por Pablo Castro
Penétralo, y comprenderás mejor:
que la vida se nos muestra en un reflejo.
Pintado.
Anoche maté a mi hijo Mauro.
Bueno, no fui yo precisamente quién lo hizo. Sólo me limité a darle la orden al ejecutivo de V.I.P. para que terminaran de una vez con él. Por cierto que tampoco era mi hijo. Había vivido en nuestra casa durante varios años y supongo que eso era suficiente para sentirme atado a él. En realidad no lo tengo muy claro. Debí terminar con él desde el principio y si no lo hice fue porque lo había olvidado. ¿Significaba nada para mí? Y de ser así, ¿por qué me estremecía al verlo?
Lo tenían en una especie de sala de juegos, donde resaltaban colores infantiles y accesorios para construir o dibujar cosas. Mauro permanecía sentado en una esquina. Me acerqué muy despacio.
–Hola, hijo.
El niño levantó su cara y esbozó una sonrisa que semejaba cualquier cosa. Concentré mi mirada en él: cabeza pequeña y deforme. Frente alta y aplanada. Ojos rasgados hacia arriba. ¿Podía entender lo que era y dónde estaba en ese momento? ¿Podría yo mismo explicárselo? Bueno, digamos que estábamos ahí, los dos, como en los viejos tiempos, y tal vez era la única verdad plausible de entender. Me concentré en ese punto y obvié cualquier clase de sentimiento.
Mauro alzó sus brazos, tratando de alcanzarme con sus manos cortas y anchas. Quería que lo tocara o bien que extendiera mis propias extremidades hacia él. Sólo atiné a tragar saliva y a retroceder lentamente. El rostro de Mauro no varió, quedando congelado en su sonrisa estúpida e inalcanzable. No era mi hijo. Yo no era su padre. Pero me quería igual. Me querría siempre. Y eso era algo que se me hacía difícil de soportar.
Levanté mi mano derecha hacia la cabeza y toqué mi sien. El ambiente comenzó a disolverse y una tenue oscuridad cubrió todo alrededor. Cuando abrí los ojos me encontré en la consola de interacción pegada a mi cuerpo. Me quité los guantes y el casco, tratando de absorber de nuevo el paisaje real. A mi lado el ejecutivo de V.I.P. esperaba mi veredicto final. En su mano había una agenda holográfica esperando mi firma.
–Bórrenlo –ordené sin mirar a nadie.
* * *
Hubo una vez una familia.
Estaba el padre, su mujer y una hija llamada Ana María. Vivían en Santiago y durante muchos años fueron una familia muy unida y que se amaba mutuamente, hasta que de pronto las cosas comenzaron a desintegrarse y cada uno se convirtió en una extraño para el otro, a tal punto de ser nada más que reflejos de sí mismos, interactuando automáticamente: ese es el resumen burdo de nuestra historia.
Pero no era de la forma en que yo lo recordaba constantemente. Por las noches, cuando el sueño me abandonaba, la historia de mi familia llegaba en perspectivas de imágenes sin orden o sentido; sin estructura o razón. En pocos segundos podía revivir cada una de nuestras tragedias. Y en pocos minutos intentaba darle un sentido a cada momento vivido. ¿Qué era lo más significativo? Y sobre todo ¿quién era la persona de la cual todos dependíamos? ¿A quién más podía necesitar?
Todo sucedió en nuestra época de vacas gordas. Toda familia la tiene alguna vez. Por supuesto que sólo a mi esposa (previsora como siempre, como todas las madres) se le ocurrió la idea de reflejarnos, pensando que en algún momento “podía pasarnos algo, porque nunca se sabe”. En realidad, nadie a esas alturas pensaba en la muerte, sobre todo cuando hacíamos planes para viajes de hasta tres semanas por alguna playa de Mozambique o alguna visita a un resort orbital. Pero cuando a mi esposa la visitó un tumor, todos concordamos silenciosamente que era mejor estar preparados para un eventual deceso inesperado.
Así que ella fue la primera en reflejarse. Llegó un día a la casa con un par de catálogos sobre Vidas Interactivas Post-Mortem y nos preguntó cuál sistema sería el más apropiado. Ella lo tenía decidido, pero igual nos dimos el fastidio de revisar una que otra oferta. Había de todo: desde crear un programa virtual en base a datos diversos de la persona hasta la emulación digital completa de cada célula o neurona del cuerpo. Este último era el sistema más caro, pero garantizaba una interacción completa con la persona, y cuando digo completa me refiero a estar hablando y tocándose como si el fallecido estuviese vivo. Ese eligió mi esposa, para todos nosotros.
