YGRIEGA (1ª Parte)

Novela por entregas. Escrita como borrador y ensayo para un taller literario, entre marzo y junio del 2000, la idea era un cyberpunk temuquence. Publicaré semanalmente -aquí y en mi blog personal, todo lo que alcancé a escribir.

VIERNES

LLEVABAN DIAS diciéndolo en la tele, que los incendios habían crecido tanto que pronto iba a nevar cenizas sobre la ciudad. Y así fue. Por la mañana todos los techos de mi cuadra (y los de todas las otras cuadras) despertaron cubiertos de una resbalosa capa de arenilla con olor a pasto quemado. Marzo, el noveno viernes del año. El día en que me encargaron buscar a Igriega, una prostituta que veinticuatro horas después de su muerte había resucitado en la forma de un mensaje de correo electrónico. El mismo día en que comenzamos a tener pruebas concretas de la existencia de vida inteligente en otro lugar del universo, si eso no fue sincronía, ni idea que pueda serlo.
El timbre sonó a las ocho de la mañana con un minuto, media hora después de que mamá agarrara la camioneta y se largara a su oficina, segundos antes de que yo terminara de tragar mi desayuno y pasara al baño a fregarme los dientes. Con el desayuno a medias corrí a la puerta y la abrí sin mirar por el ojo de ésta. A esa hora debía ser cualquier persona, menos alguien tan improbable como mi jefe. Pero lo era. Ahí, parado exactamente bajo el umbral de la puerta de la casa de mi madre, estaba el gerente general de Enrednet S.A.
-Buenos días-, me saludó sin quitarme los ojos de encima. Nombró a su secretaria y agregó que ella le había dado mi dirección, -aunque la tiene equivocada-, corrigió. -Un número que no existe, tuve que preguntar en un par de casas antes de encontrarte. Dile que lo corrija.
Un bolo de pan, jamón y queso remojado con un trago de Coca Cola light se arrastró por mi garganta.
-Menos mal que conocía el barrio, cuando era chico vivía por acá cerca, en la calle que sigue… creo… pero esto está muy cambiado. Hace tiempo que no venía-, añadió como si la situación fuera la más natural del mundo. Detrás de la escena un camión de aseo municipal remojaba la calle y barría las cenizas nocturnas con sendas paletas circulares llenas de pelos blancos y largos. Zumbaba como un montón de moscardones gordos. La comida me llegó al fondo del estómago y el malestar nervioso comenzó a propagarse como una entidad inteligente por mi interior. Deberían inventar algo para borrar ese tipo de molestias corporales. El polvillo gris que caía por el techo de la casa de enfrente reflejó el sol de la mañana como si fueran cientos de flashes de alguna rara especie de microbios fotógrafos.
-Adelante-, fue lo primero que atiné a pronunciar. Apenas entró, cerré la puerta. –Tome asiento-, le ofrecí, mostrándole con la mirada uno de los viejos sillones del living, recuerdos de otra época y de otra familia (nunca mejor dicho). –Voy al baño y vuelvo-, disculpé de puro nervioso.
Me enjuagué con fuerza la boca, pensando en que cresta hacía el temuquense más influyente del año pasado, según una elección del Diario Austral, en la casa de mi madre. No era su estilo relacionarse de una forma tan cercana con sus empleados y hasta donde yo sabía (o entendía) no le había dado motivos para: despedirme, caerle especialmente bien, enamorarse de mi (aunque uno nunca sabe), todas las anteriores o ninguna de ellas. Ni siquiera sabía que supiera mi nombre,
Apreté el tubo de pasta de dientes y por tercera vez dibujé una línea sobre la punta de las cuerdas del cepillo. Abrí bien la boca y me limpié la superficie de la lengua, reemplazando esos granos blancos y hediondos de la mañana por otros, también blancos, hechos de pasta con sabor y olor a menta fresca. Arregla el aliento, al menos por unos minutos, pero funciona.
Agité otro trago de agua en mi garganta y tras jugar con la espuma por un momento la escupí fuerte sobre el lavado. Un delgado hilo de sangre se me coló entre la saliva, debo ser más cuidadoso con lo que me venden. Vi mis ojos en el espejo y juntando agua sobre la palma de mis manos me mojé el rostro. No podía seguir escondido en el baño.
-¿Quiere algo? ¿Un café?-, le pregunté al regresar al living.
-Nada, gracias…-, respondió mientras examinaba cada centímetro de las paredes.
-…
-¿Hay alguien más en casa?-, preguntó.
-No-, le dije y mientras lo hacía pensé que debería haberle dicho otra cosa, haber inventado algo, uno nunca sabe. Tal vez mi jefe era en secreto un asesino serial y en cosa de minutos yo podría terminar abierto de cuajo, destripado, como esas doce pendejas de Curicó.
-¿Te preguntarás que hago aquí?
-Entre otras cosas.
Se rió, yo también, fue un gesto amable, cómodo.
-¿Vives solo?-, sumó, con un tono de voz más bajo, casi tranquilo. Le conté que no, que vivía con mi madre. Soltó un soplido largo, como un murmullo de aire y continuó examinando cada rincón del lugar, esta vez como si buscara a mamá, supuestamente escondida tras las cortinas o de espaldas al gomero junto a las ventanas.
-No está, ya le dije que estamos solos-, aclaré. –Ella sale temprano, es secretaria en línea y usted sabe… hay que estar a la hora, por lo del satélite.
Ambos miramos al techo, como si a través de este pudiéramos ver la red de objetos que giraban alrededor de nuestro planeta.
-Necesito tu ayuda-, dijo mirándome de costado y rascándose el cuello.
-Ya no hago esa clase de trabajos-, contesté, sabiendo muy bien a qué se refería. La información estaba en mis antecedentes, no sé si manchándolos o decorándolos. Además fue gracias a esos conocimientos especiales que llegué a trabajar para él y sus socios. Mal que mal se supone que soy un genio. Tarde o temprano me iban a pedir “horas extraordinarias”, eso siempre lo tuve más que claro.
-No voy a pedirte que rompas nada, ni que programes un gusano. El trabajo es simple, mucho más de lo que imaginas…
-…
-Además eres el único que conozco que me puede ayudar, creo.
-…
-Te pagaría bien, un sueldo extra. El doble de lo que ganas por unos…-, vaciló, -cuatro o cinco meses. Aunque, tu sabes, podría alargarse un poco más si haces bien las cosas.
-…
-Necesito que encuentres a alguien-, continuó sin esperar mi respuesta.
-Stalker-, murmuré.
-Algo así-, pensé que no me había escuchado. -Pero óyeme bien, lo más importante es que nadie puede saberlo. Nadie de nadie. Nunca-, recalcó. -Por ningún motivo se te ocurra comentarlo con alguien de tu familia o tus amigos y mucho menos en la oficina. Si lo haces pierdes todo y es en serio. Te quedas en la calle, sin un peso. Y no creo que te sea fácil encontrar otro trabajo, ya sabes…
No recordaba la última vez que me habían amenazado, de hecho creía que las amenazas estaban pasadas de moda.
-El negocio es sólo entre tu y yo.
-…
-¿Si o no?-, preguntó levantando su ceja izquierdo. De ser él, habría usado una terminología más ad-hok, más intimidante, un “estás adentro o fuera”, que se yo. Miré buscando las cámaras y la siguiente orden del director pero sólo encontré los ojos grandes y nerviosos de mi jefe. Hijo de puta, como si hubiera otra respuesta posible:
-¿Quién es?
-Una mujer, se llama Igriega, tal vez hayas oído hablar de ella…
Tenía razón, había oído de ella. No mucho, pero si lo más importante.
-Ella está muerta-, le dije.
-Eso dicen-, respondió mi jefe. Torció su boca y me preguntó si seguía en pié la oferta del café.
Me acordé de un comentario que había escuchado anoche en televisión. Sobre que este verano había sido el peor de los últimos cincuenta años. El sol, el calor, las llamas, el cielo rojo, el sudor y las heridas invadieron cada centímetro de Temuco. En verdad estábamos quemándonos.

