En mi recorrido por Santiago encontré una impresión de una fotografía digital. El sueño de la crisálida era real.
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Nacimiento, Capítulo III
Llevo 3 semanas y 5 días caminando a través de Santiago, o mejor dicho, lo que queda de Santiago…
En varias ocasiones me he encontrado con una alfombra de cuerpos inertes sobre el pavimento. Mujeres, niños, perros, abuelos, carabineros, oficinistas, políticos, nadie se salvó.
He gritado por toda la ciudad (y en la carretera), no hay respuesta, sólo el silencio, este maldito silencio…
-¿Será posible de que sea el único?-
He llorado varias veces, pero ya no de pena ni de rabia, sino para que el sonido de mi llanto acompañe mis pasos…
Iré al sur, alguna vez escuché que sería un lugar seguro en caso de un desastre nuclear, aunque dudo que eso haya sido lo que pasó.
Si no hay nada intentaré cruzar a Argentina y de ahí seguir al norte, hasta que encuentre a alguien, alguien que me explique que cresta está pasando o para que simplemente me haga compañía.
Recogí unas latas de comida y unas botellas de agua de las ruinas de un Líder y unos trozos de pan con sésamo que encontré en un Mac Donald. Antes de partir dejé un mensaje con unas latas de pintura en la Alameda, en los túneles del metro y en el monumento de la Plaza Italia que, extrañamente, aún se mantenía erguido.
«Seguí al sur por la carretera, no he encontrado a nadie, esperaré un par de semanas en Osorno antes de seguir»
Puse mi nombre y lo que creo que es la fecha de hoy 14/01/07.
Recordé el tema de la película «Midnight Cowboy», comienzo a silbarlo mientras aparece la carretera en el horizonte…
Nacimiento, capítulo II
-¡Conchetumadre, estoy muerto!- Fué lo primero que dije al despertar, la cabeza duele demasiado, el cuerpo apenas responde. Cuando logré enfocar algo quise estar realmente muerto. No había nada, no vi a nadie. Los pensamientos se confunden, apenas recuerdo mi nombre…Raúl, me llamo Raúl. –GRITO-. No hay respuesta, definitivamente no queda nadie acá. Las cenizas se cuelan por mis calcetines. El cielo está gris. -¿Cómo sobreviví?.- Recuerdo el gran árbol, la crisálida, su voz, el grito,
-arrepientanse- dijo, (creo que me arrepentí) luego una gran explosión… y silencio, un silencio terrible.
Valparaíso ya no existe. Caminaré hacia Santiago, tal vez allá quede algo…lo dudo…
Una mariposa de látex se posa sobre mi hombro.
Sub Aether – 003
Las cajas de las figuras estaban pulcramente amontonadas cerca de la escalera. Laskov recogió la primera de la pila. Leyó. “Propiedad de la Ilustrísima Logia Viñamarina de Combate Simulado”. Su corazón dio un brinco al comprender, tardíamente, que alguien tenía que haber hecho todo esto, alguien que el conocía, probablemente, alguien que no se encontraba lejos, alguien que seguía vivo. Comenzó a subir la escalera, esperanzado, y al alzar la vista encontró la figura de Sánchez que lo miraba aterrado desde el segundo piso, inmóvil.
Llevaba una caja en la mano, una caja de Kriegsspiel. Cuando se dio cuenta de que Laskov lo había visto, salió de su parálisis, abrió la caja y comenzó a arrojarle figuras de plomo, enajenado. Laskov, bajo la lluvia de regimientos, recordó que llevaba la máscara puesta, y alzando los brazos en señal de paz gritó “¡Sánchez!”.
Sánchez se quedó quieto, expectante. Lentamente Laskov se sacó la mascara de gas, cuidando de no hacer movimientos bruscos. Se vieron las caras por un largo instante.
Sánchez estaba más flaco, con el pelo tan largo como para hacerse un moño, pero lo llevaba suelto. No tenía barba, no parecía un naufrago sino más bien un monje, un ermitaño. Tan bajo como siempre, ahora tenía una altura que no era física sino espiritual, pero si santidad o locura Laskov no pudo determinarlo. Tampoco pudo evitar sentir algo de miedo.
