Astrología: lo que siempre quiso saber y nunca se atrevió a preguntar

Este fin de semana como de costumbre compré el diario, pues me encanta leer sobre lo que ocurre en el país y en el mundo, adquirir algo de cultura y, por supuesto, leer el horóscopo. Me impresionan los consejos del astrólogo cuando dice cosas como: “Existirán cambios en su vida” y “Dineros vienen en camino; no los aleje”. Me pregunto como puede adivinar que pasará algo diferente esta semana, y que estamos cerca de fin de mes. Los astrólogos tienen mentes muy agudas, en verdad.  Continue reading «Astrología: lo que siempre quiso saber y nunca se atrevió a preguntar»

Poder de diez y otros desvaríos

El cosmos, como las posibilidades, es infinito. Determinar el tamaño y la estructura del mismo resulta un proyecto ambicioso y fuera de lugar para el ciudadano de a pie. Sin embargo, tomando en cuenta que el todo es un lugar de grandes expresiones matemáticas y la nada de mínimas, ambos ligados a ese plano atemporal de perro que se muerde la cola, donde nada tiene principio ni fin, ni siquiera lo invisible; no sería del todo descabellado que cada individuo pensara y meditara en torno a la constitución del universo, siendo que cada uno de nosotros es uno per se, únicamente que mínimo, un microcosmos repleto de pequeñas partículas y entidades cargadas de energía.  

      Cada uno, dentro de su propia individualidad, cree erradamente que es el ombligo del universo. Todos creemos que nuestra visión es cosmovisión de por si. Que nuestro mundo y sus circunstancias es el único válido. Y por las calles, o encerrados en las casas, inclusos en la de nuestras propias cabezas, hacemos una simplificación exponencial de nuestro egoísmo, convirtiéndonos en dioses, mártires y perseguidores al mismo tiempo. Creerse todo es sólo un mecanismo de defensa ante la nada.  

      Si se ejercita la mente en contra del egocentrismo nos daremos cuenta que somos como un grano de arena en una bahía sin límites. Ingenuamente, como herramienta hacia el despertar, puede utilizarse el poder de diez: uno, diez, cien, mil, diez mil, cien mil, un millón, diez millones cien millones, un billón, la vía Láctea, las estrellas, el sistema solar, el Sol, los planetas, la tierra, el hemisferio, el país, el estado, la ciudad, la urbanización, la casa, el hombre, los órganos, las células, los átomos, el núcleo, los protones y neutrones… El mundo invisible comienza después de la molécula de hidrógeno. Pero no porque no lo vemos significa que no existe. ¿No existe acaso el pensamiento o, en su última expresión, lo que denominamos conciencia?  

      Creer en la diferenciación y discriminación del universo y sus habitantes es sólo un error de percepción. En esencia todos somos lo mismo y él mismo. Esta conciencia única y fundamental, y no nuestro ego que nos hace desvergonzadamente únicos e importantes en el infinito, es la simplificación correcta y exacta del universo y la existencia. Matar una hormiga por su tamaño es un atentado contra el cosmos y una calamidad inevitable, pues no hay diferencia alguna entre la conciencia de una hormiga, un elefante o un hombre. De tal manera que aunque se argumente que sus funciones intelectuales son distintas, no existe justificación en el acto de matar, pues como dijimos, la conciencia es la misma. Matar una hormiga por tanto no es más que acabar, de alguna manera, con el universo, o al menos con una parte de su existencia. 

      Entender la cuestión de la simplificación exponencial del todo como vía irremediable hacia el pensamiento y la conciencia, manifestaciones estas últimas de la energía, nos sumerge en un terreno que colinda peligrosamente con la ciencia y la filosofía existencialista. Y siendo que en este terreno baldío el mundo de la especulación se agiganta como el Gulliver de la nada, son múltiples y diversas las argumentaciones y diatribas, un cosmos paralelo de ilusiones y de egos.  

      La realidad es que nada tiene existencia independiente y/o intrínseca. Por supuesto que todo tiene una existencia convencional, aparente, pero que las cosas existan o no depende de una base primaria de atribución, de partes, causas, condiciones y efectos, incluso para el vacío. Si nos vemos en un espejo, nuestro reflejo, aunque existente, no es lo que aparenta, pues sin duda no es una cara real. Podemos valernos de esta refracción para observarnos, con lo que entendemos que no es que no exista, sólo que no es real sino aparente: depende de nuestra percepción, de la configuración del espejo y de la luz entre muchos factores, es decir, de un cosmos de probabilidades, posibilidades, causas y efectos. Y este amasijo de variantes que interceden para dar formas a la realidad y a la no realidad, ¿no son en consecuencia la materia prima que le da forma y sentido al universo? ¿Y cuando nos vemos al espejo, no somos nosotros mismos un universo único y al mismo tiempo un cristal de arena en la playa de la existencia? ¿No somos nosotros mismos un espejo en miniatura del cosmos? Sin duda las preguntas son muchas y las disertaciones más aún. Pero con entender que el ego es la prisión que nos mantiene alejados de las posibilidades del mundo exponencial, de la ciencia, la filosofía y la existencia, es suficiente para empezar a entender qué es una galaxia o cómo esta estructurada la gran escala del universo, el infinito y el vacío.   

 

© 2004, Vicente Forte Sillié. 

 

 

Sobre el autor: Vicente Forte Sillié (1975) es un joven venezolano, abogado y escritor, radicado actualmente en la ciudad de Miami por motivos familiares, actualmente desperdicia sus energías en una empresa de cruceros mientras busca tiempo suficiente para escribir, ha incursionado en diversos géneros literarios como la poesía, el cuento, la crónica literaria, el reportaje, la crítica cinematográfica y la elaboración de guiones para radio, cine y televisión. Fue editor de la revista digital Latinoamérica en Vilo y ha colaborado en numerosos medios impresos, radiales y de carácter digital nacionales e internacionales. 

Editorial TauZero #9

por Rodrigo Mundaca Contreras

En algún momento Sergio me planteó la idea de re-publicar un cuento de Greg Egan cuya autorización para la traducción al castellano – inédita, por cierto – había sido gestionada por Pablo directamente con Egan. Sergio realizó la traducción y el resultado fue publicado en Fobos, en junio de 2003.

Siendo la obra de Egan relativamente escasa en nuestra lengua, la divulgación de sus escritos tiene que tener una preferencia especial por sobre otros autores con mayor presencia en el mercado… digamos un Asimov o un Clarke.

Y bueno, la publicación del relato, por diversos motivos, fue postergándose y postergándose. Y la ventana de la oportunidad se abrió ahora. Fue un excelente trabajo tanto de Pablo por sus gestiones con Egan como de Sergio en la parte “técnica”.
El relato en cuestión aborda un tema que, para variar, me interesa sobremanera. (pareciera que todos los temas que se abordan en TauZero son de mi interés… aunque si lo pienso mejor no podría ser de otra forma pues yo mismo defino – junto con Sergio – la dirección de este buque). De hecho por estos días estoy clamando al cielo de las ideas para hilvanar un artículo sobre uno de los temas que en el cuento de Egan son tratados. Me refiero a la conciencia y su posible relación – si es que aquello es posible – con los computadores.

Dejemos que Pablo en “Caja Negra” se refiera a Egan y su relato.
Mas la participación de Pablo no termina allí. De hecho, la mayoría del material de este número es debido a su pluma. Valga esto como un improvisado y providencial homenaje-despedida del comité editorial. Estrena una nueva sección llamada “Entrevista” que va sobre… adivinen…

El entrevistado en esta ocasión es una persona cuyos aportes al desarrollo del género en Hispanoamérica debería ser familiar para quien esté medianamente informado. Se trata de Pedro Jorge Romero.
Y Pablo continúa sin descanso. Salta al cine y desde allá nos comenta, con su particular visión de las cosas, su percepción sobre la adaptación de una de las novelas emblemáticas del Buen Doctor: Yo Robot.

Pero no sólo de Pablo Castro vive TauZero.

El señor de los otrora punzantes arpones verbales, Daslav Merovic, ha tomado impulso y continúa enviando material. No importa en absoluto que sus colaboraciones sean reciclajes de artículos para sus clases de filosofía, pues el amigo escribe bien y divaga. Dos características que son gusto del Director y son premiadas con publicaciones inmediatas. Je.

Y el invitado espacial, por no decir estelar, es Luis Saavedra. Recordemos que Saavedra, ganador de nuestro primer concurso de relatos, es director del fanzine-ezine Fobos y activo colaborador de la naciente e impetuosa Comunidad de Ciencia Ficción, un ente que parece ser la aglomeración más grande a nivel hispano de lectores, escritores y editores en torno al género literario de nuestro beneplácito. Saavedra, en su artículo, aborda un tema que no sólo se manifiesta en la ciencia ficción, sino en todos los ámbitos de la vida en donde existe un relativo grado de especialización y en donde necesariamente aparecen términos técnicos que evolucionan a una jerga. ¿De qué estoy hablando? Pues si no lo entienden, es vuestra culpa por no tener el suficiente nivel de ñoñería…

Por último, J.C. Emilfork, colaborador de la casa, apunta sus letras a Matriz Revolutions, una película que todo el comité editorial de TauZero odió profundamente, pero como somos pluralistas y el amigo Emilfork sabe de lo que habla, pues ahí tienen.

Y ese es el menú que en esta ocasión ofrece TauZero. Más sorpresas y nuevos colaboradores, en el siguiente número.

Hasta entonces!

Rodrigo Mundaca Contreras
Director TauZero

Editorial (2) TauZero #9

El asunto es así: hace un par de días me junté con Sergio, quien me comentó sobre la inminente salida del número 9 de TauZero. Al preguntarle que cosas traía me respondió diciendo que casi todos los artículos eran de mi autoría o estaban relacionados directamente con mi participación. Y no, no es que TauZero haya decidido configurar un especial dedicado a mi persona. Sólo se trataba de una extraña coincidencia o quizás de una especial sincronía.

Bueno, aproveché para sugerirle a Sergio la posibilidad de que este número tuviera no sólo el material ya considerado, sino también hacerme cargo de la editorial. Así aprovechaba de esbozar una tímida despedida, en virtud de que hace ya unos meses que abandoné el comité editorial de TauZero.

No voy a dar detalles de las razones que me impulsaron a dejar el comité, aunque debo decir que con el tiempo descubrí que la mejor razón tenía directa relación con el factor tiempo, junto a una complicado asunto de logística. No voy a mentirles, me saqué un peso de encima, un peso que en otras circunstancias no hubiese tenido problemas para lidiar con él, pero que ahora se me hacía imposible encauzar.

En ese sentido debo felicitar a Sergio y a Tino, porque como dije alguna vez, trabajar en esto de producir proyectos de ciencia ficción es extremadamente agotador y pocas veces la gente lo agradece. Es un tema que me preocupa, porque cada vez veo que las nuevas generaciones son poco agradecidas y que por el contrario, actúan como si la vida les debiera algo. Señores, la vida no les debe nada y menos los que llevan años trabajando en la ciencia ficción.

Años atrás, cuando comencé a tomar contacto con diversas personas del género en Chile, no había revistas ni fanzines ni concursos, y las pocas convenciones temáticas se encontraban en un estado de enfermedad terminal. Hoy por lo menos hay espacio para publicar historias, realizar concursos y lo mas importante, personas con profunda dedicación para seguir adelante con estas instancias.

El panorama no es mejor en otros países de Latinoamérica y la verdad es que si bien existen algunos interesantes y auspiciosos proyectos, la cosa no pinta para una visión utópica. Ignoro si alguna vez tendremos una verdadera ciencia ficción latinoamericana. Tampoco sé si la mayoría de las personas se toma esto como un hobby o como un componente importante en sus vidas, lo que sí tengo claro es que a estas alturas no tengo ningún interés en relacionarme con personas que no me son ningún aporte y que han probado no tener capacidad para aportar en función de un compromiso general, y que sólo husmean en la ciencia ficción porque les da la posibilidad de hacer sentir su propia excentricidad. Los que se sientan aludidos pueden sacar sus propias conclusiones.

Para terminar, agradezco públicamente a Sergio, quien día a día y con una mentalidad ejecutiva envidiable hace lo posible para configurar de la mejor forma a TauZero. Lidiando todos los meses con los vaivenes de una compleja situación económica. Y agradezco también a Rodrigo quien tuvo el coraje para confiar en varios de mis consejos y de abrirme las puertas a TauZero.

