Momentos Kodak

semaforoMath me apuntó a la cabeza y apretó el gatillo.

Y entonces vi el agua del río alzándose hacia mí, y con un sonoro chapuzón caí en las heladas fauces del Apuleyo.

Cuesta bastante hacer un salto tan repentino. Tengo una memoria bien entrenada (me he pasado una vida y media adiestrándola), pero aun así pensé que tendría suerte si sólo habían sido unos cuantos meses. La tensión del momento y el terror clavándome las uñas en el cerebro no me habían dejado otra opción que aferrarme al primer recuerdo perdido. Por eso trato de llenar mi vida de momentos intensos, más o menos a razón de uno por semana. Sé que es un don maravilloso el que tengo, pero estarán de acuerdo en que no es ninguna gracia pasarse otros cuatro años en la preparatoria. Sobretodo en mi preparatoria.

Salí a la superficie tosiendo y escupiendo agua. Nadé hacia la orilla luchando contra la gélida corriente y el pelo que se me metía en la boca. Recordé que la última vez que había llevado el pelo largo había sido en octubre. Hice los cálculos: como poco, había saltado nueve meses hacia el pasado.

Eso me quitó las fuerzas por un instante. Instante que las oscuras aguas del Apuleyo aprovecharon para arrastrarme varios metros más. Hice un último esfuerzo y llegué a la orilla. Me di cuenta de que estaba realmente cansado, no tanto por el chapuzón como por la molesta perspectiva de tener que volver a vivir esos nueve meses. No pueden imaginarse lo agotador que es tratar de construir premeditadamente una serie de sucesos espontáneos. Ciertas cosas resultan más fáciles, claro, pero por otro lado uno se va volviendo cada vez más cínico e indiferente.

Bueno, de cualquier forma, no había conocido a nadie realmente importante en los últimos nueve mes… Un momento, ¿nueve meses? Ése sólo era el límite inferior establecido. Tal vez fuera más. Yo había llevado el pelo largo durante casi siete años. Aterrorizado, inspeccioné mi propio cuerpo y los alrededores buscando pistas sobre mi actual paradero. Cronológicamente hablando, desde luego.

Con un suspiro de alivio descubrí que el tatuaje del árbol sefirótico estaba donde tenía que estar. Ése me lo había hecho hacía menos de un año. Un año… no era un precio muy alto a pagar a cambio de seguir con vida.

En realidad… ¡Claro! Qué idiota. El río Apuleyo. Había estado allí el agosto pasado, en las vacaciones de verano. Miré hacia atrás y hacia arriba y vi el inmenso peñón del que había saltado. Casi veinte metros. Un momento intenso, sin duda alguna, pero lamentablemente hecho para ser disfrutado una sola vez. Y ahora además no podría volver a usarlo: el tomar conciencia en medio de la caída había borrado la emoción de lanzarse al vacío. Tendría que idear un nuevo momento kodak que pudiera serme útil más adelante.

Mientras tanto tenía toda una semana por delante para replantearme el futuro cercano.

No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que hacer negocios con Math Ness había sido (o iba a ser, según el punto de vista) un peligroso error. Eso también me hizo pensar por primera vez que mi don no iba a servirme siempre. La velocidad del pensamiento, en situaciones extremas, suele ser menor que la velocidad de una bala. Y que la de un paro cardíaco, ya puestos.

Maldito Math. Con sólo dispararme me había transformado en un paranoico.

Esa semana la pasé más o menos igual que la primera vez. El aire campestre y la reposada calma del estío consiguieron tranquilizarme y me ayudaron a aceptar la ineludible realidad: tendría que volver a buscar trabajo. Pero decidí que esta vez no lo buscaría en Italia. No. Esta vez probaría suerte en España. Sólo perdería un par de nuevos amigos, y no conocería a Lorenza… O, más bien, ella no me conocería a mí.
Porque aunque el tiempo y la historia son arcilla en mis manos (al menos desde 1984), mi memoria lo conserva todo tan bien como un frasco de formalina.

No importa. Había sido una relación de pasada, nada más.

