Hacia el siglo III a.C. un nuevo contendiente comenzaba a destacarse en la lucha por la hegemonía en el Mediterráneo. Roma comenzaba a hacer sentir su presencia entre egipcios, griegos y demás pueblos de la región. Pero antes de que pudiese alzarse como una potencia en todo su derecho era necesario pasar una prueba de fuego; combatir a muerte contra otro prometedor aspirante, una prospera ciudad que se hallaba al otro lado del mar, en el norte de África, en el país que hoy conocemos como Túnez.
Cártago había sido fundada por los fenicios medio milenio antes y desde entonces había crecido hasta convertirse en un país rico y cuyos intereses comerciales se extendían a todo lo largo y ancho del Mediterráneo. Fue en el sur de Italia, en la isla de Sicilia, donde ambos poderes vendrían a enfrentarse por primera vez, dando inicio a largas guerras que se prolongarían por más de un siglo.
Todo empezó por un conflicto local entre dos pequeños señorios de Sicilia. Por un lado los memertinos de Mesina y por el otro, Siracusa, gobernada por el rey Hierón II. Fueron los memertinos quienes buscaron la protección de Roma, mientras que Siracusa pidió ayuda a Cártago. Pronto, sin embargo, los romanos prevalecieron y tomaron el control de la mayor parte de la isla. Frente a esto Hierón II aceptaría las condiciones de paz impuestas por los vencedores, que respetaban la independencia de la ciudad pero solo le otorgaban soberanía sobre una reducida porción de sus antiguos dominios. La guerra entre Roma y Cártago continuaría en otros frentes, tanto terrestres como marítimos, pero en lo inmediato el asunto había terminado para Siracusa, la que ahora se contaba entre los aliados de Roma.
Testigo de esos días debió haber sido el joven Arquímedes, quien nació en la misma Siracusa, en el 287 a.C. Su padre fue un hombre llamado Fidias, astrónomo cercano a la nobleza siracusana, y de quien seguramente heredó tanto su pasión por la ciencia como sus influencias en la corte. Más tarde habría estudiado en la Gran Biblioteca de Alejandría donde hizo amistad con Eratóstenes. Quizás unos de sus maestros pudo haber sido el propio Euclides.
Tras regresar a Siracusa, Arquímedes llegaría a ser un importante consejero de Hierón II, y fue cumpliendo este rol donde ocurrieron los hechos que le llevarían a realizar el más famoso de sus descubrimientos. Ocurrió que el rey había contratado los servicios de cierto artesano para que le forjara una nueva corona, y para tal efecto le entregó la cantidad justa de oro requerida para el trabajo. Sin embargo existía la posibilidad que el artesano se hubiese quedado con parte del preciado metal, reemplazando la cantidad sustraída con plata, alteración que no es detectable a simple vista.
¿Como saberlo? Una posibilidad era fundir la corona, pero eso significaba destruirla. Otra alternativa era pesarla, pues la plata es más liviana que el oro. Pero siendo un hombre astuto, el artesano bien podría haber agregado más plata, la suficiente como para alcanzar un peso semejante. Fue en este punto que Hierón II solicitó la ayuda de Arquímedes, pidiéndole determinar la pureza del metal sin dañar la corona. Dice la leyenda que Arquímedes encontró la solución mientras se introducía en una tina dispuesto a darse un reconfortante baño. Entonces notó que a medida que su cuerpo se hundía en el agua, esta rebalsaba por los bordes y caía al suelo.
Por supuesto, era una cuestión de volumen. Un objeto al ser sumergido desplazará una cantidad de agua equivalente a su tamaño. Arquímedes razonó que si tenemos dos coronas del mismo peso pero una hecha de oro puro y la otra mezclada con plata, la primera debía ser necesariamente más pequeña que la segunda. Se sabía cuanto oro había sido suministrado por el rey, y una cantidad similar podía ser metida en un recipiente lleno de liquido, lo mismo que la corona. Si en ambos casos la cantidad de agua que cayera por los bordes era semejante, no habría duda de la honestidad del artesano.