¿Sobre el material? Léanlo ustedes mismos. No pienso adelantarles nada.

Pablo Castro Hermosilla
Septiembre 2004

Greg Egan: La Cercanía de un Escritor

por Pablo Castro Hermosilla

Siendo la ciencia ficción escrita y la divulgación científica los puntales que mueven a TauZero, uno podría esperar que gran parte de la ficción que publica tenga elementos científicos y tecnológicos como componentes principales. Es lo que comúnmente se llama hard science fiction, es decir, un tipo de literatura donde de alguna forma las especulaciones científicas y tecnológicas definan una estructura o una trama que muy bien sustentadas.

Sin embargo esto no es así.

La gran mayoría de la ciencia ficción que se escribe y publica no utiliza a la ciencia y tecnología a partir de un tratamiento que escape a una visión más bien general, ambientes o sólo a simples divagaciones y usos esteticistas. Muchos escritores, y sobre todo los más jóvenes, usan la ciencia ficción como un campo propicio para experimentar y explorar situaciones bizarras, inusuales e incluso excéntricas. Lo que importa ahí es el impacto emocional de ciertos ambientes y artefactos, la gran mayoría descritos a base de un lenguaje postmoderno que le entregue al lector una idea de cómo funcionan dichos ambientes y elementos tecnológicos.

El ciberpunk hizo escuela (y abusó) de esta forma de hacer ciencia ficción, privilegiando de sobremanera un estilismo recargado para describir tramas y ambientes. Cualquier escritor medianamente informado de los avances en los campos de la ciencia y tecnología puede escribir una historia de ciencia ficción, donde en vez de explorar los alcances de la ciencia escuela (y abusó) de esta forma de hacer ciencia ficción, privilegiando de sobremanera un estilismo recargado para describir tramas y ambientes. Cualquier escritor medianamente informado de los avances en los campos de la ciencia y tecnología puede escribir una historia de ciencia ficción, donde en vez de explorar los alcances de la ciencia y tecnología, se dedique a explorar el lado humano de las cosas.

El hard science fiction no deja de lado lo que ocurre con los personajes, pero su interés se basa más en probar en detalle el funcionamiento de nuevas tecnologías y nuevas formas de aplicar la ciencia. Para muchos se gana en profesionalismo, verdad y solidez. Para otros se vuelve un ejercicio tedioso y frío.

Greg Egan es de esos pocos escritores que logran combinar ambas cosas y pienso que hoy en día no existe nadie que lo supere dentro de ese estilo. En sus cuentos y novelas, Egan destaca por una descripción minuciosa del funcionamiento de asombrosas tecnologías e insospechados caminos tomados por la ciencia, aplicados de forma casi enfermiza a la trama y evolución de los personajes. Sus historias se vuelven inquietantes, precisamente porque al conocer el funcionamiento último y progresivo de los elementos técnicos y científicos podemos creer con firmeza la posibilidad de éstos.

He tenido el agrado de tener contacto con Greg Egan y descubrir que se trata de un escritor muy alejado de las grandes luces, con un trato bastante cordial. Eso dio pie en el año 2002 a que Egan accediera a la traducción y publicación de uno de sus relatos llamado Closer, iniciativa que fue posible gracias al excelente trabajo realizado por Sergio Alejandro Amira. Su traducción del relato (titulado Próximos) es de primer nivel y siendo la obra corta de Egan aún escasa en español, debo decir que lo realizado por Sergio es un logro de categoría internacional que no debiera pasar por alto.
Closer fue parte de la colección Axiomatic que Egan publicó en 1995 y representa muy bien el carácter de la obra de este escritor absolutamente recomendable para los amantes del hard science fiction y de las cosas hechas con originalidad y fuerza.

© 2004, Pablo Castro Hermosilla.

Greg Egan, nació en 1961 en Perth, Australia. Se graduó en matemáticas por la Universidad del Oeste de Australia, y se dedica tanto a la escritura como a la programación. Ha escrito varias novelas entre las que destacan Ciudad Permutación (1994), Distress (1995) y Terranesia (1999), como también numerosos cuentos. En 1999 fue galardonado con el premio Hugo por su relato Oceanic.
Closer fue publicado en 1992 en la revista Eidolon y luego en la colección Axiomatic, publicada por el autor en 1995.

Próximos

por Greg Egan

Nadie desea pasar la eternidad a solas.

(“La intimidad,” Le dije en cierta ocasión a Sian después de hacer el amor, “es la única cura para el solipsismo”. Ella rió y dijo, “No te pongas muy ambicioso, Michael. Hasta el momento, ni siquiera me ha curado de la masturbación”).

El verdadero solipsismo, sin embargo, nunca fue un problema para mí. Desde el primer momento que consideré el asunto admití que no había forma alguna de probar la realidad de un mundo externo, menos aún comprobar la existencia de otras mentes –pero hube de reconocer que la convicción en la existencia real de ambos fenómenos era la única forma de lidiar con el día a día.

La pregunta que me obsesionaba era esta: asumiendo que existía otra gente, ¿cómo percibían ellos dicha existencia? ¿Cómo experimentaban el ser? ¿Podría alguna vez comprender verdaderamente lo que la conciencia era para otra persona? –¿más de lo que podía hacerlo con un simio, un gato, o un insecto?

De no poder hacerlo, estaba solo.

Quería desesperadamente creer que las demás personas eran de alguna manera cognoscibles, algo que de ninguna manera podía aceptar cómo obvio. Sabía que no podía existir una prueba absoluta, pero quería ser persuadido, lo necesitaba.

Ninguna novela drama o poesía por más resonante que fuera para mi persona pudo nunca convencerme de haber atisbado siquiera el alma de su autor. El lenguaje ha evolucionado para facilitar la cooperación en la conquista el mundo físico, no para describir la realidad subjetiva. Amor, odio, celos, resentimiento, tristeza –todos han sido definidos, en última instancia, en términos de circunstancias externas y acciones observables–. Y cuando una imagen o metáfora si logró concitar mi atención, lo fue sólo para probar que compartía con el autor nada más que cierto conjunto de definiciones, una lista culturalmente ratificada de asociaciones de palabras. Después de todo, muchos editores usan programas de ordenador –altamente especializados, pero algoritmícamente prosaicos, sin la más remota posibilidad de auto-conciencia– para producir rutinariamente tanto literatura cómo crititica literaria, indistinguibles de aquellas producidas por los humanos. Y no me refiero tan sólo a la basura predecible ya que en varias ocasiones he sido afectado profundamente por obras que luego descubrí habían sido realizadas por un software incapaz de pensar. Esto no era prueba que la literatura escrita por humanos no comunicara nada sobre la vida interna de su autor, pero ciertamente dejaba mucho espacio para la duda.

A diferencia de mis amigos, yo no tenía reparos de ningúna clase cuando, a los dieciocho años, llegó el momento de “switchear”. Mi cerebro orgánico fue removido y desechado entregándose el control de mi cuerpo al Dispositivo Ndoli mejor conocido como “joya” –una red neuro-computacional que, implantada poco después de mi nacimiento, aprendió a imitar a mi cerebro al punto de poder replicar las acciones de cada una de mis neuronas–. Yo no tenía reparo alguno, no porque estuviera convencido que la joya y el cerebro experimentaran de manera similar el fenómeno de la conciencia, sino porque, desde muy temprana edad, me sentí identificado sólo con la joya. Mi cerebro era una especie de dispositivo de instrucciones iniciales, nada más que eso, por lo que llorar su pérdida habría sido tan absurdo como lamentarse por haber emergido de alguno de los estados iniciales del desarrollo neuronal embrionario. Switchear era simplemente lo que los humanos hacían ahora, una etapa de nuestro ciclo vital establecida y aceptada, pese a estar determinada no por nuestros genes sino por nuestra cultura.

Verse morir los unos a los otros, y observar el deterioro gradual de sus propios cuerpos, debe haber contribuido a convencer a los humanos anteriores a la invención del dispositivo Ndoli de su humanidad en común; ciertamente, existían innumerables referencias en su literatura al igualitario poder de la muerte. Quizás el llegar a la conclusión que el universo continuaría sin ellos les produjo un sentido mancomunado de desaliento, o insignificancia, percibida cómo atributo autoafirmante.

Ahora que se ha convertido en un dogma que, en unos pocos billones de años, los físicos encontrarán una forma para que nosotros continuemos sin el universo, en vez de que ocurra lo contrario, aquella ruta de igualdad espiritual se ha perdido, fuese cual fuese la dudosa lógica que la alimentase.

Sian era una ingeniera en comunicaciones. Yo, un editor de noticias de la holovision. Nos conocimos durante una transmisión de la siembra de Venus con nanomáquinas terraformadoras –un asunto de gran interés público, ya que las ultimas partes todavía-inhabitables del planeta ya habían sido vendidas–. Ocurrieron varios desperfectos técnicos con la transmisión, pero juntos logramos solucionarlos, e incluso ocultar que estos habían sucedido. No era nada especial, simplemente estábamos haciendo nuestro trabajo, pero luego de conocerla me puse eufórico más allá de toda proporción. Me tomó veinticuatro horas percatarme (o decidir) que me había enamorado.

De cualquier forma, cuando me aproximé a ella al día siguiente, me dejó en claro que no sentía nada por mí; la química que imaginé “entre nosotros” había existido sólo en mi cabeza. Estaba consternado, pero esto no fue una sorpresa. El trabajo no volvió a reunirnos, pero la llamé ocasionalmente, y seis semanas después mi perseverancia fue recompensada. La llevé a ver una representación de Esperando a Godot realizada por papagayos aumentados y disfruté inmensamente, pero no volví a verla sino hasta transcurrido un mes.

Casi había abandonado toda esperanza, cuando apareció una noche ante mi puerta sin previo aviso para arrastrarme a un “concierto” de improvisación interactiva computarizada. La “audiencia” estaba reunida en torno a lo que aparentaba ser una parodia de un nightclub de Berlín de los 2050’s. Un software, originalmente diseñado para crear bandas sonoras cinematográficas, era alimentado con la imagen de una hover-cámara que se desplazaba por el set. La gente bailaba, cantaba, gritaba y se golpeaba, enfrascándose en toda clase de histrionismos con la esperanza de atraer la atención de la cámara y así moldear la música. En un principio, me sentí cohibido, pero Sian no me brindó otra opción sino la de unirme al jolgorio.

Fue caótico, demencial, y a momentos incluso aterrador. Una mujer apuñaló a otra “a muerte” en una mesa junto a nosotros, lo que me pareció una patética (y onerosa) indulgencia, pero cuando casi al final del espectáculo la gente comenzó a destrozar deliberadamente el frágil mobiliario, seguí a Sian en la revuelta, gozoso.

La música –la excusa para el evento– era basura, pero no me importaba. Cuando finalmente emergimos fuera, heridos y amoratados y riendo, supe que por lo menos habíamos compartido algo que nos hizo estar más cerca. Me llevó a casa y nos fuimos a la cama, demasiado agotados para hacer otra cosa que no fuera dormir, pero cuando hicimos el amor por la mañana me sentí tan cómodo con ella que apenas podía creer que fuera nuestra primera vez.

Muy pronto fuimos inseparables. Mis gustos en lo que a entretenimiento se refiere eran muy distintos a los de ella, pero logré sobrevivir a varias de sus “formas de arte” favoritas, más o menos intacto. Se cambió a mi apartamento, a sugerencia mía, destruyendo de paso mi cuidadosa y meticulosamente organizada vida doméstica.

Tuve que armar su pasado a retazos, con fragmentos que me arrojaba de cuando en cuando en medio de alguna conversación; encontraba demasiado aburrido el sentarse y entregar un relato coherente. Su vida era tan poco notable como la mía: creció en el seno de una familia suburbana de clase media, estudió su profesión, encontró un trabajo. Casi como todo el mundo ella switcheó a los dieciocho. No tenía convicciones políticas fuertes. Era buena en su trabajo, pero ponía diez veces más energía en su vida social. Era inteligente, pero odiaba todo lo que fuera demasiado intelectual. Era impaciente, agresiva, toscamente cariñosa.

Y no pude, en ningún momento, imaginar como era su cabeza por dentro.