Volví a la civilización el 2 de septiembre. El 12 tomé un tren con destino Barcelona. Decidido a no perder los primeros dos meses, como ya me había pasado en mi vida anterior, o mi no-vida posterior, como prefieran, me corté el pelo de inmediato. Y así encontré trabajo antes de lo que hubiera esperado.

Era un trabajo cualquiera en un sitio cualquiera, eso no es lo importante. Lo importante es lo que sucedió cuatro días más tarde.

Estaba saliendo del edificio donde se encontraban las aburridas oficinas que me habían engullido como una anémona gris gigante, cuando choqué con un tipo alto y desgarbado, que parecía un vagabundo. Sin mirarlo a la cara, porque como casi todo el mundo siento un desprecio innato por los indigentes sucios, barbudos y sin dientes, y además porque cuando se tiene un don como el mío uno no quiere conocer más gente que la estrictamente necesaria, me dispuse a seguir mi camino murmurando una disculpa. Entonces el vagabundo me puso una mano en el hombro y me hizo girar hasta verlo a los ojos.

¡Era Math Ness!

– ¿Cómo demon…? –alcancé a decir antes de ver el cuchillo en su mano.

Math lo empuñó con fuerza y se lanzó hacia mí.

Un guante de boxeo se estrelló contra mi cara y me lanzó, tambaleándome, contra las cuerdas.

Esa pelea la había ganado yo hacía tres años. Había sido un gran momento, con jam de izquierda, recto de derecha, low kick izquierda y cruzado derecho. Flaco Chip había caído a la lona bastante maltrecho, incapaz de incorporarse antes de que el árbitro contara hasta nueve.

Esta vez yo perdí. Chip me arrinconó en una esquina y aprovechando mi desconcierto me propinó una seguidilla de ganchos que acabaron por noquearme.

Cuatro horas más tarde, ya en mi departamento y recuperada la conciencia, tuve tiempo para pensar. Y lo primero que pensé fue “mal, mal, mal”. Si seguía retrocediendo así, dentro de poco volvería al colegio. Lo primero que tendría que hacer, por si acaso Math volviera a aparecer de la nada dispuesto a acabar conmigo, sería escoger adecuadamente el recuerdo al que aferrarme al hacer el salto temporal. No podía permitir que cada vez que me viera en peligro de muerte mi cerebro se descontrolara y eligiera al azar la primera sensación de intensidad emotiva enterrada en mi pasado. La pelea era uno de mis recuerdos más poderosos, igual que mi primera vez en la cama con Trinidad Austing o la visita al dentista cuando tenía seis años. ¡Imagínenselo! ¡Seis años! Definitivamente tenía que acabar con los saltos improvisados.

Lo que me llevaba al asunto de Math Ness. No podía tratarse de una casualidad.

Hasta ahora tampoco había pensado en la posibilidad de que existiera alguien más con un don como el mío. O, mejor dicho, que la existencia de ese alguien pudiera afectarme de alguna forma. O sea, cuando salto, es evidente que la gente no se da cuenta de que el tiempo ha retrocedido. Lo mismo puede pasarme a mí en el caso de que haya alguien más dando saltos temporales por ahí, haciendo trampa en la lotería o evitando la muerte de un ser querido. Tal vez pasa, sólo que yo no me doy cuenta.

Claro que eso lo complicaría todo. Prefiero mi visión solipsista de las cosas.

El reloj de pulsera me dio la fecha exacta: 5 de abril de 1999. En 1999 yo tenía, fisiológicamente hablando, 20 años. Mentalmente hablando, claro, la cifra se acercaba a los 30, con tanto ir y venir en el tiempo.

Con tanto venir y venir, más bien.

Todavía estaría en la universidad. Revisé los cuadernos y los libros que descansaban sobre el escritorio, y le di una ojeada al calendario para ver si había algún examen cerca. Síp. Mañana mismo.