Pero como dije el asunto salía un disparate, a pesar de que era un monto totalmente justificado. Para entender lo que era una reflexión de ese tipo, hay que intentar imaginar un sistema capaz de copiar cada una de las moléculas de tu cuerpo en lenguaje digital y luego vaciar esa información en un universo recreado de la misma forma. No hablo de proyecciones virtuales ni máquinas de RV de esas malas películas del siglo pasado. Hablo de crear un ente totalmente nuevo, una copia exacta de la persona viviendo tal cual lo haría la misma persona si estuviera viva. Porque el paquete incluía no sólo la creación de los reflejos, sino también la del mundo en el cual vivirían, que no era más que una proyección de nuestra propia realidad. Es decir, si mi esposa pasaba quince horas de su vida moviéndose de la casa al trabajo, del trabajo a la ciudad y de vuelta a la casa, tal rutina era recreada por el sistema en hasta sus más mínimos detalles, cosa que el reflejo no tuviera la más mínima duda de que seguía sano y vivo. Y era así, porque sencillamente lo estaba.
Observando el desarrollo moral de la sociedad pasada cuesta entender a veces cómo fue posible que muchos estamentos permitieran la creación exacta de otras realidades, sin armar demasiado jaleo. Pero también es difícil imaginar que la gran mayoría de las personas no quisieran apoyar un sistema que les permitía recobrar a sus seres queridos luego de una muerte violenta o alguna enfermedad terminal. El mito de la resurrección funcionaba y si el mismo Jesús lo había ensayado alguna vez, bueno, los reflejos no le hacían mal a nadie. Después de un tiempo el mismo concepto de enterrar a alguien e ir a visitar sus restos se transformó para la sociedad en una práctica macabra y atrasada, sumado a la urgencia por recuperar terrenos que podían usarse de forma más beneficiosa.
Ese fue el comienzo de nuestro pasado al otro mundo (es una forma de decir). Había sobradas razones para que mi esposa se reflejara cuánto antes, más allá que su nuevo terminador se encargara de liquidar cualquier célula cancerígena. Pero Anita planteó una cuestión interesante: ¿la emulación de cada célula no incluiría el potencial genético del tumor? ¿No se enfermaría también el reflejo de la mamá?
Los de los de V.I.P. estaban preparados para tales contingencias.
–Es una buena pregunta. Fue algo que nos sucedió en la década pasada. Para evitarlo las nanocomps actuales que digitan las células se encargan de recombinar las proteínas del ADN, eliminando cualquier posibilidad de desarrollar alguna enfermedad de tipo genética. Esto produce ciertos cambios leves en la persona, pero no afectan demasiado la personalidad psicosomática.
Hubiese sido más práctico que la recombinación molecular fuese hecha mientras uno estaba vivo, pero aquello era aún imposible. Lo que sí entendí fue esto: de alguna forma los reflejos eran una copia purificada de nosotros mismos, lo que hacía el sistema más interesante aún.
En esa época y gracias a nuestra nueva situación económica mi mujer decidió ayudar al prójimo y adoptó a Mauro, como forma de agradecer a la vida por la desaparición momentánea de su tumor. Lo hizo sin avisarnos, como si traer un niño discapacitado a la casa fuese igual que comprar un perro. Me enfurecí, alegando de que ya estaba harto del derroche de plata, aunque en realidad mi enojo tenía más que ver con la confusión emocional que causaba tener a un niño que no entendía las cosas a través de su cauce normal. Mauro asimilaba cualquier cosa si detrás de ella había un cariño o una sonrisa y para mi hija y yo, aquello significa una erosión a nuestra propia y necesaria frialdad. En una familia donde el amor se había casi evaporado, la urgencia por expresar lo bueno que iba quedando en nosotros resultaba más bien una lenta y dolorosa asimilación de lo humano.
Sé que no lo podrían entender. Hasta el día de hoy me parece una imposibilidad de la razón. Pero lo cierto es que para esos años en que mi mujer se recuperaba de su enfermedad las cosas ya estaban lo suficientemente podridas, listas para su completa disolución. Todos esperaban. Menos mi esposa, supongo. Así que decidí ser yo quien diera el primer paso. Se lo comuniqué al resto, quien asintió de mala gana.