Primero que nada, raramente tenía alguna idea de lo que ella pensaba –en el sentido de saber cómo habría respondido si, inesperadamente, le hubiese pedido describir sus pensamientos justo antes que fueran interrumpidos por mi pregunta– y en una escala mayor, no tenía idea de sus motivaciones, la imagen que tenía de sí misma y su concepto de quien era y por que hacía lo que hacía. Incluso en la manera irrisoria en que un novelista pretende “justificar” a un personaje, me era imposible justificar a Sian.

Si ella me hubiera proporcionado un análisis de su estado mental, y una evaluación semanal de sus razones y acciones en la jerigonza psicodinámica de moda, todo se habría reducido a nada más que un montón de palabras vacías. Si hubiera sido posible hacer mías sus circunstancias, imaginarme a mí mismo con sus creencias y obsesiones, empatizar al punto de predecir cada una de sus palabras, cada una de sus decisiones, aún así no hubiera comprendido ni el más mínimo momento en que ella cerraba sus ojos, olvidaba su pasado, deseaba nada y simplemente era.

Por supuesto, que la mayor parte del tiempo, nada podría haberme importado menos. Éramos lo suficientemente felices juntos, fuésemos unos desconocidos el uno para el otro o no –y fuesen mi “felicidad” y la “felicidad” de Sian, de alguna manera las mismas.

Al pasar de los años, ella se volvió menos introvertida, más abierta. No tenía grandes y oscuros secretos que compartir, ni traumas infantiles que resolver, pero me descubrió sus más nimios temores y sus neurosis más mundanas. Yo hice lo mismo, e incluso, torpemente, le expliqué mi particular obsesión. No se ofendió en absoluto. Sólo pareció intrigada.

“¿Cómo será el experimentar ser otra persona? Necesitas tener sus memorias, su personalidad, su cuerpo, todo. Pero entonces no serías tú sino la otra persona, no podrías saber nada. No tiene sentido.”

“No necesariamente –respondí encogiéndome de hombros–. Es un hecho que el conocimiento perfecto sería imposible, pero puedes al menos aproximarte. ¿No crees acaso que mientras más cosas hacemos, mientras más experiencias compartimos, más próximos estamos?”

“Si, pero eso no es sobre lo que estabas hablando hace cinco segundos –dijo frunciendo el ceño–. Dos años, o dos mil años, de ‘experiencias compartidas’ vistas a través de distintos ojos no significan nada. No importa cuanto tiempo pasen dos personas juntas, ¿cómo podrías determinar que existió el más mínimo instante en el que experimentaron lo que estaban viviendo ‘juntos’ de la misma forma?”

“Lo sé, pero…”

“Si admites que lo que postulas es imposible, tal vez puedas dejar de neurotizarte al respecto.”

Estallé en carcajadas “¿Qué te hace pensar que poseo tanto raciocinio como para hacer eso que me pides?”

Cuando la tecnología se hizo disponible fue idea de Sian, no mía, probar todas las permutaciones somáticas de moda. Sian estaba siempre dispuesta a experimentar cosas nuevas. “Si de verdad vamos a vivir para siempre,” dijo, “será mejor que nos mantengamos curiosos si queremos permanecer cuerdos.”

Yo estaba renuente a intentarlo, pero cualquier resistencia de mi parte parecía hipócrita. Claramente, este juego no me llevaría al conocimiento perfecto que deseaba (y que sabía nunca podría obtener), pero no podía negar la posibilidad que esto representaba un pequeño paso en la dirección correcta.

Primero, cambiamos de cuerpos. Descubrí cómo era tener senos y vagina –lo que era para mí tener estos órganos por supuesto, no lo que era para Sian–. Nos mantuvimos cambiados el tiempo suficiente cómo para que el shock y la novedad disminuyeran, pero no sentí que ganara mucho conocimiento de su experiencia con el cuerpo con el que había nacido. Mi joya fue modificada lo suficiente como para permitirme tomar control de esta poco familiar máquina, algo mucho más complejo de lo que hubiese requerido el cambiar a otro cuerpo masculino. El ciclo menstrual había sido abandonado hace décadas, y pese a que podría haber tomado las hormonas necesarias para tener períodos, y hasta para quedar embarazada (pese a que los incentivos financieros para no procrear se habían incrementado drásticamente en los últimos años), dicho proceso no me habría dicho absolutamente nada acerca de Sian, quien no había llevado a cabo ninguna de las dos opciones.

En cuanto al sexo, el placer provocado por su práctica era bastante similar –lo que no era para nada sorprendente, ya que los nervios de la vagina y el clítoris fueron simplemente conectados en mi joya como si hubiesen provenido de mi pene–. Incluso la penetración fue menos distinta de lo que yo pensaba; a menos que hiciera un esfuerzo especial para permanecer consiente de nuestras respectivas geometrías, encontraba bastante difícil distinguir quien hacía qué a quien. Los orgasmos era mejores eso sí, debo admitirlo.

En el trabajo, nadie alzó ni una ceja cuando aparecí con el cuerpo de Sian, ya que varios de mis colegas habían pasado por exactamente lo mismo. La definición legal de identidad había variado recientemente de la huella del ADN del cuerpo al número de serie de la joya. Cuando incluso la ley puede ir a la par contigo, sabes que no puedes estar haciendo nada especialmente radical o profundo.

Después de tres meses, Sian tuvo suficiente. “Nunca imaginé lo torpe que eres,” dijo. “o que la eyaculación fuera tan aburrida.”

A continuación, encargó un clon suyo, para que los dos pudiéramos ser mujeres. Los cuerpos de repuesto cerebralmente-dañados –Extras– hasta hace un tiempo habían sido extremadamente costosos ya que era necesario hacerlos crecer casi a velocidad normal, además de la necesidad de mantenerlos constantemente activos para que fuesen lo bastante saludables como para usarlos. Extras Maduros, con huesos saludables y tono muscular perfectos, podían ser ahora producidos en un año –cuatro meses de gestación, y ocho meses de coma– lo que además permitía que estuvieran aun más muertos cerebralmente que antes, aquietando los alegatos éticos.

En nuestro primer experimento, la peor parte para mí no fue la de verme al espejo y ver a Sian, sino contemplar a Sian y verme a mí mismo. La extrañaba, mucho más de lo que extrañaba ser yo mismo. Ahora, estaba casi feliz de la ausencia de mi cuerpo (almacenado, mantenido con vida por la joya basada en el cerebro mínimo de un Extra). La simetría de ser su gemela me cautivaba; de seguro ahora estábamos más próximos que nunca. Antes, habíamos meramente intercambiado nuestras diferencias físicas. Ahora, las habíamos abolido.

La simetría era una ilusión. Yo había cambiado de género, pero ella no. Yo estaba con la mujer que amaba; ella vivía con una parodia viviente de sí misma.

Una mañana me desperté con Sian encima de mí aporreándome los pechos tan fuerte que me dejó marcas. Cuando abrí mis ojos y me cubrí, me miró desconfiadamente. “¿Estas ahí? ¿Michael? Me estoy volviendo loca, te quiero de vuelta.”

Para terminar con todo éste descabellado asunto de una vez y para siempre –y quizás para descubrir por mí mismo por lo que Sian había pasado– estuve de acuerdo en realizar una tercera permutación. No había necesidad de esperar un año, mi Extra había crecido al mismo tiempo que el de ella.

De alguna forma, era mucho más desorientador el ser confrontado conmigo “mismo” sin el camuflaje del cuerpo de Sian. Mi propio rostro me pareció ilegible; cuando ambos habíamos estado disfrazados, eso no me había molestado, pero ahora me hacía sentir incomodo, y en ocasiones incluso hasta paranoico, por ninguna razón en especial.

En cuanto al sexo me costó acostumbrarme. Eventualmente, lo encontré placentero, en una confusa y vaga manera narcisista. La abrumadora sensación de igualdad que sentí, cuando hacíamos el amor como mujeres, no regresó cuando nos practicábamos sexo oral el uno al otro –de cualquier forma, cuando ambos habíamos sido mujeres, Sian nunca reconoció sentir tal cosa. Había sido todo invención mía.

El día después que regresáramos a cómo éramos en un principio (bueno, casi a como eramos en un principio ya que almacenamos nuestros decrépitos cuerpos de veintiséis años, y tomamos residencia en nuestros saludables Extras), vi una noticia procedente de Europa que anunciaba una opción que aún no habíamos tratado: gemelos idénticos hermafroditas. Nuestros nuevos cuerpos podrían ser nuestros hijos biológicos (dados los pequeños ajustes requeridos para asegurar el hermafroditismo), con un monto igualitario de características de cada uno. Ambos habríamos cambiado de género, y ambos habríamos perdido a nuestra pareja. Seriamos iguales en toda forma.

Hice una copia del archivo y lo llevé a casa para que lo viera Sian. Lo miró atentamente, y dijo, “las babosas son hermafroditas, ¿no? Cuelgan juntas en un hilo de baba. Estoy segura que incluso en la obra de Shakespeare, se alaba el glorioso espectáculo de babosas copulando. Imagínalo: tú y yo, haciendo el amor a lo babosa.”

Me caí al suelo, riendo.

Me contuve de pronto y le pregunté: “¿en qué obra de Shakespeare? No sabía siquiera que hubieses leído a Shakespeare.”

Eventualmente, llegué a la convicción que con cada año que pasaba, conocía a Sian un poco más –de la manera tradicional, la manera con la que la mayoría de las parejas parecen conformarse–. Sabía lo que ella esperaba de mí, sabia cómo no herirla. Tuvimos discusiones, peleas, pero debe haber existido alguna clase de estabilidad subyacente, ya que a pesar de todo siempre decidíamos seguir juntos. Su felicidad me importaba, mucho, y en ocasiones encontraba difícil pensar que alguna vez creí posible que todas sus experiencias subjetivas debían ser fundamentalmente ajenas para mí. Era cierto que cada cerebro, y por lo tanto cada joya, era única –pero había algo extravagante en suponer que la naturaleza de la conciencia podría ser radicalmente diferente entre individuos, cuando el mismo hardware básico, y los mismos principios básicos de topología neuronal, estaban involucrados.

Pese a esto. A veces, si me despertaba en medio de la noche, me volteaba hacia ella para susurrarle, inaudiblemente, compulsivamente, “Yo no te conozco. No tengo la menor idea de quien, o qué eres.” Luego de esto permanecía tendido considerando empacar y marcharme. Estaba solo, y era inútil pretender lo contrario.

Por otro lado, algunas veces me despertaba en la noche, absolutamente convencido que me estaba muriendo, o alguna otra cosa igual de absurda. Bajo el influjo de algún sueño medio-olvidado, todo tipo de confusión es posible. Nunca me afectó más allá de lo debido, y por la mañana ya me sentía yo mismo de nuevo.

Cuando vi la noticia del servicio de Craig Bentley –él le llamaba “investigación”, pero sus “voluntarios” pagaban por el privilegio de tomar parte en sus experimentos– por poco y no la incluyo en el boletín, pese a que todo mi criterio profesional me decía que ésta clase de historia tenía todo lo que nuestros espectadores podrían desear en treinta segundos de techno-shock: era bizarra, incluso medianamente desconcertante, pero no tanto cómo para no creerlo.

Bentley era un ciberneurólogo; había estudiado el Dispositivo Ndoli, de la misma forma en que los neurólogos habían estudiado el cerebro. Imitar al cerebro con una red neuro-computacional no requiere un profundo entendimiento de sus estructuras más elevadas y la investigación de estas estructuras continuaba, en su nueva encarnación. La joya, comparada con el cerebro, era más fácil de observar, y mucho más fácil aún de manipular.

En su último proyecto, Bentley le estaba ofreciendo a las parejas algo un poco más sofisticado que un acercamiento a la vida sexual de las babosas. Ofrecía ocho horas con mentes idénticas.

Hice una copia de la noticia de diez minutos original que había llegado a través de la fibra, y dejé que mi consola de edición seleccionara los treinta segundos más titilantes posibles, para transmitirlos. Hizo un buen trabajo, lo había aprendido de mí.

No podía mentirle a Sian. No podía esconder la historia, no podía pretender no estar interesado. La única opción honesta a la que podía acceder era mostrarle el archivo, decirle exactamente lo que pensaba sobre el asunto, y preguntarle que era lo que ella quería hacer.

Eso fue justamente lo que hice. Cuando la imagen HV se apagó, se volteó hacia mí, se encogió de hombros, y dijo, “De acuerdo. Suena divertido, Hagámoslo.”

