Estaba tan cerca de la desesperación como sólo un joven de diecisiete años puede estarlo.
-Pero tú oíste lo que dijo el profesor –gimió-. Se acabó todo. No hay nada más que hacer.
El joven habló en alemán, por supuesto. Y yo tuve que traducirlo al Sr. Wells.
Wells sacudió su cabeza –No puedo entender por qué tan estupendas noticias han trastornado tanto al muchacho.
Le dije al joven –Nuestro amigo Británico dice que no debieras perder las esperanzas. Quizás el profesor está equivocado.
-¿Equivocado? ¿Cómo puede estarlo? ¡El es un hombre famoso! ¡Un noble ¡Un barón!»
Sonreí. Un día sería mundialmente famoso el terco desprecio de aquel joven por las figuras autoritarias. Pero eso no era evidente en aquella tarde de verano de 1896 D.C.
Estábamos sentados en un café en la acera, con una magnífica vista del Danubio y la ciudad de Linz. Deliciosos olores, de salchichas cocinándose y masa de pan, flotaban desde la cocina del local. A pesar de la cálida luz del sol, me sentía entumecido y débil, drenado de la escasa fuerza que conservaba.
-¿Dónde está la maldita camarera? –se quejó Wells- Hemos estado esperando una hora, por lo menos.
-¿Por qué no se relaja y disfruta de la tarde, Señor? –sugerí cansado- Es la mejor vista de toda el área.
Herbert George Wells no fue un hombre paciente. Sólo había tenido un pequeño éxito en Inglaterra con su primera novela y había decidido tomarse unas vacaciones en Austria. Tomó esa decisión bajo mi influencia, por supuesto, pero no se había dado cuenta todavía. A la edad de 29, el tenía un aspecto delgado y hambriento que se suavizaría sólo gradualmente con los años venideros de prestigio y prosperidad.
Albert tenía la cara redonda y todavía tenía encima su grasa de bebé, a pesar que había comenzado a dejarse un bigote, como la mayoría de los quinceañeros lo hacía en esos días. Era un bigote delgado, negro y despoblado, ni cerca del escobillón blanco en que un día se convertiría, si todo iba bien con mi misión.
Me tomó una gran cantidad de manipulaciones hacer que Wells y el quinceañero estuvieran en el mismo lugar al mismo tiempo. Esfuerzo que casi había agotado todas mis energías. El joven Albert había venido a ver con sus propios ojos al Profesor Thomson, por supuesto. Wells había sido más difícil. El quería visitar Salzburgo, la ciudad natal de Mozart. En vez de eso, le había llevado a Linz, asegurándole que el viaje valdría la pena.
El no dejaba de quejarse de Linz, por la falta de belleza de la ciudad, el olor amargo de sus calles estrechas, la incomodidad del hotel, la carencia de restaurantes donde comprar una comida decente –lo que para él quería decir carne de cordero quemada. Ni siquiera le gustaba el Linzertorte, con justicia famoso. –No tan bueno como un decente trifle- Refunfuñó-, ni la mitad de bueno.
Yo, por supuesto, conocía varias versiones de Linz incluso menos placenteras, incluyendo una en la cual la ciudad no era más que escombros radioactivos carbonizados y un Danubio tan contaminado que brillaba en la noche en todo su trazado hasta el Mar Negro. Me estremecí por aquella visión y traté de concentrarme en la tarea a mano.
Por poco tuve que usar la fuerza para hacer que Wells diera un paseo, cruzando el Danubio por sobre el antiguo puente de piedra hasta Pöstlingberg, y a este pequeño café en la acera.
Tenía mucha rabia cuando partimos desde nuestro hotel ubicado en la plaza de armas de la ciudad, y estuvo resoplando fuertemente mientras subíamos el cerro empinado. A mi también me faltaba el aliento por el esfuerzo. Años más tarde un tranvía haría el ascenso, pero en esta tarde en particular nos vimos obligados a caminar.
Se sorprendió un poco de ver un joven caminando con dificultad la empinada calle, a no más que unos pasos delante de nosotros.
Reconociendo esa desordenada mata de cabello negro en la audiencia de la charla de Thomson de esa mañana, Wells invitó graciosamente a Albert para que viniera a tomar un trago con nosotros.
-Nos merecemos una cerveza o dos, después de esta maldita subida- Dijo, mirándome disgustado.
Jadeando por la subida, traduje a Albert – El Sr. Wells… te invita… a tomar una bebida… con nosotros.
