Las formas del Universo (1)

Hace poco se ha celebrado en Madrid el llamado Congreso Internacional de Matemáticos o ICM, y se ha hablado mucho de un matemático llamado Grigori Perelman que ha resuelto uno de los grandes problemas abiertos de las matemáticas, la conjetura de Poincaré. Entre otras cosas, se ha dicho que esta conjetura ayudará a conocer la verdadera forma del Universo. El caso es que en ninguna parte han tratado de profundizar un poco más ni en la ciencia matemática a la que pertenece dicha conjetura, la topología, ni en cómo exactamente va a ayudar a semejante prodigio de la astrofísica, y por eso me he liado la manta a la cabeza y he decidido (intentar) explicarlo siendo lo más claro posible, pero tampoco simplista. Así que vamos allá. En este primer artículo voy a hablar un poco de la topología y a lo que se dedica.

Lo primero de todo: la topología NO tiene nada que ver con la topografía, un error bastante habitual. La topología es una rama de la geometría que tiene como objetivo clasificar todas las formas existentes. Así de fácil y así de complejo. De ese modo, al conocerse todas, se podría ayudar a muchas otras ciencias a la hora de establecer modelos aproximados de la realidad, y en especial a la física.

Lo primero que hace la topología es tener en cuenta el asunto de las dimensiones de los objetos, desde una sola dimensión hasta las que uno quiera (no hay límite en términos abstractos). Es importante no confundir la dimensión de un objeto con la del espacio que lo contiene. Por ejemplo, una pelota tiene dimensión dos, aunque está dentro del espacio tridimensional. ¿Y por qué es esto? Pues porque si fuéramos un bicho y estuviéramos apoyados en la pelota para nosotros no sería muy distinto de un plano. Fijado un punto de partida, con dos números (latitud y longitud) nos bastaría para desplazarnos, igual que en un plano nos bastaría con saber cuándo a la derecha o izquierda y cuando arriba o abajo nos desplazamos del origen. Por otro lado, un muelle posee una sola dimensión, porque por el mismo motivo, viviendo dentro de él no notaríamos diferencia entre él y un alambre recto.

Vamos a llamar a los objetos de dimensión dos superficies (porque en verdad lo son).
Por fortuna hay métodos indirectos para poder distinguir unos objetos de otros. Del mismo modo que nosotros no necesitamos salir de la Tierra para saber que es redonda, ciertas evidencias físicas como la gravedad o el concepto de curvatura y las longitudes de las sombras nos darían pistas para saber cómo es una superficie en la que estamos atrapados.

Claro, alguien puede decir, pues para qué eso si podemos verlo desde fuera. Eso está muy bien si hablamos de superficies, pero hemos dicho que la topología se encarga de todas las dimensiones. Pensemos en dimensión tres. Igual que hay muchas clases de superficies, hay muchas clases de objetos de dimensión tres, aunque no los podamos percibir. De hecho, vivimos dentro de uno muy grande del que parece que no podemos escapar: el Universo. Así que enfocar el estudio de estas formas desde el punto de vista anterior no es una tontería, ni mucho menos.
De modo que nos centraremos en las superficies. Salvo algunas pocas excepciones de objetos unidimensionales (como por ejemplo un hilo), en nuestra vida cotidiana todo lo que nos rodea son superficies. Claro, así a priori pensar en clasificar todas esas formas parece una tarea titánica. Y en verdad lo es, además de un poco innecesaria, porque en el fondo hay formas que no son tan distintas de otras. Es por ese motivo que los topólogos, para hacerse la vida un poco menos imposible, decidieron que si podíamos coger una superficie y deformarla hasta obtener otra, entonces eran esencialmente iguales. Por ejemplo, todas las pelotas, con independencia de su radio, son iguales, porque podemos estirarlas o aplastarlas hasta tener las otras. Y no sólo eso, de hecho un balón de rugby es igual a una pelota, e incluso una cuchara es igual a una pelota. Imaginen que la cuchara es de plastilina, por tanto la pueden deformar todo lo que quieran mientras no corten ni peguen nada hasta hacer una pelota con ella. Pero por ejemplo, un donut nunca será igual a una esfera, porque por mucho que deformen, no podrán librarse del agujero del medio (por eso es importante la regla de no pegar ni cortar).

Bueno, la clasificación es ahora un poco más sencilla… ¿o no? Pues aunque parece que hemos simplificado muchísimo, aún existen demasiadas formas. De modo que vamos a pedir algo más, dos propiedades un poco extrañas pero que dan coherencia a todo el asunto.

La primera es que los objetos serán compactos. La idea de un objeto compacto es que aunque no esté acotado, posee propiedades y ventajas parecidas. Eso se consigue poniendo una serie de propiedades matemáticas que no vienen al caso, y es razonable porque los objetos no compactos de dos dimensiones son muy escasos en la naturaleza.

Por otro lado vamos a pedir que no tengan borde. Por borde se entienden finales bruscos, como las esquinas de un cubo o la base de un cono. El motivo de eso es que con nuestro truco de deformar podemos hacer suaves esos bordes, de modo que considerar objetos con borde no haría más que complicar las cosas.

Vamos mejor. Esto ya empieza a tener buena pinta. Ahora presentaré una serie de superficies importantes en el mundo de la topología. La primera de ellas ya la conocen. Es la esfera.

La esfera es una superficie muy importante. Para empezar, porque con nuestro truco de deformar, hay millones de cosas que pasan a tener la misma forma de una esfera. Sólo en mi escritorio cuento así en un momento un par de docenas (eso sin incluir todos y cada uno de mis bolígrafos y lapiceros).

El siguiente en la lista hay sido mencionada antes bajo la forma de donut. Su nombre matemático es el toro.

Es importante destacar del toro que, como decía antes, tiene entidad propia, no es como la esfera. El toro es el gran representante de todos los objetos con un agujero que conocemos, como una taza de café. El agujero hace que, por ejemplo, dos viajeros, uno que siga un círculo vertical, y otro que siga un círculo horizontal, no puedan jamás encontrarse salvo al regresar de nuevo al punto de partida (no como en la esfera, donde sus rutas se cruzan en las antípodas).
Otra cosa importante del toro es que hay una manera de dibujarlo en dos dimensiones, y es como si fuera una especie de recortable. Cogemos un cuadrado (que si es necesario podemos estirar como chicle en vertical ú horizontal, recuerden), y pegamos los lados opuestos entre sí teniendo en cuenta que las puntas de las flechas deben coincidir:

¿Por qué es importante (y mucho) esto? Porque podemos estudiar una superficie usando sólo dibujos planos. Si un bichito que viviera en una pelota de tenis evolucionara mucho, podría hacerlo, de hecho, aunque no tuviera percepción de la tercera dimensión. Y volviendo al Universo, nosotros apenas tenemos percepción de la cuarta dimensión, pero gracias a este procedimiento, podemos ver el Universo a partir de un esquema de recortables parecido a éste. Claro, es más complicado porque ahora las cosas que se juntan no son líneas sino superficies y en teoría no partimos de un cuadrado sino de un cubo, pero la idea básica se mantiene.
Pero vamos a regresar al cuadrado. A base de poner distintas flechas uno puede jugar una barbaridad y obtener formas de lo más variopintas. Incluyendo una nueva regla, que es que los lados opuestos sin flechas no se deben pegar, vamos a poner unos ejemplos a ver si son capaces de distinguir de qué figuras hablamos:

La primera, en efecto, es un cilindro, pues es como coger una tira de papel y pegarla por los extremos. La segunda, sin embargo, al tener las flechas apuntando al revés, da otra forma ligeramente distinta. La idea es que antes de pegar los extremos de nuestra tira damos un giro. Esta superficie, que seguro a muchos les suena porque la ciencia ficción la adora, es la banda de Moebius (no confundir, por cierto, con el por otro lado magnífico dibujante).

La banda de Moebius tiene una extraña propiedad: no posee nada que se pueda llamar dentro y fuera. A un cilindro, con poner dos tapas, le basta para poseer interior y exterior. Un toro y una esfera, evidentemente, lo poseen. Pero cualquier intento de hacer eso con la banda de Moebius está destinado al fracaso. De hecho, si uno se pone a andar por la cara interior de la banda, de repente aparece por la cara exterior y viceversa. Ojalá pasara eso con una esfera, en concreto con nuestro planeta (es decir, que viajando por el exterior que de repente apareciéramos en el interior). Esta propiedad se llama ser no orientable, y la banda de Moebius no es la única superficie que la posee. Los dos últimos cuadrados tampoco lo son. Es posible que algunos se hayan roto la cabeza intentando imaginar qué formas tienen. No se esfuercen, no se pueden concebir por la mente humana con claridad de lo extraños que son porque no pueden ser dibujados en un espacio de dimensión tres. El primero de ellos se llama la Botella de Klein, y el dibujo que mejor lo aproxima es el siguiente:

Es una superficie muy rara pero muy importante, la idea es que la botella tiene conectado el cuello y la base y está a la vez dentro y fuera de sí misma, pero esto es sólo una manera de hablar, porque como la banda de Moebius, no posee dentro ni fuera. La otra se llama el plano proyectivo. La representación del cuadrado de arriba no es la más habitual para referirse a ella. Se usa mucho en dibujo técnico y en perspectivas, porque en ella no existen las rectas paralelas (de hecho, se puede decir que su inventor es Leonardo Da Vinci).

Sólo me falta un ingrediente para la gran receta, y es la suma conexa de dos superficies. La idea de la suma conexa es: cogemos un tubo, pegamos un extremo a una superficie, otro a la otra, y tenemos una suma conexa. Como podemos deformar lo que queramos, al final es como si cosiéramos una superficie a otra, en cierto modo. Así que vamos a ver, la suma conexa de un toro y una esfera es… un toro con un bulto redondo enorme, ¿no? Peeero, deformamos el bulto enorme (imaginen que es como un grumo de harina que hundimos) y tenemos… pues otra vez el toro. Ahora, la suma conexa de dos toros es… pues es una figura nueva. Tener dos agujeros no tiene nada que ver con tener uno ni tener ninguno. Esta figura se llama, como es lógico, el ocho. Es representante de objetos de la vida cotidiana con dos agujeros, como unas tijeras.

Y por fin, llega la gran clasificación. Vale, vale, vale, tenemos una superficie cualquiera, que es compacta y sin borde, acordamos. Entonces:

  • Si es orientable, es o una esfera, o un toro, o sumas conexas de varios toros entre sí (tres agujeros, cuatro, cinco…)
  • Si no lo es, o es el plano proyectivo, o es la Botella de Klein, o es sumas conexas de estas dos superficies (aquí podemos mezclar, y salen cosas distintas, no como arriba, que coser una esfera no vale para nada).

Y ya está. Se acabó. No hay más. De este modo se obtienen TODAS las superficies que existen en el Universo. Si ya quieren ser más precisos, empiezan a deformar y punto, pero tampoco es necesario, porque la geometría de dos superficies, si una es deformada a partir de la otra, posee la misma naturaleza. De modo que ahora conocen todas las formas esenciales de todas las superficies del Universo. Bueno, este resultado, por supuesto, es difícil de demostrar, mucho.

Por desgracia, no se ha conseguido este resultado en las superficies de tres dimensiones, es decir, no sólo es que no sepamos qué forma tiene el Universo, es que ni sabemos con seguridad todas las posibilidades. Pero aun así, existen ciertas cosas que debería cumplir. Por otro lado, el reciente descubrimiento de Perelman ha ayudado a que haya que buscar menos formas. Pero todo esto, en la segunda parte de este artículo.

por Miguel Angel López

(Para más detalles leer el artículo La Forma del Universo, por Vicente Muñoz).

Energía Nuclear II: Fusión Nuclear

Se ha dicho que el nivel de vida y el grado de desarrollo de una civilización humana dependen de la disponibilidad de energía que tiene. En un pasado no tan remoto, el hombre disponía solamente de su propia musculatura para hacer el trabajo físico. Más adelante la mayoría de las civilizaciones tuvieron a su disposición animales domésticos para carga y tiro, tales como caballos, bueyes, camellos, elefantes y llamas. Además, aprendieron a utilizar algunos recursos naturales en su provecho, como la luz solar que permitía la agricultura; las corrientes de aguas que movían las ruedas de molinos; y la Continue reading «Energía Nuclear II: Fusión Nuclear»

La frontera del olvido

Kneser tanteó una vez más con el fragmentador la pared para asegurarse de que había elegido el punto más apropiado para poder abrir un agujero. Hizo una seña a Séradim, su único compañero en aquellos túneles oscuros y profundos, y éste se apartó, ajustando con firmeza su máscara de oxígeno. Kneser apretó el botón y el fragmentador comenzó su trabajo, usando vibraciones ajustadas a la longitud de onda de la pared para romper ésta lentamente y sólo en los sitios apropiados. Kneser estaba tenso con el instrumento en las manos. Había estado en muchas excavaciones a lo largo de su vida, pero nunca se había sentido tan embargado por la emoción como en aquel instante.

El fragmentador terminó su trabajo, a lo que Kneser y Séradim se colaron por el estrecho agujero que el primero había abierto, el mínimo necesario para avanzar. Miraron fijamente y encontraron otro pasillo oscuro. Cuando encontraron el primero, varios días atrás, sintieron miedo. Ese miedo estaba siendo sustituido por una naciente frustración. Otro nuevo pasillo. Avanzar más hondo aún. Encendieron las antorchas atómicas y prosiguieron su andar.

–¿Qué lectura dan tus instrumentos, Séradim? –preguntó Kneser mientras examinaba las inscripciones del lugar.

–Está cerca. Tiene que estar cerca –respondió a su compañero sin levantar la vista de sus aparatos, cuyos nombres técnicos Kneser apenas era capaz de pronunciar.

Estaban más cerca de lo que cualquier aparato podía medir, y Kneser lo sabía, de lo contrario no se habría separado del resto del grupo. No en vano por algo era uno de los mayores conocedores de los Profundos, la raza alienígena cuyas ruinas estaban recorriendo.

Los Profundos… Kneser recordó la primera vez que encontró señales de ellos. Un accidente. Una explosión incontrolada que abrió una sima en pleno fondo del mar. Cuando la zona fue asegurada, él y su grupo de estudiantes de arqueología penetraron en las profundidades de la entrada que habían encontrado, porque no tenían duda alguna de que se trataba de una entrada. Construcciones muy alejadas de los cánones griegos, llenas de amplias estancias que se hubieran podido decir dominadas por gigantes. Un estudio geológico reveló que estaban en la frontera de lo que se podía llamar la superficie terrestre, a punto de entrar en las capas superficiales. Tiempo atrás, en los primeros milenios de la humanidad, la empresa de penetrar más allá del manto, incluso a las proximidades del núcleo, era considerada poco menos que una locura sólo propia de la ciencia ficción, en la que se relataba que había dinosaurios y perdidas culturas.

Pero la ciencia ficción se empezó a convertir en ciencia. Se encontraron ruinas de ciudades. No ciudades de los hombres; ciudades con proporciones que desafiaban los escritos de la época clásica, donde era posible imaginarse al monstruo Tifón sepultado en un cráter, donde era posible imaginarse a un hombre luchar contra una legión de titanes. Los estudios geológicos revelaron que estaban a tanta profundidad que resultaba necesario remontarse a cuando la Tierra no podía ser aún llamada como tal, cuando sólo se trataba de una bola incandescente asediada por eternos volcanes y mortales lluvias de meteoritos, sin atmósfera ni agua. Un erial que, por increíble que le resultara a Kneser y todo su equipo, alojaba vida.

No caldos primitivos ni sopas de genoma. Vida inteligente, habitable. Y el ser humano nunca la había encontrado porque la presencia de su civilización estaba oculta bajo la corteza terrestre, más hondo de lo que se pensó que los estratos podrían llegar jamás. Al principio Kneser se negó a la evidencia. No era lógico ni probable, simplemente se habían confundido en las mediciones y no estaban tan cerca del núcleo, sólo eran ruinas de hombres de una impensable tenacidad, sólo una prueba de que los seres humanos podían en verdad adaptarse a las condiciones más adversas.

Tuvo que ver las inscripciones de las paredes para convencerse de lo contrario.

Nunca, jamás, había visto nada remotamente similar. No conocía idioma terrestre alguno que tuviera tal sintaxis, no podía apenas hablar de términos linguísticos. La hipótesis de la cultura extraterrestre empezó a tomar forma, y así fue presentada al mundo, pero Kneser no los consideraba extraterrestres, sino tan terrestres como nosotros. Tal vez, incluso, con más derecho a llamarse así. Sin embargo, fueron bautizados como los Profundos, los habitantes de las profundidades.

Entonces comenzó su estudio. Su búsqueda de Atlántidas perdidas, de Acrópolis canónicas, y una de las etapas más fascinantes de la historia de la humanidad. Eran inteligentes, posiblemente mucho más que los humanos. Cada nuevo yacimiento traía consigo tecnología devastada, pero tecnología al fin y al cabo, y la medicina, la biología, todas las ciencias en general se enriquecieron con pobres retazos de lo que debió ser un imperio de prosperidad en un entorno de caos.

Y así fue como Séradim conoció a Kneser. Como científico no tardó en compartir el deseo de Kneser de encontrar más muestras de su cultura, y por lo que se apuntó con el equipo de expertos del mundo entero a la expedición al núcleo del planeta. La mezcla de arte y ciencia en los Profundos era notable, para dicha cultura los misterios no eran incompatibles con los descubrimientos, y no existía la aridez del conocimiento ni la irracionalidad de las supersticiones. Pero aquellas cosas sólo Kneser las sabía, el único arqueólogo capaz de descifrar las inscripciones de los Profundos, una raza que no creaba libros pues su conservación en aquella época resultaba imposible.

Y ahora estaba cerca. Sabía que estaba cerca de conseguirlo. Las lecturas de Séradim eran claras. Detectaba radiación ordenada, actividad rítmica allí abajo. Los Profundos no eran un montón de ruinas sin sentido. Había algo allí abajo. Una máquina aún estaba funcionando.

El resto de los miembros de la exploración no le tomaron en serio, por supuesto. Qué sabría él de máquinas, él que había encontrado el mayor hallazgo de su época por mero accidente. Otros le creían, argumentaban que también la penicilina se había descubierto por accidente, pero tenían miedo de desobedecer a los jefes de excavación. De modo que Kneser y Séradim se separaron del resto del grupo y prosiguieron por su cuenta con las señales de los instrumentos de Séradim como única guía.

–Las expresiones son más modernas en esta zona –dijo Kneser tras pasarse un buen rato ojeando las paredes lisas y puntiagudas–. Nos encontramos en la cúspide de su civilización.

–¿Qué dice? –preguntó Séradim nervioso, apuntando a las paredes con el haz de luz. Se sentía como un profanador de tumbas egipcias.

–Convertido a nuestra manera de ordenar las palabras dice algo así: ‘Éste es el camino que conduce a todos los caminos. El Tiempo está ahora en tus manos.’

–Curiosas palabras para una raza supuestamente más avanzada que nosotros. Pensaba que no tenían religiones.

–Y no las tienen –objetó Kneser–. Su mezcla entre arte y ciencia es tan homogénea que tratan los conceptos científicos con un fervor filosófico que sería la envidia de la escuela griega.

–Las lecturas se incrementan en esa dirección –dijo Séradim ansioso, pensando en las palabras de Kneser y comprendiendo en parte a los Profundos.

