1899 (continuación)

NADIE PARECE recordar cuando esta ciudad se llamaba Concepción y ocupaba un par de hectáreas poco más al norte de la desembocadura del Biobío, sobre el Océano Pacífico. Un pueblo chico, cubierto de hollines y fetidez de harina de pescado que desapareció completamente a fines de 1877, cuando pocos kilómetros más al sur, uno de los yacimientos carboníferos del golfo de Arauco voló por los aires cambiando la geografía de la zona para siempre. También nuestra historia reciente. Murió mucha gente, es verdad, pero fue el precio que pagamos por saltarnos cien años de avances. Aquel estallido nos hizo descubrir la verde y radiante riqueza que se extendía bajo los yacimientos de carbón, la perenne energía de la metahulla. Tres décadas después, todo fue distinto a como debería haber sido. Concepción dejó de ser Concepción y bajo su nueva identidad, Nueva Arauco, ha pasado los últimos diez años rivalizando con Santiago por conducir los destinos de este país. Y no son pocos los que han augurado la victoria en las calles de la llamada capital de la metahulla, mal que mal mientras el viejo Santiago se ahoga en cinturones de pobreza, esta urbe no hace más que relucir día a día su magnificencia al mundo entero.
Mientras el elevador ascendía por un costado del edificio del gobierno provincial, aproveché la cubierta transparente para contemplar el movimiento de los puertos. Buques gigantes, con cientos de cubos metahullanos sobre cubierta, hacían fila ante los brazos y tuberías de las refinerías de la bahía de San Vicente. Más cerca, el cielo se sentía copado de aeronaves ruidosas mientras pocas cuadras al sur la cúpula cromada de la estación central reflejaba el sol de media tarde, dominando gran parte de la escena. Las líneas brillantes del aerocarril hacia el norte, centro y sur del país atravesaban torres y edificios, como extensiones de un organismo viviente. Un expreso de cuatro vagones se acercó al domo, zumbando como una serpiente colgante, meciéndose de los puentes hasta perderse en la pulposa entrada de la terminal. Vi trenes entrar y salir, mientras recordaba los fierros retorcidos y humeantes del atentado de ayer.
En el nivel cincuenta se emplazaban las oficinas de la policía metropolitana. Saludé a las secretarias y sin entretenerme mucho caminé directo al privado del comisionado Rebolledo, un amplio despacho en el ala sur del piso. La oficina tenía una pared entera conformada por un ventanal y su vista era imposible. Adoro los panorámicos, me hacen sentir libre, me distraen de la realidad.
Ayer en la tarde le envié a Rebolledo un telelocal con el detalle de las conclusiones de mi investigación. Hoy temprano me devolvió el mensaje. Escribió que quería hablar conmigo, que regresara lo antes posible a la ciudad.
-Asiento Uribe-, me dijo apenas ingresó a su privado.
Le agradecí con un movimiento de cabeza.
-¿Recibió el informé?
-Después discutiremos sobre eso. ¿Café?
-Por favor.
-Sin rodeos, inspector-, continuó mientras me servía una taza humeante de café colombiano. Su hermano lo exportaba desde hacía ya varios años. -¿Usted estuvo en el bombardeo a Lima, cierto?
-Cierto.
Detesto cuando preguntan lo que saben.
-Entonces conoce al almirante Prat.
-Tenía entendido que se retiró hace dos años.
-¿Lo conoce?
-Era el capitán del monitor Santiago, cuando bombardeamos la capital peruana. Yo era uno de sus subalternos.
-¿Qué clase de relación mantuvo con él?
-¿Tiene esto que ver con los atentados?
-Por favor, conteste.
Rebolledo le dio un sorbo ruidoso a su café, con la mirada insistió en la pregunta. A un lado de la mesa habían instalado un modelo a escala de una de las aeronaves de la policía. Reconocí el número de la unidad: la 02. Los muchachos la apodan “el choclo” por razones obvias. He volado un par de veces en ella, no trabajo en la división de vuelo nocturno, pero conozco a algunos pilotos y ellos saben que amo las alturas. A veces me invitan
-Mi relación con Prat-, repetí. –Nada muy directa, comisario. Yo no era de sus más cercanos, no venía de su tripulación anterior. Además mi misión era ser enlace de inteligencia, nunca cruzamos más que un par de palabras. ¿Por qué me lo pregunta?
-El pidió hablar con usted, inspector
-¿Prat?
-Si, Prat. Cuando supo que formaba parte de la unidad que investiga los atentados, pidió hablar personalmente con usted.
-Aun no entiendo, pensé que discutiríamos sobre mi informe.
-No creo que haya mucho que discutir. Con su perdón, inspector, pero ambos sabemos que su informe no pasa de ser un trámite burocrático. Mire, el almirante Prat dice tener una pista acerca de lo que en verdad está sucediendo y quiere hablar con usted. Es un héroe de guerra, una vaca sagrada para los políticos. Yo también tengo jefes y ellos quieren que lo escuchemos… No tengo que recordarle que tenemos la soga en el cuello con lo de las bombas. Hay gente allá arriba que duda de nuestra labor policial. De la mía, la suya y la de sus compañeros.
-Comisionado, usted sabe lo que dicen de Prat.
-Que está loco… Quien sabe, quizás nosotros también lo estemos. A propósito, ayer hablé con nuestro psiquiatra, me contó lo de sus pesadillas. ¿Sigue durmiendo mal?
Fue un buen golpe.
-No señor-, le mentí, -ya estoy más tranquilo.
-Me alegro. Mire inspector Uribe, pase lo que pase, el viejo Prat pesa y pesa harto. No me pregunte más, sólo agarre sus y tome un aerocarril a Santiago. Prat va a estar esperándolo en su residencia particular.
-¿Tiene la dirección?
-Pidió que apenas llegara a Santiago le enviara un telelocal.
-¿Tiene entonces el código?
El viejo hizo una larga pausa. No me había dicho todo.
-Se lo entregué a su compañera.
-¿Qué compañera?
Williams Rebolledo bajó la mirada. No necesitaba nada más.
-Usted sabe que no trabajo con números.
-Ginebra es una buena policía.
-Buena policía, ni siquiera es humana.
-Prat pidió que lo acompañara un número femenino. Hizo especial hincapié en ello.
-¿Qué está sucediendo, señor?
El jefe de la policía metropolitana levantó sus hombros.
-Lo entiendo Uribe. A mi tampoco me gustaban los números, pero aprendí a aceptarlos. Ya hablé con ella, tiene los datos del código de Prat y su pasaje. Me dijo que le avisara que hoy en la noche se encontraban en la estación.
Miré la hora. Las cinco de la tarde. Ya era de noche.