“¿Alejandro?” Sánchez, con un hilo de voz, dijo el nombre que Laskov no escuchaba hace años, sonriendo, y al hacerlo sus ojos se llenaron de esperanza. Solo entonces Laskov se dio cuenta de lo desahuciado que estaba su amigo, que esta podía ser la primera palabra que decía en meses. “¿Alejandro?” repitió, esta vez más fuerte, y comenzó a bajar la escalera con los brazos extendidos.
“Maestro…” Conteniendo las lágrimas, venciendo la reticencia que le decía que Sánchez ya no era el de antes, Alejandro Laskov subió los escalones y aceptó el apretón de manos que le ofrecían. Hubiera abrazado a Sánchez, pensaba que se iban a quedar conversando ahí mismo en la escalera largo rato, pero antes de que pudiera decir una sola palabra más su nuevo compañero de andanzas lo tomó del brazo y como un niño ansioso lo llevó del vuelta al salón principal.
Ante un atónito Laskov, Sánchez comenzó a explicar las reglas del Kriegsspiel, interpolando también la historia de como habían llegado sus envíos desde Europa, que Rudy había leído los manuales rápidamente y que toda la logia había empezado a jugar regularmente. “Es muy distinto a Little Wars” comentaba Sánchez, mientras explicaba que a falta de un árbitro iban a tener que jugar con dados, la forma más antigua. Laskov intentaba preguntar por Rudy, por Pepe, por los demás, pero sus preguntas eran ignoradas casualmente por Sánchez. No tuvo más remedio que seguirle la corriente.
Luego de 20 minutos de explicación, y tras encender varias antorchas de confección improvisada para poder prescindir de la linterna, Sánchez y Laskov comenzaron a jugar. El juego era largo, más complicado de lo que esperaba. Además, Sánchez insistía en que uno de ellos debía empezar en las playas, como si se tratara de un desembarco. “Una invasión marina” decía él. Laskov pensaba en el Tsunami, una metáfora para el Tsunami tal vez. Jugaron por tres o cuatro horas, alternando papeles. Cuando Sánchez finalmente se aburrió de jugar era difícil decir que hora era. Laskov se acercó a una ventana y solo vio negro. Era noche de nuevo.
Subieron al tercer piso, donde en la antigua oficina de uno de sus jefes Sánchez había instalado su dormitorio. Era un despacho amplio, ocupado por un sillón violentado hasta convertirse en cama, un montón de mascarillas de hospital, muchas latas de comida en conserva, algunas botellas con agua, y un hogar construido en base a archivadores metálicos, cuidadosamente diseñado para poder arder sin quemar el piso. El fuego se alimentaba con los viejos archivos de la Municipalidad, los mismos que Sánchez se había encargado de recibir, clasificar, guardar y buscar cada vez que eran requeridos. Así era como lo habían conocido, cuando la Logia había ido a pedir a la municipalidad un lugar para reunirse a jugar, y de casualidad Sánchez y Laskov se habían puesto a conversar sobre los juegos de estrategia militar y las revistas de ficción americanas. Sánchez había sido su doble agente, había acelerado que les permitieran usar el sótano del Palacio Carrasco, después de las horas de oficina, había a pasado a formar parte de la Logia, el último miembro oficial. Y ahora Sánchez cuidaba el Palacio. ¿Esperando? Esperando la muerte tal vez. O a Laskov.
De todas maneras Sánchez, el eterno boy scout, hacía un buen Robinson. Por todo el Palacio había antorchas, hogares para el fuego, ramas de árboles pulcramente apiladas para lo que sea que pudieran requerirse, y todo tipo de soluciones hechas en base a cáñamo e inventiva.
Ahora Sánchez encendía el hogar de su habitación usando un método que a Laskov le pareció fascinante al punto de rayar en lo sobrenatural, y por ende no trató de entender. No fue rápido, pero prescindía de fósforos o cualquier otro método tecnológico. Luego los dos amigos se quedaron en silencio, mirando la luz cambiante, y a veces el reflejo de la luz en la cara del otro.
Laskov había visto a más de un hombre volverse loco. Estaba seguro de haber presenciado varias veces el instante mismo en que la voluntad cedía y la mente se entregaba a la locura, para olvidar, la mayoría de las veces. En la guerra, sus camaradas moribundos insultando a Dios en ruso. En el barco de vuelta, Spielberg, una mañana mientras se afeitaba se preguntó en voz alta como podía saber si realmente era de mañana en la penumbra eterna, y luego sus ojos habían perdido algo casi imperceptible, solo que era imposible no notar su ausencia. Loco, de un momento a otro. Habían terminado por arrojarlo al mar, antes de que matara a otra persona.