Al comprender que tenia la solución al problema, Arquímides salió precipitadamente en dirección al palacio gritando “¡Eureka! ¡Eureka!” (¡Lo encontré! ¡Lo encontré!) mientras corría desnudo por las calles de Siracusa. La alegría de Arquímedes debió contrastar con la desazón del artesano, pues en definitiva se comprobó que las sospechas del rey eran fundadas.
Pues bien. A partir de lo anterior Arquímedes se pregunta ¿por que algunos cuerpos flotan en el agua mientras que otros se hunden? Imaginemos por ejemplo una bola de acero y otra de goma, ambas del mismo tamaño. La primera se ira de inmediato al fondo, mientras que la segunda se resistirá a cualquier intento nuestro por arrastrarla bajo la superficie. Por supuesto, algo tiene que ver el peso del objeto; el acero es claramente más pesado que la goma. ¿Pero es el único factor involucrado? Por supuesto que no. Es posible, por ejemplo, quedarse dormido flotando sobre las cálidas aguas de una tranquila playa tropical, pero tenemos que esforzarnos permanentemente para no hundirnos en una piscina igualmente temperada, y en ambos casos nuestro peso es el mismo. Aquí, la diferencia esta en la densidad del liquido que nos rodea; dados volúmenes similares, el agua de mar es más pesada que el agua dulce, debido, por supuesto, a su alto contenido de sal.
En su libro “Sobre la Flotación de los Cuerpos” Arquímedes intenta explicar estos fenómenos a través del principio que lleva su nombre. En efecto, el Principio de Arquímedes señala que si un cuerpo es sumergido, este desplaza una cantidad de fluido similar a su propio volumen, que es lo que notó el sabio siracusano cuando se metió en la tina. Es decir, tenemos el volumen del cuerpo y el volumen del liquido desplazado, y ambos son iguales. Todo depende ahora de cual de los dos es más pesado. Si el cuerpo es más pesado, se hunde. Si lo contrario ocurre, flota (ver recuadro), .
¿Que pasaría si un objeto es capaz de modificar su peso? Pues que se movería hacia arriba o hacia abajo según redujera o aumentara este valor. Y eso es precisamente lo que hacen los submarinos, al liberar o capturar agua en sus compartimientos de inmersión.
Arquímedes destacó en muchos campos, como las matemáticas donde uno de sus logros habría sido una determinación bastante precisa del valor de pi. Pero se le recuerda principalmente por su capacidad de resolver problemas prácticos utilizando principios elementales. Por ejemplo, se cuenta que diseñó y construyó un sistema de poleas y palancas que le permitieron por si mismo poner a flote un barco varado en la playa. Interrogado por Hieron II acerca de cuanto peso podía llegar a manipular mediante tales mecanismos, Arquímedes habría contestado:
“Dadme un punto de apoyo y moveré la Tierra.”
Más allá de si la anécdota es verdadera, es claro que Arquímedes conocía los principios mecánicos involucrados en la transmisión de fuerzas a través de una palanca. La palanca más conocida es aquella en que el objeto que se necesita mover esta en el extremo opuesto a aquel donde se aplica la fuerza y el punto de apoyo esta en algún lugar entre ambos sitios. Por supuesto, el peso que seamos capaces de trasladar dependerá en primer lugar de la fuerza que apliquemos. Pero necesitaremos menos fuerza mientras mayor sea la distancia que nos separa del punto de apoyo, y mientras menor sea la distancia que separa a dicho punto de apoyo del objeto a desplazar.
Otra de las famosas historias que demuestran el genio de Arquimedes ocurrió ya hacia el final de sus días. Nuevamente Cártago y Roma estaban en guerra y esta vez parecía que los primeros tenían la ventaja. Al mando del imbatible Anibal las huestes africanas se paseaban por Italia cosechando victoria tras victoria, y consiguiendo amigos entre los numerosos reyes que antes habían sido vasallos de Roma. La ciudad de Romulo y Remo estaba de rodillas, pero entre sus lideres aun había esperanza. Comprendían que el punto débil de Anibal era que se hallaba demasiado lejos de su propio país, y de los refuerzos y suministros que este pudiera enviarle. Con el tiempo, el cansancio y el desgaste propio de las prolongadas campañas terminaría por inclinar la balanza a favor de Roma, pero para que esto ocurriera era indispensable evitar que sus nuevos aliados pudieran prestarle la ayuda que necesitaba.