–Ya hemos llegado, amigo –dijo Kneser con entusiasmo–. De no ser así no habríamos encontrado esa inscripción, esa advertencia. Y mira –comentó apuntando la antorcha atómica contra las altísimas paredes–. Todos esos mensajes… nunca había visto tanta solemnidad en las palabras de los Profundos. Si no fuera porque estoy usando un término de dudosa aplicación, diría que nos acercamos a un templo, o por lo menos a un lugar sagrado para ellos. ¿Qué puede haber que consideren tan importante que haya aguantado incluso los procesos de formación de la corteza terrestre?

–No estoy seguro de querer saberlo –dijo Séradim mintiendo para sí.

Anduvieron muy lentamente por el pasillo, saboreando cada paso que daban como si estuvieran a punto de encontrar la fuente de la eterna juventud, como si supieran que nunca querrían regresar. Kneser trató de ponerse en contacto con el campamento base. Era inútil. Sacó su indicador de profundidad sólo para cerciorarse que la aguja se había roto hacía varias horas.

Finalmente encontraron una luz brillante al fondo, tan brillante que no sólo pudieron reservar la energía de sus antorchas atómicas, sino que además tuvieron que sacar sus gafas de protección. Séradim pensó que era la primera vez que las usaba desde que sintetizó un cuásar en su laboratorio.

Al final del pasillo encontraron un pórtico alto como ocho hombres por el que entraron sobrecogidos de humildad. Justo al cruzarlo, los instrumentos de Séradim recogieron una alteración en el pulso de las ondas. Las gafas no eran suficiente para protegerse, por lo que tuvieron que moverse casi a ciegas.

–Hemos activado algo –dijo Séradim analizando los cambios.

–¿Una trampa? –preguntó Kneser, que nunca antes se había encontrado con ninguna.

–No, más bien parece como si nuestra presencia hubiera alterado las órdenes preestablecidas.

–La luminosidad disminuyó hasta tal punto que pudieron distinguir una enorme máquina al fondo de la habitación. De un vistazo Séradim, experto en maquinaria Profundos, no pudo identificar qué era ni qué utilidad podía tener, pero comprobó que era más moderna que cualquiera que hubiera visto antes tanto en persona como en trabajos ajenos.

–Creo que tenemos ante nosotros la obra maestra de la cultura Profundos –aseveró Kneser con gravedad.

–Entonces será mejor que nos demos prisa en descifrarla, porque mis instrumentos indican que se está desvaneciendo.

–Kneser se acercó a la base del colosal objeto y buscó inscripciones que traducir.

No tuvo muchas dificultades, pues como pudo comprobar en cuanto estuvo al pie del artefacto se encontraba casi enteramente cubierto por ellas. Muchas de ellas rezaban principios básicos de la cultura Profundos que ya conocía, junto con otros que no había leído nunca antes.

–Sea lo que sea este chisme, le tenían mucho aprecio –comentó en voz alta. La luminosidad era cada vez más reducida, aunque seguían sin necesitar las antorchas atómicas.

–¿Qué ponen? –preguntó Séradim.

–Son sólo proverbios, pero no aparecen muy a menudo, y menos aún todos juntos.

–Busca las Instrucciones Maestras.

–¿El qué?

–En algunas inscripciones se alude a las instrucciones maestras, tres frases elementales que indican el funcionamiento de las máquinas más complejas, como pistas para desentrañar su funcionamiento.

–¿Cómo sabías eso?

–Un artículo reciente de mi colega Golvan. ¿Le recuerdas? Os presenté en una conferencia hace tiempo.

–Debo suponer que nunca se ha encontrado una máquina que las tenga.

–Supones bien.

Kneser siguió buscando hasta que se detuvo junto a una sección destacada de las demás.

–Recuérdame que invite a Golvan a cenar un día de éstos –comentó satisfecho.

-¿Lo has encontrado?

–Creo que sí. Signos ordinales Profundos, pero éstos son de la primera época. Creo que esta máquina fue concebida en los albores de su cultura. Estamos ante un aparato que para ellos debió ser la culminación de sus sueños.

–Y ahora se está apagando –comentó Séradim cada vez más preocupado en lo que miraba los indicadores. Ya no tenían necesidad de las gafas.

–La primera instrucción dice, si deseas la paz y la redención visita el Eje, pero nunca vayas a su mismo centro o el Vórtice te atrapará en el eterno Pasado.

–No suena muy halagueño –dijo Séradim.

–La segunda dice, si deseas viajar, deberás ir a los… no entiendo bien esta palabra, creo que no la había visto antes. Dudo que tenga homólogo en ninguno de nuestros idiomas. La tercera dice, no te acerques a la Frontera del Olvido.

–¿Qué querrá decir?

–No lo sé, pero no es poesía sin más, eso está claro. Menos aún con esta máquina de por medio. Estas instrucciones hablan de lugares. Tiene que haber un mapa por alguna parte…

–¿Y eso de qué nos serviría? ¿Acaso no ha cambiado la superficie terrestre?

–Te sorprenderías de saber lo avanzados que están los estudios de la cartografía Profunda –dijo Kneser en lo que seguía buscando.

–Bueno, finalmente la obra maestra de nuestros anfitriones se ha apagado –dijo Séradim haciendo lo mismo con sus instrumentos. Se acercó a la máquina y examinó sus bordes–. Aquí hay un mecanismo de tensión, Kneser. Lo he visto en otros aparatos Profundos antes. Suele servir para dejar al descubierto nuevas secciones. Éste parece que no ha sido usado nunca.

Kneser se quedó pensativo un momento. Al fin habló.

–A quién quiero engañar, no podría resistir la tentación de dejarlo intocado. Acciónalo.

Así hizo Séradim, y de repente una sección completa de pared, grande como una ciudad, comenzó a deslizarse. Por la velocidad que llevaba parecía que se disponía a aplastarles y a barrer la sala entera, pero al momento se dobló como un complicado rompecabezas y recuperó su posición original para revelar un enorme planisferio.

A pesar de que había luz, era demasiado tenue para poderse leer con claridad, por lo que Kneser encendió su antorcha atómica para rastrear por zonas el recién aparecido mapa.

–Es un mapa físico de los últimos tiempos de los Profundos –explicó con calma–, pero no entiendo los símbolos ni las líneas que los surcan.

–Es que son símbolos científicos –añadió Séradim–. Son líneas de campo.

–¿Estás seguro?

Séradim vaciló un momento.

–Completamente. En muchas cosas la notación científica de los Profundos difiere de la nuestra, pero en esto… son como dos gotas de agua. Junto a cada línea hay números Profundos. Esto es un campo escalar, Kneser. Como las líneas isobaras de las predicciones meteorológicas. Como las líneas de altitud de una montaña –dijo pensando que el ejemplo sería apropiado para ilustrar a su compañero.

–¿Y qué es lo que miden?

Séradim dirigió la antorcha de Kneser inquisitivamente hasta encontrar las unidades de medida. Una vez lo hizo sus pupilas se dilataron.

–Esto, amigo… es un campo de tiempo.

–No te entiendo –comentó Kneser intrigado. La mención de la palabra tiempo en relación a una máquina desconocida le asustaba más si se la oía decir a un científico que si la leía en unas instrucciones arcanas.

–Aunque parezca imposible, estas líneas unen puntos con el mismo tiempo. ¿Dónde… dónde estamos nosotros?

–Aquí –dijo Kneser apuntando con la luz.

–Ahora mismo estamos en una… creo que sería apropiado llamarlo isocrona… de magnitud dos, según el mapa. Es decir, que el tiempo aquí avanza el doble de rápido de lo normal.

–Yo no noto ninguna diferencia respecto a cómo ha avanzado siempre –objetó Kneser.

–Ahí está lo inquietante. Creo que lo que tenemos delante refleja cómo es la Tierra realmente, y lo que nosotros hemos conocido, que el tiempo avance por igual en todos los puntos, o al menos de manera relativamente similar, era producto de esa máquina.

–Entonces… entonces insinúas que en realidad nuestra percepción del tiempo siempre ha sido el doble de la normal…

–¿Qué es normal, Kneser? Todo depende de nuestras unidades, aunque siempre existen ciertas directrices para elegirlas. ¿Cómo eran las instrucciones?

–Una de ellas decía que si se necesitaba… –hizo memoria– la paz y la redención se visitara el Eje.

–Apuesto a que esto es el Eje –dijo Séradim apuntando un punto rodeado de deformados círculos concéntricos. Kneser miró la leyenda cartográfica, y efectivamente lo denotaba como el Eje.

–Los números son el equivalente de nuestros negativos. Cuando se está ahí, el tiempo no sólo no avanza, sino que retrocede. De ese modo podían olvidar los malos acontecimientos, como reza la instrucción. Sin embargo, en el centro de esta zona, el retroceso es infinito, es como un logaritmo en el cero, una asíntota que nunca se detiene. Sólo Dios sabe qué fenómenos físicos le ocurrirán a aquel que estuviera ahí. Sólo Dios sabe qué le habrá ocurrido a los que estuvieran ahí en el momento en que se ha apagado este trasto… dijo mirando a la máquina.

–El centro… es lo que la instrucción llamaba el Vórtice –añadió Kneser.

–Ahora sabemos por qué. La segunda hablaba de poder viajar, ¿verdad?

–Sí, así es. Ponía nombre a los lugares donde hacerlo, y son los mismos que aparecen aquí –dijo señalando a múltiples puntos del mapa–. Todos están cerca de donde hubo grandes ciudades Profundos.

–Dios santo… –dijo Séradim en voz casi imperceptible–. La velocidad. La velocidad, Kneser. La velocidad es inversamente proporcional al tiempo, espacio partido tiempo, como se cuenta a los niños. A más tiempo, menos velocidad y viceversa. En esos puntos las líneas indican tiempos cercanos a cero… y por tanto, velocidades cercanas a infinito, así como aceleraciones. Dios mío, pensábamos que eran avanzados, pero son mucho más que eso. Con este sistema podrían acelerar tanto las naves que irían a velocidades ya no mayores que la luz, sino cientos, miles, millones de veces mayores que la luz.

–Pero eso es imposible, la luz es lo más rápido en el Universo, ¿no?

–¿No lo ves? ¡Hemos vivido en una mentira toda nuestra existencia! Pensábamos que el tiempo se comportaba de manera similar en todas partes, y no es así ni remotamente. Hemos estudiado el Universo sin saber que nuestra percepción de él estaba distorsionada, sin sospechar que estábamos en un campo de tiempos artificial que siempre valía dos en todos los puntos. Éramos peces en un acuario y desconocíamos las olas del mar.

–Y nosotros hemos desactivado la máquina… –pensó Kneser.

–La tercera instrucción… hablaba de no acercarse a la Frontera del Olvido. Si el campo en el que está la Tierra no sufre variaciones, si los cambios son suaves, sin brusquedades, al ir de aquí al Vórtice, donde el tiempo retrocede, como en este lugar avanza deberíamos pasar por algún lugar donde sea cero… –trazó una línea recta entre ambos sitios, y se paró en un anillo de color rojo–. Eso es. Todo ese anillo es la Frontera del Olvido.

–Efectivamente, así es –corroboró Kneser leyendo el mapa–. Pero ¿por qué es tan peligroso?

–Un lugar en el que el tiempo no avanza ni retrocede… es como la parálisis eterna de todo, el fin último. Es ridículo pensar en los movimientos sin pensar en el tiempo, Kneser. Sin tiempo, todo es bello, estático, pero también carente de vida alguna. Y no se puede escapar de algo así. No se puede huir de la Frontera del Olvido. Como… como les habrá pasado a los que estuvieran allí ahora.

–Así que… se fueron de aquí y dejaron este chisme para eliminar todas estas… estas anomalías, tal vez se activó solo una vez estuvieran suficientemente lejos –reflexionó Kneser–. Tal vez tenían miedo de que el experimento saliera mal y por eso se fueron antes.

–Quién sabe. Para ellos el tiempo siempre había sido así. Intuyo que este campo de tiempo artificial afectaba a todo el Sistema Solar. Hay buenas y malas noticias, claro. Ahora el Universo es accesible, podemos viajar en él, y eso es esperanzador. Pero hemos descubierto nuevos monstruos, como cuando descubrimos los agujeros negros. Lugares que se tragan nuestro tiempo, que nos roban el alma.

–Sin embargo –pensó Kneser–, también hemos ganado control sobre el tiempo. Si ahora somos felices, sólo tenemos que ir allí donde el tiempo sea más lento. Si somos tristes, podemos volver atrás… o incluso avanzar más deprisa. Si deseas la paz y la redención… –dijo mirando en el mapa al Eje.

–Tal vez querían encarcelar a los futuros habitantes de la Tierra. O tal vez querían que ellos experimentaran un tiempo uniforme, como dejarse mecer por el viento. Algo que ellos nunca tuvieron.

–En ese caso, ¿por qué se fueron en vez de probarlo ellos?

–Toda la vida con lo mismo y de repente un cambio… aun sabiendo que el cambio es a mejor, se hace duro de sobrellevar.

–Y nosotros lo hemos provocado al llegar aquí. Al entrar a este lugar apartado incluso para su época. ¿Qué haremos? ¿Qué diremos?

–¿Decir? –pensó Séradim mirando al mapa–. La verdad. Lo que encontramos, y cómo va a cambiar el curso de la humanidad. Y les advertiremos sobre la Frontera del Olvido.

–Tienes razón –dijo su compañero cruzando el pórtico sin mirar atrás. Es lo único que podemos hacer.

Séradim se quedó un momento atrás mirando aquel aparato que no hace mucho funcionaba y debido al cual la humanidad vivía una mentira, tal vez piadosa, tal vez no, pero mentira al fin y al cabo.

–Y el tiempo decidirá si los que vinieron antes que nosotros fueron dioses o monstruos –pronunció en voz baja antes de salir.

(A Fede)

2006, Miguel Ángel López Muñoz.

El Suicida

–¿Nunca has sentido un temor especial cuando has transitado por una acera desértica en una calle igual de sólida? Más aún, ¿nunca te has sentido como capturado por la angustia cuando has caminado por un paraje inhabitado, una carretera vacía, quizá a altas horas de la noche? dijo el viejo Martín, y al decir estas frases, su rostro se puso más pálido, su arrugada piel mostró una expresividad inusitada.

–Sí, lo he sentido, ¿pero qué? ¿Qué hay con eso?
–No has notado que caminas y alguien o algo te sigue…
–¿Una persona? ¿Te refieres a una persona? Eso se llama delirio de persecución, producto de una mente algo trastornada…
–Sabes exactamente lo que digo, puntualmente no una persona, más bien un… “algo”, una existencia, como si un escalofrío te rozara la piel. Varias veces lo he vivido, a veces temo que suceda, yo hombre que he recorrido mucho en esta vida, en algunas ocasiones regresando de la chacra he oído un cascabeleo, una agitación…
–Una serpiente o un bicho de esos seguramente Martín… interrumpió Román al anciano, éste le miró con imprecación.
–No es una cascabel, ¿crees que no conozco de animales? Hay algo que hace sinuoso el aire, a menudo en algunas partes de un determinado camino, no te comenté la terrible influencia -botó el humo de su cigarro- que se siente al pasar por el camino que conduce hacia aquella huaca, donde ese Gilberti se perdió.
–Sí, en eso te doy la razón, aquel lugar esta demasiado viejo o maldito si queremos utilizar una palabra más adecuada, algunos dicen que hay días en que el camino es visible y otros en los que no, temporadas en que nadie lo puede encontrar…
–La naturaleza…
–¿La naturaleza?
–Sí, Román, la madre naturaleza es sabia, oculta el camino para que otros no se pierdan, rechaza y oculta a sus hijos enfermos y perdidos, pútridos…
–¿La naturaleza o Dios?
–Llámalo como desees mi amigo, pero pon más leña al fuego, aviva esas llamas pues no deseo quedarme a oscuras… en un paraje como éste – comentó preocupado el viejo Martín.
–Román se paró no sin demostrar cansancio, la jornada de aquel día lo había agotado. Al poner un par de pequeños troncos en la rústica cocinilla, la luz iluminó vivamente la estancia, las sombras de aquellos hombres se reflejaban como un teatro ambulante en la pared de adobes de la pequeña sala.
–El miedo… retomó la conversación el viejo Martín.
–¿El miedo? No entiendo – dijo Román.
–El miedo, el temor fue el que hizo que se matara.
–¿A quién? preguntó, sin seguir sin entender Román Rivas.
–A Ignacio Mejía, estoy seguro, así como yo siento esos escalofríos, esa especie de contacto de este mundo con el otro universo inmaterial, muchos mortales pueden sufrir una experiencia mucho más “material”, que pasa de las ligeras sensaciones a otros planos de experiencias.
–¡Bah! Era un vago, un individuo muy afecto al alcohol y a pensar cosas – dijo en tono despreciativo Román, y con ese gesto trató de quitarle fuerza a la palabra del viejo.
–Era una buena persona en el fondo, lo conocí, ¿sabes? Nunca me demostró un lado necesariamente hostil o una personalidad díscola. Pero si me habló de su temor a la soledad.
–Un temor que casi todas las personas tienen.
-Seguramente, pero es en la soledad cuando más personas sienten esas vibraciones, esas conexiones con aquella dimensión.
–Pareces muy seguro de todo eso, ¿por qué?
–Te acuerdas de la vieja Telma, ¿No?
–Sí. ¿Pero?
–Predijo su muerte.
–Sí lo recuerdo, era medio cartomancista o cartomántica, leía el tarot.
–Profetizó su fallecimiento, adivinó exactamente el día que iba a fallecer, dicen que alguien del otro lado se lo comunicó…
–¿En verdad crees eso Martín?
–¿Cómo adivinar la fecha exacta en que te vas a morir casi tres años antes de que suceda?
–La gente suele sugestionarse, vamos, Lambayeque esta llena de esas historias, aparecidos, pactos con el diablo, gente que regresa del más allá para recoger sus pasos, historias que se cuentan a los niños para que no se queden hasta muy tarde en la calle o despiertos.
–¿Y los Gilberti?
–Román recompuso su rostro, repentinamente se le fue la incredulidad.
–Tienes razón, pero insiste en que el muchacho era un vago, bebía mucho.
–Mucha gente bebe mucho, y jamás tiene el tipo de experiencia que tuvo Ignacio Mejía, y sobretodo no se esfuma para luego aparecer muerto, sobre todo luego de ese misterioso viaje al monte, el campo esta lleno de huacas, de tumbas, de lugares fantasmagóricos, muchos indios murieron aquí en la colonia, las antiguas culturas hacían sacrificios humanos, ¿cuánto crees que pesa eso? Muchas puertas han sido abiertas y no se han cerrado. Quizá todo esto pierda fuerza porque pocas son las personas que se aventuran por lugares remotos en busca de tesoros y esas cosas, por lo tanto pocos hombres tienen éste tipo de experiencias.
–Martín, pero él no fue en busca de tesoros, simplemente se remontó adentro en las campiñas, fue por una carretera abandonada a fin de sortear un problema de tránsito, las lluvias habían arruinado todas las vías, muchas personas hacen lo mismo.
–Pero él equivocó el camino, transitó largo trecho solo, por terrenos que no deben ser frecuentados…
–La gente dice que cargó en su mochila algunos estupefacientes y alcohol. Bajo esas condiciones cualquiera pierde el control.
–Supe que llegó a la ciudad luego de varios días, además también los aldeanos manifiestan que no tenía rasgos de haber ingerido alcohol, tan sólo mostraba un aspecto decaído, y actuaba como fuera de si.
–¿Como loco?
–No, solamente estaba ido y anodino.
–¿Qué crees exactamente que pasó? interrogó Román mientras jugaba débilmente con el humo que salía de su pucho, luego prestó atención a las palabras de Mejía.
–Aquellas sensaciones, aquellos roces desde otro mundo lo atraparon, ¿por qué crees que demoró tanto? Una travesía que por lo general la concluyes en un día.
–No lo sé, dímelo tú.
–Se encontró con la muerte…
–¡Vamos, no seas ridículo! vociferó Román, en su rostro un gesto de incredulidad.
–¡Él me lo contó por Dios!
–¡Por favor amigo, la muerte tan sólo es una abstracción! ¡Una idea! ¡No creerás algo diferente! ¿O si?
–Si tú no lo crees, es tu problema…
–Pero, ¿qué fue lo que te dijo? Te conozco, ¿por qué a un hombre como tú lo ha conmovido tanto ésta historia?
–Él había decidido encauzar su vida, había desperdiciado mucho de su valioso tiempo en borracheras y en exceso de todo tipo. Por fin había logrado conseguir un trabajo estable o había una posibilidad de conseguirlo, y ¡zas! El problema de las lluvias lo arruinó todo!
–Pero no se rindió. Empezó a pensar y a pensar, había oído de un viejo camino hacia la sierra, una antigua vía no usada desde 1800, antes de que se proclamase la Independencia, pero también tenía conocimiento de que ese camino era peligroso, por lo intransitable y por que se contaban extrañas historias acerca de él. Se decidió a tomarlo, consiguió un mapa y apuntó todas las sugerencias que le dieron acerca de cómo llegar por el a su destino. En primer lugar cargó varios víveres ya que le habían dicho que el viaje tardaría por lo menos día y medio a dos días a pie, debo mencionarte que la primera parte del viaje podría tomar un transporte motorizado, ya que sería hasta la ciudad de Ferreñafe, la segunda parte de la travesía sería a lomo de mula y más allá aún sería a pie.
–Más o menos, ¿ochenta kilómetros?
–Si los haces en línea recta, sí, pero ¿qué camino es en línea recta?
–¿Lo acompañó alguien en el viaje?
–Sí, cuando fue a lomo de mula un indio, y la vía que sólo podría transitarse a pie, la hizo él solo.
–¿Llevó algún tipo de droga consigo?
–No, conversé con él, ni bien hubo llegado de su viaje, como te dije al principio no presentaba rastros de haberse perdido en alcohol o alguna otra sustancia…
–¿Pero exactamente que vio? Aún no me lo has dicho -preguntó Martín, impaciente y movido de alguna forma por el giro que estaba tomando el relato.
–Te lo he dicho ya, y no te sonrías así -se apuró a decir el sexagenario narrador.- Me refirió una experiencia extraña, abandonó al indio y a la mula, dejándole instrucciones que si en dos días no llegaba regresara, que de ser así seguro había encontrado el campamento minero y se quedaría a trabajar, te mencionaré con la mayor aproximación sus palabras:

«Me despedí de Rogelio, así se llamaba el muchacho y seguí mi rumbo, eran cerca de las cuatro de la tarde, seguro me agarraría la noche caminando pero no tenía otra salida… acamparía… tomaría mi merienda en la oscuridad a la luz de un pequeño fuego… a medida que avanzaba mis pasos se hacían más sonoros, no se por qué, pero al continuar y al alejarme de mi acompañante, la soledad era más y más grande, una sensación de soledad tremenda, era como navegar a la deriva solo, como derivar en un barco fantasma, sintiendo el nauseoso movimiento de la barcaza, no estoy seguro de cuanto camine, me refiero a que distancia pero una oscura noche se cernió sobre mí, disminuí velocidad de mis pasos, me senté, con la ayuda de mi linterna y busque algunos pequeños leños de algarrobo y prendí fuego, calenté algo y prendí un cigarrillo para pasar el rato. El viento silbaba fuerte, escuchaba sonidos extraños, a la manera de ecos, no les tomé importancia, hasta que algo ¡De pronto me sobresaltó! ¡El silbido del viento se había convertido en música! Una rarísima danza volaba en los aires, busqué desesperado -aunque tratando de conservar la calma- más leños para aumentar el fuego, el calor y la luz de mi fogata. Así lo hice. Sin embargo, la danza seguía surcando los cielos, se tornaba más y más denso y pesado el aire que me rodeaba, encendí mi linterna, dirigiéndola hacia uno y otro lado, ¡nada, no se veía nada! ¿Alguien me estaría jugando una especie de broma? ¿Pero en esa inmensa soledad? ¿En medio de la nada? Era muy poco probable, casi imposible.»

«¿Quién esta ahí? Grité. ¡Responda! Dije una vez más. Volví a preguntar. Nada. Entre tanta tensión me quedé dormido. Amaneció, muy temprano, puedo jurar que vi el sol enrojecido. Eran las cinco de la madrugada y su luz taciturna me inquietaba ya. Me incitaba a levantarme. Tomé algo de comida y seguí mi camino. A mitad del día y habiendo caminado ya varias horas, empecé a sentir que alguien me seguía, mas volteaba y aquel hombre se ocultaba tras los matorrales. Como medida de previsión saqué mi revolver y a la segunda vez que lo vi, inmediatamente volteé y logré verlo. Debo decir necesariamente que era un hombre, no, no era un hombre, me equivoque, era una especie de ser. ¡Disparé! el escopetazo sonó como una bomba en tan asfixiante soledad. Una carcajada provino de “eso” corrí en su persecución, más fue en vano. Al darme la vuelta, “eso” se encontraba detrás de mí; el acosado fue perseguidor, mas no huí, lo enfrenté. E incluso debo decir lo “miré”; mas no puedo describir que observé: un rostro amorfo, sin ojos ni boca ni nada de lo que pudiera haber visto nunca, por eso mi descripción es torpe. Atiné a dispararle nuevamente. Me tomó del brazo ¿con qué brazos o manos? No lo sé, no vi ninguna, pero me tomó de la muñeca. Le increpé que me soltara, pero mi voz se perdía en su cuerpo, el que había adquirido una enorme dimensión, tanto que ensombrecía el sol. Me arrastró, me arrastró con fuerza… ¡Mire! ¡Mire! ¡Cómo ha quedado mi brazo! Está quemado, completamente quemado. Al parecer es una gangrena, tan fuerte fue como aquella bestia me tomó, que vea cómo ha quedado, mas aún pude escapar, no sé como lo conseguí. Encontré al indio, al pequeño, al muchacho que me acompañó, no supo que decirme, más pronto me llevó donde su padre, me dijo que era curandero… Me desmayé… desperté y muchos indios me miraban… estaba justo en una ceremonia de limpia, el padre del muchacho era en efecto un brujo reconocido. La sesión fue agotadora. Mi mano me seguía doliendo horriblemente, desafortunadamente el brujo no me dio muy buenas noticias: no era ningún hechizo o mal conocido el que tenía yo, me dijo que ¡¡LA MISMA MUERTE ME HABÍA TOCADO!! Varios de los presentes se santiguaron y empezaron a condolerse de mí, mas no tardaron mucho en irse, el dolor sigue aumentando… sigue aumentando…»

–No sé que decirle, Martín, no lo sé, el muchacho se volvió loco…
–Le hubieras visto la mano, amigo, he visto gangrenas en mi vida, he presenciado enfermedades y mutilaciones pero eso, no se qué sería…
–¿A los cuantos días murió Ignacio?
–Luego que conversamos, a los dos días creo, se envenenó, pero su brazo nunca se encontró, nunca lo encontraron… ¡Se lo cercenó!

por Paul Muro

Atlantis

“Y en un solo día, en una noche fatal, todos los guerreros que había en vuestro país fueron tragados por la tierra que se abrió, y la isla Atlántida desapareció entre las olas”
Platón (427–347 A.C.)

Timeo

Desde que lo cantó Platón, hace más de dos milenios, nunca hubo otro testigo de la tragedia del continente perdido. Ese mundo cuyo paso por la existencia se esfumó en la bruma de la prehistoria, convirtiéndose en nada más que sueños y especulación; dudándose incluso que alguna vez existiera. Continue reading «Atlantis»

No por ventura la noche es oscura

El Sol flota a 150 millones de kilómetros de la Tierra. Para captar esta distancia en su debida escala, imaginemos al Sol como una esfera de 1 metro de diámetro. Para guardar las dimensiones correctas, la Tierra sería una bolita de 9 milímetros situada a una cuadra. Es una distancia que sorprende a mucha gente. Pero aún desde tan lejos, el Sol descarga una tremenda cantidad de energía sobre la cara iluminada de nuestro globo. Cada metro cuadrado enfrentado perpendicularmente a los rayos solares recibe una radiación de 0,7 kilowatts, cuya potencia podría mantener encendidas 7 ampolletas de 100 watts cada una. Esto explica el agradable entibiamiento de una habitación santiaguina orientada hacia el inclinado Sol del invierno. O la fantástica evaporación en los mares tropicales. La ciudad de Antofagasta recibe el total de dicha radiación alrededor del 21 de diciembre, época en que los rayos del sol caen al mediodía perpendicularmente sobre el terreno. Y esto es a nivel del mar, después de que los rayos solares se han fatigado atravesando toda la atmósfera. En Chuquicamata, que yace a una altitud de 2.850 metros, la radiación sube a casi 1 kilowatt por metro cuadrado. En el límite superior de la atmósfera, a unos 1.000 kilómetros de altitud, se recibe una radiación cercana a 1,3 kilowatts, que se llama La Constante Solar.

Como vemos, la Tierra recibe por el hemisferio diurno una cantidad enorme de energía solar, casi la única responsable de todo el flujo energético en la superficie del planeta. Desde el crecimiento de una planta hasta el desarrollo de un tornado, todo es a causa del Sol. El petróleo contiene energía solar producida hace millones de años y envasada convenientemente dentro de la Tierra para el consumo de que hoy gozamos. Pero es fácil comprobar como desciende la temperatura al ponerse el Sol bajo el horizonte. En los desiertos la noche se pone gélida rápidamente. Si el Sol se extinguiera, pronto cesaría todo intercambio calórico en la biosfera. El calor interno procedente desde el radiactivo interior del globo no sería capaz de contrarrestar al intenso frío del espacio, cuya temperatura general es de 180 grados centígrados bajo cero. Los vientos cesarían, las plantas dejarían de crecer, los mares se helarían. Cortado el suministro de energía solar, en pocos meses toda forma de vida moriría. Sería la noche más absoluta y oscura.

Que el cielo nocturno sea oscuro parece un hecho trivial. Pero la noche no tendría porqué ser oscura. En realidad tendría que ser brillante. Más brillante que nuestros actuales días. De acuerdo a los cálculos cosmológicos, el cielo debería ser 50.000 veces más brillante que el sol, de manera que el supremo astro sería totalmente invisible en el cielo diurno, perdido en la inmensidad del brillo sideral. En la Tierra debería reinar una temperatura de 5.000 o 6.000 grados y ningún ser vivo poblaría su calcinada superficie. Estas increíbles afirmaciones son el resultado del más puro análisis científico, como tantos otros asombrosos ejemplos deductivos que la ciencia astronómica ha regalado a la humanidad a lo largo de la historia. Trataré de relatar como es que se arribó a conclusiones tan interesantes.

La invención del telescopio permitió descubrir que las lechosas nebulosidades de la vía láctea eran estrellas y más estrellas. A medida que se perfeccionaba el telescopio, el límite del universo se alejaba más y más, como el arco iris. Los espejos de los grandes reflectores condensaron las imágenes de lejanas galaxias, descubriéndose que también estaban compuestas por miríadas de estrellas. Los astrónomos comprendieron que nuestra propia vía láctea era también una galaxia. Todo el cosmos estaba repleto de estrellas, pero extrañamente la noche era oscura. Es posible que mucho antes del telescopio, espíritus geniales hayan vislumbrado ya la inconsistencia entre un universo presuntamente infinito repleto de estrellas y la oscuridad del espacio. Se sabe que el gran Kepler analizó el problema. Edmund Halley, el predictor del más famoso de los cometas, se refirió por escrito al asunto. Pero la historia de la ciencia registra que el campeón del problema de las oscuridades intergalácticas fue Heinrich Wilhem Olbers, nacido en 1758 en Arbergen, Alemania, la nación imperial que en medio del bélico ambiente del teatro europeo donde brillaba Bonaparte, regaló a la humanidad enormes genios de la filosofía, la ciencia, las letras, la música y las demás artes. En aquella dorada época de los imperios brillaron los germánicos espíritus de Kant, Goethe, Kirchhoff, Beethoven, Gauss y aún del ficticio profesor Otto Liddenbrock, aquel iracundo y excelso explorador de las entrañas terrestres creado por el gran Verne.

Olbers quedó huérfano de padre a los 14 años de edad. Desde aquel instante comenzó a dedicarse con ardor al estudio de la Astronomía. Sin embargo, con soberbia mentalidad práctica, el joven eligió la carrera de Medicina para ganarse el sustento y en 1777 entró a estudiar para médico a la Universidad de Gotinga, al mismo tiempo que estudiaba por su cuenta la ciencia sideral. Pero Olbers no era un simple aficionado que dejaría a la astronomía como un hobby lateral. Al tiempo que estudiaba Medicina, aprendía también el cálculo infinitesimal. Mientras atendía a sus enfermos como médico general en Bremen, calculaba órbitas cometarias. Desarrolló un método nuevo para el cálculo de órbitas, que hizo época en la historia de la astronomía. Alcanzó la gloria eterna con el descubrimiento en 1802 y 1807 de los asteroides Pallas y Vesta, dos de los cuatro mayores asteroides conocidos. Descubrió su cometa propio en 1815, un cometa periódico que vuelve cada 70 años y que por cierto se llama cometa de Olbers. Mientras que de Medicina escribió casi nada, de Astronomía publicaba sistemáticamente en el Anuario de Bode. Finalmente, abandonó la práctica médica en 1822 y en 1826 publicó en dicho anuario una elegante memoria llamada «De La Translucidez De Los Espacios Celestes», donde presentó el antiguo problema en la forma de una paradoja, que desde aquel entonces se conoce como la paradoja de Olbers. El doctor, que murió en Brema, Alemania, en 1840, se distinguía por su claridad y elegancia literaria, pero como no disponemos de la traducción de la obra original, presentaré libremente la famosa paradoja de la manera más ilustrativa que se pueda:

El universo puede ser concebido como una esfera de radio infinito, compuesta de innumerables capas concéntricas comparables a las capas de una cebolla. Sólo para ilustrar el punto, podemos figurarnos que cada capa tiene un grosor de 1 millón de años luz. Si suponemos a la Tierra ubicada al centro de la cebolla cósmica, recibirá la luz acumulada de las galaxias contenidas en cada una de estas capas. Ahora bien, la luz de las galaxias más lejanas se debilitará por la distancia, pero esta debilidad será compensada por el mayor número de galaxias que pueblan las capas más remotas, puesto que éstas son de mayor volumen, tal como las capas superiores de un lago contienen más agua que las capas del fondo. Se demuestra matemáticamente que el empobrecimiento de la luz por efecto de la distancia, es exactamente compensado por el mayor número de galaxias contenidas en aquellas capas más distantes, resultando en resumen que cada capa haría llegar a la Tierra la misma cantidad de energía.

Puesto que hemos admitido que las capas son infinitas, no queda más que aceptar que el cielo debería estar inundado por una infinita cantidad de luz y calor. Pero en cambio, la noche es oscura. Esta es la paradoja de Olbers, cuya resolución ha resistido varios intentos que en su día parecieron sólidos.

La oscuridad del cielo nocturno, siendo paradojal, es una de las muchas condiciones ambientales que han determinado el progreso de la vida terrestre. Nuestros organismos se han adaptado a un mundo en que las variables de temperatura, luminosidad, gravedad, presión, radioactividad, magnetismo, vulcanismo, tectonismo, nivel del mar, velocidad de los vientos, meteoritos por milenio, etcétera, se mueven dentro de rangos relativamente estrechos. Las reglas del juego son estables. Figúrese el lector que de pronto los vientos alisios comenzaran a soplar a 1.200 Kph, en lugar de la moderada velocidad de 25 a 30 Kph con que suelen empujar a los veleros hacia el oeste. O que la Tierra temblara cada 30 minutos con un terremoto grado 12. O que la paradoja de Olbers no existiera y el cielo fuera en toda su extensión tan brillante como el disco solar. Ciertamente, la vida no sería posible tal como la conocemos. Hoy, luego de un tiempo estimado en 15 mil millones de años de inexorable evolución, vivimos en un universo bastante estable, donde el homo sapiens es el producto más perfeccionado y reciente del progreso evolutivo, aunque tal vez no el último.

La paradoja de Olbers permite que el espacio sideral sea frío y oscuro, en lugar de un horno reverberante donde el desarrollo de las especies hubiera sido imposible. ¿Por qué el cielo nocturno es oscuro y no brillante como el día? El primer intento de resolución de la paradoja se debe al mismo Olbers, postulando que la materia oscura del universo atraparía la luz de las estrellas más lejanas, haciendo así al cielo oscuro. El material absorbente bien puede ser polvo cósmico o gas sideral. Y aunque efectivamente flotan considerables masas de tales elementos opacos en los espacios interestelares, la hipótesis no resistió demasiado, por una razón muy sencilla: la materia oscura no podría absorber por mucho tiempo la energía estelar sin saturarse para luego calentarse y brillar, emitiendo por fin el mismo flujo de calor y luz recibido. Sería como tratar de resistir el calor de un incendio con una plancha de acero. Pronto el metal se pondría al rojo vivo, emitiendo por un lado el mismo calor que recibe por el otro. Por lo tanto, esta primera hipótesis fue descartada y la noche siguió siendo inexplicablemente oscura.

A continuación se intentó dar solución al enigma mediante el argumento de que las estrellas y galaxias más próximas a la Tierra deberían bloquear con sus cuerpos la luz procedente de aquellas que pueblan la profundidad del universo. Este es un razonamiento muy lógico y en verdad así ocurre. Pero no es suficiente para resolver la rebelde paradoja: a pesar del bloqueo, el cielo debería ser en toda su extensión tan luminoso como la superficie del sol, debido a que las estrellas y galaxias disponibles para hacer de pantalla también son infinitas, y aparecerían en último término pegadas unas a otras, aportando luz para llenar cada punto de la esfera celeste. En consecuencia, esta idea también fue descartada y la noche siguió siendo inexplicablemente oscura.

La paradoja no volvió a ser amenazada durante un largo tiempo, hasta los trabajos que realizó el astrónomo norteamericano Edwin Hubble durante los años 20 del siglo XX. Hubble fue un personaje interesante y atractivo, que estudió derecho en Oxford, Inglaterra y luego, obedeciendo a su corazón tal como hiciera mucho antes el Dr. Olbers, estudió astronomía obteniendo su doctorado en la Universidad de Chicago en 1917. Para no dejar ninguna duda respecto de su condición de personaje interesante, Hubble era aficionado al boxeo. Su elección de carrera fue un gran acierto no sólo personal, sino también para la ciencia universal. Estudió las estrellas de remotas galaxias con el gran reflector de Monte Wilson, situado en Pasadena, California, e inaugurado en 1917, el mismo año del doctorado de Hubble. A la sazón el telescopio era el mayor del mundo, dotado con un espejo de 254 centímetros de diámetro. Con la inmensa capacidad recolectora que posee el espejo (hasta hoy perfectamente operativo), se puede condensar suficiente luz de una galaxia lejana como para obtener de ella un espectro aceptable. Los espectros (una especie de arco iris hipertecnificado de la fuente luminosa), contienen una sorprendente cantidad de información de los cuerpos celestes. Gracias al análisis espectral, se pudo determinar la composición química de las estrellas. La técnica obtuvo sus primeros éxitos luego de los descubrimientos del alemán Kirchoff en 1859, apenas 34 años después de que el filósofo francés Augusto Comte, el padre de la sociología, afirmara en su libro Filosofía Positiva que el hombre jamás podría resolver el misterio de la composición de las estrellas.