Sin embargo, mirando a Sánchez mirar el fuego, por primera vez Laskov vio a un hombre volverse cuerdo. Un algo imperceptible, que se hizo notar violentamente, se instaló en la mirada de Sánchez, fija en el corazón de la fogata.
“¿Como llegaste acá?” Preguntó, sin mover el rostro ni los ojos, y en esa pregunta Laskov leyó muchas otras como ¿Desde cuando estás aquí conmigo? y ¿Eres real?, o también, disculpa por no haberlo preguntado antes, e incluso un lastimero y consternado creo que no estoy bien de la cabeza. Era la manera de Sánchez de pedir perdón por no haber iniciado esta conversación horas atrás, y de iniciarla ahora, junto al fuego.
Laskov le contó una versión resumida de su historia, más que nada la última parte. Los últimos días en Europa, el barco hacia Estados Unidos, la larga caminata desde allá. Pero faltaba mucho que contar, mucho, incluso desde antes de la Penumbra. Pero ahora solo preguntó de vuelta a Sánchez, “y tu, ¿como llegaste acá?”.
IMPERIOPOLIS
El Mercurio, Martes 4 de agosto de 1925, página 11:
El 6 de este mes, Nueva York se hundirá en las aguas del Atlántico y luego se producirá la hecatombe mundial, dice el astrónomo Abner Hubs desde su observatorio en Imperiópolis.
Este artículo lo encontramos en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional, buscando otra información que no vale la pena mencionar. Nos pareció raro el artículo en sí. Al parecer es una broma de algún periodista o un relleno, tan común en los medios nacionales. Es de analizar el uso de las fuentes.
Sub Aether – 002
Luego se puso de pie. Viña parecía estar más cerca de lo que había estado cuando se echó en la arena. Lo primero que distinguió fueron los vehículos dados vuelta. Destrozados, la verdad. Restos del tsunami probablemente. Recordó cuando escuchó la noticia, olas gigantes en todo el mundo, y lo primero que pensó fue que Chile no tenía oportunidad. Contra eso, que puede hacer una larga y angosta faja de tierra, una pequeña playa a orillas del acantilado, contra la furia del mar.
La ciudad en si no parecía golpeada por la catástrofe. Más bien parecía estar en ruinas, abandonada siglos atrás. Como Machu Pichu, que Laskov solo había visto en fotos, o el Partenón. Las calles desiertas, salvo uno que otro esqueleto. La vegetación emancipada, lentamente reclamando el territorio para si. Las casas borrosas, manchas amorfas vagamente parecidas a sus recuerdos. Pero reconocibles. Esencialmente las mismas. Con una extraña sensación de familiaridad, mal que mal la devastación no era nada nuevo para él, había visto los mismos estragos en cada ciudad costera de su ruta, Laskov comenzó a recorrer las calles camino de su casa. Sabía lo que iba a encontrar. Lo veía todo alrededor.
No había cadáveres, y eso lo tranquilizó. Estaba la posibilidad. Estaría toda la vida quizás. Pero estaba. Prefería que estuviera. Había abandonado la esperanza de volver a verlos, no solo a ellos, a todos, tiempo ha. Se lo había preguntado mil veces, por qué volver, por qué bajar tan lejos, si no por ellos. Por qué volver si sabía que todos iban a estar muertos. O ausentes, que era casi lo mismo.
Simplemente estaba harto de fingir, de seguir causas que no eran la suya. Pensó que se sentiría un heroe, al liberar a su pueblo de las garras del mal. Se había sentido bien, se había sentido útil, aunque marginalmente. Pero la verdad es que no los conocía, a nadie. Se había sentido solo, terriblemente al margen. Espectante. Aquí al menos era protagonista. Esta ciudad en ruinas era su ciudad, esta manzana desierta era su manzana.
Su cuarto estaba totalmente revuelto. Supuso que la pulpa mohosa en la esquina era lo que quedaba de sus libros. Le causó risa. Pulpa. Una risa breve y melancólica. Su ventana rota. Desde ahí pudo ver el esqueleto de un perro amarrado en el jardín vecino. Que horrorosa forma de morir. Amarrado. Contempló la idea de dormir en su cama, pero estaba toda podrida. Recordó las arañas. Decidió salir de la casa lo antes posible.