Pues bien. Poco tiempo atrás Hieron II había muerto y su sucesor, Hierónimo, era un joven de apenas quince años y que fue fácilmente influenciado por sus consejeros quienes deseaban desafiar a Roma. Esta decisión terminaría siendo funesta para los destinos de Siracusa, de Hierónimo, y del propio Arquímedes.
Con el propósito de someter a la ciudad, los romanos enviaron al general Marco Claudio Marcelo, quien para ello sitiaría la ciudad durante dos largos años. Al igual que su predecesor, Hierónimo recurrió Arquímedes en busca de ayuda, y se dice que para tal efecto el sabio habría levantado un conjunto de enormes espejos en la playa, capaces de concentrar al luz del sol y de incendiar los barcos enemigos que se aproximaban. Sin embargo, la veracidad de esta historia ha sido objeto de muchas discusiones, y aunque fuese cierta tampoco logro impedir que a las legiones de Roma finalmente entraran triunfantes en Siracusa.
El propio Marco Claudio Marcelo, consciente de que el famoso sabio se hallaba en el interior dio ordenes de respetar su vida. Pero fue desobedecido por un impetuoso soldado romano que asesinó a Arquímedes en medio de la confusión. Sus últimas palabras habrían sido “no molesten mis círculos”, ya que al momento de ser atacado habría estado reflexionando sobre problemas geométricos.
De hecho en su tumba, a modo de epitafio, fueron inscritos el dibujo de una esfera rodeada por un cilindro, un homenaje a lo que el propio sabio consideraba el más importante de sus descubrimientos. Esto es, que el área y volumen de una esfera son iguales las dos terceras partes del área y el volumen de un cilindro que lo circunscriba perfectamente.
Luego de las guerras contra Cártago, Roma se alzó como la gran potencia del Mediterráneo, y pronto las legiones del naciente imperio se espercirían victoriosas a lo largo de todo el mundo antiguo. Sin embargo en lo que a logros intelectuales se refiere, Roma nunca podría igualarse a sus predecesores griegos. Gente pragmática, los romanos parecían estar más preocupados de los problemas inmediatos derivados de la administración de sus enormes conquistas, que de la dilucidación de los misterios del universo.
Un triste ejemplo de lo anterior fue lo que ocurrió cuando en el año 48 a.C. Julio Cesar llegó a Alejandría con el objeto de imponer a Cleopatra como reina de Egipto en contra de las pretenciones de su hermano. Entonces una flota enemiga se acercó al puerto amenazando con frustrar los planes romanos. Julio Cesar no vaciló en ordenar la quema de los barcos, y el viento hizo que el incendio se propagara por la ciudad, alcanzando la Gran Biblioteca. Así, el destino final de cientos de miles de papiros y pergaminos fue el de alimentar las llamas. Más tarde para compensar la gran perdida, Marco Antonio confiscaría los libros de la Biblioteca de Pérgamo y se los regalaría a Cleopatra. De esta forma la Gran Biblioteca pudo seguir siendo un centro del saber por unos cuantos siglos más.
En efecto, durante el apogeo del Imperio Romano escasas fueron las figuras que destacaron en el quehacer científico. Uno de esos pocos fue un estudioso de Alejandría, y por lo tanto, directo heredero de la tradición académica inaugurada por los griegos hacia ya más de quinientos años. Se trata de Claudio Ptolomeo, nacido hacia fines del siglo I d.C. en Egipto, pero probablemente con ciudadanía romana como refleja su primer nombre. En todo caso, hasta donde se sabe no tenía parentesco con los Ptolomeo que habían gobernado Egipto hasta los tiempos de Cleopatra.
