por David Mateo
Pesadilla. 1. f. Ensueño angustioso y tenaz. 2. f. Opresión del corazón y dificultad de respirar durante el sueño. 3. f. Preocupación grave y continua que siente alguien a causa de alguna adversidad. 4. f. Persona o cosa enojosa o molesta.
La anciana se mecía sobre la vetusta y desgastada mecedora, observada atentamente por la niña. El crujido absorbente de la madera y el cáñamo impregnaba la atmósfera de la pequeña habitación, solapando el silencio que parecía retumbar en toda la casa.
La niña, que quizás fuera su nieta, quizás una vecina o quizás una simple visitante anónima que se había dejado caer por allí, la contemplaba con mirada curiosa. La vieja era fea y arrugada. Su rostro, entallado en profundos surcos, mostraba mil años de experiencia, una vida demasiado prolongada que había dejado huella en unos ojos perfilados por abultados sacos ojerosos. Su piel era fina como la seda, y las venas, de un color azul celeste, se transparentaban en sus brazos y en sus piernas. Se asemejaba a una reina aposentada en su trono; un trono que no dejaba de gruñir bajo el peso de un cuerpo muerto. A espaldas de la anciana había una ventana atrancada, tras el cristal llegaba atisbarse un mundo yermo y oscuro en donde la noche parecía dominar el raso firmamento.
La casa estaba en silencio, un silencio melancólico y triste. Las paredes eran funestos muros que constreñían el espacio vital, convirtiendo la atmósfera reinante en un cúmulo de aire viciado y tórrido; un ambiente dominado en gran parte por el olor a rancio que desprendía la vieja. El mobiliario era más bien escaso. El hedor a vetustez se confundía con el tufo a madera pasada, provocándole a la niña un nudo en el estómago. En el centro de la estancia había una mesa redonda y grande. En un rincón, y sobre un pequeño aparador tan decrépito como la mesa, se alzaba una televisión de principios de los años setenta, apagada y con los botones llenos de polvo. Un mueble demasiado pesado ocupaba el ala derecha del comedor. En el lado opuesto un gran sofá forrado con una envoltura de nylon y lentejuelas obstruía el paso.
La única luz que se propagaba por la estancia provenía de una extravagante lámpara con forma de araña. Era una luz mortecina que contrastaba abiertamente con los ojos melancólicos de la vieja.
La niña permanecía en silencio, agobiada por todo cuanto la rodeaba. De vez en cuando miraba hacia atrás con recelo, hacia el umbral de una puerta que dejaba paso a un estrecho y largo pasillo. Durante unos segundos la niña tuvo miedo. Veía las sombras negras y turbulentas que se arremolinaban en cada recodo, y no dejaba de preguntarse qué otras habitaciones podría albergar aquella mansión. Miró de nuevo a la anciana y se encontró con un rostro impávido, pétreo, que no transmitía emoción alguna. Incluso sus ojos parecían fuentes apagadas cuyo chorro espontáneo se había secado hacía ya muchos siglos.
Se disponía a hablarle en susurros cuando los ecos de unos pasos presurosos llegaron desde el fondo del pasillo. Pudo escuchar el fuerte clock clock clock de unos zapatos con exceso de tacón. Su primera reacción fue huir de la habitación, pues fuese lo que fuese lo que se aproximaba, le producía una sensación de agobio tan grande que el nudo que atenazaba su estómago se volvía demasiado opresivo. Sin embargo sus piernas permanecían inmóviles, negándose a obedecerle. En apenas unos segundos una figura emergió de las sombras y ocupó el hueco de la puerta. Se trataba de una mujer de unos cincuenta años, que bien podría ser la hija de la anciana y a su vez, la madre de la niña. Portaba en las manos una bandeja con un vaso de leche y una montañita de galletas. Su aspecto no podía ser más usual y menos amenazante; era la típica ama de casa vestida con un babero horroroso y pasado de moda, un delantal con flores estampadas y zapatillas de felpa de andar por casa. Su rostro era mofletudo y excesivamente maquillado de rojo, su cabello rubio caía suelto y abombado, y su semblante ofrecía una esforzada mueca de cordialidad. Llevaba gafas de cristales gruesos y un gran collar de perlas que se escondía entre los huecos de un abultado escote.