Es joven estaba lastimosamente agradecido, a pesar que él no ordenaría nada más fuerte que un té. Era obvio que la lectura de Thomson lo había dejado muy afectado. Nos sentamos en unas incómodas sillas de fierro fundido y esperamos – ellos por los tragos que habían ordenado, y yo por lo inevitable. Dejé que la tibia luz solar me empapara y esperé recuperar al menos parte de mi fuerza.
La vista era poco menos que impresionante: el soñoliento castillo sobre el río, el Danubio mismo corriendo suavemente y realmente azul al brillar bajo la luz solar, los lagos más allá de la ciudad y las cimas de nieve blanco-azulinas de los Alpes Austriacos cerniéndose en la distancia como fantasmales pétalos de una inmensa flor de otro mundo.
Pero Wells se quejó –Ese debe ser el castillo más horrible que haya visto.
-¿Qué dijo el caballero? –preguntó Albert.
-Está impresionado por la vista del Castillo del Emperador Friedrich –Contesté dulcemente.
-Oh, sí. Tiene una cierta grandeza. ¿No lo cree?
Wells tenía toda la impaciencia de un periodista frustrado.
-¿Dónde está la condenada camarera? ¿Dónde está nuestra cerveza?
-Buscaré la camarera –dije, levantándome inseguro de mi dura silla de hierro. En mi rol de guía turístico, tenía que mantenerme en ese papel un poco más, no importando cuan cansado me sintiera. Pero entonces vi a quien había estado esperando.
-Miren –apunté hacia abajo de la calle empinada -. Ahí viene el mismísimo profesor.
William Thomson, Primer Barón Kelvin de Largs, venía cruzando el pavimento a trancos con más elasticidad y energía que la mostrada por ninguno de nosotros. Tenía 71 años, sus cabellos grises plateados más finos que su impresionante barba gris, delgado al punto de parecer frágil. Y sin embargo había subido la cuesta, que había hecho que mi corazón me retumbara en los oídos, como si estuviera paseando tranquilamente a través de los prados del campus.
Wells se levantó y se apoyó en la barra de hierro del café –Buenas tardes su señoría-. Por un momento pensé que se darían un cabezazo.
Kelvin le miró con los ojos a medio cerrar –Estuvo en mi audiencia esta mañana, ¿No es así?
-Si, señor. Permítame presentarme: soy H.G. Wells.
-¿Es usted físico?
-Escritor, Señor.
-¿Periodista?
-Hace tiempo ya, ahora soy un novelista.
-¿De veras? Qué fantástico.
El joven Albert y yo también nos pusimos de pie. Wells nos presentó formalmente e invitó a Kelvin a que nos acompañara.
-Mas debería decir –Murmuró Wells mientras Kelvin daba la vuelta a la barrera y tomaba la silla libre de nuestra mesa-, que el servicio deja mucho que desear.
-Oh! Tienes que aprender a lidiar con el temperamento teutónico- Dijo Kelvin jovialmente mientras todos nos sentábamos. Golpeó con la palma de sus manos en la mesa tan fuerte que nos hizo saltar a todos. –Mozo –Bramó- ¡Necesitamos atención!
Milagrosamente, la camarera apareció por la puerta y se acercó fríamente a nuestra mesa. Parecía muy infeliz; de hecho malhumorada. De mala cara cetrina, ojos marrones y boca arqueada. Movió hacia atrás un mechón de cabello que estaba sobre su frente.
-Hemos estado esperando por nuestras cervezas- Le dijo Wells.
-Y ahora éste caballero se nos ha unido.
-Permítame señor –dije. Después de todo era mi trabajo. En alemán le pedí a ella que nos trajera tres cervezas y el té que Albert había ordenado y que lo hiciera rápido.
Nos miró a nosotros cuatro como si fuéramos traficantes o criminales de algún tipo. Sus ojos se posaron brevemente en Albert, entonces se dio vuelta sin una palabra y sin siquiera asentir con la cabeza y retornó al café.
Miré de reojo a Albert. Sus ojos estaban clavados en Kelvin. Sus labios estaban separados como si quisiera decir algo pero no se atreviera. Se pasó la mano nerviosamente por su gruesa cabellera. Kelvin parecía perfectamente cómodo con la situación, sonriendo amablemente, sus manos enlazadas sobre su estómago justo bajo la barba. El era un hombre de autoridad, reconocido por el mundo como la figura científica más importante de su generación.
-¿Será posible que sea cierto? –Albert dijo desatinadamente, al fin – ¿Hemos aprendido de física todo lo que puede conocerse?
