Categoría: Ucroniachile
blog-experimento que dio origen al libro «CHIL3: Relación del Reyno (1495-2210)» y publicado originalmente en http://ucroniachile.blogspot.com
Rahn
-¿…Piedra Azul?-
-La piedra que cayó de la frente de Lucifer-
-La lapis exilis, ¿el grial?
-La lapis excoeli, en realidad. La piedra del cielo, la piedra caída del cielo azul. La piedra del cielo azul. La lapis lazuli. La piedra que saltó desde la frente de Lucifer, cuando cayó de cabeza contra nuestro mundo, exiliado del reino de Jehová.
-¿Y me dice que sabe dónde cayó?
-Allá la llaman Kallfukura, «piedra azul», y también la relacionan con Venus. Uno de sus héroes se llamaba de la misma manera, era un guía que quiso unificar toda la tierra para los de su sangre, en un único reino bajo su liderazgo. Luchó contra dos países y su movimiento de expansión también requería dar una curva hacia el este, un giro hacia la izquierda. En sus cantos predominaba la nota sol.
-¿Qué debemos hacer para encontrarla?
-Debemos morir todos en un gran sacrificio, bautizados por el Estigia, para renacer en otras tierras, más propicias.
-Deberá haber guerra entonces.
-Si, deberá haber guerra.
-¿Nos veremos nuevamente?
-No en este lugar.
-¿..Es…cierto…todo lo que me dice?
-Ya conversamos ésto mismo muchas veces, usted me hizo esta misma pregunta muchas veces. No importa si usted cree, lo importante es que va a ocurrir lo quiera o no. Asegúrese que la historia lo sorprenda en el lugar correcto y haciendo lo correcto.
-Comprendo
-No, no comprende. Todo ésto es parte de un sistema que nadie comprende, yo solo he aprendido a valorarlo estéticamente. Su tamaño me agobia, me hace sudar, me ha hecho llorar de angustia en algunas ocasiones.
-¿Tiene miedo?
-No, cansancio. Morir cada vez no…en fin…la piedra puede ser una solución.
-Tengo miedo.
-En el momento déjese arrastrar, mire hacia arriba y diga «hágase tu voluntad y no la mía»…ya lo ha hecho otras veces…decenas de veces.
-Me van a odiar.
-Siempre lo hacen.
—
Ciudadano con hipotermia se prende fuego
Asesinato temporal
Armando Sepúlveda caminaba tranquilo mirando las nubes cuando un fuerte dolor le incendió el pecho. Un segundo después estaba muerto.
Una hora después Claudia Bermudas moría sentada en la taza del baño con algo extraño sobresaliendo de su cuello.
Siete muertes más, un total de nueve. Todos presentaban indicios de haber muerto por electrocutamiento, un solo golpe fulminante que detuvo sus corazones.
Esa noche el tanatólogo se golpeaba la frente contra un muro. Junto con la causa de muerte «real», los cuerpos presentaban «objetos» incrustados en huesos, músculos, cráneo y tejidos blandos.
Un lápiz, dos esferas de metal, una cuchara de té, varias monedas, y el más extraño de todos, un ratón momificado.
De las monedas, sólo una permitía leer la fecha entre la fusión de carne y metal. Si estaba en lo correcto, sería acuñada dentro de diecisiete años.
Mientras tanto, a trescientos kilómetros de allí un niño se imaginaba cómo sería viajar en el tiempo. Tenía una vaga idea de cómo lograrlo.
1899 (Tercera parte)
-¿Por qué lo dice?
La cara metálica de Ginebra se inclinó buscando una espontaneidad inexistente. Luego agregó:
-No me habló durante el viaje. Tampoco cuando llegamos al hotel
-Son las siete de la mañana, agente. Créame, no tengo ganas de discutir con…
-Con una máquina.
-No quise decir eso. Sólo digo que es muy temprano, pasamos la mitad de la noche viajando y me costó dormir. No tengo ánimos ni ganas de discutir. Vuelva a su habitación, aún es temprano.