Su aspecto era corriente, incluso podría decirse que agradable, no obstante había algo en ella que a la niña le causaba un pavor espantoso. Quizás fuese aquella sonrisa malintencionada que dejaba entrever unos dientes amarillentos. Quizás aquellos morros hinchados y sobrecargados de pintalabios barato. Quizás aquellos ojos absorbentes que en cuanto enfocaron la habitación se centraron en la anciana. Fuerse como fuesre había algo sobrecogedor en la intrusa que le ponía a la niña la piel de gallina.
La mujer se adentró en la sala y la cruzó con paso presuroso. Ni tan siquiera se detuvo a mirar a la inocente mujercita que la observaba desde la puerta. Pasó frente a ella como una exhalación y no se detuvo hasta situarse frente a la mecedora de la vieja.
La anciana no reaccionó al ver aparecer a la mujer; su mirada seguía prendida en el infinito. Bien podría haber estado catatónica como un vegetal, o despojada de cualquier signo de vida. Pero la niña sabía que en aquel recipiente prehistórico había sentimientos profundos; unos sentimientos enlosados que, por una razón u otra, permanecían escondidos tras una mirada vacua.
La mujer depositó la bandeja sobre la mesa y se aproximó a la anciana. No dijo nada; tan solo se limitó a limpiarle la boca con la esquina del delantal mientras la observaba atentamente. La sensación de peligro se hizo más acuciante en el corazón de la niña. No sabía muy bien el por qué, pues las atenciones que la mujer dispensaba a la vieja no podían ser más altruistas, pero había algo en su conjunto que le producía una intensa repulsión.
Tras limpiar las babas que impregnaban la comisura de unos labios arrugados, dio media vuelta y cogió la bandeja de la mesa. Fue un movimiento brusco que provocó que el montón de galletas se desmoronara, sin embargo la mujer no prestó demasiada atención a aquél contratiempo y caminó con la fuente hasta el trono de la reina.
Clock, clock, clock, el taconeo de los zapatos volvió inundar el silencio de la habitación.
La niña, inquieta, se puso de puntillas para ver mejor, y de pronto, sin saber porqué, dio media vuelta y centró la mirada en el oscuro pasillo. Hasta ella llegaba el murmullo de un coro de voces que bailoteaba entre las sombras y parecía llenar cada rincón de la casa. Lo primero que le vino a la mente fue una escena de su pasado. Ocurrió durante la última semana de verano, cuando faltó un familiar en la vetusta casa del pueblo. Había permanecido despierta durante toda la noche, escuchando el susurro de las viejas que velaban el cuerpo del difunto. No eran más que diez cuervos negros recitando el rosario, pero aquel bureo metódico y continuo se le incrustó en el cerebro y le impidió volver a conciliar el sueño.
Aquél día la sensación era la misma. Los extraños lutosos oraban, perdidos en algún rincón de la casa. Su susurro llegaba ronroneante hasta el comedor, fluyendo entre las sombras y atrapando el corazón de la niña. Se preguntó si en algún lugar se estaría celebrando un sepelio. La casa era demasiado grande y las sombras parecían dominarlo todo; en ese caso, ¿qué pintaban la vieja y la mujer apartadas del resto del mundo?
No tuvo tiempo de divagar demasiado. Un estruendo de platos rotos hizo que se olvidara de los orantes y volviera la mirada hacia la habitación. Lo que vio provocó que su corazón se le encogiera en el pecho. La mujer había soltado la bandeja y los vidrios rotos del vaso y las galletas desmenuzadas se hundían en un gran charco de leche.
—¿Por qué has hecho eso?— quiso preguntar a la mujer. Pero algo muy dentro de ella le aconsejó que guardara silencio. Que permaneciera agazapada en las sombras y se limitara a observar sin llamar demasiado la atención. Y así lo hizo. Se arrodilló en el suelo, y rodeando sus temblorosas rodillas con los bracitos, contempló lo que pasaba en la estancia con una mueca de horror en el rostro.
La mujer había cambiado. Exteriormente seguía siendo la misma, pero algo en su interior había mutado, dejando emerger aquél lado siniestro que la niña había vislumbrado en un primer momento; un lado demasiado sádico que había ocultado tras un rostro saturado de colorete rojo.
