla de magnitudes -dice Luis. No soporta la desorganización mental de su hermana y siente que ella se precipita, infalible, hacia los abismos interiores de sí misma.
-¿Magnitudes? ¿A quién le importan las magnitudes? ¿A qué juego estamos jugando, hermanito?
Luis adopta un talante de superioridad, la arrogancia del conocedor que se enfrenta al neófito. -Es un científico. Nunca pudiste soportar el fulgor de su mente superior.
-Fue un científico, cuando estaba vivo -enfatiza Malena-. Y lo de mente superior corre por tu cuenta.
-Tablas -dice el recuperado-. Avanzando en esta dirección sólo conseguiremos destrozarnos. Además -agrega componiendo un gesto que trata de pasar por confidencia- es peligroso para mí. Los circuitos podrían sobrecargarse…
-¿Te das cuenta? -se queja Malena-. Han conservado lo peor de su patrimonio: el egoísmo. Aún muerto sólo se preocupa por sí mismo. Los demás sólo existimos en función de sus intereses.
-¿Qué estás diciendo? -Luis se enfurece. Un cierto espíritu de cuerpo lo ha llevado siempre a defenderlo. -No deberías faltarle el respeto. Él… él…
-¿Qué? ¿Porque está muerto? ¿Han extirpado las fallas de su personalidad? Entiendo. Ya no está en condiciones de obligarme a abortar, como hizo cuando yo era adolescente, ¿no es cierto? Los recuperados no hacen esas cosas, ¿no es cierto, señor? -Las últimas palabras son aullidos; no le importa-.
Luis extiende la mano como un pájaro furioso y abofetea a Malena. Lo ha hecho otras veces. Volvería a hacerlo. La mujer retrocede algunos pasos y busca algo en un bolso. Lo halla y lo empuña. Es una pequeña pistola. Sin vacilar y con fría determinación, aunque segura de que el hombre que regresó de la muerte no se interpondrá en el camino de la bala, dispara y acierta entre los ojos de su hermano. Aún antes de que el cuerpo termine de desplomarse, ella encara al que fue su padre, y con la mirada llena de furia le lanza la frase definitiva.
-Pueden ponerle esas lindas maquinitas que inventaron. Nadie notará la diferencia.
Pero el hombre que volvió de la muerte no parece impresionado.
-Mil gigas es tera. Mil teras es peta. Mil petas es exa. Mil exas es zetta. Mil zettas es yotta. ¿Qué es mil yottas? ¿Habrá una palabra que explique tanta información? ¿Qué te parece, Malena?

© 2004, Sergio Gaut vel Hartman.

Sobre el autor: Sergio Gaut vel Hartman nació en 1947, en Buenos Aires, Argentina. Empezó a publicar cuando comenzaba la década de 1970 en la ya mítica revista española Nueva Dimensión. En 1982, impulsado por los vientos que generó la aparición de El Péndulo, generó la actividad que derivaría en la creación del Círculo Argentino de Ciencia Ficción y Fantasía y fundó el fanzine Sinergia, al que seguirían la revista Parsec y las antologías Fase. Por entonces colaboró intensamente en las revistas El Péndulo y Minotauro. Esa etapa culminó con la publicación del libro de relatos Cuerpos Descartables y lo que sería una especie de prólogo a su actividad actual, la antología Latinoamérica Fantástica, editada por Ultramar. Luego de una pausa que tal vez se relacione con la saturación que conlleva una intensa actividad en un campo y el desaliento provocado por la chatura cultural de la década menemista, regresó tras la publicación de un texto en El Cuento Argentino de Ciencia Ficción (Nuevo Siglo), en el que apareció muy bien rodeado (Borges, Bioy Casares, Lugones, Gordischer, Gardini, Oesterheld, Capanna). Empezó a colaborar intensamente con Axxon y otras publicaciones virtuales y creó el Club de Lectura Ucronía, un espacio que pretende promover la literatura de ciencia ficción, especulativa y conjetural escrita en español. Por estos días escribe intensamente y ha completado cuatro novelas y otros tantos libros de relatos que espera ver publicados a la brevedad. También trabaja en la creación de un sitio web dedicado al análisis crítico y al desarrollo de la literatura fantástica en sus formas racionales.