No tenía sentido quejarse. Una de las pocas cosas de las que me enorgullezco es haber tenido excelentes calificaciones en la universidad. No tenía intenciones de cambiar eso, así que, con la nariz aún hinchada y una difusa sensación de fracaso revoloteando a mi alrededor, me puse a estudiar inmediatamente. No fue tan difícil (la mayoría de los conceptos ya estaban en mi cabeza, sólo tenía que refrescarlos un poco). Además, ahora ya sabía cómo había que responder un examen. Sabía que me iría bien.

Tal vez algún día, si por alguna razón retrocedía más allá de 1996, decidiera estudiar alguna otra cosa. Sería triste perder a tantos amigos, sentir que tantas experiencias se deshicieran en una negra no-existencia…

Pero bueno, lo importante en ese momento era la teoría del campo ligando.

En la prueba me fue, efectivamente, muy bien. En ésa y en las posteriores. No me costó tanto como había creído dejarme llevar por la corriente de la vida universitaria. Había sido un buen periodo de mi vida. Esa época en que los sueños todavía no se han debilitado y las responsabilidades aún no se han fortalecido.

Así pasaron tres semanas.

Casi empezando abril me di cuenta de que no había hecho nada lo suficientemente intenso como para que me sirviera de punto fijo si tenía que volver a saltar en el tiempo. Los primeros días no había tenido tiempo, poniéndome al día con las asignaturas, y luego, al comprender que era casi imposible que Math Ness me encontrara en la Universidad Miskatónica (todo un océano nos separaba, y además, ¿cómo podría Ness saber dónde había estudiado en mi juventud?), me fui dejando estar. Tal vez, después de todo, si había sido una casualidad…

Pero no, claro que no.

Estaba planeando un salto en paracaídas con unos compañeros de curso cuando apareció. Se veía diferente. Más joven, más atlético. Pero su mirada era la misma. Debí haber sabido que era un psicópata desde la primera vez que lo vi, cuatro años y medio más tarde, y en una línea temporal perdida para siempre.

Tuve tiempo para concentrarme, pero no había ningún momento cercano a la vista. Ness ya estaba a dos pasos de mí, y sacaba algo de entre sus ropas. Horrorizado comprendí que era una molotov (¡Dios santo, Math! ¿Una molotov?).

Escogí la primera vez que hice el amor con Trinidad.

Y salté.

Traté de disfrutarlo como la primera vez, pero no sirvió de nada. El nerviosismo que seguramente había sentido en aquel entonces había sido reemplazado por una incómoda confusión y una rabia incipiente. Aquella maldita persecución estaba destrozando todos mis recuerdos.

De todas formas di lo mejor de mí para hacer pasar un buen rato a Trinidad. Sabía dónde tocarla y cómo moverme para durar más. Intenté que, ya que el suceso había sido desvirtuado y carecía de toda novedad, la experiencia al menos me sirviera de algo.

Al final creo que a ella le gustó. Puede que haya sido un poco brusco, pero la verdad no me sentía con ánimos de profundizar en el tema. Me quedé un rato con ella, pero no demasiado. Aún estaba nerviosa, y necesitaba que la abrazaran, pero yo tenía otras cosas en la cabeza. Tenía a Math Ness, y un miedo cada vez mayor a verlo entrar con un hacha ensangrentada.

Casi sentí alivio cuando el que abrió la puerta de la habitación fue el padre de la chica.

Eso no me tomó por sorpresa, sin embargo, y huí medio desnudo con mis 16 años a cuestas y la espalda tapizada con los gritos de don Jacopo.

¿Qué estaba pasando?

Al día siguiente no fui a la preparatoria. No fui a mi casa, ni llamé a mis padres, ni nada de nada.
Necesitaba al menos 24 horas para mí solo, para pensar qué hacer a continuación. Cuando tuviera algo planeado retrocedería un par de días y haría las cosas con más calma. Iría a clases como siempre, dormiría en la casa de mis padres… Incluso tal vez volvería a meterme entre las piernas de Trinidad.

Pero por ahora necesitaba tiempo.

Tomé un autobús hacia la costa. Me bajé en Caveat Emptor y caminé unos cuantos kilómetros hasta la playa de San Rufino. Recuerdo que era mi favorita en la adolescencia.