Aquel ser extraño comenzó a caminar hacia la anciana, hundiendo los tacones en los charcos de leche y arrastrando tras de si una sombra alargada y negra. La niña quiso gritarle a la vieja que huyera, que se alejara de la mujer; pero no pudo hacerlo, sus cuerdas vocales estaban constreñidas y la vieja reina siguió sentada en su trono de cáñamo, ajena a la amenaza que suponía su cuidadora.
Las voces de los orantes se hicieron más y más fuertes, retumbando entre las cuatro paredes de la habitación. La niña quiso gritar pero no pudo. Estaba paralizada por el miedo. Antes de que quisiera darse cuenta de lo que estaba pasando, la mujer se plantó ante la vieja y levantó sus grasientos brazos en el aire. Todo aconteció en apenas unos segundos, pero la niña tuvo tiempo de ver con todo lujo de detalles como el rostro de la anciana despertaba de su letargo y se deformaba en una máscara delirante y desesperada.
Los brazos de la mujer cayeron, y sus dedos, rematados por uñas largas y puntiagudas, desgarraron el rostro de la anciana, creando surcos sanguinolentos. El cuerpo de la herida mujer se retorció en un espasmo de dolor, y la niña pudo contemplar como la reina se aferraba a los brazos de su trono en un desesperado intento de soportar el sufrimiento.
Cuando la mujer se apartó de la mecedora, sus manos estaban teñidas de rojo y espesos coágulos de sangre resbalaban por sus zarpas, goteando uno tras otro en el vacío y diluyéndose en el charco de leche que se había esparcido por el suelo.
La anciana se retorció inválida sobre la hamaca. Su cuerpo seguía sin responder, a excepción de sus manos, que continuaban aferrándose a los brazos del asiento; sin embargo su rostro mutilado, del que no dejaban de emanar chorretones de sangre, se volvía una y otra vez hacia la extraña depredadora y se retorcía en muecas tan terroríficas que incluso llegaban a causar la hilaridad.
Sin razón aparente, la mujer se enfureció aun más y de nuevo se precipitó sobre la anciana. Ésta vez no le arañó la cara, pero sí que la abofeteó con fuerza, de tal modo que el rostro de la vieja calló cayó vencido a un lado, derramando chorretones de sangre en el delantal de la matrona. Durante unos segundos el chasquido de la bofetada palpitó en la estancia con ecos tan estruendosos que la niña tuvo que taparse los oídos.
Cuando la mortaja del silencio calló cayó sobre tan nefasto escenario, la anciana irguió lentamente la cabeza y se encontró una vez más con su atacante. La mujer seguía allí en pieé, tan amenazante y peligrosa como desde elal inicio de su transformación. Ante aquella visión, los ojos de la anciana se salieron de sus órbitas, dominados por un sentimiento de horror primario e irracional, y su boca se retorció en una contorsión imposible. Y de lo más profundo de su garganta emergió un grito estridente que retumbó en toda la habitación e hizo que los cristales de las ventanas temblequearan en sus viejos marcos. La niña trató de salvarse de aquel angustioso alarido volviéndose a tapar los oídos. De pronto el murmullo de los orantes desapareció, el grito desquiciado de la anciana se zambulló bajo una poderosa ola de mutismo, y todo cuanto la rodeaba pereció bajo una prosa silenciosa. No obstante, a través de aquella quietud obscena, la niña podía seguir viendo como la vieja se desgañitaba entre alaridos agónicos, meneando la cabeza de un lado a otro, gritando y llorando mientras la sangre seguían brotando a borbotones por los estigmas que la mujer había dejado en su cara.
En mitad de tan delirante escena, el cambio que tanto había temido la niña terminó de obrarse, y la madrona, despojada de su disfraz de pueril inocencia, abrió los labios hasta lo indecible y su mandíbula se desencajo con un crujido espeluznantemente, convirtiéndose su boca en un ciego abismo de colmillos puntiagudos y babeantes. La niña, sabedora de que iba a pasar algo horrible, quiso taparse los ojos, pero no pudo. La inercia del mismo miedo la obligaba a seguir inmóvil, con los párpados bien abiertos, contemplando las obscenidades que acontecían en la habitación.