Ptolomeo es recordado principalmente por su modelo geocéntrico del universo, el cual es expuesto en su monumental “Almagesto”. El titulo original del texto era “Mathematike Syntaxis” (Compilación Matématica), pero pronto se ganó el titulo de el “megiste” (el más grande). Tal apelativo no es fortuito, pues allí Ptolomeo recoge y organiza todo el saber astronómico alcanzado por sus predecesores, y a partir de ello desarrolla la más exhaustiva teoría sobre los movimientos de los cuerpos celestes planteada hasta entonces. Durante la mayor parte de la Edad Media la obra de Ptolomeo estuvo perdida para Occidente y solo sobrevivió en manos de estudiosos del Islam. Allí fue llamado el “Al Majesti”, y solo cuando por fin fue traducido al latín recibió el nombre con que se le conoce en la actualidad.
Las ideas desarrolladas en el Almagesto parten de la concepción aristotélica del cosmos, especialmente en cuanto a que la Tierra estaría en el punto medio del mismo y que los demás astros girarían en torno a ella. Este supuesto se basa en la observación cotidiana de que los objetos sólidos (según Aristóteles, hechos del elemento tierra) caen hacia el centro, y por el argumento que un supuesto movimiento de la Tierra debiera producir como consecuencia un viento muy fuerte y constante en la superficie del planeta.
Recordemos que Aristoteles había adoptado y perfeccionado la teoría de de las esferas planteada originalmente por Eudoxo. Sin embargo ella resultaba bastante complicada, y peor aun, no explicaba satisfactoriamente nueva información disponible. En particular, ahora se sabia que los distintos astros en su trayectoria a lo largo de la bóveda celeste parecen modificar su velocidad y su su distancia respecto de la Tierra. Tales circunstancias mostraban unos cielos cambiantes y dinámicos, lo que por supuesto era imposible bajo el prisma aristotélico del mundo. Era necesario explicar estas aparentes contradicciones.
Apolonio de Perga, quien estudio y trabajo en la Gran Biblioteca de Alejandria en los tiempos de Eratostenes, habría sido uno de los primeros en aceptar este desafió proponiendo dos ingeniosos mecanismos; la excentricidad y los epiciclos. Cabe señalar aquí que Apolonio también es famoso por sus trabajos en geometría, donde estudio las secciones cónicas, es decir, las distintas figuras bidimensionales, como elipses, parábolas e hipérbolas, que se pueden obtener al cortar en distintos ángulos un cono tridimensional.
La mencionada excentricidad significa que si bien la Tierra esta en el centro de la más grande de las esferas, aquella donde se hayan ubicadas las estrellas fijas, el resto de los los cuerpos celestes girarían alrededor a un punto distinto, ligeramente desplazado del centro. Por otro lado, los epiciclos serían esferas pequeñas (no concéntricas), cuyo centro descansa sobre la trayectoria de una de las esferas mayores (concéntricas) que rotarían al mismo tiempo que avanzan a lo largo de ella.
Pero Apolonio no habría desarrollado mucho más sus ideas, las cuales todavía requerían trabajo fino, como determinación de ángulos y distancias, para poder ajustarse a la complejidad de los movimientos celestiales. Un paso importante en este sentido fue el realizado por Hiparco, astrónomo que si bien nació en Nicea en el 90 a.C., vivió la mayor parte de sus años en Rodas, la pequeña isla al este del Mar Egeo famosa por la colosal estatua que adornaba la entrada al puerto. A él se le debe la confección de un amplio y preciso catálogo de las estrellas y sus movimientos, que luego le permitiría a Ptolomeo llevar a cabo los cálculos necesarios para sustentar su modelo. Hiparco también realizó una muy precisa estimación de la distancia que separa la Tierra de la Luna mediante la observación un eclipse desde dos puntos alejados y comparando la diferencia en el área del Sol que quedaba oscurecida por nuestro satélite. También es responsable del descubrimiento de la precesión de los equinoccios, es decir, el lento desplazamiento de las constelaciones zodiacales que se verifica al observarlas en distintos equinoccios.