VISIONES DE 1899


De la versión extendida de Continuidad Prat, llamada ahora Y=Igriega

En el Capítulo 3…

–YO A USTED no le gusto.
–¿Por qué lo dice?
La cara metálica de Igriega se inclinó como si buscara una gestualidad imposible. Luego agregó:
–Porque no me habló durante el viaje. Tampoco cuando llegamos al hotel
–Son las siete de la mañana, agente Igriega. Créame, no tengo ganas de discutir con…
–Con una máquina.
–No quise decir eso. Sólo digo que es muy temprano, pasamos la mitad de la noche viajando y he dormido muy poco. No tengo ánimos ni ganas de discutir. Vuelva a su habitación, aún es temprano.
Igriega pestañeó rápido, de un modo tan antinatural que me heló por dentro. Siempre he detestado a los números, no porque no confíe en sus capacidades, sino por que temo de ellas. No tengo claro que pueden y que no pueden hacer. Menos entiendo la razón del porque los creamos, cual fue la idea tras su abominable invención. Si Europa entero los prohibió, porque demonios tenemos nosotros que hacernos cargo de ellos. Y tratarlos como iguales, que es aún más aborrecible.
–Disculpe inspector –su voz monocorde bajó de volumen. –Pensé que como Prat…
–Almirante Prat.
–Perdón, como usted diga. Decía que como el almirante Prat pidió que le enviáramos un telelocal a las ocho y media, tal vez le gustaría tener tiempo para desayunar.
–No desayuno.
–No lo sabía.
–No se preocupe, no hay problema. Ahora por favor regrese a su habitación. Nos encontramos en el lobby a las ocho y quince, ¿le parece?
–Me parece.
Y me dio pavor descubrirme mirando con morbo su curvilíneo cuerpo de metal.
Cerré la puerta y me asomé a la ventana, encaramada en el piso séptimo de un hotel cercano a la plaza de armas de Santiago. Las líneas de iluminación pública iban apagándose a medida que el sol despuntaba. En el edificio de enfrente, una gran pintura llamaba a los ciudadanos a votar por Balmaceda para su tercera reelección. “Porque el poder debe permanecer en Santiago”, rezaba la ultima línea del grabado.
No fue una noche fácil, nunca lo son. Tres horas en un aerocarril desde Concepción hasta la estación central de Santiago, luego cuatro más encerrado en un hotel de gobierno intentando conciliar el sueño. Otra noche entera en vela. Los pocos minutos que conseguí cerrar los ojos fui interrumpido por otra pesadilla. Necesito curarme de ellas de lo contrario voy a volverme loco.
Igriega no parece ser una mala máquina, no tiene la culpa de lo que siento hacia ellas. Rebolledo me envío su carta de vida para que conociera sus habilidades y dispusiera como usarlas. Es buena rastreando cosas y encontrando pistas, pésima tiradora lo que me da algo de calma. Según el comisario hace un par de años tuvo su momento de gloria. Ella había sido la número encargado de la investigación del caso del esqueleto de la ballena varado en coronel. Un cadáver gigantesco que arrastraba otro más pequeño, los huesos de un hombre sin piernas. Cuando ocurrió aposté que no iban a resolverlo, lo que arrastra el mar se tiene que quedar en el mar, como el asunto del barco fantasma de hace un par de días. No me equivoqué, jamás lograron averiguar la identidad del muerto de la ballena. Se tiraron hipótesis de todo tipo, de esas que sólo abren más preguntas. Igriega participó del caso y se convirtió en algo parecido al rostro oficial de él. Según Rebolledo, a pesar de que el enigma se cerró, ella aún usa su tiempo libre para buscar el origen del muerto de la ballena. El muerto de la ballena, me gusta como suena eso. Alguna vez alguien me contó que los indios del sur decían que las ballenas transportaban el alma de los muertos en batalla.
El esfuerzo de regresar a la cama hubiese resultado inútil. La mañana ya había caído sobre la ciudad y con ella se habían esfumado mis ganas de continuar tratando de dormir. Fui hasta el telecable y pedí a recepción que me enviaran un periódico, luego me dirigí al servicio y abrí el paso del agua caliente para llenar la tina. La fuerza de las calderas hizo rechinar las tuberías, mientras el cuarto comenzaba a llenarse de vapor. Me gusta así, que casi queme.
El diario El Mercurio no hacía referencias a los atentados. Era como si los incidentes no existieran o como si los redactores y reporteros del periódico estuviesen anclados en una realidad paralela, donde todo corría al sabor de un buen jugo de naranjas. Ya era oficial la firma de un tratado entre la marina imperial Japonesa y los astilleros nacionales para la construcción de seis blindados aéreos de tres torres; noticia que un columnista aprovechó para tirar dados acerca del peligro de una carrera armamentista en el Pacífico entre Tokio y Washington propiciado por la tecnología chilena. La foto de portada era la de un sujeto de cara ancha y rostro arrugado llamado José Harriman, un explorador nacional que a bordo del Intrépido, su nave de investigación, anunciaba el descubrimiento de una isla perdida cerca de Java, en el océano Indico. De acuerdo a sus declaraciones, en el sitio no sólo habían encontrado ruinas ciclópeas, restos de una civilización extinta hace milenios, sino una peculiar fauna de criaturas prehistóricas que de alguna forma habían logrado sobrevivir hasta nuestros días. La isla de la Calavera, como según Harriman es llamado el peculiar hallazgo, será objeto de una completa investigación científica en el curso de los próximos dos años. Entre los objetivos planteados esta la captura de diversas especies nativas del lugar, como dinosaurios herbívoros o algún ejemplar de la extraña raza de gorilas gigantes radicados en los picos más elevados de la isla. La tripulación del Intrépido pedía premura a las autoridades en gestionar las autorizaciones necesarias, ya que según sus mediciones geológicas y vulcanológicas, la inestabilidad del terreno adelantaba un inminente hundimiento de la ínsula.

