El Segundo Golpe

Nadie, ni los más férreos admiradores del general Pinochet se hubiesen imaginado que a estas alturas podría ocurrir otro Golpe de Estado en Chile. Las cosas parecían marchar estupendamente, los índices de crecimiento económico aumentaban cada vez más y gracias a las iniciativas propiciadas por la primera presidenta en nuestra historia, importantes avances en educación y salud pública estaban siendo implementados. La Fundación Futuro encuestaba a los ciudadanos preguntándoles si eran felices y el 78% declaraba que sí, que eran felices. Pero existía alguien que no era feliz, alguien al que nadie ya recordaba y que estaba a punto de volver trayendo la guerra y el odio consigo.
Es muy fácil olvidar que tras esa impenetrable armadura nuclear y esa inexpresiva máscara de hierro se oculta un hombre, un ser de carne y hueso con nombre y apellido. EL pueblo ya no percibe al General Setebos como un humano. Es algo más, tal vez el übermensch profetizado por Nietzsche, casi un dios.
Pero alguna vez fue humano. Sólo yo fuera de su círculo interno conozco su verdadera identidad e incluso creía ser su amigo. Pero a un amigo no se le saca en medio de la noche de su cama, a un amigo no se le obliga ver como su esposa es violada frente a sus ojos, como su pequeño hijo es ultimado en su cuna de un balazo en la cabeza. A un amigo no se le tortura con electricidad en los testículos y no se le arrancan las uñas y la lengua, ¿no lo creen? No, el General Setebos y yo, ya no somos amigos.
En estos momentos estoy encerrado a la espera del pelotón de fusilamiento y pronto seré uno más en la larga lista de opositores el gobierno torturados, ejecutados y desaparecidos. Mi presencia será anulada de la memoria nacional, mi certificado de nacimiento borrado de los bancos de datos y mi certificado de defunción jamás emitido. Será como si no hubiese existido nunca. Cuando Setebos elimina a alguien no sólo acaba con él, sino con toda su familia y sus amigos más cercanos. Una enseñanza que aprendió de Summa-Gorath, presumo.
Sería tan fácil para mí articular la secreta fórmula de catorce palabras en voz alta para abolir estos muros que me apresan, para que el día entrara en mi noche, para ser joven, para ser inmortal. Cuarenta sílabas, catorce palabras, y yo regiría las tierras que ahora rige Setebos. Pero él bien sabe, como lo sé yo, que jamás diré esas palabras, porque soy mejor que él. Porque he entrevisto los pródromos activos de la gran reintegración cósmica y no puedo pensar en términos de un solo hombre, aunque ese hombre sea yo mismo.
Sin embargo, para combatir el tedio, para combatir el olvido y las ansias carnívoras de la nada es que redacto estas líneas, en un trozo de papel higiénico que posteriormente ocultaré en una grieta de la pared…
A diferencia de los demás miembros del alto mando, el general Gustavo Roeschmann era el único que no se aislaba de la prensa y la ciudadanía. De carácter extravertido y optimista, siempre mantuvo una relación franca con el mundo civil. Roeschmann se consideraba a sí mismo un funcionario público, contestaba las llamadas telefónicas él mismo y recibía en su despacho a quien, como yo, quisiera verle.
El general Roeschmann sólo reconocía un interés académico en la política pese a ser uno de los militares con mayor capacidad de evaluación y diagnóstico en estas materias. Especialista en relaciones político militares, en políticas de defensa y en el vínculo entre las Fuerzas Armadas y la sociedad, Roeschmann había estado vinculado a decisiones de Estado desde hacía más de veinte años apareciendo una y otra vez al mando de todas la operaciones de alta complejidad política en las que intervino el Ejército.
Paracaidista y maestro de equitación –era miembro del arma de caballería– hijo y nieto de militares, saltaba a caballo regularmente y se lanzaba en paracaídas por lo menos una vez al mes. Era católico observante, casado y padre de dos hijos y abuelo de tres nietos a los que regularmente llevaba a andar a caballo en el regimiento Granaderos. Gustavo aprovechó admirablemente la oportunidad de relacionarse con políticos y civiles líderes de opinión al ocupar la destinación de Director de Movilización Nacional, que dependía directamente del Ministerio de Defensa. Hasta ahí todo lucía perfecto. Pero como la mayoría de los militares de su generación, Roeschmann ocultaba ciertos datos sombríos.
Uno de ellos era el haber sido el único chileno en ocupar el cargo de subdirector de la Escuela de las Américas con base en Fort Gulick en Panamá, la misma que tuvo la siniestra fama de hacer entrenamiento antinsurgente a fuerzas especiales de toda Latinoamérica expandiendo su ideología de aniquilación del ‘enemigo interno’, las técnicas de interrogatorio y tortura y el uso de armamento antisubversivo. Aún más significativo puede ser el hecho que Roeschmann era el oficial en activo más cercano al general Pinochet y quien lo acompañó a su regreso a Chile tras ser liberado por el gobierno Inglés. No por nada Roeschmann ocupó cargos de gran responsabilidad política durante la dictadura. Perteneció el Comité Asesor del general Pinochet desde sus inicios y luego pasó a la Subsecretaría General de la Presidencia.