Él hablo en alemán, por supuesto, el único lenguaje que conocía. Yo le traduje simultáneamente al momento de hacer su pregunta.
Una vez que comprendió lo que Albert preguntaba, Kelvin asintió con su vieja cabeza gris, sabiamente.
–Sí, sí. Los jóvenes en los laboratorios están poniendo los puntos finales sobre las “i-es”, la raya final en las “t-es”. Acabamos de completar la física. Sabemos todo lo que hay por saber.
Albert parecía demolido.
Kelvin no necesitó de un traductor para entender la emoción del joven.
–Si estás pensando en una carrera en física, jovencito, entonces de corazón te aconsejo que lo pienses de nuevo. Para el momento en que termines tu educación no quedará nada por hacer.
-¿Nada? –preguntó Wells y yo traduje -¿Nada en absoluto?
-! Oh! Añadir unos pocos decimales aquí o allá, supongo, ordenar un poco, esa clase de cosas.
Albert había fallado en su prueba de admisión al Politécnico Federal de Zurich. Él nunca fue un extraordinario estudiante. Mi objetivo era hacerlo que postulara otra vez al Politécnico y que aprobara sus exámenes.
Visiblemente armándose de coraje, Albert preguntó –¿Pero qué hay del trabajo de Roentgen?
Al terminar de traducir, Kelvin arrugó la frente -¿Roentgen? –Oh, quieres decir el reporte sobre rayos misteriosos que atraviesan paredes sólidas, ¿no es así?
Albert asintió impaciente.
-¡basura sin sentido! –el anciano subió la voz- ¡tontería pura! Quizás impresione a algunos médicos que saben muy poco de ciencia, pero sus rayos x no existen. ¡Es imposible! ensoñaciones alemanas.
Albert me miró, con su vida entera temblando en sus ojos apenados. Interpreté.
-El profesor teme que los rayos x sean una ilusión, a pesar que no tiene todavía suficiente evidencia para decidir si es cierto o no.
La cara de Albert irradió -¡Entonces hay esperanza! ¡Aún no se ha descubierto todo!
Estaba pensando en como traducir aquello a Kelvin cuando Wells perdió la paciencia -¿Donde está la maldita camarera?
Agradecí la interrupción.
–La encontraré, Señor.
Forzándome a alejarme de la mesa, dejé a los tres, con Wells y Kelvin conversando amigablemente mientras Albert movía su cabeza de atrás para adelante, sin entender una palabra. Me dolía cada articulación del cuerpo y sabía que no había nada que nadie de este mundo pudiera hacer para ayudarme. El interior del café estaba oscuro, y olía a cerveza vertida.
La camarera estaba parada en el bar, hablando rápidamente con el grueso barman, furiosa, en un tono bajo y venenoso. El barman estaba limpiando los vasos con su delantal, y se veía serio y, una vez que notó mi presencia, avergonzado.
Tres jarrones de cerveza estaban en la bandeja al lado de ella, con un solitario vaso de té. Las cervezas se estaban entibiando y aplanando, el té enfriándose, mientras ella ampollaba los oídos del barman.
Interrumpí su venenoso monólogo –Los caballeros quieren sus tragos –Dije en alemán.
Ella se tornó hacia mí, con furia en sus ojos – ¡Los caballeros tendrán sus cervezas cuando se deshagan de ese judío del demonio!
Tomado desprevenido, miré al barman. El me dio vuelta la cara.
-No pierda el tiempo pidiéndolo –la camarera silbó como reptil-, ¡Yo no sirvo a judíos y él tampoco lo hará!
El café estaba casi vacío, ya bien entrada la tarde. Entre las sombras pude ver sólo un par de caballeros de edad, lentamente fumando sus pipas, y un cuarteto tomando cerveza, aparentemente dos parejas casadas. Un niño de seis años arrodillado al final de la barra, laboriosamente pulía el suelo de madera.
-Si es mucho problema para usted…- dije, y comencé a acercarme a la bandeja.
Ella agarró mi brazo extendido -¡No! Ningún judío será atendido en este lugar! ¡Jamás!
Pude haberla empujado. Si mi fuerza no se hubiera agotado, pude haberle roto cada hueso de su cuerpo, y también del camarero. Pero estaba acercándome al final de mi soga y lo sabía.
-Muy bien –dije suavemente –. Llevaré sólo las cervezas.
