Subtrópolis

El terremoto del ’85 hundió los cimientos de Santiago, creando un enorme espacio debajo de los pisos de la ciudad. Al poco tiempo, un grupo de adolescentes se apropiaron del vacío subterráneo. Recorrían la oscuridad de la subtrópolis, dedicados al Juego. El Juego tenía reglas estrictas; no se permitían linternas (solo velas y lámparas de aceite), debajo de la urbe los partícipes debían vestir una sotana café y sandalias de cuero, y debían adoptar un nombre en sánscrito. Después de unos meses, muchos jóvenes adeptos al Juego abandonaron la superficie y jamás regresaron… dicen que el electromagnetismo residual del terremoto los transformó, que ahora tragan tierra y le susurran a las raíces de los árboles. No sé… nadie se atreve a buscarlos. Mi hermanito también desapareció. A veces creo escuchar su canto elevarse por el desagüe.

Rahn


-¿…Piedra Azul?-
-La piedra que cayó de la frente de Lucifer-
-La lapis exilis, ¿el grial?
-La lapis excoeli, en realidad. La piedra del cielo, la piedra caída del cielo azul. La piedra del cielo azul. La lapis lazuli. La piedra que saltó desde la frente de Lucifer, cuando cayó de cabeza contra nuestro mundo, exiliado del reino de Jehová.
-¿Y me dice que sabe dónde cayó?
-Allá la llaman Kallfukura, «piedra azul», y también la relacionan con Venus. Uno de sus héroes se llamaba de la misma manera, era un guía que quiso unificar toda la tierra para los de su sangre, en un único reino bajo su liderazgo. Luchó contra dos países y su movimiento de expansión también requería dar una curva hacia el este, un giro hacia la izquierda. En sus cantos predominaba la nota sol.
-¿Qué debemos hacer para encontrarla?
-Debemos morir todos en un gran sacrificio, bautizados por el Estigia, para renacer en otras tierras, más propicias.
-Deberá haber guerra entonces.
-Si, deberá haber guerra.
-¿Nos veremos nuevamente?
-No en este lugar.

-¿..Es…cierto…todo lo que me dice?
-Ya conversamos ésto mismo muchas veces, usted me hizo esta misma pregunta muchas veces. No importa si usted cree, lo importante es que va a ocurrir lo quiera o no. Asegúrese que la historia lo sorprenda en el lugar correcto y haciendo lo correcto.
-Comprendo
-No, no comprende. Todo ésto es parte de un sistema que nadie comprende, yo solo he aprendido a valorarlo estéticamente. Su tamaño me agobia, me hace sudar, me ha hecho llorar de angustia en algunas ocasiones.
-¿Tiene miedo?
-No, cansancio. Morir cada vez no…en fin…la piedra puede ser una solución.
-Tengo miedo.
-En el momento déjese arrastrar, mire hacia arriba y diga «hágase tu voluntad y no la mía»…ya lo ha hecho otras veces…decenas de veces.
-Me van a odiar.
-Siempre lo hacen.

Asesinato temporal


Armando Sepúlveda caminaba tranquilo mirando las nubes cuando un fuerte dolor le incendió el pecho. Un segundo después estaba muerto.
Una hora después Claudia Bermudas moría sentada en la taza del baño con algo extraño sobresaliendo de su cuello.
Siete muertes más, un total de nueve. Todos presentaban indicios de haber muerto por electrocutamiento, un solo golpe fulminante que detuvo sus corazones.
Esa noche el tanatólogo se golpeaba la frente contra un muro. Junto con la causa de muerte «real», los cuerpos presentaban «objetos» incrustados en huesos, músculos, cráneo y tejidos blandos.
Un lápiz, dos esferas de metal, una cuchara de té, varias monedas, y el más extraño de todos, un ratón momificado.
De las monedas, sólo una permitía leer la fecha entre la fusión de carne y metal. Si estaba en lo correcto, sería acuñada dentro de diecisiete años.
Mientras tanto, a trescientos kilómetros de allí un niño se imaginaba cómo sería viajar en el tiempo. Tenía una vaga idea de cómo lograrlo.