Pero además de la química del cuerpo emisor de la luz, el genial análisis espectral puede entregar casi toda la información que caracteriza a una estrella. Entre muchos otros datos, el espectro permite medir el movimiento radial del astro. Esto es posible gracias al famoso fenómeno llamado «corrimiento de las rayas del espectro» debido al efecto Doppler-Fizeau. Si las líneas espectrales del cuerpo celeste se corren hacia el extremo rojo del espectro, significa que las ondas originales se están alargando y que la galaxia se aleja de la Tierra. Por el contrario, un corrimiento de las rayas hacia el extremo violeta significa que las ondas emitidas se acortan y el cuerpo celeste se aproxima. A mayor desplazamiento de las rayas, mayor velocidad radial del cuerpo y Hubble descubrió además que la velocidad estaba directamente relacionada con la distancia. Mientras más lejos se encuentra una galaxia de la Tierra, más rápido se aleja. Y esto condujo al fantástico descubrimiento de que el universo se expande, como un anillo de humo que sale de una pipa. Cada partícula de humo se aleja de cualquiera de las demás partículas del anillo y eso exactamente es lo que están haciendo las galaxias. La noticia de que el universo se expandía causó un enorme impacto. Hubble alcanzó la gloria eterna junto a su fiel ayudante Milton Humason, quien se quemó las pestañas noche tras noche fotografiando galaxias, tomando espectros y comprobando cada una de las predicciones que hacía Hubble.

La expansión del universo iluminó instantáneamente las mentes de aquellos que seguían preocupados de la paradoja de Olbers: la respuesta por fin parecía haber llegado. Puesto que el universo se expande, la luz de las galaxias más remotas debía alargarse y debilitarse. La paradoja parecía haber recibido una solución definitiva. Sin embargo, hay un problema: resulta que así como la luz visible de las galaxias se corre hacia el rojo y hacia el infrarrojo debido a la velocidad de recesión del cuerpo emisor, así también la luz invisible (ultravioleta) se corre hacia el sector de luz visible del espectro, compensando el efecto. En otras palabras, la luz visible que se escapa hacia el infrarrojo, es repuesta desde el lado del ultravioleta. A pesar del fenómeno expansivo, la noche debería ser brillante como el sol. Pero la noche continúa siendo inexplicablemente oscura.

A la fecha, la mejor respuesta para la paradoja de Olbers parece estar en una combinación de dos factores fundamentales: primero, las estrellas no viven eternamente y segundo, el enorme tamaño del universo. La paradoja de Olbers asume que la luz de todas las galaxias alcanza simultáneamente a la Tierra, a menos que sea bloqueada por otra galaxia o estrella ubicada en la línea visual de la Tierra, que para el caso es lo mismo. Pero resulta que jamás nos alcanzará simultáneamente la luz de todas las estrellas que pueblan el espacio, porque el universo es demasiado grande. Una estrella puede vivir cuando mucho 4 o 5 mil millones de años. Supongamos que una estrella nace en una galaxia situada hoy a 5 mil millones de años luz de la Tierra. Para cuando su luz alcance a nuestro planeta, otra estrella más vieja ya habrá perecido, descontando así la luz de la estrella nueva.

Bueno, el tema es verdaderamente fascinante y pertenece ciertamente a los profundos dominios de la cosmología, la rama astronómica que investiga los orígenes y la evolución del universo. Cuando el gran telescopio de Monte Paranal quede integrado por sus cuatro espejos adaptativos, la capacidad detectora de la astronomía habrá dado un salto significante. Como ha ocurrido tantas veces en la historia de la ciencia, es posible que las actuales hipótesis sean sustituidas por otras.

©1999, Juan Antonio Bley

Este artículo fue publicado en mayo y junio de 1999, en la serie de Astronomía Conozca el Cielo, de la Revista Conozca Más (Chile).

Ajústense el cinturón… de fotones

Navegando y curioseando en uno de mis nocturnos accesos a Internet con mi trasnochado (y gastado) Pentium II me he encontrado con una historia de ciencia ficción que casi parece de terror. Una historia que clasificaría, a juzgar por su falta de rigurosidad científica, para filmar una producción hollywoodense con mucho CGI y sonido Dolby Surround 3D. Sí, muy adecuada para homenajear los múltiples fallos que tiene la industria espacial-cinematográfica que sigue mostrándonos, por ejemplo, explosiones en el espacio sin que haya aire que transmita los sonidos (aunque claro… ¿qué sería Star Wars y muchas otras joyas sin esos efectos? :)). Pero la historia de ciencia ficción a la que en seguida me referiré tiene una falla tremenda, un blooper de magnitudes astronómicas que paradójicamente está expresada como si así lo fuera: un real suceso astronómico que está a punto de freírnos a todos… tal historia se conoce como El Cinturón de Fotones.

¿De qué se trata esta historia abominable? Que nuestro Sistema Solar estaría conformado por una estrella central, Alcyone (ubicada en el cúmulo las Pléyades de la constelación de Tauro); que en torno a ella orbitan en total doce soles y que rodeando a la estrella central existe una zona (un cinturón) que posee cierta radiación de fotones, tan fuerte que sería capaz de derretir los polos, detener la rotación terrestre, hacer bailar sin control a nuestro campo magnético y tener 24 h continuas de luz durante 2.000 años… más aún: estamos a punto de entrar a este cinturón del terror. Ese es el resumen más acabado que puedo dar luego de haber corroborado -lamentablemente- que este hecho pseudocientífico anda apareciendo en diversas páginas y foros de discusión, con leves variaciones en cada relato.

En primer lugar: los fotones son partículas fundamentales e indivisibles, en realidad son la mínima cantidad de energía que puede transportar la luz ya que ésta está cuantizada (o sea ubicada en un sistema físico donde hay un «cuanto» o valor mínimo que puede tomar cierta magnitud; en el caso de la luz su valor mínimo es el fotón). Al hablar de fotones con mucha energía (como los mencionados en el cinturón de fotones), en el plano astronómico podría citarse lo que ocurre con los rayos gamma, considerados los fotones más energéticos de todos (éstos se forman al aniquilarse un electrón y un antielectrón). Ante esto tendríamos que, si existe alguna zona altamente energética (llámese «anillo», «cinturón», etc.) en donde se encuentran las Pléyades, probablemente sólo se trate de una fuente de rayos gamma.

Los rayos gamma, por otro lado, no representan ningún peligro para el ser humano aquí en la Tierra. Nuestra atmósfera es lo suficientemente poderosa para retener esta radiación cuando llega al planeta y no dejarla entrar.

Las Pléyades son un cúmulo de estrellas jóvenes (datan de hace ~100 millones de años) y nuestro Sol tuvo su origen mucho antes, hace ~5.000 millones de años. Nuestra estrella gira en torno al centro de la Vía Láctea en un periodo de 225 millones de años, en dirección a la constelación de Sagitario (mirando hacia ella se ve el centro de nuestra Galaxia). Las Pléyades están distantes 380 años luz de nosotros, no puede hablarse de «girar en torno a Alcyone» debido a la prácticamente nula influencia gravitacional de esa estrella sobre nosotros. Y aún en el burdo caso que nosotros «giráramos» en torno a ellas (las Pléyades), no se gira en torno a una estrella en particular sino a un centro de gravedad común, tal como sucede con las galaxias, los cúmulos estelares o los sistemas estelares binarios y múltiples.

Entre algunas cuestiones que son totalmente incoherentes, según la teoría del Cinturón de Fotones, se cuenta la detención de la rotación terrestre. Si la Tierra deja de girar en torno a su eje, el efecto más inmediato es que rápidamente un hemisferio del planeta quedaría abrasado (aquél que esté «apuntando» hacia el Sol), mientras que el otro se congelaría (aquél «apuntando» hacia el frío espacio); los océanos hervirían, grandes huracanes arrasarían el planeta, todos los objetos en él tendrían un aumento de peso debido a la ausencia de fuerza centrífuga… en fin, definitivamente un hecho como éste sería muy mortífero en el corto plazo, tanto así que no tendríamos ni tiempo de observar este Cinturón de Fotones… que por cierto, nunca se ha visto que los fotones sean capaces de detener la rotación de un planeta.

¿Cómo sería tener 24 h continuas de luz durante 2.000 años? Wau, supongo que nos haríamos llamar como esa secta/agrupación de los Illuminatti… pero no, es muy improbable. No se especifica cómo sería esa «luz», pero imaginando que sea algo que proporcione tanta luminosidad y calor como nuestro Sol, volvemos a tener problemas. Imagino que las 24 h de luz se darían porque supuestamente nos rodearía un halo de luz, pero esa luz tendría un efecto devastador en el planeta. No nos sentiríamos más bronceados ni iluminados, sino que se calcinarían los continentes y derretirían los océanos; los humanos pereceríamos, y aún si aquella «luz» no fuera tan potente como el Sol, tener 24 h de luz provocaría severas alteraciones en nuestros ritmos circadianos.

Sin embargo, un supuesto Cinturón de Fotones, en el caso que estuviera muy cerca de nosotros, sería visto sin problemas por astrónomos profesionales y aficionados, ya que supuestamente es una fuente/halo de luz tan poderoso que puede contener a nuestro planeta entero… en realidad, a un área que abarcaría más de 300 millones de km, asumiendo que durante todo el tiempo (y km recorridos) que la Tierra orbita al Sol, estaremos dentro de esta zona fotónica. Razón más que suficiente para que ese tremendo «monstruo» sea fácilmente visible. Pero no hay nada de eso, ningún cinturón a la vista…

Otro aspecto importante a destacar, es que esta «teoría» intenta avalar nuestro presunto acercamiento a dicho cinturón con determinados fenómenos que actualmente ocurren en la Tierra, como las auroras, el derretimiento de los polos o los terremotos y tsunamis debido a alteraciones geomagnéticas. Las auroras (boreales y australes) es un fenómeno normal que se produce por el impacto del viento solar contra el campo magnético terrestre, y dado que el Norte y Sur magnético se hallan prácticamente en nuestros polos geográficos, las auroras aparecen en latitudes cercanas a esos puntos. Un aumento de auroras (o su aparición en latitudes más alejadas a los polos) tiene directa relación con la actividad solar, que el aumentar provoca éste y otros fenómenos más bien nocivos, como el daño de algunos satélites artificiales o apagones en centrales eléctricas. No obstante las auroras y estos fenómenos no tienen ninguna relación con un cinturón de fotones/fuente de rayos gamma.

El derretimiento de los glaciares, como muchos sabrán, es parte de un proceso natural terrestre que se ha visto acelerado por el calentamiento global, cuyo mayor culpable es la irresponsabilidad humana al contaminar la atmósfera con gases industriales y agente químicos como CFC. Asimismo los terremotos y tsunamis no se han visto correlacionados de ninguna manera con alguna alteración de nuestro campo magnético. Es sabido que nuestro campo se debilita alrededor del 10% anualmente y se desplaza a razón de 10~40 km en este mismo lapso, pero esto no quiere decir que nuestra protección magnética esté gravemente alterada o sea la causa de estos fenómenos naturales, cuya explicación se haya más bien en el proceso de tectónica de placas que ha castigado a nuestro planeta a lo largo de toda la historia.

Uff… eso en cuanto a las aclaraciones más pertinentes. Hay otros disparates que son simplemente irrisorios (al igual como se observa en otros web sobre el tema), porque ya estamos hablando de contradecir leyes de la física, fuerzas centrípetas, termodinámica y muchas otras… y todo eso, como decía al principio de este artículo queda para los genios de la ciencia ficción o los burros hollywoonautas. Aunque si ponen a actrices como Liv Taylor de Armagedón o Tea Leoni de Impacto Profundo, no duden que reservaré asientos en primera fila para ver el cinturón de fotones en la pantalla grande…

©2006, Farid Char.

Referencias y agradecimientos: El autor agradece a Claudio Aguilera, astrónomo del Observatorio Interamericano Cerro Tololo, por algunas referencias técnicas suyas que ayudaron a hacer más completo y preciso este artículo.

Juegos de video son negocio redondo

por Santiago Elordi (*)

A la memoria del sacerdote Bartolomé Las Casas.

Mi amigo J.P.F. me llamó un día por teléfono para ir a jugar video. Teléfono se llamaba un aparato de comunicación a distancia. Fue un domingo cuando mi amigo me llamó. Domingo se llamaba a la séptima sucesión de días que formaban una semana. Una medida para dividir el tiempo indivisible.

El local de juegos estaba invadido de máquinas supersónicas. Invadido por humo de cigarrillo y un olor entre chicle de menta y colonia inglesa. Ubicado en la esquina de Providencia con Lyon. En la ciudad de Santiago. Una ciudad ausente y pálida a los pies de la montaña.

El local de juegos estaba invadido de niños y niñas con cara de mujeres atrevidas. Vigiladas por guardias de traje azul con revólveres a la cintura. Así juegan los niños a los pies de la montaña. De pronto una de las máquinas se tragó la ficha. Mi amigo entraba en una descomunal batalla.

En un helicóptero volaba disparando ráfagas de ametralladora hacia un camino de tierra roja donde avanzaban los blindados enemigos. Sobre el difuso horizonte aparecieron de improviso aviones rusos a la velocidad del rayo. Hábilmente el piloto esquivó los proyectiles en el aire, y disparó unos teledirigibles hasta liquidar parte de la escuadra enemiga. ¡Cuidado! Por entre palmeras el helicóptero sorteaba la pesada artillería. El viento movía los árboles y mi amigo continuaba con vida. Al pasar sobre los ramajes de una tupida selva, tiritaron algunas luces, eran soldados camuflados que comenzaron a disparar recostados en el fango… Fue entonces cuando me di cuenta de que mi amigo se encontraba en la guerra del Vietnam.
Desde lo alto fue matando a todos los hombrecitos amarillos, uno a uno. Monos y pájaros también se desplomaban de los árboles. Cerca de la costa a un costado de un campo de plátanos, bastaron unos nuevos teledirigibles para que una aldea entera explotara en fuegos púrpuras sobre las aguas.

– ¿Para qué diablos disparas contra el pueblo?, le pregunté al piloto.
– Me equivoqué, contestó.

Y fumó. Y giró el helicóptero en 180 grados y apareció sobrevolando el mar. Y siguió avanzando y avanzando. A su paso iba destruyendo caminos, puentes, estaciones de radio, fábricas…

¡Qué águila! ¡Qué precisión de águila! ¡Un halcón en la batalla! Cualquier pestañeo le hubiese costado la vida. Hubiese dejado sus plumas reales aplastadas en la tierra del oriente. Mientras volaba, el piloto me iba explicando las técnicas de combate:

– Para aviones y construcciones debes utilizar las bombas dirigibles, para blindados menores la ametralladora movible. Mira, fíjate bien… «Tratataratratatatratrata…».

Y continuaba mi amigo disparando invicto por el cielo. De pronto detuvo el avance y descansó. La hélice quedó sonando sola en las alturas. Comenzó a oscurecer en el mundo, y entonces yo encendí un cigarrillo. Abajo, navegando en el Índico un escuadrón de naves apareció por entre las nubes… El piloto soltó el aliento y volvió al combate:

– Jamás ataques a estos barcos de frente, me dijo.
Y desobedeciendo el consejo, como un kamikase se lanzó contra un submarino que emergía de las aguas… Encaminándose en medio de la noche, un rayo fulminó su helicóptero. Millones de pedazos esparcidos por el cielo. Su gran combate había terminado.
-¿Por qué lo hiciste si sabías que ibas a morir?
– Para que aprendas a jugar, me contestó el piloto.

Luego, apretando unos botones, escribió su nombre en la pantalla.
La guerra es un juego, la música atronadora del aire enrarecido. Algo así corno un alarido salvaje que sube y baja por los resbalines de una noche furiosa.

¿Frente al irresistible silbido de las balas, quién llora los exterminios, las soberbias y antiguas construcciones en ruinas? La sangre de los muertos pinta un soberbio paisaje. La guerra entre los hombres: único gran espectáculo donde las entrañas se emocionan. Portentoso, salvaje, profundo, incontrolable, donde el arrepentimiento llega demasiado tarde.

Esos juegos importaba el Imperio a las colonias. El gran negocio de asomar las vísceras al aire. Y entraban niños a gastar sus ahorros en el gran show de los soldados con estrellas.

Cuando llegó mi turno introduje la ficha en la ranura de la máquina. Silbando, inmutable y olímpico, como un Dios de la guerra, como un diestro asesino que corta flores del jardín con aire inocente, con el encanto de una bailarina que salta de hoja en hoja mientras la sangre pasa bajo los puentes moví las piernas y los brazos. Estaba listo para comenzar…

Y apreté el botón verde de la partida y me fui disparando como un ángel furioso por los dilatados cielos. Apreté los comandos de la izquierda y derribé diez aviones cazabombarderos, los tanques explotaban fulminados en el suelo. Sonaron sirenas de alarma por largos caminos entre la selva y volé esquivando las descargas antiaéreas. No pasaron dos segundos y asomé mi vuelo sobre el océano. Pero camuflados contra el fondo de los acantilados una tropa de artilleros atravesó mi vuelo sacándome del juego.

Todo había terminado… Para el combate hay que tener entrenamiento. De lo contrario se cae, se cae desde siempre, como un pequeño aprendiz que no sabe remontar el vuelo. Se cae hasta «el duro cementerio reservado a los verdaderos aviadores y sobrepoblado de muertos amortajados en sus paracaídas, como momias o larvas que esperan en país de infieles el sol de la resurrección».

Se cae hecho polvo de metales por los huecos del aire. Pájaros, paracaidistas, pilotos, helicópteros, aeroplanos, mariposas, se cae. Ángeles perdidos siempre volando hacia un sol eterno. Alas malditas revelándose ante la muerte.

Muertos entonces abandonamos la sala de juegos, mi amigo piloto y yo. Junto a las tiendas de Providencia, subimos por la vereda. En cámara lenta parecían caer las hojas del otoño.

Pasado el tiempo en mi casa una noche tuve un sueño. Un sueño que ningún hombre de otra época pudo haber soñado nunca. Un escuadrón de máquinas jóvenes como legiones de ángeles salvadores avanzaba por la ciudad.

* * *

¡Ah!, yo pertenecía a otro mundo, se me olvidaba. Venía de la era de los flippers: mastodontes de madera dibujados, pacíficas y lentas bolas de acero chocando con flores de colores. Bares tropicales, cantinas del lejano oeste, monos trepando por palmeras y aullando bajo la luna. Ese tiempo se estaba yendo y yo no me daba cuenta encerrado entre el mar y las montañas. El tiempo, como una cicatriz enorme por el consumo de tecnología, se abría ante la nueva edad de las naves y la guerra.

Entre los niños de la sala jugaba una niña. Era una «lolita», preciosa. No tenía más de 15. Ceñida a su delicado cuerpo traía una corta minifalda. El pelo teñido de rojo le caía disparejo hasta los hombros. Del bolsillo de la campera sacó una petaca de pisco. Mientras hundía los botones, fumaba y tomaba del gollete. Yo tenía apenas 25 y me sentí muy viejo.