En el Capítulo 5…

–Y a propósito de tiempos nuevos –continuó delirando el almirante –han escuchado las noticias de Marte.
Preferí dejarlo hablar. Igriega lo miró, como si buscase su aprovación y luego añadió:
–Lo de las explosiones, señor.
–Exacto, lo de las explosiones, querida. De verdad la velocidad de las cosas me supera. Explosiones marcianas, quien podría haberlo pensado. Escuchó inspector que algunos hombres de ciencia han dicho que tal vez no se trate de eventos naturales, sino de estallidos de alguna clase de arma. Leía esta mañana a un inglés que advertía acerca de una posible invasión del planeta rojo. ¿Sabe lo que decía?
–Como puedo saberlo, señor –le respondí.
–Claro, por supuesto, como puede saberlo. Decía que de ocurrir lo que estaba vaticinando no teníamos de que preocuparnos, ya que Chile le había regalado al mundo la metahulla necesaria para defenderse de cualquier agresión de un pueblo hostil venido de las estrellas….De las estrellas –subrayó el viejo. ¬–¿Alguno de ustedes dos cree que algún día llegaremos a las estrellas?
–¿Almirante? –interrumpí, antes de que Igriega le respondiera al anciano.
–Veo que usted no, inspector –bajó su tono. –Pero en fin, dígame, señor Uribe, soy todo oídos.
La número me miró, tratando de entender el brusco cambio en los ánimos de la conversación. Y aunque era imposible, juraría que la vi sonreír.
–Pensé que íbamos a hablar del asunto de los atentados.
–Oh, claro, por supuesto. ¿Un café?





LA LIGA DE LOS EXTRAORDINARIOS CHILOTES

Sucedió poco después de que el Capitán Urdemales capturara El Caleuche a las fuerzas de la Recta Provincia. Sin su nave insignia, los brujos quedaron desamparados y el mundo disfrutó de un corto periodo de paz. Pero los Rectos, como se hacían llamar, no se quedaron tranquilos y no demoraron en unir sus fuerzas con los primigenios de la sumergida R’Lyeh y con los tripodes marcianos, ahora dominados por el despiadado Ming, regente de Mongo, para coordinar un ataque final contra la humanidad y así controlar los secretos del mundo, sobre todo los poderes ancestrales ocultos en el congelado centro hueco del mundo. Pero los Rectos se fueron con cuidado, sabían que ni los cefalópodos de R´Lyeh, ni Ming y sus trípodes marcianos eran de fiar, pero el fin era más grande y los brujos tenían más de una carta bajo la manga, una de las cuales les aseguraba el control sobre los Primigenios y las fuerzas de Mongo-Marte. Kuanyip, ultimo guardián de la Ciudad de los Cesares, tenía claro que los nuevos tiempos que se avecinaban requerían de un nuevo tipo de acción. Junto al capitán Urdemales buscaron la tripulación ideal para el Caleuche, mercenarios poderosos, relacionados a los poderes ancestrales de la Patagonia y la isla grande, que estuvieran dispuestos a enfrentarse a la sombra que se avecinaba. En un principio se mostraron reticentes, pero con el paso del tiempo comprendieron lo trascendente de su misión y sus hazañas se hicieron mito. Y los escogidos fueron: Imbunche, el gigante con manos de piedra; Pincoya, la señora de las aguas; Trauko, el duende de los bosques, señor de la naturaleza; Basilisco, el hombre reptil, vastago de la antigua raza Lemuriana; Fiura, una vieja bruja ciega, expulsada de la Recta Provincia y Pihuchen, señor de los No-Muertos del sur. Estas son sus aventuras…

EL CALEUCHE

Veinte años después de que el mundo lo creyera tragado por el Maelstrom, Nemo ordenó a sus hombre sacar al Nautilus de su escondite, una enorme cueva submarina bajo la isla grande. Les dijo que los tiempos habían cambiado, que ahora estaban viejos y la nave oxidada. Que ahora lo mejor era navegar en silencio, evitar enfrentamientos y subir a la superficie sólo de noche. Y precisamente esa noche fue la primera vez en que el Nautilus emergió sobre los canales chilotes. Y lo hizo con sus faros alumbrando al máximo, para que si alguien los veía desde la costa, sólo distinguira una luces blancas flotando sobre el agua. Para Nemo no era algo nuevo, hacía rato que se había acostumbrado a comandar un barco fantasma…

ALSINO RELOADED

Extracto o adelanto de Historia Chilena del Siglo XX. Novela corta de quien escribe esto.