1899 (Tercera parte)

-YO A USTED no le gusto.
-¿Por qué lo dice?
La cara metálica de Ginebra se inclinó buscando una espontaneidad inexistente. Luego agregó:
-No me habló durante el viaje. Tampoco cuando llegamos al hotel
-Son las siete de la mañana, agente. Créame, no tengo ganas de discutir con…
-Con una máquina.
-No quise decir eso. Sólo digo que es muy temprano, pasamos la mitad de la noche viajando y me costó dormir. No tengo ánimos ni ganas de discutir. Vuelva a su habitación, aún es temprano.
Ginebra pestañeó rápido, de un modo tan antinatural que me heló por dentro. Siempre he detestado a los números, no porque no confíe en sus capacidades, sino por que temo de ellas. No tengo claro que pueden y que no pueden hacer. No tengo claro por qué los creamos, cual fue la idea tras su abominable invención.
-Disculpe inspector-, su voz monocorde bajó de volumen. –Pensé que como Prat…
-Almirante Prat, Ginebra.
-Perdón. Decía que como el almirante Prat pidió que le enviáramos un telelocal a las ocho y media, tal vez le gustaría tener tiempo para desayunar.
-No desayuno.
-Oh, no lo sabía.
-Perfecto, no hay problema. Ahora por favor regrese a su habitación. Nos encontramos en el lobby a las ocho y quince, ¿le parece?
-Me parece.
Y me dio pavor descubrirme mirando con morbo su curvilíneo cuerpo de metal, movido por un verdoso corazón de metahulla.
Cerré la puerta y me asomé a la ventana, encaramada en el piso séptimo de un hotel cercano a la plaza de armas de Santiago. Las líneas de iluminación pública de gas metahullano iban apagándose a medida que el sol despuntaba. En el edificio de enfrente, una gran pintura llamaba a los ciudadanos a votar por Balmaceda para su tercera reelección. “Porque el poder debe permanecer en Santiago”, rezaba la ultima línea del grabado.
Tres horas en un aerocarril desde Nueva Arauco hasta la estación central de Santiago, luego cuatro horas en un hotel de gobierno. Otra noche entera en vela. Los pocos minutos que conseguí cerrar los ojos fui interrumpido por un nuevo sueño. Necesito curarme de las pesadillas, de lo contrario voy a volverme loco. Fui al servicio de la habitación y comencé a llenar la tina con agua caliente.

-AHORA DEBEMOS esperar-, pronunció Ginebra tras terminar de teclear el telelocal que le enviamos al almirante Prat. –Ojalá no demore mucho en contestarlo.
-No le respondí.
Miré hacia la calle, Santiago se sentía gris y sucia. Una ciudad demasiado alejada de la pulcritud de Nueva Arauco.
-El comisario Rebolledo me contó que usted sirvió con el almirante durante el ataque a Lima.
-El comisario suele hablar demasiado.
La máquina no me respondió.
El carro receptor del telelocal comenzó a chirrear mientras imprimía un mensaje de vuelta. Una sola línea, marcada en letras mayúsculas sobre el rollo blanco. Prat nos daba la bienvenida a la ciudad y nos enviaba su dirección. Que fuéramos apenas estuviésemos listos, nos esperaba con ansias.
Le ordené a Ginebra que fuera por un taxi. Obedeció al acto. El olor dulzón de los números me asusta tanto como sus rectas facciones.