Ella me miró furiosa por un momento, y entonces retiró su mano. Saqué el vaso de té de la bandeja y lo dejé en la barra. Entonces me llevé las cervezas afuera, al calor de la tarde soleada.
Puse la bandeja en la mesa. Wells preguntó -¿No tienen té?
Albert lo comprendía mejor –Se niegan a atender judíos-, especuló. Su voz era plana, sin emociones, sin sorpresa ni tristeza.
Asentí mientras decía en ingles –Sí, se niegan a atender judíos.
-¿Eres judío? –Preguntó Kelvin, alcanzando su cerveza.
El quinceañero no necesito de traductores. Dijo –Nací en Alemania. Ahora soy ciudadano Suizo. No tengo religión. Pero, sí, soy judío.
Sentándome a su lado, le ofrecí mi cerveza.
-No, No- Dijo con una pequeña y triste sonrisa -. Sólo los enfurecería todavía más. Creo que quizás debiera irme.
-Todavía no –dije -. Tengo algo que quiero mostrarte- Busqué en el bolsillo interior de mi chaqueta y saqué un grueso envoltorio de papel que portaba desde que comenzara esta misión. Noté que mi mano temblaba levemente.
-¿Qué es? –preguntó Albert.
Hice una pequeña reverencia en la dirección de Wells –Esta es mi traducción de la excelente novela del Sr. Wells: La Máquina del Tiempo.
Wells miró sorprendido, Albert curioso. Kelvin apretó los labios y bajó su jarra a medio consumir.
-¿Máquina del tiempo? –preguntó el joven Albert.
-¿De qué están hablando? – preguntó Kelvin.
Les explique –Me he tomado la libertad de traducir la historia del Sr. Wells sobre la máquina del tiempo, con la esperanza de atraer un editor Alemán.
Wells dijo –Nunca me contaste…
Pero Kelvin preguntó -¿Máquina del tiempo? ¿Qué demonios puede ser una máquina del tiempo?
Wells forzó una pequeña sonrisa, humilde y avergonzada –Es sólo el tema de un cuento que he escrito, Señor: una máquina que puede viajar en el tiempo. Al pasado, usted sabe… o el, eh, futuro.
Kevin le miró con los ojos brillosos -¿Viaje al pasado o al futuro?
-Es ficción, por supuesto- Dijo Wells, disculpándose.
-Por supuesto-.
Albert se veía fascinado -¿Pero cómo podría una máquina viajar a través del tiempo? ¿Cómo lo explicaría?
Luciendo muy incómodo bajo la mirada cansada de Kelvin, Wells dijo dubitativo –Bueno, si consideramos al tiempo como a una dimensión.
-¿Una dimensión? –preguntó Kelvin.
-Tal como las tres dimensiones del espacio.
-¿El tiempo es como la cuarta dimensión?
-Sí, tal cual.
Albert asintió rápidamente mientras traducía – ¡El tiempo como dimensión! ¡Sí! Cuando nos movemos en el espacio nos movemos en el tiempo, ¿no es así? ¡Espacio y tiempo! ¡Cuatro dimensiones, todas ligadas entre si!
Kelvin murmuró algo indescifrable y buscó su cerveza a medio terminar.
-¿Y uno podría viajar a través de esa dimensión? –Albert preguntó – ¿Hacia el pasado o al futuro?
-Tonterías- Murmuró Kelvin, golpeando su jarra vacía en la mesa –Es imposible.
-Es sólo ficción –dijo Wells, casi gimiendo-. Es sólo una idea con la que jugué para…
-Ficción, por supuesto –Dijo finalmente Kelvin, con grandeza. De improviso se puso de pie –Temo que tengo que marcharme. Gracias por la cerveza.
Nos dejó sentados ahí, y comenzó a caminar de regreso, su cara mostraba gran emoción. Por la manera en que su barba se movía podía ver que estaba murmurando a sí mismo.
-Temo que le hemos ofendido- Dijo Wells.
-¿Pero como se podría enojar por una idea? –Se preguntó Albert. Pensarlo le abrumaba-. ¿Cómo es que una nueva idea puede enfurecer a un hombre de ciencia?
La camarera apuró el paso hacia nuestra mesa -¿Cuándo se irá éste judío? –Silbó como serpiente, con los ojos quemantes de furia – ¡No le permitiré que siga apestando el café!
Obviamente ofendido, pero con toda dignidad que un joven de 17 años podría reunir, Albert se paró –Me iré, Dama. Ya he soportado lo suficiente su amable atención.