PERO LA HISTORIA de Alsino, pasó a la historia –valga la redundancia– por ser la primera gran tragedia en nuestra continuidad enmascarada. Dos meses después de ser enviada la carta que acabamos de reproducir, el cuerpo del joven vigilante alado fue encontrado sin vida y flotando, en el Río Mapocho, frente al Museo de Bellas Artes. El muchacho había recibido tres balazos: dos en el estómago y uno a la altura del pecho, además de una serie de puñaladas en la espalda. De acuerdo a lo aparecido en la prensa amarilla de la época, antes de ser asesinado, el muchacho fue sometido a toda clase de torturas, incluso una nunca corroborada castración. Pero el hecho, en contra de lo imaginado, no causó un cese en la actividad superheroica nacional, por lo contrario, a partir de ese caso, el número de vigilantes enmascarados en las calles de Santiago y otras ciudades chilenas comenzó a multiplicarse. Máximo Metrópolis, en sus memorias , lo señala: “A pesar de lo dramático del suceso, es indudable que el asesinato de Alsino marca el verdadero comienzo de la Edad de Oro chilena. Incluso más que la primera aparición de El Sereno. Porque, aunque nos duela, lo de Alsino fue un hito concreto, escrito con sangre. Y es cosa de revisar nuestra historia para descubrir que Chile es un país que se ha fundado en la sangre de sus héroes”.
Alsino fue identificado como Pedro Prado hijo, de 21 años, estudiante de leyes de la Universidad de Chile. Sus profesores lo definían como un joven esforzado, pero en extremo distraído, lo que le ocasionaba un rendimiento académico mediocre que lo había llevado a estar en repetidas ocasiones en causal de eliminación de su casa de estudios. Eso, sin embargo, parecía no importarle, ya que en su diario de vida, revelado tras su muerte –y hoy posesión de su familia– confesaba que con o sin el título de abogado, él se iba a encargar de que en Chile se hiciera justicia. Alsino era el hijo menor de Pedro Prado, poeta desconocido de la historia literaria nacional, quien en 1920 publicó un ya olvidado poema en prosa titulado precisamente Alsino, suerte de fantasía rural y fantástica acerca de las penurias de un adolescente campesino que tras sufrir un accidente le brotaban alas en su espalda. El don del niño se transformó en su maldición, historia que finalmente se convertiría en el sino de su propio hijo. Pintor y arquitecto, además de poeta, Pedro Prado padre murió en 1952, culpándose toda la vida del destino de su muchacho.
“Decía que de no haber escrito ese libro, Pedrito nunca se habría transformado en ese ángel urbano”, señaló a uno de los autores de este texto, Alberto Prado, sobrino de Alsino y nieto del poeta.
“El abuelo murió creyendo que la responsabilidad de la muerte de mi tío había sido culpa suya”.
Los diario de Pedro Prado hijo, recalcan bastante de su idea de justicia.
“Es la clave de sus memorias. Alsino, y permita que lo llame así, partió creyendo en la ley y la justicia como sinónimos. Pero a medida que estudiaba se dio cuenta que eran dos cuestiones muy distintas. A él le interesaba la justicia, no las leyes, por ello su bajo rendimiento académico. Y por ello también la actividad que escogió realizar por las noches”
Ser superhéroe
“Vigilante urbano. Justiciero enmascarado. Escoja una de ambas, superhéroe es demasiado peyorativo”
Alsino vino del libro de su padre.
“Es obvio. Mi abuelo nunca fue un poeta exitoso, pero Alsino fue un libro que tuvo muy buena acogida entre los críticos e intelectuales de la época. Quizás no vendió bien y no se hizo famoso, pero en su época se habló muy favorablemente del texto. Además la imagen que Pedro Prado padre creó, la del niño alado, es tremendamente poderosa. Un ángel del lado que se le mire”
Y Alsino se convirtió en Alsino…
“El que el libro no fuera tan popular le facilitó las cosas. Nadie hizo la asociación»
Excepto Pedro Prado padre
“Excepto él. Pero el viejo estaba orgulloso de su hijo”
Tras la muerte de Alsino, el libro tuvo una segunda oportunidad…
“Y terminó convertido en lectura obligatoria en algunos colegios. La vida es muy irónica, cierto”
No era eso lo que quería preguntarle, sino la opinión de su abuelo frente al hecho de que el asesinato de su hijo lo convirtió en un exitoso escritor…
“No pregunte estupideces. Alsino era su hijo”
Alsino también.
“No voy a contestarle”
El asesinato de Alsino fue un hecho terrible…
“Si, pero tampoco voy a hablarle de eso”
Alberto Prado, terminó molesto ante este cuestionario y se negó a mostrarnos los diarios de Alsino, única prueba testimonial de las reales motivaciones de este personaje.

BATTLESTAR LATORRE

Fecha estelar. Noviembre 22, 1997

Hoy es el día del retiro, del regreso a casa definitivo del Latorre. El fin de mis mejores 5 años. Desde la ventana de mi privado veo como el horizonte de Marte se curva bajo Fobos y Deimos. La Tierra se aparece apenas como un punto de luz azul allá adelante, siempre adelante, bajo un círculo solar que parece imagen del egipcio Amon.

En estos cinco años llevé a la nave hasta el mismo corazón de las colonias del Régimen Khrayt, usando la batería central del acorazado para cañonear las lunas refineras del enemigo. Fueron amargas victoria, perdí un tercio de mi tripulación, pero logramos derrotar al adversario. Y lo que es más grande aún, sobrevivir. De más está repetir que en los anales de la gran guerra, las hazañas de nuestro magnífico acorazado serán escritas a la par de lo logrado por la flota de portaaviones norteamericanos en 1982, en el sistema capital Khrayt. No puedo ocultar que siento pena. Cuando me entregaron el mando del Latorre sabía que serían sus últimos años, es increíble lo rápido que pueden pasar cinco años en el espacio.