Bentley vestía una camiseta con nueve retratos dibujados por ordenador, en una cuadrícula de tres por tres. En la esquina superior izquierda estaba Elvis Presley. En la inferior derecha Marilyn Monroe. El resto eran varios estados intermedios.

“Así es cómo esto va a funcionar. La transición tomará veinte minutos, durante dicho tiempo ambos estarán descorporizados. Los primeros diez minutos, tendrán igual acceso a las memorias de cada uno. En los diez minutos restantes, ambos serán transportados, gradualmente, hacia la personalidad combinada.”

“Una vez llevada a cabo ésta etapa, vuestros Dispositivos Ndoli serán idénticos –en el sentido que ambos tendrán las mismas conexiones neuronales con los mismos factores de fondo– pero estarán en diferentes estados. Tendré que bloquear sus memorias, para corregir eso. Y entonces despertaran en cuerpos electromecánicos idénticos. Los Clones no pueden ser fabricados lo suficientemente parecidos. Pasaran ocho horas solos, en habitaciones idénticas. Tendrán HV para entretenerse –sin el módulo de videófono, por supuesto–. Tal vez piensen que ambos podrían recibir una señal de llamada si tratan de llamarse al mismo número simultáneamente –pero en realidad, en dichos casos el equipo arbitrariamente permite una sola llamada, lo que haría diferir sus ambientes.”

Sian preguntó, “¿Por qué no podemos llamarnos el uno al otro? O mejor aún, ¿estar juntos? Si somos exactamente iguales, diríamos las mismas cosas, ejecutaríamos las mismas acciones –seriamos una parte idéntica más de nuestros idénticos ambientes.”

Bentley apretó sus labios y negó con su cabeza. “Quizás permita que algo así ocurra en algún futuro experimento, pero por ahora considero que sería… potencialmente traumático.”

Sian se volteó hacia mí y con la expresión de su mirada me dijo: Este sujeto es un aguafiestas.

“El final del experimento será cómo en el principio, pero a la inversa. Primero sus personalidades serán restauradas. Entonces, perderán acceso a las memorias de cada uno. Por supuesto, sus memorias de la experiencia misma serán dejadas intactas. Intactas en lo que a mí respecta, claro, ya que no puedo predecir como sus personalidades una vez restauradas, actuarán –filtrando, suprimiendo o reinterpretando dichas memorias–. En cosa de minutos, puede que terminen con ideas muy distintas acerca de lo experimentado. Todo lo que puedo garantizarles es esto: Durante las ocho horas en cuestión, ambos serán idénticos.”

Lo discutimos. Sian estaba entusiasmada, como de costumbre. No le importaba mucho como iba a ser; todo lo que realmente le importaba era atesorar una nueva experiencia novedosa.

“Pase lo que pase, seremos nosotros mismos nuevamente al final,” dijo. “No hay nada que temer. Ya sabes el viejo adagio.”

“¿Cual adagio?”

“Todo lo soportable –siempre y cuando no sea infinito.”

Yo no lograba decidirme a como me sentía al respecto. A pesar que ambos compartiéramos nuestras memorias terminaríamos conociendo, no al otro, sino meramente a una artificial tercera persona. Pese a esto, por primera vez en nuestras vidas experimentaríamos exactamente lo mismo –aunque la experiencia fuera la de pasar ocho horas en habitaciones separadas en el cuerpo de un robot sin género y con una seria crisis de identidad.

No pude pensar en ninguna forma realista posible de mejorar el experimento.

Llamé a Bentley, e hice una reserva.

Durante una privación sensorial perfecta, mis pensamientos parecían disiparse en la oscuridad circundante antes incluso que estuvieran formados siquiera. Este aislamiento no duraba mucho, pero; a medida que nuestras memorias de corto de plazo se fusionaran, alcanzaríamos cierta clase de telepatía: Uno de nosotros pensaría un mensaje, y el otro “recordaría” él haberlo pensado, respondiendo de la misma manera.

–No puedo esperar a descubrir todos tus secretos.

–Creo que te vas a decepcionar. Cualquier cosa que no te haya dicho ya, probablemente la he reprimido.

–Ah, pero reprimido no significa eliminado. ¿Quién sabe lo que resultará de esta experiencia?

–Ya lo sabremos, muy pronto.

Traté de recordar todos los pequeños pecados que pude haber cometido en los últimos años, todos los pensamientos vergonzosos o egoístas, pero nada vino a mi cabeza a excepción de una vago sensación de culpa. Traté de nuevo, y conseguí, una imagen de Sian de niña. Otro niño metía su mano entre las piernas de ella que entonces chillaba de miedo apartándose. Pero ese era un incidente que Sian me había contado, hace mucho tiempo. ¿Era un recuerdo suyo o mi propia reconstrucción?

–Un recuerdo mío. Creo. O quizás mi reconstrucción. Cuando te he contado algo que me ocurrió antes que nos conociéramos, la memoria de habértelo contado se ha vuelto mas clara para mí que la memoria del hecho mismo. Casi como la reemplazara.

–Lo mismo me pasa a mí.

–Entonces, nuestras memorias se han ido acercando a cierta clase de simetría con los años. Ambos recordamos lo que nos hemos dicho, como si lo hubiésemos oído de otra persona.

Acuerdo. Silencio. Un momento de confusión. Entonces:

–Esta cuidada división de “memoria” y “personalidad” que Bentley utiliza; ¿es realmente tan clara? Las joyas son redes neuro-computacionales; no puedes hablar de “datos” y “programas” en un sentido absoluto.

–No en general, no. Su clasificación debe ser arbitraria, hasta cierto punto. ¿Pero a quien le importa?

–Claro que importa. Si él restaura la “personalidad”, pero permite que las “memorias” persistan, esto podría llevarnos a…

–¿A qué?

–Depende, ¿no? En un extremo, podría dejarnos tan minuciosamente “restaurados”, tan completamente inafectados, que toda la experiencia podría no haber ocurrido nunca. Y en el otro extremo…

–Permanentemente…

–…próximos.

–¿No es ese el punto?

–Ya no lo sé.

Silencio. Duda.

Y entonces me percaté que no tenía idea si era mi turno de contestar o no.

Desperté, recostado en una cama, ligeramente desconcertado, cómo si esperara a que un hiato mental se me pasara. Mi cuerpo se sentía un tanto extraño, pero menos que cuando desperté en el Extra de otra persona. Bajé la vista y contemplé el pálido y suave plástico de mi torso y mis piernas, entonces agité una mano frente a mi cara. Me veía cómo el maniquí unisex del escaparate de una tienda –pero Bentley nos había mostrado los cuerpos previamente, por lo que la impresión no fue tan significativa–. Me incorporé lentamente, permanecí de pie y luego di unos cuantos pasos. Me sentía un poco insensible y vacío, pero mi sentido kinestético, mi propiocepción, estaba bien; Me sentía localizado entre mis ojos, y sentía que éste cuerpo era el mío. De la misma forma que cualquier transplante moderno, mi joya había sido manipulada directamente para acomodar el cambio, evitando la necesidad de meses de fisioterapia.

Miré alrededor del cuarto. Estaba escasamente amoblado, una cama, una mesa, una silla, un reloj, un set de HV. En la muralla, una reproducción enmarcada de una litografía de Escher: “Lazo de Unión,” un retrato del artista y, presumiblemente, su esposa, rostros descascarados cómo limones formando hélices de cortezas, unidas en una única banda. Seguí la superficie externa de principio a fin, y me sentí defraudado al comprobar que no poseía el giro de Möbius que esperaba.

Ninguna ventana, una puerta sin manilla. Colgando de la pared junto a la cama, un espejo de cuerpo completo. Me paré frente a él contemplando mi ridícula forma. De pronto se me ocurrió que, si Bentley realmente amaba los juegos simétricos, tal vez había construido una habitación que fuera cómo la imagen del espejo de la otra, modificando el set de HV, y alterando una joya, una copia de mí, para cambiar la derecha por la izquierda. Lo que parecía un espejo podría ser una ventana entre las dos habitaciones. Fruncí torpemente el ceño con mi rostro plástico; mi reflejo se veía apropiadamente molesto por la visión. La idea me cautivó, pese a lo improbable que fuera. Sólo un experimento en física nuclear podría revolear la diferencia. No, no era cierto; bastaría con un péndulo cómo el de Foucault para estropear el juego. Me acerqué al espejo y le propiné un puñetazo. No surgió ningún grito de dolor, pero una muralla de ladrillos o un puñetazo opuesto de igual intensidad podrían ser la explicación.

Me encogí de hombros alejándome del sospechoso espejo. Bentley podría haberlo arreglado todo –hasta donde a mí me concernía, toda la habitación podría ser un simulacro computarizado–. Mi cuerpo era irrelevante. La habitación era irrelevante. El punto era…

Me senté en la cama. Recordé a alguien –Michael, probablemente– preguntándose si me entraría el pánico cuando reflexionara sobre mi naturaleza, pero no encontré ninguna razón para ello. Si me hubiese despertado en esta habitación sin memorias recientes, y hubiese tratado averiguar quien era sobre la base de mi(s) pasado(s) probablemente me habría vuelto loco, pero sabía exactamente quien era, tenía dos largos senderos de anticipación que me conducían a mi estado presente. La perspectiva de ser cambiado en Sian o Michael no me importaba en absoluto; el sentimiento de ambos por recobrar sus identidades separadas permanecía en mí, fuertemente, y el deseo de integridad personal se manifestó a sí mismo cómo alivio ante el pensamiento de la re-emergencia, y no como miedo de mi propia disolución. En cualquier caso, mis memorias no serían suprimidas, y no tenía la sensación de poseer objetivos que uno u otro no quisieran conseguir. Me sentía más como su mínimo denominador común que alguna clase de hiper-mente sinérgica; Yo era menos, no más, que la suma de mis partes. Mi propósito estaba estrictamente limitado: Yo estaba aquí para disfrutar la extrañeza de Sian, y para contestar la inquietud de Michael, y cuando el momento llegara estaría feliz de bifurcarme, y reasumir las dos vidas que recordaba y valorizaba.

Entonces, ¿cómo experimentaba la conciencia? ¿De la misma forma que Michael? ¿De la misma forma que Sian? Hasta donde podía distinguir, no había experimentado una metamorfosis fundamental –pero apenas llegué a dicha conclusión, comencé a preguntarme si es que realmente estaba en condiciones de emitir un juicio de tal naturaleza–. ¿Contenían las memorias de ser Michael, y las memorias de ser Sian, mucho más de lo que ambos pudiesen colocar en palabras posibles de ser intercambiadas verbalmente? ¿Conocía realmente algo de la naturaleza de sus existencias, o estaba mi cabeza repleta tan solo de descripciones de segunda mano –intimas, y detalladas, pero en definitiva tan opacas como el lenguaje?–. Si mi mente era radicalmente diferente, ¿podría dicha diferencia ser algo que yo pudiese siquiera percibir? –¿o acaso todas mis memorias, en el acto de recordar, simplemente serían reordenadas en términos que me fuesen familiares?

El pasado, después de todo, no era más cognoscible que el mundo externo. Su propia existencia debía ser explicada por medio de la fe –y, aunque se le dotara de vida, de cualquier forma sería engañosa.

Hundí mi cabeza entre mis manos, completamente abatido. Yo era lo más cercanos que Michael y Sian podrían estar, pero las dudas del primero, pese a todo, continuaban sin respuesta.

Después de un rato, mi ánimo comenzó a mejorar. Por lo menos la búsqueda de Michael había terminado, incluso aunque no hubiera conocido el éxito. Ya no tenía otra opción que aceptarlo, y continuar con su vida.
Di un paseo alrededor de la habitación, encendiendo y apagando el HV. Estaba empezando a sentirme aburrido, pero no pensaba malgastar ocho horas y muchos miles de dólares sentado mirando telenovelas.

