1899 (4ª PARTE)

MUSEO A LAS GLORIAS navales de la Guerra del Pacífico, estaba escrito, con grandes letras de bronce, en la puerta metálica de un pequeño muelle junto al malecón del puerto de Iquique. Seis y media de la mañana y un viento helado impulsaba la neblina que cubría el horizonte de la bahía. Hacía cinco horas que arribamos a Iquique en una aeronave de la línea nacional, servicio cómodo pero lento, si se le compara con la velocidad del aerocarril. Es una lástima que el gobierno haya encontrado inviable extender las vías hacia el norte, habríamos llegado antes. No sé si era necesario llegar antes.
Prat me indicó que esperara junto a Ginebra.
–Vengo en seguida-, dijo. Su delgada figura se perdió en la niebla.
-¿Tiene frío, inspector?-, preguntó mi mecánica compañera.
-Hace frío, Ginebra.
-Me gustaría sentirlo.
-Ustedes no sienten nada.
-Discúlpeme-, guardó silencio un momento. -¿Inspector, Uribe?
-Dígame.
-Aún no consigo entender que hacemos acá.
-Usted no tiene que entender nada, sólo acompañarme.
-¿Será verdad que el almirante está loco?
-Si vuelve a preguntarlo, le juro que la desconecto.
-Los números no podemos ser desconectados.
-La destruyo.
-Usted sabe lo que sucedería si soy destruida.
-Guarde silencio por favor.
Una nueva silueta apareció en la neblina junto a Prat. Una figura un poco más gruesa, que cojeaba del lado derecho. A medida que se acercaba reconocí su rostro. Alguna vez, tras lo ocurrido aquí mismo hace veinte años, la prensa lo llamó primer campeón de la era metahullana: Carlos Condell.
-Capitán Condell-, me adelanté a saludarlo.
-Inspector Uribe, el almirante me contó de usted. Y la señorita de plata debe ser…
-Puede llamarme Ginebra-, respondió su voz sin dimensiones.
La brisa parecía ser cada vez más fría.
-Es una número muy atractiva.
Si la máquina se hubiese ruborizado, juro que la mataba.
-Señores-, prosiguió Condell. –Y dama-, odié que la tratara así, de un modo tan humano, -como deben adivinar, tiempo es lo que menos tenemos. Vengan conmigo, en el museo nos aguardan. Por acá, por favor.
Prat me hizo un ademán para que me adelantara. La número vino tras mío.
Condell nos llevó hasta el borde del muelle, donde embarcamos en un pequeño bote de motor. Fui quien tuvo más dificultades para abordar, debí luchar contra el vértigo y la neblina. Prat saltó, habituado a esa clase de maniobras. Ginebra ni siquiera demostró molestia entre sus giroscopios, apenas un silbido en alguna juntura.
-No creo que despeje antes de las diez-, comentó Condell.
-Amigo mío, eso nos conviene mucho-, agregó Prat.
-Supongo inspector que anoche también soñó-, me habló Condell. –Lo que es yo, ya estoy extrañando a la mujer que se me aparece cada noche.
-¿De qué está hablando, capitán?
-Oh, inspector, creo que usted sabe muy bien de lo qué estoy hablando.
Miré a Prat, el almirante levantó sus cejas. Desde el primer instante supe que había sido un error acompañar al viejo.
Carlos Condell giró dos veces una pequeña llave de ignición. El pequeño motor de metahulla, instalado bajo el casco de la embarcación, comenzó a silbar mientras movía el eje de la hélice, impulsando el bote hacia el corazón de la neblina.
El museo flotante apareció entre la bruma, como una figura negra de altos castillos y mástiles gemelos alzándose frente y tras la única chimenea. Hasta un niño hubiese reconocido la silueta. Antes de la guerra, antes de la metahulla, era el horror de nuestras fuerzas navales. De a poco, a medida que nos aproximábamos, la sombría superficie adquirió un matiz a grís oxidado, marca indeleble de un centenar de batallas. El barco estaba prácticamente intacto a cuando el propio Condell lo capturó en mayo del 79.
-Bienvenidos al Museo Huascar-, pronunció Prat, mientras su compañero ataba el bote al pequeño portalón improvisado junto a la escalera de abordaje del que alguna vez fuera el monitor de guerra más poderoso de esta parte del planeta.
El barco más mortífero de una época en que los buques sólo navegaban.
Condell amarró el esquife y se puso de pie con una agilidad que negaba su evidente cojera.
-Señores-, invitó, desplegando una escalinata.
El y Prat me ayudaron a subir. La número lo hizo sola, como si el buque fuera su ambiente natural.
La cubierta del Huascar estaba humedecida. El puente y la torre de artillería principal habían sido completamente reconstruidas. Supuse que la idea era otorgarle a los visitantes una idea de cómo era, el otrora orgullo de la marina peruana, antes de ser emboscado por la aeronave Valparaíso. La boya, que recordaba el lugar donde la Independencia se había ido a pique, no conseguía distinguirse entre las nubes bajas.
Me adelanté hacia el puente de mando, justo al sitio donde se recordaba el momento en que Grau se rindió, entregando su nave y sus hombres a las fuerzas chilenas. El metro exacto en que un héroe absoluto se había convertido en el peor de los traidores.
-Me costó tomar esa decisión-, pronunció a mi espalda, una voz grave, de acento levemente británico, que no tardé en reconocer. –Pero tenía que pensar en mis hombres.
Giré despacio. Junto a Prat y Condell, aparecía un anciano completamente calvo, gordo y vestido de negro. Un parche cubría lo que había sido su ojo izquierdo. El hombre más odiado por nuestros vecinos del norte, el hombre que alguna vez había comandado la nave donde estábamos parados.
-Miguel Grau, para servirle-, me saludó estirando su enguantada mano derecha.
-Luis Uribe, inspector de la metropolitana de Nueva Arauco le respondí.
El apretón fue duro y helado.
-Usted debe perdonarme-, se excusó. -Aún no me acostumbro a ésto.
Se quitó el guante que cubría su mano derecha. Una prótesis mecánica, movida por cables verdes de metahulla reemplazaba la mano que le fuera amputada tras el juicio, por cargos de traición, que la armada peruana levantó en su contra al terminar la guerra.
-Los médicos de su ciudad, inspector, hicieron un buen trabajo-, agregó mientras volvía a enguantarse. Noté la completa ausencia del dolor que los expatriados y desterrados suelen mostrar en su mirada -Bueno señores-, alargó, -les parece que entremos, hace demasiado frío.
Seguí a mis anfitriones hasta el salón de oficiales, ubicado bajo cubierta, en la popa de la nave, tras el comedor principal. Las paredes estaban decoradas con fotografías pasadas y armas lustradas que hacía mucho tiempo no eran usadas. Sobre la mesa redonda, que ocupaba todo el centro de la habitación, había un periódico tamaño tabloide completamente extendido.
Los tres marinos notaron que me había fijado en el detalle. Ginebra se ubicó a un lado de Prat, con su cara de nada mirando en línea recta a algún punto tras Miguel Grau.
Prat me pidió que leyera la noticia que encabezaba la página de portada. Era un ejemplar de El Mercurio de Valparaíso.
-Lea-, insistió Condell.
Lo hice.
-En voz alta, si le parece-, agregó el ex comandante peruano.
-Desastre en Iquique-, pronuncié la primera línea. Luego: Sangriento enfrentamiento en la bahía de Iquique entre el navío chileno Esmeralda y el acorazado peruano Huascar, terminó con el hundimiento de la nave nacional y la muerte de su capitán, el comandante Arturo Prat.
Miré a Prat.
-¿Es una broma?
-Vea la fecha.
Lo hice: 24 de mayo de 1879…
Capítulos Anteriores

