por Armando Rosselot
A Frank Jackson le costó casi treinta años de su vida realizar su sueño de niño. La súbita muerte de su padre y los costos de las deudas que éste dejó como herencia, causaron que él a sus 21 años con su flamante esposa Cristie, oriundos de la ciudad de Bristol, en Inglaterra, emigraran donde su único familiar vivo en el mundo a fines de 1913: su primo Jean en la ciudad de Lyon, en Francia.
En esta ciudad Frank y su esposa hicieron muy buenas amistades con un matrimonio de ascendencia Judía, los Goldberg. Se juntaban casi todos los días después del trabajo a hablar de ciencia y astrología hasta altas horas de la madrugada mientras las mujeres zurcían y preparaban deliciosos bocadillos; era la “Belle Epoque”.
Todo eso terminó el 28 de junio de 1914: había comenzado la guerra. El 3 de agosto Alemania le declaraba la guerra a Francia, y como ya se sentía francés fue al frente con su primo Jean. De más está decir que su despedida fue triste y a sus amigos, los Goldberg, no los vió mas; viajaron a París donde otros familiares.
Su permanencia en los campos de batalla fue bastante corta, ya que a sólo cinco meses de estar en el frente fue alcanzado por la detonación de una bala de cañón que estalló a cinco metros de donde se encontraba, justo en el momento que salía de la trinchera a buscar agua. Quedó completamente sordo.
Al cabo de unos meses en el hospital se percató que podía realizar cálculos matemáticos bastante complejos, tanto o más difíciles que los que les tocó hacer a sus alumnos en la universidad, sin lápiz ni papel y a una velocidad asombrosa. Asimismo se dio cuenta que su memoria había mejorado infinitamente. La vida siguió su curso y Cristie comenzó a mostrar su vientre abultado. Frank esperaba que su hijo naciera antes de navidad.
No nació. El parto se adelantó catorce días y la fatalidad hizo que justamente ese día ni las parteras ni los médicos, que se encontraban en una emergencia, pudiesen socorrerla. El niño venía con el cordón umbilical enrollado al cuello y murió antes de poder ver la luz. Para poder sacar del vientre al malogrado niño se usaron instrumentos mal lavados y no esterilizados, y debido a ello Cristie murió de una septicemia generalizada en menos de una semana.
Frank pasó esa navidad solo y en desgracia, y se prometió no permitir nunca más el sufrimiento en el mundo, no porque fuese navidad, sino porque el hombre no merecía tanta muerte, destrucción y tristeza sin algo de magia y felicidad a cambio. Se refugió en sus estudios y libros, y al cabo de un año le llegó la noticia que su primo Jean había perecido en el frente ruso víctima del gas mostaza. La entonces viuda de su primo se propinó un balazo en la cabeza dejando a Frank sin conocidos, y con todas las posesiones de su primo como único heredero.
El afán de Frank por olvidar toda su tragedia hizo que vendiera casi la totalidad de lo heredado y se zambullera de cabeza a hacer algo por lo que se había prometido. La guerra no debía repetirse, y como devoto creyente que era, ya tenía una idea de lo que podría hacer. Luego de unos meses viajó a Finlandia, que ya no estaba en manos de los alemanes, y se radicó en la ciudad de Turku. Trabajó varios años en la universidad de la ciudad como ayudante de un académico, corrigiendo pruebas de física y matemáticas, ya que debido a su sordera no podía hacer clases. Trabajó también, la mayor parte del tiempo, en su proyecto secreto. Compró una pequeña cabaña en las estepas algo más al sur a pocos kilómetros de la costa, y ahí se dedicó a buscar renos.
A mediados de 1944 estaba todo listo, había comenzado otra guerra y Frank no deseaba perder más tiempo. Varias veces habían aparecido soldados alemanes a hacerle preguntas, intrigados por lo que la gente de los alrededores contaban sobre él. Su sordera lo había ayudado mucho en todas esas “visitas”, al igual que su nacionalidad finlandesa otorgada por el gobierno de ese país por su ayuda en materia académica y sus ensayos matemáticos.
Los renos estaban ya bien adiestrados gracias a un granjero que lo ayudó durante muchos años. La máquina también se encontraba a punto. Antes de partir en su primer vuelo de prueba, Frank se miró en el espejo, rió de buena gana al ver su abultada figura y su gran barba blanca. Salió de la cabaña y se dirigió a la máquina, que lucia una espléndida apariencia de trineo de la zona. Se sentó en él y activó la palanca maestra, con lo que el motor inductivo comenzó a operar. Los renos y el carro fueron rodeados por esferas de color; el reno que iba a la punta llevaba el control sobre los otros seis y quedó dentro de una esfera roja, al igual que el carro de control, el cual manejaba por ondas electromagnéticas. El día de la prueba había llegado.
El carro cápsula y los siete renos se elevaron suavemente en la gélida noche; las esferas de diferentes colores hacían que más que un vehículo pareciera una guirnalda voladora o un árbol de navidad volador.
Frank ajustó la bitácora de vuelo en aproximadamente 18 horas, que era lo que había calculado se iba a demorar. Esta demora más que al viaje y desplazamiento se debía al tiempo que ocuparía el procesador de abordo para repartir los presentes en todos los hogares del mundo creyente.
Desde su perspectiva la “realidad” tomó otro prisma. Como bien sabía, dentro de las esferas se encontraba en un espacio fuera del tiempo lineal planetario. Ajustó el cronómetro y el viaje comenzó su recorrido; en el exterior pensó, sólo lo confundirían con algunas estrellas de colores un poco más brillantes… Ahí estuvo el problema.
La noche del 4 de noviembre de 1944 Frank y sus renos fueron avistados por tres cazas alemanes de la Luftwaffe. Frank no los oyó, y su error fue tratar de jugar con ellos que sin previo aviso, llamándose aviso tomar posición de ataque, dispararon varias ráfagas de metralla sobre él y los renos, ocasionando espanto y terror en los animales que aún que se encontraban seguros dentro de las esferas, huyendo descontroladamente en varias direcciones dentro de éstas, dejando el trineo y cápsula sin impulso ni control.
Frank cayó unos dos mil pies sobre el mar Báltico, quedando encerrado en la esfera hasta que la temperatura del mar lo congeló, cuando la energía de la cápsula se agotó. No pudo hacer nada por su vida ni menos por todas las que vendrían después, y así su sueños de amor y paz se congelaron junto a su trineo y su traje rojo. Los renos viajaron durante muchos años, y aún lo hacen buscando desesperadamente a su dueño. Por ahí andan como esferas luminosas por el cielo, esas extrañas esferas que tanto los alemanes como los aliados avistaron durante lo que quedó de la guerra y que siguen viéndose hasta nuestros días en todo el mundo. Están perdidos y ahora sólo desean ser liberados, para correr y saltar ágilmente por los campos blancos de su natal Finlandia.
FIN
por Armando Rosselot