Me entretuve ideando posibles maneras de boicotear la sincronización de mis dos copias. No era posible que Bentley pudiera duplicar las habitaciones y los cuerpos tan perfectamente que un ingeniero no pudiese distinguir las diferencias y quebrar la simetría. Incluso el arrojar una moneda al aire podría haber servido pero no tenía una moneda. ¿Arrojar un avioncito de papel? Parecía prometedor –un objeto altamente sensible a las corrientes de aire– pero el único papel en el cuarto era el Escher, y no que un ingeniero no pudiese distinguir las diferencias y quebrar la simetría. Incluso el arrojar una moneda al aire podría haber servido pero no tenía una moneda. ¿Arrojar un avioncito de papel? Parecía prometedor –un objeto altamente sensible a las corrientes de aire– pero el único papel en el cuarto era el Escher, y no podía decidirme a vandalizarlo. Podría romper el espejo, y observar las distintas formas y tamaños de los fragmentos, lo que podría comprobar o desmentir mis especulaciones previas, pero mientras levantaba una silla sobre mi cabeza, repentinamente cambié de idea. Los escasos minutos de privación sensorial con dos conjuntos de memorias de corto-plazo en conflicto habían sido lo suficiente confusas cómo para atreverme a experimentar varias horas de interacción con un ambiente físico distinto. Mejor aguantarme hasta que estuviera desesperado por divertirme.

Me recosté sobre la cama e hice lo que la mayoría de los clientes de Bentley probablemente terminaban haciendo.

A medida que se fusionaban, Sian y Michael temieron por su privacidad –y ambos habían proclamado declaraciones mentales compensatorias, por no decir defensivas, de franqueza, no deseando que el otro pensara que tenía algo que esconder. La curiosidad de ambos, también, había sido ambivalente; querían entenderse el uno al otro, pero, por supuesto, no querían husmear.

Todas estas contradicciones continuaban dentro de mí, pero mientras contemplaba el techo, intentando no mirar el reloj nuevamente por lo menos dentro de treinta segundos más, concluí que no tenía por qué tomar una decisión. Era lo más natural del mundo dejar que mi mente se recreara en el transcurso de la relación de Sian y Michael, desde ambos puntos de vista.

Fue una reminiscencia muy peculiar. Casi todo parecía al mismo tiempo vagamente asombroso y absolutamente familiar –cómo un ataque extendido de deja vu. No es que ambos deliberadamente quisieran engañarse el uno al otro acerca de algo importante, pero todas las pequeñas mentirillas blancas, todos los resentimientos triviales reprimidos, todas las necesarias, loables, esenciales, decepciones amorosas, que los habían mantenido unidos a pesar de sus diferencias, atiborraban mi cabeza con una extraña bruma de confusión y desengaño.

No era bajo ningún punto de vista una conversación; yo no era una personalidad múltiple. Sian y Michael simplemente no estaban ahí –para justificar, para explicar, para engañar el uno a la otra una vez más, con la mejor de las intenciones–. Quizás debería hacer todo ello de su parte, pero constantemente estaba inseguro de mi rol, incapaz de optar por un enfoque determinado. Así que me quedé allí tendido, paralizado por la simetría, y dejé que las memorias fluyeran.

Después de eso. El tiempo transcurrió tan rápidamente que nunca tuvimos ocasión de romper el espejo.

Tratamos de permanecer juntos.

Duramos una semana.

Bentley realizó –de acuerdo a lo requerido por la ley– instantáneas de nuestras joyas previo al experimento. Podríamos haber regresado a ellas –y entonces haberle solicitado a él la explicación del porqué– pero defraudarse a uno mismo es una decisión que resulta fácil sólo si es realizada a tiempo.

No podíamos perdonarnos el uno al otro, porque no había nada que perdonar. Ninguno de nosotros había hecho nada que el otro no pudiera entender, y simpatizar completamente.

Nos conocíamos demasiado bien, eso era todo. Detalle por microscópicamente pequeño y maldito detalle. No era que la verdad fuese dolorosa; ya no nos afectaba, no más. Nos había vuelto indiferentes. Nos había sofocado. No nos conocíamos el uno al otro al punto de como nos conocíamos nosotros mismos; era peor que eso. En el ser, los detalles se nublan en el proceso mismo del pensamiento; la auto-disección metal es posible, pero supone un gran esfuerzo el sostenerla. Nuestra disección mutua no nos supuso esfuerzo alguno; era el estado natural en el que caíamos cada vez que estábamos ante la presencia del otro. Nuestras superficies habían sido desnudadas, pero no para revelar un vistazo de nuestras almas. Todo lo que podíamos ver bajo la piel eran los engranajes, rotando.

Supe entonces, que lo que Sian siempre buscó en un amante era lo ajeno, lo incomprensible, lo misterioso, lo opaco. El sentido total, para ella, de estar con alguien era la sensación de confrontar la otredad. Sin ello, ella consideraba que se estaba mejor hablándose a sí mismo.

Descubrí que ahora compartía este punto de vista (un cambio cuyos precisos orígenes no quería ponderar del todo… pero por otro lado, siempre supe que ella tenía la personalidad más fuerte, debía haber presentido que algo terminaría por adherírseme).

Juntos ya no podíamos estar, así que no tuvimos otra opción que alejarnos.

Nadie desea pasar la eternidad a solas.

© 1992, Greg Egan.
2003, Traducción de Sergio A. Amira.

–Publicado originalmente en Fobos #18 de junio del 2003–

La Masa: Un Laberinto Fluido

por Daslav Merovic

La ciudad ha sido descrita como la actividad más creativa y permanente realizada por el hombre desde un punto de vista socio-cultural. También se le ha considerado el artefacto económico más rentable jamás creado. Todo eso suena muy bien pero sabemos de sobra que la ciudad esta lejos de ser el Jardín del Edén.

Yo soy lo que se denomina (por lo menos aquí en Chile) “de provincia”, nacido y criado en la austral ciudad de Punta Arenas (capital de la Duodécima Región de Magallanes y Antártica Chilena), donde el fenómeno de las multitudes no se manifestaba tan notoriamente (por lo menos no en el desplazamiento urbano) y donde el tiempo parecía alcanzar para todo y aún sobraba. Imaginen entonces el “schock” del cual fui víctima al mudarme a Santiago y enfrentarme (y ser absorvido) por la masa.

El término masa proviene del latín massa que a su vez proviene del griego masa, con el mismo significado. Los griegos también se referían a la masa como hoy polloi, y los romanos como multitudo; o empleaban algunos de los términos despectivos como turba (empleada por Polibio para referirse a la democracia de masas en estado de desorden civil). En relación al término empleado hoy en día, éste debutó (aunque su origen fuese clásico) con el advenimiento de la Revolución Industrial.

Ya esclarecido el origen de la masa, tomemos los paseos Huérfanos y Ahumada (donde el cuerpo de los otros alcanza su apogeo durante las horas hábiles) para ejemplificar mi experiencia.

El centro de Santiago es como la singularidad del hoyo negro, aquel lugar donde todo lo absorbido ocupa un único espacio, donde estamos más que amontonados, como dice Italo Calvino en Las cosmicómicas; “Cada punto de nosotros coincidía con cada punto de los demás en un punto único que era aquél donde estábamos todos “. Si sólo pudiésemos captar las fuerzas ocultas que constituyen la fría malla por la que nos desplazamos, los pródromos activos de reintegración cósmica, podríamos avanzar hacia el punto supremo… pero estoy divagando.

No consigo pensar la calle desde una significación general o en su sentido primigenio como recomienda Olga Grau, esto es, la calle como flujo de los ciudadanos que buscan “el encuentro con lo otro y los otros y otras”. Sobre todo viviendo en esta economía global que disuelve las identidades locales en pos de una respuesta hedonista de multiplicación y administración de capitales. Tal como se disuelve la identidad individual en el anonimato de la masa. Para mí ese encuentro es obligatorio, impuesto por la dictadura de la regulación total de la economía del espacio a la que la ciudad nos somete.

El escenario familiar que fija los contactos y permite la comunicación cotidiana entre conciudadanos corresponde al espacio rutinario, que se desase como acontecimiento, donde lo nuevo no existe y en donde la economía del desplazamiento se asegura en lo siempre visto, en los “no-lugares”, definidos por Marc Augé como los recintos donde el valor espacial se reduce a la circulación de personas y bienes y el concepto de vida urbana al tiempo de posesión y consumo; reflejo de una “normalidad” construida sobre el espectáculo comercial y la pérdida de asombro. La ciudad, en efecto, encauza a las multitudes hacia la homogeneización del mercado como objetos y como instrumentos de su ejercicio y es una “fábrica» donde la arquitectura está hecha para permitir un control interior, articulado y detallado de los individuos.

Me resulta imposible, por lo tanto, compartir la visión optimista de Grau en que la calle es el espacio donde buscamos expectantes la sorpresa (¿acontecimiento?) traída por los demás, donde nos abrimos a nuevas experiencias… dicha calle probablemente exista, pero no cuando la multitud se posesiona de ella.

Hasta ahora he usado las palabras multitud y masa como sinónimos pero es necesario diferenciarlas: la masa es más abstracta y difusa, sin unas fronteras claras, mientras que la multitud es más concreta y con unas fronteras más definidas. A este respecto, André Joussain en su libro de 1958 Psychologie des masses, dice:

“Una multitud la forma cierto número de individuos animados de un sentimiento o de un deseo común, que se reúnen accidentalmente como ocurre con quienes se aglomeran en la calle para presenciar un desfile o para ver a un artista famoso a la salida de un teatro. En cambio, la masa está integrada por un gran número de individuos que, aunque dispersos, se hallan en las mismas condiciones y están animados todos ellos de iguales sentimientos o de idénticas aspiraciones.”

La multitud es, como menciona Juan G. Gelpi de la Universidad de Puerto Rico, “un laberinto fluido”, un laberinto en el cual es imposible establecer y mantener un curso de desplazamiento (a las horas, por ejemplo, en que el cuerpo de la multitud es más abultado). Las moléculas de la muchedumbre, las personas, son obstáculos que me obligan a ejecutar una serie de estrategias para evitar ser embestido o desviado de mi curso. Se deben realizar verdaderas contorsiones gimnásticas para hacerle el quite a las paredes móviles del laberinto y es inevitable sentirse como Han Solo en El Imperio Contraataca, pilotando el Halcón Milenario entre un cinturón de asteroides.

Con el tiempo se aprenden tácticas para no ser embestido, claro, como la de hacer un hombro hacia atrás para esquivar a alguien sin tener que modificar la trayectoria, o la de mantener el curso con paso firme y mirada severa cuando se nos viene encima algún apresurado ciudadano por la misma vía de circulación en la que avanzamos. En este caso gana el más fuerte, aunque en otras ocasiones esto se traduce en una absurda danza en la que uno de los individuos, para evitar la confrontación, opta por desviarse hacia uno de los costados de su adversario, que, curiosamente, elige el mismo desvío. Obsérvese el siguiente fragmento de Baudelaire tomado de su poema en prosa La pérdida de una aureola:

“El hombre de la calle moderna, lanzado a la vorágine, es abandonado de nuevo a sus propios recursos –a menudo unos recursos que nunca supo que tenía- y obligado a multiplicarlos desesperadamente para sobrevivir. Para cruzar el caos en movimiento, debe ajustarse y adaptarse a sus movimientos, debe aprender no sólo a ir al mismo paso, sino a ir al menos un paso por delante. Debe hacerse un experto en soubresauts y mouvements brusques, en giros y contorsiones súbitos, bruscos, descoyuntados, no sólo de las piernas y el cuerpo, sino también de la mente y la sensibilidad.”

Las masas carecen de intelecto, son “puro cuerpo” como menciona Gelpi, la muchedumbre es la otra cara de la soledad urbana que encarna al sujeto intelectual. No existe el individuo por lo tanto al interior de la multitud, sin embargo, la multitud si existiría al interior del individuo.

El Narrador, dramaturgo, ensayista, y premio Nobel Elias Canetti, distingue dos clases de multitud, multitud “abierta” y multitud “cerrada”. La primera correspondería al fenómeno universalmente conocido, en cuanto inicia su existencia, tiende a agrupar cada vez más gente. Carece de límites, su existencia sigue en pie a medida que crece. En el momento que alcanza su meta o para de crecer, se dispersa.
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La segunda, en cambio, detiene el crecimiento y opta por la permanencia. Define unas claras fronteras que por un lado limitan su crecimiento y por otro aplazan su disolución. La multitud “cerrada”, la muchedumbre interna, sigue existiendo mientras esté por alcanzarse el objetivo de la integración. En cuanto un individuo llega a un determinado grado de individualización, la multitud se dispersa. Claro ejemplo de esto son las personas con personalidades múltiples, individuos que hayan sufrido abducciones o que hayan mantenido contactos con supuestas “entidades sobrenaturales” como ángeles, hadas o extraterrestres (¿existe en realidad alguna diferencia significativa entre estos seres? Según Jacques Vallee, ninguna whatsoever).