Había resuelto no reflejarme. Si fallecía no quedaría ningún rastro de mi existencia. Esa idea me fascinaba. Sentía una profunda necesidad de desaparecer y a los pocos meses abandoné la casa. Mi mujer se deprimió, Anita me odió profundamente y Mauro me echaba de menos. Bueno, eso fue lo que escuché.
* * *
Estaba sentada sobre la cama, inmóvil y silenciosa. Una suave cubrecamas tapaba su cuerpo hasta más arriba de la cintura, mientras a su alrededor un cúmulo de pequeñas máquinas y sistemas monitoreaban la metástasis producida por el tumor. Ya no buscaban detener la enfermedad. Sólo intentaban menguar sus efectos para evitar una muerte dolorosa, llena de padecimientos. Me acerqué lentamente.
–Hola, Graciela.
Sus ojos miraban la luz del sol atrapada en la ventana polarizada. Entonces me miró, e inmediatamente su rostro se afirmó a una sonrisa leve. Tragó con dificultad.
–Hola… –su voz sonó rara. Parecía que hablaba el tumor y no ella.
-¿Cómo te sientes?
–Bien… pero no me han dicho… –trató de incorporarse–… si me volvió el tumor o es uno nuevo.
Los parasoftwares le habían dado una serie de explicaciones, pero evitaron darle un diagnóstico claro y específico. Por supuesto que le había vuelto su antiguo tumor. En realidad siempre había estado ahí, esperando su oportunidad. Todo bajo mis claras instrucciones.
–¿No ha venido nadie a verme…? –preguntó casi ahogada.
–Han preguntado por ti, pero prefiero que no te vean.
–¿Pero Anita?… ¿Mauro?
–Bueno, ya tendrán tiempo. Ahora estoy yo aquí, así que voy a ser tu enfermero. ¿Qué te parece?
Lo normal era que hubiese protestado, pero su sonrisa fue más grande aún, como diciéndome que entendía perfectamente. Era lo que siempre había querido. Que estuviésemos juntos y que el resto se fuera al diablo. Me amaba. Quería que yo la amara. Estar los dos en esa habitación, solos, le deba forma a ese amor.
–¿Tienes hambre? –pregunté.
* * *
El ejecutivo de V.I.P. me esperaba en una oficina pequeña, muy apropiada para una sucursal de la empresa. Yo estaba viviendo en Santa María, una de las pequeñas ciudades surgidas después de los tsunamis que arrasaron el Norte Grande de Chile. El lugar semejaba la costa de Israel, con la diferencia que acá la reforestación si funcionó y ya teníamos unos bosques semejantes a los que se habían extinguido en el sur hacía décadas.
–Señor Saavedra, gracias por venir tan luego. Por favor, asiento–. El hombre se mantenía igual que hace siete años. Me pregunté cómo me vería yo para él.
–Gracias. Recibí su mensaje y la verdad es que no entiendo absolutamente nada– encendí un cigarro–. Me gustaría que me lo explicara personalmente.
–Bueno, supongo que para eso vino ¿verdad? Bien. El asunto es muy sencillo. De acuerdo a los registros, su esposa Ana María Escobar compró un paquete de cinco reflejos de Nivel 6, que corresponden a ella misma, usted, su hija Ana y un niño llamado Mauricio. El paquete incluía el servicio normal, esto es, la inclusión de los reflejos en su entorno habitual, más las extrapolaciones que fuesen necesarias dependiendo del comportamiento de cada una de ellas.
–Así es– respondí tranquilo.
–Una pregunta. ¿Usted no accedió al paquete, verdad?
–No, me mantuve al margen. Mi mujer pagó todo, de eso me acuerdo bien. Supuestamente los reflejos estaban financiados para unos diez años, más o menos.
–Bueno, eso es lo que firmó ella. El problema señor Saavedra es que el paquete comprado por su esposa no incluía los gastos de interacción.
–¿Los qué? A ver…
–Déjeme explicarle. Nuestra empresa otorga una serie de modalidades de pago como también varios ajustes en caso de no cancelarse una deuda. En el caso de su esposa, ella canceló el proceso de reflexión como también la simulación de los entornos virtuales. Al mismo tiempo pagó dos años de interacción, esto es, el servicio que prestamos para que el visitante pueda interactuar con sus seres queridos. Y eso tiene un costo.