Fue en 1933 cuando ellos aparecieron. Los grandes Vagones de Batalla Khrayt cubrieron los cielos y en cosa de días arrasaron con las grandes ciudades. Y la Tierra se defendió, como pudo, pero se defendió. No poseíamos ni la tecnología ni los medios para combatir en el espacio, pero desde la superficie eramos un pueblo fiero que no iba a dejar que sus civilizaciones cayeran bajo el peso de un imperio colonizador y asesino. Y llamamos la atención. En 1935 aparecieron los Reticuli a auxiliarnos. Su ataque sorpresa provocó un momentáneo retiro de las fuerzas Khrayt, pero no debíamos equivocarnos, no fue una victoria, todo lo contrario. Los Reticuli nos advirtieron que debíamos estar preparados para el contraataque y nos advirtieron que teníamos seis meses para preparar un flota de combate con armas atómicas y facultad de plegar el espacio a través de saltos por agujeros de gusano. Ellos nos facilitaron la tecnología, nosotros la adaptamos a los buques más poderosos de las escuadras de cada nación soberana de la unión terrestres.

Y el Almirante Latorre fue el astro-acorazado insignia de la fuerza espacial chilena. Gloriosa máquina, nacida como buque de superficie, reformateada en nave de combate interplanetaria, que bajo el mando del Capitán Arturo Osorio consiguiera una de las primeras victorias terrestres en la batalla de Ganímedes de 1950. El Latorre fue sumando estrellas tras estrellas, ganándose con toda justicia el apodo de nave insignia de las fuerzas del hemisferio sur, estando a la par de los grandes portaaviones estelares gringos de las clases Essex y Nimitz.

Pero hoy termina su carrera. El Latorre es un leviatan viejo y cansado, que surca las estrellas con la lentitud de un mastodonte de la primera generación de astronaves. Hoy la guerra parece al fin estar finalizando y mi misión es llevar al viejo»»L junto a su tripulación a un merecido descanso. Seas despedido con honores, gran Latorre.

Capitán Alberto Adama
B.S. Almirante Latorre
Marina Aliada

EL DENTISTA

Extracto de Historia Chilena del Siglo XX (Varios autores. Ed. Dobleverso)

En 1967, las perspectivas para una segunda presidencia de la DC no parecían muy buenas. La oposición contra el partido no había disminuido. Las elecciones municipales (abril de 1967) dieron al gobierno y a la oposición la oportunidad de medir sus fuerzas. El apoyo a la DC se había erosionado. La derecha mostró un modesto repunte, al igual que los radicales. Los partidos de del Frente Popular lograron éxitos más estimulantes. Tanto la derecha como la izquierda sufrieron algunos cambios interesantes. Los Partidos conservador y liberal, cediendo a la lógica de la época, finalmente, se habían fundido (mayo de 1966) bajo el nombre de Partido Nacional. La “nueva” derecha adoptó una postura de combate precapitalista: a finales de la década de 1960, los “momios”, como los bautizaron sus opositores, recuperaron idudablemente su antiguo temple.
Mientras tanto, la izquierda, al tiempo que ganaba terreno electoral, se había debilitado a causa de luchas internas. En agosto de 1965, el nuevo Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR) había sido fundado en la Universidad de Concepción. Sus pocos miembros activos, en su mayoría con estudios universitarios, adoptaron el enfoque guevarista (del Che Guevara) respecto de la necesidad de una “lucha armada” para derrotar al capitalismo e instaurar un sistema revolucionario al estilo cubano. Un enfoque igualmente intransigente encontró aliados, en algunos sectores del Partido Socialista. En la asamblea de Chillan en noviembre de 1967, el Partido se redefinió como marxista-leninista y declaro su objetivo de crear un “Estado revolucionario”. Muchos socialistas, sin embargo, incluido Salvador Allende, continuaron defendiendo la estrategia electoral, al igual que los comunistas. Estos debates de la izquierda muchas veces llegaron a ser bastante duros. En medio de ese contexto aparece el único personaje que en la historia de Chile podría llamarse supervillano, alguien para el que ninguno de nuestros enmascarados estaba preparado.
En julio de 1967 apareció su primer víctima. La mujer se llamaba Virginia Vincent y era una ciudadana norteamericana que llevaba quince años avecindada en Chile, tras contraer matrimonio con un reconocido abogado de la capital. La señora Vincent había desaparecido unos días antes y la policía tenía muchos de sus recursos enfocados en la búsqueda. Su esposo había declarado que la última vez que fue vista había sido en un local comercial de Providencia, pero de un momento a otro se la había tragado la tierra. Finalmente Virginia Vincent apareció en una vía secundario a un costado de la Estación Central. Estaba muerta y su cuerpo mostraba las señas de extrema violencia sexual, pero eso no era lo más peculiar del caso. La dama había sido horriblemente desfigurada en el sector de la boca. Cada una de sus piezas dentales le habían sido arrancadas de cuajo. Además le cortaron los labios y estiraron la comisura de estos hasta la altura de las orejas para simular una terrible mueca. Los peritos que examinaron el cuerpo concluyeron que esta horrorosa tortura había sido realizada mientras ella aún estaba viva, presumiblemente tras ser ultrajada. La prensa especuló con un crimen pasional y se habló de un amante despechado, también de un asaltante que se había visto maravillado con la belleza de la mujer y tras abusar de ella había entrado en una especie de locura momentánea. Lo cierto es que nunca nadie aventuró la pesadilla que se nos venía por delante. Hasta que sucedió de nuevo.
Bastián Bahamondes era un muchacho de 17 años, alumno del colegio San Ignacio y deportista ejemplar. Sus profesores y compañeros auguraban para él un promisorio futuro como estudiante de leyes, hasta que un día desapareció para no regresar con vida. En esta ocasión, sin embargo, las cosas se dieron de forma muy distinta a lo ocurrido con la señora Vincent. Tres días después del rapto del estudiante, la redacción del vespertino Las Últimas Noticias recibió un paquete remitido al editor de crónica policial. Dentro de la caja, los reporteros del periódico se enfrentaron con una espeluznante sorpresa. Todos los dientes y muelas de Bastián Bahamondes aparecían repartidos alrededor de un charco de sangre seca, obsceno detalle coronando con una carta escrita también con la sangre de la victima: “Es mi segunda obra de arte, señor editor. Y sólo estoy comenzando”. Firmaba el mensaje: El Dentista.
Por 13 meses, entre julio de 1967 y agosto de 1968, El Dentista tiñó de sangre y terror las noches santiaguinas. Dos víctimas por mes, en total 36 santiaguinos de distinto sexo y edad fueron asesinados por este sicópata. En todos los casos las piezas dentales de las victimas fueron arrancadas y las bocas deformadas a cuchilladas, presumiblemente con ellos aún con vida. Las mujeres además eran violadas, con instrumentos que desgarraban sus canales vaginales en una especie de macabro ritual que nunca logró ser entendido, porque así como apareció, el Dentista se esfumó en la noche.
Pero más allá de la violencia de su actuar, Este aterrador personaje acabó convertido en una terrible e inusual arma contra la estabilidad social por la que atravesaba el país. Tanto la derecha como la izquierda lo usaron como justificación de sus críticas hacia sus adversarios políticos y sobre todo contra el gobierno Demócrata Cristiano de Frei, a quien acusaban de blando y permisivo. El Partido Nacional se atrevió incluso a insinuar que El Dentista era producto directo de la ambigüedad moral de los democratacristianos, nada más ajeno de la realidad.