el huacho


«…es demasiado vergonzoso para nuestro orgullo nacional. No puede ser que nuestro principal enemigo regional sea a la vez quien nos liberó del yugo colonial. Esto se está volviendo un asunto de relevancia nacional. Me preocupa la sensación de tutelaje psicológico que nuestro pueblo acarrea por esta situación.
El conflicto será inevitable, en diez, veinte o cincuenta años. Estamos ad portas del siglo XX y ésto se ha vuelto casi un tema estratégico. Pero, ¿qué podemos hacer?

-Reinventar la historia, señor presidente.

-¿Cómo dice?

-Estudiando nuestros documentos, descubrimos que antes de la llegada del ejército argentino a cargo de San Martín, hubo un levantamiento, bastante patético, liderado por el huacho O’Higgins. Este hizo todo lo posible por esconderlo cuando asumió el mando de la Nación después que San Martín se retiró a Buenos Aires, era demasiado vergonzoso hablar de una campaña tan desastrosa, corta y frustrante. El huacho no ganó, dicho sea de paso, ninguna batalla comandada por él en toda su carrera. Luego de ese fracasado levantamiento debió huir a Argentina y refugiarse tras las faldas de la masonería. Regresó a Chile junto al ejército argentino, pero no aportó ni con el más miserable triunfo para la guerra de independencia diseñada por San Martín. Incluso cayó estúpidamente herido antes de la batalla decisiva y sólo se atrevió a aparecer cuando todo estaba definido.

-Estamos de acuerdo en que era un inepto, pero no entiendo a dónde va con todo ésto.

-Es bastante sencillo. Sólo basta con validar ese levantamiento inicial fracasado con la campaña posterior y decir que fueron dos etapas de lo mismo. Hacemos aparecer al huacho como triunfador en Maipú y con su posterior cargo comandando el país completamos el cuadro. Aparece en las tres etapas, el resto se trata de ajustar ciertos hechos y obviar otros para que parezca protagonista de la historia.

-¿Cuál es su nombre, joven?

-Manuel de Sagredo y Montilla, señor.

-Don Manuel, lo que me plantea es una estupidez, ¿Quién podría creer semejante imbecilidad? Todos sabemos quién fue el huacho O’Higgins, por favor!…ahora déjenme solo, he escuchado demasiadas tonteras esta mañana…El huacho ese, dictadorcillo patético. La República consiguió deshacerse de él con enorme esfuerzo y ahora usted, ¿pretende convertirlo en nuestro libertador?…
Dios!…lo que tengo que oir…¡como si la gente le fuera a creer!

-Señor presidente, la historia es nuestra…no la hacen los pueblos…

-¡Lárguese, antes que convierta a Prat en un santo iluminado…o a Caupolicán en artista de vaudeville…!…Por Dios…estos jóvenes de hoy tienen las ideas más estúpidas…!!! El progreso y los automóviles los han convertido en unos cretinos…

Proyecto Vril: El misterio Lammerding (1)

Kurt Lammerding llegó a Chile en octubre de 1946. Como tantos refugiados alemanes, huía de una Europa en ruinas, y de la caza antinazi de los aliados. Gracias a la ayuda de la red ODESSA, Lammerding pudo cambiar su identidad, y dejar atrás su pasado de antiguo arquitecto de la organización Todt, colaborador de Speer y con un grado honorífico de Obersturmbannführer de la SS.

Lammerding encontró trabajo sin dificultad en Santiago, empleándose como asistente en una empresa constructora. Durante diez años trabajó apenas escalando posiciones, construyendo un personaje de difícil recuerdo, un empleado gris sin rasgos sobresalientes.

En 1959 Lammerding renuncia a su trabajo y se postula para una vacante en el ministerio de obras públicas. El currículo que presenta, en gran parte falso pero a prueba de verificaciones, le permite ocupar un puesto de arquitecto en las obras que se preparan para el mundial de fútbol de 1962. Presenta el plano de un estadio para 350.000 personas, parcialmente techado. La agresividad y monumentalismo de sus ideas le consiguen una entrevista con el presidente Alessandri, quien lo nombra presidente de la comisión encargada de las instalaciones deportivas para el mundial.

La actividad de Lammerding en este período es febril: demuele el estadio Nacional, y gran parte de las manzanas que lo rodean. Ordena excavar enormes cimientos para la construcción del megaestadio. Según colaboradores más cercanos, realiza numerosos viajes al sur del país, de los cuales regresa a veces acompañado de indígenas o campesinos, a los que lleva a inspeccionar la obra.

En 1961, un obrero descubre en la obra los restos de diez cuerpos sin identificación. Los peritajes correspondientes indican que son mapuches, todos de sexo femenino. Los cuerpos no presentan huellas de violencia y están cuidadosamente dispuestos en un círculo, en una cámara excavada a 150 metros bajo el arco norte del antiguo estadio. Las investigaciones son trabadas por la burocracia estatal, y tras un tiempo, el caso insólitamente es sobreseído. Toda alusión a lo sucedido es borrada o deformada de diarios y archivos de radio, lo que es denunciado por sociólogos de la universidad de Concepción como el “Primer intento exitoso de alteración de la realidad”.

Imagen: Lammerding (al fondo, fumando) como parte del equipo de Speer en su visita a Mauthausen, 1944.