El escritor, escultor y profesor de arte inglés Malcolm Godwin, nos dice que aquellos que experimentaron con LSD y otros alucinógenos en los sesentas y principios de los setentas, dieron atisbos de tomar conciencia de la multitud interna. Uno de estos sujetos fue John Lilly (otro, mi tío Norberto Álvarez).

Lilly fue un pionero en la investigación cerebral y la comunicación con delfines además de ser el inventor a principios de la década de los cincuenta del tanque de aislamiento sensorial. Escribio una docena de libros y diversos ensayos que incluyen las teorías de las realidades internas, el modelo hardware/software de la mente/cerebro, así como un modelo de comunicación entre la especie humana y los delfines Sus experimentos con el tanque y el LSD inspiraron la película de 1980 Altered Status, dirigida por Ken Russell y protagonizada por John Hurt.

Uno de los libros de Lilly lleva por título El centro del ciclón, y en el relata como se convirtió en un foco de conciencia central, viajó por el espacio y conoció a otros seres, entes o conciencias. Pero no todo fue así de bonito, ya que Lilly también padeció la experiencia más aterradora de su vida cuando se convirtió en un programa minúsculo en el interior de una inmensa y extraña computadora que era resultado de una absurda danza ejecutada por determinados tipos de átomos, estimulados y empujados por unas energías organizadoras aunque sin ningún sentido. Lilly, presa del pánico, encontró en todas partes seres parecidos a él que constituían programas cautivos en aquella inmensa conspiración cósmica, en aquella danza cósmica de energía y materia carente de significado de amor y de valores humanos.

Godwin agrega que el estado experimentado por Lilly es descrito por una antigua tradición mística como “la tenebrosa noche de Dios”. Supuestamente en determinados momentos Dios, aunque cueste creerlo, decide tomarse una siesta desocupando el vacío normalmente impregnado de su luz. Cuando un místico tiene la desgracia de “florecer” en la meditación en el punto equivocado del ciclo, cae en este infierno aparente.

La experiencia de Lilly me parece muy cercana a la propia. No necesito del LSD o la meditación para caer en la “tenebrosa noche de Dios”, vasta con salir a la calle, al sector céntrico, para experimentar en medio de la muchedumbre, esa sensación de ser un diminuto programa cautivo en una inmensa computadora. Reconozco seres similares a mí, pero los valores humanos, están completamente ausentes. Formo parte del mecanismo, del cuerpo del “otro”.

La absurda danza de átomos estimulados por energías sin sentido parece ser una clara alegoría del poder fantasmático de la ciudad, que nos obliga a desplazarnos por los puntos que ella determina. Podemos, además, reconocer en la descripción de Lilly la naturaleza fantasmática de la multitud, signo de una presencia (la del ser humano como genero) y de una ausencia al mismo tiempo (la del individuo).

Al interior de la muchedumbre me siento como el capitán Ahab engullido por Moby Dick. Avanzo lo más rápido posible hasta que logro alcanzar calles menos transitadas donde prevalece la individualidad del ser al disminuir la cantidad de pares genéricos en circulación. Los programas o entes cautivos de los que nos habla Lilly, parecidos a él pero carentes de valores humanos, inevitablemente me hacen pensar en los Divisionistas, partido de Interzonas creado por William Burroughs. Los Divisonistas “… cortan trocitos minúsculos de su propia carne de los que crecen copias exactas de sí mismos en embriones gelatinosos. Parece probable que, eventualmente, y a menos que se ponga término al proceso de división, acabará por no haber en todo el planeta más que copias de un sexo: es decir, una sola persona en el mundo con millones de cuerpos distintos…”

En los Divisionitas de Burroughs reconozco a ese ser urbano, a esa masa uniforme, ese cardumen de peces abisales, fríos e inexpresivos entre los que me veo obligado a nadar. Inexorablemente convirtiéndome en uno de ellos, adhiriéndome a la nefasta metástasis.

Especulo, que de la misma manera que yo siento un profundo extrañamiento en la muchedumbre otros la disfrutan, alcanzando la plenitud de la “unio contrarium” en la que se sienten en el centro cósmico absoluto, identificándose con el todo y asumiendo sus ritmos y fuerza vital, como es el caso de la multitud de Ciudad de México que, según Gelpi, ha aprendido a tolerarse y hasta disfrutarse como muchedumbre. Ejemplos de lo anteriormente planteado podrán evidenciarse en los “hinchas” del fútbol o la familia chilena de paseo por los atestados malls el fin de semana. Supongo que mi reticencia a formar parte y disfrutar de la muchedumbre corresponderá a la resistencia que oponen los individuos ante el impulso uniformador del mecanismo social y tecnológico. Situación que abundaría en los habitantes de las urbes modernas de acuerdo a Georg Simmel, precursor de la sociología urbana.

Existen aún otros fenómenos al interior de la muchedumbre que pueden ser analizados, usurpando algunos de los términos de Ronald Barthes expuestos en su libro La cámara lucida.

Podríamos decir que hay una predisposición socio-cultural que nos induce a aceptar a la multitud como un medio natural en el que debemos desenvolvernos al vivir en la metrópolis, como en el caso de Ciudad de México. La emoción impulsada racionalmente por una cultura moral y política, que en Barthes produce un interés general por la foto, puede ser equiparada a la emoción de pertenecer a un grupo humano, a la tribu, a la manada. Como en Barthes, esta sensación que relaciono a la pertenencia, es casi un adiestramiento.

Podemos entonces, aplicar las nociones de Studium a la de la muchedumbre. El Studium en este caso se referiría al gusto por la multitud, por el rebaño, una dedicación general afanosa pero sin agudeza especial.

Pareciera que al ente urbano la soledad le produjese un temor abismante. Se siente cómodo apiñado en los santuarios del consumismo (malls), en los estadios, en los cines, en las discotheques, en el paseo Ahumada… es la terrible e insoportable soledad que sentiría uno de los programas de la pesadilla de Lilly, alejados del computador central, carente de propósito.

Sin embargo, dentro de la monotonía del espacio rutinario que se desase como acontecimiento surgen personajes detenidos al interior de la muchedumbre en desplazamiento. Estos sujetos serían el equivalente al Punctum, pero sólo la primera vez que son atisbados. Estos individuos emergen de la trama aparentemente uniforme de la multitud, como boyas flotando eternamente en el mar de gente y, como dice Barthes, vienen a punzarme como una flecha (sensación equiparable a la Epifanía de Ezra Pound en el metro de París; “la aparición de estos rostros en la multitud; pétalos en húmeda, negra rama”).

Pero incluso estos personajes terminan convirtiéndose en el decorado habitual del espacio del no acontecer de la muchedumbre. Como señala Alejandro Guzmán Ramírez, en un laborioso mecanismo sistematizado las cosas no pueden ser contempladas en su esencia ya que éstas no rodean al hombre sino que fluyen a su alrededor como una corriente continua que desaparece rápidamente; presentándose con tal rapidez que son usadas y apreciadas con la misma prisa y celeridad. Es por ello que los individuos–Punctum poseen una vida muy corta, siendo inmediatamente descartados y substituidos.

Pienso en el dúo de ancianos ciegos intérpretes de tangos, pienso en el profeta que con sus brazos en alto, Biblia en mano y vos gutural: vocifera “¡gloria a Dios! ¡Gloria al pulento!”, pienso en la señora de Ucrania que toca el acordeón, en el mendigo que obsequia a los transeúntes la visión de su pie desnudo despojado absolutamente de todos los dedos. Pienso en Juan Carlitos y su batucada minimanilista, en los vendedores ambulantes, en los hare krishna y los grupos de rock evangélicos…
Todos estos sujetos son punctum desgastados, llamarán la atención del neófito para luego marchitarse en la negra rama de la multitud, que nunca dejará de aborrecerme.

© 1997, Daslav Merovic

Sobre el autor: Daslav Merovic nació en 1979 en la austral ciudad de Punta Arenas. El año 1998 se trasladó a Santiago (donde actualmente reside) para cursar estudios de Filosofía en la Universidad Arcis. El presente artículo es una reelaboración de un trabajo que Daslav escribió para la clase de Federico Galende “Metodología de simbolización social” y hasta ahora había permanecido inédito.

Pedro Jorge Romero

por Pablo Castro

Para quienes han seguido de cerca el desarrollo de la ciencia ficción en España el nombre de Pedro Jorge Romero no debiera ser desconocido. Gran entusiasta y divulgador del género, Pedro editó durante una década junto a Joan Manel Ortiz, Ricard de la Casa y José Luis González la revista BEM, transformada hoy en día en un referente ineludible de los sitios webs dedicados al género. Jorge además ha sido editor, traductor, crítico, e incluso escritor, publicando en el año 2001 la novela El Otoño de las Estrellas junto a Miquel Barceló.

Como se ve Pedro es un hombre de muchas facetas y su larga experiencia lo ha llevado a transformarse en un observador lúcido y asertivo de los avatares del género. En medio de tanta actividad tuvo la gentileza de darnos esta entrevista para compartir algunas cosas que muy probablemente nos interesan también a nosotros.

Licenciado en Física, Programador informático, Editor, Traductor, Crítico, Escritor de ciencia ficción… ¿Cuál de éstas categorías te identifica mejor?

Pues todavía no la he encontrado. Me gusta leer, así que quizá optaría por lector. También me gusta ver series de televisión, así que telespectador tampoco estaría mal. De las que citas, programador probablemente, pero tampoco por completo. Soy demasiado curioso.

Durante varios años estuviste involucrado en varios proyectos relacionados con la ciencia ficción. ¿Qué evaluación haces de todo ese trabajo, especialmente lo realizado en BEM?

Fueron diez años muy, muy cansados. Lo interesante del proceso es que la labor fue continuada y que se mantuvo durante un buen periodo de tiempo. Claro está, hubiese sido imposible de haber sido sólo una persona. Un equipo de cuatro lo hizo durante mucho tiempo y sacó 75 años. Ésa es la valoración que yo haría: un grupo de personas puede mantener en marcha una actividad sin lo hace con cierto tesón.
Además, gané unos muy buenos amigos. No se puede pedir más.

Después de todo ese tiempo en el cual fuiste un verdadero activista del género, ¿qué piensas de la ciencia ficción que se escribe en tu país? ¿Sientes que la calidad ha mejorado con los años o todavía se encuentra en un estado embrionario en comparación con el mundo anglosajón?

En muchos aspectos, creo que la ciencia ficción está siempre en estado embrionario, se escriba donde se escriba. La mejor ciencia ficción nace de algunas personas haciendo algo ligeramente diferente a lo que se hacía antes, y eso se encuentra en casi todas las nacionalidades del género. En aspectos empresariales y crematísticos, pues parece que el género en España ha avanzado bastante y que ya es posible publicar con normalidad una novela de ciencia ficción. Eso hemos ganado.

Te hacía esta pregunta porque recuerdo que alguna vez dijiste en una reseña a la novela Distress de Greg Egan, que la ciencia ficción española por muy buena que fuese no tenía el empuje, la fuerza o la masa crítica de la ciencia ficción en inglés. ¿Mantienes ese juicio?

Ah, comprendo ahora la pregunta. Pero claro, ésa es una situación diferente. En aquel momento lo que venía a decir es que no había masa crítica suficiente para producir y crear la cantidad ingente de nuevas ideas que es capaz de producir una ciencia ficción tan grande como la anglosajona. ¿Eso es malo? No necesariamente, claro, porque las ideas al final no son más que el primer elemento de trabajo. Si uno sabe tomarlas de una tierra más variada y consigue que arraiguen en su propio terreno, pues no hay problema. Por eso es interesante leer.
Con respecto al tipo de ciencia ficción que a mí me gusta practicar, lo que sí me da la impresión es que los autores en español no leen tanta ciencia como debieran. Parece tender siempre más hacia la fantasía que hacia la ciencia ficción.

En algún momento se dijo que la ciencia ficción estaba muerta. ¿Crees que los excesos del mainstreaming contribuyeron a esgrimir ese juicio o respondió más bien a otras prerrogativas?