-Espera –Le dije, agarrándolo de la manga de su chaqueta –. Llévate esto. Léelo. Creo que te gustará.
Me sonrió, pero pude ver en sus ojos esa pena que le seguiría para siempre- Gracias, señor. Ha sido muy amable conmigo.
Tomó el manuscrito y nos dejó. Le vi leyendo el manuscrito de inmediato mientras bajaba lentamente la calle, caminando hacia el puente, de vuelta a Linz. Rogué que no se tropezara y se rompiera el cuello mientras descendía lentamente la empinada calle, con su nariz pegada al manuscrito.
La camarera también le observaba –Asqueroso judío. ¡Están en todas partes! Se meten en todo.
-Demasiado para usted- Dije, con toda la dureza que pude manejar.
Me miró furiosa y retornó al bar.
Wells parecía más intrigado que irritado, incluso después de explicarle lo ocurrido.
-Es su país, después de todo- Dijo, encogiendo sus hombros pequeños –Si no se quieren juntar con judíos, no es mucho lo que nosotros podemos hacer ¿No lo crees?
Tomé un sorbo de mi cerveza, ya tibia y aplanada, desconfiando que pudiera responderle con amabilidad. Había sólo una línea de tiempo en la cual Albert había vivido lo suficiente como para provocar un cambio en el mundo. Había docenas donde languidecía en la oscuridad o era gaseado en los campos de muerte.
La expresión de Wells se tornó curiosa –No sabía que habías traducido mi novela.
-Para ver si quizás un editor alemán pudiera estar interesado en ella –Mentí.
-Pero regalaste el manuscrito al amigo judío.
-tengo otra copia de la traducción.
-¿Tienes otra? ¿Para qué?
Mi tiempo casi había terminado, lo sabía. Sentía una gran urgencia por finalizar ésta farsa –Ese joven judío bien podría cambiar el mundo.
Wells rió.
-Es verdad –Dije- Tú piensas que tu historia es una mera obra de ficción. Déjame decírtelo: es mucho más que eso.
-¿En serio?
-El viaje en el tiempo será posible un día.
-¡No seas ridículo! –Dijo, pero podía ver en sus ojos un asombro repentino. Y recordó. Fui yo quien le había sugerido la idea del viaje en el tiempo. Lo habíamos discutido por meses en aquella época en que trabajaba para los periódicos. Había mantenido esa idea al frente de su imaginación hasta que finalmente se sentó y escribió su novela a la carrera.
Me encorvé acercándome, apoyando mis codos cansadamente en la mesa – ¿Quizás Kelvin está equivocado? ¿Quizás hay mucho más en la física que lo que él sospecha?
-¿Cómo podría ser eso? –Preguntó Wells.
-El joven está leyendo tu historia. Abrirá sus ojos a nuevas perspectivas, nuevas posibilidades.
Wells me dirigió una mirada de sospecha –Me estás tomando el pelo.
Forcé una sonrisa –De ninguna manera. Harías bien en tomar en cuenta lo que los científicos descubrirán en los años venideros. Podrías hacer carrera escribiendo sobre eso. Podrías convertirte en un profeta. Si juegas las cartas de manera adecuada.
Su cara tomo la más extraña expresión que he visto: ni siquiera quería creerme y sin embargo lo hacía; tenía sospecha, curiosidad dudas y ansiedad… todo al mismo tiempo. Por sobre todo era ambicioso; sediento de fama. Como todo escritor, quería que el mundo reconociera su talento.
Le conté tanto como me atreví. A medida que pasaba la tarde y las sombras se alargaban, el sol se puso detrás de las montañas y la tibieza del día se transformó lentamente en un frió desagradable y descendiente, cuidadosamente le di veladas claves sobre el futuro. Un futuro. Aquel que yo quería que promoviera.
Wells no tenía una concepción acabada de las realidades del viaje en el tiempo, por supuesto. No había marco de referencia en su ordenada mente de inglés del siglo diecinueve de las infinitas ramificaciones del futuro. El era incapaz de imaginar los horrores que estaban en espera. ¿Cómo podría? El tiempo se ramifica sin fin y sólo pocos, un precioso puñado de entre aquellas ramificaciones, sirven para prevenir mayores desastres.
¿Debí mostrarle su amado Londres borrado del mapa por bombas de fusión? ¿O todo el hemisferio norte de la Tierra despoblado por plagas de manufactura humana? ¿O un mundo desvastado y vuelto salvaje al punto de hacer parecer a los Morlocks como seres compasivos?