la guerra del Tango

Se le llama Guerra del Tango al conflicto bélico entre Chile y Argentina a raíz de los supuestos documentos que probaban la identidad definitiva de Carlos Gardel. En el tribunal supremo de La haya, parlamentarios chilenos notificaron que Carlos Gardel, el Zorzal criollo, máximo ídolo del tango, no era francés, ni menos argentino. Habría nacido en la Calera, de padres chilenos. A los dos años de edad, viaja con sus padres a Buenos Aires, donde a la larga se convertiría en el famoso cantante de Margot y Mano a mano. Argentina se opuso con vehemencia en contra de lo que se llamó “La mayor afrenta que sufre el país desde la inhabilitación de Maradona”. Ante la decidida postura chilena, Argentina cortó todo tipo de relaciones con su vecino, incluido el suministro de gas natural, lo que se percibió en Chile como una reacción desproporcionada. Bolivia, por otro lado, se convirtió durante un tiempo en foco de la atención al reclamar como autóctono el Charango, instrumento que los chilenos suponían suyo. “Los chilenos creen que todo es de ellos” acusó Evo Morales en una visita a Argentina, donde se fotografió tomando mote con huesillos, y repartiendo las pruebas de que el brebaje era de probado origen incaico.

La Guerra del Tango duró tres días. Chile hizo operativo su satélite asesino, Fasat-alfa (rebautizado Garufa), una vez antes de que se saliera de órbita y cayera sobre Río de Janeiro. Argentina bombardeó Santiago con misiles disparados desde silos secretos ubicados en la pampa. Ante la eventual escalada de violencia en la región, la ONU medió entre los países beligerantes. Después de una agotadora sesión, se declaró que a partir de ese momento Carlos Gardel, inmortal entre los inmortales, era de nacionalidad Uruguaya.

Hasta la fecha, el bloqueo económico que Chile y Argentina mantienen en contra de la pequeña república oriental permanece inalterable.

Feng Yu-hsiang, el Condottiero orienta (III y final)

El general Feng recibió a la delegación en su palacio de San Pedro de Atacama, que repetía la decoración de la ciudad prohibida. Exigió la entrega de Cuzco, ya que sus chamanes aymaras habían predicho que en aquel lugar se convertiría en Emperador de América. Los delegados se atrevieron a rechazar la petición, por lo cual fueron indulgentemente echados ciegos y desnudos al desierto, donde dos días después fueron encontrados casi muertos por un grupo de caballería chilena. Esto permitió que Santiago conociera los detalles del pacto que buscaba el eje, información que no supo ser utilizada por Santa María, que se limitó a crear la Dirección de Información Nacional, departamento civil que décadas después acabaría siendo absorbido por el ejército.

Los textos de historia del Perú repiten con insistencia que los chilenos gastaron hasta la última moneda en convencer a Feng que tomara Cochabamba, que la incendiara y pasara a cuchillo a la población. Una pirámide de cabezas cortadas y banderas de piel humana fueron el inicio del reino andino del General, que contaba con una numerosa corte de brujos y chamanes indígenas. Un extraño misticismo se apoderó de Feng. En su primer edicto, leemos con estupor la orden de desenterrar los cadáveres de los cementerios y arrojarlos sobre las ciudades, para extender la plaga y la enfermedad, justo castigo que iniciaría la limpieza de América, que pertenecía por derecho natural al hombre asiático y a sus descendientes, los indígenas.