Ginebra pestañeó rápido, de un modo tan antinatural que me heló por dentro. Siempre he detestado a los números, no porque no confíe en sus capacidades, sino por que temo de ellas. No tengo claro que pueden y que no pueden hacer. No tengo claro por qué los creamos, cual fue la idea tras su abominable invención.
-Disculpe inspector-, su voz monocorde bajó de volumen. –Pensé que como Prat…
-Almirante Prat, Ginebra.
-Perdón. Decía que como el almirante Prat pidió que le enviáramos un telelocal a las ocho y media, tal vez le gustaría tener tiempo para desayunar.
-No desayuno.
-Oh, no lo sabía.
-Perfecto, no hay problema. Ahora por favor regrese a su habitación. Nos encontramos en el lobby a las ocho y quince, ¿le parece?
-Me parece.
Y me dio pavor descubrirme mirando con morbo su curvilíneo cuerpo de metal, movido por un verdoso corazón de metahulla.
Cerré la puerta y me asomé a la ventana, encaramada en el piso séptimo de un hotel cercano a la plaza de armas de Santiago. Las líneas de iluminación pública de gas metahullano iban apagándose a medida que el sol despuntaba. En el edificio de enfrente, una gran pintura llamaba a los ciudadanos a votar por Balmaceda para su tercera reelección. “Porque el poder debe permanecer en Santiago”, rezaba la ultima línea del grabado.
Tres horas en un aerocarril desde Nueva Arauco hasta la estación central de Santiago, luego cuatro horas en un hotel de gobierno. Otra noche entera en vela. Los pocos minutos que conseguí cerrar los ojos fui interrumpido por un nuevo sueño. Necesito curarme de las pesadillas, de lo contrario voy a volverme loco. Fui al servicio de la habitación y comencé a llenar la tina con agua caliente.
-AHORA DEBEMOS esperar-, pronunció Ginebra tras terminar de teclear el telelocal que le enviamos al almirante Prat. –Ojalá no demore mucho en contestarlo.
-No le respondí.
Miré hacia la calle, Santiago se sentía gris y sucia. Una ciudad demasiado alejada de la pulcritud de Nueva Arauco.
-El comisario Rebolledo me contó que usted sirvió con el almirante durante el ataque a Lima.
-El comisario suele hablar demasiado.
La máquina no me respondió.
El carro receptor del telelocal comenzó a chirrear mientras imprimía un mensaje de vuelta. Una sola línea, marcada en letras mayúsculas sobre el rollo blanco. Prat nos daba la bienvenida a la ciudad y nos enviaba su dirección. Que fuéramos apenas estuviésemos listos, nos esperaba con ansias.
Le ordené a Ginebra que fuera por un taxi. Obedeció al acto. El olor dulzón de los números me asusta tanto como sus rectas facciones.
SANTIAGO AUN mantenía el viejo sistema de taxis propulsados por caballos. Pequeñas calesas tiradas por percherones gordos, detalle en extremo problemático cuando se aborda un vehículo en compañía de un ser artificial. Los animales sienten pánico de los números y hay que forzarlos a caminar entre berrinches de horror. Nada que un par de billetes grandes no puedan arreglar. Ginebra se excusó con un monocorde “lo siento” que ni el conductor ni yo hicimos recibo.
-Bienvenidos, por favor adelante-, dijo Prat cuando nos abrió la puerta de su casa, una vieja mansión de amplios jardines, ubicada en el corazón del barrio Providencia de Santiago, cerca de las grandes parcelas del oriente. Se veía más viejo, calvo y con la barba cana. También estaba más delgado que la última vez que lo vi, a fines de 1883, en la base aeronaval de Viña.
Noté que no llevaba anillo de bodas, no quise preguntarle. Después de lo de Lima se rumoreó bastante acerca de su crisis matrimonial. Además resultaba obvio que –descontando a la delgadísima sirviente que se movía por los pasillos- éramos los únicos habitantes de la casa.