SANTIAGO AUN mantenía el viejo sistema de taxis propulsados por caballos. Pequeñas calesas tiradas por percherones gordos, detalle en extremo problemático cuando se aborda un vehículo en compañía de un ser artificial. Los animales sienten pánico de los números y hay que forzarlos a caminar entre berrinches de horror. Nada que un par de billetes grandes no puedan arreglar. Ginebra se excusó con un monocorde “lo siento” que ni el conductor ni yo hicimos recibo.
-Bienvenidos, por favor adelante-, dijo Prat cuando nos abrió la puerta de su casa, una vieja mansión de amplios jardines, ubicada en el corazón del barrio Providencia de Santiago, cerca de las grandes parcelas del oriente. Se veía más viejo, calvo y con la barba cana. También estaba más delgado que la última vez que lo vi, a fines de 1883, en la base aeronaval de Viña.
Noté que no llevaba anillo de bodas, no quise preguntarle. Después de lo de Lima se rumoreó bastante acerca de su crisis matrimonial. Además resultaba obvio que –descontando a la delgadísima sirviente que se movía por los pasillos- éramos los únicos habitantes de la casa.
-Usted dirá- le dije a Prat, apenas nos sentamos en la amplia sala del caserón.
-Me acuerdo de usted en el Santiago, siempre tomando apuntes en silencio, veo que ahora habla más.
-Hablo lo necesario, señor.
-Veo. Y cuénteme, ¿qué le ha parecido Santiago?
-Esta ciudad no cambia mucho. Está igual que hace diez años.
-Oh, claro, y no puede compararse con Nueva Arauco. Y usted-, miró a Ginebra, – ¿cómo dijo que se llamaba? Por supuesto, no le he preguntado, a veces soy muy torpe.
La número que me acompañaba, levantó el rostro y trató de mostrar sorpresa entre sus falsos gestos.
-Ginebra, señor.
-Claro, Ginebra, como la mujer del rey Arturo. Cuénteme Ginebra, ¿que le parece esta ciudad?
-Compleja, señor. No es tan moderna como Nueva Arauco y eso me perturba.
-Lo imagino. Dígame Ginebra, ¿qué modelo es usted…?
-Una Esmeralda serie 004
-Una Esmeralda, ya lo creía. Pues eso me parece perfecto. Sabe que el primer buque que tuve a mi comando fue una corbeta llamada Esmeralda.
-No lo sabía señor.
-Imagino que no lo sabía, pocos lo saben. Recuérdelo, señorita.
-Lo haré señor.
No me gustó que la llamara así, señorita.
-Y usted, Uribe, recuerda mi vieja Esmeralda.
-Un poco. Condell la uso de trampa cuando capturamos al Huascar.
-No debimos usarla. En fin, sólo era una vieja corbeta de tiempos pre metahullanos. Sólo un barco.
-¿Almirante?-, lo interrumpí.
-Dígame, inspector.
-Pensé que íbamos a hablar de los atentados de metahulla.
-Oh, claro, por supuesto. ¿Un café?
-Gracias.
-A usted no puedo ofrecerle, Ginebra.
La número dijo que no había problema. Prat tomó una pequeña campana de mesa y llamó a la sirvienta. Cuando la señora apareció, le pidió dos tazas grandes de café. Luego torció una extraña sonrisa.
-Supongo que para un hombre que no puede dormir, siempre es útil tomar mucho café-, cerró mirándome a los ojos. No era difícil adivinar lo cómodo que debe haberle resultado mi expresión de sorpresa.
-¿Por qué no me cuenta de sus sueños, inspector?-, siguió.
-¿Quién le habló de ello? ¿Rebolledo?
-Inspector, créame, lo conozco más de lo que usted imagina.
Furioso me puse de pie.
-Almirante, créame, tiempo no es lo que me sobra. Ginebra…
La número se puso de pié. Vapor de metahulla silbó a través de la juntura de sus rodillas.
-Inspector-, prosiguió el almirante. –Discúlpeme si fui atrevido, pero en verdad me interesa lo de su insomnio. A mi también me cuesta dormir.
-No creo que sea tema, no ahora.
-Oh, claro, por supuesto.
La sirvienta de Prat regresó a la habitación trayendo una bandeja con dos tazas de café hirviendo.
-Por favor, inspector-, insistió el viejo.
Miré a Ginebra, volvimos a sentarnos.
-Le recuerdo-, le dije, -que estoy acá porque usted dijo tener información sobre los atentados.
-Eso, los atentados-, dudó. –Dígame inspector, usted también cree que se trata de peruanos.
-Es imposible que sean peruanos.
-Me alegro que así lo piense. No son peruanos.
-¿Quiénes entonces?
-Gente poderosa preocupada de lo que nos estamos convirtiendo, quizás.
-Europa.
-Puede ser.
-Almirante, deje de jugar y dígame lo que sabe…
Prat tomó un poco de su café.
-Demasiado caliente-, comentó. –Adelaida sabe que me gusta un poco más frío. En fin. ¿Ginebra?-, siguió. -¿Usted que cree?
-Adhiero su hipótesis, almirante. Además he leídos los informes del inspector Uribe y el subraya que se trata de gente que sabe manejar muy bien la metahulla en estado puro, algo que sólo dominamos nosotros, los alemanes, ingleses, rusos y estadounidenses. No son peruanos, señor.
-Vaya, es muy buena, señorita.
Por segunda vez la llamó de ese modo.
-Almirante-, interrumpí -, le parece que vayamos al grano.
-A eso voy, inspector.
-¿Entonces?
-Entonces, ¿qué?
-Dígame lo que sabe.
-No hay nada que decir, amigo mío. No lo llamé para hablar, sino para mostrarle algo-, se detuvo un instante. Luego, tras un breve sorbo a su café: -Usted y su mecánica compañera deben acompañarme.
-¿Acompañarlo dónde?
Arturo Prat sonrió. Se puso de pie y fue hasta el escritorio, instalado al fondo de la sala. Abrió y cerró una cajonera, luego regresó trayendo dos sobres alargados.
-Necesitamos juntarnos con un par de amigos.
Puso los sobres junto a mi taza de café. Miré el papel, el logo de la línea aérea nacional aparecía grabado en una de las esquinas.
-Salimos esta tarde, a las tres. Es un vuelo directo a Iquique. Le encantarán estas nuevas aeronaves.
-¿A Iquique, señor?
-Si, a Iquique. No se preocupe por avisarle a sus superiores, ya le envié un telelocal al comisionado Rebolledo. Y usted sabe, inspector, aún gozo de cierta importancia. ¿Trajo un cambio de ropa más gruesa?
-Si…
-Perfecto.
-A usted, Ginebra, no necesito preguntarle.