–Eso se llama estafar –exclamé.
–Claro que no. Recuerde que los antiguos cementerios cobraban una tarifa para poder visitar una tumba. No me eche la culpa a mí del encarecimiento de la tierra en este país, culpe a los maremotos. Pero el uso de la consola de RV, como también el mantenimiento de los reflejos, tiene un costo. No es que sea demasiado, pero cuando usted y otros familiares siguieron interactuando con… espere, quiero ver…
–Mi mujer. Interactuaban con mi mujer. Ella fue la primera en morir.
–Exacto, su esposa. Bien, pasó el año y ninguno de ustedes canceló las visitas a su esposa. Por ende, nosotros…
–¿Qué?–interrumpí–. Pero si yo jamás me he metido con ninguno de ellos. ¿Que no lo entiende? Yo no he interactuado con mi mujer, ni con Anita ni con Mauro. ¿Por qué tengo que pagarles?
–No lo sabía. Pensé que usted había usado nuestro servicio. De cualquier forma, eso no cambia el asunto. Usted es la única persona que sigue con vida en su familia. Tiene que responder por ellos.
–Eso es imposible. Mi situación actual no me da para cancelar esos montos, independiente de las facilidades que me den. No puedo hacer nada.
–A ver, creo que podemos encontrar una solución. ¿Qué le parece si le explico cada una de sus posibilidades?
–Bien. Me parece bien –encendí otro cigarro y aproveché de ofrecerle uno. El hombre sonrió.
–Gracias, pero no puedo fumar de los suyos –dijo y entonces recordé que el ejecutivo frente a mí no era más que un holograma proyectado desde las oficinas centrales de V.I.P. Santiago.
* * *
–¿Papá, qué te parece?
Miré la holoescultura. Era una especie de rostro global alimentado por cientos de pequeñas caras. Aparte de lo obvio no noté ningún elemento que me llamara la atención, nada especial. Bien, podía simplificar las cosas y decir que era algo bonito o bien arriesgar un juicio estético que hablara de la armonía de las formas y toda esa parafernalia tan típica de los artistas. Dije la verdad:
–En realidad, no tengo idea Anita. No entiendo mucho tus cuadros.
–No son cuadros, son figuras – respondió. Y luego agregó – Tienen alma y contenido.
–Me imagino. ¿Dicen algo en especial?
Estábamos en su taller y cuando digo taller me refiero a una sala enorme con elevadas paredes sin techo que mi hija usaba para moldear y guardar sus obras. Llevaba casi dos horas dibujando en el aire una mezcla de rostros sin eje definido, todos increíblemente superpuestos. A mi hija le encantaban los rostros. Eran su especialidad. Supongo que representaban su búsqueda personal de una identidad, la misma que había sido esquiva con ella desde niña. Anita lo sabía y siempre trató de disimularlo, lo cual es imposible. Si no tienes identidad, entonces no tienes conciencia… ¿y cómo se puede disimular eso? Bastaba verla, completamente desnuda, moviendo sus manos en el aire, acariciando el vacío, mientras de sus dedos emergían pixeles magnéticos como si fuese una araña que bota el hilo invisible desde sus entrañas. Llevaba dentro de ella un sistema orgánico capaz de interpretar las señales que enviaba su cerebro para producir pixeles de diversos colores como así también de distintos tamaños. Los pixeles se unían para formar colores y trazos. El resto lo hacía su imaginación y la habilidad. Lo de estar desnuda era sólo parte de la excentricidad algo falsa de los artistas. O quizás porque hacía mucho calor.
–Papá, lo que pinto no dice nada –sentenció aburrida–. Sólo refleja nuestra sociedad. Eso es lo que hace el arte. Reflejar nuestro mundo y sociedad. La vida misma.
–Pero en tu caso sólo pintas rostros. ¿Por qué?
–Las caras representan el símbolo de lo humano. Lo que somos. Por eso me dedico a ellas. Como te dije, reflejan nuestro mundo. A nosotros mismos.
