De uno de los mitos aztecas de la creación:
El dios Tonacatecuhtli y la diosa Tonacacihuatl, tuvieron cuatro hijos. Tezcatlipoca el rojo, Tezcatlipoca el negro, Quetzalcoatl, y Huitzilopochtli. Pasado cierto tiempo los cuatro hermanos se reunieron y eligieron a Quetzacoatl y a Huitzilopchtli como jefes, y bajo sus ordenes fueron hechos el fuego y el sol. También fueron concebidos el primer hombre, Oxomoco, y su mujer, Cipactónal.
A continuación fueron establecidos los trescientos sesenta días del año (ver recuadro), y los dieciocho meses en que están agrupados. Asimismo crearon los infiernos, los cielos y los mares, en ese orden.
Entonces Quetzacoatl y Tezcatlipoca (no está claro cual de los dos) se convirtieron en serpientes y capturaron a la diosa del cielo que caminaba sobre las aguas. Uno de ellos la agarró por las manos y el otro por los pies y tiraron hasta que la partieron por la mitad. Una parte de ella regreso a los cielos, pero con la otra fueron hechas las tierras.
Los otros dioses se enfurecieron y para consolar a la desdichada diosa hicieron que de sus cabellos salieran arboles, de su piel hierbas y flores, de sus ojos hicieron pozos y cavernas, de su boca nacieron los ríos, y de sus hombros, las montañas.
Del mito japones de la creación:
Al principio era el caos. De este surgieron los mares y el cielo, y también los primeros dioses, entre los que se contaban el señor Izanagi y la dama Izanami. Ambos removieron las aguas con una lanza sagrada, de la cual cayeron granos de sal que formaron la isla Ongoro, la primera tierra. Allí construyeron un pilar, y tras dar vueltas alrededor de él, yacieron juntos. Como consecuencia, Izanami dio a luz dos hijos enfermos que fueron arrojados al océano en botes de caña.
Los dioses lo intentaron por segunda vez y esta vez surgieron de ellos las ocho grandes islas del Japón. Izanagi e Izanami tuvieron muchos otros descendientes divinos, pero finalmente la diosa falleció en uno de esos partos. Izanagi fue a buscarla al país de los muertos, pero ella había comido de los frutos de aquella tierra maldita y se había vuelto fea. El dios renegó de ella y huyó.
Fue necesario entonces que Izanagi se purificara, sumergiéndose desnudo en las aguas. Entonces, de sus ropajes y de distintas partes de su cuerpo surgieron nuevos dioses. Los más importantes de entre ellos fueron Amaterasu (diosa del sol), Tsukiyomi (dios de la luna), y Susano-o (dios de los vientos y la tormenta).
Del mito egipcio heliopolitano de la creación:
Al principio existía Nun, el mar primigenio, y sobre el descansaba Atum, el autocreado. Atum hizo surgir la primera colina, y sobre ella dio origen a la primera pareja de dioses; Shu (el aire) y Tefnut (la humedad). Ellos a su vez conciben a Nut (los cielos) y a Qeb (la tierra).
Nut y Qeb se casaron en contra de los designios de Shu, quien en castigo hizo que los cielos y las tierras se separaran. De esta forma Geb quedó abajo, acostado, y Nut, arriba, arqueada sobre su enamorado sostenida por el propio Shu. Y entre ambos amantes vendrían a habitar los hombres y demás criaturas.
Casi todas las principales civilizaciones del mundo antiguo poseen mitos y leyendas que explican el origen del universo, o al menos la parte de él que les era conocida. Al principio de este capítulo se ofrecen tres ejemplos, provenientes de los aztecas, los japoneses y los egipcios. Podríamos agregar también el propio relato bíblico de la creación. Para algunos hoy pueden parecer solo historias fantasiosas. Otros quizás encuentran mérito en las metáforas y enseñanzas morales que nos ofrecen. Incluso es posible sostener que ellas poseen cierta verdad escondida tras un lenguaje simbólico y alegórico. Pero apoyados en la razón y los hechos que la ciencia ha ido estableciendo, nadie podría decir que corresponden a descripciones correctas, literales, de lo que realmente ocurrió en el origen de todas las cosas. Sin embargo no podemos olvidar que para los hombres antiguos que las concibieron ellas efectivamente eran la mejor respuesta con que contaban para explicarse las causas de su propia existencia y la de todo lo que les rodeaba. No es que fueran personas irracionales o poco inteligentes, sino que no contaban con suficientes datos que les permitieran desarrollar ideas más precisas y refinadas. De hecho, estos mitos y leyendas resultaban ser teorías bastante efectivas a la hora de explicar los fenómenos más triviales de la naturaleza.