Feng inundó literalmente el altiplano con copias de sus manifiestos, sus memorias y sus comentarios, dictados a un enorme grupo de amanuenses que tenía su propio tren, que siempre seguía al del general. En 1884, cuando el eje ya había logrado invadir Chile, Cochabamba era una ciudad muerta, ocupada solo por militares. La hambruna de ese invierno diezmó lo que quedaba de la ciudad, lo que Feng interpretó como señal de sus dioses ancestrales, ídolos de piedra que le hablaban desde las estepas de China. Hacia 1885 Las enfermedades habían prácticamente acabado con sus leales, lo que lo obligó a una leva forzosa que reunió a unos tres mil hombres, mujeres y niños de todos los rincones del altiplano, que debían partir a la conquista de Cuzco. Sin carbón ni agua, y sin animales, la marcha se hizo a pie. Cochabamba quedó vacía.

El ejército del general Feng nunca llegó a Cuzco: Su columna de espectros desapareció en algún punto de su ruta. Los soldados que protegían la ciudad esperaron en vano.

Numerosos osarios jalonan lo que ahora se conoce como el Camino de Feng, miles de kilómetros de desolado paisaje evitado a toda costa por los supersticiosos habitantes del altiplano. Los restos de sus trenes blindados aún pueden verse, como caparazones oxidados semienterrados en el desierto. Nada quedó de sus edictos ni de sus libros. El gobierno Peruano quemó y arrasó Cochabamba, con sus imprentas y sus toneladas de memorias sagradas todavía sin encuadernar, con la orden de borrar la memoria de Feng.

Un mestizo interrogado en el Callao aseguró que el ejército de Feng era una turba que empezó a desertar nada mas salir de Cochabamba. El general fue muerto y comido por oficiales de su guardia personal, a muchos días de camino de Cuzco.

Fuente: Historia didáctica de La Guerra del Pacífico, Walterio Millar.

1899

EL RUMOR SURGIÓ junto al primer atentado. Que se trataba de peruanos, supervivientes de la guerra, huérfanos de la misma, deseosos de vengar lo que le hicimos a su país.
Marzo, 1899.
Peruanos vengativos, que me perdonen, pero la sóla idea me causa risa. En persona contemplé el horror en el rostro de nuestros derrotados vecinos, sentí el miedo que cualquier idea relacionada con Chile les causa y estoy más que seguro que pasará bastante tiempo antes de que un peruano (o un boliviano o cualquier ciudadano de otro país latinoamericano) se atreva a poner un pie dentro de nuestras fronteras. Todos saben lo que somos capaces de hacer. Yo estuve cuando lo demostramos. Segundo miércoles de noviembre de 1880, el día que nos ordenaron parar la guerra. Estaba a bordo del Santiago, sobrevolando la costa peruana, deslizándonos entre las nubes mañaneras hacia los cielos de la bella Lima. Prat nos llevó más arriba que ningún otro monitor aéreo, fuera del alcance de cualquier batería, lejos de toda posible onda de choque. Los libros de historia saben lo que llevábamos a bordo. El Santiago volaba prácticamente desarmado, alivianado su peso para portar un cilindro metálico de cinco metros de largo y tonelada y media de metahulla líquida con detonador de altura. A las nueve y treinta de la mañana, entre humos de cañones lo soltamos. La bomba se desplomó veloz sobre el centro de la ciudad, hasta que cincuenta metros antes de golpear el suelo detonó…
Lo primero fueron dos soles a media mañana. Lo último, una columna de humo en forma de hongo que se elevó hasta lo más alto de nuestro campo de visión. Lima desapareció para siempre.
-Usted no puede pasar-, me cerró el paso un sujeto uniformado, encargado de la cerca que sus colegas improvisaron alrededor del área del río Traiguén, donde anoche desplomaron el aerocarril.
-Inspector Uribe, de la metropolitana de Nueva Arauco-, le respondí mientras le mostraba mi identificación.
-Disculpe señor, adelante. ¿Necesita que lo acompañe?
-Por favor.
Tras mío, la manga de curiosos seguían culpando a los peruanos. Seguí al uniformado hasta la parte más elevada de la colina, cercana a la ciudad de Victoria, desde donde se apreciaba la cabalidad del desastre. Ambas vías del aerocarril, sobre el puente del río Traiguén, habían sido voladas en pedazos. Los carros del convoy de media noche todavía humeaban junto a la ribera. No necesitaba preguntar por el número de heridos y muertos, el insomnio me dio tiempo para memorizar las cifras.
Era el séptimo atentado en lo que iba del mes. Primero la torre más alta de la refinería de Lebu, luego las oficinas de Metaoil en Santiago, una aeronave civil de la Línea Nacional, uno de los vapores de la Compañía, el prototipo de transporte individual de Carlos Dupont, el laboratorio de tecnología médica de la Universidad de Chile y ahora un tramo de la vía sur del aerocarril. Dos cosas en común, todos instancias claves de la revolución industrial metahullana, todas causadas por explosiones del mismo mineral. Nada de bombas ni artilugios, simplemente metahulla en su estado más puro hecha estallar. Quien fuera que estuviese detrás sabía lo que estaba haciendo.
Y no eran peruanos.
-Inspector Uribe-, me saludó un oficial, que de inmediato se identificó como capitán Bonilla-, nos avisaron que venía.
-¿Alguna novedad?
-Ninguna. Fue igual que en los otros casos. Estos desgraciados son expertos. Detonaron las vías justo cuando el expreso estaba a punto de llegar a la estación. Hijos de puta. ¿Supo que murieron niños?
-Lo supe.
-¿Cree que son peruanos?
-No lo sé capitán, no lo sé.
-Tropa de mal nacidos. ¿Se siente bien, inspector?
-Por qué me lo pregunta.
Aerocarriles del Estado podía leerse en los abollados metales del tren.
-Por su cara-, siguió Bonilla. –Con perdón, pero es como si usted hubiese estado en el aerocarril.
-No es nada, sólo dormí mal.
-Lo imagino, con la noche que tuvimos.
No puede imaginarlo. Nadie puede. Desde la guerra todas mis noches son iguales. Pesadillas y sueños, unos detrás de otros, caras de hombres, mujeres y niños que nunca he conocido. Todas no hacen más que recordarme que yo estuve allí, que yo vi cuando Prat soltó la bomba.
-¿Capitán Bonilla?-, pregunté.
-Mandé.
-Alguno de sus hombres podrá ayudarme con lo del informe.
-No faltaba más.
-Se lo agradezco.
Un tal Contreras me acompañó toda la tarde.