Sub Aether – 003

Sus figuras de Kriegsspiel, listas para la batalla, ocupaban varios puntos estratégicos de la ciudad. Las había conseguido en Berlín. Habían sido su botín de guerra, y apenas pudo las había enviado por correo. Para la Logia. Había mandado los manuales también, para que Rudolph los tradujera. Recordó la tarjeta con frases en Alemán que Rudy le había dado cuando se fue, frases en rojo para insultar, frases en azul para pedir clemencia. Todavía la tenía a mano, en el bolsillo interior del abrigo, solo porque si.
Las cajas de las figuras estaban pulcramente amontonadas cerca de la escalera. Laskov recogió la primera de la pila. Leyó. “Propiedad de la Ilustrísima Logia Viñamarina de Combate Simulado”. Su corazón dio un brinco al comprender, tardíamente, que alguien tenía que haber hecho todo esto, alguien que el conocía, probablemente, alguien que no se encontraba lejos, alguien que seguía vivo. Comenzó a subir la escalera, esperanzado, y al alzar la vista encontró la figura de Sánchez que lo miraba aterrado desde el segundo piso, inmóvil.
Llevaba una caja en la mano, una caja de Kriegsspiel. Cuando se dio cuenta de que Laskov lo había visto, salió de su parálisis, abrió la caja y comenzó a arrojarle figuras de plomo, enajenado. Laskov, bajo la lluvia de regimientos, recordó que llevaba la máscara puesta, y alzando los brazos en señal de paz gritó “¡Sánchez!”.
Sánchez se quedó quieto, expectante. Lentamente Laskov se sacó la mascara de gas, cuidando de no hacer movimientos bruscos. Se vieron las caras por un largo instante.
Sánchez estaba más flaco, con el pelo tan largo como para hacerse un moño, pero lo llevaba suelto. No tenía barba, no parecía un naufrago sino más bien un monje, un ermitaño. Tan bajo como siempre, ahora tenía una altura que no era física sino espiritual, pero si santidad o locura Laskov no pudo determinarlo. Tampoco pudo evitar sentir algo de miedo.
“¿Alejandro?” Sánchez, con un hilo de voz, dijo el nombre que Laskov no escuchaba hace años, sonriendo, y al hacerlo sus ojos se llenaron de esperanza. Solo entonces Laskov se dio cuenta de lo desahuciado que estaba su amigo, que esta podía ser la primera palabra que decía en meses. “¿Alejandro?” repitió, esta vez más fuerte, y comenzó a bajar la escalera con los brazos extendidos.
“Maestro…” Conteniendo las lágrimas, venciendo la reticencia que le decía que Sánchez ya no era el de antes, Alejandro Laskov subió los escalones y aceptó el apretón de manos que le ofrecían. Hubiera abrazado a Sánchez, pensaba que se iban a quedar conversando ahí mismo en la escalera largo rato, pero antes de que pudiera decir una sola palabra más su nuevo compañero de andanzas lo tomó del brazo y como un niño ansioso lo llevó del vuelta al salón principal.
Ante un atónito Laskov, Sánchez comenzó a explicar las reglas del Kriegsspiel, interpolando también la historia de como habían llegado sus envíos desde Europa, que Rudy había leído los manuales rápidamente y que toda la logia había empezado a jugar regularmente. “Es muy distinto a Little Wars” comentaba Sánchez, mientras explicaba que a falta de un árbitro iban a tener que jugar con dados, la forma más antigua. Laskov intentaba preguntar por Rudy, por Pepe, por los demás, pero sus preguntas eran ignoradas casualmente por Sánchez. No tuvo más remedio que seguirle la corriente.
Luego de 20 minutos de explicación, y tras encender varias antorchas de confección improvisada para poder prescindir de la linterna, Sánchez y Laskov comenzaron a jugar. El juego era largo, más complicado de lo que esperaba. Además, Sánchez insistía en que uno de ellos debía empezar en las playas, como si se tratara de un desembarco. “Una invasión marina” decía él. Laskov pensaba en el Tsunami, una metáfora para el Tsunami tal vez. Jugaron por tres o cuatro horas, alternando papeles. Cuando Sánchez finalmente se aburrió de jugar era difícil decir que hora era. Laskov se acercó a una ventana y solo vio negro. Era noche de nuevo.
Subieron al tercer piso, donde en la antigua oficina de uno de sus jefes Sánchez había instalado su dormitorio. Era un despacho amplio, ocupado por un sillón violentado hasta convertirse en cama, un montón de mascarillas de hospital, muchas latas de comida en conserva, algunas botellas con agua, y un hogar construido en base a archivadores metálicos, cuidadosamente diseñado para poder arder sin quemar el piso. El fuego se alimentaba con los viejos archivos de la Municipalidad, los mismos que Sánchez se había encargado de recibir, clasificar, guardar y buscar cada vez que eran requeridos. Así era como lo habían conocido, cuando la Logia había ido a pedir a la municipalidad un lugar para reunirse a jugar, y de casualidad Sánchez y Laskov se habían puesto a conversar sobre los juegos de estrategia militar y las revistas de ficción americanas. Sánchez había sido su doble agente, había acelerado que les permitieran usar el sótano del Palacio Carrasco, después de las horas de oficina, había a pasado a formar parte de la Logia, el último miembro oficial. Y ahora Sánchez cuidaba el Palacio. ¿Esperando? Esperando la muerte tal vez. O a Laskov.
De todas maneras Sánchez, el eterno boy scout, hacía un buen Robinson. Por todo el Palacio había antorchas, hogares para el fuego, ramas de árboles pulcramente apiladas para lo que sea que pudieran requerirse, y todo tipo de soluciones hechas en base a cáñamo e inventiva.
Ahora Sánchez encendía el hogar de su habitación usando un método que a Laskov le pareció fascinante al punto de rayar en lo sobrenatural, y por ende no trató de entender. No fue rápido, pero prescindía de fósforos o cualquier otro método tecnológico. Luego los dos amigos se quedaron en silencio, mirando la luz cambiante, y a veces el reflejo de la luz en la cara del otro.
Laskov había visto a más de un hombre volverse loco. Estaba seguro de haber presenciado varias veces el instante mismo en que la voluntad cedía y la mente se entregaba a la locura, para olvidar, la mayoría de las veces. En la guerra, sus camaradas moribundos insultando a Dios en ruso. En el barco de vuelta, Spielberg, una mañana mientras se afeitaba se preguntó en voz alta como podía saber si realmente era de mañana en la penumbra eterna, y luego sus ojos habían perdido algo casi imperceptible, solo que era imposible no notar su ausencia. Loco, de un momento a otro. Habían terminado por arrojarlo al mar, antes de que matara a otra persona.
Sin embargo, mirando a Sánchez mirar el fuego, por primera vez Laskov vio a un hombre volverse cuerdo. Un algo imperceptible, que se hizo notar violentamente, se instaló en la mirada de Sánchez, fija en el corazón de la fogata.
“¿Como llegaste acá?” Preguntó, sin mover el rostro ni los ojos, y en esa pregunta Laskov leyó muchas otras como ¿Desde cuando estás aquí conmigo? y ¿Eres real?, o también, disculpa por no haberlo preguntado antes, e incluso un lastimero y consternado creo que no estoy bien de la cabeza. Era la manera de Sánchez de pedir perdón por no haber iniciado esta conversación horas atrás, y de iniciarla ahora, junto al fuego.
Laskov le contó una versión resumida de su historia, más que nada la última parte. Los últimos días en Europa, el barco hacia Estados Unidos, la larga caminata desde allá. Pero faltaba mucho que contar, mucho, incluso desde antes de la Penumbra. Pero ahora solo preguntó de vuelta a Sánchez, “y tu, ¿como llegaste acá?”.