1899 (FINAL)

–El diario es auténtico–, prosiguió Condell. –Pero por favor continúe leyendo, hay más.

Continué:

Entre los fallecidos chilenos se cuenta el primer oficial de la nave, teniente Luis Uribe

No necesitaba seguir leyendo.

–Por favor, no más bromas, señores.

Ninguno me contestó.

–Y usted Ginebra, ¿qué opina?–, preguntó Prat.

–No lo sé almirante, lo que el inspector acaba de leer parece una historia de ficción.

–¿Qué es ficción, Ginebra?

–Una invención, señor.

–El capitán Condell asegura que el periódico es auténtico.

–Almirante, no hay modo de probar que un objeto de papel sea auténtico o falso. El capitán Condell puede creer lo que quiera.

Prat miró a su colega.

–Me cae bien, para ser un número–, dijo.

–Almirante–, interrumpí, intentando sonar sarcástico. –La historia del diario está muy entretenida, pero me parece que me ha hecho perder soberanamente el tiempo. Disculpe si le parezco atrevido, pero ya no estoy para idioteces. Alguien está atentando contra la seguridad nacional y usted me trae a Iquique para mostrarme una broma que algún idiota se dio el gusto de imprimir.

–Inspector–, habló Prat. –Debería calmarse. Mire, antes de continuar, quiero mostrarle algo.

El viejo se dio vueltas y cogió uno de los sables que colgaban de la pared de fondo. Lo desenvainó y me apuntó con la hoja que silbó al cortar el aire.

–Acero español, alguna vez fue un lujo. Este sable me acompañó los primeros treinta años de mi carrera, lo use incluso cuando tuve el mando del Santiago. Un arma noble de tiempos más nobles. ¿Sabe que hoy, cuando egresan, los cadetes piden pistolas de metahulla en lugar de sables?

–No tenía idea.

–Una lástima–, suspiró el veterano.

–Señores–, insistí, –quieren explicarme que está pasando.

Condell tomó la palabra:

–Usted está aquí porque busca resolver el misterio de los atentados explosivos y nosotros para darle las respuestas que requiere..

Ginebra miró al ex comandante del Valparaíso. Este le sonrió.

–Mañana jueves–, continuó Condell. –A las ocho de la mañana, la estación de aerocarriles de Rancagua volará en pedazos.

–Dos días después–, continuó Grau, –el sistema de distribución de las refinerías del puerto de San Vicente, en Nueva Arauco, sufrirán idéntico destino.

–Y así–, siguió Prat, sin soltar su sable. –En los próximos veinte días se sucederán diez estallidos en lugares claves, cada vez más destructivos y seguidos hasta que finalmente, con el número once…

–¿Qué quieren decirme, de dónde sacaron esa información?–, interrumpí.

–No le preocupa lo que ocurrirá en la explosión número once.

No le contesté.

–¿Y a usted Ginebra?

Fue la máquina quien preguntó. Prat aferró con fuerza el mango de su espada y pronuncio dos palabras:

–Todo acabará…

–¿Quién es su informante, almirante?–, insistí.

–No hay informante–, acotó Grau. –Lo soñamos. Igual como usted sueña sobre un mundo que cree inexistente, nosotros lo hacemos con los estallidos…

–Ya le dije, no me gusta hablar de mis sueños.

–Debería., agregó Condell. –Todo se conecta, Uribe. Usted con nosotros, la respuesta que tanto busca está dentro de su cabeza.

–Entonces contéstenme, ¿quiénes son los que están detrás?

–Nadie–, fue la seca respuesta de Prat.

–Nadie–, repitió Grau. –Su investigación no conduce a ningún puerto porque no hay culpables. No se trata de bombas ni de actos terroristas, es la metahulla que explosiona sola, que se autodestruye. Primero de a poco, volando trenes, luego edificios, hasta finalmente acabar por completo.

–Almirante, debo recordarle que usted mismo acaba de decir que ésto debiera acabar pronto.

–Y por lo que veo usted no entiende cuando uno es literal. Lo que acabará no es esta seguidilla de explosiones, sino el mundo entero tal como lo conocemos.

–¿Qué está queriendo decirme?

–Las peores partes de la Biblia, inspector. El fin de la existencia. Cuando la metahulla termine de autesdestruirse, todo ésto desaparecerá.