Estuve nadando (y pensando) un buen rato, bajo el amable sol del otoño. No me costó llegar a la conclusión de que Math era, de alguna forma incomprensible, consciente de los retrocesos temporales. Tampoco me pareció extraño, si ese era el caso, que me guardara rencor: imaginen una vida que se repite una y otra vez cuando menos te lo esperas, sin que puedas hacer nada al respecto. Yo, con mis saltos despreocupados, quizás había obligado a Math a vivir y revivir continuamente algún hecho penoso. La muerte de alguien, tal vez. O algo más grave. Algo que explicara sus irreflexivas ganas de matarme.

Tenía que hacerlo entrar en razón.

Pedirle perdón, incluso, si era necesario. Tenía que encontrar una solución que no fuera saltar hacia atrás hasta encontrarme en el útero de mi madre… Me pregunto si eso será posible…

Como decía, tenía que hacerlo entrar en razón. Y tenía que hacerlo rápido, porque cuando me di cuenta de que estaba temblando de frío y el sol se estaba poniendo, y me dispuse a regresar a la orilla, pude ver una silueta desgarbada y familiar sentada junto a mis cosas.

Esta vez había tardado menos de un día en encontrarme.

Di unas cuantas brazadas acercándome a tierra, pero me detuve en cuanto mis pies tocaron el fondo. Estaba empezando a congelarme, pero no me atrevía a salir del agua. Avancé unos pasos y grité.

– ¡Math, tenemos que hablar! -dije.

Él se puso en pie lentamente (el término correcto que define la intención con que lo hizo sería «deliberadamente»), y se metió la mano al bolsillo. Sacó una piedra del tamaño de un huevo, e hizo ademán de arrojármela.

– ¡Math, escúchame! -grité, preparándome para esquivar un posible lanzamiento.

Insólita y afortunadamente, Math bajó la mano. No dijo nada, pero su postura indicaba que era todo oídos.

– Math, lo siento -tenía que hablar en voz muy alta para combatir el sonido de las olas. El sol casi se había puesto a mi espalda, y daba un tono rojizo a la figura de Ness. Parecía un demonio-. No sabía que hubiera alguien que lo notara… Creí que yo era el único…

– Eso no es suficiente -dijo. No me pareció que alzara la voz, pero sin embargo sus palabras se escucharon en toda la playa.

– Math, vamos -los dientes me castañeaban-, no podemos seguir así. ¿Hasta dónde quieres llegar? ¿Hasta la cuna? ¡Tiene que haber otra solución!

Detrás de mi perseguidor, sobre las colinas, las estrellas empezaban a horadar el manto de la noche.
Pasó un minuto. Luego pasó otro. La distancia que nos separaba era mucha, y la luz, poca, pero aún así creí ver que algo cambiaba en el rostro contraído y furioso de Math. Dejó caer la piedra y empezó a hablar.

Las gaviotas callaron, y hasta el mar bajó la voz, convirtiendo su eterno ir y venir en un suave murmullo de fondo.

– Dime, Gull -dijo-, ¿recuerdas el 8 de noviembre de 1988?

Eso me tomó por sorpresa. No me lo esperaba. Ansioso, asustado, temiendo que una respuesta incorrecta volviera a conjurar una ira asesina, escarbé profundamente entre mis recuerdos, buscando la fecha que había mencionado Math. Después de casi un minuto, no había encontrado nada.

– Supongo que no -prosiguió Ness, aún tranquilo-. Para tí sólo fue un salto más, ¿no?

– Math, yo…

– Yo tenía ocho años, y era un niño especial. Era el único niño del barrio que de vez en cuando podía ver el futuro. Gracias a tí, desde luego. En algún lugar de la ciudad, tú decidías viajar al pasado, y te lo llevabas todo contigo, sin olvidar nada. Yo tampoco olvidaba nada, aunque no entendía qué pasaba. Creía que era Dios el que me había hecho recibir dos veces la noticia de la muerte de mi hermano. Mi madre se enojó mucho conmigo la segunda vez, porque no lloré. ¿Pero cómo podía llorar? ¡Yo ya sabía que iba a morirse!