Cerrado el capítulo de su familia, mirando la calle sin saber que hacer, de golpe recordó la Logia. Era tan obvio. Había dejado de pensar en la Logia durante el camino, resignado a la pérdida. Con el mundo acabándose, no habría tiempo para frivolidades. Sin embargo ya que estaba allí, era lógico que la siguiente parada en su recorrido, como quien visita un cementerio, fuera la Logia.
Caminó hacia Libertad empujado por el viento, el abrigo flameando delante de él. Una vez en la avenida, enfiló por el centro de la calle en dirección a la municipalidad. La iglesia de Los Carmelitas había sido golpeada brutalmente. Derruida como estaba, tenía más solemnidad de la que Laskov jamás le encontró en vida, más aun después de conocer las verdaderas Catedrales europeas. Viendo las ruinas, por un segundo tuvo la impresión de que el tsunami nunca había terminado, de que todo seguía sumergido, y que la barrera de polvo que bloqueaba el sol no era sino la superficie del agua. Altísima, inalcanzable desde allá abajo. Pensó que solo bastaba con sacarse el abrigo y flotar hacia arriba, nadar hasta la libertad, pero luego olvidó como. Le dió un poco de vértigo. Por supuesto, el temor a perder la cordura estaba siempre presente. Era el signo de los tiempos.
Apenas dejó atrás la iglesia apareció ante él el Palacio Carrasco, el cuartel central de la Logia. El edificio, salvo tener todas las ventanas rotas, no se veían tan deteriorado como el resto de la ciudad. Laskov subió las escaleras hacia la entrada principal. Un cartel con la borrosa leyenda “Ilustre Municipalidad de Viña del Mar” bloqueaba el acceso, puesto como en lugar de la puerta.
Quitó el cartel de en medio. Adentro estaba considerablemente más oscuro. Sacó su linterna de la mochila y comenzó a darle cuerda con el pulgar, rítmicamente. Al presionar la manilla se activaba un pequeño dínamo que daba a la linterna la energía necesaria para funcionar. La primera vez que la tuvo en sus manos, Laskov pensó que era el mejor invento que había visto jamás. Había conseguido tres. Una para él, una para Jorge y la tercera por si acaso. Quizá quedarían todas para él.
Entró en el Salón Principal del Palacio Carrasco, y lo primero que notó fue, como siempre, la gran escalera que, bifurcándose luego en dos, conectaba al Salón con el segundo piso. Luego paseó la luz de su linterna por el suelo cuadriculado, pero le sorprendió verlo pintado de azul. ¿Manchado? Sobre las baldozas negras y blancas, alguien había pintado un patrón azul que representaba el mar. Luego venía la costa, modelada en papel maché. No le costó trabajo reconocer que se trataba de Viña y Valparaíso. Maravillado, no se cuestionó su origen. Acercó su vista al territorio: sobre el modelo de ambas ciudades, reposaba algo que pensó nunca volvería a ver.
Sub Aether – 001
Cuando sus ojos se reacostumbraron a las sombras, siguió caminando por la orilla del mar, rumbo a la ciudad desierta. Aunque desierta es una exageración, alguien debía quedar. Alguien tenía que quedar.
Un observador mirando a Laskov caminar por la playa se hubiera llevado un buen susto. Vestía un abrigo alemán enorme, ceñido a su delagada cintura, que dividía su figura en dos, y una máscara de gas, también alemana. Más parecía un insecto, una gigantesca avispa humanoide, que una persona. En la espalda del abrigo, como penitencia por llevar ropas Nazi, había bordado una gran Estrella de David, ahora completamente tapada por la mochila donde traía comida, agua y municiones para su PPSh, el último objeto ruso de su indumentaria.
Hacía unos meses un tipo, fusil en mano, le había preguntado si era un marciano, si tenía la culpa de que el sol se hubiera apagado, si planeaba invadir la Tierra y otra serie de sandeces. Lenta, cuidadosamente, Laskov se había quitado la máscara, se había atragantado con el polvo de la atmósfera, y había dejado que el tipo sacara sus propias conclusiones. Viendo que Laskov también llevaba un fusil, y suponiendo, probablemente, que lo sabría manejar mejor que él, el tipo se había marchado antes de que Laskov pudiera preguntarle en que lugar de Sudamérica se encontraba. Juzgando por la distancia que había recorrido desde entonces, ahora que tenía Viña del Mar en el horizonte, decidió que se trataba de Ecuador. Un ecuatoriano había sido la última persona viva que había visto. Se preguntó si lo seguiría estando. Se volvió a preguntar si había alguien vivo en Viña.