La Raza Venidera

Fragmento del libro Les Grandes Initiés de Notre Temps de Louis Saint-Yves d’ Alveydre, Blefond Press, 1998.

En la mañana del 29 de junio de 1979, una compañía de soldados peruanos que cuidadosamente avanzaban entre los escombros de la devastada ciudad de Santiago hicieron uno de los más impresionantes descubrimientos de la Segunda Guerra Mundial.
Los soldados que habían invadido la orgullosa capital de Chile y estaban a pocos días de llevar a término seis años de terrible y sangriento conflicto, estaban alertas a los ataques de las disminuidas y patéticas células de la resistencia chilena, compuesta principalmente por viejos y jóvenes, vanamente intentando salvar el “Reino del Millón de Años” del General González Von Marées.
Los soldados peruanos marchaban con suma cautela de un edificio destruido a otro, metódicamente peinando las habitaciones y salas cubiertas de escombros en busca de cualquier señal de sobrevivientes al bombardeo aliado. Los soldados debían confiar en sus instintos y armaduras de anti-impacto y camuflaje a medida que se abrían camino a través de la devastada capital. La destrucción era de tal magnitud que era imposible decir donde terminaba una calle y comenzaba otra.
Fue entre los escombros de un edifico cercano a la Casa de Gobierno donde los soldados hicieron su descubrimiento.
A primera vista, los cadáveres no se veían distintos a otros muchos que los soldados encontraran previamente en aquella ciudad fantasma. Pero examinándolos de cerca, probaron ser muy diferentes. Porque pese a que los cuerpos vestían uniformes militares chilenos, sus rostros eran claramente asiáticos. Eran, de hecho, tibetanos –como hizo notar uno de los jóvenes soldados peruanos de apellido Fujimori. Y fue este soldado, quien igualmente advirtió que los carbonizados despojos en el centro del círculo de cadáveres pertenecían a un ser humano, del cual sólo permanecían un par de brillantes guantes verdes.
¿Pero que hacían estos tibetanos, a miles de kilómetros de su tierra natal y en medio de una batalla de la que su nación no formaba parte?
Pese a que el sonido de metralla distrajo a los soldados, ninguno de ellos tuvo duda que estaban ante un descubrimiento extraordinario ya que, además de su apariencia, todo indicaba que los tibetanos no habían muerto en acción, sino al formar parte de alguna clase de suicidio ritual, probablemente bajo las órdenes del calcinado extraño de los guantes verdes que muchos historiadores concuerdan se trataba del propio González Von Marées.
Antes que los peruanos se unieran con los aliados uruguayos y bolivianos en el norte, y Santiago finalmente cayera el 7 de julio, los cuerpos de varios otros tibetanos fueron hallados en similares circunstancias. Algunos se habían suicidado ritualmente aunque la gran mayoría había perecido a causa del fuego y bombardeo Aliado que redujo la otrora magnificente ciudad a ruinas humeantes. Los cadáveres representaron un misterio que tomó tiempo revelar –pero cuando la información sobre los tibetanos muertos fue reunida y cotejada, se logró armar un complejo rompecabezas que se relacionaba con el mítico mundo de Agharti y el extraño libro de Sir Edward Bulwer-Lytton, La Raza Venidera. Es más, puede asegurarse que el libro de Bulwer-Lytton fue responsable en cierto grado tanto de la presencia de los tibetanos en la ciudad, hasta la mismísima carnicería que González Von Marees infringió en Latinoamérica y gran parte del mundo entre 1973 y 1979.