Entonces el arte era inútil, pensé. Sin embargo, permanecí callado mientras Anita comenzaba otro diseño. Y al cabo de unos minutos pude comprobar que no era muy distinto al anterior. ¿Eso era arte? ¿Una permanente imitación de lo ya hecho? No tenía sentido. Lo único claro para mí era entender por fin las razones que tuvo Anita para suicidarse. Era muy simple y al fin podía entenderlo: En algún momento tuvo curiosidad y pudo acceder a su vida de reflejo, cosa que estaba prohibida, pues sólo se podían ver los reflejos una vez que la persona en cuestión hubiese fallecido. Anita probablemente contempló las obras que en vida no había podido hacer y se convenció a sí misma de que jamás podría hacerlas creyendo que el talento pertenecía sólo a su reflejo y no a ella.
¿Le pertenecía de verdad? Claro que no. La única diferencia es que su reflejo no le hacía asco al trabajo guardando para sí mismo una gran voluntad. Ahí estaba la diferencia con la Anita original. Sin embargo, ambas proyectaban una concepción inútil del arte: la de creer que éste se constituye como tal por el sólo hecho de reflejar la realidad. Eso está también, pero sólo es un punto de partida. Todo arte que no sea capaz de proponer, de proyectar un mundo nuevo o algo que vaya más allá de reflejar la realidad es completamente inútil, tanto como lo fue mi hija, que a esas alturas era sólo cenizas, igual que el resto de mi familia.
–¿Anita?
–¿Mmm?
–Nada. Sólo quería despedirme.
–Ah. Oye, ¿vas a ir a la exposición? Es la próxima semana.
–Claro que sí.
Entonces dejó los colores y las formas sólo para acercarse y darme un extraño abrazo, como si de pronto algo dentro de ella le informara que ya no nos veríamos más. Caminé buscando la salida mientras algunos pixeles seguían adheridos a mí, como estrellas diminutas, brillando en la distante oscuridad.
Coloqué mi mano en la sien.
* * *
Costaba un mundo darle una cucharada de sopa. No era capaz de tragarla toda y se escurría por los lados manchando el cubrecamas. Por suerte la metástasis había infiltrado sólo los pulmones y no la cavidad estomacal, porque entonces tendría a Graciela vomitando por toda la habitación. Bien, esos sistemas hacían su trabajo, después de todo.
–¿Quedaste con hambre? –le pregunté mientras limpiaba su boca.
–No… está bien –hizo un esfuerzo otra vez tratando de buscar aire–, estaba rico.
–Me imagino.
En realidad me imaginaba muchas cosas, pero en ese momento lo que más buscaba era absorber cada detalle de su cuerpo, como si pudiese pintarlo por dentro. Podría haber traído una cámara adosada al nervio óptico, pero me parecía muy artificial y además podría darse cuenta. La idea era que no supiera que dentro de unas pocas horas iba a morir. O quizás sí lo sabía y no deseaba preocuparme.
–¿Te ha costado dormir en las noches?
–No… no tanto.
–¿Pero puedes dormir?
–No mucho.
–¿Cuál es el problema?
Se mantuvo en silencio durante unos minutos, tratando de disimular su evidente falta de aire. A esas alturas era muy poco lo que debía quedarle y en cualquier momento el sistema ingresaría morfina para calmar el dolor. Era eso lo que yo esperaba. Quería verla dormir y sentir al mismo tiempo que ese sueño era el fin de todas las cosas.
–Me agito mucho… –dijo moviendo una mano–. Me cuesta dormir.
–Sí, te entiendo. Te late mucho el corazón y no puedes estar tranquila –dije creyéndome parasoftware.
Sonrió, pero sus ojos se quedaron mudos. Era evidente que ya no tenía muchas fuerzas. Pensé: ¿debo tomarle la mano? ¿Debo acercarme a su oído y decirle que la quiero? Porque era eso lo que yo sentía. Era eso lo que mi corazón deseaba hacer. Sin embargo mantuve mi distancia. No hice ningún movimiento. Debía cumplir con mi extraña y absurda convicción.
* * *
No podía creer lo que estaba pasando. Hablé de mis desgracias. Pero el ejecutivo fue muy claro:
–Entonces, no nos queda más que borrar alguien de su familia.
–¿Cómo?
–Nuestra política es borrar los reflejos si el usuario es incapaz de cancelar su deuda. Sí, podemos hacerlo. Está dentro de la ley. Suena horrible, pero es una forma de que el deudor reaccione y se esfuerce por pagar. Pero en casos como el suyo la ley permite una modalidad especial. En vez de borrar todo el paquete, dejamos a un reflejo con vida. Tiene que elegir: o borra a su hijo, a su hija o a su ex-mujer.