Debía estar en Reñaca, solo unas cuantas horas más hasta su casa. Revisó sus provisiones. Todavía le quedaban algunas latas. ¿Donde las habría recogido? ¿Antofagasta, Serena? No podía saberlo. Desde México que venía caminando por la costa, para no perder el camino y porque le parecía la ruta más segura. Cuando se le acababan las provisiones hacía pequeñas razias a los pueblos o ciudades costeras, pero trataba siempre de volver lo antes posible. Nunca reconoció una ciudad, ni siquiera las ciudades chilenas, hasta ahora. Le bajó un extraño remordimiento. Quizo haber recorrido más el país cuando estaba vivo. Haber visto menos mundo y más patria. No supo por qué. No había sido Nacionalista, en ese sentido, antes de la Guerra. Quizá Europa lo había cambiado más de lo que creía. Delante de él las rocas formaban una muralla intransitable. Tuvo que internarse hasta la carretera para poder seguir.
Llevaba la mitad del camino cuando la vió, por el rabillo del ojo. Sin pensarlo tomó su fusil y le descargó la mitad de las balas. El traqueteo del arma lo hizo temblar. Jadeó debajo de la mascara. Sudó frio. Recordó una habitación en Dresden, un cuarto oscuro. Una caja de vidrio, llena de. Llena de. Veía más que nada patas. Llena de patas. Patas que se movían, un ser inmenso hecho solo de patas. El rostro pegado al vidrio corredizo. El vidrio corriéndose. Risas. La punta de su larga nariz, y una alimaña pequeña que subía por el puente. Temblando, la brisa soplaba fuerte desde el mar(parecía soplar, estos días, esta época, esta era, siempre desde el mar). Logró volver en si. Arañas. No quería ver más arañas. En su vida. Casi lloró, pero el sentimiento era más estomacal que eso. Visceral. Se quizo dejar caer de rodillas, pero el pasto a sus pies lo aterró. Volvió, lo más cerca del mar que pudo. Comenzó a caminar rápido y luego, como si nada, comenzó a correr. Desesperado. A correr hasta que encontró la playa de nuevo. Se tiró en la arena, exhausto. Luego cuando la penumbra se hizo sombras, supo que el Sol, detrás de la nube de polvo, se había escondido. No veia nada, pero la oscuridad nunca lo había asustado particularmente. Sentía la arena bajo su cuerpo, sabía que nada que lo aterrara iba a salir de la arena.
No había estrellas, ni luna. Recordó la noche Viñamarina de antes, cuando las luces de Valparaíso se veian en la lejanía, hasta Playa Ancha, y los barcos también flotaban iluminados sobre el mar. Ahora le parecía ver un par de luces, pero bien podrían ser alucinaciones. No tenía como saber si se trataba de pequeñas luces cercanas, o grandes luces lejanas. Fogatas, quizá. Sobrevivientes en los cerros de Valparaíso. Ojalá. Antes de dormirse le limpió el filtro a su máscara. El polvo de todo un día cayó a su alrededor, invisible. Mañana apenas se despertara entraría en Viña.
Ucronía minimalista: una lágrima de la virgen
El celular suena, allí en la cima de la montaña. La mujer cuyo cuerpo es puro deseo lo saca de entre sus pechos y presiona el botón. Jadea. Escucha.
-Es todo mentira –crepita una voz que parece de computador-, lo que encontraron no es lo que están buscando…
El jadeo de la mujer y el chillido del muchacho ensangrentado en un mar de vidrios rotos son uno, las voces de las monjas muertas corren a través de los cables de la red mientras los ángeles intentan despertar de su inquieto sueño en los rincones más impensados: el sótano de un café con piernas, detrás de un sillón en un palacio de gobierno, la copa de un árbol en un zoológico metropolitano. El hombre infeliz y vacío tiembla, la ciudad parpadea como una ilusión, el desierto sembrado de tarjetas de crédito aparece y desaparece como un truco de mago. Nadie quiere gritar pero tienen que comenzar a hacerlo. “Están aquí, están aquí”.
Comienza el terremoto.
