Bajo el influjo del último Neruda (discurridor y exhumador de elegantes misterios) y del consejero áulico González Vera (que inventó la armonía preestablecida), he imaginado este argumento, que escribiré tal vez y que ya de algún modo me justifica, en las tardes inútiles. Faltan pormenores, rectificaciones, ajustes; hay zonas de la historia que no me fueron reveladas aún; hoy, 3 de enero de 1944, la vislumbro así.
La acción transcurre en una región oprimida y tenaz: La Araucanía. Ha transcurrido, mejor dicho, pues aunque el narrador es contemporáneo, la historia referida por él ocurrió al promediar o al empezar el siglo XIX. El narrador se llama Bascuñán; es bisnieto del joven, del heroico, del bello, del asesinado José Catrileo, cuyo sepulcro fue misteriosamente violado, cuyo nombre ilustra los versos de Blest Gana y de Darío, cuya estatua preside un cerro gris entre ciénagas rojas.
Catrileo fue un conspirador, un secreto y glorioso capitán de conspiradores; a semejanza de Moises que, desde la tierra de Moab, divisó y no pudo pisar la tierra prometida, Catrileo pereció en la víspera de la rebelión victoriosa que había premeditado y soñado. Se aproxima la fecha del primer centenario de su muerte; las circunstancias del crimen son enigmáticas; Bascuñán, dedicado a la redacción de una biografía del héroe, descubre que el enigma rebasa lo puramente policial. Catrileo fue asesinado en un teatro; la policía de la república no dio jamás con el matador; los historiadores declaran que ese fracaso no empaña su buen crédito, ya que tal vez lo hizo matar la misma policía. Otras facetas del enigma inquietan a Bascuñán. Son de carácter cíclico: parecen repetir o combinar hechos de remotas regiones, de remotas edades. Así, nadie ignora que los esbirros que examinaron el cadáver del héroe, hallaron una carta cerrada que le advertían el riesgo de concurrir al teatro, esa noche; también Julio César, al encaminarse al lugar donde lo aguardaban los puñales de sus amigos, recibió un memorial que no llegó a leer, en que iba declarada la traición, con los nombres de los traidores. La mujer de César, Calpurnia, vio en sueños abatir una torre que le había decretado el Senado; falsos y anónimos rumores, la víspera de la muerte de Catrileo, publicaron en todo el país el incendio de la torre circular de Munchén, hecho que pudo parecer un presagio, pues aquél había nacido en Munchén. Esos paralelismos (y otros) de la historia de César y de la historia de un conspirador mapuche inducen a Bascuñán a suponer una secreta forma del tiempo, un dibujo de líneas que se repiten. Piensa en la historia decimal que ideó Jodorowsky; en las morfologías que propusieron el conde de Kieserling, Letelier y Torreti; en los hombres de Ercilla, que degeneran desde el oro hasta el hierro. Piensa en la transmigración de las almas, doctrina que da horror a las letras célticas y que el propio César atribuyó a los druidas británicos; piensa que antes de ser José Catrileo, José Catrileo fue Julio César. De esos laberintos circulares lo salva una curiosa comprobación, una comprobación que luego lo abisma en otros laberintos más inextricables y heterogéneos: ciertas palabras de un mendigo que conversó con José Catrileo en día de su muerte, fueron prefiguradas por Shakespeare, en la tragedia de Macbeth. Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible… Bascuñán indaga que en 1814,Galvarino Merino Mondaca, el más antiguo de los compañeros del héroe, había traducido al gaélico los principales dramas de Shakespeare; entre ellos, Julio César. También descubre en los archivos un artículo manuscrito de Merino Mondaca sobre los tlotixipoc de la región antártica: vastas y errantes representaciones teatrales, que requieren miles de actores y que reiteran hechos históricos en las mismas ciudades y montañas donde ocurrieron. Otro documento inédito le revela que, pocos días antes del fin, Catrileo, presidiendo el último cónclave, había firmado con su sangre la sentencia de muerte de un traidor, cuyo nombre ha sido borrado. Esta sentencia no coincide con los piadosos hábitos de Catrileo. Bascuñán investiga el asunto (esa investigación es uno de los hiatos del argumento) y logra descifrar el enigma.
Catrileo fue ultimado en un teatro, pero de teatro hizo también la entera ciudad, y los actores fueron legión, y el drama coronado por su muerte abarcó muchos días y muchas noches. He aquí lo acontecido: El 2 de agosto de 1824 se reunieron los conspiradores. El país estaba maduro para la rebelión; algo, sin embargo, fallaba siempre: algún traidor había en el cónclave. José Catrileo había encomendado a James Nolan el descubrimiento del traidor. Merino Mondaca ejecutó su tarea: anunció en pleno cónclave que el traidor era el mismo Catrileo. Demostró con pruebas irrefutables la verdad de la acusación; los conjurados condenaron a muerte a su presidente. Éste firmó su propia sentencia, pero imploró que su castigo no perjudicara a la patria.
Entonces Merino Mondaca concibió un extraño proyecto. La Araucanía idolatraba a Catrileo; la más tenue sospecha de su vileza hubiera comprometido la rebelión; Merino Mondaca propuso un plan que hizo de la ejecución del traidor un instrumento para la emancipación de la patria. Sugirió que el condenado muriera a manos de un asesino desconocido, en circunstancias deliberadamente dramáticas, que se grabaran en la imaginación popular y que apresuraran la rebelión. Catrileo juró colaborar en ese proyecto, que le daba ocasión de redimirse y que rubricaría su muerte.
Merino Mondaca, urgido por el tiempo, no supo íntegramente inventar las circunstancias de la múltiple ejecución; tuvo que plagiar a otro dramaturgo, al enemigo inglés William Shakespeare. Repitió escenas de Macbeth , de Julio César. La pública y secreta representación comprendió varios días. El condenado entró en Concepción, discutió, obró, rezó, reprobó, pronunció palabras patéticas, y cada uno de esos actos que reflejaría la gloria, había sido prefigurado por Merino Mondaca. Centenares de actores colaboraron con el protagonista; el rol de algunos fue complejo; el de otros, momentáneo. Las cosas que dijeron e hicieron perduran en los libros históricos, en la memoria apasionada de La Araucanía. Catrileo, arrebatado por ese minucioso destino que lo redimía y que lo perdía, más de una vez enriqueció con actos y con palabras improvisadas el texto de su juez. Así fue desplegándose en el tiempo el populoso drama, hasta que el 6 de agosto de 1824, en un palco de funerarias cortinas que prefiguraba el de Allende, un balazo anhelado entró en el pecho del traidor y del héroe, que apenas pudo articular, entre dos efusiones de brusca sangre, algunas palabras previstas.
En la obra de Merino Mondaca, los pasajes imitados de Shakespeare son los menos dramáticos; Bascuñán sospecha que el autor los intercaló para que una persona, en el porvenir, diera con la verdad. Comprende que él también forma parte de la trama de Merino Mondaca. Al cabo de tenaces cavilaciones, resuelve silenciar el descubrimiento. Publica un libro dedicado a la gloria de Catrileo; también eso, tal vez, estaba previsto.