Pero existían otros datos aún más oscuros sobre Roeschmann, cosas que sólo otro practicante de las ciencias ocultas como yo, podría saber.
Nos conocimos en 1973, cuando él era un joven oficial destinado en Santa Juana. Su poco interés en la política era contrarrestado por su inagotable sed de conocimientos arcanos. Estaba al tanto de MacGregor Mathers y Aleister Crowley, sabía de la Golden Dawn, el Colegio Invisible y los Illuminati de Weishaupt, estrechamente ligados con la Sociedad de Jacobinos. Estaba informado sobre la magia babilónica, la tradición hermética del sacerdocio egipcio de Thot y la Recta Provincia. No me quedó otra opción que presentarle a mi maestro y pronto me aventajó en cada área de las artes ocultas que llevaba dos años más que él estudiando. Pese a todo, su entrenamiento quedó inconcluso al ser trasladado luego de cuatro meses. Desde entonces se entrenaría en las artes ocultas por su cuenta.
Y entonces, en 1999, fuimos convocados por el maestro para ayudarle a impedir el regreso de Yog-Gorath desde el universo de bolsillo al que fuera exiliado por el Demogorgo en tiempos pretéritos e inmemoriales. Luchamos con todas nuestras fuerzas, todos los conjuros cuánticos a nuestra disposición, combinamos nuestro Vril, nuestras mentes, y tras 48 horas de combate que le costaron la vida al maestro, logramos vencer Summa-Gorath.
Pero lo que no sabíamos en ese momento era que mientras le combatíamos, el demonio extendió sus apéndices psiónicos a lo largo de cientos de kilómetros, eliminando a todos nuestros seres queridos.
Yo fui capaz de rehacer mi vida luego de este trágico evento. Gustavo no y fue así, que de un día para otro se le perdió el rastro. Pero yo sabía donde se había marchado. Iba en busca del sitio donde nuestro difunto maestro se había instruido. Anhelaba aprender más y vengarse del temible demonio que había diezmado a su familia.
Gustavo pasó meses peinando las aldeas tibetanas en busca de alguien que poseyera información sobre el ‘Templo de las Montañas’ que tantas veces había mencionado nuestro maestro. Pasó más tiempo aún traduciendo antiguos pergaminos y tabletas hasta que encontró lo que buscaba. Un mapa que hacía alusión a la orden de sabios que habiéndose atrevido a experimentar con las ciencias prohibidas, dejaron su orden originaria. La orden de nuestro maestro.
Un hombre podría haber deambulado toda una vida por esas blancas cumbres sin encontrar lo que buscaba. Pero Gustavo no era un hombre normal y cuando sus provisiones se terminaron no desistió y presa del hambre continuó escalando, siempre hacia arriba.
Gustavo intentó poner la mente en blanco, luchó contra el vendaval de ideas y recuerdos que se agolpaban en su memoria. Cuando al fin, su mente se quedó quieta escuchó un ruido, un silbido agudo, un como chasquear de la lengua y supo que había alguien ahí. Sin ver a nadie, Gustavo descubre que está ante la presencia del Abominable Hombre de las Nieves y comprende lo que le dice aún sin escuchar sus palabras. “Has llegado, al fin, has llegado hasta aquí… Muchos vienen, pero yo no les veo. Tampoco ellos me ven, aunque a veces descubran mis pisadas en la nieve. Son los exploradores, los que vana todas partes y escalan cumbres sin ir en verdad a ninguna parte, sin escalar nada… Pero el caso tuyo es distinto; deberás luchar conmigo toda una noche; yo soy el Ángel de Jacob… Sólo yo puedo abrirte el paso.”
Y Gustavo luchó con todas sus fuerzas contra el blanco Ángel, tal y cómo Jacob lo hiciera antes que él. Y tal como Jacob, Gustavo fue vencido por el Ángel y cayó casi muerto. En estas condiciones fue hallado por los monjes del templo.
Y así las semanas se convirtieron en meses, y los meses en años mientras Gustavo absorbía todo el conocimiento de aquellos iluminados que durante siglos habían combinado casi instintivamente la ciencia y la tecnología, creando aparatos que no eran más que locos sueños para la humanidad exterior. Y tras cinco años de estudios llegó el día en que los monjes llamaron a Gustavo, ‘Maestro’. Y Gustavo supo que el mundo estaba sus pies.
Pero aún se sentía vulnerable. El Abominable Hombre de las Nieves, el Ángel lo había derrotado. Decidió crearse una segunda piel que lo aislara y protegiera del mundo. Él mismo forjó su armadura, y la máscara que ocultaría su rostro de los mortales para siempre. Fue en aquel momento que Gustavo Roeschmann terminó de morir. Y nació el temible General Setebos.