Y a través del territorio las hordas pelean, los cuerpos de las personas son los campos de batalla. La mujer hecha de líbido y de ojos color semen y miel baila en medio de la disco pisoteando su celular, acariciada por las manos de mil adolescentes y castigada por las miradas-látigos de cientos de viejos verdes, el chiquillo de los brazos metálicos y las danzas de colores corre por los pasadizos y los túneles seguido por otros niños aún más jóvenes. Gritan cosas diferentes. Cosas muy diferentes.
Cosas como: todo va a estar bien. Siempre he querido esto. Si sigo teniendo fuerza de voluntad lo lograré. Nunca te voy a olvidar. Me gustaría que me miraras. Estoy tan herida, tengo tantas ganas de morirme. Quiero encerrarme, depilarme y huir de mis ojos. Inquieto, feliz, inalterable. Te vamos a cortar en pedazos. Ya estoy lejos, todo ha terminado. Baila niña roja, la mandíbula rota. Cuidado, cuidado, cuidado…
Y cuando el peligro se hace evidente, las catedrales dejan caer trozos de cemento y gárgolas (y el chiquillo sigue corriendo y la diva sigue bailando), el hombre infeliz escapado de la cárcel ve como las madres y padres del país corren a través del estrépito de las calles para salvar a sus hijos del desastre. Pero las cunas están vacías, las parvularias están clavadas a la pared por los ojos, sangrantes y sagradas, los niños no están en ninguna parte. Lloro y crujir de dientes.
El metro no corre. Las estaciones están vacías, o llenas de muertos, o llenas de fantasmas que susurran tantos secretos que se confunden con el ruido de todas las radios tocando a la vez.
Y en ese instante ya no pueden bailar ni correr ni rechinar más los dientes. La mujer encuentra al hombre y encuentran al chiquillo, con sus ejércitos esperando en distintos rincones de la ciudad eterna. “Una tierra de hombres libres” dice el hombre, los ojos desaforados. “Toda la sed del universo entre mis piernas” susurra la mujer chorreando saliva. El muchacho dice llorando: “Vamos a escapar, destruiremos todo para poder escapar.”
Es casi el fin. Se miran largamente en la cima de un edificio. Alrededor de ellos, los oficinistas y los ladrones y los ancianos llorando en las plazas. Las calles crujiendo con el terremoto. Se preguntan con los ojos, con las armas en las manos: ¿hay algo más que decir?
Sí, hay algo más.
Los tres han escuchado la voz. No es una voz, es un gemido. No es un gemido, es un maullido. No se escucha, está en sordina, pero se siente por toda la ciudad, y por primera vez todos los habitantes levantan la cabeza al cielo para escuchar.
Es la voz de una niña pequeña.
¿Grita? Sí, grita, chilla palabras llenas de ternura como osito, peluche, mantita, azúcar, cariño, beso, dulzura. Y el chillido revienta los vidrios de toda la ciudad.
Y es entonces que los viejos locos, las prostitutas, los gerentes, los empaquetadores del supermercado y los camarógrafos de la ciudad pierden la cabeza, comienzan a echar agua por los ojos y sangre por las orejas, y a repetir la profecía: “doce niños con el torso desnudo trayendo la ola del desamparo, borrando toda palabra y todo futuro, bendiciendo el presente y el agua purificadora hasta la limpieza final bajo las olas y junto a la cordillera, amén.”
Lloro y crujir de dientes, gritos mientras las olas comienzan a llegar desde el poniente y arrasan la ciudad en tan solo trescientos sesenta segundos, desde el mar y desde el cielo, desde los brazos de la costa y desde las nubes que llueven, hundiéndolo todo y llegando hasta la misma montaña. La ola final, la ola criada en los sueños de miles de desesperados, noche tras noche, fiesta tras fiesta, llanto tras llanto, después de los abortos y las partidas y los disparos. «Esto es lo que soñé siempre» dice alguien con una voz muy tenue, dicen muchos mientras son cubiertos por la tormenta. Si la virgen es la madre del gigantesco Dios, piensan al mismo tiempo la mujer, el hombre y el muchacho, una sola de sus lágrimas es un mar capaz de destruir el territorio. Y ese mar lo está destruyendo todo en pocos segundos, chispas y volutas de vapor en su superficie. Adiós Chile, adiós gentes, adiós. Y entre la sangre, la suciedad que se refleja en los nubarrones, los gritos ahogados por la tromba del agua, sólo un pequeño punto que brilla, contemplado por los satélites del Imperio y por los televisores del tercer mundo.
¿Qué es? ¿Cuál es su nombre?