Fue en ese momento que entendí lo irreversible de la situación. Los de V.I.P. iban a borrar a casi toda mi familia y no había forma de impedirlo. No existían alternativas o pataleos a la conciencia pública. En realidad mi caso no era el único. Todos los meses borraban de a cien a doscientos reflejos, de la misma forma como las estadísticas hablan de cientos de personas muertas por accidentes o suicidios. Recién lograba entender que la destrucción material de una familia era cosa diaria, fuesen reflejos o no. Y a nadie parecía importarle. Era sólo parte del paisaje. El reflejo de una difícil sociedad, en la cual la familia era supuestamente la base. ¿Cómo se entendía que el mismo sistema se encargara de destruir las bases de sí mismo?
Era todo demasiado lógico. Aquello me destruía mucho más que las circunstancias en las cuáles yo estaba. Todo tenía su solución, por más que ésta fuese cuestionable desde la moral o la ética. Y no es que el ejecutivo de V.I.P. fuese malvado o frío. El hombre sólo me ofrecía las posibilidades lógicas y razonables para resolver el problema. V.I.P. trabajaba con la vida y cuando se trabaja de esa forma sólo existe cabida para las soluciones y no para cuestionamientos valóricos o incluso religiosos. La sobrevivencia es la base de la sociedad, todos quieren vivir a como sea lugar y si para eso hay que matar o borrar a tu ser querido, la cuestión no es si hacerlo o no, sino cómo y cuándo. La justificación es la vida misma. Y en este caso la vida de los reflejos de mi familia. Pero ¿quiénes tenían que pagar el precio? ¿Cómo se decide a quién mantener con vida y a quién sacrificar? ¿Cómo se decide quién vive y quién muere?
Las noches se me hicieron gigantescas. Quería borrarme y olvidar por momentos lo que tenía que hacer pero eran muchos los puntos de la cuestión que revolvían mi mente. Había tantas consideraciones que ni siquiera podía establecer un curso de acción susceptible de ser discutido. Tenía que concentrar todas mis fuerzas en una razón que fuese lo suficientemente poderosa para evitar volverme loco en el futuro. Para aplacar la estúpida sensación de culpa. Necesitaba un motivo y una razón que pudiesen aplacar la idea de que ellos morirían por mi propia incapacidad. Si tenía que matarlos necesitaba una lógica fría y absoluta capaz de diluir cualquier sentimentalismo.
Dada mi situación era imposible imaginar que alguna vez tendría el dinero para volver a reflejarlos a todos. Los de V.I.P. me propusieron firmar un acta en la cual me comprometía a reflejar a mi familia si mi situación mejoraba. Ellos por su parte garantizaban hacer una copia de los reflejos actuales y mantenerlos en suspensión criodigital por un lapso indefinido, para luego reactivarlos, una vez iniciado el pago de las cuotas más un monto especial por la suspensión. Cuando vi los precios comprendí que no había ninguna posibilidad. Ya sé que cualquiera habría firmado de todos maneras, pero mi expediente urbano condensaba, por culpa de la edad, mi tendencia a la inactividad y al fracaso ocupacional, lo cual era una mancha muy difícil de cubrir para un puesto de trabajo. Los de V.I.P. sabían eso, y su ofrecimiento era más que nada para amarrarme a ellos, pues la ley estipulaba que en caso de incumplimiento de contrato la persona en cuestión pasaba a la categoría de “entidad”, lo que les daba cancha abierta para usarme como cárcel portátil para reflejos renegados o extracción de neuronas y experimentación virtual.