27


Algo ocurrió…nadie sabe todavía qué está pasando…las calles están llenas de gente en silencio, expectante y asustada…el aire está tibio, A lo lejos unos ladridos. Allá arriba, en la torre Entel, el reloj marcó las 24 horas, todos celebraron y gritaron, pero el reloj luego marcó las 25 horas…todos miraron sus relojes…el tiempo continuó marcando 31 de diciembre en todos los celulares, todos los relojes, todos los computadores.
Ya son las 27 horas y 32 minutos del día 31 de diciembre de 2006. Hemos notado que la luna sigue en el mismo sitio. Nada se mueve. Alguien me contó que en Plaza Italia alguien vió una paloma suspendida en el aire. El Mapocho no suena…me está costando respirar…creo que no puedo moverme…no se qué está pasando.

Tetragrámaton

Desde 1944 hay un hombre que vive debajo de la Biblioteca Nacional. Observa un punto oscuro que yace dentro del laberinto de libros. Jamás aparta la mirada. Conoce el nombre de cada uno de nosotros. Sus labios apenas se mueven. Susurra nuestros apellidos en la penumbra. Cuando termina, lo hace de nuevo, cambiando el orden. Sigue así, como si buscara una combinación…
Hoy me dicen que ha fallecido.
No sé… quizás la halló.

Ozaru II

1943
Una de las postas que le tocaba atender al Doctor Luciano Krauser en su cargo de médico domiciliario y rural de la Caja de Seguro Obrero Obligatorio era la posta de Catillo, situada junto a las termas del mismo nombre, famosas por el alivio que provocaban sus aguas en afecciones gástricas y reumáticas. Si bien las termas contaban con un médico exclusivo para su clientela el Seguro mantenía su Posta con un practicante residente y la visita semanal de un médico desde Parral.
Ese día viernes el doctor apenas había puesto un pie en la Posta cuando le comunicaron que tenía una llamada telefónica urgente de Parral. Lorena Larraín, su joven esposa de 17 años, estaba a punto de dar a luz. El Dr. pidió excusas a sus pacientes y emprendió el camino de regreso a Parral cómo alma que lleva el diablo.

–Todo marcha bien –señaló el Dr. Lorenzo Latorre al Dr. Krauser, que bañado en sudor sujetaba la mano de su esposa en aquella aséptica habitación de hospital–. Membranas rotas, dilatación dos centímetros, posición de vértice… ¿Va a presenciar usted el parto colega?

–N-no, no le sé –contestó titubeando el Dr. Krauser.

–Como guste –replicó Latorre–, para mí es igual, aunque Lorena estaría más tranquila… ¡En fin! La decisión es suya colega. Ahora si me disculpan, debo retirarme. La matrona me avisará cuando las contracciones se hagan más frecuentes.

–¿Qué opinas? –preguntó el Dr. Krauser a su cónyuge– ¿Quieres que presencie el parto?

–Quédate conmigo –respondió Lorena–. No me dejes sola.