Es que desde siempre la mente humana ha necesitado darle un orden a la realidad. Para ello intentamos identificar las relaciones de causa y efecto de los fenómenos, y a partir de ello construimos teorías. Teorías que pueden ser tan falsas o tan verdaderas como se quiera, pero que nos permiten dar coherencia y sentido a nuestras experiencias. En último termino, aspiran a darnos una respuesta respecto de nuestro lugar en el Cosmos, y por lo tanto sobre nuestros orígenes y nuestro destino.
No obstante algunas civilizaciones quisieron dar el siguiente paso. Decidieron buscar en los propios fenómenos de la naturaleza, ya no solo en las tradiciones y la sabiduría de los ancianos, las claves que les permitieran perfeccionar sus teorías. Para ello debían ir más allá de lo inmediato, tanto en términos espaciales como temporales. Era necesario acumular datos.
Quizás el primer ejercicio de carácter científico fue la confección de calendarios que consignaran el paso de las estaciones e indicaran los momentos más adecuados para las labores agrícolas y demás actividades de la tribu. Pero si se pretendía predecir fenómenos celestes tales como el movimiento de ciertas estrellas o los eclipses, era necesario llevar a cabo observaciones por periodos de tiempo mucho más largos. Eran necesarias varias generaciones dedicadas a la tarea.
Las culturas megalíticas del norte Europa desarrollaron un interés particular en este sentido. Hacia el 3.000 a.C. aquellos pueblos habían comenzado a adquirir formas sedentarias de vida, adoptando la agricultura y la ganadería, y dejando atrás una existencia nómade, dependiente de la cacería y la recolección. Ahora era posible emprender proyectos muchos más ambiciosos y de largo plazo que los dirigidos tan solo a acumular la comida necesaria para sobrevivir el invierno. Se podían labrar campos de cultivos permanentes que aseguraban el suministro de alimentos, y cavar canales de riego para hacerlos aun más productivos. Se podían construir viviendas más confortables donde habitar, y también murallas y fuertes para defenderse de los enemigos. Se podían establecer rutas de comercio, se podían fundar imperios.
Pero nos estamos adelantando un poco en la historia. Lo importante es que ahora los hombres y mujeres de aquella época no solo podían mirar al cielo y preguntarse acerca de las maravillas de la naturaleza. Ahora podían hacer algo al respecto. Por ejemplo, construir observatorios.
En una planicie en el suroeste de Inglaterra podemos encontrar uno de estos observatorios. Allí, enormes piedras, algunas de más de 50 toneladas de peso, han permanecido erguidas a lo largo de los siglos y los milenios, soportando las inclemencias de incontables inviernos, y viendo pasar ante ellos los orgullosos ejércitos de tantos reinos y conquistadores que han quedado en el pasado; desde las gloriosas legiones de Roma hasta los escuadrones de la Luftwaffe. Pero el tiempo tampoco ha pasado en vano para ellas; se les ve desgastadas y muchas están fuera de su posición original. Otras más, cuya existencia solo podemos adivinar, parecen haberse esfumado. Por supuesto, estamos hablando de Stonehenge.
La idea detrás del diseño de Stonehenge es simple. En un día soleado tome una vara de cualquier material y entíerrela verticalmente en el suelo. Observe la sombra proyectada, y en su extremo coloque una piedra para marcar la posición, y mirando su reloj tome nota de la hora exacta. Deje pasar más o menos un mes, y, de nuevo en un día soleado, vuelva al sitio a la misma hora que la vez anterior. Ponga una segunda piedra allí donde termina la sombra de la vara, que con seguridad ya no coincidirá con la posición del primer guijarro (a menos que usted haya elegido fechas cercanas a un solsticio. ¿Por que?).
Y así, repitiendo la experiencia en varias ocasiones usted puede construir su versión particular de Stonehenge, al menos en lo que se refiere a una de las principales funciones que cumplía; predecir la posición del Sol. Por supuesto, los antiguos no contaban con relojes muy precisos, debían conformarse con realizar sus observaciones solo en aquellos momentos del día que fueran particularmente distinguibles. Es decir, el amanecer y el atardecer.
