Hermana, soy una poeta (Gabriela Mistral)

“Hermana, soy una poeta”


Sí, una leve brisa
sopla en el pueblo
y yo puedo ver a través de las ropas
de toda la gente.
No hay razón alguna
para esconder estas palabras que vengo sintiendo,
ni hay excusa para comentar
los libros que he venido leyendo.
Pero sigo.
Lo hago.

La razón, es que soy una poeta.
Hermana, soy una poeta.

A lo largo del camino,
más allá de las puertas de la prisión,
releo mis novelas de crímenes
mientras me pregunto
si hay alguien aquí
que se sienta como yo.
¿Es que es malo lo que hago?
¿O lo que soy?.


Por supuesto, la razón, es que soy una poeta.
Hermana, soy una poeta.


Y por sobre Long Island,
todos ellos te lanzan sus camionetas Citroen encima.
No los saludas
ni les das la mano.
Huelen a pastillas de menta.
Lo único que tú tienes es tu propia juventud.
Pero estás sola, sola y más sola,
esperando las luces que no vendrán esta vez.

La razón de todo, es que soy una poeta.
Hermana, soy una poeta.

Gabriela Mistral, Long Island, 1953. Inédito.

Patria y libertad se llevó a mi niña (Víctor Raja!)

Patria y Libertad se raptó a mi niña (E.P, 2006)

Dijo que se iba ir lejos para las fiestas
El año nuevo, al puerto
Eso dijo
Pero nunca llegó
Nunca llegó a ninguna parte
Nunca llegó a ninguna parte


Patria y Libertad secuestró a mi niña
Patria y Libertad se la llevó lejos
Patria y Libertad se la llevó


Ahora no sé
Dónde puede estar
Ellos la arrancaron de mis brazos
Me la arrancaron
No sé
Dónde puede estar
Ellos la arrancaron de mis brazos
Se la llevaron


Avísenme, Avísenme, díganme algo
Que la presidenta se levante de la cama
Y que encuentre
Dónde tienen metida a mi niña
Llámenme, llámenme, digan algo
Que se pongan a trabajar los tiras
Y que ellos me digan
Si está viva


Oh oh oh oh oh oh
Oh oh oh oh oh oh


Dijo que se iba ir lejos para las fiestas
El año nuevo, al puerto
Eso dijo
Pero nunca llegó
Nunca llegó a ninguna parte
Nunca llegó a ninguna parte


Patria y Libertad secuestró a mi niña
Patria y Libertad se la llevó lejos

Patria y Libertad se la llevó

Patria y Libertad secuestró a mi niña
Patria y Libertad se la llevó lejos

Patria y Libertad se la llevó

Copyright: Víctor Raja!, Black Rocket Records, Puente Alto 2006.

Tunguska 9

Godard abría los ojos de nuevo dentro del cine. En la oscuridad. Le picaba la piel de los muslos y las canillas. Pulgas. Amaba y odiaba a la vez los cines viejos. Las luces estaban apagadas. Tenía a veces esos blackouts, esas pérdidas de memoria. Godard estaba viejo. En la pantalla, las imágenes mostraban a Andy Warhol caminando por Nueva York. Godard sonrió. Warhol era una mierda, pero era una mierda simpática, una mierda conocida. Siempre le dieron risa sus películas. Ese hijo de puta de Paul Morrisey no sabía demasiado de cine pero era divertido. Tenía buenos títulos, por lo menos, pensó. Luego puso la mente en blanco. Zen de cinematógrafo, zen de auteur. Miró la película. Warhol caminaba por una calle de tierra en un suburbio de una ciudad americana. Todo era en blanco y negro o, mejor dicho, color sepia. Un color de foto antigua, de cinta sudamericana al modo de un neorrealismo involuntario provocado por la precariedad, la pena o la imposibilidad de filmar en mejores condiciones. La película era muda. Warhol caminaba por el suburbio y luego las casas desaparecían y la ciudad se acababa y todo –la pantalla, lo que podia aguantar el ojo de Godard- se convertía en un sitio baldío. Había caído una bomba ahí, una bomba tan grande que la pantalla no alcanzaba a cubrir la extensión de un cráter. Eso. Todo lo que Godard veía de la cinta era un cráter. Un inmenso agujero en la tierra. Warhol decía algo a la cámara pero solo se veían sus labios moverse, sin posibilidad de entender nada. Luego la cámara enfocaba la cara de Warhol. Warhol en el centro del cráter como una tela blanca que aún no ha sido pintada. Warhol como una mancha. Finalmente, la cámara hacía un zoom hacia la cara de Warhol. Veíamos sus arrugas, aquellas otras extensiones de tierra arrasada. Luego, la cinta acababa y Godard, por fin, salía de la sala.