–No temas –la tranquilizó el Dr. Krauser–. Voy a fumar un cigarro a la sala de médicos y vuelvo.
El Dr, Krauser besó a Lorena y abandonó el cuarto disimulando su nerviosismo lo mejor que pudo. Luego de fumarse tres cigarros y beber dos tazas de café retornó junto a ella para no abandonarla más.

La espera fue larga, más larga de lo que el Dr. Krauser y su señora esperaban, la gente entraba y salía de la habitación, la matrona, el obstreta, el Dr. Latorre, de nuevo la matrona… hasta que finalmente se produjo el milagro.

–Un hombrecito –dijo el Dr. Latorre entregando al pequeño e indefenso ser a la matrona para que lo pesara.

–Tres kilos novecientos gramos –anunció la matrona.

–¿Y? ¿Cómo se va a llamar? –preguntó el Dr. Latorre.

–Luciano –contestó el Dr. Krauser–, cómo su padre.

1945
A pesar que llevaban cerca de dos años en Parral el Dr. Krauser y su señora no lograban acostumbrarse. El pueblo era una mezcla de gente muy rica con tendencias aristocráticas (que residían mayormente en la capital y venía por temporadas a sus latifundios) y agricultores, obreros y gente de trabajo que no podían seguir el ritmo de gastos ni la manera de vivir de los primeros. El Dr. Krauser estaba cansado del permanente escrutinio del que eran objeto por parte de estos ‘aristócratas’, que reprobaban que la mujer del médico cuidara del ante jardín de su chalet o fuera de compras por su cuenta al mercado. Lorena por su parte estaba hastiada de la vida social, de la forzada elegancia, de los vestidos de las ‘damas’, de mañana, tarde o noche, según fuera la ocasión. El trabajo del Dr. Krauser por otra parte, con una posta rural que atender cada día, era muy pesado por lo que cuando se llamó a concurso para llenar los cargos de dos horas en la Beneficencia, o sea hospital, y tres horas como tratante y domiciliario en el Seguro Obrero Obligatorio del puerto de Tomé, el Dr. Krauser se presentó a ambos.

­–Más mal que aquí no nos puede ir –decía Lorena que entusiasmada ante la idea de abandonar Parral ya había comenzado a hacer las maletas–. Cuatro años con el mismo sueldo cuando todo ha subido de precio al doble o al triple.

Lorena estaba en lo correcto. Mientras a todos los empleados de la administración pública y el sector privado se les había reajustado sus sueldos de acuerdo al alza del costo de vida, en el Servicio de Salubridad Fusionado o Servicio de emergencia (creado por el presidente Don Pedro Aguirre Cerda para la mejor atención de la zona afectada por el terremoto del 39) se habían mantenido los mismos salarios hasta nivelarlos con los cargos similares de las zonas no afectadas. Lo que el año 1939 era un sueldazo en 1945 era un sueldo más bien mediocre en los servicios de salud.

Afortunadamente ambos concursos se resolvieron a favor del Dr. Krauser, de algo habían servido sus seis años de antigüedad, sus estudios en el extranjero, sus excelentes calificaciones y sus puntos extras por servicio rural. El Dr. tenía una semana para mudarse por lo que se apresuró en viajar a Tomé, en busca de una casa.

Tomé en esa época contaba con tres grandes Industrias Textiles, la Fábrica de Paños Bellavista-Tomé, la Fábrica o Sociedad Nacional de Paños Tomé y la Fábrica Italo Americana de Paños (FIAP), además de una fábrica de lienza y artículos pesqueros y una industria vitivinícola (la Wagner Stein y Cía. Ltda). Gracias a estas industrias se respiraba una sensación de prosperidad y bienestar en la mayoría de los estratos sociales. El Dr. Krauser, gracias a la intervención del Director del hospital de Tomé, consiguió tres habitaciones que se arrendaban con pensión completa, canceló dos meses por adelantado y regresó a Parral. Los muebles se fueron en ferrocarril y ellos en su Ford 31, sedán dos puertas. Se instalaron en las tres habitaciones; un dormitorio, un comedor y un escritorio que le serviría también de sala de exámenes. El Dr. puso su placa de médico en la puerta de la casa y ese mismo día comenzaron a llegar los pacientes, tantos que el Dr. hubo de arrendar dos habitaciones más para atenderlos. El hall central que daba a dichos cuartos hacía las veces de sala de espera, allí colocó el Dr. un par de sofás y unos muebles de mimbre que la dueña del edificio gentilmente le había facilitado. En cuanto a su trabajo en el hospital el doctor se hizo cargo de dos salas diferenciadas por sexo de veinte camas cada una, cuarenta camas que debía atender en dos horas diarias de trabajo. En el Seguro Obrero Obligatorio tenía tres horas, un policlínico de dos horas diarias y una hora para atender los domicilios de los cerros que se presentaran, los que había que realizar a pie debido a la escasa y deficiente urbanización.