Así que sólo tendría un par de meses para decidir a quién borrar y sobre todo establecer por qué. Lo que me estremecía era que independiente del léxico utilizado yo iba a matar alguien de mi propia familia. No iba a liquidar programas semánticos. Iba a destruir a mi esposa, a mi hija, y a Mauro. No me preocupaba perderlos para siempre. Eso ya había ocurrido muchos años atrás, independiente que ya estuviesen cremados y esparcidos por el viento. Aquello era tan irreal como su condición actual, sólo que es más difícil lidiar con alguien vivo que con un muerto. Y ellos vivían. Tenían sus trabajos, sus esperanzas, sueños o sentimientos de una forma que el tiempo no podría repetir y menos poder emularse, por más que los de V.I.P. me garantizaban que una copia en suspensión volvería a ser igual después. Pero nada había sido igual. Se suponía que los reflejos no podrían ser mejores y distintos de sus modelos. Y sin embargo, en el mundo de V.I.P. mi esposa era una mujer sana y feliz. Anita, una pequeña artista en permanente afirmación. Mauro, camino a su rehabilitación…
–Mire, entiendo que usted no se haya enterado de los detalles de la compra del sistema, pero todo está en el contrato que firmó su esposa. Este especifica claramente que la interacción de los reflejos tiene un costo y que se cancela mensualmente.
–¿Y cuál es la gracia entonces del sistema? Si uno tiene que pagar de por vida para mantener a otro vivo, es casi lo mismo que cuando se está vivo…– ni yo sabía lo que estaba alegando. El hombre me miró con lástima.
–Los reflejos son seres vivos. La gente olvida ese detalle. Cree que son proyecciones de sí mismos que pueden olvidar mientras otros se encargan de sus vidas. Eso es lo que hacemos nosotros. Financiamos sus vidas, precisamente porque están vivos, más allá que en términos prácticos sean complejos sistemas orgánico-digitales. Pero no olvide que ellos piensan, sueñan e interactúan con el mundo que nosotros emulamos para ellos. Y alguien tiene que pagar por eso. No somos Dios.
Su discurso era claro y firme. Tuve la sensación de que lo había pulido con el tiempo, aplacando los alegatos de quizás cuántas otras personas envueltas en el mismo problema. No sólo carecía de dinero suficiente en ese momento. Seguía en categoría de no-empleo y aquello podía durar demasiado tiempo. Aquello significaba no poder disfrutar de un trabajo, ni tampoco poder acceder a uno. Cuando alguien no encontraba trabajo en un plazo determinado se le consideraba como no apto y tenía que abandonar la búsqueda para darle la oportunidad a otros que no estaban aún en esa categoría. Era una forma de controlar ordenadamente la tasa de cinco millones de desocupados que había siempre en el país, de la cual formaba parte ahora.
No me quedaba más que acatar lo inevitable.
–Hay algo que me gustaría saber. ¿Cómo borran ustedes a los reflejos?
–¿Cómo así?
–Es decir… ¿apagan el sistema y nada más? No sé, meten un virus…
–No, no. A ver, no es tan fácil. El reflejo tiene su propia actividad neural y ésta es capaz de resistirse al desmembramiento digital. No puedo darle los detalles técnicos de cómo se disuelve el reflejo, sólo le puedo decir que antes que ocurra le provocamos una reacción emocional que disminuye su resistencia al proceso de borrar.
–No entiendo. ¿Acaso le dicen al reflejo lo que le va a pasar?
–No exactamente. Lo que hacemos es manipular su entorno virtual de tal modo que su vida se vaya desmoronando para así provocarle una baja en sus patrones psicosomáticos.
–¿Patrones psicosomáticos?
–Claro. Su hija, por ejemplo era dentro del sistema una holoescultora con buenas críticas y ventas interesantes. Antes de borrarla insertamos dentro de su conciencia un programa que disminuyó su capacidad para evocar imágenes pictóricas. Su hermana se quedó, literalmente, sin capacidad ni fuerzas para delinear un rostro o un perro. A ello se le sumó el aumento artificial de críticas desfavorables y claro, las cuentas no se pagan solas.
–¿Qué pasó entonces?
–Bueno, lo mismo que en su vida real. Se suicidó.
No podía creerlo. Entonces, no borraban a los reflejos. Se dedicaban sólo a liquidarles sus vidas, empujándolos a la conclusión destructiva e inminente. Perdí la compostura. Hijos de…
–Cálmese. No todos siguen el mismo curso. Aplicamos eso con su hermana porque lo reflejamos de su vida real. Algo de eso también pasó con el niño. ¿No falleció de una afección cardiaca? Bueno, sólo aceleramos el proceso natural, eso es todo.
Aquello sí tenía sentido.