Con todos estos antecedentes y muchos otros, que incluyen sus propias observaciones de los cielos, Ptolomeo se da a la tarea de elaborar un modelo que permita explicar las complejas trayectorias que los astros describen en la bóveda celeste. Para lograr esto, y ante la exigencia de la inobjetable realidad de dichos movimientos, se ve obligado a alterar uno de los principales supuestos aristótelicos aceptando la excentricidad propuesta por Apolonio. Entonces, los astros giran alrededor de un punto distinto a la Tierra, pero relativamente cercano a ella. Más aún, dicho punto rotaría en torno a nuestro mundo, arrastrando con él todas las órbitas planetarias. También acepta los epiciclos, rotando en sentido contrario al de las esferas que los sostienen, lo que explicaría el movimiento retrogrado de los planetas y las diferencias apreciadas en su tamaño y velocidad.
En verdad, el modelo ptolemaico es un poco más complicado, pero no interesa abordar los detalles aquí. Si importa señalar que Ptolomeo estaba particularmente interesado en la exactitud matemática de su teoría, sin entrar a buscar explicaciones físicas de lo que estaba ocurriendo. Tanto es así que sin desacreditar explicitamente la idea de las esferas de cristal, insinúa que toda su construcción de ciclos y epiciclos corresponderían solo a herramientas matemáticas que permiten simular los desplazamientos de los astros. Ptolomeo no pretende saber como ocurren esos movimientos, solo establecer que cualquiera sea el mecanismo, este debe considerar las trayectorias zigzagueantes que los astros deben poseer para dar cuenta de la evidencia observable.
Como sabemos, las ideas de Ptolomeo vendrían a tener una importancia fundamental en el desarrollo de la ciencia en occidente. Pero actualmente se le recuerda más por sus errores que por sus aciertos, y su modelo geocéntrico vendría a convertirse en el ejemplo por definición de lo que es una hipótesis incorrecta. Esto no le hace justicia al impresionante logro que fue resumir todo el conocimiento alcanzado por sus predecesores en una teoría que explicaba con gran precisión los fenómenos celestes más familiares.
Asimismo, se tiende a pasar por alto los aportes que realizó en otros campos, como por ejemplo, en el de la cartografía. Ptolomeo confeccionó detallados mapas del mundo conocido hasta entonces, utilizando para ello, en forma extensiva, el sistema de coordenadas de latitud y longitud; la posición de más de ocho mil puntos geográficos fue establecida mediante esta herramienta. Conjuntamente desarrollo métodos para proyectar la curvatura de la Tierra sobre una superficie plana, el gran problema que enfrenta cualquiera que intente representar en forma más o menos realista nuestro mundo. Y también se preocupo por el desafío que representaba el diseñar e interpretar mapas en distintas escalas.
Sin embargo también en esta área Ptolomeo cometió un error de importancia al desconocer las conclusiones de Eratóstenes sobre las dimensiones del planeta. Prefirió basarse en los cálculos de otros estudiosos por lo que que su estimación del diámetro de la Tierra fue aproximadamente de tres cuartas partes de la correcta. Sin embargo, esta equivocación, sumada a una consideración exagerada del tamaño de Asia, tuvo consecuencias favorables catorce siglos después al persuadir a los exploradores europeos, entre ellos a Colón, de que era posible atravesar el océano que los separaba de China. Sin saber de la existencia de América, de haber conocido las reales distancias implicadas en la travesía quizás habrían desistido del intento, y el descubrimiento del Nuevo Mundo habría debido esperar algún tiempo más.