EXPEDIENTE TRAUCO

Entiéndame, son muchos los cabos sueltos y podrían escribirse centenares de páginas al respecto. Ya sabemos qué fue lo que ocurrió y de donde surgió el mito, tenemos las pruebas y a un híbrido capturado. Mire, se lo voy a explicar de la forma más sencilla posible. El incidente debió haber ocurrido alrededor del año 1400 o 1420 de nuestra era, poco antes de la llegada de los conquistadores a la zona. Al principio de las investigaciones pensamos que la nave se había estrellado cerca de la costa de Chiloé, pero con lo que desenterramos hace quince años, nos queda claro que el vehículo cayó en el corazón de la Isla Grande. No sabemos cuantos sobrevivieron, pero sí que debió ser un número considerable, dado el tamaño de la nave. El impacto del artilugio debió destruir los sistemas de comunicaciones de los Extraños, como pasaremos a llamarlos de aquí en adelante, sólo así se explica lo que vino después, el horror y el canibalismo que se convirtió en mito. La especie es similar a nuestros conocidos Grises, de hecho es probable que vengan del mismo sistema estelar: Zeta Reticuli o Epsilon Eridani. Forma humanoide, de baja estatura, piel oscura y grandes cabezas, la idea del duende patagónico por excelencia. Nuestra atmósfera no les es extraña así que no demoraron en adaptarse al hábitat chilote, construyendo una serie de refugios bajo tierra con las partes de la nave. No les fue difícil hacerlo, la isla está llena de cavernas y túneles que comunican con otros lugares del archipiélago. Y así, en el bajo mundo, sobrevivieron esperando que alguien viniera por ellos. Calculamos que las provisiones y la comida deben habérseles acabado a los cinco años. Ahí empezó la pesadilla. Su sistema digestivo es muy complicado y para sobrevivir requieren alimentarse y beber sólo de sustancias provenientes de su mundo natal. El agua, los vegetales o la carne animal terrestres son prácticamente un veneno para ellos. Y empezaron a morir de hambre y de deshidratación. Desesperados, los que quedaban vivos tomaron la decisión de empezar a comer los cadáveres y a beber su sangre. Sólo fue el inicio. El horror de verse varados en un mundo ajeno hizo que el salvajismo reemplazara la racionalidad. Comenzaron a atacarse los unos a los otros, para apresar a los más débiles y someterlos a un acto de canibalismo despiadado. Pero pronto, cuando ya eran pocos los que quedaban en pie, entendieron que ese no era el camino y que había otro medio de conseguir el alimento necesario: el hibridaje. Como hemos sabido desde años, los Extraños son una especie hermafrodita, con la capacidad de adaptarse a las funciones femeninas o masculinas según lo requieran, esto les facilitó la idea de reproducirse con hembras locales. Sexualmente somos compatibles con la especie, especialmente nuestras mujeres cuyo aparato reproductor está capacitado para recibir su miembro masculino y mantener en su vientre a la criatura resultante de este aberrante mestizaje. Con este plan en mente aprendieron las costumbres de los locales y aprovecharon su miedo al entorno y a lo desconocido para disfrazarse como una fuerza de la naturaleza. Empezó así la leyenda del Trauko, enanos deformes de piel gris que se dedicaban sistemáticamente a violar a las doncellas del archipiélago chilote. Leyenda que se unió al de brujos deformes, de gran cabeza, que secuestraban niños para sacrificarlos. Lo cierto es que todo fue parte de un plan de supervivencia de los extraños. Necesitan comer, cosechar alimentos y su horrenda alternativa fue engendrar niños con los cuales alimentarse, una perversa deformación del concepto de niños no deseados. Doscientos años señores, doscientos años riéndonos de una leyenda en apariencia ingenua. Creíamos que era el modo chilote de disfrazar los embarazos adolescentes, cuando en verdad estábamos ante la más despiadada y extrema manifestación de contacto entre humanos y extraterrestres. Cerca de mil muchachas entre los 13 y los 20 años fueron usadas para engendrar comida…

Los Arcontes de Toesca


Cosas que se saben de Joaquín Toesca:
Nació en Roma en 1752, y se formó desde muy joven con el arquitecto Francisco Sabatini, seguidor del movimiento neoclásico. Toesca alternó la enseñanza práctica aprendida junto a su maestro con los estudios que realizó en distintas escuelas, como la Real Academia de Barcelona, la Academia de San Lucas de Roma y la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en Madrid, en donde permaneció entre 1776 y 1779 mientras ayudaba a Sabatini en las obras comisionadas por el rey de España. En 1779, a petición del gobernador Agustín de Jáuregui y el arzobispo de Santiago Manuel de Alday y Aspée, Toesca viajó a Chile para proyectar y dirigir la construcción de varias obras pública, entre ellas las dos prioritarias eran la construcción de la catedral de Santiago y el diseño de un edificio que albergara la Casa de Moneda. Toesca trabajó pacientemente en ambas obras hasta su muerte en 1799, sin verlas concluidas. El edificio de la Casa de Moneda, una de las construcciones más importantes de la época, fue terminado por uno de sus discípulos y entregado en 1802.

Cosas que no se saben de Joaquín Toesca:
Cosas que no se saben de Joaquín Toesca:En 1770 un gran incendio destruyó la Sede Francmasona de Roma. Escarbando entre los escombros, Toesca encontró algunos documentos perdidos mucho tiempo atrás, mientras rescataba importantes cartas yotros objetos de valor de las llamas. Aquellos misteriosos papeles se encontraban redactados en una clave desconocida para Toesca, su maestro Sabatini o cualquier francmasón de la época. A fuerza de uncontinuo y meticuloso esfuerzo y perseverancia, Toesca, finalmente,resolvió el código, descifrando los documentos y encontrándose en posesión de los secretos del Colegio invisible: secretos que la francmasonería ortodoxa había perdido mucho antes. Los documentos facilitaban también el enlace con una orden continental que parecía poseer secretos incluso más profundos y daba la dirección de una alta iniciada llamada Belle Saint-Croix, en Ingolstadt, Baviera. Toesca, sin embargo, era un inflitrado en la francmasonería y su verdadera lealtad estaba con la sociedad secreta más secreta de todas,el Aenigma Regis. Guiado por Belle Saint-Croix, Toesca fundó la Orden de la Amphisbaena y empleando las técnicas que les enseñase Saint-Croix y los documentos cifrados, recreó gradualmente todo el repertorio de trabajo de ocultismo cabalístico que subyacía a la Orden Rosa Cruz de la Francmasonería y se dedicó seriamente a establecer contacto astral con las Altas Inteligencias de otros planos para que le educasen y guiaran.Siguiendo los dictámenes de estos ‘Arcontes’, Joaquín Toesca viajó a Chile donde, además de construir el Cabido de Santiago, el hospital San Juan de Dios, los tajamares y la catedral de Santiago; llevaría acabo su obra más ambiciosa, un artefacto del tamaño de un edificio capaz de absorber la fuerza vital de quienes lo ocupaban y sobretodo,las potentes energías del conflicto, el odio y la ambición. Este edificio era no otro sino La Moneda.Tal y como se sabe, el edificio fue terminado por LorenzoD’Archangeli, discípulo de Toesca que como su maestro, era miembro de la Amphisbaena. D’Archangeli llevó a cabo todas las instrucciones de su mentor, todas menos una: el sacrificio humano que serviría de llave para abrir las puertas de este mundo a los Arcontes. El sacrificio debía ser voluntario y el propio Toesca pretendía autoinmolarse en el centro del edificio donde convergían las fuerzas místicas del mágico territorio de Chili-Mapu, pero la muerte le encontró antes a él y la misión quedó en manos del joven Lorenzo que, acobardado, regresó a Roma. Ciento setenta y un años más tarde y mientras La Moneda absorbía todos los orgones desatados por el golpe militar, un valiente héroe se sacrificaba en el punto exacto donde las puertas de la percepción finalmente serían abiertas, dando paso a los terribles Arcontes que esclavizarían a la humanidad hasta la Segunda Venida.