-Usted dirá- le dije a Prat, apenas nos sentamos en la amplia sala del caserón.
-Me acuerdo de usted en el Santiago, siempre tomando apuntes en silencio, veo que ahora habla más.
-Hablo lo necesario, señor.
-Veo. Y cuénteme, ¿qué le ha parecido Santiago?
-Esta ciudad no cambia mucho. Está igual que hace diez años.
-Oh, claro, y no puede compararse con Nueva Arauco. Y usted-, miró a Ginebra, – ¿cómo dijo que se llamaba? Por supuesto, no le he preguntado, a veces soy muy torpe.
La número que me acompañaba, levantó el rostro y trató de mostrar sorpresa entre sus falsos gestos.
-Ginebra, señor.
-Claro, Ginebra, como la mujer del rey Arturo. Cuénteme Ginebra, ¿que le parece esta ciudad?
-Compleja, señor. No es tan moderna como Nueva Arauco y eso me perturba.
-Lo imagino. Dígame Ginebra, ¿qué modelo es usted…?
-Una Esmeralda serie 004
-Una Esmeralda, ya lo creía. Pues eso me parece perfecto. Sabe que el primer buque que tuve a mi comando fue una corbeta llamada Esmeralda.
-No lo sabía señor.
-Imagino que no lo sabía, pocos lo saben. Recuérdelo, señorita.
-Lo haré señor.
No me gustó que la llamara así, señorita.
-Y usted, Uribe, recuerda mi vieja Esmeralda.
-Un poco. Condell la uso de trampa cuando capturamos al Huascar.
-No debimos usarla. En fin, sólo era una vieja corbeta de tiempos pre metahullanos. Sólo un barco.
-¿Almirante?-, lo interrumpí.
-Dígame, inspector.
-Pensé que íbamos a hablar de los atentados de metahulla.
-Oh, claro, por supuesto. ¿Un café?
-Gracias.
-A usted no puedo ofrecerle, Ginebra.
La número dijo que no había problema. Prat tomó una pequeña campana de mesa y llamó a la sirvienta. Cuando la señora apareció, le pidió dos tazas grandes de café. Luego torció una extraña sonrisa.
-Supongo que para un hombre que no puede dormir, siempre es útil tomar mucho café-, cerró mirándome a los ojos. No era difícil adivinar lo cómodo que debe haberle resultado mi expresión de sorpresa.
-¿Por qué no me cuenta de sus sueños, inspector?-, siguió.
-¿Quién le habló de ello? ¿Rebolledo?
-Inspector, créame, lo conozco más de lo que usted imagina.
Furioso me puse de pie.
-Almirante, créame, tiempo no es lo que me sobra. Ginebra…
La número se puso de pié. Vapor de metahulla silbó a través de la juntura de sus rodillas.
-Inspector-, prosiguió el almirante. –Discúlpeme si fui atrevido, pero en verdad me interesa lo de su insomnio. A mi también me cuesta dormir.
-No creo que sea tema, no ahora.
-Oh, claro, por supuesto.
La sirvienta de Prat regresó a la habitación trayendo una bandeja con dos tazas de café hirviendo.
-Por favor, inspector-, insistió el viejo.
Miré a Ginebra, volvimos a sentarnos.
-Le recuerdo-, le dije, -que estoy acá porque usted dijo tener información sobre los atentados.
-Eso, los atentados-, dudó. –Dígame inspector, usted también cree que se trata de peruanos.
-Es imposible que sean peruanos.
-Me alegro que así lo piense. No son peruanos.
-¿Quiénes entonces?
-Gente poderosa preocupada de lo que nos estamos convirtiendo, quizás.
-Europa.
-Puede ser.
-Almirante, deje de jugar y dígame lo que sabe…
Prat tomó un poco de su café.
-Demasiado caliente-, comentó. –Adelaida sabe que me gusta un poco más frío. En fin. ¿Ginebra?-, siguió. -¿Usted que cree?
