A la par de nuestros primeros superhéroes, surgen algunos de los más grandes supervillanos que nuestro país ha conocido, como consta en la monumental obra del sociólogo Fernando Villegas,
Lo que se esconde en la oscuridad: bandoleros urbanos y estabilidad social, cuya primera edición (1) fue injustamente requisada por las autoridades por su contenido
“sedicioso y nocivo, que tiende al envenenamiento de nuestra juventud a través de la distorsión de nuestro sistema de valores” (2).
Entre los supervillanos analizados por Villegas, destaca la historia de El Tunante, mezcla de una violencia muchas veces desbocada contra las instituciones y de una sutil ironía, que le ganó un peligroso cariño entre las gentes de menor cultura durante las décadas del ’40 y ’50.
Verdadera némesis de El Llorón, con quien sostuvo encarnizados encuentros que acabaron con buena parte del casco antiguo del puerto de Valparaíso completamente destruido, El Tunante se hizo conocido inicialmente por el desparpajo mostrado a la hora de cometer sus felonías, así como por la burla permanente a la que sometía a las fuerzas de orden, que incapaces de detenerlo debían resignarse a ser víctimas tanto de los ataques del delincuente, como de la burla con que la gente de los cerros de Valparaíso hacía escarnio de su ineptitud.
Al respecto, Villegas señala en las páginas de su libro que El Tunante
“convertía el delito en una parábola de la venganza social, una suerte de didáctica de la revancha cristalizada en la destrucción no sólo material de los centros de poder financieros, políticos y represivos, sino en la liquidación simbólica de su respetabilidad y legitimidad pública” (3), tesis que cobra fuerza al recordar el secuestro del cónsul norteamericano en el puerto, Phillip Baltimore, quien tras dos semanas desaparecido fue encontrado en el Barrio Chino completamente drogado y vestido de cabaretera. O el desvalijamiento de la Compañía Sudamericana de Vapores en 1957, perpetrado por una banda de asaltantes desnudos, reclutados entre la escoria del puerto y acaudillados por El Tunante.
Este último hecho fue el que, en definitiva, marcó el punto de inflexión en la actitud sostenida por las autoridades, que comenzaron desde ese momento una verdadera cacería humana, la cual sólo terminaría meses más tarde, con el aniquilamiento casi total de la red de ayudistas construida por El Tunante en los cerros y bajos fondos de Valparaíso y San Antonio. Estos sucesos, que terminaron en el llamado “Proceso de los dos puertos”, durante el cual se condenó a muerte a los sobrevivientes de la red de El Tunante (4), fue ávidamente seguido por la opinión pública, que junto al horror que experimentó al conocer los escabrosos detalles de la política de extermino llevada a cabo por las fuerzas de orden, acabó por situar a El Tunante en el lugar que, aún hoy, mantiene en los corazones de los sectores populares del puerto, cual moderno y ácrata Robin Hood criollo.
NOTAS:
(1) Villegas, Fernando. Lo que se esconde en la oscuridad: bandoleros urbanos y estabilidad social. Séptimo Círculo Editores: Linares, 1987.
(2) DFL 3.765, Ministerio de Información, Planificación y Control. Marzo, 1987.
(3) Villegas, p. 234.
(4) Finalmente, sólo Máximo Huerta fue fusilado, pues tanto los hermanos Gamarra como Hugo Petrucci optaron por acogerse al sistema de protección de testigos, cambiando sus penas por extrañamiento en la isla Juan Fernández, donde Jorge Gamarra Gamarra vive hasta el día de hoy dedicado al pastoreo de cabras.