Yiye para presidente

Con una multitudinaria presencia se dio inicio a las festividades del Te Deum, en la explanada del Templo Evangélico de Maipú, antiguo templo votivo católico. La muchedumbre, calculada en unas veinte mil personas, escuchó entre gritos y alabanzas las palabras del Obispo Bisama, quien impartió bendiciones para todos. El aniversario del primer año del credo evangélico como religión oficial de Chile, tras la proscripción del catolicismo, se vio empañada por la ausencia de personeros de gobierno, incluido el presidente, Patricio Aylwin, quién señaló no poder asistir debido a su avanzada edad.

La ceremonia se cerró con la esperada presencia de Yiye Avila, profeta y sanador que nos bendice con su visita. Después de realizar la milagrosa cura de lisiados y no videntes, Avila fulminó a seis miembros de nuestra iglesia que habían abjurado públicamente de La Fe. La visión de sus cuerpos estallando en llamas fue sobrecogedora, pero la multitud entendió que el Profeta lo hacía por mandato divino, y miles de agradecidos fieles se postraron embargados por las lágrimas.

Esperamos que este Te Deum convenza a nuestras autoridades de colocar definitivamente a Yiye Avila en la presidencia de Chile, para terminar con la creciente polarización y el odio que parece crecer en los corazones de la ciudadanía.

Artículo editorial, revista Atalaya evangélica

Lo que hay que ver

Chile, su historia y sus habitantes existen únicamente en un pensamiento fugaz y arbitrario de esta mujer. Esta fotografía retrata el instante preciso de nuestra génesis en su psique. Según la programación de la revista del cable Vive!, ella dejará de pensar en nosotros cuando el líquido toque sus labios, evento que ocurrirá el miércoles 29 de noviembre a las 21:30 por Sony, después de un episodio de 30 Rock.

Ucronía minimalista: una lágrima de la virgen

Y en ese instante se muerden porque chocan, se arrancan los párpados porque han abierto los ojos. Llegados desde el desierto adornado de ruinas y petróleo seco, desde la pulcra ciudad de torres blancas, desde el fondo de la alcantarilla hedionda en medio de la sierra entre las montañas yermas. El hombre infeliz y vacío, la mujer hecha de olor a sí misma, el muchacho salvaje de sonrisas como cuchillos. Y las estrellas suben al cielo porque algo nuevo está naciendo. Por fin, gimen las multitudes del coro griego, por fin, murmuran los atareados hombres y mujeres plomizos que atraviesan sin parar la Plaza de Armas. Algo está cambiando.



El celular suena, allí en la cima de la montaña. La mujer cuyo cuerpo es puro deseo lo saca de entre sus pechos y presiona el botón. Jadea. Escucha.



-Es todo mentira –crepita una voz que parece de computador-, lo que encontraron no es lo que están buscando…



El jadeo de la mujer y el chillido del muchacho ensangrentado en un mar de vidrios rotos son uno, las voces de las monjas muertas corren a través de los cables de la red mientras los ángeles intentan despertar de su inquieto sueño en los rincones más impensados: el sótano de un café con piernas, detrás de un sillón en un palacio de gobierno, la copa de un árbol en un zoológico metropolitano. El hombre infeliz y vacío tiembla, la ciudad parpadea como una ilusión, el desierto sembrado de tarjetas de crédito aparece y desaparece como un truco de mago. Nadie quiere gritar pero tienen que comenzar a hacerlo. “Están aquí, están aquí”.



Comienza el terremoto.



Y a través del territorio las hordas pelean, los cuerpos de las personas son los campos de batalla. La mujer hecha de líbido y de ojos color semen y miel baila en medio de la disco pisoteando su celular, acariciada por las manos de mil adolescentes y castigada por las miradas-látigos de cientos de viejos verdes, el chiquillo de los brazos metálicos y las danzas de colores corre por los pasadizos y los túneles seguido por otros niños aún más jóvenes. Gritan cosas diferentes. Cosas muy diferentes.



Cosas como: todo va a estar bien. Siempre he querido esto. Si sigo teniendo fuerza de voluntad lo lograré. Nunca te voy a olvidar. Me gustaría que me miraras. Estoy tan herida, tengo tantas ganas de morirme. Quiero encerrarme, depilarme y huir de mis ojos. Inquieto, feliz, inalterable. Te vamos a cortar en pedazos. Ya estoy lejos, todo ha terminado. Baila niña roja, la mandíbula rota. Cuidado, cuidado, cuidado…



Y cuando el peligro se hace evidente, las catedrales dejan caer trozos de cemento y gárgolas (y el chiquillo sigue corriendo y la diva sigue bailando), el hombre infeliz escapado de la cárcel ve como las madres y padres del país corren a través del estrépito de las calles para salvar a sus hijos del desastre. Pero las cunas están vacías, las parvularias están clavadas a la pared por los ojos, sangrantes y sagradas, los niños no están en ninguna parte. Lloro y crujir de dientes.