De esta forma, Stonehenge se convirtió un lugar para dar cuenta del movimiento del Sol y otros astros (la Luna y quizás algunas estrellas) a lo largo de extensos periodos de tiempo. En efecto, los hombres de aquella época debieron comprobar con asombro como las sombras crepusculares de aquellas piedras que ellos mismos habían levantado se iban desplazando cada vez, primero alejándose y luego regresando para ocupar exactamente el mismo sitio luego de 365 días.
Particular importancia parecía tener el solsticio de verano, el día más largo del año. Durante los meses previos el punto en que el Sol toca el horizonte se ha ido desplazando hacia el norte, y en este día particular alcanza el final de su trayectoria. A partir de entonces dicho punto comenzará a retroceder hacia el sur, hasta el solsticio de invierno, cuando de nuevo se encaminará de regreso hacia el norte. Los constructores de Stonehenge habrían erguido dos piedras contiguas, de las cuales solo una sobrevive, de modo que para alguien ubicado exactamente en el centro del circulo al atardecer del día del solsticio, el Sol parecía meterse precisamente en el espacio entre ellas.
Pero los pueblos megalíticos no fueron los únicos dedicados a este tipo de observaciones. Numerosas culturas y civilizaciones construyeron observatorios semejantes. Algunos pronto alcanzarían de hecho niveles de sofisticación bastante superiores, debido a una invención de particular importancia. La escritura.
Se considera que los primeros en desarrollar un sistema de escritura fueron los sumerios de Mesopotamia hacia el 3.000 a.C. Probablemente en un principio se trató solo de dibujos necesarios para llevar inventarios y cuentas. Esto lo hacían sobre placas de arcilla, pues no contaban con ningún otro tipo de material para realizar escritura y luego almacenarla. La desventaja era que solo se pueden hacer trazos groseros. Cualquier intento de tallar dibujos elaborados generaba complicaciones insalvables. Por lo tanto aquellos pictogramas iniciales se convirtieron en símbolos abstractos, y que pronto dieron origen a un alfabeto silábico, probablemente debido a que las combinaciones posibles de lineas rectas son relativamente limitadas. A este sistema se le llama en la actualidad escritura cuneiforme.
Un sistema de escritura basado en unos pocos símbolos que representan sonidos específicos, en vez de innumerables ideogramas, tiene la ventaja de que puede ser fácilmente adaptado a otros idiomas. De esta forma, y gracias también al comercio y las guerras, la escritura cuneiforme se expandió por Asia menor. Muy pronto los hebreos, los fenicios, y finalmente los griegos, vendrían a desarrollar sistemas semejantes, sin duda a partir de legado sumerio.
Simultáneamente los egipcios elaboraron su propio sistema de símbolos que hoy reconocemos como sus famosos jeroglíficos, siempre presentes en sus tumbas y monumentos. Ocurre, sin embargo, que en las fértiles tierras ubicadas en el delta del Nilo crece un junco del cual podemos extraer alargados trozos de su blanda y fibrosa corteza interior y disponerlos sobre una superficie dura. Si colocamos una segunda capa de estos trozos, orientadas perpendicularmente a la primera, y hacemos presión sobre el conjunto durante el tiempo necesario para que se adhieran y se sequen, entonces tendremos una humilde hoja de papiro. Y el papiro, como sabemos, sirve tanto para escribir como para dibujar sobre él.
De modo que los egipcios no estaban limitados a unas pocas lineas sino que pudieron desarrollar un sistema de escritura que contenía miles de símbolos, la mayoría de ellos representando conceptos completos.
La complejidad de este sistema, sumado al hecho de que Egipto estaba relativamente aislado del resto del mundo a causa del desierto que le rodea, hizo que este no logrará expandirse hacia otras civilizaciones. Sin embargo esto no impidió que los egipcios dejaran un impresionante registro de sus mitologías, su historia y su ciencia inscrito en las paredes de piedra de sus impresionantes construcciones.
Como sea, la escritura permite no solo registrar palabras, sino que también números. Y entonces se pueden realizar cálculos más complejos que unas simples sumas y restas utilizando guijarros, semillas u otros objetos similares. Se podía, y se hizo, tal como descubrió en 1858 un abogado británico y egiptólogo aficionado llamado Alexander Henry Rhind.