¿Debí explicarle las energías que demandaban el viaje en el tiempo o el daño que producía en el cuerpo humano? ¿Explicarle que los viajeros del tiempo eran voluntarios enviados a misiones suicidas, tratando desesperadamente de preservar una línea de tiempo que salvara al menos una fracción de la raza humana? El mejor futuro que pude ofrecerle fue un siglo veinte torturado por guerras mundiales y genocidio. Eso fue mejor que pude hacer.
Y todo lo que hice fue darle claves, tan suave y sutilmente como pude, tratando de guiarlo al mejor de los futuros posibles, a pesar de lo horrible que a él pudiera parecerle. No podía controlar ni forzar a nadie; todo lo que podía hacer era ofrecer un poco de guía. Hasta que la dosis de radiación recibida en el viaje en el tiempo terminara matándome.
Felizmente, Wells no percibía mi dolor. Ni siquiera notaba la transpiración que salpicaba mis cejas, a pesar de la fría brisa que anunciaba el anochecer.
-Al parecer me estás contando –dijo al fin-, que mis escritos tendrán cierto efecto positivo en el mundo.
-Ya lo han tenido –contesté, con una sonrisa genuina.
Levantó las cejas.
-Ese adolescente está leyendo tu historia. Tu concepto del tiempo como una dimensión hizo que su fértil mente comenzara a trabajar.
-¿Ese joven estudiante?
-Cambiará el mundo –dije-, para mejor.
-¿En serio?
-En serio –dije, tratando de parecer seguro. Sabía que todavía habría miles de escollos en el camino del joven Albert. Y yo no viviría lo suficiente para ayudarlo a superarlos. Quizás otros podrían, pero no había garantías.
Sabia que si Albert no alcanzaba todo su potencial, si era rechazado nuevamente por la universidad o asesinado en el holocausto que se avecinaba, el futuro que trataba de conservar desaparecería en una catástrofe global que podría terminar con la raza humana para siempre. Mi tarea era salvar tanto de la humanidad como pudiera.
Ya había avanzado algo en mi propósito de salvar una parte de la humanidad, pero era sólo el primer paso. Albert estaba leyendo la historia de la máquina del tiempo, y comenzaba a pensar que Kelvin estaba ciego al mundo real. Pero había mucho más por hacer. Demasiadas cosas más por hacer.
Nos sentamos en las sombras crecientes del crepúsculo que se avecinaba, Wells y yo, cada uno encerrado en sus propios pensamientos sobre el futuro. A pesar de su mejor autocontrol inglés, Wells sonreía feliz. El vio un futuro en el cual sería celebrado como un profeta. Yo esperaba que pasara de ese modo. La tarea que había acometido era inmensa. Me sentí cansado, sombrío, desalentado por la inmensidad de la tarea. Lo que es peor, nunca sabría si había tenido éxito o no.
Entonces la camarera se dirigió rauda a nuestra mesa –Bueno, ¿han terminado? ¿O van a quedarse aquí toda la noche?
Incluso sin una traducción Wells comprendió su tono –Vamos-. Dijo, raspando su silla sobre las losas.
Me levanté y lancé unas escasas monedas en la mesa. La camarera las recogió inmediatamente y llamó hacia el café – ¡Ven a fregar esta mesa! ¡De inmediato!
El niño de seis años llegó caminando con dificultad por la terraza, arrastrando un pesado balde de madera lleno de agua. Tropezó y casi la desparrama; el agua salpicó las piernas de su madre. Ella lo tomó de la oreja y casi lo levantó del suelo. Un débil grito de tortura se le escapó al niño, a pesar de su valentía.
-Mantén silencio y haz bien tu trabajo –Le dijo a su hijo, en voz terriblemente baja –Si permitiera que tu padre supiera cuan flojo eres…
Los ojos del niño de seis años se agrandaron de terror cuando su madre dejó que la amenaza pendiera en el aire entre ambos.
-Friega bien esa mesa, Adolph – Le dijo su madre. Deshazte de ese apestoso olor a judío.
Miré al niño. Sus ojos ardían de vergüenza, rabia y odio. Salva lo más que puedas de la raza humana, me dije a mí mismo. Pero ya era muy tarde para salvarlo a él.
-¿Vienes? –Wells me preguntó.
-Sí –Contesté, con lágrimas en los ojos -. Ya está obscureciendo. ¿No crees? [x]
Autor: Ben Bova
Traducción: Omar E. Vega (2007)
Imagen: Protoguy