Anterior
Siguiente

Rahn


-¿…Piedra Azul?-
-La piedra que cayó de la frente de Lucifer-
-La lapis exilis, ¿el grial?
-La lapis excoeli, en realidad. La piedra del cielo, la piedra caída del cielo azul. La piedra del cielo azul. La lapis lazuli. La piedra que saltó desde la frente de Lucifer, cuando cayó de cabeza contra nuestro mundo, exiliado del reino de Jehová.
-¿Y me dice que sabe dónde cayó?
-Allá la llaman Kallfukura, «piedra azul», y también la relacionan con Venus. Uno de sus héroes se llamaba de la misma manera, era un guía que quiso unificar toda la tierra para los de su sangre, en un único reino bajo su liderazgo. Luchó contra dos países y su movimiento de expansión también requería dar una curva hacia el este, un giro hacia la izquierda. En sus cantos predominaba la nota sol.
-¿Qué debemos hacer para encontrarla?
-Debemos morir todos en un gran sacrificio, bautizados por el Estigia, para renacer en otras tierras, más propicias.
-Deberá haber guerra entonces.
-Si, deberá haber guerra.
-¿Nos veremos nuevamente?
-No en este lugar.

-¿..Es…cierto…todo lo que me dice?
-Ya conversamos ésto mismo muchas veces, usted me hizo esta misma pregunta muchas veces. No importa si usted cree, lo importante es que va a ocurrir lo quiera o no. Asegúrese que la historia lo sorprenda en el lugar correcto y haciendo lo correcto.
-Comprendo
-No, no comprende. Todo ésto es parte de un sistema que nadie comprende, yo solo he aprendido a valorarlo estéticamente. Su tamaño me agobia, me hace sudar, me ha hecho llorar de angustia en algunas ocasiones.
-¿Tiene miedo?
-No, cansancio. Morir cada vez no…en fin…la piedra puede ser una solución.
-Tengo miedo.
-En el momento déjese arrastrar, mire hacia arriba y diga «hágase tu voluntad y no la mía»…ya lo ha hecho otras veces…decenas de veces.
-Me van a odiar.
-Siempre lo hacen.

1899 (Tercera parte)

-YO A USTED no le gusto.
-¿Por qué lo dice?
La cara metálica de Ginebra se inclinó buscando una espontaneidad inexistente. Luego agregó:
-No me habló durante el viaje. Tampoco cuando llegamos al hotel
-Son las siete de la mañana, agente. Créame, no tengo ganas de discutir con…
-Con una máquina.
-No quise decir eso. Sólo digo que es muy temprano, pasamos la mitad de la noche viajando y me costó dormir. No tengo ánimos ni ganas de discutir. Vuelva a su habitación, aún es temprano.
Ginebra pestañeó rápido, de un modo tan antinatural que me heló por dentro. Siempre he detestado a los números, no porque no confíe en sus capacidades, sino por que temo de ellas. No tengo claro que pueden y que no pueden hacer. No tengo claro por qué los creamos, cual fue la idea tras su abominable invención.
-Disculpe inspector-, su voz monocorde bajó de volumen. –Pensé que como Prat…
-Almirante Prat, Ginebra.
-Perdón. Decía que como el almirante Prat pidió que le enviáramos un telelocal a las ocho y media, tal vez le gustaría tener tiempo para desayunar.
-No desayuno.
-Oh, no lo sabía.
-Perfecto, no hay problema. Ahora por favor regrese a su habitación. Nos encontramos en el lobby a las ocho y quince, ¿le parece?
-Me parece.
Y me dio pavor descubrirme mirando con morbo su curvilíneo cuerpo de metal, movido por un verdoso corazón de metahulla.
Cerré la puerta y me asomé a la ventana, encaramada en el piso séptimo de un hotel cercano a la plaza de armas de Santiago. Las líneas de iluminación pública de gas metahullano iban apagándose a medida que el sol despuntaba. En el edificio de enfrente, una gran pintura llamaba a los ciudadanos a votar por Balmaceda para su tercera reelección. “Porque el poder debe permanecer en Santiago”, rezaba la ultima línea del grabado.
Tres horas en un aerocarril desde Nueva Arauco hasta la estación central de Santiago, luego cuatro horas en un hotel de gobierno. Otra noche entera en vela. Los pocos minutos que conseguí cerrar los ojos fui interrumpido por un nuevo sueño. Necesito curarme de las pesadillas, de lo contrario voy a volverme loco. Fui al servicio de la habitación y comencé a llenar la tina con agua caliente.

-AHORA DEBEMOS esperar-, pronunció Ginebra tras terminar de teclear el telelocal que le enviamos al almirante Prat. –Ojalá no demore mucho en contestarlo.
-No le respondí.
Miré hacia la calle, Santiago se sentía gris y sucia. Una ciudad demasiado alejada de la pulcritud de Nueva Arauco.
-El comisario Rebolledo me contó que usted sirvió con el almirante durante el ataque a Lima.
-El comisario suele hablar demasiado.
La máquina no me respondió.
El carro receptor del telelocal comenzó a chirrear mientras imprimía un mensaje de vuelta. Una sola línea, marcada en letras mayúsculas sobre el rollo blanco. Prat nos daba la bienvenida a la ciudad y nos enviaba su dirección. Que fuéramos apenas estuviésemos listos, nos esperaba con ansias.
Le ordené a Ginebra que fuera por un taxi. Obedeció al acto. El olor dulzón de los números me asusta tanto como sus rectas facciones.