A partir de las guerras napoleónicas se había generado en Europa un creciente interés por el Antiguo Egipto y durante el siglo XIX innumerables expediciones científicas y viajes particulares llegaron al país del Nilo en busca de sus secretos y tesoros. Estos últimos, por supuesto, eran debidamente embalados y enviados al Viejo Continente, algunos para ser mostrados en museos, otros en manos de coleccionistas privados. No pocos consideran que la palabra “saqueo” es la que mejor describe este proceso.
Sin embargo Rhind no había llegado a Egipto con tal propósito, sino que buscando un clima más benigno para su delicada salud. Claro que no paso mucho antes de que él también se sintiera atraído por los misterios de aquella civilización milenaria y comenzara a realizar sus propias excavaciones y a visitar los mercados de antigüedades en busca de reliquias que pudieran llamar su atención. Y fue precisamente visitando el mercado de Luxor que dio con un papiro particular, que luego vendría a ser conocido como el “Papiro de Rhind”.
Este documento data del siglo XVII a.C. y su autor es el escriba Ahmes. Se trata de una colección de más de ochenta problemas matemáticos, unos sobre operaciones básicas (adición, sustracción, multiplicación y división), pero otros sobre fracciones, cálculo de área y volúmenes, e incluso, resolución de ecuaciones lineales (ver recuadro).
Por su parte, en Mesopotamia, la hegemonía sumeria había dado paso a la de los acadios, y luego a la de la mítica Babilonia. Para entonces las matemáticas habían alcanzado el nivel en que ya era posible resolver ecuaciones cuadráticas y raíces. Estos conocimientos fueron desarrollados para su uso tanto en el comercio y en el cálculo de pesos y medidas, como en la construcción. Aplicaciones tecnológicas podría decirse.
Pero también fueron utilizados en la observación astronómica, y los babilónicos se destacaron en este sentido al estudiar el movimiento del Sol, la Luna y las cinco estrellas errantes (los planetas visibles desde la Tierra). Confeccionaron detallados registros que incluso les permitirían estimar la posición futura, y también pasada, de dichos astros.
Quizás fue en este momento que la seudociencia de la astrología hizo su aparición, pues no era una mala idea suponer que las estrellas, como todas las cosas, obedecían la voluntad de los dioses. En ellas podían estar codificados sus designios. Se trataba tan solo de encontrar la clave que les permitiera descifrarlos.
Así fue como los antiguos enfrentaron los que quizás sean los dos misterios más importantes que existen. Mitos y leyendas de carácter religioso intentaron contestar la cuestión de nuestro origen, mientras que astrólogos y adivinos buscaban en las estrellas nuestro destino. Pero un nuevo paradigma estaba surgiendo al otro lado del Mediterráneo y que intentaría disputar el dominio sobre estos asuntos y dar el siguiente gran paso en la búsqueda del conocimiento. La filosofía de los griegos.
360 Es un numero especial.Puede ser dividido por todos los números entre el 1 y el 12 (excepto los primos 7 y 11), entre otros, obteniendo siempre enteros.Por lo tanto es un número adecuado para realizar operaciones matemáticas con relativa facilidad. No es de sorprender entonces que civilizaciones antiguas, tales como los mayas, aztecas, egipcios y sumerios, hayan elegido este valor a la hora de establecer la duración del año.De hecho era un número más que apropiado si se pretendía imaginar cierta armonía y perfección en la labor de las divinidades creadoras.Actualmente este valor se sigue usando para calcular ángulos y una idea similar esta detrás del hecho de que el día este dividido en 24 horas de 60 minutos, de 60 segundos cada uno. volver |
El Problema 24 del Papiro Rhind quizás sea uno de los más conocidos, y también uno de los más simples. Señala textualmente (pero traducido al español):“Una cantidad y su 1/7 sumadas juntas llegan a ser 19. ¿Cual es la cantidad?”En notación matemática moderna se nos pide resolver la ecuación: X+ (1/7)X = 19 La solución ofrecida por Ahmed es un poco engorrosa, aunque adecuada para los procedimientos matemáticos usados por los egipcios. En ella se hace un uso extensivo de fracciones, incluyendo suma y resta de ellas. volver |