La mujer levantó la cabeza hacia el techo, y su pelo de estropajo le calló cayó en cascada por la espalda. Sus brazos se estiraron hasta casi descoyuntarse, como si una fuerza mayor a su voluntad la obligara a convulsionar todo su cuerpo, y de su boca brotó un hervidero de polillas negras que batieron las alas en la oscuridad de la estancia, esparciéndose por todos los rincones como una plaga de podredumbre. La niña las veía revolotear hacia el techo, agitando sus alas fúnebres y convirtiéndose en una gran nube que parecía presagiar tormenta. Finalmente ocuparon todo el techo y enterraron sus inmundos cuerpos en frondosos capullos de seda. Sobre su cabeza colgaron miles de chorretones, que convertidos en extrañas lenguas, parecían a punto de caer en una densa llovizna de verano.
Mientras tanto, la mujer de rostro deforme se precipitó sobre la anciana. La niña se estremeció horripilada cuando las manos del ente, pues ya no se le podía llamar de otra manera, se ciñeron al cuello fofo de su presa y lo retorcieron con tanta fuerza, que a punto estuvo a punto de partirlo en dos. Después, como una perra rabiosa, se lanzó sobre aquel rostro ensangrentado y engulló la delirante expresión de la anciana tras una boca abismal, hundiendo dos hileras de colmillos en la carne apelmazada.
Las lágrimas cayeron por las mejillas de la niña cuando los colmillos del ente desgarraron y apretaron, y durante unos segundos, la vieja reina se debatió bajo el cuerpo de la mujer, agarrándose desesperada al ridículo delantal de flores estampadas. Sin embargo la criatura no continuó mordiendo, ni terminó de arrancar la carne de los huesos, sino que permaneció inmóvil, atrapando a la desvalida anciana entre sus brazos y sujetándola con tanta fuerza que pronto sus espasmos se volvieron infructuosos. Cuando la presa quedó exhausta, la criatura hundió aun más los dientes y comenzó a extraer algo que anidaba en lo más profundo de la vieja.
La niña, encogida en su escondrijo, fue un testigo mudo del horror que aconteció segundos después. La garganta de la mujer se contraía y se dilataba cada vez que tragaba, deformándose por extraños bultos que recorrían todo su cuello. Y conforme más engullía, el rostro de tan extraño vampiro se volvía más espantoso y abominable. Sus dedos acabaron por convertirse en garras y se incrustaron aun más en la garganta de la anciana, la cual, todavía con vida, sufrió una convulsión y sus brazos cayeron exánimes a ambos lados de la mecedora.
Mientras la voraz criatura seguía alimentándose, la niña pudo ver como la vieja comenzaba a perder color, tornándose de un tono pálido enfermizo. La pigmentación de la piel acabó volviéndose blanca y la carne comenzó arrugarse aun más sobre los huesos, agrietándose y pudriéndose por todo su cuerpo. Pese a todo el parásito seguía sin colmar su apetito; sus dientes continuaban clavados en el vetusto rostro, succionando más y más vida.
El hedor a carroña se expandió por toda la habitación.
La inocente observadora, con el estómago revuelto, presenció como la carne de los brazos seguía pudriéndose lentamente, convirtiéndose en una capa de escarcha que acabó por desvanecerse tras una nube de polvo, dejando al descubierto una hilera de huesos amarillentos y descarnados. Y aun llegado a un momento tan crítico, cuando la anciana no era más que un cadáver momificado, la niña pudo ver como el ente seguía succionando, y su presa, abandonada a un sufrimiento indecible, perdía agónicamente la vida tras una última sacudida.
Cuando la criatura se apartó de la vieja, lo que quedaba en la hamaca no era más que una momia putrefacta. La niña, tapándose la nariz en un vano intento de contener el olor que desprendía el cadáver, quedó prendada de las cuencas oculares de aquel caparazón vacío. La calavera de la anciana le devolvía la mirada, y los ojos de la niña se perdían en dos agujeros infinitos que ya no transmitían absolutamente nada.