-Adhiero su hipótesis, almirante. Además he leídos los informes del inspector Uribe y el subraya que se trata de gente que sabe manejar muy bien la metahulla en estado puro, algo que sólo dominamos nosotros, los alemanes, ingleses, rusos y estadounidenses. No son peruanos, señor.
-Vaya, es muy buena, señorita.
Por segunda vez la llamó de ese modo.
-Almirante-, interrumpí -, le parece que vayamos al grano.
-A eso voy, inspector.
-¿Entonces?
-Entonces, ¿qué?
-Dígame lo que sabe.
-No hay nada que decir, amigo mío. No lo llamé para hablar, sino para mostrarle algo-, se detuvo un instante. Luego, tras un breve sorbo a su café: -Usted y su mecánica compañera deben acompañarme.
-¿Acompañarlo dónde?
Arturo Prat sonrió. Se puso de pie y fue hasta el escritorio, instalado al fondo de la sala. Abrió y cerró una cajonera, luego regresó trayendo dos sobres alargados.
-Necesitamos juntarnos con un par de amigos.
Puso los sobres junto a mi taza de café. Miré el papel, el logo de la línea aérea nacional aparecía grabado en una de las esquinas.
-Salimos esta tarde, a las tres. Es un vuelo directo a Iquique. Le encantarán estas nuevas aeronaves.
-¿A Iquique, señor?
-Si, a Iquique. No se preocupe por avisarle a sus superiores, ya le envié un telelocal al comisionado Rebolledo. Y usted sabe, inspector, aún gozo de cierta importancia. ¿Trajo un cambio de ropa más gruesa?
-Si…
-Perfecto.
-A usted, Ginebra, no necesito preguntarle.
La Raza Venidera
En la mañana del 29 de junio de 1979, una compañía de soldados peruanos que cuidadosamente avanzaban entre los escombros de la devastada ciudad de Santiago hicieron uno de los más impresionantes descubrimientos de la Segunda Guerra Mundial.
27
Algo ocurrió…nadie sabe todavía qué está pasando…las calles están llenas de gente en silencio, expectante y asustada…el aire está tibio, A lo lejos unos ladridos. Allá arriba, en la torre Entel, el reloj marcó las 24 horas, todos celebraron y gritaron, pero el reloj luego marcó las 25 horas…todos miraron sus relojes…el tiempo continuó marcando 31 de diciembre en todos los celulares, todos los relojes, todos los computadores.
Ya son las 27 horas y 32 minutos del día 31 de diciembre de 2006. Hemos notado que la luna sigue en el mismo sitio. Nada se mueve. Alguien me contó que en Plaza Italia alguien vió una paloma suspendida en el aire. El Mapocho no suena…me está costando respirar…creo que no puedo moverme…no se qué está pasando.
—
Tetragrámaton
Hoy me dicen que ha fallecido.
No sé… quizás la halló.
Ozaru II
Una de las postas que le tocaba atender al Doctor Luciano Krauser en su cargo de médico domiciliario y rural de la Caja de Seguro Obrero Obligatorio era la posta de Catillo, situada junto a las termas del mismo nombre, famosas por el alivio que provocaban sus aguas en afecciones gástricas y reumáticas. Si bien las termas contaban con un médico exclusivo para su clientela el Seguro mantenía su Posta con un practicante residente y la visita semanal de un médico desde Parral.
Ese día viernes el doctor apenas había puesto un pie en la Posta cuando le comunicaron que tenía una llamada telefónica urgente de Parral. Lorena Larraín, su joven esposa de 17 años, estaba a punto de dar a luz. El Dr. pidió excusas a sus pacientes y emprendió el camino de regreso a Parral cómo alma que lleva el diablo.
El Dr, Krauser besó a Lorena y abandonó el cuarto disimulando su nerviosismo lo mejor que pudo. Luego de fumarse tres cigarros y beber dos tazas de café retornó junto a ella para no abandonarla más.