SANTIAGO AUN mantenía el viejo sistema de taxis propulsados por caballos. Pequeñas calesas tiradas por percherones gordos, detalle en extremo problemático cuando se aborda un vehículo en compañía de un ser artificial. Los animales sienten pánico de los números y hay que forzarlos a caminar entre berrinches de horror. Nada que un par de billetes grandes no puedan arreglar. Ginebra se excusó con un monocorde “lo siento” que ni el conductor ni yo hicimos recibo.
-Bienvenidos, por favor adelante-, dijo Prat cuando nos abrió la puerta de su casa, una vieja mansión de amplios jardines, ubicada en el corazón del barrio Providencia de Santiago, cerca de las grandes parcelas del oriente. Se veía más viejo, calvo y con la barba cana. También estaba más delgado que la última vez que lo vi, a fines de 1883, en la base aeronaval de Viña.
Noté que no llevaba anillo de bodas, no quise preguntarle. Después de lo de Lima se rumoreó bastante acerca de su crisis matrimonial. Además resultaba obvio que –descontando a la delgadísima sirviente que se movía por los pasillos- éramos los únicos habitantes de la casa.
-Usted dirá- le dije a Prat, apenas nos sentamos en la amplia sala del caserón.
-Me acuerdo de usted en el Santiago, siempre tomando apuntes en silencio, veo que ahora habla más.
-Hablo lo necesario, señor.
-Veo. Y cuénteme, ¿qué le ha parecido Santiago?
-Esta ciudad no cambia mucho. Está igual que hace diez años.
-Oh, claro, y no puede compararse con Nueva Arauco. Y usted-, miró a Ginebra, – ¿cómo dijo que se llamaba? Por supuesto, no le he preguntado, a veces soy muy torpe.
La número que me acompañaba, levantó el rostro y trató de mostrar sorpresa entre sus falsos gestos.
-Ginebra, señor.
-Claro, Ginebra, como la mujer del rey Arturo. Cuénteme Ginebra, ¿que le parece esta ciudad?
-Compleja, señor. No es tan moderna como Nueva Arauco y eso me perturba.
-Lo imagino. Dígame Ginebra, ¿qué modelo es usted…?
-Una Esmeralda serie 004
-Una Esmeralda, ya lo creía. Pues eso me parece perfecto. Sabe que el primer buque que tuve a mi comando fue una corbeta llamada Esmeralda.
-No lo sabía señor.
-Imagino que no lo sabía, pocos lo saben. Recuérdelo, señorita.
-Lo haré señor.
No me gustó que la llamara así, señorita.
-Y usted, Uribe, recuerda mi vieja Esmeralda.
-Un poco. Condell la uso de trampa cuando capturamos al Huascar.
-No debimos usarla. En fin, sólo era una vieja corbeta de tiempos pre metahullanos. Sólo un barco.
-¿Almirante?-, lo interrumpí.
-Dígame, inspector.
-Pensé que íbamos a hablar de los atentados de metahulla.
-Oh, claro, por supuesto. ¿Un café?
-Gracias.
-A usted no puedo ofrecerle, Ginebra.
La número dijo que no había problema. Prat tomó una pequeña campana de mesa y llamó a la sirvienta. Cuando la señora apareció, le pidió dos tazas grandes de café. Luego torció una extraña sonrisa.
-Supongo que para un hombre que no puede dormir, siempre es útil tomar mucho café-, cerró mirándome a los ojos. No era difícil adivinar lo cómodo que debe haberle resultado mi expresión de sorpresa.
-¿Por qué no me cuenta de sus sueños, inspector?-, siguió.
-¿Quién le habló de ello? ¿Rebolledo?
-Inspector, créame, lo conozco más de lo que usted imagina.
Furioso me puse de pie.
-Almirante, créame, tiempo no es lo que me sobra. Ginebra…
La número se puso de pié. Vapor de metahulla silbó a través de la juntura de sus rodillas.
-Inspector-, prosiguió el almirante. –Discúlpeme si fui atrevido, pero en verdad me interesa lo de su insomnio. A mi también me cuesta dormir.
-No creo que sea tema, no ahora.
-Oh, claro, por supuesto.
La sirvienta de Prat regresó a la habitación trayendo una bandeja con dos tazas de café hirviendo.
-Por favor, inspector-, insistió el viejo.
Miré a Ginebra, volvimos a sentarnos.
-Le recuerdo-, le dije, -que estoy acá porque usted dijo tener información sobre los atentados.
-Eso, los atentados-, dudó. –Dígame inspector, usted también cree que se trata de peruanos.
-Es imposible que sean peruanos.
-Me alegro que así lo piense. No son peruanos.
-¿Quiénes entonces?
-Gente poderosa preocupada de lo que nos estamos convirtiendo, quizás.
-Europa.
-Puede ser.
-Almirante, deje de jugar y dígame lo que sabe…
Prat tomó un poco de su café.
-Demasiado caliente-, comentó. –Adelaida sabe que me gusta un poco más frío. En fin. ¿Ginebra?-, siguió. -¿Usted que cree?
-Adhiero su hipótesis, almirante. Además he leídos los informes del inspector Uribe y el subraya que se trata de gente que sabe manejar muy bien la metahulla en estado puro, algo que sólo dominamos nosotros, los alemanes, ingleses, rusos y estadounidenses. No son peruanos, señor.
-Vaya, es muy buena, señorita.
Por segunda vez la llamó de ese modo.
-Almirante-, interrumpí -, le parece que vayamos al grano.
-A eso voy, inspector.
-¿Entonces?
-Entonces, ¿qué?
-Dígame lo que sabe.
-No hay nada que decir, amigo mío. No lo llamé para hablar, sino para mostrarle algo-, se detuvo un instante. Luego, tras un breve sorbo a su café: -Usted y su mecánica compañera deben acompañarme.
-¿Acompañarlo dónde?
Arturo Prat sonrió. Se puso de pie y fue hasta el escritorio, instalado al fondo de la sala. Abrió y cerró una cajonera, luego regresó trayendo dos sobres alargados.
-Necesitamos juntarnos con un par de amigos.
Puso los sobres junto a mi taza de café. Miré el papel, el logo de la línea aérea nacional aparecía grabado en una de las esquinas.
-Salimos esta tarde, a las tres. Es un vuelo directo a Iquique. Le encantarán estas nuevas aeronaves.
-¿A Iquique, señor?
-Si, a Iquique. No se preocupe por avisarle a sus superiores, ya le envié un telelocal al comisionado Rebolledo. Y usted sabe, inspector, aún gozo de cierta importancia. ¿Trajo un cambio de ropa más gruesa?
-Si…
-Perfecto.
-A usted, Ginebra, no necesito preguntarle.