El combate de «lolita» era fantástico: encendidos colores metálicos que se esfumaban en el espacio. Formas concéntricas girando, émbolos detonantes casi transparentes en órbita para destruir su nave madre. Minúsculos asteroides que explotaban sembrando el espacio de veneno. Engendros galácticos tejiendo redes de luces en la bóveda celeste. Sirenas aladas huyendo de espanto. Huracanes, ciclones de polvo de estrellas cubriendo las ciudades como una tempestad de arena. Hoyos negros y silencio. Y la nave comandada por la preciosa «Iolita», triunfante salió a la luz desde los intrincados y lúgubres laberintos celestiales.

Mi amigo piloto le ofreció un cigarrillo. Displicente, como quien mira un bicho raro lo tomó entre sus labios; y sin comentarios se instaló a jugar en otra máquina. Entró a la sala un tipo mayor, venía borracho, y del pelo la arrastró por las baldosas hasta afuera. Tras los ventanales los vimos que de pronto se besaban y abrazados se alejaban. Pensamos que en la esquina se pondrían a volar, pero doblaron caminando como lo hacían todos los hombres en el año de 1985.

Esa misma tarde los guerreros sacaron sus máscaras y bailaron una ronda. Faunos rabiosos arrojaban piedras a las niñas del mundo. Al otro lado de una ventana donde posiblemente no haya nada.
En mi ciudad, repetían las personas instruidas y los anuncios:

«Quien no sepa computación en el año 2.000 será un analfabeto». Y el orgulloso anciano que persistía en pasear en su Ford del cincuenta sería volado por el aire. El maquinista aferrado a su lenta locomotora, abriéndose paso entre los bosques, sería volado por el aire. Los relojeros suizos y todo ese delicado mundo de chocolate, sería volado por el aire. El pintor con caballete pintando paisajes estivales, los platos preparados a fuego lento, los bailes de la patria y los vinos viejos serían volados por el aire.
Sin embargo el año dos mil llegará a la tierra. Los pastores seguirán viajando con sus ovejas por los valles. El agua seguirá brotando de los pozos bajo tierra.

La escalada de la técnica. La industria está diseñando una fuente de felicidad y de respeto. El futuro que algunos persisten en creer que nos traerá el paraíso. Poder viajar a la esquina del planeta en fracciones de segundos. Soplando un fermento nos llenaremos la boca de comida. El trabajo lo harán los androides de acero. Nosotros jugaremos al golf, al ajedrez, por fin al amor y al ocio en parques y jardines…Mi país estaba habitado por grandes manadas de cándidos consumidores. Son buenas personas en el fondo. ¡Castillos de barro en las orillas del mundo! ¡Miserables sueños del hombre acomplejado de progreso!

Y abandonamos la sala de los juegos. Esas guerras artificiales. Esos combates de la imaginación y del espanto en lejanos países y constelaciones. La ciudad con sus enormes empalizadas de concreto y letreros girando en lo alto, parecía un signo de un tiempo inanimado, antiguo, columpiándose en el aire, como el paisaje inmóvil de las cumbres nevadas del fondo, a la espera de algún mago que les devuelva el soplo de vida.

Y de vuelta a casa nos fuimos corriendo. A orillas del Canal San Carlos llegamos agotados, con la lengua afuera. Y sobre el puente nos sentamos a fumar, a mirar la corriente. Cartones, diarios, botellas de plástico arrastradas por la corriente, en su gran recorrido al mar y quién sabe si de allí a las estrellas. Y sobre ese puente nos imaginamos muchas cosas, corno por ejemplo nos imaginamos una nueva sala de juegos. Donde niños jueguen con máquinas nuevas. En una máquina donde, en vez de naves, estuviéramos nosotros dentro, con todo lo que estábamos mirando, con el puente, la corriente de las aguas pasando y todo lo que la vida se lleva.
Y sobre el puente pensamos en el viejo sueño de los poetas. Ese de que algún día el juego se juntará con la vida. Y abrimos un libro y leímos: «…Pronto llegó la nave a la isla de las sirenas…Entonces tomé trozos de cera que ablandé un poco al sol y fui tapando el oído de mis compañeros a quienes pedí que me ataran al mástil».

Y sobre el puente seguimos soñando; nada menos que el gran juego de la vida. Ya no escuchábamos el ruido de la corriente, de los autos, de la ciudad. La cera de Ulises nos había tapado los oídos… Y sobre el valle cayó la noche y el reflejo de la luna sobre el agua. Si al menos en el cine uno pudiera besar a la heroína, pensamos.
¡Oh, milagro donde lo leído pueda ser vivido! ¡Alquimia del verbo y la vida! Donde el que cuenta, y la historia, y el que lee la historia serán un solo cuerpo y la misma vida revelándose.

Juegos de video, y estas palabras escritas de vuelta a casa después de un domingo: Palabras que bien pudieron no haberse escrito nunca. Si los pensamientos mueven el mundo, algo asombroso está sucediendo en el patio de mi casa. Miro por la ventana, la hija de mi hermano juega con tierra en la boca, con las piernas colgando de la pandereta, sentada frente a un árbol se pone a cantar:

Qué linda en la rama la fruta se ve.
Si lanzo una piedra tendrá que caer…

por Santiago Elordi

(*) “Cambio y Fuera. Cantos y Visiones” Ediciones Hachette, Colección Arte y Literatura, 1992.

Leonardo Da Vinci en Los Infiernos

Santiago de Chile es una ciudad hispánica de índole o corporeidad muy singular. Día a día sobre su cielo inmensamente azul aparece el sol por detrás de la grandiosa cordillera de los Andes que; a un costado, la protege como una muralla trazada por los cíclopes. Otras veces esta montaña se nos presenta como una ballena gigantesca, varada en tierra verde, que toma diversos colores a la hora del atardecer y que en su lomo tuviese espumas -nieblas-, o bien que en invierno le hubiesen espolvoreado nieve por su lomo. Todo el año se ven desde la ciudad las nieves eternas, pero su altura no sobrepasa los cuatrocientos metros sobre el nivel del mar. A treinta kilómetros están las canchas de esquí de Farellones y a cien, por una carretera plana, entre colinas y montañas, se desemboca en el océano Pacífico. Debiera ser tan calurosa como la Ciudad del Cabo (en Africa), pues tiene su misma latitud, pero un ángel frío e invisible: la corriente marina de Humboldt, que viene del Polo Sur, le otorga cuatro estaciones, frutas y los más bellos durazneros en flor. En primavera el espíritu se confunde y uno se pregunta si está en Tokio.

Pero, como toda ciudad hispánica es de corte irregular y confuso. La calle Alonso Ovalle corre paralela a la gran avenida O’Higgins -su Alameda de las Delicias-, pero es estrecha y a menudo se pierde. Hay muchas calles cerradas, sin continuidad, que de pronto se ocultan, pero vuelven a aparecer, como esos ríos subterráneos, unas cuadras más allá… En la calle Alonso Ovalle está el templo de San Ignacio de los jesuitas y en ella conocí a Roberto Osborne, un hombre demasiado singular, hace algunos años. Era un chileno de origen inglés, entonces tendría unos sesenta años de edad. De elevada estatura y cara rojiza, muy bien rasurada, daba la impresión, incluso por sus cabellos grises, rebeldes y como disparados, de que el tiempo lo hubiese quemado un poco o tal vez, chamuscado.

Sus ojos eran negros y muy vivos. Tenían un raro resplandor de piedra mágica e invicta. Un amigo que por aquel entonces era profesor de Historia me llevó a su casa y, de inmediato, debido al nombre de la calle ya mentado se trabó en una disputa con él. En efecto, afirmaba Osborne que el jesuita Alonso de Ovalle en las descripciones que había hecho de Chile, durante la Colonia española, había afirmado que no muy lejos de Santiago de Chile, las viñas daban unos racimos gigantescos. El profesor negaba el aserto, rotundamente, diciendo que se trataba de «narraciones fabulosas del padre Ovalle, sin ningún fundamento plausibIe». Pero ante mi asombro creciente, Osborne, con un dominio de la química geológica, que me pareció la de un sabio, fue haciendo una descripción acerca de cómo se empobrecían los suelos, después de unos cuatro siglos de cultivos incesantes, hasta dejarnos maravillados. Pero el fuerte de sus conocimientos no era la composición de las tierras sino el esoterismo egipcio, de los grandes sacerdotes y ciertos problemas matemáticos relacionados con la física. Ante el espanto de su familia y sus hijos, había consumido gran parte de su vida en estos estudios, sin ejercer la profesión de abogado. A duras penas se había ganado el sustento en negocios más o menos desconocidos y como calígrafo y químico (en asuntos de medicina legal), en el más importante de los juzgados criminales de su ciudad natal. En esa primera entrevista nos habló largo de Demócrito, el millonario y sabio griego, que según los poquísimos datos que de él aún quedan, vivió en el siglo V, antes de Cristo y que fue, según sus fragmentarios cronistas, el gran visitante de los esquivos sacerdotes e iniciados de Egipto.

Volví varias veces a casa de Roberto Osborne, por las tardes, sin el funesto profesor de Historia, por cierto, que en nuestra primera entrevista había producido esa tan encarnizada y absurda discusión sobre los racimos de uvas, de tamaño gigante descritos por el padre Ovalle. Pero siempre me inquietaban los ojos de Osborne, y su aspecto rojizo, sollamado, como si se tratara de una arcilla que la habían puesto a cocer en un horno de alfareros. Pensaba en Heráclito de Efeso y en su teoría del fuego. Pensaba si el tiempo era, acaso, una expresión invisible de fuego, o de un raro fuego que va quemando a los hombres y los hace envejecer. Nunca tuve el coraje de decírselo y hoy me arrepiento de ello. A menudo interrumpía nuestras veladas su hijo mayor, un joven de mi misma edad, muy práctico y aventajado en sus estudios de medicina, sin ninguna probabilidad de que, algún día, el pájaro azul morase en su cerebro. Entraba sigiloso, le daba a Osborne un beso en la frente con gran prestancia juvenil, y le decía:

-«Padre, cómo nos hemos empobrecido mientras tú sigues buscando la piedra filosofal y vives tan plácidamente «dentro del círculo»…
Esta última frase era una alusión del muchacho a un poema de Osborne -pues había cultivado con esmero la poesía lírica- en que decía:
«Me encuentro donde siempre se es, no estando;
en el instante fijo, que no existe,
siendo en la esencia universal presente».

(Dentro del círculo).

Si bien éstos eran los versos que inquietaban a Javier (el hijo primogénito de Osborne), por mi parte yo pensaba en estos otros:

«Dispongo cuanto indica el manuscrito;
jamás titubearé al interpretarle,
que a la luz interior todo es legible.
Al terminar, cumpliendo con el rito,
sin pena, ni alegría he de quemarle
las fibras en el Fuego inextinguible»,

Entonces, yo me decía para mí mismo: «si, el Fuego inextinguible -el Tiempo- ese que lo está quemando a él…» (Ese que lo está quemando a él, requemándolo terriblemente…).

En una de las veladas, con toda sencillez, un día impensado me dijo:
-«Antonio, a «la luz interior todo es legible». (Utilizaba un verso suyo sin darse la menor cuenta). Anoche he soñado que en el bloque de mármol en que esculpió Miguel Angel su «David» memorable, trabajó antes otro artista…, Estoy seguro que abandonó la obra. . . Luego se le ofreció a Leonardo de Vinci proseguir la tarea, pero rehusó la oferta (vi un caballo colosal…). Finalmente, Miguel Angel tomó el gran bloque de mármol y esculpió su «David». Yo se lo aseguro».

Sentí un germen de fábula en sus palabras. Me intrigó aquello de un trabajo superpuesto, en un mismo bloque. Sentí un raro impacto. Aquello no podía ser como esas catedrales levantadas en parte por una generación y luego concluidas por otra, u otras.

«-De ser efectivo -le repuse- usted lo ha leído en algún libro o alguien se lo ha contado… De ahí viene su confusión…»
Me pareció que su rostro tomaba un aspecto más enrojecido y que sus ojos eran muchísimo más negros. En sus manos me pareció ver el ademán litúrgico y severo de algún sumo sacerdote, para luego responderme con increíble presteza:

«-No, no; no lo he leído en ningún libro, ni nadie me lo a contado nunca,., Estoy seguro, segurísimo. Desde hace algún tiempo estoy recogiendo estas valiosas experiencias de telepatía onírica, ¿Sabe…? Son modestas revelaciones que las capto durante el sueño, en forma imprevista, sobre temas diversos. Algunos no son de mi especialidad, me interesan poco… Hace algunos meses que le conté el asunto relativo a Demócrito, el monumento en su ciudad natal. Pude captar mucho de lo conversado por un círculo de helenistas del Pireo…

Al día siguiente, pese a mis muchas ocupaciones y preocupaciones, tomé contacto con un rumano que actuaba como crítico de arte de cierto diario de mucha circulación. El individuo era calvo como una calabaza y usaba unos gruesos lentes, con armaduras negras, muy especiales. Los usaba de ese tamaño y grosor para lograr una índole o personalidad especial. Después supe, por mi oculista, que dichos lentes le estaban produciendo una afección nasal… La armadura pesaba demasiado. Lo interrogué acerca de las afirmaciones de Osborne, pero no sabía nada, absolutamente nada sobre el particular. Se limitó a decirme:

-«¿Qué quiere que le diga..? Otro juguete esotérico d Osborne … Algo así como el monumento a Demócrito… o esos avances en los cálculos matemáticos para desintegrar el átomo …»
-«El monumento a Demócrito se levantó en su ciudad natal. He visto en el periódico la noticia respectiva. ¿O es que todos estamos alucinados?».

En lo que concierne a Demócrito he omitido decir que Osborne me relató que había escuchado lo «esencial» -fue su palabra exacta- de una reunión habida, no recuerdo bien si en el Pireo o en Atenas, en sueños, por medio de su telepatía onírica acerca del monumento que se había acordado erigirle a Demócrito. Lo que más me inquietó al darme la noticia no fue su autenticidad, sino acerca del hecho de si se podría ubicar o no, después de veinticinco siglos, la cuna terrestre del sabio griego Pero en torno al bloque de mármol nadie pudo decirme nada. Como Osborne insistiera en la verdad de su revelación, me adentré, por mi cuenta, en investigaciones sobre el gran Leonardo de Vinci. Supe que fue el hijo natural de un señor importante. Conocí su desafecto por las mujeres y su amor por los efebos. Entonces comprendí por qué su estampa de Cristo no era varonil. Me impuse de las intrigas históricas en torno a su Gioconda y su sonrisa de esfinge; dicho sea de paso, pese a su maestría; esta Gioconda siempre me resultó poderosamente antipática. Una vez, por el periódico, supe que había sido robada del Museo del Louvre. Compadecí, secretamente, al hombre que verificó su hurto. Después me inquietó esta frase suya: «El hombre posee gran razonamiento, pero en su mayor parte vano y falso. Los animales lo tienen en menor grado, pero útil y verídico». Varios días repetí: «vano y falso» como quien se mece en una silla de balancín: «vano y falso». Todo lo contrario de lo que nos decía el sacerdote que nos hacía clases de religión y que negaba, a pie juntillas, la inteligencia de los animales. Cuando niño yo siempre me resistí a creerle lo que afirmaba el padre Marambio, pues Ludovico, mi gato, según mis experiencias, era un genio. Después hallé otra frase de Leonardo que me pareció inmensa: «La vida bien aprovechada es larga». Yo entonces quería vivir mucho, muchos años. Ignoro para qué. Pero luego hallé otra, maravillosa: «iFatiga, primera muerta! Yo no me canso nunca de servir». Entonces, no me di cuenta de que quien amase esta última sentencia, siempre sería pobre. Es lo que me ha sucedido y no lo deploro. Yo sé que mi coraje es más alto que los montes Himalayas. Avancé por sus palabras y leí lo siguiente: “El ambiente de una pequeña habitación reajusta el espíritu. El ambiente de una grande, lo extravía». Yo entonces dormía en un cuarto muy pequeño y me causó cierto orgullo haber coincidido con Leonardo. Pero sus afirmaciones y estudios eran una cascada interminable (iqué hacer!): «El corazón es el más poderoso de los músculos». Leonardo fue el primero en descubrirlo y afirmarlo. Dibujó corazones maravillosamente. A fines del siglo XV conoció su funcionamiento como el más moderno y afamado de los médicos de hoy. Seguí avanzando por sus escritos, mejor dicho por los restos de sus manuscritos, pues los confió a un individuo que los puso en un granero y las lluvias los destruyeron, en gran parte, después de su muerte. Pensé que los papeles de los hombres que aman a los efebos siempre tienen mal fin. Sólo las mujeres sirven para guardar tesoros. Sólo ellas. Pero proseguí leyendo. Supe que había descubierto la ley de la gravitación universal y que el que hizo los cálculos fue Newton. Luego estudiando el mar Adriático hasta Montferrat, en Lombardía, contradijo a la Biblia en sus afirmaciones sobre el Diluvio. Sus estudios de las capas de conchas de las montañas daban otros datos muy diferentes. ¡Dios mío, pensé, cómo no lo alcanzaron las llamas de las hogueras del Santo Oficio! ¿Fué procesado o perseguido? No. Los hombres que aman a los efebos tienen pocas responsabilidades familiares. Sus afirmaciones no son muy tomadas en cuenta. Además, fue amigo de príncipes, cardenales y prelados preciaros. Entonces mi infra yo se dijo: «el papa Borgio tenía hijos; ¡ésos sí que eran Papas!». Finalmente, me encontré con el pintor. Leonardo decía en un párrafo muy especial: «La pintura va declinando de edad en edad y se va perdiendo cuando los pintores no tienen por maestra más que la pintura que los precedió»: (Y proseguía): «El pintor producirá una obra de escasa calidad si toma por maestra la pintura de los demás” (pensé en el pobre Portinari); pero si se inspira en la naturaleza dará buenos frutos». (Vi a Goya con su maja desnuda, que no era tal maja sino que una noble española que le gustaba recostarse desnuda). Pero el texto seguía: «Nosotros vemos que desde los Romanos (lo escribió con mayúscula) los pintores se han imitado el uno al otro y así, de época en época, provocaron siempre la decadencia de ese arte». (iPobre Portinari .. .!). Y el texto terminaba así: «Después, vino Giotto: ese florentino nacido en solitarias montañas, habitadas solamente por cabras y parecidos animales, y mirando la faz de la naturaleza como equivalente del arte, se puso a dibujar sobre las rocas las actitudes de las cabras que guardaba y continuó dibujando todos los animales que encontraba en la región (sin duda que no amaba a los efebos, pensé) y esto, de tal modo, que después de mucho estudio, superó no solamente a los maestros de su tiempo, sino que también los de muchos siglos pasados».

¡Por fin creí estar cerca de lo que buscaba! Leonardo también había sido escultor y planeó un monumento ecuestre, con un caballo gigante, hecho todo de cera, para Francisco Sforza. ¡Cuán grande era Leonardo de Vinci y cuán ignorantes somos nosotros! Dicen los cronistas que el caballo estaba listo para fundirse en bronce (y leonardo ya había hecho los estudios para fundir doscientas mil libras de ese metal, una tarea casi imposible para la época), cuando llegaron los franceses, sitiaron a Milán y los soldados empezaron a ejercitar la puntería en la cera del caballo utilizándolo como blanco… Pero pronto me di cuenta de que la verdad no era ésa… Tras esa inquietante fábula se ocultaba la incuria y el descaro de todas las épocas -incluso el Renacimiento- frente a los prodigios del arte y los artistas. La intemperie y el olvido, no las ballestas de los soldados franceses, meros alfileres frente al colosal caballo, destruyeron, para siempre, a esa octava maravilla del mundo. Milán lo sabe.