Ya habían transcurrido un año desde que el Dr. Krauser y su familia se habían mudado de Parral y las cosas no podían estar mejor, el comercio en Tomé era próspero, el dinero abundaba, se realizaban fiestas de caridad, bingos, bailes y fiestas de la primavera (que después se transformarían en al Semana Tomecina). Los sindicatos de las tres fabricas de paños eran poderosos y en sus presupuestos tenían ítem para médico y farmacia, de modo que el obrero podía consultar en el seguro, en el sindicato y por último, si lo deseaba, podía pagar su consulta en un estudio particular. Lorena no se cansaba de repetir que él haberse trasladado a Tomé era lo mejor que podrían haber hecho. Entonces, cuando menos se le esperaba y cómo suele ocurrir, sobrevino la tragedia. Una epidemia de poliomielitis o parálisis infantil había estallado en la zona. Los tres primeros niños fueron auscultados en sus domicilios por el Dr. Krauser y el pediatra el Dr. Luis Latorre, en junta médica y sin usar mascarilla pues ignoraban el diagnóstico. El Dr. Krauser se transformó sin saberlo en un mortal portador de gérmenes. Fue así cómo se contagió Lucianito desarrollando una meningo encefalitis aguda. Pérdida brusca del conocimiento, fiebre alta, convulsiones… Fue hospitalizado en el pensionado del Hospital Clínico Regional de Concepción y atendido con mucha dedicación y esmero por pediatras y neurólogos, a pesar de esto solo un milagro podría salvar la vida del niño.

El milagro no se produjo, cumpliéndose los diagnósticos más pesimistas, luego de setenta y dos horas luchando por su vida Lucianito dejaba de existir a la edad de tres años. El Dr. Krauser recibió la noticia sin manifestar ninguna emoción aunque por dentro estaba hecho pedazos. Lorena se abrazó a él y estalló en desgarradores gemidos. Nueve meses después del triste fallecimiento de su hijo Lorena sufrió un cólico renal derecho. Las radiografías solicitadas por el urólogo revelaron una hidrofrenosis a derecha, con gran dilatación de la pelvis renal y uréter filiforme mal implantado. Se decidió amputar el órgano defectuoso, Lorena tendría que arreglárselas de ahí en adelante con un sólo riñón. Los exámenes de orina, uremia y creatinemia posteriores a la intervención quirúrgica fueron normales. Se suponía que luego de esto Lorena podría llevar una vida normal pero comenzó a sufrir de anemia. A pesar de los tratamientos para estimular la médula ósea la anemia seguía acentuándose, Lorena desarrolló un cuadro anoréxico y bajó varios kilos, el diagnóstico del nefrólogo: Leucemia crónica.

1956
Ya era de noche y el Dr. Krauser conducía su antiguo Ford 31 por una polvorienta ruta luego de una visita médica que se había prolongado más de lo debido, Lorena estaría furiosa… De pronto la imagen de una torta de cumpleaños se formó en la mente del Doctor. Tenía hambre, debía admitirlo, ¿pero porqué una torta? ¡Lorena! Ese día era el cumpleaños de Lorena, cumplía treinta y cuatro, doce años menos que su esposo. ¿Cuantos cumpleaños más le quedarían por delante?

Habían transcurrido catorce años desde la muerte de Lucianito durante los cuales el Doctor no había dejado de culparse a sí mismo por tan lamentable hecho y por la enfermedad de su esposa también, enfermedad que constantemente amenazaba con llevársela al lado de su hijo. El Dr. Krauser se había enfrentado a está terrible posibilidad en dos ocasiones, la primera; cuando hubo de llevar a Lorena de urgencia al hospital debido a un edema pulmonar agudo, la segunda; cuando a causa de la aparición de extracístoles hubo de trasladarla de amanecida a Concepción para un electrocardiograma, que afortunadamente salió negativo.