– Lo lament…

– ¡Cállate! Eso no importa ahora. Déjame continuar. A los ocho años ya me había acostumbrado a que cada cierto tiempo el mundo diera marcha atrás. Gracias a tí, gané un televisor en una rifa. Gracias a tí, obtuve las mejores calificaciones en el último examen de historia, en cuarto básico. Hubiera preferido que fuera el de matemáticas, pero bueno, yo no ponía las reglas. Las ponía Dios.

Yo ya no sentía los pies. La marea había bajado y tenía la mitad del cuerpo fuera del agua, a entera disposición de la fresca brisa nocturna. ¿Sería un nuevo intento de Math para acabar conmigo? ¿Acaso quería que muriera de hipotermia?

– Y entonces, el 8 de noviembre de 1988, pasó algo muy raro. Yo siempre veía que las mismas personas hacían las mismas cosas, una y otra vez, cada vez que el tiempo retrocedía. Sólo yo cambiaba, gracias a mi profética cualidad. Pero ese día yo iba en el autobús rumbo a la escuela. Era temprano, y el vehículo estaba medio vacío. Estábamos llegando a un semáforo. La luz era verde, pero faltaba poco para que cambiara a amarilla y después, a roja. Así que el chofer aceleró. Yo iba sentado en la primera fila, así que vi al niño al mismo tiempo que el conductor. Era como de mi edad, y cruzaba la calle leyendo un libro. Iba uniformado, rumbo al colegio, y su mochila era azul y tenía un dibujo de Doraemon. Yo me quedé en blanco, incapaz de hacer algo más que observar la catástrofe inminente. El chofer lanzó una maldición y trató de frenar a la vez que apretaba la bocina con toda la fuerza de la desesperación. Pero ya era tarde, estábamos demasiado cerca –Math hizo una pausa calculada, dotando al relato de la emoción y la teatralidad necesarias para causar un mayor impacto. Yo ya sabía adonde conducía todo aquello-. Entonces el niño miró el autobús, que se le venía encima. Su cara estaba hecha de puro terror. Yo quería cerrar los ojos, pero nada en mi cuerpo respondía mis mandatos. Pensé “que no sufra mucho”, y de repente, el mundo giró al revés. Todos los relojes del planeta retrocedieron cuatro meses y, ¡voilà!, de nuevo eran vacaciones de verano.

– Está bien, Math –dije, con una voz entrecortada y consumida por el frío-, ya entiendo. Cuando volvió a ser 8 de noviembre, te subiste al mismo autobús pero no había ningún niño cruzando la calle, ¿no? Y ese niño era yo, de acuerdo. ¿Pero por qué…?

– Oh, Gull, sí que había un niño cruzando la calle. Yo creía que Dios me había puesto a prueba. Pensaba que yo era la única salvación de aquel niño despistado, así que me pasé las vacaciones decidiendo qué hacer. Apenas dormí la noche del 7. Me levanté temprano y caminé las quince manzanas que separaban mi casa del dichoso semáforo. Y allí esperé a que apareciera el niño de la mochila azul, leyendo su estúpido libro. Pero algo había cambiado. Esa vez habías elegido una mochila roja de Mazinger Z, y eso me confundió. Pasaste a mi lado y cruzaste la calle sin que yo supiera a ciencia cierta si eras o no eras el niño que atropellaría el autobús. Desapareciste tras una esquina, pero yo no podía dejarte ir. ¡Habías cambiado tu destino! ¡Eso significaba que había al menos otra persona capaz de notar los retrocesos en el tiempo! Así que empecé a cruzar la calle, ansioso, intrigado, ausente. Y a mitad de camino recordé que no había mirado la luz del semáforo, y escuché un bocinazo y vi una sombra que se me echaba encima.