2022: Pedreros

Así que estamos en el laboratorio y Sodano va y me dice que logró la fórmula para hacer funcionar la máquina del tiempo y que quiere viajar de vuelta a Santiago de 1965 para matar a Jorge Pedreros. Y yo le pregunto si es verdad y él me dice que sí, que quiere matar a Pedreros. Y yo le aclaro que lo que me interesa es lo otro, lo de la máquina y me dice que sí, que fue sencillo y que la máquina ahora funciona a las mil maravillas pero lo que importa es Pedreros, matar a Pedreros y toda su musiquita. Y yo le digo que está loco y él me dice que no y luego nos ponemos a discutir y nos trenzamos a golpes y Sodano va y saca una llave inglesa y me golpea en la cabeza. Y yo caigo al suelo y lo único que veo es como Sodano se mete a la máquina y aparece y desaparece en un segundo mientras la máquina del tiempo emite un ruido similar al de un helicóptero o un comediante que hace el ruido de un helicóptero. Y luego me desvanezco (en el momento en que todo el mundo se desvanece) y despierto con la cabeza herida y Sodano me sacude y me dice: lo siento, no quería hacerlo. No me dejaste otra. Y yo me preguntó qué. Eso. Viajar en el tiempo. Salvar la línea temporal. Eso. Matar a Jorge Pedreros. Y yo me pregunto quién es Pedreros. Y Sodano dice. El compositor, el actor cómico, Espinita, ese. No sé de qué hablas, digo. Y Sodano me dice: No más Pedreros. Y yo me doy cuenta de que tiene la bata blanca manchada con sangre. Lo he comprobado, dice. Salvé al mundo. Ya no existe Pedreros. Pero a quién le importa ese tal Pedreros, digo. Para eso viajé en el tiempo, dice. Fui y lo maté. Eso fue todo. Ya no más el Jappening Con Ja, ni las canciones de Gloria Benavides, ni el Festival de la Una. La Nueva Ola duró un suspiro. Maté al Chino Pedreros, dice. A Espinita, dice. Yo cambié la historia y luego eché a perder la máquina y ya no se puede ocupar más, dice. Y yo lo miro. Y me doy cuenta de que Sodano siempre fue un poco loco, un poco excéntrico. Y él salta en el aire y no sé qué decir. Me duele la cabeza. Me duele la herida en la cabeza. Me duele el vacío que tengo en mi cabeza: algo que se perdió. Algo que no está ahí. Algo que no puedo recordar. Más adelante, sabré que centenares de personas tuvieron esta misma sensación en este mismo instante y que algunas sufrieron ataques de epilepsia o crisis histéricas. Más adelante, me enteraré que algunas de esas personas iniciarán una religión dedicada a ese agujero blanco en su propia memoria y se explicarán que en esa nada, esa línea borrosa de amnesia, hay una manifestación de la voluntad de Dios. Pero eso será después. Por ahora, en el laboratorio, veo como Sodano baila y salta y me abraza y me dice que no lo veré nunca más, que ya es un un hombre completo porque eliminó a Jorge Pedreros, mató al peor virus de la cultura chilena de los últimos treinta años y con eso cambió la historia, salvó el presente, aseguró el futuro, puso las cosas el lugar correcto, dice antes de irse a un lugar desconocido.

periodismo gonzo: 11-9-2006


-El frasco cuesta ciento cincuenta lucas- dice Mini Hitler y luego deletrea lentamente- C-I-N-C-U-E-N-T-A.
Estoy en una fuente de soda de la Estación Central esperando que sea la hora para confirmar un rumor insistente sobre la nueva droga que circula. Algo elítico y aterrador cuyos detalles por ahora omitiré, concentrándome en quien me acompaña ahora, alguien que simplemente se hace llamar Mini Hitler. Mini Hitler tiene 32 años y, obvio, es nazi. Sabe karate, maneja armas de fuego y, según él, puede traducir con algo de esfuerzo Mein Kampf. No trabaja y vive de una escuálida mesada que su madre anciana le manda desde Temuco. Su currículum es más impresionante por lo que omite que por lo hace: lo echaron de RN, lo echaron de la UDI y en lo que queda de Patria y Libertad no lo quieren de vuelta. En la calle se comenta que meterse con él es «comprar un boleto para la rifa».
Mide un metro cincuenta, por cierto.

Y ahora me tomo una cerveza con él.

Bien.
Cada día mejor.
Mira la hora.
-Sígueme – dice – vamos por el paquete.
En el auto cuelga una svástica del espejo retrovisor. El motor del escarabajo tose asmáticamente mientras atravesamos Santiago, dejamos el humo gris de los edificios públicos del centro y como una flecha por Providencia para luego Apoquindo llegar al metro Escuela Militar.