NADIE PARECE recordar cuando esta ciudad se llamaba Concepción y ocupaba un par de hectáreas poco más al norte de la desembocadura del Biobío, sobre el Océano Pacífico. Un pueblo chico, cubierto de hollines y fetidez de harina de pescado que desapareció completamente a fines de 1877, cuando pocos kilómetros más al sur, uno de los yacimientos carboníferos del golfo de Arauco voló por los aires cambiando la geografía de la zona para siempre. También nuestra historia reciente. Murió mucha gente, es verdad, pero fue el precio que pagamos por saltarnos cien años de avances. Aquel estallido nos hizo descubrir la verde y radiante riqueza que se extendía bajo los yacimientos de carbón, la perenne energía de la metahulla. Tres décadas después, todo fue distinto a como debería haber sido. Concepción dejó de ser Concepción y bajo su nueva identidad, Nueva Arauco, ha pasado los últimos diez años rivalizando con Santiago por conducir los destinos de este país. Y no son pocos los que han augurado la victoria en las calles de la llamada capital de la metahulla, mal que mal mientras el viejo Santiago se ahoga en cinturones de pobreza, esta urbe no hace más que relucir día a día su magnificencia al mundo entero.
Mientras el elevador ascendía por un costado del edificio del gobierno provincial, aproveché la cubierta transparente para contemplar el movimiento de los puertos. Buques gigantes, con cientos de cubos metahullanos sobre cubierta, hacían fila ante los brazos y tuberías de las refinerías de la bahía de San Vicente. Más cerca, el cielo se sentía copado de aeronaves ruidosas mientras pocas cuadras al sur la cúpula cromada de la estación central reflejaba el sol de media tarde, dominando gran parte de la escena. Las líneas brillantes del aerocarril hacia el norte, centro y sur del país atravesaban torres y edificios, como extensiones de un organismo viviente. Un expreso de cuatro vagones se acercó al domo, zumbando como una serpiente colgante, meciéndose de los puentes hasta perderse en la pulposa entrada de la terminal. Vi trenes entrar y salir, mientras recordaba los fierros retorcidos y humeantes del atentado de ayer.
En el nivel cincuenta se emplazaban las oficinas de la policía metropolitana. Saludé a las secretarias y sin entretenerme mucho caminé directo al privado del comisionado Rebolledo, un amplio despacho en el ala sur del piso. La oficina tenía una pared entera conformada por un ventanal y su vista era imposible. Adoro los panorámicos, me hacen sentir libre, me distraen de la realidad.
Ayer en la tarde le envié a Rebolledo un telelocal con el detalle de las conclusiones de mi investigación. Hoy temprano me devolvió el mensaje. Escribió que quería hablar conmigo, que regresara lo antes posible a la ciudad.
-Asiento Uribe-, me dijo apenas ingresó a su privado.
Le agradecí con un movimiento de cabeza.
-¿Recibió el informé?
-Después discutiremos sobre eso. ¿Café?
-Por favor.
-Sin rodeos, inspector-, continuó mientras me servía una taza humeante de café colombiano. Su hermano lo exportaba desde hacía ya varios años. -¿Usted estuvo en el bombardeo a Lima, cierto?
-Cierto.
Detesto cuando preguntan lo que saben.
-Entonces conoce al almirante Prat.
-Tenía entendido que se retiró hace dos años.
-¿Lo conoce?
-Era el capitán del monitor Santiago, cuando bombardeamos la capital peruana. Yo era uno de sus subalternos.
-¿Qué clase de relación mantuvo con él?
-¿Tiene esto que ver con los atentados?
-Por favor, conteste.
Rebolledo le dio un sorbo ruidoso a su café, con la mirada insistió en la pregunta. A un lado de la mesa habían instalado un modelo a escala de una de las aeronaves de la policía. Reconocí el número de la unidad: la 02. Los muchachos la apodan “el choclo” por razones obvias. He volado un par de veces en ella, no trabajo en la división de vuelo nocturno, pero conozco a algunos pilotos y ellos saben que amo las alturas. A veces me invitan
-Mi relación con Prat-, repetí. –Nada muy directa, comisario. Yo no era de sus más cercanos, no venía de su tripulación anterior. Además mi misión era ser enlace de inteligencia, nunca cruzamos más que un par de palabras. ¿Por qué me lo pregunta?
-El pidió hablar con usted, inspector
-¿Prat?
-Si, Prat. Cuando supo que formaba parte de la unidad que investiga los atentados, pidió hablar personalmente con usted.
-Aun no entiendo, pensé que discutiríamos sobre mi informe.
-No creo que haya mucho que discutir. Con su perdón, inspector, pero ambos sabemos que su informe no pasa de ser un trámite burocrático. Mire, el almirante Prat dice tener una pista acerca de lo que en verdad está sucediendo y quiere hablar con usted. Es un héroe de guerra, una vaca sagrada para los políticos. Yo también tengo jefes y ellos quieren que lo escuchemos… No tengo que recordarle que tenemos la soga en el cuello con lo de las bombas. Hay gente allá arriba que duda de nuestra labor policial. De la mía, la suya y la de sus compañeros.
-Comisionado, usted sabe lo que dicen de Prat.
-Que está loco… Quien sabe, quizás nosotros también lo estemos. A propósito, ayer hablé con nuestro psiquiatra, me contó lo de sus pesadillas. ¿Sigue durmiendo mal?
Fue un buen golpe.
-No señor-, le mentí, -ya estoy más tranquilo.
-Me alegro. Mire inspector Uribe, pase lo que pase, el viejo Prat pesa y pesa harto. No me pregunte más, sólo agarre sus y tome un aerocarril a Santiago. Prat va a estar esperándolo en su residencia particular.
-¿Tiene la dirección?
-Pidió que apenas llegara a Santiago le enviara un telelocal.
-¿Tiene entonces el código?
El viejo hizo una larga pausa. No me había dicho todo.
-Se lo entregué a su compañera.
-¿Qué compañera?
Williams Rebolledo bajó la mirada. No necesitaba nada más.
-Usted sabe que no trabajo con números.
-Ginebra es una buena policía.
-Buena policía, ni siquiera es humana.
-Prat pidió que lo acompañara un número femenino. Hizo especial hincapié en ello.
-¿Qué está sucediendo, señor?
El jefe de la policía metropolitana levantó sus hombros.
-Lo entiendo Uribe. A mi tampoco me gustaban los números, pero aprendí a aceptarlos. Ya hablé con ella, tiene los datos del código de Prat y su pasaje. Me dijo que le avisara que hoy en la noche se encontraban en la estación.
Miré la hora. Las cinco de la tarde. Ya era de noche.