El metro no corre. Las estaciones están vacías, o llenas de muertos, o llenas de fantasmas que susurran tantos secretos que se confunden con el ruido de todas las radios tocando a la vez.



Y en ese instante ya no pueden bailar ni correr ni rechinar más los dientes. La mujer encuentra al hombre y encuentran al chiquillo, con sus ejércitos esperando en distintos rincones de la ciudad eterna. “Una tierra de hombres libres” dice el hombre, los ojos desaforados. “Toda la sed del universo entre mis piernas” susurra la mujer chorreando saliva. El muchacho dice llorando: “Vamos a escapar, destruiremos todo para poder escapar.”



Es casi el fin. Se miran largamente en la cima de un edificio. Alrededor de ellos, los oficinistas y los ladrones y los ancianos llorando en las plazas. Las calles crujiendo con el terremoto. Se preguntan con los ojos, con las armas en las manos: ¿hay algo más que decir?



Sí, hay algo más.



Los tres han escuchado la voz. No es una voz, es un gemido. No es un gemido, es un maullido. No se escucha, está en sordina, pero se siente por toda la ciudad, y por primera vez todos los habitantes levantan la cabeza al cielo para escuchar.



Es la voz de una niña pequeña.



¿Grita? Sí, grita, chilla palabras llenas de ternura como osito, peluche, mantita, azúcar, cariño, beso, dulzura. Y el chillido revienta los vidrios de toda la ciudad.



Y es entonces que los viejos locos, las prostitutas, los gerentes, los empaquetadores del supermercado y los camarógrafos de la ciudad pierden la cabeza, comienzan a echar agua por los ojos y sangre por las orejas, y a repetir la profecía: “doce niños con el torso desnudo trayendo la ola del desamparo, borrando toda palabra y todo futuro, bendiciendo el presente y el agua purificadora hasta la limpieza final bajo las olas y junto a la cordillera, amén.”



Lloro y crujir de dientes, gritos mientras las olas comienzan a llegar desde el poniente y arrasan la ciudad en tan solo trescientos sesenta segundos, desde el mar y desde el cielo, desde los brazos de la costa y desde las nubes que llueven, hundiéndolo todo y llegando hasta la misma montaña. La ola final, la ola criada en los sueños de miles de desesperados, noche tras noche, fiesta tras fiesta, llanto tras llanto, después de los abortos y las partidas y los disparos. «Esto es lo que soñé siempre» dice alguien con una voz muy tenue, dicen muchos mientras son cubiertos por la tormenta. Si la virgen es la madre del gigantesco Dios, piensan al mismo tiempo la mujer, el hombre y el muchacho, una sola de sus lágrimas es un mar capaz de destruir el territorio. Y ese mar lo está destruyendo todo en pocos segundos, chispas y volutas de vapor en su superficie. Adiós Chile, adiós gentes, adiós. Y entre la sangre, la suciedad que se refleja en los nubarrones, los gritos ahogados por la tromba del agua, sólo un pequeño punto que brilla, contemplado por los satélites del Imperio y por los televisores del tercer mundo.



¿Qué es? ¿Cuál es su nombre?



¿Qué ven los ahogados desde el fondo de la ciudad inundada?



Una virgen blanca, rota, que flota en el mar junto a la cordillera, que llora sangre antes de hundirse para siempre.



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Edificio Diego Portales

Este es el edificio que durante 75 años tuvo el nombre de Edificio Diego Portales. Sede en un tiempo del ministerio del interior, se convertiría en un ente tentacular que albergaría a todos los ministerios y carteras del país, incluyendo a la presidencia de la república. Dada su capacidad de funcionamiento autónomo, en 1948 se presentó el Proyecto Portales. La idea, básicamente, era convertir al edificio en una ciudadela separada del resto de Santiago, en la cual todos sus funcionarios debían vivir hasta su muerte. Cuando en 1952 el proyecto se puso en marcha, los siete mil funcionarios del edificio desfilaron en silencio por la alameda, que pisarían por última vez. Cuando hubo entrado el último, las pesadas puertas de hormigón pretensado se cerraron para siempre.

La vida en el país continuó con normalidad. Los servicios públicos y administrativos funcionaban, y las colas frente a los centenares de cajas en la muralla norte del Diego Portales avanzaban rápidamente. La ciudadanía aceptaba optimista la seguridad que daba el saber que los funcionarios públicos vivían para su trabajo dentro del edificio, y las noticias de sus decesos, y posteriores reemplazos, fueron cada vez menos novedosas, hasta ser prácticamente ignoradas.

En 1958 las fuerzas armadas presentaron formalmente su propio proyecto de edificio, el proyecto Concepción, que fue rechazado por el senado en una transmisión televisiva desde el interior del Diego Portales.

Fue tras el terremoto de 1960, que abrió la hasta entonces desconocida fisura del valle del Aconcagua, que el edificio empezó a funcionar mal. Se supuso que su gigantesca mole había sido afectada por el sismo grado 8,6 en la escala de Richter. Las comunicaciones desde el edificio fueron espaciándose, hasta cesar del todo unos tres meses después del terremoto. A la paralización de todos los servicios administrativos y legales, se le sumó el caos de una ciudad casi en ruinas.