-¿Vamos al Hyatt?-pregunto medio en broma.
No responde. Estaciona el auto y con una seña me dice que los acompañe. Su desdén no me sorprende. Si estoy con él es porque le paga el favor a una vieja amiga que, ventura, me debe uno a mí. Bajamos la estación y caminamos entre oficinistas, estudiantes de diseño apuradas y vagos de la capital que tienen el suficiente dinero para que su única ocupación sea un look alternativo que ya no sorprende a nadie. En esta parte de la ciudad los que toman el metro son indigentes. Nadie viene acá por placer. Este es el territorio del enemigo. La imagen del Chile que debemos adorar, venerar y pagar. Aquí andar a pie es sinónimo de pobreza y el bufido del metro algo parecido a la campana de un comedor común del Hogar de Cristo. Así que mientras el calor se coagula en las vitrinas de la casi desierta galería subterránea y la cerveza se me repite, sigo a un nazi para combrobar un dato no confirmado sobre la droga más dura de la capital. No sé de dónde el nazi ha sacado la plata.
La mujer nos espera apoyada en una baranda cerca de las cajas. Mini Hitler me dice que no hable. Grabo en la mente la imagen de la mujer: vestido de oficinista, pelo tomado hacia atrás, una cartera de cuero falso. Algo entre evangélico y frígido.
Mini Hitler hace una reverencia y luego hablan entre susurros. Ella le entrega un frasquito y él mete un sobre en uno de los bolsillos de la chaqueta de ella. Nada más. Eso es todo. Cero conversación. Ella ni siquiera me mira pero intuyo que la he visto de alguna parte. No puedo decidir dónde.
Hacemos el camino de vuelta. Mini Hitler me lleva a un departamento mugroso de San Diego, cerca de unos casi vacíos juegos Diana. Su casa. Pido permiso para entrar y mientra cruzo la puerta entro a un living que tiene muebles de mimbre una foto de una de los shows de luces de Albert Speer y una estantería en donde destacan Los diarios de Turner, La raza chilena y los textos menos esotéricos de Miguel Serrano. Hay una bandera chilena doblada y metida en una caja de vidrio. Está comida por las polillas y casi no tiene color.
-Es del Seguro Obrero. Los agujeros son de bala.
Ah.
Dejo de mirar. Mini Hitler abre el paquete y saca un frasquito mínimo con líquido blanco. Lo pone a contraluz y lo mira como si fuera un prisma.
-¿Es verdadero?-pregunto
-Saliva de Pinochet. Corvo. Recogida en la mañana. Mientras más reciente más efectiva.
-¿Cuántas veces lo has hecho?
-Tres. Dos el mes pasado. Una éste. La última vez estuvo complicado.
-¿Qué pasó?
-Cosas. Revelaciones.
-¿Qué produce?
-Alucinaciones. Viaje temporal. Regresión. Imágenes. El ruido de la historia.
El ruido de la historia. Mini Hitler saca del refrigerador una cerveza y me ofrece. Hace calor. Acepto la cerveza.
Bebemos en silencio. Afuera suenan las micros. Recuerdo una canción de los Prisioneros. Mini Hitler acaba su cerveza y se levanta.
-Ahora-dice.
Saco del bolso la cámara de video. Verifico el estado de la cinta.
OK.
Se saca el cinturón del pantalón y se aplica un torniquete en el brazo.
Detalle: la droga de la derecha va a entrar por el brazo izquierdo.
Mientras se le hinchan las venas abre el frasquito y sobre una cuchara calienta el líquido. Lo que viene es exactamente igual al ritual de la heroína. Mini Hitler mete llena la jeringa con la saliva del dictador y luego, lentamente la introduce en su brazo. Aspira un poco de sangre, que tiñe de rosado la sustancia. Tiene los ojos irrigados y respira de manera entrecortada. La grabadora hace un ruido mecánico mientras corre la cinta. No digo nada. Mini Hitler espera medio minuto y luego aprieta el émbolo con suavidad. La saliva rosada entra lentamente en su flujo sanguíneo. Cuando la jeringa está vacía, Mini Hitler afloja el cinturón y se tira hacia atrás en el sillón.
Pasa un rato de silencio luego el corvo hace efecta. Yo grabo mientras Mini Hitler habla sobre la dominación mundial y una colección de cintas porno ecuatorianas.
Luego babea.
Y se mea.
Y vomita.
Y baila.
Y desfila.
Y luego se apaga.
Como un peluche que funciona a pilas.
Todo con los ojos cerrados.
Luego Mini Hitler se duerme.
Cuando despierta yo sigo ahí. Le muestro parte de la grabación. Mini Hitler la mira con estupor.
-¿Cuánto duró?
Digo: una hora y media.
Mini Hitler no dice nada salvo: «Un mal viaje». Le queda la mitad del frasquito. Le pregunto si va a ocuparlo. Me pregunta si me atrevo. Le digo que no. Me dice que sabía que era un cobarde y luego me mira con la infinita superioridad de la raza aria mapuche y me dice que me vaya.
En la calle camino por San Diego rumbo a la Alameda.Tomo el metro en Universidad de Chile. Llego a casa. Miro la cinta de nuevo. Por un rato pienso en borrarla. Siento una pizca de arrepentimiento por no haberme inyectado pero luego se me pasa. Luego me da sueño. Sorprendentemente, no tengo pesadillas.