Con Ptolomeo los estudios astronómicos de los antiguos alcanzan su culminación, y también, en la práctica, su conclusión. Pocos continuaron en la senda trazada por los jonios, luego caminada por los filósofos atenienses, y que condujo finalmente hasta las puertas de la Gran Biblioteca, la mayoría de esos pocos solo contentándose con enseñar y comentar los trabajos de sus predecesores. La propia Gran Biblioteca entro en un estado de decadencia, al tiempo que el glorioso Imperio Romano se acercaba también al momento de su extinción. El último de sus directores fue Teón de Alejandría, hacia fines del siglo V d.C. Para entonces poco quedaba ya del antiguo esplendor de la institución, mucho de él ya perdido en el incendio provocado por Cesar, y luego por saqueos, robos o por simple descuido. No obstante lo anterior, cuando el emperador Teodosio I en el año 391 d.C. declaró al cristianismo al religión oficial del Imperio y ordenó la destrucción de los templos paganos, la Biblioteca fue cerrada oficialmente. Acto más bien simbólico pues dos años antes el edificio había sido destruida por una turba de cristianos fanáticos, probablemente ante la impotente mirada de Teón.
Esta historia tiene otro lamentable epílogo en la figura de la filósofa Hipatia, hija de Teón y de quien heredó un poderoso intelecto que la llevó a convertirse en una reconocida maestra de Escuela de Alejandría, donde en aquellos tiempos todavía se estudiaba a los clásicos griegos. Hipatia no solo se interesó en la filosofía, sino que también se dedicó a la mecánica y la astronomía. Tal era su fama que estudiantes de lejanas comarcas venían a estudiar con ella e importantes personalidades de la ciudad buscaban su consejo sobre asuntos de la administración.
Sin embargo Hipatia no solo era famosa, sino además, mujer y pagana. Tales características despertaron las envidias y sospechas de las autoridades de la Iglesia en Alejandría, quienes probablemente instigaron su secuestro, tortura y asesinato llevados a cabo por una pandilla de fanáticos.
Este episodio sirve para ejemplificar las dificultades que el nuevo escenario histórico presentaba para el desarrollo de las ciencias. En primer lugar, el Imperio Romano se había desintegrado hundiendo a Europa en las sombras y la ignorancia. Y de entre sus ruinas el cristianismo se había alzado como la nueva norma para medir los méritos de cualquier empresa humana. Con un dios celoso y un dogma incuestionable, características heredadas del mesianismo judaico, en aquellos difíciles tiempos el cristianismo adopto un radicalismo extremo, convirtiéndose en un verdadero enemigo del libre pensamiento y la expresión de las ideas. Pasarían mil años antes de que el mundo cristiano pudiese comenzar a desprenderse de estas pesadas cadenas que le inmovilizaban.
El Principio de Arquímedes se expresa normalmente en términos “flotabilidad”, que por supuesto, es la tendencia a flotar que posee un cuerpo, y que es una fuerza que se opone a la gravedad por cuanto evita que los objetos caigan. Y a su vez, la flotabilidad no suele expresarse en términos de peso, sino que de densidad, vale decir, cantidad de masa por unidad de volumen. Siendo estos conceptos relativamente abstractos, representan una oportunidad conveniente para introducirnos en el mundo de las fórmulas físicas. Así por ejemplo, hemos dicho que para que un cuerpo flote su peso debe ser menor que el peso del volumen de liquido desplazado.Sea entonces:
F = Flotabilidad
Pf = Peso del fluido desplazado.Por lo tanto:
F = – Pf, donde el signo (-) representa el hecho de que la Flotabilidad es una fuerza en sentido contrario al Peso.Pero,
P = m x g, donde “P” es el peso de cualquier objeto, “m” su masa, y “g” la constante de gravedad que en la Tierra es de 9,8 m/s2.Sea entonces:
mf = masa del fluido desplazado.
Por lo tanto:
F = – mf x g
Si queremos describir la ecuación en termino de densidad (d), debemos recordar que:
d = m/V
Podemos multiplicar y dividir por Vf (Volumen del fluido desplazado), de tal forma que:
F = – mf x g x (Vf / Vf)
F = – (mf/Vf) x Vf x g
F = – df x Vf x g
Dado que el volumen de fluido desplazado es igual al volumen del cuerpo sumergido, podemos decir simplemente que la Flotabilidad de un objeto depende de la densidad del fluido y del volumen d dicho objeto.
Finalmente, podemos concluir que si:
Pc = Peso del cuerpo, entonces.
F > Pc, el cuerpo flota.
F < Pc, el cuerpo se hunde.
volver |