–No lo entiendo.

–¿Nunca ha sentido que algo no está bien en este mundo, que las cosas no son como debieran, que nuestro presente carece de toda lógica?

No respondí.

–Es la metahulla, inspector. Un fenómeno geológico sin explicación racional que simplemente apareció de la nada, allá en el sur, bajo los yacimientos de carbón del golfo de Arauco. Un regalo del cielo del corazón de la madre tierra. Y la usamos sin hacer preguntas. ¿Busca más respuestas, inspector, pues yo creo que ya las tiene?

–¿Dónde las tengo?–, sonreí.

–Ya le dije, en sus sueños, mi amigo. Sus sueños que no lo dejan dormir. Empezaron justo después de que bombardeamos Lima, ¿cierto? Corríjame si me equivoco–, acentuó Prat, –todas las noches es lo mismo. Usted lleva otra vida, otra familia, tiene otros amigos. Incluso me ha visto a mí en sus sueños.

–Almirante….

–Sueños de un mundo donde no existe la metahulla.

–Señor.

–Contésteme, Uribe, sea honesto por una vez en su vida. Estamos solos, nosotros y usted. Por que ella no cuenta–, miró casi con desprecio a Ginebra, –es una máquina. Pero eso usted eso ya lo sabe. La detesta, porque algo dentro suyo le dice que la existencia de semejante organismo artificial no debería ser.

–Señor.

–¿Respóndame?

–Si, señor, es eso lo que sueño–, estaba rodeado. Traté de no vacilar.

Prat sonrió y miró a Grau.

–Usted y nosotros estamos unidos por esos sueños, somos anclas de una continuidad paralela, una continuidad que fue reemplaza por lo que los historiadores han llamado edad metahullana.

Miré a Ginebra, las palabras del viejo aún resonaban en mi cabeza. Nada tenía sentido y al mismo tiempo lo tenía en absoluto.

–El ejemplar de El Mercurio de Valparaíso es auténtico, inspector–, prosiguió Grau. –Esto es lo irreal, un error de cálculo en el universo y una línea paralela imposible que no debería existir. Prat acaba de decírselo, somos anclas de la continuidad real. Por eso no podemos dormir…

–Por eso no llevamos vidas normales, con familias e hijos…–, agregó Prat.

–Pero eso está por terminar. De a poco está realidad se está fragmentando dando paso a lo verdadero, lo que tiene que ser. El periódico apareció en la biblioteca de Iquique, nadie sabe como. Cada día hay más soñadores, como nosotros, y cada día la metahulla se acerca a su inminente destrucción.

Ya no aguantaba más.

–¿Qué es esto señores, quien son ustedes, la liga de los extraordinarios lunáticos?

Condell rió y agregó que le gustaba el título.

–No–, respondió Prat–, sólo queremos salvar parte de nuestro mundo.

–Inspector–, comenzó Grau, –voy a tratar de ser sencillo. Hemos estudiado lo que está ocurriendo desde ya bastante tiempo. Con Prat comenzamos después de la guerra, Condell se incorporó luego. Las conclusiones pueden ser apresuradas, pero lo que ocurrió obedece a la estructura más compleja del universo. El tiempo y el espacio no son lineales, se mueven, se rompen, se resquebrajan, pero siempre vuelven a acomodarse. La historia está llena de estos accidentes: el diluvio universal, la torre de Babel, el hundimiento de la Atlántida, el nacimiento de Cristo. Hechos que rompen la continuidad y marcan hitos cero, puntos en el espacio. La metahulla fue uno de estos eventos, un accidente que creó una anomalía natural que desencadenó una línea paralela en la que surgió una realidad que no debería haber sido, una continuidad que nació condenada a desaparecer. El tiempo, mi amigo, siempre se abre camino y en este proceso desaparece todo lo que es antinatural.

–Pero en nuestras investigaciones–, Condell tomó la palabra, –también descubrimos que existían modos de sobrevivir a la hecatombre. Modos de saltar a la verdadera continuidad, antes de que la nuestra desapareciera por completo. Por eso lo hicimos venir, inspector, porque para abrir una puerta, necesitamos a cuatro soñadores con algo en común en la otra continuidad.

–¿Qué tengo en común con ustedes, señores?

–Todos estuvimos el 21 de Mayo de 1879 peleando en este sitio. En este lado sobrevivimos, en el otro, algunos fuimos mártires–, la voz de Prat se apagó al mirarme. –Pero usted ya lo sabe… Usted leyó el diario.

–Haber si lo entiendo almirante, me quiere decir que a pesar de saber que al otro lado usted está muerto, quiere cruzar.

–Al otro lado aún no muero, señor Uribe. El tiempo tiene distintas velocidades, sabe, y acá nuestra aceleración es mayor. Si el salto sucede hoy, apareceremos antes de que suceda el desastre de Iquique.

–Peor aún señor, lo que quiere es pasar a su muerte segura.

–No inspector, lo que quiero, lo que queremos–, miró a sus colegas, –es salvar el legado de la metahulla cuando el tiempo se reacomode.

–No comprendo, de verdad no comprendo.

–Es que–, habló Grau–, ya no hay nada más que comprender. Ya sabe lo que necesitaba saber, ahora debe ayudarnos.

–Ayudarlos a qué.

–A pasar. A que todos crucemos, señor Uribe.

–Usted y sus amigos se volvieron locos. Lo que me piden es imposible. No tengo intenciones de ayudarlos y si las tuviera no sabría como.

Condell emitió un largo suspiro.

–La metahulla es la clave, inspector–, comenzó a explicar. –Metahulla detonada en una cantidad suficiente como para romper una brecha en el espacio. Por un tiempo pensamos que con lo que movía la mano artificial de Grau bastaba, pero nos equivocamos. Necesitábamos un trozo mayor, no tan grande como para propulsar un vehículo, pero si lo suficientemente como para mover a una criatura artificial.

Miré a Ginebra, todos lo hicimos.

–Mi corazón… –, respondió ella.

Prat se le acercó y la abrazó por la espalda.