La niña, acallando el grito que nacía en su garganta, retrocedió espantada hasta que la pared contuvo su huída. Al mismo tiempo sintió como algo caía desde arriba, rozándole la mejilla y dejando un rastro pegajoso en su cara. Cuando miró hacia el suelo, vio un gusano retorciéndose entre los ladrillos. Instintivamente levantó el pié pie y lo aplastó bajo la suela de su zapato; el crujido de la carne desgarrada le provocó un escalofrío.
De pronto comenzaron a caer más y más liendres del techo, formando una alfombra viviente por todo el habitáculo. La niña, repugnada, se hizo un ovillo y sintió como aquella lluvia viscosa se le metía por el cuello de la camisa, por las arrugas de la falda o quedaba adherida entre su pelo. Mientras un cosquilleo repugnante se expandía por todas las partes de su cuerpo, se incorporó lentamente y pudo sentir como las orugas caían al suelo y se unían a un manto vivo que cubría toda la estancia. Dio un paso al frente y diminutos cuerpos viscosos estallaron bajo las suelas de sus zapatitos, derramando un jugo verdoso que impregnó las baldosas agrietadas. Sin embargo la atención de la niña ahora se centraba en otro punto. La criatura, todavía vestida con el babero estampado y con un delantal cubierto de sangre, había dejado atrás el trono de la reina y había puesto por primera vez sus ojos en ella.
La niña se estremeció ante la vileza que irradiaban aquellas cuencas oculares. Su boca todavía chorreaba sangre, y entre sus labios se acertaban a distinguir las dos hileras de dientes puntiagudos y descarnados que habían succionado la vida de la anciana.
Presa de un frenesí incontenible, la niña giró sobre si misma y buscó la salida de la habitación. Cual Grande fue su sorpresa al encontrar la puerta cerrada. Horrorizada, trotó hasta el picaporte y en su alocada carrera pudo escuchar el ruido espeluznante que producían las larvas al estallar bajo sus pies. Esta vez ignoró la sensación de asco que la embargaba y no se detuvo hasta que tuvo sujeto el pomo entre sus manos. Desesperada, tiró del asidero y notó como la puerta ofrecía una resistencia atroz. Una y otra vez luchó contra la manivela, girándola a un lado y a otro y gimoteando al borde del llanto. La puerta no cedió ni un ápice. Comprendiendo que poco podía hacer por salvaguardar la vida, giró lentamente sobre si misma y encaró al espanto que la acechaba desde la retaguardia. Su sorpresa fue mayúscula al encontrarse tal solo con la vieja reina aposentada sobre su trono de madera y mimbre.
Boquiabierta, se restregó los ojos varias veces para comprobar que no se encontraba ante una alucinación, pero cada vez que levantaba la vista, volvía a ver a la anciana, tan tranquila y silenciosa como la había encontrado en un principio. Cuando miró hacia el suelo la alfombra de gusanos había desaparecido. Cuando elevó la mirada hacia el techo, no encontró más que una bóveda anegada de oscuridad. Tampoco quedaba recuerdo alguno de la extraña criatura que había provocado aquella abyecta locura.
Sintiendo como el corazón volvía a latir en su pecho, la niña miró una vez más a la anciana y comprobó como ésta se mecía despreocupada en su hamaca. El agradable ruido del mimbre volvía a llenar la estancia y el único olor que perduraba era el de la madera pasada y el de los muebles vetustos.
La niña miró a la anciana y la anciana le devolvió la mirada, después la puerta de la habitación se abrió con un chasquido y el umbral volvió a quedar despejado. Con movimientos tímidos, la pequeña inclinó la cabeza a modo de despedida y la anciana permaneció inmóvil, catatónica, perdida…
Esta vez la niña no se quedó inmóvil, sino que acuciada por una intensa sensación de desasosiego, dio media vuelta y sin mirar atrás, cruzó el umbral de la puerta. Sin embargo, mientras recorría el pasillo buscando la salida de la mansión, pudo escuchar a sus espaldas un ruido que le resultaba demasiado familiar: clock, clock, clock…
El taconeo llegaba a través de las sombras y se dirigía hacia la estancia que acababa de dejar atrás. Horrorizada, contuvo el aliento y echó a correr en la dirección opuesta, perdiéndose entre las tinieblas que la rodeaban.
FIN
por David Mateo