Osborne me había dado mucho trabajo, es cierto, pero, ¡cuánta alegría! Pude saber tantas cosas. En ciertos momentos tuve varios presagios. Osborne era reputado por algunos -los menos, por cierto- como un hombre peligroso: debido a su curiosidad insaciable (un poco Leonardesca, pensé…), una cierta vez se había puesto (él mismo me lo relató), a revisar en uno de los juzgados del crimen, en donde trabajaba, unos objetos de valor de un caballero que había sido asesinado en condiciones muy misteriosas (amores extraños, me agregó) y fue detenido, algunos días después, pues los detectives, tras de muchas averiguaciones hallaron sus impresiones digitales en ellos y creyeron haber dado con el verdadero asesino. Osborne, rara vez recordaba este lamentable suceso, pero, cuando lo hacía, se reía a carcajadas. ¡Demonios -pensé-, ir a ver a Osborne sirve sólo para salir cargado de problemas raros y más que todo, enciclopédicos! ¡La cosa había empezado por los racimos de uva, gigantes, del padre Alonso de Ovalle y ahora había estado embobado y enfrascado en el colosal monumento ecuestre a Francisco Sforza!

Pero toda búsqueda al fin se corona con la decepción o el júbilo y todo lo relativo al David de Miguel Angel, ya estaba aclarado: Decía el texto: «En los primeros años del siglo XVI existía en las proximidades de Santa María del Fiore, un gran bloque de mármol en el cual se había esbozado en parte la imagen de una figura gigantesca. El artista que por incapacidad hubo de abandonar este trabajo cuando apenas estaba iniciado fue Bartolomeo di Pietro». Pronto supe -Vasari lo dice- que el gonfaloniero Pietro Soderini tuvo «la idea de confiar a Leonardo de Vinci la terminación de la estatua que debía ser la de un David blandiendo su honda». Todavía existen no pocos dibujos de Leonardo, en los cuales ha quedado el testimonio gráfico de que intentó realizar esta obra. Pero todo parece indicar que su preocupación por fundir el colosal caballo de Francisco Sforza lo hizo desistirse de este proyecto y él pasó, de lleno, a manos de Miguel Angel. El asunto estaba claro y yo sentí una ínfima impresión deslumbrante. Me imaginé el gran bloque de mármol blanco y al saberlo todo sin duda que debí encarnar una mínima cuota de esa impresión maravillosa que vivió Roald Amundsen cuando colocó su bandera noruega en el polo Sur. ¡Eran las inevitables exploraciones bibliográficas a que nos conducía Osborne! Recuerdo que ese día me encontré con Mardoqueo Mardones, un compañero de estudios de derecho, al cual le conté la ubicación del aserto.

-«¡Lindo hallazgo!» -me dijo-. «¡Cómo pierdes el tiempo tratando de confrontar las pedanterías mágicas de Osborne! Cualquier auditor de ondas cortas,… mira, para ser más concreto… cualquier individuo que posea un buen receptor Hallicrafter, sabe más que Osborne y toda su majadería de la telepatía onírica…»

Aun hoy recuerdo que me imaginé a todos los encarnizados auditores de ondas cortas como a vampiros invisibles pegados a todos los muros, los techos, las azoteas y todas las casas del mundo, escuchando, espiando, sabiendo miles de cosas. Vi las pequeñas islas griegas con sus palacios y a los monjes budistas de Bangkok con sus túnicas amarillas a la hora del crepúsculo. La hora en que las ondas cortas se escuchan mejor durante el invierno. ¿Era compatible una audición de este tipo con esos interminables cálculos matemáticos en que estaba sumido? Por mi parte, tampoco nunca le atisbé instalaciones de este tipo.

Cuando volví a verle y le conté que había podido comprobar sus aseveraciones, después de no pocas búsquedas, se mostró algo frío y ausente. Ya le preocupaban otros asuntos muchísimo más complicados. Después de unos largos minutos su rostro tomó una rojez más intensa (es el fuego de Heráclito, el tiempo que lo está consumiendo y quemando, pensé para mí mismo), y experimentó cierto gozo de que yo hubiese comprobado su visión.

-«Antes de contarle -me dijo- aquello que yo llamaría la metamorfosis del «David» de Miguel Angel, lo único especial que sabía de él es que estuvo por largo tiempo en un patio de Florencia, pero al fin se dieron cuenta que la lluvia lo estaba gastando… (la lluvia también gasta las cosas, me insinuó) y, entonces, hasta los días de hoy fue colocado bajo techo».

Pero bien sabía yo que sus inquietudes ya eran otras. Mientras miraba sus antiguos libros -casi quemados por los años, víctimas ya de una amarillez insalvable, me habló largamente del “almoducto». En un principio no pude entenderle bien de qué se trataba. Me explicó que la palabra venía de «alma» y de “conducto» y que ya era una creación familiar a los mejores arqueólogos mexicanos. Que era el tubo o el orificio que habían dejado los egipcios y todos los pueblos antiguos -incluso los mayas y aztecas- en las tumbas y sarcófagos para que las almas de los difuntos pudiesen circular libremente. Le escuchaba con atención, pero subrepticiamente lanzaba algunas miradas para ver el susodicho aparato de ondas cortas que si no era una testarudez, al menos era una obsesión en la mente de mi amigo Mardoqueo Mardones.

Confieso que siempre me inquietó esa especie de lobreguez aristocrática de su sala escritorio. Era estrecha, algo oscura, recargada de papeles y de mapas. Había un globo terráqueo, demasiado amarillento, con los tonos del marfil antiguo, pero con una maravillosa escala para medir distancias, longitudes, latitudes, horas, segundos. A veces su sala me parecía el despacho de un piloto náutico, pero un cuarto que quedase bajo la línea de flotación del barco, aunque tenía dos pequeñas ventanas a la calle. Esta, aunque decente y bien situada, pero con veredas estrechas y sin árboles, dejaba en el corazón un dejo de enclaustramiento, de opresión e Irremediable tristeza, porque todo en Santiago de Chile resulta terroso e insignificante comparado con un cielo siempre azul y su gigantesca cordillera de los Andes.

-«La sabiduría de los antiguos -volvió a decirme Osborne- está en esos «almoductos». Porque el espíritu es algo material… ¿cómo explicarlo? Es algo así como un circuito electrónico, un fluido, tiene ondas. Sólo puede expresarse en Dios o en otros cerebros. Porque nuestro espíritu es material, jamás podrá entender la materia ni el mundo que nos rodea. Estamos muy demasiado por debajo de Dios. El lo sabe».

Ese día lo encontré más inquietante que nunca. Su rojez me pareció satánica, ligeramente mefistofélica. Reconozco que no logré asir profundamente su pensamiento. Las inquietudes de nuestro siglo eran otras y, en esos días, más que un piloto de altura con tantos mapas, Roberto Osborne me pareció más bien un náufrago. Sólo algunos años después -tal vez demasiados- cuando tuve en mi casa un ídolo chibcha auténtico con tres «almoductos», volví a meditar en sus palabras y me produjeron un cierto deslumbramiento. No era propiamente un ídolo sino que un retrato funerario. Casi una urna.

* * *

Prolongados viajes y estancias en diversos pueblos de Latinoamérica me distanciaron de Osborne. Cada seis o siete mese recibía alguna carta suya. Viví en Buenos Aires después de terminada la Segunda guerra mundial y alcancé a percibir como quien dice las últimas mareas o terribles oleajes del espantoso conflicto. Recuerdo que Osborne me escribió dos o tres veces, pidiéndome detalles raros, de testigos presenciales, relacionados con la batalla naval que culminó con la caza del acorazado alemán de bolsillo «Almirante Graf von Spee», no muy lejos de Montevideo, por una escuadra británica cuyo barco guía creo que fue el «Exeter», que después del combate llegó a puerto con muchos muertos y heridos a bordo. Yo tenía demasiadas preocupaciones y me resultaba muy duro complacerlo en una ciudad tan llena de automóviles y con un tráfico urbano tan complicado como el de Buenos Aires. En cualquiera diligencia se gastaba un día entero y no había nadie que me reemplazara en las faenas. Por eso, cuando estuve en Bogotá no le hablé una sola palabra sobre mi estatuilla chibcha. ¡Qué iba a decirle, si tiene tres almoductos!

Ignoro si los datos solicitados sobre el acorazado von Spee tenían algún sentido esotérico o fueron meras inquietudes de germanófilo oculto, pese a su apellido inglés. Confieso que nunca aclaré la duda, pese a los rumores que entonces circularon ce que mi amigo Osborne se habría dedicado al espionaje para cierta potencia europea. Todo me pareció una gran calumnia incluso cuando me decían y repetían que los peritajes de los juzgados eran una mera pantalla incapaz de producir las entradas para alimentar a los peces de un pequeño acuario.

* * *

Hoy vivo en La Habana y confieso que el aire siempre tibio o cálido y el cielo profundamente azul, acelera la imaginación con espirales de vértigo. Las cabezas humanas siempre colocadas a una temperatura de treinta grados ven el mundo de otra manera y el sexo es un diamante interior que ilumina el rostro de Afrodita, con meridiana intensidad. Las palmas reales sellan con una naturaleza muy propia de ellas el horizonte, tanto de las tardes como de las noches ligeramente rosadas. Natalia Navia nuestra poetisa y amiga, las ha definido con mucha pulcritud e ímpetu de amor, en una especie de letanía. Dice de las palmas:

«..Antífona del puerto.
Flauta del huracán.
Arquitectura siboney.
Vértebra zodiacal.
Pedestal del relámpago.
Hélice agraria.
Garza encantada.
Radar de la libertad».

Dice esto y mucho más. Su enumeración es encendida y larga. En sus veladas hemos consumido muchas palabras y la levadura de muchas noches del Caribe. La casa de Natalia Navia está cerca de la Calzada de Columbia, perdida, aparentemente, entre los árboles y las estrellas. Noche a noche también está con nosotros Isaías del Val, con su rostro tan parecido al de Federico García Larca. Caballero de la Orden de Malta y profesor sin cátedra, mira hacia el pasado y el futuro con una serenidad grandiosa. Mi imaginación a veces lo ve deambulando por palacios del medioevo italiano o tomando parte en una procesión de Siena, en los días de hoy, vestido con sus ropas soberanas y portando los más finos estandartes medievales. Porque así es el Caribe, encendido y brillante como las escamas de sus peces multicolores y las plumas de sus pájaros maravillosos. En ciertas veladas nuestra obsesión es América y a veces hablamos de ella como si la hubiésemos perdido para siempre.

Pese al tiempo y a la distancia Osborne ha vuelto a escribirme. Me hace recuerdos históricos del conquistador Hernando de Soto. Me señala que fue el primero en tomar el camino de Miami, ante la inseguridad de las defensas españolas en el puerto de La Habana. Los contertulios pensamos que huyó inútilmente, pues pronto fue asesinado en La Florida. Pero Osborne me pide datos sobre las viejas murallas de La Habana, hace tanto tiempo derruidas. Me siento abrumado y le paso todo el pedido a Isaías del Val. Pienso que estará feliz recorriendo las arcaicas murallas invisibles. Pero todavía hay mucho más. Le interesan oscuros e ignorados imagineros del Caribe. ¿Cómo los ha descubierto? Todos los ignoran. Recuerdo que Natalia Navia posee un retablo de Juan de Juanes y, humildemente, le pido una investigación. Finalmente, me explica sus nuevas experiencias sobre la telepatía onírica. Me cuenta que ha visto a la Gioconda de Leonardo de Vinci, sonreír en La Habana. En su carta me dice, textualmente: «En el último mes he hecho grandes progresos en la telepatía onírica. En dos noches sucesivas he visto, en La Habana, sonreír a la Gioconda. Su perfil es muy hermoso. Créamelo, amigo mío». Luego pasa a explicarme sus dolencias reumáticas, pero yo ya temo más por su mente que por sus músculos. Han pasado no pocos años. No me atrevo a contarle a mis amigos de las «Veladas de la Calzada de Columbia» -llamémoslas así, estas últimas aseveraciones”. Siento un profundo pudor por la salud mental de mi amigo. No conviene exponerlo a críticas inquietantes. Isaías del Val está de buen humor y nos dice:

-«Ustedes saben que nosotros los Caballeros de la Soberana Orden de Malta primero perdimos la isla de Rodas, luego la de Malta y ahora la de Cuba.. ,»
-«A propósito de islas -acota el escultor Tobías Taboada (mientras roza con su dedo índice su pequeña barba blanca)- Huidobro dijo lo siguiente: «Napoleón era una isla, nació en una isla, murió en una isla. Su historia es un archipiélago».

* * *

Cada vez que Natalia Navia nos llevaba al taller de Tobías Taboada en su pequeño automóvil inglés de color marfil y verde, siendo ella uno de los pocos conductores con que yo me siento absolutamente seguro, tengo el tiempo suficiente para ver sus rasgos tan parecidos a los de la princesa Margaret Rose, de Gran Bretaña. Toma la carretera, casi siempre por la misma ruta, hacia el pueblo vecino en que Taboada tiene su taller en una bella colina ondulante, con un bélico y bíblico horizonte sitiado por las palmas reales. Poco antes de llegar a la casa del escultor, una especie de chalet o mágica barraca para duendes rodeada de árboles y flores tropicales. Natalia saca lentamente su dedo índice izquierdo por la ventanilla del coche nos dice:

-«En esa otra colina vivió Ernst Hemingway. Allí escribió “El viejo y el mar»…

Apenas entreveo la casa. Las palmas como -soldados infatigables velan la colina y hay demasiados árboles, Parece que fueran mangos.
La entrada a la mansión de Tobías Taboada es hermosa, acogida por la penumbra. Bajo dos hileras de árboles y arbustos, a ambos lados de la senda que conduce a la casa taller, están sobre sus plintos no pocos retratos. Lincoln con su rostro de inventor paciente más que de político, nos atisba desde un ángulo. A la izquierda está en mármol una mujer cubana cuyos labios (aunque blancos) parecen vivos. Creemos que los de Afrodita no fueron más agraciados. Y en una pequeña fuente Alicia Alonso hace un paso de danza. Mira hacia el Este. Finalmente hace contrapunto con la puerta de entrada su gran San Francisco, de pie, con una unción como levitada. Pienso que debiera estar en la capilla de una base de cohetes para astronautas. Parece que por su propia fuerza fuese a elevarse. Aquí hemos proyectado nuestras veladas desde un nuevo ángulo. Recuerdo que un día hablamos de Victoria Macho. Les conté haber visto su estupendo monumento a Belalcázar en una colina de la ciudad de Cali. Muchas veces el sol se ha puesto bajo el peso de nuestras palabras, lentamente, en la casa taller de Taboada.

Una tarde soleada e idéntica a tantas otras los escasos cuatro contertulios de nuestras veladas llegamos a su mansión ajenos a todo enigma. Taboada tenia los ojos visiblemente más negros y su fina nariz ligeramente rojiza -es demasiado blanco-, daba un margen más pleno a una invisible sonrisa. No dije nada, pero empecé a inquietarme: ¿Ouién habrá llegado o estará en su casa? ¿Algún escultor contemporáneo ideador de artefactos o adefesios de hierro y hojalata? ¿Un González cualquiera de la pobre y vapuleada escultura del siglo XX? Seguí observando. Taboada estaba un poco aéreo, como su San Francisco. Avanzó hacia el fondo de su taller y nos dijo que iba a mostrarnos algo, Levantó cuidadosamente los trapos mojados que tenía sobre la arcilla de un busto grande con esa seguridad propia de los que tienen educadas sus manos como si fuesen los más finos instrumentos de precisión. Nuestros ojos chocaron, mágicamente, con lo imprevisto. Era la Gioconda de Leonardo de Vinci llevada a la escultura. En el primer instante nos quedamos silenciosos, pero pronto surgieron las exclamaciones de asombro. ¡Al fin veía yo una Gioconda fina, aérea, antillana! Aunque idéntica a la otra era algo más joven, tal vez mucho más joven. Hoy pienso que de ahí, tal vez, procedía su arrollador encanto. Pasaron unos nuevos instantes y pensé en la carta de Osborne… ¿Dónde la había guardado…? Difícilmente recordé su frase: «Su perfil es muy hermoso». Ahora la comprendía cabalmente: sólo en una escultura podría verse ese perfil. Todos le preguntaban a Taboada cómo la había hecho y no me dieron la menor oportunidad para decir una sola palabra sobre Osborne. El escultor nos mostró dos reproducciones pictóricas del célebre cuadro de De Vinci y nos aseguró que la había esculpido sin ningún dibujo previo. Era lo cierto. Para ver el equilibrio de todas sus partes nos trajo un espejo veneciano y nos pidió que la mirásemos a través de él. Realmente, era perfecta. Yo me sentí liberado. La pesada Gioconda de Leonardo, esa parecida a Benito Mussolini por el mentón tan fuerte, había dado paso a esta otra, viva, triunfalmente antillana. Pensé en los milagros que puede hacer la espuma de las islas situadas en mares verdes. Ahora supe por qué Natalia Navia había llamado a la palma real: arquitectura siboney. Pronto debíamos partir de la colina y ya no era posible hablarles de Osborne. Además, ¿si hubiera perdido su carta? Pensaba en su telepatía onírica y en su teoría de los «almoductos». Durante todo el camino me fui meditando en Osborne. Como hablase tan poco me preguntaron si me sentía enfermo. Llegué a intuir que mi amigo Roberto Osborne había sido durante toda su vida un inquieto dramático, una enredadera que había lanzado zarcillos y tentáculos hacia todos los conocimientos… en suma, algo así como un micro-Leonardo de Vinci . .. perdido en esa sórdida y estrecha calle de una capital latinoamericana sita al pie de Los Andes.

Llegué a la casa al anochecer, un poco obsesionado, con mucha prisa en hallar y releer la última carta de Osborne. Ella sería un título preciado y único. Se la leería a Taboada y los contertulios. En otra visita, a no dudarlo, sería el eje invicto de la reunión. Causaría tanto o más sorpresa que el propio busto de la Gioconda. Abrí gavetas, hojée libros, pero… no estaba. Cené decepcionado e intranquilo. ¡Por fin el subconsciente me dio la pista. Repentinamente recordé que la había dejado junto a un libro con reproducciones de Leonardo de Vinci!.

Dos o tres días después tomé la carta con su sobre y sus correspondientes sellos de correo y me dirigí a la habitual velada para mostrársela a los contertulios. Iba a tomar la palabra para exhibirla, cuando Natalia Navia, con un aire preocupado y sombrío, me dijo sorpresivamente:

-«Ha pasado algo horrible. Ayer estuvimos en el taller de Taboada y nos contó que al día siguiente que fuimos nosotros, como a eso de las seis de la tarde, el busto de la Gioconda se hundió y, al parecer, cayó al suelo de cabeza. Como la arcilla todavía estaba húmeda, se destruyó totalmente. Jamás en toda su vida de escultor, en treinta años de trabajos, le pasó algo semejante… Jamás, a pesar de que en su catálogo figuran más de trescientos retratos de patricios cubanos y celebridades de otros países. Taboada está enfurecido y profundamente amargado… No es para menos».