–Por eso la trajimos. Usted está aquí por dos razones, por que es el cuarto que necesitamos para saltar y porque nos ayudará a reventar el corazón de esta bella número.

–Después de todo–, fue completando Grau.–, es el único de los presentes que lleva un arma de metahulla al cinto.

–Tómela y dispárele a su compañera. Mal que mal es sólo una máquina–, indicó Condell.

–No voy a hacerlo.

Ginebra movía su cabeza confundida

–Oh, claro que lo hará–, pronunció Prat, mientras levantaba el sable que había mantenido en su mano derecha durante toda la conversación y lo ubicaba a la altura del hombro izquierdo de mi mecánica compañera.

Ginebra era incapaz de reaccionar. Dos ordenes impresas en su cerebro artificial, la primera de no defenderse de alguien de rango militar superior y la segunda, de jamás atacar a un humano, aunque ello atentara a su propia seguridad, la mantuvieron quieta, casi congelada ante los movimientos de Prat. Mentiría si dijera que no me dio pena.

–Suelte eso, almirante–, le grité, sacando mi arma de servicio y apuntándolo.

El ex capitán torció una sonrisa y hundió, con precisión cirujana, la hoja en el pecho de Ginebra. Ella emitió un monocorde, “que sucede”, incapaz de sentir dolor.

–¡Se volvió loco! Nos va a envenenar a todos con el gas de metahulla

–A menos que usted le dispare al corazón de la número–, indicó Condell.

–Seamos racionales.

–No Uribe, esta no es una época racional–, vociferó Prat, mientras rotaba el estoque para reventar el corazón de la máquina. Los ojos de Ginebra se apagaron y su mecánica estatura se derrumbó como un maniquí viejo. Su pecho se trizó y un resplandor comenzó a reflejarse en las paredes de la última habitación, bajo la popa del Huascar.

–Dispárele–, gritó Prat.

El brillo del metal verde picaba los ojos, mientras su gas nos iba envenenando poco a poco. Ya estamos muertos pensé, mientras veía el fuego de la desesperación en el rostro de mis lunáticos anfitriones. El brillo de Ginebra ya era opaco, que más daba. Jalé del gatillo.

LA BRUMA DE LA MAÑANA formaba una pálida cortina sobre la bahía de Iquique. Delante y arriba, en la cofa del palo mayor, el vigía de la Esmeralda trataba de distinguir alguna forma en medio de la neblina.

21 de Mayo, 1879.

–¿Qué hay?–, preguntó un tripulante, parado junto al mástil.

El centinela negó con la cabeza.

El marino miró a Arturo Prat, capitán de la nave, quien asomó su delgada figura por la escotilla del puente de mando. Le dijo que no había novedades.

Entonces, desde la Covadonga, nave hermana de la corbeta de Prat, enviaron el mensaje tan temido: “humos al norte”

–Humos al norte–, gritó el marinero, desesperado.

Prat volvió a asomarse en la escotilla.

–Capitán–, alarmó el muchacho, –En la Covadonga identificaron humos al norte.

Prat miró hacia el frente. La neblina no dejaba ver nada.

–El Huascar y la Independencia

–¿Cómo lo sabe señor?

–Ya estuve aquí, marino… Teniente Uribe–, me llamó.

Dejé de revisar las cartas de navegación y trepé hasta el sitio de donde Prat observaba lo que se nos venía encima. El momento tan temido estaba por llegar.

–¿Ya vienen, capitán?–, le pregunté.

–Si, inspector, ya vienen–, me respondió, llamándome por primera vez de esa manera. No lo hacía desde la mañana en que le disparé a la mujer metálica que anoche volvió a aparecerse en mis sueños. –Supongo que tampoco durmió anoche–, agregó.

–Supone bien. ¿Condell?

–Condell está listo.

–Está seguro de querer hacerlo, capitán.

–Muy seguro.

–¿Grau?

–Confío en él como en un hermano. Ya debe habernos visto, pronto comenzará sus preparativos.

–¿Entonces?

Arturo Prat me miró fijo y sonrió.

–Entonces, inspector Uribe, ya conoce sus ordenes. Que los hombres coman. Vea que eso se haga rápido, luego venga a mi camarote…

Se dio vueltas y bajó hacia el interior de la nave. Antes de llegar al último escalón terminó la frase.

–Tengo tres balas de metahulla para su fusil. Supongo que sabe usarlas bien.

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TRANSANTIAGO (1)

EXTRAÑO INCIDENTE EN CASA DEL DICTADOR

La ex casa de Pinochet, ubicada en Presidente Errázuriz de la comuna de las Condes, hoy propiedad del Ejército, apareció esta mañana con una pared entera destruida.

Lo extraño del incidente es que la fuerza que destruyó el muro sur de la propiedad vino desde dentro, como si una fuerza hubiese salido del interior de la casa. Lo que más ha desconcertado a los peritos es que no hay rastros de explosiones ni quemaduras. Vecinos del sector han declarado que a eso de las 5 de la mañana escucharon un gran estruendo, seguido de un sonido agudo similar al de un avión despegando. En el patio del recinto, fueron encontrados dos rastros similares a patines de helicópteros que hundieron un par de plantas. La familia Pinochet, que esta mañana examinó el recinto, declaró a la prensa que nada había sido robado, excepto una pistola semiautomática Walter P-38 con mira láser, silenciador y hombreras que le fuera regalado al difunto dictador en 1985, por un empresario norteamericano. Sin embargo, Marco Antonio Pinochet señaló después que tan raro como lo sucedido a la casa, es el hecho de que alrededor del boquete del muro quedaron desparramados restos del estuche donde su padre guardaba esta arma, «estaba cerrada con llave y fue como si hubiese reventado desde el interior». Carabineros y bomberos no tienen explicación para lo sucedido. Como dato anexo, la Walter P-38 era el arma favorita de Pinochet, la que nunca usó pero siempre guardó con especial cuidado. Uno de sus más cercanos aseguró que el ex gobernante le atribuida poderes especiales a esa arma, apuntándalo como la clave del poder de su gobierno.