De pronto una intensa luz cegó al Dr. Krauser, que al cubrirse instintivamente los ojos perdió control del vehículo, saliéndose del camino.

Algo se había estrellado a unos metros de distancia.

El Dr. Krauser armándose de valor dirigió sus pasos hacia el lugar del impacto. Lo que encontró al fondo del pequeño cráter fue una especie de cápsula, no mayor al torso de un hombre. Sin mediar aviso la cápsula se abrió descubriendo la pequeña figura de un bebé en posición fetal. El Dr. no perdió tiempo en conjeturas, descendió al fondo del cráter y comprobó los signos vitales del lactante. Luego, con mucho cuidado, procedió a cargarlo y además de notar que era varoncito, comprobó que tenía una larga cola velluda.

Al extraer al niño de la cápsula, Krauser activó un mecanismo de autodestrucción que disolvió la cápsula en cuestión de segundos ante sus atónitos ojos. El infante, que hasta ese momento parecía dormido estalló en llantos.

–Te llamarás Cristóbal –dijo Luciano acunando tiernamente al pequeño contra su pecho–, ya que al igual que Colón has viajado por negros océanos insondables para llegar a un nuevo mundo. Sí, Cristóbal Krause Larraín, ese será tu nombre.

El Dr. Krauser envolvió en su chaqueta a Cristóbal, lo depositó cuidadosamente en el asiento del copiloto y se marchó rumbo a Tomé en su antiguo Ford 31.

Presidenta Alvear podría estar implicada en asesinatos

A raíz del escándalo ChileDeportes, un equipo de tres estudiantes de primer año de periodismo de la Universidad Bolivariana inventaron una hipótesis mientras estaban bajo los efectos de alguna droga. La naturaleza de dicha hipótesis es un misterio y sólo podemos conjeturar que habían acertado.

Llenos de entusiasmo e incapaces de ver el caos que desatarían, salieron ese mismo día a investigar. Fue la última vez que sus familias les vieron con vida.

Dos días más tarde un travesti del barrio el Golf vomitaba en el automóvil de un diputado UDI. Residentes de la zona presenciaron el momento en que el funcionario público salía corriendo y gritando con los pantalones abajo, mientras el travesti sufría convulsiones producto del shock.

Investigaciones posteriores revelaron la presencia de restos humanos en el vómito del «prostituto».

Sólo diez minutos antes de subir al automóvil, el travesti compraba un hot-dog en un carro de frituras, y que prácticamente tragó al notar que su cliente frecuente lo esperaba estacionado no muy lejos de allí.

Siete personas más en distintas zonas de Santiago vomitaron restos humanos. Todas ellas habían consumido completos en la vía pública, con una excepción.

Los embutidos provenían del matadero de Franklin. El carnicero dueño de la tienda donde se compraron las vienesas yacía muerto, colgado de un gancho en el congelador de la carnicería.

Entre las vienesas incautadas había más restos humanos, algunos trozos de ropa y el fragmento de un anillo de oro. Y dentro de la máquina moledora permanecía intacta la punta de un dedo meñique.

El dedo pertenecía a un joven alumno de periodismo de la Universidad Bolivariana desaparecido dos días antes, de iniciales J.P., quien la noche anterior a su desaparición había escrito en su blog: «Alvear con la DC caerán por corruptos».

Dicho blog fue hackeado, pero de él quedaron varios respaldos automáticos en distintos lectores de RSS internacionales. Esto inevitablemente permitió a familiares y amigos de las víctimas gritar a los cuatro vientos la posible relación entre los asesinatos y ese comentario en el blog.

De los otros dos estudiantes desaparecidos, análisis de ADN corroboraron que sus restos habían sido utilizados para fabricar vienesas.

Actualmente y a pesar de la guerra mediática de los familiares de las víctimas en contra del Gobierno, Alvear sólo ha declarado que su único «delito» fue usar fondos de un Ministerio con fines «ornamentales».