ABRIL 04, 2011

Tres meses después del inicio de las hostilidades con Venezuela…

Los ecos de radar solían despertar a los controladores de la base Los Cóndores de Iquique, la mayoría de las veces falsas alarmas: pájaros, vuelos comerciales y una que otra aparición furtiva de unidades adversarias. Nada muy amenazante o muy inusual. Hasta esa mañana.
La sombra era grande, se movía rápido y su silueta fue fácil de reconocer por los operarios del radar. Un Flanker acababa de entrar al espacio aéreo chileno y eso no tenía nada de gracioso. Treinta minutos después, el capitán Martín Cáceres, alias Aucán, tiró hacia atrás la palanca de control de su nave y la tobera del F-16 Puma, rugió impulsando al caza a casi mil kilómetros por hora, en línea recta hacia el supuesto enemigo. Castro, AKA Manque, su compañero de ala, revisó por última vez los sistemas de su máquina y acelero tras el primer F-16. Cinco años de servicio en la FACH y a minutos de ser probados en combate. Dos F-16 Block-50 Puma, versiones de última generación del Fighting Falcón de Lockheed-Martin, prontos a tener su bautismo de fuego en un cuerpo a cuerpo con el orgullo de la aviación venezolana, el SU-30 Flanker de Sukhoi.

Aucán y Manque conocían las fortalezas de sus adversario, sabían que muchas de ellas superaban las prestaciones de sus naves, pero no era menor que habían aprendido a maniobrar el F-16 como pocos. Y como pocos, tenían la certeza que el Puma, a pesar de su menor tamaño, podía ser muy duro para los puñetazos.

El primer Flanker se dejo caer desde el sol y como un rayo de dos colas pasó entre los dos Pumas. “Aucán” giro hacia la nave venezolana y empezó la persecución. El cazabombardero de fabricación rusa ascendió un poco y aceleró sus motores. El primer F-16 se ubicó entre las estelas del SU-30 mientras su piloto, Aucán, desplegó en el HUD de la cabina toda la información del adversario. Apuntó a los motores del otro avión con uno de los dos AIM-9 Sidewinder que asomaban de los rieles ubicados en el borde exterior de las alas. Si las hostilidades se calentaban, un misil de corto alcance sería suficiente. Más arriba, Manque subió su nave y se emplazó encima del Flanker, iniciando las maniobras de disuasión. Aucán pensó que el piloto venezolano confiaba demasiado en las prestaciones de su nave y en el actual escenario, no era saludable confiar demasiado en las máquinas. Abrió comunicación con el SU-30 y le advirtió que estaba en espacio aéreo chileno y que de no abandonar el área de inmediato se verían obligados a abrir fuego. Aunque sabía perfectamente que estaba marcado, el Flanker ni siquiera intentó virar. Aucán activo el cañón M61 de seis tubos, montado al lado izquierdo del fuselaje y se preparó a dar un disparó de advertencia. Pero la alarma de misil interrumpió cualquier acción. La estela de un aire-aire R-27 cruzó el cielo y se dirigió al F-16 de Manqué. A pesar de lo repentino, éste alcanzó a virar y a activar las contramedidas. Había otro Flanker en el área.