1945
A pesar que llevaban cerca de dos años en Parral el Dr. Krauser y su señora no lograban acostumbrarse. El pueblo era una mezcla de gente muy rica con tendencias aristocráticas (que residían mayormente en la capital y venía por temporadas a sus latifundios) y agricultores, obreros y gente de trabajo que no podían seguir el ritmo de gastos ni la manera de vivir de los primeros. El Dr. Krauser estaba cansado del permanente escrutinio del que eran objeto por parte de estos ‘aristócratas’, que reprobaban que la mujer del médico cuidara del ante jardín de su chalet o fuera de compras por su cuenta al mercado. Lorena por su parte estaba hastiada de la vida social, de la forzada elegancia, de los vestidos de las ‘damas’, de mañana, tarde o noche, según fuera la ocasión. El trabajo del Dr. Krauser por otra parte, con una posta rural que atender cada día, era muy pesado por lo que cuando se llamó a concurso para llenar los cargos de dos horas en la Beneficencia, o sea hospital, y tres horas como tratante y domiciliario en el Seguro Obrero Obligatorio del puerto de Tomé, el Dr. Krauser se presentó a ambos.
1956
Ya era de noche y el Dr. Krauser conducía su antiguo Ford 31 por una polvorienta ruta luego de una visita médica que se había prolongado más de lo debido, Lorena estaría furiosa… De pronto la imagen de una torta de cumpleaños se formó en la mente del Doctor. Tenía hambre, debía admitirlo, ¿pero porqué una torta? ¡Lorena! Ese día era el cumpleaños de Lorena, cumplía treinta y cuatro, doce años menos que su esposo. ¿Cuantos cumpleaños más le quedarían por delante?
Presidenta Alvear podría estar implicada en asesinatos
A raíz del escándalo ChileDeportes, un equipo de tres estudiantes de primer año de periodismo de la Universidad Bolivariana inventaron una hipótesis mientras estaban bajo los efectos de alguna droga. La naturaleza de dicha hipótesis es un misterio y sólo podemos conjeturar que habían acertado.
Llenos de entusiasmo e incapaces de ver el caos que desatarían, salieron ese mismo día a investigar. Fue la última vez que sus familias les vieron con vida.
Dos días más tarde un travesti del barrio el Golf vomitaba en el automóvil de un diputado UDI. Residentes de la zona presenciaron el momento en que el funcionario público salía corriendo y gritando con los pantalones abajo, mientras el travesti sufría convulsiones producto del shock.
Investigaciones posteriores revelaron la presencia de restos humanos en el vómito del «prostituto».
Sólo diez minutos antes de subir al automóvil, el travesti compraba un hot-dog en un carro de frituras, y que prácticamente tragó al notar que su cliente frecuente lo esperaba estacionado no muy lejos de allí.
Siete personas más en distintas zonas de Santiago vomitaron restos humanos. Todas ellas habían consumido completos en la vía pública, con una excepción.
Los embutidos provenían del matadero de Franklin. El carnicero dueño de la tienda donde se compraron las vienesas yacía muerto, colgado de un gancho en el congelador de la carnicería.
Entre las vienesas incautadas había más restos humanos, algunos trozos de ropa y el fragmento de un anillo de oro. Y dentro de la máquina moledora permanecía intacta la punta de un dedo meñique.
El dedo pertenecía a un joven alumno de periodismo de la Universidad Bolivariana desaparecido dos días antes, de iniciales J.P., quien la noche anterior a su desaparición había escrito en su blog: «Alvear con la DC caerán por corruptos».
Dicho blog fue hackeado, pero de él quedaron varios respaldos automáticos en distintos lectores de RSS internacionales. Esto inevitablemente permitió a familiares y amigos de las víctimas gritar a los cuatro vientos la posible relación entre los asesinatos y ese comentario en el blog.
De los otros dos estudiantes desaparecidos, análisis de ADN corroboraron que sus restos habían sido utilizados para fabricar vienesas.
Actualmente y a pesar de la guerra mediática de los familiares de las víctimas en contra del Gobierno, Alvear sólo ha declarado que su único «delito» fue usar fondos de un Ministerio con fines «ornamentales».