La Raza Venidera

Fragmento del libro Les Grandes Initiés de Notre Temps de Louis Saint-Yves d’ Alveydre, Blefond Press, 1998.

En la mañana del 29 de junio de 1979, una compañía de soldados peruanos que cuidadosamente avanzaban entre los escombros de la devastada ciudad de Santiago hicieron uno de los más impresionantes descubrimientos de la Segunda Guerra Mundial.
Los soldados que habían invadido la orgullosa capital de Chile y estaban a pocos días de llevar a término seis años de terrible y sangriento conflicto, estaban alertas a los ataques de las disminuidas y patéticas células de la resistencia chilena, compuesta principalmente por viejos y jóvenes, vanamente intentando salvar el “Reino del Millón de Años” del General González Von Marées.
Los soldados peruanos marchaban con suma cautela de un edificio destruido a otro, metódicamente peinando las habitaciones y salas cubiertas de escombros en busca de cualquier señal de sobrevivientes al bombardeo aliado. Los soldados debían confiar en sus instintos y armaduras de anti-impacto y camuflaje a medida que se abrían camino a través de la devastada capital. La destrucción era de tal magnitud que era imposible decir donde terminaba una calle y comenzaba otra.
Fue entre los escombros de un edifico cercano a la Casa de Gobierno donde los soldados hicieron su descubrimiento.
A primera vista, los cadáveres no se veían distintos a otros muchos que los soldados encontraran previamente en aquella ciudad fantasma. Pero examinándolos de cerca, probaron ser muy diferentes. Porque pese a que los cuerpos vestían uniformes militares chilenos, sus rostros eran claramente asiáticos. Eran, de hecho, tibetanos –como hizo notar uno de los jóvenes soldados peruanos de apellido Fujimori. Y fue este soldado, quien igualmente advirtió que los carbonizados despojos en el centro del círculo de cadáveres pertenecían a un ser humano, del cual sólo permanecían un par de brillantes guantes verdes.
¿Pero que hacían estos tibetanos, a miles de kilómetros de su tierra natal y en medio de una batalla de la que su nación no formaba parte?
Pese a que el sonido de metralla distrajo a los soldados, ninguno de ellos tuvo duda que estaban ante un descubrimiento extraordinario ya que, además de su apariencia, todo indicaba que los tibetanos no habían muerto en acción, sino al formar parte de alguna clase de suicidio ritual, probablemente bajo las órdenes del calcinado extraño de los guantes verdes que muchos historiadores concuerdan se trataba del propio González Von Marées.
Antes que los peruanos se unieran con los aliados uruguayos y bolivianos en el norte, y Santiago finalmente cayera el 7 de julio, los cuerpos de varios otros tibetanos fueron hallados en similares circunstancias. Algunos se habían suicidado ritualmente aunque la gran mayoría había perecido a causa del fuego y bombardeo Aliado que redujo la otrora magnificente ciudad a ruinas humeantes. Los cadáveres representaron un misterio que tomó tiempo revelar –pero cuando la información sobre los tibetanos muertos fue reunida y cotejada, se logró armar un complejo rompecabezas que se relacionaba con el mítico mundo de Agharti y el extraño libro de Sir Edward Bulwer-Lytton, La Raza Venidera. Es más, puede asegurarse que el libro de Bulwer-Lytton fue responsable en cierto grado tanto de la presencia de los tibetanos en la ciudad, hasta la mismísima carnicería que González Von Marees infringió en Latinoamérica y gran parte del mundo entre 1973 y 1979.