Estoy seguro que tras la salida del segundo número de Astounding ya había alguien prediciendo la muerte de la ciencia ficción. Se ha venido repitiendo tantas veces que el mismo Gardner Dozois se recochinea en las introducciones a sus antologías del año comentando que sigue sin morir.
Lo de la muerte de la ciencia ficción es simplemente un mito que se usa como arma arrojadiza (más que nada para asignar culpas y eso). Morirá, claro, como mueren todos los géneros literarios. Pero no deja de ser un proceso natural.
Por otra parte, no creo que el mainstreaming tenga mayor influencia. Se ha ganado muchos con las influencias del mainstream en la ciencia ficción, y se ha ganado mucho con las influencias de la ciencia ficción en el mainstream. Lo que ha propiciado una fertilización mutua y la aparición de muchos libros interesantes. No sería inteligente quejarnos teniendo más libros para leer.

Como lector habitual del género, ¿piensas que hoy se escribe mejor ciencia ficción que hace 30 o 40 años?

Sí.

Tú también has hecho crítica literaria ¿Qué elementos consideras o deben estar presentes en una obra que consideras de calidad?

Pues no tengo ni idea. Podría decir cosas como “que no aburra”, pero incluso eso es un juicio subjetivo, porque lo que es aburrido para unos no lo es aburrido para otros. Básicamente lo que creo es lo siguiente: todas las obras malas son iguales, todas las buenas son diferentes. Cuando tenemos una obra mala sabemos lo que ha pasado: ha fallado la trama, ha fallado el estilo, ha fallado esto o aquello. Pero cuando una obra es buena, ¿por qué lo es? No se puede aislar un elemento. La obra es buena y nos gusta en su conjunto. Por esa razón, me parece muy difícil hacer un juicio a priori o dar una receta para escribir una buena obra.

Volviendo a Egan. Tú fuiste un gran divulgador de su obra en España . ¿Es un caso excepcional y aislado de poco probable repetición o crees que existen o existirán otros autores que se pueden o podrían comparar a lo logrado en su obra?

Espero que sí, en caso contrario, ¿qué sentido tendría seguir leyendo ciencia ficción? Pero sí, lo tengo claro. Egan reflexiona desde una óptica filosófica e incluso metafísica sobre problemas científicos muy modernos. Dentro de 20 años habrá problemas científicos muy modernos y habrá escritores que crearán sus obras reflexionando sobre ellos. Egan lo hace muy bien, con una voz clara y en su época. Los demás lo harán con su voz y en su momento.

Tu cuento El día que hicimos la transición fue incluido en el libro Cosmos Latinos, publicado en Estados Unidos, y que reunía a diversas obras de autores iberoamericanos. ¿Crees que la ciencia ficción en español tiene alguna oportunidad en el mercado anglosajón?

Sí. El único problema es la traducción. Las ventajas son un cierto exotismo que bien empleado puede ser un gran punto a favor de la obra. Pero la traducción es el problema. Traducir es caro y en Estados Unidos ya tienen muchísimos autores que hacen ciencia ficción y fantasía. Traducir obras de fuera simplemente no tiene demasiado sentido a menos que se sepa que van a vender mucho y compensar el esfuerzo. Ahora, si se resolviese ese problema de la traducción, sí, creo que hay una oportunidad.
Además, hay que tener claro que la traducción debe ser tan buena como para competir con autores experimentados que escriben en su lengua materna. Muy complicado. Pero no dudo que se pueda hacer.

Dentro de ese plano, ¿existe presencia de obras latinoamericanas en España?

Si nos circunscribimos a lo puramente genérico, no parece haber mucha presencia. Por otra parte, si uno rebusca entre otros estantes encuentra mucho material de autores sudamericanos y españoles. No necesariamente viene catalogado como ciencia ficción o fantasía, pero ahí está.

Cada vez se publican menos libros de cuentos y se privilegia la novela. ¿Es un error de las editoriales o está justificado desde una óptica no-literaria, privilegiando aspectos económicos?

Tiene una justificación puramente económica. Las novelas se venden mejor que las recopilaciones de cuentos. Todo el mundo dice que prefiere los cuentos a las novelas (o al menos lo dice mucha gente), pero la realidad de las cifras es otra.
A mí me resulta curioso, porque yo soy muy borgeano en esos aspectos y prefiero un buen cuento a una novela regular. De hecho, las novelas me cansan un poco. Sin embargo, un buen relato bien trabajado es una delicia siempre.

Luis Saavedra, director del fanzine Fobos ha manifestado que la ciencia ficción tiene su futuro en el fanzine como único medio capaz de erosionar las políticas de las editoriales que determinan la carrera de un autor. ¿Estás de acuerdo con ese juicio? ¿Siguen teniendo las revistas y los fanzines el papel que asumieron antiguamente?

Habría que analizar exactamente que dijo, pero ciertamente me suena un poco exagerado. Aparte de esos editores de fanzines que luego han pasado a convertirse en editores o en asesores editoriales, no se me ocurre cómo un fanzine podría influir en la política de una editorial más allá de algún caso anecdótico. Eso sí, casos de editores de fanzines convertidos en editores profesionales hay bastante, y es bien cierto que a la ciencia ficción le sientan muy bien la editoriales pequeñas.
Por ejemplo, el boom actual de la ciencia ficción en España viene de la mano de editoriales más o menos modestas. Para una editorial muy grande, quizá vender los ejemplares de una novela de ciencia ficción no sea interesante, pero para una pequeña puede ser un negocio más que aceptable, con la ventaja de que además puede publicar autores que ya se saben que van a vender poco pero que se consideran de buena calidad.

¿Por qué en España a nivel de escritores y jurados de concursos existe tanta fascinación por las obras de corte religioso? Te lo pregunto porque en concursos como el UPC siempre he visto una gran presencia de obras de ese tipo dentro de los premiados.

Me toca cerca esa pregunta. Pues sí, la hay. Pero creo que la hay porque el tema es francamente jugoso. La religión ofrece una imaginería muy rica y apasionante, y por otra parte, la existencia de un dios o varios ofrece interesante oportunidades para la reflexión filosófica y especulativa.
A mí me encanta reivindicar la palabra metafísica. Es una de las ramas más interesantes de la filosofía y creo que la ciencia ficción es muy buena cuando se dedica a la metafísica.

A propósito de premios. En España existen varias e importantes instancias de este tipo. ¿Crees que se privilegia lo mejor en cuanto a la calidad de las obras premiadas o el currículum de algunos participantes genera ciertas actitudes frente a una obra en particular?

No, no tengo problemas para creer que es la calidad la que determina el ganador. La calidad, por supuesto, siempre entendida desde el punto de vista del jurado. Una vez más, hay que recordar eso de que lo que es bueno para unos no es necesariamente bueno para otros.

Junto a Alejo Cuervo escribiste la novela El Otoño de las Estrellas. ¿Quedaste satisfecho con lo logrado? ¿Lo suficiente para repetirlo?

Una corrección. Escribí la novela junto con Miquel Barceló. Y sí, quedé muy satisfecho con lo logrado? ¿Lo suficiente para repetirlo?
Una corrección. Escribí la novela junto con Miquel Barceló. Y sí, quedé muy satisfecho con la experiencia. ¿Tanto como para repetir? Pues sí, la verdad. Me encanta colaborar (también escribí El día que hicimos la Transición con Ricard de la Casa) y ahora mismo estoy hablando con otra persona sobre la posibilidad de colaborar en una novela. Vamos, que no escarmiento. Tiendo a llevarme bien con la gente y me preocupan más la trama y la estructuración de la narración que las palabras concretas empleadas. No me importa tanto que me corrijan las frases mientras me dejen los párrafos en su sitio.

Se dice que en Estados Unidos ser escritor de ciencia ficción se transformó en buen negocio. ¿Podría ocurrir lo mismo en Hispanoamérica?

No creo que sea buen negocio en Estados Unidos. Será muy buen negocio para algunos pocos autores (como también lo es en España, o si no pregúntale a Reverte). Los demás se limitan a vivir normal o no con el dinero que ganan con las novelas. A menos que se pongan a escribir novelizaciones o continuaciones de series famosas.
Creo que la profesionalización es uno de esos mitos persistentes que hacen más por impedir el desarrollo del género que por ayudarlo. Si nos tranquilizásemos un poco, no pensásemos tanto en vivir de escribir, se producirían más obras.

Bueno, Pedro agradecemos tu tiempo y disposición. A ver si algún día te das una vuelta por Chile.

Jo, ya me gustaría. Hay tantos países para visitar y tan poco tiempo.
Gracias a ti.

Sobre el entrevistado: Pedro Jorge Romero (37) es Licenciado en Física, y hoy en día es una de las figuras más importantes de la ciencia ficción española. Ha sido traductor, crítico, y durante el período 1990-200 co-editor de la revista BEM. Ha publicado en colaboración con Miquel Barceló la novela Testimoni de Narom, (Pagès Editors, Lleida, 2000,) que obtuvo el Premio Julio Verne 1998 y El Otoño de las estrellas, (Ediciones B, Barcelona, 2001). Su cuento El día que hicimos la transición, escrito junto a Ricard de la Casa, fue publicado en Estados Unidos en el libro Cosmos Latinos e incluido también en la antología Year’s Best SF 9 compilada por David G. Hartwell y Kathryn Cramer, y actualmente es finalista al premio Sidewise, que se entrega todos los años a historias de ciencia ficción (relato y novela) relacionadas con periodos históricos alternativos. Actualmente trabaja tanto como programador como traductor y es webmaster de los sitios: Archivo de Nessus (www.archivodenessus.com) y BEM WEB (www.bemmag.com). Para más información ver su página personal: www.pjorge.com

Yo, Robot

por Pablo Castro Hermosilla

Es curioso que al cine de ciencia ficción siempre se les exija ser casi perfecto para avalar una buena crítica o recomendación. Los prejuicios no sólo los debe soportar la vertiente literaria, si no que cualquier otra manifestación artística de este complejo género. El caudal de películas burdas o sencillamente malas sirven como perniciosos antecedentes para desestimar cualquier producto que pueda ser catalogado como ciencia ficción o algo semejante. Pero también es cierto que cualquier director o guionista de cine debe lidiar con los puntales que ha entregado el género, con películas como 2001 o Blade Runner, que no sólo se enmarcan dentro de lo mejor que ha dado la ciencia ficción, si no también el mismo cine. Esta pesada mochila es injusta y no es posible que cada vez que un estudio se arriesga a filmar ciencia ficción la crítica deba esperar una obra maestra, como si filmar ciencia ficción fuese un tabú visual que debe estar plenamente justificado.

Por cierto que Yo, Robot no es Blade Runner ni 2001, y tampoco tiene por qué serlo. Alguien dirá que un tema profundo como la creación de máquinas pensantes posee tantas reflexiones filosóficas que una película que trate dicho tema debe estar a la altura de tal premisa. Bien, eso significa entonces que la ciencia ficción de por sí trata temas profundos, por ende no debería ser prejuzgada de forma tan facilista e inmediata en cada una de sus variantes. Ah, dirán, es que no es el tema que trate lo verdaderamente importante, si no la manera cómo una novela o una película logre darle coherencia a una temática de esa envergadura.

Como respuesta, podríamos recurrir a la célebre frase de Theodore Sturgeon, quien al responderle a un periodista que lo inquiría por sus razones para escribir un género que olía a basura, respondió: “El 90 por ciento de lo que se escribe es basura”. Y claro, no es que Sturgeon creyera firmemente en eso. Sólo apelaba a la idea de que la ciencia ficción es un género legitimo y que no se le puede dejar al margen sólo porque muchas de sus obras no sean de excelente calidad.

¿A qué viene todo esto? A que Yo, Robot, con todas falencias, no es una mala película. Incluso por momentos funciona como una buena película de acción, lo que no es poco. Es, creo la mejor manera de disfrutarla. Insistir en que la película es una mera sucesión de efectos visuales no sólo es injusto si no un mero discurso predecible y casi amargo.

Tal vez lo mejor de Yo, Robot es que no tiene pretensiones, salvo la de constituir un gran éxito de taquilla, cosa que no tiene nada de malo. Ahora bien, es cierto que la premisa detrás daba para crear un filme de categoría, pero rápidamente el director Alex Proyas deja establecido que por ahí no va la cosa. Estamos, ojalá, ante un director que sabe lo difícil que es crear desde Hollywood una película de esa magnitud. Por ello corta por lo sano, y diseña una película visualmente atractiva, donde los efectos especiales cumplen con su rol y nada más.

