VUELO 19

Y cuando el teniente Charles Taylor volvió en sí, se descubrió tirado en medio de una habitación circular. Todo era blanco, brillante e insoportablemente limpio. Sacudió su cabeza e intentó juntar las partes más recientes de su memoria. Sólo recordó el sol. Ese sol brillante y naranjo que de la nada surgió junto al sol de siempre. Y luego el horizonte esfumándose y la luz, más luz… Luz, más luz y silencio…
Taylor descubrió que no estaba solo. Un hombre delgado y vestido de negro lo observaba. Era joven y usaba un bigote pequeño y ridículo. El oficial de la marina norteamericana se levantó rápido y sacando la pistola que llevaba al cinto apuntó al extraño.
-No se mueva -le dijo.
-Tranquilo, teniente, no vengo a hacerle daño -le contestó el recién aparecido, con un acento extraño y alargado, como si el inglés no fuera su idioma natal.
-¿Dígame dónde estoy? -prosiguió Taylor, sin bajar su arma.
-Creame, ni yo lo sé. Y llevó un buen tiempo aquí arriba.
-¿Arriba?
-Es una forma de decir.
-Dónde están mis hombres.
-Sus hombres y sus aviones están bien. Es mejor que vaya calmándose, teniente Taylor.
-¿Cómo sabe mi nombre?
-No es lo único que sé, pero ya entenderá muchas cosas. Confío en que pronto podremos trabajar bien juntos.
-¿Y usted quien es?
-Primero guarde su arma.
Taylor lo dudó un momento, pero después bajó la pistola.
-Bien, así es mejor. Mi nombre es Alejandro Bello y soy piloto de la Fuerza Aérea Chilena. Y como usted, hace algunos años me perdí volando. Pero ellos ha guardado bien mi nave.
-¿Ellos?
-Si, ellos, no sabemos quienes son ni de donde vienen, pero están aquí, entre nosotros.
Taylor no respondió.
-Lo entiemdo, teniente, yo me sentí igual cuando me tomaron, pero todos nos hemos acostumbrado.
-¿Todos?
-Mi estimado teniente, debe creerme cuando le digo que no somos ni seremos pocos…

Ciudadanos

No sé si alguna vez lo han notado, pero desde hace unos cuantos años, al caminar por Avda. Providencia no es extraño encontrarse con masas amorfas de personas acumuladas en alguna esquina o bajo la sombra de algún edificio (a veces se organizan en filas erráticas). Lo curioso es que estas formaciones humanas no se orientan hacia alguna entrada, puesto o paradero, sino que gravitan alrededor de alguna coordenada arbitraria. Por años me he preguntado qué cosa aguardaban, pero jamás indagué por temor a que me tildaran de ignorante.
Ayer fui a dejar un manuscrito a una editorial. Al salir del edificio me encontré con uno de estos grupos. Uno de los integrantes me daba la espalda.
Sin mirarme me mostró algo.
Hoy salí del trabajo y tomé una micro a ese mismo lugar. No había nadie. Deseaba comprenderlos… saber qué ocurría. Decidí esperar un rato para ver si volvían.
Ya es de noche. Aproximadamente cuarenta personas esperan conmigo.

Patmos


Todo parece indicar que el fenómeno comenzó la semana pasada. Nadie lo notó, parecía un nuevo caso de persona perdida, declarada muerta por equivocación.

Tres días atrás la situación tomó un giro definitivo. Ya no eran sólo rumores, ya no era una nueva leyenda urbana copando un pequeño espacio en los diarios sensacionalistas. Frente a las cámaras de televisión la familia Frei, con lágrimas en los ojos, presentaban algo que según sus propias palabras era «sorpresivo, incomprensible y en cierto sentido aterrador…pero que le ha devuelto la alegría a una familia atormentada por la duda». Ese mismo día en la mañana carabineros les había informado que habían encontrado vagando por los jardines de la Moneda a Eduardo Frei Montalva. Estaba sano, un poco aturdido pero absolutamente lúcido.

Los hechos se sucedieron vertiginosamente. Los canales de televisión daban paso a numerosos extras en distitos puntos de la capital para dar cobertura a la repentina aparición de personas declaradas muertas años e incluso décadas atrás.
Al mediodía los casos eran tan numerosos que los medios de prensa comenzaron a enfocarse en las celebridades del arte, la política y la farándula que aparecían en puntos disímiles de la capital, aturdidos, preguntando por el año en curso, perplejos y sedientos. Un mozo de una fuente de soda del centro aseguraba haberle dado de beber a una silenciosa Violeta Parra, que, con lágrimas en los ojos le agradeció con un apretado beso en la mejilla.

A pesar de que en la mañana de hoy la prensa fue nuevamente golpeada por la irrupción de Salvador Allende frente a los televisores, en compañía de su nonagenaria esposa y sus hijos, declarando a viva voz su alegría por regresar a una patria libre y moderna (convirtiéndose en el primer «retornado» en hacer declaraciones públicas), nadie estaba preparado para lo que ocurriría al caer la tarde. Por la Alameda Bernardo O’Higgins apareció una columna de hombres, mujeres y ancianos silenciosos que caminaban ante la mirada atónita de los transeúntes. Luego de comenzadas las transmisiones del fenómeno, las llamadas telefónicas de familiares confirmaron las sospechas, la columna estaba formada por los detenidos desaparecidos durante el gobierno de Pinochet. Avanzaban silenciosamente, con lágrimas en los ojos, estrechándose las manos algunos, apretándose las manos contra el pecho, otros. A la altura del Palacio de La Moneda comenzaron a entonar calladamente nuestro Himno Nacional, las personas que observaban se unieron a ellos e incluso los camarógrafos no podían evitar llorar y cantar susurrando a media voz. De los buses y salidas del Metro salían familiares que corrían buscando a sus seres entre la columna de «retornados». La autoridad cerró las calles y se formó de inmediato un comité de chequeo y búsqueda de las personas aparecidas.

Hoy en la noche Chile parece un mejor lugar. A pesar de las últimas informaciones que hablan de la irrupción de columnas de soldados vestidos con uniformes de la Guerra del Pacífico enfrentándose a grupos irregulares de indígenas en los faldeos del cerro Santa Lucía.

EL RELOJ MÁS GRANDE DEL MUNDO

De puro ocioso me puse a hojear los libros de la poco interesante biblioteca de mi abuelo. Un dato que descubrí azarosamente llamó mi atención.

En las páginas 857-858 del tomo 5 del The New General Encyclopedia, 1939, dice lo siguiente: «el reloj más grande del mundo, que tiene un diámetro de ciento cincuenta pies, se encuentra en Santiago, Chile. Está situado en un cerro que se eleva sobre la ciudad a mil pies de altura.»
Supongo que el cerro al que alude esta enciclopedia es el San Cristóbal, sin embargo nunca he visto tal reloj y tampoco he tenido nosticias de él. Extraño ya que supongo que tal cosa como el «reloj más grande del mundo» sería un punto de visita obligada para visitantes extranjeros o de regiones. ¿Alguién ha visto este mentado reloj?