Sub Aether – 002

El amanecer llegó como lo había estado haciendo por casi un año, un sutil y progresivo cambio de luz, desde la oscuridad total, hasta la penumbra. Laskov despertó de igual manera, progresivamente. Había soñado con el viaje en tren desde Moscú, los soldados que lo felicitaban y luego se reían a sus espaldas. En el sueño era así, el los veia reirse a pesar de que no los estaba mirando. Luego entraba en un vagón y estaba toda su familia, y el tren ahora iba al Sur. Se sentaba a mirar por la ventana y veía el mar. Por largo rato lo miró, hasta que pestañeó, o abrió los ojos, o simplemente se dió cuenta de que estaba despierto.
Luego se puso de pie. Viña parecía estar más cerca de lo que había estado cuando se echó en la arena. Lo primero que distinguió fueron los vehículos dados vuelta. Destrozados, la verdad. Restos del tsunami probablemente. Recordó cuando escuchó la noticia, olas gigantes en todo el mundo, y lo primero que pensó fue que Chile no tenía oportunidad. Contra eso, que puede hacer una larga y angosta faja de tierra, una pequeña playa a orillas del acantilado, contra la furia del mar.
La ciudad en si no parecía golpeada por la catástrofe. Más bien parecía estar en ruinas, abandonada siglos atrás. Como Machu Pichu, que Laskov solo había visto en fotos, o el Partenón. Las calles desiertas, salvo uno que otro esqueleto. La vegetación emancipada, lentamente reclamando el territorio para si. Las casas borrosas, manchas amorfas vagamente parecidas a sus recuerdos. Pero reconocibles. Esencialmente las mismas. Con una extraña sensación de familiaridad, mal que mal la devastación no era nada nuevo para él, había visto los mismos estragos en cada ciudad costera de su ruta, Laskov comenzó a recorrer las calles camino de su casa. Sabía lo que iba a encontrar. Lo veía todo alrededor.
No había cadáveres, y eso lo tranquilizó. Estaba la posibilidad. Estaría toda la vida quizás. Pero estaba. Prefería que estuviera. Había abandonado la esperanza de volver a verlos, no solo a ellos, a todos, tiempo ha. Se lo había preguntado mil veces, por qué volver, por qué bajar tan lejos, si no por ellos. Por qué volver si sabía que todos iban a estar muertos. O ausentes, que era casi lo mismo.
Simplemente estaba harto de fingir, de seguir causas que no eran la suya. Pensó que se sentiría un heroe, al liberar a su pueblo de las garras del mal. Se había sentido bien, se había sentido útil, aunque marginalmente. Pero la verdad es que no los conocía, a nadie. Se había sentido solo, terriblemente al margen. Espectante. Aquí al menos era protagonista. Esta ciudad en ruinas era su ciudad, esta manzana desierta era su manzana.
Su cuarto estaba totalmente revuelto. Supuso que la pulpa mohosa en la esquina era lo que quedaba de sus libros. Le causó risa. Pulpa. Una risa breve y melancólica. Su ventana rota. Desde ahí pudo ver el esqueleto de un perro amarrado en el jardín vecino. Que horrorosa forma de morir. Amarrado. Contempló la idea de dormir en su cama, pero estaba toda podrida. Recordó las arañas. Decidió salir de la casa lo antes posible.
Cerrado el capítulo de su familia, mirando la calle sin saber que hacer, de golpe recordó la Logia. Era tan obvio. Había dejado de pensar en la Logia durante el camino, resignado a la pérdida. Con el mundo acabándose, no habría tiempo para frivolidades. Sin embargo ya que estaba allí, era lógico que la siguiente parada en su recorrido, como quien visita un cementerio, fuera la Logia.
Caminó hacia Libertad empujado por el viento, el abrigo flameando delante de él. Una vez en la avenida, enfiló por el centro de la calle en dirección a la municipalidad. La iglesia de Los Carmelitas había sido golpeada brutalmente. Derruida como estaba, tenía más solemnidad de la que Laskov jamás le encontró en vida, más aun después de conocer las verdaderas Catedrales europeas. Viendo las ruinas, por un segundo tuvo la impresión de que el tsunami nunca había terminado, de que todo seguía sumergido, y que la barrera de polvo que bloqueaba el sol no era sino la superficie del agua. Altísima, inalcanzable desde allá abajo. Pensó que solo bastaba con sacarse el abrigo y flotar hacia arriba, nadar hasta la libertad, pero luego olvidó como. Le dió un poco de vértigo. Por supuesto, el temor a perder la cordura estaba siempre presente. Era el signo de los tiempos.
Apenas dejó atrás la iglesia apareció ante él el Palacio Carrasco, el cuartel central de la Logia. El edificio, salvo tener todas las ventanas rotas, no se veían tan deteriorado como el resto de la ciudad. Laskov subió las escaleras hacia la entrada principal. Un cartel con la borrosa leyenda “Ilustre Municipalidad de Viña del Mar” bloqueaba el acceso, puesto como en lugar de la puerta.
Quitó el cartel de en medio. Adentro estaba considerablemente más oscuro. Sacó su linterna de la mochila y comenzó a darle cuerda con el pulgar, rítmicamente. Al presionar la manilla se activaba un pequeño dínamo que daba a la linterna la energía necesaria para funcionar. La primera vez que la tuvo en sus manos, Laskov pensó que era el mejor invento que había visto jamás. Había conseguido tres. Una para él, una para Jorge y la tercera por si acaso. Quizá quedarían todas para él.
Entró en el Salón Principal del Palacio Carrasco, y lo primero que notó fue, como siempre, la gran escalera que, bifurcándose luego en dos, conectaba al Salón con el segundo piso. Luego paseó la luz de su linterna por el suelo cuadriculado, pero le sorprendió verlo pintado de azul. ¿Manchado? Sobre las baldozas negras y blancas, alguien había pintado un patrón azul que representaba el mar. Luego venía la costa, modelada en papel maché. No le costó trabajo reconocer que se trataba de Viña y Valparaíso. Maravillado, no se cuestionó su origen. Acercó su vista al territorio: sobre el modelo de ambas ciudades, reposaba algo que pensó nunca volvería a ver.

Anterior
Siguiente

Sub Aether – 001

Por unos segundos el cielo se abre y una titánica columna de luz cae sobre los cerros en penumbras. Durante un momento Laskov alberga la esperanza de que la nube de polvo se esté disipando, pero antes de que la columna desaparezca sabe que solo se trata de un fenómeno aislado. El arcoíris de la nueva era, piensa. Luego apunta “el arcoiris de la nueva era” en su libreta de notas. Le gustaría haber estado debajo de la columna cuando apareció, quizá hubiera visto el sol, hace meses que no lo ve. No cree volver a hacerlo.
Cuando sus ojos se reacostumbraron a las sombras, siguió caminando por la orilla del mar, rumbo a la ciudad desierta. Aunque desierta es una exageración, alguien debía quedar. Alguien tenía que quedar.
Un observador mirando a Laskov caminar por la playa se hubiera llevado un buen susto. Vestía un abrigo alemán enorme, ceñido a su delagada cintura, que dividía su figura en dos, y una máscara de gas, también alemana. Más parecía un insecto, una gigantesca avispa humanoide, que una persona. En la espalda del abrigo, como penitencia por llevar ropas Nazi, había bordado una gran Estrella de David, ahora completamente tapada por la mochila donde traía comida, agua y municiones para su PPSh, el último objeto ruso de su indumentaria.
Hacía unos meses un tipo, fusil en mano, le había preguntado si era un marciano, si tenía la culpa de que el sol se hubiera apagado, si planeaba invadir la Tierra y otra serie de sandeces. Lenta, cuidadosamente, Laskov se había quitado la máscara, se había atragantado con el polvo de la atmósfera, y había dejado que el tipo sacara sus propias conclusiones. Viendo que Laskov también llevaba un fusil, y suponiendo, probablemente, que lo sabría manejar mejor que él, el tipo se había marchado antes de que Laskov pudiera preguntarle en que lugar de Sudamérica se encontraba. Juzgando por la distancia que había recorrido desde entonces, ahora que tenía Viña del Mar en el horizonte, decidió que se trataba de Ecuador. Un ecuatoriano había sido la última persona viva que había visto. Se preguntó si lo seguiría estando. Se volvió a preguntar si había alguien vivo en Viña.
Debía estar en Reñaca, solo unas cuantas horas más hasta su casa. Revisó sus provisiones. Todavía le quedaban algunas latas. ¿Donde las habría recogido? ¿Antofagasta, Serena? No podía saberlo. Desde México que venía caminando por la costa, para no perder el camino y porque le parecía la ruta más segura. Cuando se le acababan las provisiones hacía pequeñas razias a los pueblos o ciudades costeras, pero trataba siempre de volver lo antes posible. Nunca reconoció una ciudad, ni siquiera las ciudades chilenas, hasta ahora. Le bajó un extraño remordimiento. Quizo haber recorrido más el país cuando estaba vivo. Haber visto menos mundo y más patria. No supo por qué. No había sido Nacionalista, en ese sentido, antes de la Guerra. Quizá Europa lo había cambiado más de lo que creía. Delante de él las rocas formaban una muralla intransitable. Tuvo que internarse hasta la carretera para poder seguir.
Llevaba la mitad del camino cuando la vió, por el rabillo del ojo. Sin pensarlo tomó su fusil y le descargó la mitad de las balas. El traqueteo del arma lo hizo temblar. Jadeó debajo de la mascara. Sudó frio. Recordó una habitación en Dresden, un cuarto oscuro. Una caja de vidrio, llena de. Llena de. Veía más que nada patas. Llena de patas. Patas que se movían, un ser inmenso hecho solo de patas. El rostro pegado al vidrio corredizo. El vidrio corriéndose. Risas. La punta de su larga nariz, y una alimaña pequeña que subía por el puente. Temblando, la brisa soplaba fuerte desde el mar(parecía soplar, estos días, esta época, esta era, siempre desde el mar). Logró volver en si. Arañas. No quería ver más arañas. En su vida. Casi lloró, pero el sentimiento era más estomacal que eso. Visceral. Se quizo dejar caer de rodillas, pero el pasto a sus pies lo aterró. Volvió, lo más cerca del mar que pudo. Comenzó a caminar rápido y luego, como si nada, comenzó a correr. Desesperado. A correr hasta que encontró la playa de nuevo. Se tiró en la arena, exhausto. Luego cuando la penumbra se hizo sombras, supo que el Sol, detrás de la nube de polvo, se había escondido. No veia nada, pero la oscuridad nunca lo había asustado particularmente. Sentía la arena bajo su cuerpo, sabía que nada que lo aterrara iba a salir de la arena.
No había estrellas, ni luna. Recordó la noche Viñamarina de antes, cuando las luces de Valparaíso se veian en la lejanía, hasta Playa Ancha, y los barcos también flotaban iluminados sobre el mar. Ahora le parecía ver un par de luces, pero bien podrían ser alucinaciones. No tenía como saber si se trataba de pequeñas luces cercanas, o grandes luces lejanas. Fogatas, quizá. Sobrevivientes en los cerros de Valparaíso. Ojalá. Antes de dormirse le limpió el filtro a su máscara. El polvo de todo un día cayó a su alrededor, invisible. Mañana apenas se despertara entraría en Viña.