Al día siguiente, borro la cinta.

2022 (Isabel)

Isabel A: Había un tipo en el sanatorio, mamá. Cuando llegó tenía la cabeza recién rapada. Lo habían mandado ahí después de que su mujer había muerto de leucemia.. Estaba deshecho. Como yo. O más que yo. Como si tuviera los todos huesos rotos, esa clase de impresión daba. Le daban pastillas. Las mismas que a mí, las azules. Lo sé porque el tipo se las guardaba bajo la lengua y después me las mostraba. No eran muy puntillosos con ese aspecto de la terapia, mamá, no mucho. Pero lo que importa es el tipo. Se llamaba Germán y era profesor. Eso me contó. Hacía clases en un instituto. Era experto en historia de Chile, me dijo. Pero no hablaba de eso mucho. Decía que esa parte de su vida se había ido cuando ella se había muerto. Borrado de un plumazo, decía Germán. A negro. No puedo penetrar más allá de cierto momento porque el dolor me ciega, decía mientras tomábamos té. El dolor no me deja pensar, no me deja respirar y el cuerpo se me paraliza, decía y yo lo escuchaba mientras bebíamos ese té, sentados en el comedor del sanatorio, mirando por los ventanales el desierto al atardecer. Eso decía Germán y luego sacaba un cuaderno y me leía sus poemas. Era raro escucharlo, mamá. Sus poemas no parecían poemas. Sus poemas no estaban escritos en verso. Hablaban de refrigeradores y lavadoras. Había uno que detallaba la cantidad de los botones del delantal de una de las monjas. Y él iba así, botón por botón, hablando del blanco, de las arrugas y pliegues de la ropa. Era como si compusiera un rostro o el mapa de una ciudad. Así eran los poemas de Germán, mamá. Fríos, como cadáveres pero se trataba de cosas, de objetos y él los hacía lucir como cadáveres, como cuerpos muertos. A mí, a veces, me daba risa. Él venía en las tardes y me leía uno. Escribía con lápiz Bic en una pequeña libreta. Tenía una letra mínima, inentendible. Era un ritual que se repetía día a día: todos esos atardecer amarillos del norte yo escuchaba poemas sobre bicicletas o cubos de basura como si fueran acuarelas o imágenes de personas muertas. Por supuesto, al principio no entendía nada pero, con el tiempo, llegaron a gustarme: veía como le crecía lentamente el pelo a Germán y pensaba que eso tenía que ver con los poemas. El pelo y que me gustaran. Eso pasaba casi todo el tiempo. Sólo una vez Germán me leyó otra cosa: un día domingo, de invierno. Se había largado a llover. Una de esas lluvias que en el norte destruyen todo. Una lluvia casi bíblica, mamá. En la tele mostraban a la gente anegada en el sur, personas arriba del techo de sus casas con los brazos extendidos y esperando ser rescatadas por helicópteros de la inundación. En el norte no era para tanto, pero el temporal transformaba el desierto en un mar de barro. En el sanatorio habían goteras. Las monjas colocaban basureros de plástico para recoger el agua. Mientras llovía, mirábamos el agua caer y comíamos pan con palta con Germán, de eso me acuerdo, cuando él sacó la libretita y se puso a leer. Era un poema largo, de varias páginas, escrito con esa letra chiquitita y apretada con la que anotaba todo. Estábamos frente a frente. Yo podía ver las hojas de Germán y ver cómo, a veces, más allá, en el borde de la página el lápiz se le disparaba, las líneas se le transformaban en rayas, borrones, palabras tachadas. Germán no me miraba al leerlo. No recuerdo el título, ni sus palabras exactas sino de lo que hablaba, mamá. El poema de Germán se refería a un viaje por el metro en Santiago y detallaba las caras de la gente muda, que subía y bajaba estaciones en silencio mientras miraba la publicidad amarillenta, desvaída y escuchaba las ruedas, pisando la mugre del suelo, esquivando la basura que se acumulaba en las esquinas de las boleterías. Germán narraba cómo era un día cualquiera en Santiago mientras tomaba el trayecto que hacía de su casa al trabajo todos los días. No parecía un poema frío sino más bien como una película. O una teleserie, mamá. Una teleserie mal filmada, como esas escenas de relleno que ponen para demostrar que el tiempo avanza, que la cosa va para alguna parte. Germán lo leía sin exaltarse, como respirando hacia dentro. Algunas palabras no se le entendían, yo me las perdía. De eso hablaba hasta casi el final. O los dos tercios. Porque luego el poema daba un giro. Se doblaba como se dobla un papel. O se quebraba tal y como se quiebra el ala de un pájaro. Un sonido hueco, lleno de aire que se desvanece en el acto. Así cambiaba: porque el que hablaba, que era Germán, que debía ser Germán, decidía no ir a trabajar y metía en una iglesia donde velaban a alguien. Y en el poema Germán contaba que el que velaban era un amigo suyo de infancia, que se había suicidado luego de haber incendiado su casa para luego saltar por la ventana. Trabajaba de actor pero no le iba muy bien en la vida, en general. Había ido a la tele, a un programa de concursos y se había burlado de él un animador con cabeza de cerdo. Alguna vez había sido una promesa en el mundo del radioteatro. El poema decía que la cabeza de cerdo era literal, que no metaforizaba nada. Pero también podía ser una máscara teatral. A su amigo muerto, cuando estaba vivo, la mujer con los hijos lo habían abandonado. Y en el poema, en la vida, Germán miraba la cara de su amigo en el ataúd. Su amigo, por cierto, había recitado un poema de Gabriela Mistral en la televisión. En la iglesia no más había deudos que él. Hacía frío, decía Germán en el poema. Hacía frío, me decía Germán y en el poema él miraba la cara de su amigo y se quedaba allí un rato. Ahí terminaba el poema. En Santiago, con el paisaje helado, en una mañana cualquiera, con un muerto a la vuelta de la esquina. Un día en la vida. Pero sabes qué creo, mamá: creo que Germán hablaba de mi papá. Podía ser él. Y yo me lo imaginé así. Así de lejos. Así de cerca porque me di cuenta de que, aunque no lo conociera, Germán hablaba de mi papá. Que mi papá era ese amigo suyo que estaba en el ataúd en esa iglesia vacía. Era a mi papá al que Germán miraba en silencio mientras su propio poema terminaba, mientras el desierto nos cubría con su lluvia, transformándose en un lodazal lejano que amenazaba con convertirse en un aluvión de fango que podía venir desde el horizonte a sepultarnos una vez que llegara la noche, mamá.

