Es muy fácil olvidar que tras esa impenetrable armadura nuclear y esa inexpresiva máscara de hierro se oculta un hombre, un ser de carne y hueso con nombre y apellido. EL pueblo ya no percibe al General Setebos como un humano. Es algo más, tal vez el übermensch profetizado por Nietzsche, casi un dios.
Pero alguna vez fue humano. Sólo yo fuera de su círculo interno conozco su verdadera identidad e incluso creía ser su amigo. Pero a un amigo no se le saca en medio de la noche de su cama, a un amigo no se le obliga ver como su esposa es violada frente a sus ojos, como su pequeño hijo es ultimado en su cuna de un balazo en la cabeza. A un amigo no se le tortura con electricidad en los testículos y no se le arrancan las uñas y la lengua, ¿no lo creen? No, el General Setebos y yo, ya no somos amigos.
En estos momentos estoy encerrado a la espera del pelotón de fusilamiento y pronto seré uno más en la larga lista de opositores el gobierno torturados, ejecutados y desaparecidos. Mi presencia será anulada de la memoria nacional, mi certificado de nacimiento borrado de los bancos de datos y mi certificado de defunción jamás emitido. Será como si no hubiese existido nunca. Cuando Setebos elimina a alguien no sólo acaba con él, sino con toda su familia y sus amigos más cercanos. Una enseñanza que aprendió de Summa-Gorath, presumo.
Sería tan fácil para mí articular la secreta fórmula de catorce palabras en voz alta para abolir estos muros que me apresan, para que el día entrara en mi noche, para ser joven, para ser inmortal. Cuarenta sílabas, catorce palabras, y yo regiría las tierras que ahora rige Setebos. Pero él bien sabe, como lo sé yo, que jamás diré esas palabras, porque soy mejor que él. Porque he entrevisto los pródromos activos de la gran reintegración cósmica y no puedo pensar en términos de un solo hombre, aunque ese hombre sea yo mismo.
Sin embargo, para combatir el tedio, para combatir el olvido y las ansias carnívoras de la nada es que redacto estas líneas, en un trozo de papel higiénico que posteriormente ocultaré en una grieta de la pared…
A diferencia de los demás miembros del alto mando, el general Gustavo Roeschmann era el único que no se aislaba de la prensa y la ciudadanía. De carácter extravertido y optimista, siempre mantuvo una relación franca con el mundo civil. Roeschmann se consideraba a sí mismo un funcionario público, contestaba las llamadas telefónicas él mismo y recibía en su despacho a quien, como yo, quisiera verle.
El general Roeschmann sólo reconocía un interés académico en la política pese a ser uno de los militares con mayor capacidad de evaluación y diagnóstico en estas materias. Especialista en relaciones político militares, en políticas de defensa y en el vínculo entre las Fuerzas Armadas y la sociedad, Roeschmann había estado vinculado a decisiones de Estado desde hacía más de veinte años apareciendo una y otra vez al mando de todas la operaciones de alta complejidad política en las que intervino el Ejército.
Paracaidista y maestro de equitación –era miembro del arma de caballería– hijo y nieto de militares, saltaba a caballo regularmente y se lanzaba en paracaídas por lo menos una vez al mes. Era católico observante, casado y padre de dos hijos y abuelo de tres nietos a los que regularmente llevaba a andar a caballo en el regimiento Granaderos. Gustavo aprovechó admirablemente la oportunidad de relacionarse con políticos y civiles líderes de opinión al ocupar la destinación de Director de Movilización Nacional, que dependía directamente del Ministerio de Defensa. Hasta ahí todo lucía perfecto. Pero como la mayoría de los militares de su generación, Roeschmann ocultaba ciertos datos sombríos.
Uno de ellos era el haber sido el único chileno en ocupar el cargo de subdirector de la Escuela de las Américas con base en Fort Gulick en Panamá, la misma que tuvo la siniestra fama de hacer entrenamiento antinsurgente a fuerzas especiales de toda Latinoamérica expandiendo su ideología de aniquilación del ‘enemigo interno’, las técnicas de interrogatorio y tortura y el uso de armamento antisubversivo. Aún más significativo puede ser el hecho que Roeschmann era el oficial en activo más cercano al general Pinochet y quien lo acompañó a su regreso a Chile tras ser liberado por el gobierno Inglés. No por nada Roeschmann ocupó cargos de gran responsabilidad política durante la dictadura. Perteneció el Comité Asesor del general Pinochet desde sus inicios y luego pasó a la Subsecretaría General de la Presidencia.
Pero existían otros datos aún más oscuros sobre Roeschmann, cosas que sólo otro practicante de las ciencias ocultas como yo, podría saber.