Quizás los cazas venezolanos estaban mejor armados y eran más maniobrables que los F-16, pero la aviónica y electrónica del avión de fabricación norteamericana era al menos una década años superior a la rusa. Aucán liberó el seguro del cañón y abrió fuego contra una de las colas verticales del Flanker. Sin embargo la agilidad de la nave venezolana superó a los disparos. Antes de que una bala tocara su superficie, el Flanker apuntó hacia abajo sus toberas orientables y frenó en seco, haciendo que el F-16 pasara de largo, adelantándose para así ponerlo al alcance de sus armas. Aucán maldijo el estar a merced de su adversario y activó de inmediato las contramedidas electrónicas para matar los dispositivos de puntería del Flanker. Supuso que la idea había resultado, porque a pesar de estar pegado a su cola, el SU-30 no fue capaz de marcarlo.

Más arriba, el segundo SU-30 se dejó caer sobre el F-16 de Manque, liberando una ráfaga de proyectiles de 30mm a través del cañón GSh-30-1. El piloto del caza chileno, aceleró para evitar ser tocado, pero no consiguió evadir dos tiros que golpearon contra uno de los estabilizadores horizontales de la cola. Levantó la nariz del Puma y dio un giro en 360º para situarse justo detrás del avión venezolano. Pero las toberas vectoriales del Flanker nuevamente jugaron en contra del F-16, evitando que el caza chileno tomara la delantera. Aucán vio que su compañero estaba en problemas y aceleró para cortar el ataque del segundo Flanker. Apunto uno de sus Sidewinder y disparó, el misil aire aire trazó una curva precisa hacia uno de los motores del SU-30. La nave venezolana ascendió en línea recta, luego comenzó a girar y disparó una salva de dispensadores chaff, los que desviaron al proyectil guiado por calor. Adivinado la movida del Flanker, Aucan aceleró el F-16 y disparó el cañón de su nave contra una de las toberas del SU-30 haciéndola estallar. Cincuenta proyectiles de 20 mm volaron cada centímetro del escape del jet y convirtieron el chorro de la nave en una negra columna de humo y llamas. El avión se sacudió un poco, pero el piloto consiguió remontar apagando el motor dañado, sosteniendo todas las prestaciones de la máquina en su otra turbina. Subió un poco su techo de vuelo y huyó lo más rápido que pudo del lugar.

Aucán buscó a su compañero de ala, pero Manke ya estaba fuera de su rango visual en un vertiginoso cuerpo a cuerpo con el otro SU-30. Usó el radar AN/APG-68 para ubicar a los aviones y cuando los tuvo localizados, encendió el postquemador para interceptar el duelo. El Flanker vio venir el segundo F-16 y acudió a la maniobra cobra para frenar en seco y dejar pasar a sus dos adversarios, poniéndose él en ventaja de tiro. Pero Aucán se apresuró a la maniobra y ascendió su nave por encima del SU-30. Quizás el F-16 no poseía el rango de agilidad aviónica de su contrincante, pero la electrónica superior le permitió prever la opción de guerra del venezolano. Rodeado por dos F-16 y con su compañero fuera de combate, el Flanker no tuvo más remedio que adelantarse a los cazas chilenos, encender sus postquemadores gemelos y acelerar al máximo para salir rápido de ahí. Mach 2.3, casi 2.500 kilómetros por hora era una ventaja de velocidad bastante superior al Mach 2.0 del F-16. Antes de que Aucán y Manke reaccionaran el Flanker estaba lejos de contacto visual, intentar perseguirlo habría resultado inútil.

Feng Yu-hsiang, el Condottiero oriental (II)

Los chinos instalaron en el tren nuevas piezas de artillería, traídas de la fortaleza de Chuquisaca, entre ellas cañones Parrot estriados. Los vagones destinados al uso de Feng fueron equipados con todos los adelantos técnicos, llegándose incluso a superar el lujo en el que viajaba Daza. La fortaleza móvil de la ahora llamada División Salvaje del general Feng, aprovechó la red ferroviaria proyectada por Domeyko, que cubría todo el altiplano, pudiendo llegar en cosa de días incluso hasta Lima, La paz o el Cuzco.

Feng atacaba sin discriminar bando ni nacionalidad: arrasó al ejército chileno al mando de Eleuterio Ramírez en el combate de Tarapacá y acabó con todas las oficinas de prospección minera, alemanas e inglesas del desierto.

Feng estaba especialmente orgulloso del globo dirigible que portaba el tren en un vagón de carga especial, con techo corredizo que le permitía despegar. Provisto de binoculares, los observadores aéreos podían anticiparse a los movimientos del enemigo.