2022

El pasado era el futuro. Jugábamos flippers y escuchábamos canciones sobre paisajes extraterrestres. Nos inventamos una vez un asesino: un tal J.P. Moraga, que mató a diecinueve mujeres a lo largo demedio siglo. Lo inventamos en los momentos muertos de clases, hace años. Era la época donde desaparecían todas esas pendejas en Alto Hospicio. Siempre estuvimos seguros de que era un serial-killer. Seguros seguros. No podía ser de otra forma. Seguimos por dos años (estábamos en tercero y cuarto medio) las desapariciones. Tenían método, tenían sistema. Habíamos visto demasiadas películas como para no darnos cuenta. J.P. Moraga surgió de eso. Anotamos su nombre en el cuaderno de matemáticas, mientras Fernández nos explicaba unas ecuaciones. Luego, cuando nos fuimos para la casa le dimos un rostro, una historia. J.P. Moraga tenía 75 años, era un anciano respetable, un abuelo, un héroe del pueblo. Alguna vez había postulado para alcalde y perdió. Era democratacristiano. Apoyó el golpe. Era de rigurosa misa dominical. Cantaba en un grupo folclórico que a veces se presentaba en el paseo del muelle. Eso no le impedía matar mujeres: las raptaba en los pueblos cercanos y las llevaba a su parcela en las afueras. Ahí tenía un congelador gigante. Les hacía lo que los asesinos en serie les hacen a sus víctimas. Prefiero no entrar en detalles. J.P. Moraga era frío, su mirada estaba muerta, tras sus arrugas se escondía algún significado del mal. Eso, creo, lo escribimos en un cuaderno. Soñábamos con hacer la película o escribir la novela o ver la historia sintetizada en la parte de atrás de la funda de un video. J.P. Moraga duró un semestre. Poseía una larga lista de víctimas falsas y gigantescas mitologías urbanas. Hicimos un par de veces el recorrido de sus crímenes: partíamos en una urbanización de Huanhualí y seguíamos hasta el sitio baldío que quedaba detrás de una discoteca rodeada de alerces y terminábamos en las puertas de lo que debería haber sido su parcela. Era como seguir a un culpable que no existía, jugar a ser detectives sin serlo. Luego descubrimos que Raúl Méndez vivía en Villa Alemana. Ahí terminamos la broma. Méndez no era literario; no era para reírse. Méndez siempre fue infinitamente más peligroso que Moraga. Más real y cercano, aunque nunca supimos verlo hasta que pasó lo que pasó. Ahora Méndez no importa. Deberíamos haber planeado un encuentro entre ambos: Moraga contra Méndez. ¿Quién ganaría?. Pensé en Moraga y sus crímenes imaginarios. Pensé en lo que sabíamos de Méndez. Méndez, dije. Por paliza. Después nos quedamos en silencio. Mudos. Eso era lo que sabíamos hacer en ese tiempo. Quedarnos mudos. Porque no éramos nadie. No éramos nada. Vivíamos ahí, en Villa Alemana, si es que a eso se le podía llamar vida. Veíamos televisión por cable. Algunas tardes y nos quedábamos pegados hasta el amanecer frente a la pantalla. Odiábamos las teleseries. Escuchábamos a Slayer. Siempre era invierno. Rebobino: escuchábamos música, dábamos vuelta por el centro, mirábamos el cielo negro, éramos fanáticos de la televisión. Eso era todo. No era mucho. No era suficiente. Teníamos planes: ganar la lotería y no trabajar jamás. Teníamos un asesino en serie, nuestro asesino en serie. O dos. Uno era real. Veíamos películas de vampiros. Dábamos vuelta por el cementerio. Llevábamos la cámara de video y grabábamos esos paseos por las tumbas, por aquellos caminos sembrados de animitas pobres de pueblo chico, poniendo nuestros pasos sobre los muertos enterrados en un terreno arcilloso que a veces era arena o barro a secas. Odiábamos a los ancianos, al alcalde, a los profesores. Habíamos salido eximidos del servicio militar por incapacidad física expuesta en certificados falsos. Nos perdíamos en esa comunidad que detestábamos: gente pálida con cara cansada, que daba vuelta por el pueblo en las tardes sin hacer nada, buscando historietas en vez de historias, conversando con otra gente, asistiendo a las patéticas fiestas escolares que hacían en discos que en otro tiempo habían sido centros de tortura. No teníamos nombre, no importaba nuestro nombre, no éramos nadie. Bebíamos cerveza. Éramos personajes de historietas a los que nadie quería dibujar. No teníamos aventuras. Nos conocíamos desde niños. Nuestros padres eran se conocían de toda la vida. Odiábamos el fútbol. Nos acostábamos, nos acostaríamos intermitentemente con las mismas mujeres. Éramos una mierda, una canción sobre la vida en otro planeta, los televidentes de una película en blanco y negro de la que nadie se acordaba, la imagen detenida de un desastre a punto de suceder.