Escuché a Natalia atentamente y sentí una decepción casi irremediable. La noche estaba encendida por los élitros de los grillos con una música insaciable. Hacía un leve calor. No pude reponerme del todo, pero les leí la carta de Osborne. Isaías del Val miró los sellos del sobre con toda atención y trajo una lupa. Comprobó las fechas de los timbres de los correos y exclamó:

-«El señor Osborne vio el busto desde Santiago de Chile. Las fechas coinciden exactamente. Llamaré por teléfono a Taboada inmediatamente…»

Desde el corredor oímos, veladamente, la lectura de la carta y las exclamaciones que hacía, mientras Taboada, ajeno a todo, de seguro, lo contrainterrogaba… Volvió a su asiento en la velada y nos relató que el escultor, furioso y apesadumbrado había vuelto a modelar otra Gioconda, pero que «la sonrisa no le salía» y que, por minutos, se estaba desesperando (Por todo comentario le dije:
-«Leonardo de Vinci mora en los infiernos. Ahora me lo explica todo…»

Mis palabras tuvieron la virtud de catalizar ese clima mágico, casi ritual, que había logrado crear la carta de Osborne. Creí estar, otra vez, junto a los papiros e inscripciones egipcios de su esotérico escritorio de la calle Alonso Ovalle. Los muchos años que había estado separado de Osborne, las lagunas del tiempo, a decir verdad, en esos instantes, ya no las sentía. Asocié, de inmediato, la destrucción de la Gioconda a la del caballo gigantesco a Francisco Sforza, modelado en cera. Ví a los ballesteros franceses, bulliciosos y fuertes, con los bíceps prominentes, disparar sus ballestas contra el coloso, como si fuesen los rayos de una luz siniestra. Y vi pequeñas hebras de cera, resbalar como lágrimas por la pulida superficie del colosal caballo.

Al día siguiente llegamos al taller y mansión de Taboada para ver la nueva Gioconda. Todos, sin exceptuar ninguno de nosotros, nos quedamos mudos. La nueva Gioconda era pesada; carecía de énfasis vital. («Es una italiana cualquiera, sin luz, dijo mi infra yo, en su tono interior más bajo y deprimido que era posible»). Taboada nos miraba a todos un poco consternado. Como si fuese un náufrago presa de la fatiga, no se atrevía a interrogarnos. Tomé el espejo veneciano y me puse a mirar las palmas de la colina de enfrente. Luego volví al estudio y escuché a la madre de Natalia que decía:

-«La boca de la otra era muy distinta… Debió ser más grande…»
Como la arcilla estaba fresca, Taboada avanzó hacia el busto y dio algunos toques… Mejoró bastante, pero no era la otra… Imposible. No era todavía la otra… Sin embargo, comprobé que nuestras memorias podrían reconstituirla. Con una audacia que casi me pareció desparpajo, manifesté:
-«Tiene los ojos demasiado abiertos. La otra miraba en forma distinta…»

Taboada avanzó nuevamente e hizo algunos retoques. Ahora sí que reía..: Era otra, pero volvía a ser la Gioconda. Los ojos de Taboada también se iluminaron como si dos coleópteros muy negros se hubiesen, súbitamente, incrustados en ellos, en un vuelo muy rápido como de prestidigitadores diminutos. Natalia e Isaías dieron nuevas instrucciones. Taboada parecía un autómata teleguiado. ¿Ahora éramos nosotros los escultores? Estábamos llevando a la arcilla a la otra, a la Gioconda entrevista por Osborne, a tantos miles de millas de distancia?

-«Ignoro por qué -le dije a Taboada-, pero hoy creo que fue Leonardo de Vinci el que destruyó a la otra…»

Mientras el ángelus cubría de invisibles rosas la colina de enfrente, abandonamos el taller. Cuando el automóvil ya estaba en marcha, la madre de Natalia nos dijo con pleno énfasis:

-«¡Qué va, su ángel lo abandonó y la de ahora es otra…!”
Efectivamente, la primera Gioconda ya no se podía reconstituir jamás. Era la Gioconda Siboney con la más pura gracia de las mujeres del Caribe. Era la que irritó a Leonardo y volvió a Taboada supersticioso. La nueva Gioconda era una Gioconda que sonreía tristemente. Taboada, varias veces, por indicaciones nuestras, esa misma tarde, trató de superarla, pero fue en vano. Las instrucciones eran erradas y había que borrarlas. En esa forma quedó definitivamente esculpida. Cuando la arcilla estuviese seca, una semana o más, sería llevada al gran horno de cocción para luego ser trasladada al bronce para siempre. Se usaría la técnica de los moldes de arena ante la imposibilidad de utilizar los de cera.

Una semana después recibí una llamada telefónica de Taboada. La noche estaba serena y veía desde mi casa -muy elevada por cierto, en un edificio de veinte pisos- cómo la constelación de Sagitario iba descendiendo sobre el mar. Un clima de magia envolvía a Taboada. Me hablaba de Osborne y de los almoductos con un brío desconocido. De la teoría de éste en el sentido de que el espíritu debe ser un fluido, una onda. Hacía acotaciones o comentarios y me decía que a él, como escultor, lo había impresionado extraordinariamente, pues de los miles de almoductos que dejaron abiertos, desde los días de los egipcios los escultores del pasado, por muy pocos tal vez pasaron almas de elegidos, ondas que sólo pueden traducirse, para siempre, en el polifacético ser de Dios. Esos debían ser los inmortales. Los salvados. Y que Leonardo de Vinci, de seguro, era uno de ellos.

Pero sus sobresaltadas y afiebradas palabras ahora tenían un nuevo y raro antecedente real. En una semana la arcilla de la nueva Gioconda se había puesto negra, cosa que nunca, ja más, le había sucedido en su ya larga vida de escultor con casi sesenta años de edad… Luego me decía que este suceso inesperado lo había hecho ver que sería una imprudencia llevar el busto al horno de cocción donde podría hacerse mil pedazos y que había optado por sacar una copia en yeso para evitar nuevas zozobras y fracasos inesperados. Sólo me limité a decirle, con cierta ironía:

-«Ya lo ve, ahora se puso negra. . . Dígame si Leonardo de Vinci no mora en los infiernos…»

La Habana 7, 8, 9 y 11 Feb, 1962.

por Antonio Undurraga(*)

(*) “El Eclipse de Narciso y otros cuentos” Editorial del Pacífico, 1973.

La gran farsa lunar

Howard Koch recuerda en The Panic Broadcast la legendaria emisión de The War of the Worlds en 1938, que causó una reacción colectiva de pánico en USA. Para quienes no están al tanto de la historia, el resumen es que la dramatización radial de una invasión marciana resultó un punto más realista de lo deseable, de modo que millones de personas lo tomaron como una transmisión en vivo de hechos reales. El resto es fácil de imaginar. El pánico hizo que miles de personas colapsaran los caminos y los medios de comunicación, huyendo de las ciudades cercanas al sitio de la invasión e intentando alertar a sus familiares. La CBS, cadena que emitió el programa, se vio enfrentada a demandas de millones de dólares. Afortunadamente la historia terminó bien, pues no hubo personas heridas o muertas, y tras unos días la opinión pública vino a considerar que el incidente había servido para diagnosticar la mala preparación del país frente a una invasión real.

Once años más tarde, el 12 de febrero de 1949, la traducción de la obra fue emitida en Ecuador, produciendo un efecto similar hasta que fue necesaria la intervención del ejército. Mientras en USA la cadena CBS nada más debió adoptar el compromiso público de no volver a usar la transmisión de noticias como un recurso teatral, en Ecuador la Radio Quito fue incendiada y 20 personas murieron.
Uno de los aspectos que a Koch le intriga de ese recuerdo es lo sencillo que hubiera sido para cualquier persona cambiar de estación de radio y comprobar que en ninguna otra el mundo se estaba acabando. ¿Por qué la mayoría no lo hizo? Una posible explicación es que los hechos que se representaban en la obra calzaban perfectamente con las ansiedades e incertidumbres de la época (recordemos que un año más tarde comenzaría la Segunda Guerra Mundial). Esa sensación de descubrimiento, de respuesta, de “esto era”, habría sido tan poderosa que habría hecho innecesaria la necesidad de confirmar hechos, de contrastar teorías. Esto no es un fenómeno aislado y está a la base de varias teorías de conspiración que intentan dar respuesta al nuevo cuadro de ansiedades e incertidumbres que hoy vivimos. Nada malo con ello, pero si se trata de teorías de conspiración con una base científica, entonces tenemos que cambiar de estación y oír que transmiten las demás.

Un ejemplo paradigmático de una teoría de conspiración en que sus proponentes rehúsan escuchar otras estaciones de radio es la popularmente conocida como “Moon Hoax”, que podríamos traducir como “Farsa Lunar”. ¿De qué se trata? Los libros de historia señalan que en 1969 un grupo de astronautas estadounidenses llegó por primera vez a la Luna. Eso es también lo que parece sugerir la evidencia que hoy podemos examinar, desde los videos que la NASA mantiene en Internet hasta las numerosas entrevistas hechas a los astronautas, pasando por el análisis de muestras de material lunar y varios experimentos hechos desde la Tierra gracias a equipos dejados en la Luna por la misión. Sin embargo, hay personas que han avanzado una teoría disidente, una teoría que, en el contexto político de la época, tiene sentido. En los años ’60 Estados Unidos y la Unión Soviética se encontraban en plena Guerra Fría. Ambos países competían por demostrar la superioridad de sus diferentes modelos económicos y políticos, pero al mismo tiempo competían por forjar alianzas con países no alineados con una u otra potencia. Ambos consideraban que el logro de importantes metas científicas y tecnológicas podría persuadir al mundo de su capacidad y convencer a los países indecisos de unírseles. La Carrera Espacial era la prueba emblemática en esta olimpiada política, pero la medalla estaba reservada a quien pusiera pie en la Luna. ¿Prueba de ello? Baste observar que casi nadie recuerda hoy que fue la Unión Soviética quien logró casi todos los “primeros” en el espacio (primer satélite, primera mujer, primera caminata espacial, etc.). Nuestra memoria de la Carrera Espacial está dominada por la huella de Neil Armstrong en la superficie lunar y por sus palabras “That’s one small step for Man, one giant leap for mankind.” (1). La teoría de conspiración dice, no obstante, que este triunfo se obtuvo haciendo trampa, no llegando a la Luna sino aparentando haber llegado ahí. ¿Cómo? Desde la seguridad de un estudio de televisión en que las escenas de la transmisión habrían sido falseadas. A favor de esto citan evidencia que a primera vista luce muy sólida: errores en las imágenes difundidas por NASA, fenómenos que se observaron en la superficie de la Luna y que no deberían haberse visto allí por carecer ella de atmósfera, etc. Quienes se oponen a estos planteamientos dicen que toda la supuesta evidencia puede ser explicada en términos convencionales, pero que a su vez la teoría de conspiración no es capaz de explicar otras evidencias a favor de que el alunizaje sí tuvo lugar.

¿Quién tiene la razón? Lo mejor para ello es ver directamente la evidencia que el grupo a favor de la teoría de conspiración aporta y discutirla científicamente. Pero primero algunas reglas.

Las reglas del juego

La primera regla es estar dispuest@ a reconocerse equivocad@. Esto es un requisito de cualquier discusión científica. Es importante que antes de empezar la discusión cada parte defina claramente qué es lo que la otra podría hacer o podría demostrar que la convencería de que su punto de vista es erróneo. La omisión de esta etapa es ostensible en muchas discusiones sobre supuestos avistamientos extraterrestres, por ejemplo, cuya rutina es más o menos la siguiente: una persona tiene una fotografía que considera evidencia de un fenómeno cuya única explicación (en su opinión) sería la presencia de una nave extraterrestre. Se acerca entonces a una experta con la esperanza de que ésta confirme su sospecha. Ella, sin embargo, explica la fotografía en términos de fenómenos naturales (2) La persona no cree en la explicación de la experta, y la acusa de no tener una mente abierta o no atreverse a disentir de la opinión oficial. La experta le explica que, por el contrario, en ciencia es frecuente atreverse a disentir de las ideas aceptadas pero que su fotografía no es prueba de algo extraordinario pues se puede explicar apelando a fenómenos convencionales. Ante esto la persona manifiesta sus sospechas de que la experta o la institución para la cual trabaja en realidad oculta algo y le expresa su comprensión “por no poder hablar”. Se retira con el convencimiento de que su fotografía es no sólo una prueba irrefutable de la existencia de naves extraterrestres y sino también de una conspiración de silencio al respecto.

Es interesante observar que si la experta hubiera compartido la opinión de la persona sobre la fotografía, la reacción de ésta probablemente no hubiera sido de incredulidad. Esto es característico de discusiones que no intentan descubrir la explicación de una observación, sino en que lo importante es ganar. Algunas personas que participan en discusiones con tal ánimo dicen cosas como “por supuesto que puedo estar equivocado” pero parece ser imposible descubrir cuál es la condición que permite esa conclusión. Por lo mismo es importante enfatizar que esto debe ser algo que se declare antes de discutir.

La segunda regla es reconocer que científicamente algo es aceptado cuando es capaz de responder exitosamente a la mayor cantidad y diversidad posible de ataques. No basta que una posible explicación sea muy buena para responder una pregunta en relación a un fenómeno; debe poder responderlas todas. Si la Luna se ve amarillenta, la explicación “se ve así porque está hecha de queso” responde bien a una pregunta sobre su color, pero seguramente no responde bien ninguna pregunta en relación a otras propiedades de la Luna. Aunque éste es un ejemplo burdo de una mala explicación, podría darse el caso de que, si me esfuerzo, encontrara en el mundo a algún científico o científica que opine que un modelo lunar basado en su composición de queso es correcto. Si eso ocurriera, ¿podría entonces decir que científicamente está aceptado que la Luna es de queso? No.

No basta que en la comunidad científica haya una o dos personas convencidas de algo; deben convencerse todas o al menos una aplastante mayoría. Es frecuente observar que muchas personas que investigan “lo inexplicable” mencionan que conocieron a “un científico que estaba de acuerdo conmigo”. No obstante, no pueden mencionar que conocieron a much@s científic@s que estaban igualmente de acuerdo. Me parece que estas personas visualizan a la ciencia como el dique de una verdad mantenida intencionalmente en las sombras, y a es@s científic@s disidentes como grietas en el dique. No funciona así. Como en todas las actividades humanas, por una parte ocurre que hay personas más hábiles o cultas que otras; por otra parte ocurre que no sólo hacemos ciencia sino que tenemos problemas familiares, enfermedades, apuros económicos, inquietudes políticas, etc. todo lo cual puede afectar lo que opinemos un día particular. La manera de minimizar estos efectos es hacer una ciencia de comunidad, donde el pensamiento respecto a un tema es aquel que es capaz de persuadir de manera estable en el tiempo a la comunidad completa.

La tercera regla es que debemos reconocer la experticia en aquello en que una persona es experta, pero no en menos y no en más que eso.

Aunque soy un astrónomo profesional sé muy poco de, digamos, fenómenos atmosféricos, especialmente en condiciones climáticas extremas. Si alguien se acerca a mí con una fotografía de unas luces brillantes flotando sobre una montaña y yo no soy capaz de explicarla, ¿la convierte eso en una evidencia a favor de un fenómeno sobrenatural? ¿Qué tal si luego un meteorólogo la observa y reconoce esas luces como imagen de un fenómeno común en zonas desérticas? Sin embargo, suele ocurrir que luego no es citado el meteorólogo que explicó el fenómeno, sino el astrónomo que no lo logró. Esto ha hecho que hoy en día sean muy pocas las personas de cierta educación científica dispuestas a poner algún grado de atención a fotografías extrañas, que son el inagotable recurso de quienes buscan evidencia sólida del fenómeno OVNI (3).

La última regla es que ante explicaciones igualmente plausibles escojamos la más simple o, formulado alternativamente, la que nos exija creer menos (4). Lo correcto de una explicación científica no está definido por su parecido con el contenido de un hipotético libro de soluciones sino por su coherencia con las observaciones disponibles y por la conformidad con algún criterio de discriminación entre teorías de igual mérito. La Navaja de Ockham es tal criterio.

La Navaja de Ockham debe su nombre a William de Ockham, a quien se le ha atribuido aunque en realidad no hay evidencia sólida de que él lo haya formulado; al menos sabemos con certeza que se ha popularizado con tal nombre desde el siglo XIX. Según prescribe, entre dos teorías que expliquen igualmente bien un conjunto de observaciones, se ha de escoger la más simple. ¿Qué significa “simple” en este contexto? Significa verse forzad@ a aceptar el menor número posible de afirmaciones no probadas. Naturalmente esto es a veces materia de polémica pues la “simplicidad” de una teoría o lo que entendamos por “supuesto” en un determinado problema no es tan obvio como parece a primera vista, de modo que de cultura a cultura la aplicación de Ockham podría ser distinta (5).

Cabe subrayar un aspecto importante de la Navaja de Ockham: Se trata de una regla heurística. Sabemos que en muchos casos nos orienta bien, sabemos que sería difícil argumentar a favor de otro criterio en un problema en el que no tuviéramos más guía que nuestras observaciones experimentales. Sin embargo, es posible que su aplicación correcta nos lleve a seleccionar una teoría que más adelante se revele incorrecta. Por ejemplo, basado en mis observaciones de lunes a sábado podría apoyar la sencilla teoría de que la biblioteca abre todos los días a las 9 de la mañana en lugar de una teoría más complicada según la cual la biblioteca abre seis días y cierra uno. El domingo a las 9 de la mañana me encontraría de golpe con mi error. Puesto de otro modo, las teorías científicas son siempre provisionales. No son ciertas a secas, sino ciertas hasta que se demuestre lo contrario. En lo que sigue, parto de que la teoría “Los astronautas norteamericanos llegaron a la Luna en 1969” es provisionalmente cierta, pues ajusta bien los datos disponibles. Enfrento la teoría de conspiración como un intento de refutar esta teoría. Veamos qué pasa.

¿Llegamos o no a la Luna?

Habiendo sentado las reglas, juguemos. Quienes plantean la teoría del fraude lunar esgrimen varias evidencias que a primera vista parecen persuasivas. Lo siguiente es una selección de aquellas que se repiten con más frecuencia y que tienen capacidad de confundir a un ojo no entrenado:

  • A) Los ángulos de las sombras en las fotografías son incorrectos si el Sol era la única fuente de luz en la Luna.
  • B) Hay una fotografía de la bandera norteamericana en que se la ve flamear. ¿Cómo es esto posible si en la Luna no hay viento?
  • C) Hay paisajes que se repiten en varias imágenes, pero a veces un equipo de la misión está o no está. Esto indica el uso de escenografía.
  • D) En las fotografías tomadas en la Luna no aparecen las estrellas. Al no haber atmósfera, no debió haber impedimento para que éstas fueran registradas en las imágenes.

Tomémoslas una a una:

A) Si en la Luna la única fuente de luz era el Sol, a una distancia infinita para efectos prácticos, entonces las sombras proyectadas deberían haberse visto paralelas. En cambio, las imágenes son más bien como ésta (6):

[imagen disponible en versión pdf de TauZero #18]

lo que hace evidente la presencia de reflectores (del estudio de televisión) iluminando la escena y proyectando sombras que a veces se intersectan, como se ve en la imagen.

Pienso que la mejor respuesta a esto es una foto como la siguiente, que tomé hoy antes de abordar la locomoción a mi trabajo:

[imagen disponible en versión pdf de TauZero #18]

Espero que me creerán que la única fuente de luz en esta escena es el Sol y que efectivamente las sombras son paralelas. ¿Por qué no se ven paralelas en la foto entonces? Perspectiva. Estoy proyectando a un plano (la foto) un volumen (la escena tridimensional que estoy fotografiando). ¡Al hacer esa proyección las propiedades tridimensionales no se conservan! Si trazo una vertical desde el punto en que se intersectan las líneas rojas, en algún punto de esa vertical se hallará la única fuente de luz que me permite generar todas las sombras de la imagen simplemente trazando líneas desde su posición hasta la posición de cada objeto y extendiendo el trazo hasta tocar el suelo. Por supuesto que rara vez esa fuente de luz aparece en la foto sencillamente porque es muy brillante y las fotos se velan si intentamos incluirla. Todos estos conceptos se enseñan en Artes Plásticas a nivel de Enseñanza Media y pueden ser consultados en cualquier libro sobre dibujo que enseñe nociones de perspectiva.