–Con su esposa podría pasar lo mismo. Podríamos reactivar su antiguo tumor y doparla con morfina par que muera en el sueño. Luego procederíamos a cremarla y esparcir sus cenizas, que en nuestra jerga significa disolver la información digital. Es más fácil borrar entidades microscópicas que un sistema humano entero. Pero insisto, es una posibilidad. Aunque debo decirle que en su reflexión ella ya generó un tumor. Eso me hace pensar que dicha enfermedad es algo que ella lleva consigo, irremediablemente. O bien, es producto de una situación emocional. Como usted debe saber los reflejos generan comportamientos y actitudes similares en sus ambientes digitales. Si su esposa tuvo un tumor en su vida real producto de una situación x, puede repetirlo siendo reflejo.
Me estremecí.
–¿Puedo ver una simulación de eso?
–Me parece que ya la vio morir ¿verdad?
–No, no la vi cuando estaba en agonía. Yo… no estuve ahí.
–Lo siento. Bueno, pero su situación puede cambiar… Como decimos aquí, un reflejo debe estar seguro de que todo termina alguna vez. Si no la vio morir en vida real, tiene la oportunidad de verla como reflejo. Es prácticamente lo mismo. Y si se esfuerza puede recordar ese momento como algo real que pasó.
Tenía toda la razón, como de costumbre. Volví a sentirme perplejo y derrotado, pero duró muy poco. De pronto sentí que lograba asimilarlo. Como que al fin lograba entender la finalidad última de cada muerte. Pensaba en los reflejos, en esas “vidas” digitadas pretendiendo significar algo. Como el falso amor, como el mundo de allá afuera, no podían ir hacia mí para convertirse en símbolos. No podían “vivir” si ya estaban muertos dentro de mí.
Sólo quedaba una cosa por hacer. Un último reflejo de la vida.
* * *
Las horas pasaron lentamente. Hacía rato que su cuerpo no era más que un desecho. Me acerqué todo lo que pude a ella y memoricé el hedor enfermizo de su carne pudriéndose en la habitación, esperando que la misma carne resucitara alguna vez, quizás en el eterno retorno de las experiencia humana. Su cuerpo seguía sobre la cama mientras el conjunto de máquinas y sistemas seguían monitoreando su lenta agonía. Sus brazos ya tenían manchas violetas y sus manos se cerraban en muñones, densamente oscuros. De tanto en tanto me gustaba levantar las sábanas y acariciarle sus piernas frías, completamente inmóviles. Y sólo habían pasado unas siete horas. ¿Cuánto más tardaría en morir? ¿Cuánto había tardado la primera vez?
Supe de la noticia gracias a la Anita, pero jamás llegué a la clínica. No tuve el valor para verla. Nunca supe por qué. Quizás porque sabía que ese tumor era una proyección maligna de mi propio ser. Nunca en realidad pude entender la razón para abandonarlos a todos, como si su mera existencia fuese una afrenta para mi propia vida. Es tan extraño. ¿En qué momento nos convertimos en reflejos de algo que fuimos? O bien, ¿cómo hacemos para volver a recuperarnos?
Tenía las respuestas. Una por una. Ya no me era difícil aceptar que de una forma u otra yo era el responsable de la muerte de todos. Así lo creí en su momento y así necesitaba creerlo ahora. Ahí estaba la lógica implacable para borrar los reflejos. Podía irme a casa con la certeza de que yo había destruido a toda la familia, y de que nadie más que yo podía soportar esa responsabilidad. Supongo que la necesitaba. Por eso debía borrar a todos. Debía sentir que su muerte era algo que sólo podía provenir de mí. Y mientras los ojos de Graciela, mi mujer, fallecían lentamente, mientras el aire que salía de su boca era la única señal de que aún estaba ahí, mi mente grababa cada detalle e imagen para revivirlas todo el tiempo posible, todo el tiempo necesario para sentirla en su hora final.
Cuando ocurrió sólo pude tocar mi sien y salir de ese universo de certera irrealidad. Volví a mi hogar, donde no me esperaba nadie, y donde tampoco habría alguien alguna vez. Y eso tampoco era algo distinto o inesperado. La sociedad decadente tiene su lógica absurda que contribuye a la normalidad. Lo normal era abandonar todo, incluyendo a mí mismo.
Así que este reflejo humano vuelve a su casa, cierra la puerta y espera con calma. Abre los ojos y los vuelve a cerrar. Duerme un poco, más tranquilo, pues algo es seguro:
Todo termina alguna vez. [FIN]
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