Se intentó contactar con los habitantes del edificio por todos los medios, pero sin resultados. Se probó con explosivos, maquinaria pesada y hasta con espiritistas. Se intentó un acceso subterráneo, pero los cimientos acorazados se hundían kilómetros bajo tierra: El Diego Portales era una fortaleza impenetrable, construida para garantizar la existencia del país ante cualquier amenaza. El hecho de que las puertas estuvieran decoradas con relieves de símbolos sagrados mapuches, hizo suponer que el edificio estaba protegido por algún tipo de magia.

Hoy, trigésimo aniversario del terremoto, el edificio continúa intacto, si se lo mira desde fuera. Nunca se ha podido acceder a su interior, y las hipótesis sobre lo que realmente pudo pasar dentro, son centenares.

Una Carta


LA CARTA DE ERNESTO RODRIGUEZ QUEZADA

Dos años atrás en la casa en que había vivido el Empresario Ernesto Rodriguez Quezada y su familia; su mujer Noelia Oyarzo Carrasco y sus dos hijos de 4 y 12 años, se encontró la carta que dejó antes de cometer el parricidio contra su familia e inmolarse con 50 kilos de explosivos en las nuevas oficinas , recién inauguradas del Servicio de Impuestos Internos en la comuna de Las Condes en Santiago, destruyendolas completamente y causando la muerte de 101 personas. Ahora se da a conocer su contenido a la opinión pública.

A Quien lea esto.

Nací en Chimbarongo hace cuarenta y cinco años. Tenía sueños propios y los de mis padres, de mi familia, que siempre trabajaron bajo el capricho de alguien. Estudié en Santiago y a la edad de veinte años me titulé de Administrador de Empresas.
Trabaje algunos años en varios rubros del comercio como calzado, vestuario y en la construcción. Hasta que decidí hacer mi propia empresa.
Ya no doy mas, todo es dinero y el estado quiere mi dinero, mi casa mi hijos, mi esposa, mi cuerpo. NO. No se los daré jamás, es más, este estado deberá aprender que no sólo se recibe, que hay que saber dar a su gente, y no hablo de los pobres, si no de todos los que nacen en esta tierra, todos los que respiran este aire, todos los que luchamos por este país; y no de ese pseudo estado de aprovechadores que lo tienen y se lo llevan todo como cerdo en engorda, es momento que el cerdo sea sacrificado.


Como se sabe el atentado marcó un gran cuestionamiento sobre los métodos tanto legales como sociales en relación a la carga tributaria del pueblo Chileno, luego, en 1999 se cambió la ley de IVA y el código tributario, colocando como prioridad los intereses del «Estado Humano» por sobre el Estado Político.

EXTRACTO «De las Cartas de los Hombres a las Cartas de las Leyes» de José Manuel Ilabaca, editorial Lexis, Santiago Chile, 2055.

1899

EL RUMOR SURGIÓ junto al primer atentado. Que se trataba de peruanos, supervivientes de la guerra, huérfanos de la misma, deseosos de vengar lo que le hicimos a su país.
Marzo, 1899.
Peruanos vengativos, que me perdonen, pero la sóla idea me causa risa. En persona contemplé el horror en el rostro de nuestros derrotados vecinos, sentí el miedo que cualquier idea relacionada con Chile les causa y estoy más que seguro que pasará bastante tiempo antes de que un peruano (o un boliviano o cualquier ciudadano de otro país latinoamericano) se atreva a poner un pie dentro de nuestras fronteras. Todos saben lo que somos capaces de hacer. Yo estuve cuando lo demostramos. Segundo miércoles de noviembre de 1880, el día que nos ordenaron parar la guerra. Estaba a bordo del Santiago, sobrevolando la costa peruana, deslizándonos entre las nubes mañaneras hacia los cielos de la bella Lima. Prat nos llevó más arriba que ningún otro monitor aéreo, fuera del alcance de cualquier batería, lejos de toda posible onda de choque. Los libros de historia saben lo que llevábamos a bordo. El Santiago volaba prácticamente desarmado, alivianado su peso para portar un cilindro metálico de cinco metros de largo y tonelada y media de metahulla líquida con detonador de altura. A las nueve y treinta de la mañana, entre humos de cañones lo soltamos. La bomba se desplomó veloz sobre el centro de la ciudad, hasta que cincuenta metros antes de golpear el suelo detonó…
Lo primero fueron dos soles a media mañana. Lo último, una columna de humo en forma de hongo que se elevó hasta lo más alto de nuestro campo de visión. Lima desapareció para siempre.
-Usted no puede pasar-, me cerró el paso un sujeto uniformado, encargado de la cerca que sus colegas improvisaron alrededor del área del río Traiguén, donde anoche desplomaron el aerocarril.
-Inspector Uribe, de la metropolitana de Nueva Arauco-, le respondí mientras le mostraba mi identificación.
-Disculpe señor, adelante. ¿Necesita que lo acompañe?
-Por favor.
Tras mío, la manga de curiosos seguían culpando a los peruanos. Seguí al uniformado hasta la parte más elevada de la colina, cercana a la ciudad de Victoria, desde donde se apreciaba la cabalidad del desastre. Ambas vías del aerocarril, sobre el puente del río Traiguén, habían sido voladas en pedazos. Los carros del convoy de media noche todavía humeaban junto a la ribera. No necesitaba preguntar por el número de heridos y muertos, el insomnio me dio tiempo para memorizar las cifras.
Era el séptimo atentado en lo que iba del mes. Primero la torre más alta de la refinería de Lebu, luego las oficinas de Metaoil en Santiago, una aeronave civil de la Línea Nacional, uno de los vapores de la Compañía, el prototipo de transporte individual de Carlos Dupont, el laboratorio de tecnología médica de la Universidad de Chile y ahora un tramo de la vía sur del aerocarril. Dos cosas en común, todos instancias claves de la revolución industrial metahullana, todas causadas por explosiones del mismo mineral. Nada de bombas ni artilugios, simplemente metahulla en su estado más puro hecha estallar. Quien fuera que estuviese detrás sabía lo que estaba haciendo.
Y no eran peruanos.
-Inspector Uribe-, me saludó un oficial, que de inmediato se identificó como capitán Bonilla-, nos avisaron que venía.
-¿Alguna novedad?
-Ninguna. Fue igual que en los otros casos. Estos desgraciados son expertos. Detonaron las vías justo cuando el expreso estaba a punto de llegar a la estación. Hijos de puta. ¿Supo que murieron niños?
-Lo supe.
-¿Cree que son peruanos?
-No lo sé capitán, no lo sé.
-Tropa de mal nacidos. ¿Se siente bien, inspector?
-Por qué me lo pregunta.
Aerocarriles del Estado podía leerse en los abollados metales del tren.
-Por su cara-, siguió Bonilla. –Con perdón, pero es como si usted hubiese estado en el aerocarril.
-No es nada, sólo dormí mal.
-Lo imagino, con la noche que tuvimos.
No puede imaginarlo. Nadie puede. Desde la guerra todas mis noches son iguales. Pesadillas y sueños, unos detrás de otros, caras de hombres, mujeres y niños que nunca he conocido. Todas no hacen más que recordarme que yo estuve allí, que yo vi cuando Prat soltó la bomba.
-¿Capitán Bonilla?-, pregunté.
-Mandé.
-Alguno de sus hombres podrá ayudarme con lo del informe.
-No faltaba más.
-Se lo agradezco.
Un tal Contreras me acompañó toda la tarde.