Claro, a estas alturas del partido es demasiado complejo realizar una obra sobre seres artificiales que pueda tener la masa, el empuje, y dimensión visual que tiene Blade Runner. En términos fílmicos es difícil volver a plantear con esa fuerza una idea reflexiva sobre el hombre y seres mecánicos que lo imitan. Quizás se podría ahondar más en el terreno de lo científico, cosa que aun pueden aportar las novelas y que por momentos hace esta Yo, Robot. El guión fue escrito por Jeff Wintar y Akiva Goldsman (los gringos tiene nombres cada vez más raros) siendo el primero el más interesado en dichos temas. De hecho fue Wintar quien escribió el guión original llamado “Hardwired” y que trataba sobre una rebelión de los robots en el futuro. Además Wintar está trabajando en el guión para llevar al cine la serie Fundación de Asimov, por ende estamos frente a un tipo que ha leído lo suficiente y que le interesa el tema. Imagino entonces que él es el responsable de todas las elucubraciones tecnológicas relacionadas con las famosas tres leyes asimovianas y con el planteamiento sobre la posibilidad de que los robots puedan adquirir algo similar a una consciencia.

Precisamente ese planteamiento es expuesto en la secuencia más poderosa y emotiva que tiene esta Yo, Robot. Ahí no sólo hay una reflexión importante, si no un uso maravilloso de imágenes sugerentes y relacionadas con lo que se plantea. A veces pienso que al cine sólo le queda profundizar en dicho ejercicio, en una época en que si no todo está casi dicho, por momentos lo parece.

Sería inútil describir la trama de la película, pues imagino que la mayoría sabe que trata sobre un crimen que debe investigar un detective llamado Spooner (Willy Smith), crimen imputado a un robot, cosa que en la sociedad del futuro es imposible. Hay que develar este misterio y por supuesto que Spooner lo logra. Hay personajes secundarios, los consabidos robots, efectos visuales seductores, mucha acción y un guión que si no es completamente efectivo, sí resulta redondo tanto en los giros argumentales como también en las motivaciones de los personajes, sobre todo en Spooner.

Descrita así la película puede gustar o servir para ejercitar la crítica despiadada. Dejemos de lado sí cualquier juicio referente al mal trabajo del director para tratar temas relevantes, pues como dije Proyas no apunta a eso. Para los que quieran develar los misterios de hombres y máquinas lean ciencia ficción o a científicos como Roger Penrose. Yo, Robot es una película que merece no ser destruida con argumentos ya revisitados, predecibles o inútiles. Por el contrario se trata de un filme interesante que bajo su capa de acción esconde un logrado tratamiento escénico sobre los siempre sugerentes y enigmáticos robots, tratamiento muy superior a películas como el Hombre del Bicentenario. Cierto que poco hay de Asimov en esta película, salvo la escena final que parece sacada de una vieja y clásica revista de ciencia ficción, final visualmente estupendo para una película que vale la pena ver.

por Pablo Castro Hermosilla

La Críptica Ciencia Ficción

por Luis Saavedra V.

Cuando era más joven –o menos viejo, como algunos me han sugerido–, me jactaba de poder expresarme de manera académica y culta con una pobre agilidad mental y un lenguaje muy poco floreado y en forma alguna culto. Una vez que me di cuenta de ese defecto intenté durante mucho tiempo subsanar esta falencia leyendo a los grandes pensadores como Hegel y Kant, y sus devaneos titánicos entre el ser y el no-ser. Sin embargo, en esa desigual lucha salía triste y angustiado, sin haber sacado en conclusión nada sino dolores de cabeza. Creía, a veces –en esas rondas de depresiones tan características–, que mi entendimiento era tan corto que me consideraba un poco por debajo de la escala evolutiva. Como siempre, la duda es terrible… Con el tiempo aprendí a diferenciar las frases aparentemente lacónicas de estos intelectuales, llenas de oscuras referencias, y a notar una fuerte tendencia que muchos de ellos, a través de 200 años de existencia del mundo contemporáneo, han ejercido: el amor a lo críptico.

Efectivamente, los intelectuales caen enamorados frente a adjetivos, adverbios y sustantivos como ortodoxos que dificultan el entendimiento, así como de las metáforas de alto vuelo que son difíciles de visualizar. Quizás es debido en parte a que la acumulación del conocimiento ha requerido de neologismos que, con la rapidez con que se acumulan, el hombre común no ha tenido el tiempo de digerirlos antes de la próxima hornada de términos, por ejemplo en la ciencia. Pero mi certidumbre es que nuestra sociedad rinde culto a quien logre confundir la razón con palabras poco tópicas, diciendo en su dialéctica poco y nada con mucho.

Ejemplar de esta naturaleza ha sido Jean-Jacques Rousseau, reverenciado en la civilización occidental por la profunda influencia de su pensamiento, pero que en la práctica era un mentiroso compulsivo y casi nulo como ente político, y sólo hoy nos venimos a dar cuenta debido a la magnífica filigrana retórica que construyó a su alrededor. Otro tótem que hemos entronizado es Jean-Paul Sartre, el gran existencialista, que sufría de una verborrea hasta el límite de que se le reverenciara por ello –como un antiguo rey se rodeó de una corte siempre dispuesta a escucharle–, y si bien tuvo el privilegio de denunciar la insubstancialidad del hombre no dejó ningún cuerpo de doctrina ni verdad luminosa como para merecer la honra de tantos. Todo esto, y muchos otros ejemplos más, me ayudan a describir la base de mi teoría: la ciencia ficción es críptica.

Por definición ya es casi imposible delimitarla sin hacer uso de teorías sociales y literarias para iniciados. En fin. Pero concretémonos:

El carácter críptico incomprensible no responde casi nunca a la hondura o dificultad real del pensamiento. Depende del uso de términos abstrusos, de neologismos o ‘términos’ en vez de palabras de la lengua viva, que tienen que ser definidos –y no lo son o muy imprecisamente–, con lo cual los textos resultan escritos en un alfabeto desconocido. Por eso son incomprensibles, aunque en su contenido sean triviales, como es ininteligible un anuncio de aspirina en caracteres que no podemos leer.

La cita corresponde a Julián Marías, miembro de la Real Academia Española de la Lengua, y pretende expresar, básicamente, que no es culpa del concepto la incomprensión sino la representación que se hace de éste. Análogamente, en la ciencia ficción podemos encontrar muchos e indicadores ejemplos de esto; uno de ellos son las novelas de ciencia ficción dura y su sobreexplotación de términos científicos y técnicos, cuya función se dirige a la necesidad de establecer un marco altamente probable para la trama, pero si bien fomentan ese apego a la realidad también la confunden a quien asiste a estos esfuerzos, su abuso es contraproducente en el ambiente de la novela. En Mundo Anillo, de Larry Niven, se introducen términos como “terminátor” y “Roseta de Kemplerer” que se nos revelan a través de la trama y resultan, la mayoría de las veces, gratuitas, pero que parecen complacer una secreta tendencia del autor para demostrarnos cuánto sabe de ciencias duras. Por otra parte, se nos brindan las explicaciones correspondientes al término pero el remedio es peor que la cura, una “Roseta de Kemplerer” es como sigue: “Se cogen tres o más masas iguales. Se sitúan en los vértices de un polígono equilátero y se les dan velocidades angulares iguales respecto a su centro de masa.” La gratuidad de la palabra no queda anulada con la explicación, en cambio, la explicación queda anulada por sí misma, se vuelve gratuita cuando resulta más críptica que la palabra. Los efectos gratuitos brindados al lector entorpecen el objetivo mismo de la novela, haciéndola difícil y elitista. No, a una película no la hacen los efectos especiales.

En el seno de la actividad que genera la ciencia ficción –o fándom, cayendo en el juego–, también vemos esta misma inclinación. Aunque en Latinoamérica sólo seamos herederos de las convenciones del Norte y, creo, nos llegan más inofensivas, en general, tendemos a demostrar nuestra encriptación encerrándonos en un lenguaje de redefinición de nuestras actividades ligadas al género. Una publicación de aficionados es un “fanzine” y una columna de correspondencia es una “lettercol”. Estas convenciones de la lengua sólo sirven al entorpecimiento de las comunicaciones entre nosotros y la corriente principal, generando un ghetto autoimpuesto.

Vamos a Julián Marías nuevamente:

Cuando un autor hace afirmaciones que no son evidentes y no justifica, la intelección queda en suspenso; reclama una especie de acto de fe, fundado en el prestigio que se le atribuya, y hay una adhesión provisional a la tesis recién leída o escuchada; pero cuando a ésta siguen otras y otras, en las mismas condiciones, se pierde pie, ya no se sabe de qué se está tratando, y en lugar de claridad, se cae en una oscura conclusión. Por eso no es posible resumir, formen términos propios la doctrina recibida; esto significa que no ha sido posible apropiársela, hacerla ‘propia’, conseguir que forme parte de la realidad del lector o del oyente. Es la fórmula misma de la esterilidad.

El problema subyacente en una sociedad –o grupo– que ha decidido crear sus propios códigos, es el que exige un acto de fe tan grande que la obliga a permanecer desconectada de los demás acontecimientos y ser desconectada cuando no ha sido posible entenderla y asumirla. Un ejemplo representan las diversas asociaciones que se forman alrededor de las series de cf televisiva, en donde las sesiones regulares se transforman en una Torre de Babel: además de exigir un nivel de conocimientos muy alto, la diversidad de temas compone un ambiente propicio para que el recién llegado se sienta cohibido y, entre los complejos de inferioridad y frustración, parta hacia rumbos donde no le exijan un prerrequisito tan alto. En general, la ciencia ficción es un grupo tan hermético por su propia cripticidad que su esfera cognitiva no admite más elementos que los propios.

Cuando leemos o escribimos en nuestros “fanzines”, damos por sabido qué fue de “La Edad de Oro”, en condiciones que en todo campo existe una edad de oro, o “La Nueva Cosa”, y se da por sentada la importancia de escritores como Robert Silverberg y George R.R. Martin. Omitimos toda referencia a procesos científicos, técnicos o ficticios como la descomprensión, la teoría cuántica, las distopías, ucronías, etc. Sin darnos cuenta hacemos abuso de nuestra condición críptica y nos jactamos de ella autoproclamándonos un grupo intelectual de élite.

Sin embargo, ésta no es una denuncia para el derrocamiento completo del género y sus convenciones, y muchos menos una justificación. De hecho, el asunto incluye lo que ha sido el desarrollo histórico de la ciencia ficción, de la que todos nos consideramos herederos, en el hecho de que no nos podemos negar toda nuestra base que, después de todo, ya se ha vuelto tan compleja que se hace ineluctable la encriptación de códigos, por medio de la especialización. Pero lo críptico conlleva al descrédito del pensamiento teórico, en general, y la distorsión de la visión de quienes están afuera como observadores se desvirtúa más. Esta es una de las principales razones del desconocimiento del género.

Si constituirse un ghetto –como el “ghetto dorado” que indica el historiador James Gunn– trajo beneficios en las primeras décadas del género en los Estados Unidos, desde el punto de vista de preservación y recombinación de sus ideas fuerza, ahora existen argumentos suficientes para una mayor apertura. En Latinoamérica, el ghetto sigue siendo una forma de autopreservación, no obstante en España, al tenor de los últimos años de expansión de mercado, la ciencia ficción se ha vuelto lo suficientemente buena a ojos de un público más amplio y generalista, y es necesaria una reconfiguración de sus paradigmas, o al menos una moderación de su uso. Ya no es necesario que una columna de correspondencia en una revista sea una “lettercol”, ni un aficionado un “fan”, por ejemplo, de modo que el género tenga la suficiente tolerancia para dejar de ser considerado uno menor, bajo el prisma de los críticos.

@1992, 2004 Luis Saavedra V.

Sobre el autor: Luis Saavedra nació en 1971 en Santiago de Chile, es Analista de Sistemas y siempre se interesó en lo fantástico por su estética de colores chillones y sus monstruos enfurecidos con buen gusto por las mujeres. En 1988 se incorporó como un activo miembro de la SOCHIF, de la que fue secretario al poco andar. Luego formaría parte del grupo Ficcionautas, que realizaron cinco convenciones de fines del siglo pasado, y editaría los fanzines Wonderlands y Nadir. Actualmente trabaja en el Banco de Chile y ocupa el resto del tiempo en el fanzine Fobos.