Informe especial: crónica

Juan Miranda Altamirano, 37 años, ingeniero comercial, broker de la Bolsa de Santiago: No hay historia acá sino sólo una afirmación. Yo fumaba muertos. Eso. Yo fumaba muertos. Hay un mercado para eso. Un mercado pequeño, pero activo. Yo fumaba muertos. Iba a los cementerios y negociaba con mis contactos y me los fumaba. Tengo, tenía, un dealer. O dos. O tres. O cuatro. No era un círculo muy grande pero es un círculo igual. Tenía plata. Y tiempo. Era un buen hobbie. De la puta madre. Otra gente empala gatos. O bebe vino barato. O escucha ópera. Yo fumaba muertos. La ceniza o los huesos pulverizados del cráneo. O pedazos de su ropa. O los pelos. Muertos famosos. Antes fumaba muertos anónimos, pero los famosos son más entretenidos. La vida moderna, se entiende. No tengo que pedir disculpas por ello. Sólo quedarme calladito, piola y disfrutarlo. No hay nada satánico. Yo no pertenezco a ninguna secta. No es necrofilia, literalmente hablando. No hay nada sexual en ello. Yo no profanaba tumbas y ni hacía cochinadas. Simplemente hago mis contactos y ellos me pasaban el material y yo me lo fumaba. Era un hobbie. No le hago daño a nadie. Alguien me preguntará: ¿qué gracia tiene fumarse a los muertos? Y yo le diré: harta. A veces ves cosas. Te vuela. Ves sombras por el rabillo del ojo. Eso. Ves siluetas que son como destellos pálidos, pedazos de una luz que no alcanzas a reconocer y que te parecen un dejavú. Fumar muertos te lo provoca. Una y otra vez. Como algo que debes saber, que no puedes abandonar. Las puertas de una clase de percepción a la que te ves empujado. Escuchas sus historias en medio del latido de tu corazón, que es como una taquicardia. Sueñas cosas despierto. No es nada fuerte en todo caso. Mucho menos que el ácido. Más como la marihuana o el hachís. Pero no te vuelve adicto. No te mata neuronas. Puedes dejarlo. Fumar muertos es un vicio de caballeros, una enfermedad romántica. Una vez uno de mis dealers se equivocó y me pasó hueso machacado de una calavera tiempos de la colonia, un polvo blanco que mezclé con tabaco cubano y que me fumé en una tarde calurosa en el centro de Santiago. Vi algunas cosas. Unas pocas: los carruajes, los disparos de unos soldados, el adobe trizado de las casas, el barro y las charcas sobre el piso. Interesante. El pasado tiene olor a mierda. No sé, por cierto, a quién me fumé esa vez.. No tengo idea de su nombre. Lo había borrado de sí. Coloqué un disco de Cream mientras lo hacía. El hombre escribía cartas con una letra pésima. Carecía de ortografía. Miré esas cartas. Era un conspirador. Un criollo conspirador que quería hacer caer a la corona. Leía en frances a Diderot el muy hijo de perra. Y a Voltaire. Pintaba, parece. Hay cosas que los muertos cargan y otras que dejan atrás. Este había abandonado todo lo relacionado con la pintura, lo había eliminado del aura que había dejado. Pero aún así, yo podía recordar o más bien ver que tenía una buena biblioteca. Supe, por las imágenes, que todo su plan se fue al carajo. Los miembros del Virreinato se enteraron y le pegaron una patada en el culo y lo desterraron. Vi imágenes de ese destierro. El sur mojado de una cabaña calefaccionada con una leña aromática. Un cántico mapuche que sonaba tras la paredes. Una mujer mapuche llorando. Otra mujer muerta. Las señales de un crimen que el criollo no alcanzó a contemplar. En todo caso, yo no quería fumarme a un criollo. Los huesos viejos, por alguna razón son los más poderosos y tienden a quedarse más tiempo en el cuerpo. Droga dura. Cuesta expulsar aquellas imágenes. Así que mi dealer se equivocó con el encargo. Alguien lo estafó. El hueso machacado que me dio era de la Colonia. Las imágenes me tomaron por sorpresa. Duró una hora pero luego tuve que dejar de fumar por algún tiempo. Todo se mezcló. Secuelas. Unas pocas. Sensación de desapego de la realidad. El insufrible olor a bosta del pasado. Esa clase de cosas que van y vienen como si el problema fuera fijar la mirada, enfocar y otra vez los objetos y la sombra de los objetos en medio del humo de la memoria: los pequeños escombros que detallan espacios que van a desaparecer, que se van a borrar. Cuadros dentro de cuadros dentro de cuadros. Yo fumo muertos por eso: meto el polvo de sus huesos en medio del tabaco y espero las revelaciones, las historias, los fragmentos de vidas ajenas que me alcanzan en medio de la noche y me destemplan la mandíbula con su luz. Me gusta. Conservo la memoria de lo evanescente, conservo el recuerdo de lo que se ha borrado en la marea del tiempo. Creo en fantasmas. Los aspiro y me lleno los pulmones con ellos. Los fantasmas entran en mi sangre y hablo en lenguas muertas y bajo a las regiones infernales donde habitan que no son más que los retazos de ciudades donde ya no vive nadie y el abandono campea a lo largo y ancho de esas patrias y esos pueblos.