En un paisaje donde el terreno no es plano la situación es más compleja y menos debiéramos esperar ver sombras paralelas salvo que trucáramos la foto para que se observaran así. La ausencia de sombras paralelas, o más bien la presencia de sombras en direcciones aleatorias, apoya la noción de que las fotos fueron tomadas sin ningún preparativo especial en relación a cómo lucirían las sombras registradas. Los ángulos de las sombras no son, por lo tanto, evidencia de un montaje televisivo del alunizaje. Dadas las altísimas chances de que cualquier persona tenga en su casa una foto donde se aprecie el efecto que he ilustrado más arriba ¡este argumento más bien parece evidencia de lo poco que algunas personas parecen observar sus álbumes de fotos familiares!

B) La siguiente fotografía muestra la bandera norteamericana flameando en la Luna. ¡Pero allí no hay viento!

[imagen disponible en versión pdf de TauZero #18]

Ciertamente la bandera no flamea por la presencia de viento pues en la Luna no lo hay. ¿Pero flamea? Para cualquiera que se haya tomado la molestia de ver los videos de la misión se hace evidente un detalle que en las fotos no es tan obvio. La bandera tenía un soporte horizontal que permitía que quedara extendida al momento de tomar las fotos. Sin embargo, el género era un poco más largo que este soporte horizontal, de modo que la bandera quedó arrugada. Son esas arrugas las que le dan aspecto de bandera que flamea pero, como deja en claro el video, la bandera no se mueve en absoluto (7). El único movimiento que se observa es un ligero vaivén inmediatamente después de que el astronauta logra clavar el mástil en el suelo lunar, lo que no es una sorpresa. Si el mástil está vibrando (por el esfuerzo necesario para clavarlo) parte de esa vibración se transmite a la bandera. Por supuesto el efecto dura escasos segundos. He visto un video de más de una hora en que pude comprobar que la bandera se mantuvo perfectamente estática a pesar de que los astronautas pasaban corriendo y saltando muy cerca de ella. ¡Esto es lo contrario a lo que ocurriría en un ambiente con atmósfera!

C) Hay paisajes que se repiten en varias imágenes. Eso delata que se usaba una escenografía que, entre cientos de fotos, por error algunas veces se repitió.

Esto se trata una vez más de poca costumbre de inspeccionar las fotos del álbum familiar… Una propiedad de nuestra percepción visual es la posesión de disparidad binocular. Esto es, que lo que vemos con el ojo izquierdo es ligeramente distinto a lo que vemos con el ojo derecho. Ello nos permite estimar la distancia a la cual se encuentra el objeto que observamos. Tal capacidad es, lamentablemente, finita; de otro modo sería fácil estimar con un simple vistazo la distancia a objetos tan lejanos como las estrellas. En la práctica, sin embargo, la disparidad binocular deja de ser una propiedad útil más allá de unos pocos metros, tras lo cual necesitamos otras claves para estimar distancia; por ejemplo, sé que un vehículo está a una cuadra de distancia porque tengo una idea del tamaño que ese vehículo tendría si estuviera junto a mí. ¿Pero qué pasa con aquellos objetos que no tienen un tamaño estándar, como las montañas? Pasado el límite de disparidad binocular y sin ayuda de otras claves visuales, todo parece lejos, pero igualmente lejos. Si un vehículo está frente a mí cinco metros y una montaña está a dos kilómetros puedo estimar la distancia al vehículo pero no a la montaña. Si ahora camino 10 metros hacia adelante, de modo que el vehículo quedó a mi espalda, la montaña la veré tan lejos como antes, pero ahora el paisaje lucirá distinto pues el vehículo estará ausente. Ése es todo el misterio de esta clase de fotos de la Luna. El paisaje de fondo efectivamente se repite, con ligeras variaciones de ángulo o de distancia que son despreciables frente a la distancia total entre el astronauta y las montañas, de modo que lo que está en primer plano cambia porque el astronauta se movió unos pocos metros antes de tomar la fotografía en aproximadamente la misma dirección. A modo de experimento hice las dos fotografías siguientes:

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Entre la primera y la segunda me moví unos 30 metros hacia adelante. El paisaje en primer plano es radicalmente diferente, pero el fondo es el mismo.

Cabe mencionar que en la Luna están ausentes algunas ayudas visuales para estimar distancia que solemos usar en la Tierra. Una muy importante es la misma atmósfera. Aquello que vemos lejos en la Tierra lo vemos también borroso, pues en la línea del horizonte encontramos muchas partículas de polvo, agua y… aire, todo lo cual dispersa un poco la luz y empobrece la calidad de la imagen. Es por ello que, en presencia de una atmósfera cargada de partículas podemos apreciar que unas montañas se hallan más lejos que otras:

[imagen disponible en versión pdf de TauZero #18]

En la Luna no tenemos esta ayuda visual, de modo que el efecto de que las colinas lunares parecen estar en un mismo plano se halla todavía más enfatizado que sólo por el límite de usabilidad de la disparidad binocular.

D) En las fotografías tomadas en la Luna no aparecen las estrellas. Al no haber atmósfera, no debió haber impedimento para que éstas fueran registradas en las imágenes.

Las cámaras fotográficas manuales permiten controlar tanto la abertura del diafragma (el componente que regula cuánta luz por unidad de superficie llega a la película) como el tiempo de exposición. Su uso es muy intuitivo. Si fotografías algo brillante, entonces querrás cerrar mucho el diafragma y usar tiempos de exposición cortos. Si fotografías algo débil, entonces abrirás el diafragma y usarás tiempos de exposición más largos. En el caso de las fotografías lunares, éstas fueron tomadas hacia objetos blancos que reflejaban gran cantidad de luz solar: los trajes de los astronautas, los vehículos espaciales, etc. Lo normal es entonces cerrar el diafragma y usar tiempos de exposición muy cortos. La foto sale bien, pero al precio de que los objetos de luz más débil en la misma escena no tienen tiempo de impresionar la película. Aunque las estrellas emitían una luz apreciable, no eran competencia para la luz que reflejaban los otros elementos presentes en las fotografías, así que sencillamente no alcanzaron a registrarse. El tiempo de exposición de las fotografías lunares fue alrededor de 0.004 s. Como comparación, quienes hacen astrofotografía saben que para que las estrellas más brillantes alcancen a verse en una imagen el tiempo de exposición debe ser de al menos algunos segundos; un tiempo de exposición típico es de 30 s, es decir, 7500 veces más largo que lo que se usó en la Luna.

Meses atrás reconozco haber alojado algo de desconcierto sobre este punto por la aparición de una astrónoma de Greenwich que decía compartir las dudas sobre la ausencia de estrellas en las fotografías. Para quien quiera leer la historia completa de mi comunicación con esa persona, puede leer mi artículo anterior sobre escepticismo. El resumen es que ella jamás dijo ni ha pensado eso, y ni siquiera es astrónoma (aunque trabaja en Greenwich). Cada vez que encuentres una publicación en que veas ese argumento, ten la certeza de que quien lo escribió no sólo tiene una mala base conceptual científica sino también periodística.

Y si no llegamos a la Luna, ¿cómo explicas esto?

Hagamos ahora el ejercicio opuesto. Tengo frente a mí la revista Sky and Telescope de noviembre de 1969. En sus páginas 358 y 359 aparecen reportes de avistamientos de la misión por parte de astrónom@s amateur. Por supuesto que para quienes proponen la teoría de conspiración esto no es ninguna prueba de que la misión tuvo lugar, ya que no deniegan que el viaje al espacio se hizo (¡espero!). Lo que rehúsan aceptar es el alunizaje. No obstante, me parece interesante comprobar que con telescopios modestos (20 cm) y enfrentándose a las malas condiciones climáticas que afectaron a USA en esos días haya sido posible observar algunas etapas de la misión desde el patio de la casa. En un momento tan crítico de la Carrera Espacial, ¿la Unión Soviética no habrá estado haciendo un escrutinio atento del desarrollo de la misión con equipos mucho más avanzados? ¿Y por qué el silencio entonces si hubieran detectado algo anómalo? Aún si no hubieran hecho nada de ese orden y la evidencia que tuvieran en sus manos fuera la misma que usan quienes proponen la teoría del fraude lunar, ¿no es raro que si hubiera algo científicamente sólido en esta evidencia la Unión Soviética hubiera callado como lo hizo?

Pero podríamos conceder que quizás tuvo lugar alguna maniobra política hasta ahora incomprensible. Aún así subsisten dos elementos de la misión de alunizaje que son ignorados por quienes defienden la teoría de conspiración. El primero es la existencia de muestras de rocas lunares disponibles tras el retorno de los astronautas. En algún sitio web pro-teoría de conspiración leí que estas muestras las habría obtenido la NASA en la Antártica. Pero en realidad esto funciona al revés: ¡son los meteoritos que se encuentran en la Antártica los que se comparan con muestras traídas por las misiones Apollo para confirmar que su origen es lunar! Más aún, los meteoritos que se encuentran en la Antártica tienen las marcas evidentes de su paso ardiendo por la atmósfera. Las muestras lunares no poseen esas marcas. Además, la cantidad (380 kg en la serie de misiones Apollo) y variedad de las muestras lunares hacen difícil considerar seriamente la idea de que éstas pudieran haber sido recogidas en la Antártica, donde sólo se han encontrado menos de 3 kg de muestras lunares en total, o, como plantea otra explicación, que hubieran sido traídas por un robot. La gran limitación de los robots es su poca movilidad, de modo que si las muestras lunares hubieran sido traídas por un robot, éstas deberían haber sido más bien uniformes, lo que no es el caso. Como comparación, los esfuerzos soviéticos por obtener muestras lunares usando robots fueron exitosos, pero sólo consiguieron unos pocos gramos.

Más difícil de ignorar es que uno de los logros de la misión Apollo 11 fue dejar en la superficie lunar un espejo que permite medir las vibraciones de la Luna. Esta medición se hace enviando un rayo láser que se refleja en el espejo, midiendo entonces su deflexión. Sabemos que el espejo está allá pues los rayos láser se reflejan. Si al alunizaje no tuvo lugar, ¿cómo es que ese espejo llegó allí? En la revista Science 166 (del mismo año 1969) J. Faller reporta el primer uso del espejo dejado por la misión Apollo 11 desde el Observatorio Lick. La posibilidad de que lo hubiera instalado una misión robotizada es muy baja pues técnicamente sería una proeza inclusive hoy. La misión Lunokhod 2 lo intentó sin éxito en 1973.

Analizando la evidencia con una base de física elemental hay otro hecho a menudo ignorado: al observar videos de los astronautas pateando el suelo lunar, o moviéndose en el vehículo lunar y levantando polvo a su paso, las partículas describen el movimiento parabólico acostumbrado antes de caer al suelo. Pero en presencia de aire, como es el caso de la Tierra, las partículas revolotean unos momentos antes de caer, desviándose del arco parabólico que predicen las ecuaciones. En la Luna no es así, y la parábola es perfecta. ¿Cómo se podría hacer esto en la Tierra? Una idea que leí en un sitio web es que la NASA habría usado unos poderosos extractores de aire para mantener el set de grabación en un vacío perfecto. La tecnología para generar un vacío de tal calidad y a tal escala no existe ni siquiera hoy.

Por supuesto que ninguna de las explicaciones dadas parecerá definitiva para alguien que quiera creer en la teoría de conspiración (8). Las rocas lunares las podría haber traído un robot, el espejo lo podría haber situado otro robot, la ausencia de estrellas en todas las siguientes imágenes enviadas desde el espacio durante décadas podrían ser parte de un acuerdo de silencio que involucra a decenas de miles de personas de todos los países… En el límite podemos encontrarnos con que quizás todo el mundo está conspirando contra unas pocas personas que están en lo correcto, de modo que la lógica misma ha sido manipulada para llevarnos a conclusiones erróneas. Pero si no llegamos a postulados tan excéntricos y concedemos que pudiera haber una, hasta ahora desconocida, manera de presentar una teoría de fraude lunar que explicara bien la evidencia disponible, cabe preguntarse, con la guía de la Navaja de Ockham, qué es más sencillo: esta gigante conspiración o el viaje. Si el supuesto móvil de la conspiración fue que USA carecía de la tecnología para hacer el viaje lunar, es paradójico que se intente probar que esta conspiración tuvo lugar recurriendo a tecnología que incluso hoy no está a nuestro alcance.
De las reglas que daba en la sección anterior, quienes defienden esta teoría de conspiración suelen ignorar casi la totalidad. Es frecuente que se consulte a una persona que no es experta en fotografía sobre tal o cual fenómeno que aparece en una imagen, o que se cite la certeza o la duda de una o dos personas como prueba de peso contra el punto de vista opuesto sostenido por el resto de la comunidad científica. Aunque quienes sostenemos que la ocurrencia del alunizaje explica bien los hechos no tendríamos inconveniente en citar numerosas pruebas que nos convencerían de que estamos equivocad@s, es difícil dar con lo que convencería a quien sostiene el punto de vista contrario de que esta equivocad@. A menudo el resultado del debate es, a sus ojos, que la conspiración es todavía más grande de lo que pensaba. Quizás yo estoy escribiendo este artículo obedeciendo órdenes de un poder secreto. Quizás la revista en que aparecerá está secretamente financiada por NASA. “¡Ojalá!”, imagino exclamar a mi editor.

Es razonable pensar que, una vez que alguien ha logrado dar una explicación a las denuncias que hace la teoría de conspiración, nuevas versiones de ésta requerirán argumentos más sofisticados. No ocurre así. Aunque cada década más o menos ve resurgir este tema, los argumentos son consistentemente los mismos. Esto provoca pérdida de interés por parte de la gente de ciencia, de manera que quienes defienden la teoría ocasionalmente disfrutan una sensación de victoria que no está apoyada en la solidez de sus argumentos sino en el aburrimiento que un debate aparentemente sin propósito produce.

¿Sirve para algo este debate?

Bien tomado, sí. El director de TauZero que perseverantemente me acosó por largos meses para que terminara este artículo lo hizo en base a mi memoria de haber usado este tema como actividad educativa en un taller para niñ@s en España. Igual que entonces, creo que el tema tiene mucho potencial para enseñar conceptos de ciencia, filosofía e historia en el salón de clases. No creo que haya algo que descubrir si nos interesa por la posibilidad de una conspiración, pero creo que un efecto positivo de este debate es que resume numerosos hechos que, en contraste con nuestra experiencia cotidiana, son contraintuitivos y cuya correcta explicación nos fuerza a aprender o repasar varios conceptos de las ciencias naturales.

Opino que es crucial para construir una sociedad justa que la ciencia no sea una especie de arte oscura que practiquen unas pocas personas iniciadas, sino algo que se inserte en la vida cotidiana, que forme parte de las herramientas de análisis con que intentamos comprender el mundo. Esto nos volverá participantes críticos y empoderados en aquellas discusiones que cada época necesita y cuya resolución finalmente nos afecta a tod@s. Así como muchas veces ha llegado alguien a mi casa tratando de persuadirme de la importancia de aceptar al dios A, B o C para salvarme, me hubiera gustado que alguna vez golpeara a mi puerta alguien que hablara de la necesidad de aprender ciencias ambientales para salvarnos de problemas climáticos globales que son inminentes. Sin necesidad de organizar un apostolado, pienso que quizás curiosidades como éstas abiertas por la teoría de la farsa lunar abren insospechados caminos por los cuales un mayor número de personas que de otro modo no se interesarían por la ciencia llegarán a saber algo de Óptica, de Mecánica, de Química, y, ¡qué necesario!, de Filosofía, particularmente de aquella que nos enseña a razonar correctamente.

Notas
(1) Que es, por cierto, una contradicción, ya que sin un “a” ante “Man” la frase se traduce como “Éste es un pequeño paso para la humanidad, un salto gigante para la humanidad”. Esta omisión ha sido reconocida por Armstrong. Años de sólido entrenamiento y una fortuna en tecnología no previnieron que las primeras palabras de un ser humano en un cuerpo planetario distinto a la Tierra fueran una incongruencia.

(2) A veces hay confusión sobre lo que científicamente se considera una “explicación”. No se trata de poder decir específicamente qué es lo que produjo cierta extraña imagen en la fotografía que tomó una persona. Científicamente, una explicación puede ser producir fotografías o grabaciones de calidad similar pero producidas en base a fenómenos naturales conocidos. El razonamiento es que si puedo producir una imagen B cualitativamente similar a la imagen A, sabiendo que la imagen B capturó un fenómeno conocido, entonces la existencia de la imagen A no es prueba de la existencia de un fenómeno desconocido. Esto se relaciona estrechamente con la Navaja de Ockham, que discuto luego.

(3) Lo cual es una pena. El común desprecio a estos tópicos por parte de quienes trabajan en el área de ciencias físicas es comprensible por la estructura parcelada del conocimiento contemporáneo, que nos fuerza a una deplorable ignorancia de áreas ajenas a aquellas a cuyo desarrollo nos dedicamos. Creo que a una persona naturalista, que fuera profundamente amante de la ciencia y el conocimiento más que sólo de la física, seguramente se le abriría un apetito voraz por todo lo que presumiblemente hay de útil para la psicología y la sociología en el tema OVNI, aún cuando dudo que haya algo de interés para una persona seriamente interesada en la búsqueda de civilizaciones extraterrestres.

(4) Aquí estoy usando la palabra creer para designar el acto de aceptar un hecho sin prueba y sin posterior cuestionamiento. La fe en cualquier dios es un ejemplo de creer, pero también lo es aceptar la validez de la lógica o el asumir algunos axiomas como base de las matemáticas.

(5) Un ejemplo dramático de esta clase de dilema se tiene en el debate entre creacionismo y evolución. ¿Qué es más “simple”: un universo que se origina en oscuros procesos físicos y químicos cuya naturaleza exacta es aún materia de especulación científica, o un universo en el cual una inteligencia creadora pone en marcha todo cuanto conocemos más o menos en el estado en el que lo vemos hoy en día? Planteado así, la segunda opción se hace atractiva y de hecho lo es para un gran número de personas. Personalmente creo que tal discusión debiera pasar previamente por el filtro de falsabilidad, que he explicado en otro artículo, y que deja al creacionismo en una categoría de teoría no científica, pues está formulada de tal modo que deja muy poco material expuesto a posibles experimentos que la refuten. Eso no la hace más correcta, sino simplemente más cercana a un artefacto lógico, el equivalente mental de una ilusión óptica. Sus proponentes de todos modos no suelen tener mucho interés en buscar formas de que su teoría sea refutada sino en persuadir a otras personas de que sus creencias son correctas sin importar la evidencia en contra. ¡Eso es lo que hace absurdo pensar que el creacionismo debiera enseñarse en ramos de ciencia como algunas iglesias han de vez en cuando propuesto!

(6) Tomada de http://www.alien-ufos.com

(7) La historia completa es que este efecto de bandera arrugada no pasó desapercibido para los astronautas, a quienes les gustó como lucía. De ahí en adelante la bandera intencionalmente la posaron para que pareciera flamear.

(8) Me encantaría ver discutir a quienes observan con tanta suspicacia las fotos tomadas por las misiones Apollo con las personas que miran con equivalente credulidad las fotos que son “prueba” del fenómeno OVNI. A pesar de que la aplicación de criterios de calidad es increíblemente dispar en un caso y otro, es interesante descubrir que en un buen porcentaje ¡son las mismas personas!