¿Qué ven los ahogados desde el fondo de la ciudad inundada?
Una virgen blanca, rota, que flota en el mar junto a la cordillera, que llora sangre antes de hundirse para siempre.
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Inundación
Finalmente ocurrió. Ayer a las cuatro de la tarde, y ante la mirada atónita de los pocos sobrevivientes que permanecieron en territorio nacional, desapareció bajo el agua la Virgen del Cerro San Cristóbal. El símbolo, de lo que alguna vez fue un país completo, desapareció en silencio bajo el suave oleaje del enorme ojo celeste en que se convirtió el valle de Santiago, luego de la catástrofe de Groenlandia 5 años atrás.
Las lágrimas inundaron a su vez los ojos de los pocos testigos que observaban desde la Isla Manquehue. El presidente Frei Ruiz-Tagle habló por cadena de radio desde su reducto en Valle Nevado. Habló de la red de islotes sobre la que ahora gobernaba, hizo una broma ingeniosa acerca de la ventaja de tener cerca la cordillera de los Andes, intentó hablar del futuro, pero no pudo evitar hablar del pasado. Del B-52 cargado de ojivas nucleares en desuso caído sobre Groenlandia luego del fin de la URSS. Del tremendo desastre ecológico y de la inminente lucha contra la extinción de la especie humana. Agradeció la confianza del pueblo de Chile en su gestión y advirtió que «quizá sea esta la última vez que el metal tranquilo de mi voz llegue hasta ustedes», porque las reservas de energía se terminarían en tres días. Invitó a la oración y a la resistencia. Mencionó vagamente la posibilidad de algunos hidroaviones de la ONU que podrían traer alimentos y medicinas. No mencionó que los estudios hablaban de un amumento del nivel del mar en todavía 120 metros más, no mencionó que hace días que las últimas transmisiones desde centros poblados habían cesado. Mucho menos del invierno que se avecinaba con temperaturas probables de 50 grados bajo cero.
En mi mochila había una edición barata del Canto General de Neruda. Adentro una foto de mi familia con Valparaíso de fondo. Tengo 24 años. Mi sueño era tener un hijo.
Death Ray
1.1- Por fin ha ocurrido, el Museo de Ciencias Físicas de la Universidad de Valdivia anunció la compra del rayo de energía directa de Nicola Tesla. Este rayo, también conocido como el rayo de la muerte, fue la gran vergüenza pública de Tesla. En 1904, el físico-inventor había anunciado que su rayo electrostático tenía el potencial de aniquilar ejércitos numerosos, incluso aseveraba que podía obliterar ciudades enteras. La fascinación del público norteamericano terminó en decepción dado que jamás pudo concretar una prueba verificable de los efectos del rayo de la muerte. Años después, algunos alegaron que el aparato de Tesla había sido responsable por el Evento de Tunguska.
1.2- Fue más fácil de lo que creíamos. Anoche entramos al museo, el sereno estaba solo, le entregamos la cantidad acordada, nos abrió y en menos de media hora logramos extraer el componente nucleico del rayo. Dejamos en su lugar una réplica que habíamos construido, basándonos en los bosquejos que aparecían en un fascículo de la revista Muy Interesante. Nos salió bien, de lo que yo sé, jamás se supo que la pieza faltaba.
1.3- Esta es la tercera semana que llevamos en la Patagonia. La torre está casi lista, hemos reconstruido el rayo. Pronto todo estará en su lugar. No trajimos suficiente alimento, debemos apresurarnos.
1.4- Ya está. Los demás se han ido. Me rasuré la cabeza. Acabo de abotonarme el delantal blanco y me he puesto el monóculo y los guantes de goma negra, me llegan hasta los codos. Tanto silencio. Estoy completamente aislado, sin tele, sin radio… nada. Voy a encender la torre.
1.5- Ha comenzado. Hasta ahora he descargado el rayo sobre tres ciudades: Tokio, Montreal y Melbourne. No sé por qué escogí esas tres, fue al azar creo… No tengo acceso a los medios, así que paso el día imaginándome el pánico que he causado. Ahora… algo más cercano.
1.6- Recalibré el rayo. Apunta a Santiago. La palanca espera. Es mi última descarga. Cuando todo haya terminado, de seguro querrán saber por qué he hecho esto… no sé bien… digo, la explicación que daré es la siguiente: hice lo que hice porque pude.
No sabrán más de mí.