Siguiente

N vs. S

Chile del Norte y Chile del Sur se encuentran en disputa por el valle del Mapocho y sus ricas tierras de cultivo.

Chile del Sur se extiende desde la ciudad de Hospital hasta su centro portuario más importante, Puerto Montt. Su capital, Concepción, tiene también un puerto que es Talcahuano, el que sin embargo es usado principalmente para el amarre de naves de pasajeros. Las mongolfieras hacen escala en el aeropuerto Carriel Sur, donde los pasajeros en tránsito pueden beber un exquisito café DiMarco mientras esperan que el helio bombeado en la mongolfiera que reposta alcance la presión adecuada para continuar viaje.

Chile del Norte, a su vez, se extiende desde Antofagasta hasta Los Andes; su capital, Valparaíso, es a la vez puerto de carga y de pasajeros, y no tiene puerto de mongolfieras, las cuales siguen camino hasta La Serena. Los pasajeros que están en tránsito hacia la frontera con Bolivia, al norte, pueden disfrutar del aromático aguardiente de uva que se produce en Elqui. Los pasajeros que vuelan en mongolfieras regresan a la capital de Chile del Norte en tren.

Chile del Sur tiene fronteras al sur con la Nación Chilota, al este Argentina, al norte Chile del Norte y al oeste el Oceano Pacífico. Chile del Norte a su vez limita al oriente con Argentina, al poniente con el Oceano Pacífico, al sur con Chile del Sur y al norte con Bolivia.

Chile del Sur tiene una economía esencialmente agrícola, ganadera y forestal, y tiene intercambio con Argentina y la Nación Chilota. En menor medida se dedica a la pesca, excepto en el golfo de Achao, que es territorio chilote.

Chile del Norte tiene una economía basada en Minería y manufactura. Suele tener relaciones comerciales con Bolivia y Argentina, en términos de ganadería.

Ambos países limitaban al centro en el río Mapocho, pero después de la división que se produjo en diciembre de 1817, las relaciones entre Norte y Sur han sido pedregosas, hasta la actualidad, en que las intenciones del Norte de capturar el Valle han sido respondidas con agresividad por el Sur. Se cree que el conflicto será por mar, ya que el combate en mongolfiera está prohibido por la Corte Internacional de La Haya y la ONU.

El Norte tiene por aliado natural a Bolivia, quienes le proporcionarán tecnología naviera; en cambio el Sur tiene de su lado a los estrategas mapuches que descendientes de aquellos que en los años ’70 apoyaron a la Nación Chilota a independizarse de Argentina. Argentina, obviamente, en este conflicto se abstendrá, mientras que los chilotes, al ser una pequeña nación no podrá dar apoyo a sus aliados más antiguos.

A pesar de su inferioridad numérica, Chile del Sur dispone de varios cuerpos de huilcamanes, comandos entrenados y muy especializados. Chile del Norte no tiene comandos especiales, pero si muchos efectivos entrenados en Perú, y una economía más pujante gracias al elevado precio del salitre en el mercado internacional.

Este hecho es observado con preocupación por el presidente de Estados Independientes, Mark D. Chapman, quien ha dicho en varios medios noticiosos que de producirse este conflicto el Cono Sur puede ver afectada su economía ya que las mongolfieras norteamericanas pueden dejar de realizar sus rutas a través de dicha región.

Los presidentes chilenos, Bautista Van Schouven (del sur) y Luis Emilio Recabarren (del norte) mantienen una posición coincidente de mantener la resistencia ante semejante intervención foránea, no cediendo tampoco en sus intenciones de llegar al conflicto.

Para evitar este desgarrador combate fraticida, el filósofo Eduardo Carrasco Pirard junto al reconocido músico Luis Guillermo Oddó se unen y realizan una reunión en la frontera inter-chilena con los presidentes chilenos. La reunión es moderada por la actriz Carmen Bunster, y la prensa internacional está al pendiente de lo que pueda resultar. El llanto de Carmen Bunster es elocuente.

Eventualmente ambos países extienden el combate a las mongolfieras y el resto del continente cierra las fronteras a los Chiles; el costo en vidas es altísimo, y ambos países se ven desgarrados en luchas internas. Ambos presidentes son asesinados por disidentes, el gobierno desaparece absorbido por la vorágine de la guerra, y el caudillismo hace presa en el país, que ya no tiene otra separación excepto la geográfica.

Al final de los años oscuros, surge un médico que empieza discretamente a capturar apoyo entre los caudillos, y pronto su bigote y sus lentes de grueso marco de carey empiezan a ser conocidos entre la gente. Su carisma lo lleva a tener apoyo entre sus compatriotas, y sus fotos con la mano en alto serán el símbolo de la nueva era que se abre ante un único Chile.