NADIE PARECE recordar cuando esta ciudad se llamaba Concepción y ocupaba un par de hectáreas poco más al norte de la desembocadura del Biobío, sobre el Océano Pacífico. Un pueblo chico, cubierto de hollines y fetidez de harina de pescado que desapareció completamente a fines de 1877, cuando pocos kilómetros más al sur, uno de los yacimientos carboníferos del golfo de Arauco voló por los aires cambiando la geografía de la zona para siempre. También nuestra historia reciente. Murió mucha gente, es verdad, pero fue el precio que pagamos por saltarnos cien años de avances. Aquel estallido nos hizo descubrir la verde y radiante riqueza que se extendía bajo los yacimientos de carbón, la perenne energía de la metahulla. Tres décadas después, todo fue distinto a como debería haber sido. Concepción dejó de ser Concepción y bajo su nueva identidad, Nueva Arauco, ha pasado los últimos diez años rivalizando con Santiago por conducir los destinos de este país. Y no son pocos los que han augurado la victoria en las calles de la llamada capital de la metahulla, mal que mal mientras el viejo Santiago se ahoga en cinturones de pobreza, esta urbe no hace más que relucir día a día su magnificencia al mundo entero.
Mientras el elevador ascendía por un costado del edificio del gobierno provincial, aproveché la cubierta transparente para contemplar el movimiento de los puertos. Buques gigantes, con cientos de cubos metahullanos sobre cubierta, hacían fila ante los brazos y tuberías de las refinerías de la bahía de San Vicente. Más cerca, el cielo se sentía copado de aeronaves ruidosas mientras pocas cuadras al sur la cúpula cromada de la estación central reflejaba el sol de media tarde, dominando gran parte de la escena. Las líneas brillantes del aerocarril hacia el norte, centro y sur del país atravesaban torres y edificios, como extensiones de un organismo viviente. Un expreso de cuatro vagones se acercó al domo, zumbando como una serpiente colgante, meciéndose de los puentes hasta perderse en la pulposa entrada de la terminal. Vi trenes entrar y salir, mientras recordaba los fierros retorcidos y humeantes del atentado de ayer.
En el nivel cincuenta se emplazaban las oficinas de la policía metropolitana. Saludé a las secretarias y sin entretenerme mucho caminé directo al privado del comisionado Rebolledo, un amplio despacho en el ala sur del piso. La oficina tenía una pared entera conformada por un ventanal y su vista era imposible. Adoro los panorámicos, me hacen sentir libre, me distraen de la realidad.
Ayer en la tarde le envié a Rebolledo un telelocal con el detalle de las conclusiones de mi investigación. Hoy temprano me devolvió el mensaje. Escribió que quería hablar conmigo, que regresara lo antes posible a la ciudad.
-Asiento Uribe-, me dijo apenas ingresó a su privado.
Le agradecí con un movimiento de cabeza.
-¿Recibió el informé?
-Después discutiremos sobre eso. ¿Café?
-Por favor.
-Sin rodeos, inspector-, continuó mientras me servía una taza humeante de café colombiano. Su hermano lo exportaba desde hacía ya varios años. -¿Usted estuvo en el bombardeo a Lima, cierto?
-Cierto.
Detesto cuando preguntan lo que saben.
-Entonces conoce al almirante Prat.
-Tenía entendido que se retiró hace dos años.
-¿Lo conoce?
-Era el capitán del monitor Santiago, cuando bombardeamos la capital peruana. Yo era uno de sus subalternos.
-¿Qué clase de relación mantuvo con él?
-¿Tiene esto que ver con los atentados?
-Por favor, conteste.
Rebolledo le dio un sorbo ruidoso a su café, con la mirada insistió en la pregunta. A un lado de la mesa habían instalado un modelo a escala de una de las aeronaves de la policía. Reconocí el número de la unidad: la 02. Los muchachos la apodan “el choclo” por razones obvias. He volado un par de veces en ella, no trabajo en la división de vuelo nocturno, pero conozco a algunos pilotos y ellos saben que amo las alturas. A veces me invitan
-Mi relación con Prat-, repetí. –Nada muy directa, comisario. Yo no era de sus más cercanos, no venía de su tripulación anterior. Además mi misión era ser enlace de inteligencia, nunca cruzamos más que un par de palabras. ¿Por qué me lo pregunta?
-El pidió hablar con usted, inspector
-¿Prat?
-Si, Prat. Cuando supo que formaba parte de la unidad que investiga los atentados, pidió hablar personalmente con usted.
-Aun no entiendo, pensé que discutiríamos sobre mi informe.
-No creo que haya mucho que discutir. Con su perdón, inspector, pero ambos sabemos que su informe no pasa de ser un trámite burocrático. Mire, el almirante Prat dice tener una pista acerca de lo que en verdad está sucediendo y quiere hablar con usted. Es un héroe de guerra, una vaca sagrada para los políticos. Yo también tengo jefes y ellos quieren que lo escuchemos… No tengo que recordarle que tenemos la soga en el cuello con lo de las bombas. Hay gente allá arriba que duda de nuestra labor policial. De la mía, la suya y la de sus compañeros.
-Comisionado, usted sabe lo que dicen de Prat.
-Que está loco… Quien sabe, quizás nosotros también lo estemos. A propósito, ayer hablé con nuestro psiquiatra, me contó lo de sus pesadillas. ¿Sigue durmiendo mal?
Fue un buen golpe.
-No señor-, le mentí, -ya estoy más tranquilo.
-Me alegro. Mire inspector Uribe, pase lo que pase, el viejo Prat pesa y pesa harto. No me pregunte más, sólo agarre sus y tome un aerocarril a Santiago. Prat va a estar esperándolo en su residencia particular.
-¿Tiene la dirección?
-Pidió que apenas llegara a Santiago le enviara un telelocal.
-¿Tiene entonces el código?
El viejo hizo una larga pausa. No me había dicho todo.
-Se lo entregué a su compañera.
-¿Qué compañera?
Williams Rebolledo bajó la mirada. No necesitaba nada más.
-Usted sabe que no trabajo con números.
-Ginebra es una buena policía.
-Buena policía, ni siquiera es humana.
-Prat pidió que lo acompañara un número femenino. Hizo especial hincapié en ello.
-¿Qué está sucediendo, señor?
El jefe de la policía metropolitana levantó sus hombros.
-Lo entiendo Uribe. A mi tampoco me gustaban los números, pero aprendí a aceptarlos. Ya hablé con ella, tiene los datos del código de Prat y su pasaje. Me dijo que le avisara que hoy en la noche se encontraban en la estación.
Miré la hora. Las cinco de la tarde. Ya era de noche.