(Informe Especial, 2-5-99, Reportaje de Mirna Schindler. Producción: Luz Aparo. Cámara: León Murillo)

La revolución no será televisada

No.
No, compadre, no vas a poder quedarte tirado en la casa.
Ni meterte en tu Toyota comprado a plazos, prender el motors y salir a dar vueltas.
Ni perderte con el control remoto en la mierda del cable,
ni levantarte al refri y sacar una cerveza entre los comerciales.
No, porque la revolución no será televisada.
No. La revolución no será patrocinada por Telefónica
en cuatro tandas
a horario prime time.
Ni te mostrará fotos de Sebastián Piñera con una camiseta del Colo
reclamando por las facturas falsas de Publicam,
mientras suena un disco de Takeshi Osu
descargado en Mp3 de un café
que quedaba al ladito de la Virgen sangrante de Lo Vázquez.
No, porque la revolución no será televisada.
No.
La revolución no te mostrará “Hola Andrea” con Andrea Molina
y no será protagonizada por Claudia DiGirolamo
o Carolina Arregui
o Pancho Reyes
o Felipe Braun
o un agónico Walter Kliche.
La revolución no te va a quitar el mal aliento.
Ni te va sacar el acné.
No, porque la revolución no será televisada.
No habrá extras noticiosos de Chilevisión sobre las infinitas liposucciones de Pamela Díaz.
24 horas no podrá predecir un día antes
cuál de los candidatos ganara las próximas elecciones.
No, porque la revolución no será televisada.
No va a haber milicos abusando de su poder.
Ni fotos de senadores agarrándole el culo a niñitas
O llorando por el cadáver momificado de Pinochet.
No va a haber gente muerta de hambre porque el gobierno le falló.
No, porque la revolución no será televisada.
Y S.Q.P, Primer Plano y C.Q.C y todos esos putos realitys
ya no van a ser relevantes.
A nadie le van a importar si Tamara Acosta
perdió la virginidad diez veces en una misma comedia
porque los chilenos vamos a estar en la calle buscando un mejor mañana.
No, porque la revolución no será televisada.
No.
No va a haber tomas de los pendejos de las caletas aspirando neoprén una y otra vez,
ni retratos hablados de la Mujer Metralleta
ni explicaciones sobre el suicidio del asesino de Hans Pozo.
No.
Y el soundtrack de la revolución no lo va a componer
ni Christell,
María José Quintanilla,
Jorge González,
Alvaro Henríquez,
Zalo Reyes
o Quilapayún
o alguno de esos huevones.
No, porque la revolución no será televisada.
La revolución no va a volver luego de unos comerciales
para apoyar a la Teletón
con la cara asquerosamente joven de Don Francisco
o asquerosamente rica de Iván Zamorano
que te van a preguntar donde dejaste tu corazón de chileno.
No vas a tener que preocuparte por la selección chilena,
por si perdiste o ganaste el Loto y el Kino.
No vas a tener que pensar por qué hay una paloma en tu dormitorio,
un tigre dentro de tu auto
y un gigante en el baño.
La revolución no va a saber mejor con Coca Cola.
La revolución no ayudará a quitar los gérmenes que causan el mal aliento.
La revolución te va a poner a ti y solo a ti en el asiento del conductor
para que largues al camino
o choques.
No, porque la revolución no será televisada
ni la darán en repetición en temporada baja.
No.
No, porque la revolución no será televisada.