Mientras intentaba acercarse al poblado de Calama, fue atacado por un grupo de aeroplanos Voisin, liderados por José Sánchez Besa. La Gatling del dirigible causó estragos en la escuadrilla chilena. Besa, herido de muerte, intentó colisionar contra el aparato enemigo, pero su avión estalló antes.

Los repetidos fracasos ante los ejércitos del eje y ante Feng, provocaron la caída de Sotomayor, un grave error según Benavides Santos, opinión que comparte toda la historiografía oficial. Santa María ocupó los puestos de presidente y ministro de guerra, en una elección de emergencia. Santa María-“Endeble cerebral, espíritu melodramático mas propio de una opereta que de un drama político”, según la descripción de Encina-se enfrentó a un creciente clima de anarquía política.

El desierto de Atacama estaba ahora controlado por Feng. Equipó una flota de trenes blindados siempre en movimiento, protegidos por dirigibles artillados y algunos aeroplanos. El uso del terror aumentaba la efectividad de su ejército, que ganaba desertores de todos los bandos en lucha. Hacia fines de 1882 los gobiernos del eje, que ya habían decidido invadir Chile, enviaron una comisión a parlamentar con el general.

Imagen:El tren del general Feng , apunte de Sommerscales, museo de bellas artes, santiago.

Samurai

No es tan cierto aquello de que al guerrero lo hace su concentración y el dominio que pueda llegar a tener sobre sus propias emociones. Aunque sí hay una gran cuota de la más hermosa sabiduría tras aquel criterio, lo más relevante es su dominio de la katana, y, bajo este parámetro, aquél se trataba del mejor de los guerreros que jamás haya pisado la tierra de Chile −sin que esto desmereciera, en caso alguno, su respeto constante hacia los dogmas del bushido−, y es que la docilidad de sus movimientos con el arma era tan grandiosa que se dudaba si era la espada la prolongación del brazo furioso del guerrero, o si éste no era más que una ilusión creada por la colosal katana. Desde su incorporación al Ejército Samurai de la República de Chile en 1811, había desarrollado una carrera sorprendente que lo había posicionado en pocos años a la cabeza como shogun del ejército, habiendo llevado a cabo ciento seis decapitaciones, todas ellas con sólo un movimiento de su brazo. Pero todo sería en vano ante el nuevo imperio y su dictamen de abolición del Ejército Samurai.
Manuel Rodríguez, el Guerrero, abandonó su uniforme y cumplió un par de años de destierro en Mendoza ­–tierra cercana y distante en donde redimió el calvario del desastre de Rancagua que casi le costó la vida, su ideal y el honor, además de valerle el rostro, el cual fue deformado por el fuego, obligándole a usar una máscara de fibra blanca por el resto de sus días–, lugar que le permitió desarrollarse bajo el riguroso entrenamiento del maestro samurai José de San Martín, quien se encontraba junto a su propio ejército de samuráis clandestinos. El anhelo de conseguir la independencia de su Nación, ocupada por tropas del Imperio de España, no dejó de circular en ningún momento por su cabeza. Manuel Rodríguez sueña libertad y venganza y así lo supo su maestro al momento de sentarse, con las piernas cruzadas, a su lado, mientras el Guerrero mordía una manzana.
–Ha llegado el momento ­­–dijo–. Hoy acaba tu entrenamiento y comienza tu misión. Apenas la luna se deje observar en lo alto del cielo, partirás de regreso a Chile. Allí nos comunicarás el número de tropas españolas y el grosor de sus armas, difundirás el desconcierto entre las tropas imperiales y fomentarás el espíritu de la independencia entre las gentes de noble corazón.
Al despedirse, el maestro San Martín entregó al Guerrero el último de los peldaños de su entrenamiento: la pócima roja, la cual había aprendido a utilizar a la perfección, cada dosis, cada efecto. Éste la recibió, juntó sus manos y se inclinó a modo de despedida. Así, emprendió el largo camino de regreso a su Nación.
En una ocasión –ya establecido en Chile y llevando a cabo su misión– Manuel Rodríguez, el Guerrero, cruzaba los campos montado a su equino por el camino Los Rastrojos, junto a José Eulogio Celis –un samurai chileno que se unió a su camino y creyó en Manuel Rodriguez como en un canto divino–, cuando fueron puestos en alerta de la cercanía de Los Talaveras ­–el más nefasto de los clanes al servicio del Imperio–. Veloz como solía ser, el Guerrero pidió a su aliado Celis que bebiera una dosis de la pócima que éste le ofrecía –la sagrada pócima roja–, y aunque al principio parecía como si sólo hubiese bebido orinas y sangre, en un par de segundos su cuerpo empezó a mutar en el de una mujer. Más desconcertado que atento, José Eulogio Celis enfrentó por su cuenta a Los Talavaras quienes, al ver sus delicadas formas, quisieron abusar de la supuesta mujer. Celis, desconociendo las nuevas dimensiones de su cuerpo, no logró conectar ningún movimiento marcial, equivocó sus patadas, falló en la altura de sus saltos y piruetas voladoras y terminó perdiendo su katana entre las risas de Los Talaveras. Manuel Rodríguez, quien había planeado todo para distracción de los imperialistas, escondido tras unos arbustos, bebió, ahora él, apenas un breve sorbo de la pócima que alguna vez le entregó su maestro y, en apenas el tiempo que toma parpadear, salió de su escondite convertido en un ágil cóndor que cayó desde lo alto en picada sobre los rostros de los realistas. Arrancó algunos ojos, a otros les picoteó la cara a tal punto que era posible ver sus osamentas. Sólo dos talaveras quedaron libres de su sangriento ataque y se disponían a escapar cuando Manuel Rodríguez, ahora convertido en un gigante de fuego los abrasó mediante sendos golpes con sus dos brazos en llamas, desde el cielo hasta tocar la tierra, dejándolos convertidos en cenizas de forma instantánea. Así los gritos ensordecedores de los Talaveras –con sus rostros deformes y a los que el Guerrero, ya vuelto a su forma original, recortó delicadamente los huesos, atravesando sus entrañas, como el final de una obra maestra, con su katana–­ dieron inicio, como una de las más horrorosas e insignes marchas militares, al camino a la independencia que el Guerrero y sus nuevas tropas recorrerían en la nación.
Es así como parte la leyenda de Manuel Rodríguez, el samurai de las mil caras.