Nos conocimos en 1973, cuando él era un joven oficial destinado en Santa Juana. Su poco interés en la política era contrarrestado por su inagotable sed de conocimientos arcanos. Estaba al tanto de MacGregor Mathers y Aleister Crowley, sabía de la Golden Dawn, el Colegio Invisible y los Illuminati de Weishaupt, estrechamente ligados con la Sociedad de Jacobinos. Estaba informado sobre la magia babilónica, la tradición hermética del sacerdocio egipcio de Thot y la Recta Provincia. No me quedó otra opción que presentarle a mi maestro y pronto me aventajó en cada área de las artes ocultas que llevaba dos años más que él estudiando. Pese a todo, su entrenamiento quedó inconcluso al ser trasladado luego de cuatro meses. Desde entonces se entrenaría en las artes ocultas por su cuenta.
Y entonces, en 1999, fuimos convocados por el maestro para ayudarle a impedir el regreso de Yog-Gorath desde el universo de bolsillo al que fuera exiliado por el Demogorgo en tiempos pretéritos e inmemoriales. Luchamos con todas nuestras fuerzas, todos los conjuros cuánticos a nuestra disposición, combinamos nuestro Vril, nuestras mentes, y tras 48 horas de combate que le costaron la vida al maestro, logramos vencer Summa-Gorath.
Pero lo que no sabíamos en ese momento era que mientras le combatíamos, el demonio extendió sus apéndices psiónicos a lo largo de cientos de kilómetros, eliminando a todos nuestros seres queridos.
Yo fui capaz de rehacer mi vida luego de este trágico evento. Gustavo no y fue así, que de un día para otro se le perdió el rastro. Pero yo sabía donde se había marchado. Iba en busca del sitio donde nuestro difunto maestro se había instruido. Anhelaba aprender más y vengarse del temible demonio que había diezmado a su familia.
Gustavo pasó meses peinando las aldeas tibetanas en busca de alguien que poseyera información sobre el ‘Templo de las Montañas’ que tantas veces había mencionado nuestro maestro. Pasó más tiempo aún traduciendo antiguos pergaminos y tabletas hasta que encontró lo que buscaba. Un mapa que hacía alusión a la orden de sabios que habiéndose atrevido a experimentar con las ciencias prohibidas, dejaron su orden originaria. La orden de nuestro maestro.
Un hombre podría haber deambulado toda una vida por esas blancas cumbres sin encontrar lo que buscaba. Pero Gustavo no era un hombre normal y cuando sus provisiones se terminaron no desistió y presa del hambre continuó escalando, siempre hacia arriba.
Gustavo intentó poner la mente en blanco, luchó contra el vendaval de ideas y recuerdos que se agolpaban en su memoria. Cuando al fin, su mente se quedó quieta escuchó un ruido, un silbido agudo, un como chasquear de la lengua y supo que había alguien ahí. Sin ver a nadie, Gustavo descubre que está ante la presencia del Abominable Hombre de las Nieves y comprende lo que le dice aún sin escuchar sus palabras. “Has llegado, al fin, has llegado hasta aquí… Muchos vienen, pero yo no les veo. Tampoco ellos me ven, aunque a veces descubran mis pisadas en la nieve. Son los exploradores, los que vana todas partes y escalan cumbres sin ir en verdad a ninguna parte, sin escalar nada… Pero el caso tuyo es distinto; deberás luchar conmigo toda una noche; yo soy el Ángel de Jacob… Sólo yo puedo abrirte el paso.”
Y Gustavo luchó con todas sus fuerzas contra el blanco Ángel, tal y cómo Jacob lo hiciera antes que él. Y tal como Jacob, Gustavo fue vencido por el Ángel y cayó casi muerto. En estas condiciones fue hallado por los monjes del templo.
Y así las semanas se convirtieron en meses, y los meses en años mientras Gustavo absorbía todo el conocimiento de aquellos iluminados que durante siglos habían combinado casi instintivamente la ciencia y la tecnología, creando aparatos que no eran más que locos sueños para la humanidad exterior. Y tras cinco años de estudios llegó el día en que los monjes llamaron a Gustavo, ‘Maestro’. Y Gustavo supo que el mundo estaba sus pies.
Pero aún se sentía vulnerable. El Abominable Hombre de las Nieves, el Ángel lo había derrotado. Decidió crearse una segunda piel que lo aislara y protegiera del mundo. Él mismo forjó su armadura, y la máscara que ocultaría su rostro de los mortales para siempre. Fue en aquel momento que Gustavo Roeschmann terminó de morir. Y nació el temible General Setebos.