Víctor Raja!. “Rebelión Telepática/Mis canciones ajenas” (E.P). Verano Frío Records, diciembre del 2006.

on writing

Villa Grimaldi, la antología de cuentos que publicó Augusto Pinochet durante el gobierno de Allende es un hiato destacable en su producción. Las razones son varias: por un lado venía a romper el silencio en que se había sumido el autor desde principios de la década de los 50; segundo, señala su compromiso con el gobierno de la Unidad Popular; y tercero, daba muestras de una versatilidad de estilos y un aprendizaje de las técnicas narrativas inaudito en un autor de su edad. Ya entrado en la cincuentena, Pinochet adscribe estilísticamente a la corriente de los novísimo narratore, como señalaría Cedomil Goic en su periodización de la literatura latinoamericana. En Villa Grimaldi hay ecos de la literatura beat yanqui, del gesto antipoético parriano y hasta retazos del compromiso social de la generación del ‘38. Publicado en 1971 resulta ser un texto que entra en perfecta sintonía con los de los autores más jóvenes como Tiro Libre de Antonio Skármeta y Concentración de bicicletas de Carlos Olivarez. Mirado en relación a su época, los cuentos de Pinochet dan cuenta de la estética paulista que vino a imperar en las formas de representar el mundo para los narradores chilenos, después de la reforma universitaria.

Pinochet crea viñetas vívidas de la época y para eso se sirve de los recursos que tenga a mano: la corriente de conciencia en “Chasqui”, la historia de un universitario prostituto torturado por su amante; el juego con los márgenes en “Yupanqui”, donde una mujer de clase popular narra detalladamente los abusos a los que la somete su patrón; el recuento bibliográfico en “Sales de baño” trata de la imposibilidad de un adolescente de encontrar la foto de su padre, para luego enterarse de que es uno de los asesinados en la masacre del Seguro Obrero. Heterógea, la antología trabaja con la idea de la formulación de un paisaje urbano y no se priva de las citas al contexto. Desfilan desde alusiones a la música popular (la Nueva Ola, el primer disco del Pollo Fuentes, los pretty faces criollos) hasta juegos/homenajes literarios donde se hace referencia a la cultura beat (en “Máquinas parlantes” hay un largo diálogo de Lawrence Ferlinghetti con Allen Ginsberg en la librería City Ligths de San Francisco, donde éste refiere sus experiencias en un Santiago de Chile gris, donde aún rondaba el criollismo) pasando por guiños políticos de compromiso con la izquierda (epígrafes sacados de discursos de Allende, Mario Palestro y Edwin Juica).
“El color del canario” es el cuento más logrado de un libro tan sólido como necesario.
En dicho relato se mezcla la obsesión por la modernidad del autor con sus resabios militares. Las vicisitudes de Cayo C., un soldado expulsado del ejército por conducta indecorosa operan a nivel simbólico como señas que remiten al desmoromiento institucional chileno. Cayo C. no sólo es expulsado del ejército sino que participa activamente en un proceso de sedición de las tropas.

Las citas a Patria y Libertad y el asesinato de Schneider apenas están diluidas en la trama y la escritura templa con vigor la melancolía: “Cayo miró por los barrotes al pelotón que hacía sus prácticas de guerra en el patio, esa mañana. Recordó que le gustaba ser uno de ellos y que disfrutaba de participar en esas maniobras. Se sentía parte de algo en ese entonces, reflexionó. Acercó su cabeza al agujero infecto que llamaban ventana y escuchó los gritos de odio a Perú que entonaban los conscriptos como único mantra mientras pensaba en la compleja trama que lo había llevado a donde estaba, en cada uno de sus meandros de sangre y odio. Siguió mirando por la ventana un rato. Cuando se cansó de la visión se tiró en el colchón pulgoso que hacía de cama. Deseó tener un cigarrillo…”

Salgado, Ramón. «Historia de la literatura chilena». Ediciones Universitarias de Valparaíso, 1986.