Requiem

Neo Chile, es tu cielo poluto,
Balas de plata cruzan tu cielo también,
Y tu campo de chatarra blindada
Es el remedo triste de lo que eras ayer.
¿Dónde estás, blanca montaña?
Abandonada por el que llamabas “Señor”,
Y ese mar que furioso te cubre
Patria, perdiste tu esplendor.

Coro
¡Oh, Patria!, devuélveme los votos
Que el chileno en tus aras juró
Que la tumba sea de nosotros
¡Por piedad! Y olvidar el dolor.

Texto tatuado en la espalda desnuda del Presidente de la, hoy exterminada, República de Chile que yacía ahorcado con una enorme bandera en las ruinas del ex-congreso Nacional, luego de la Gran Invasión Norteamericana que tuvo la resistencia de la ex-república durante 10 años.

Feng Yu-hsiang, el Condottiero oriental (I)

Tras el Desastre del 18, Chile se encontró a las puertas de la guerra en un ambiente rayano en el pánico absoluto. El ministro Sotomayor, a la altura de las circunstancias, logró que el congreso le otorgara plenos poderes para la conducción de la guerra, y se puede afirmar, en contra de lo que afirma Benavides Santos, que el fue el creador directo de la División Salvaje.

La escasez de tropas chilenas obligó a Sotomayor a gastar enormes cantidades de dinero en la preparación del ejército. No sabemos a ciencia cierta de donde vino la idea de los ejércitos mercenarios, o legiones de extranjeros. Santa María los llamó Condottas, en un inútil intento de rodear el asunto con un aura romántica. Lo cierto es que la situación era desesperada, más aún cuando al cabo de algunos meses solo un puñado de extranjeros había respondido al llamado.

Fue cuando Sotomayor viajó al norte, aun en manos chilenas. Viajó directamente a Antofagasta, la ciudad con mayor presencia de chinos en el norte. No tenemos registro alguno de las reuniones que llevó a cabo (Encina niega la existencia de ese viaje), lo cierto es que un mes después se anunciaba la creación de la división de infantería extranjera nº1, compuesta íntegramente por inmigrantes chinos.

Tras un breve período de adiestramiento, que mostró al soldado chino apto para todo tipo de tareas, Feng Yu-hsiang, el comandante de la división, ordenó a sus tropas internarse en el desierto de Atacama, lo que Sotomayor prohibió de inmediato. Estaban bajo mando chileno, y debían acatar sus órdenes. Feng respondió marchándose con sus soldados, unos dos mil hombres, cinco oficiales de enlace chilenos y un número indeterminado de piezas de artillería.

En un mes, logró la captura de los fortines de Chiu-Chiu y de San pedro de Atacama. Luego capturó el tren blindado de Hilarión Daza.

La opinión pública se horrorizó con los relatos de los vejámenes sufridos por los bolivianos, y de la decapitación de Daza y de todos sus Colorados, junto a los enlaces chilenos. Feng quemó las banderas y estandartes encontrados, y arrojó al fuego la de Chile, junto al escudo nacional que Santa María en persona había entregado a “nuestro condottiero oriental, a nuestro hijo del dragón”.

Imagen: la única fotografía conocida del General Feng Yu-hsiang. (Archivo histórico del Ejército de Chile)

Unete a las noticias del pasado de hoy


Unete a las noticias del pasado de hoy.

En su larga y destructiva guerra contra Chile, el Perú ha buscado incesantemente la condena internacional a ese país por el uso de armas químicas. Los peruanos han tenido la chance de sufrirlo muy bien.

En los poblados del norte grande, cerca de la ciudad de Tacna, recientemente ocupada por fuerza peuano-bolivianas, de acuerdo a los reportes del Gobierno de Perú, las fuerzas de tierra chilenas bombardearon toda la región con agentes químicos.

Después de concluida la batalla, los análisis realizados indican el uso masivo de agentes sanguíneos, VX y Sarín, los que de acuerdo a informaciones del gobierno peruano han causado la muerte de más de cinco mil personas.

Hoy te haremos sentir la muerte por gas en http//mindblog.blogspot.com