Pisagua

Estoy a punto de perder la cuenta. Debe ser el día veintiuno o veintidós. ¿Importa realmente? Ya se me ha formado la barba desde el mentón hasta donde empiezan los pómulos, mi cabello está muy graso y siento que las axilas más parecen una cañería de la peor de las poblaciones de esta mierda de país. Necesito un cigarrillo, soy capaz de cualquier cosa por aspirar aunque sea una mísera piteada del humo de un cigarrillo. Pero sé que es imposible. En mi condición de prisionero no puedo exigir ni siquiera un pedazo de papel para limpiarme el culo después de cagar. No tengo idea de la hora que es, en este lugar siempre está oscuro, o como oscureciendo, es algo muy extraño… Nosotros lo sabíamos, yo lo sabía, tenía grandes cosas planeadas para este sitio, hacerlo pasar a la historia de ese país que imaginé. Hasta ahora sólo había sido ocupado para torturar a un centenar de sucios peruanos en los tiempos de La Guerra del Pacífico y a uno que otro asesino durante el gobierno de Ibáñez del Campo. Es que el sueño de todo militar es tener un campo de concentración, de eso no hay duda. También necesito agua potable, olvidarme de este verdadero desierto al costado del mar, por un rato y sentir que todo está bien. En cualquier momento la tierra volverá a mecerse, a crujir, a gruñir, y sabremos, los que quedamos, que otro de nosotros habrá partido. Así ha sido desde el principio, una vez al día viene un soldado y se lleva a uno de nosotros a la caverna ubicada en el tercer monte a la derecha, se escuchan los gritos desgarradores del escogido, y luego, todo se confunde en un zumbido estremecedor, tiembla muy fuerte, tanto que caemos al suelo y finalmente sale sólo el soldado, sin victima, sin prisionero. Tengo la teoría de que la tierra se los devora, de que acá se descubrió un pozo que comunica directamente con el estómago del mundo. Está haciendo demasiado calor, mis manos están atadas con esposas a mi espalda, y marcho lentamente entre mis compañeros, formando un tren humano de cuerpos decrépitos. A nuestros costados hay uniformados, nos gritan. Uno de ellos me apura, lo miro, lo detesto, me aproximo y le escupo en el rostro. El soldado me manda de un culatazo al suelo. Se acerca y empieza a golpearme la cara con su puño izquierdo, una y otra vez. Le digo que es un pendejo de mierda, que debería tenerme respeto, hijo de puta, y le pregunto que si acaso sabe quién soy. Se detiene. Me mira y me dice que sí, que el traidor más grande que haya tenido la patria. Soy Augusto Pinochet, intenté cambiar la situación de este maldito país, pero fui traicionado en el último momento. Imaginé que las cosas podían ser distintas, que las Fuerzas Armadas creerían más en mí que en el desgraciado de Carlos Prats. Ahora soy castigado injustamente, porque no conseguí los aliados suficientes como para dar vuelta las cosas. Ahora lo recuerdo mejor: hoy es seis de octubre de 1973.