Confieso que en ese momento, aterido y asustado y medio tonto de frío, se me pasaron un montón de estupideces por la cabeza. Pensé que Math en realidad estaba muerto y había venido desde el más allá a vengarse. Pensé que tal vez todo eran alucinaciones mías, al estilo K. Dick, causadas por haber estado tanto tiempo metido en el agua. Pensé también que había sido una mala decisión cambiar la mochila de Doraemon por la de Mazinger.

Math continuó su historia.

– Pasé siete meses en cama, Gull. Con las dos piernas rotas. ¡Siete meses! O bueno, eso es lo que dice el acta médica. Porque en esos siete meses tú retrocediste dos veces hacia el pasado cercano, agregando once semanas a mi estadía en el hospital. Un total de diez meses en los que tuve que pasar varias veces por las mismas operaciones, los mismos dolores. Sentir una y otra vez los tornillos agujereándome los huesos. Justo cuando estaba a punto de ser dado de alta, tú retrocedías, y vuelta a empezar.

Unas luces se encendieron a lo lejos, en el extremo de la playa. No pasó mucho antes de que escucháramos las voces. Gritaban mi nombre. Seguramente mis padres habían llamado a alguno de mis amigos, y tras buscarme todo el día, habían recordado lo mucho que me gustaba esa playa. “Gracias a dios”, pensé.

– Te salvaste otra vez, Foe –dijo Math-. Pero recuerda esto: te encontraré. No importa cuánto tiempo me tome. No importa cuán lejos vayas. Tarde o temprano te encontraré.

Yo había escuchado aquella frase en alguna parte, antes. Pero no podía recordar dónde, ni cuándo. De todas formas, eso era lo de menos. Con un hilo de voz repliqué:

– ¿Vas a matarme? ¿Por qué? ¿No hay otra solución? Podría retroceder… Quiero decir, podríamos retroceder hasta el 7 de noviembre de 1988. Podríamos evitar el atropello. Los dos.

– No, Foe. No lo entiendes. Eso tal vez cambiaría mi cuerpo, borraría las marcas en mis huesos y mi piel. Pero yo no olvidaría nada.

– ¿No hay nada que pueda hacer, entonces?

Las voces se acercaban. Ness parecía indeciso.

– Bueno, hay una cosa… –me miró, pero yo no dije nada. No pensaba interrumpirlo cuando iba a darme una última oportunidad-. Podrías volver al día del accidente, y hacer lo mismo que la primera vez. Pero sin saltar.

Admito que me costó un poco entender lo que quería.

– ¿Quieres… quieres que me deje atropellar por el autobús?

Su silencio lo dijo todo. Empezó a alejarse, internándose en la oscuridad de las colinas.

– ¡Pero podría morir! –grité, con las últimas fuerzas que me quedaban.

Su respuesta llegó desde las sombras.

– ¡O podrías tener suerte!

Supuse que se refería a la “suerte” de pasar siete meses en un hospital, con ambas piernas rotas.

Cuando por fin estuve en condiciones de razonar (después de una larga ducha caliente y una aún más larga conversación con mis furiosos padres), me puse a tratar de recordar algún ancla temporal que se encontrara fijo en algún punto entre el 9 de noviembre de 1988 y mayo de 1989. Se suponía que durante esos meses, el pobre Math estaría en el hospital, y sería un blanco fácil.

Ya sé que suena despiadado, pero si no lo mataba yo, me mataría él. Me encontraría. Sin importar cuánto le tomara. ¿De dónde era esa frase? Era demasiado buena para ser de Math. Tenía que ser de una película.

¡Sí, eso es! Una película… ¿Pero cuál?

Esa noche no conseguí respuestas. Me dormí sin recordar nada que me ayudara a acabar con mi némesis y sin dar con el origen de la frase.

Mirando el álbum de fotos familiar y estrujándome un poco el cerebro encontré un recuerdo que podría ser útil. Era de antes del 8, pero tal vez podría engañar a Ness. Estaba seguro de que él me estaría vigilando, así que podía cruzar la calle antes de tiempo y… No, eso era demasiado obvio. Además, ni siquiera sabía cuál era el semáforo.

Estaba en eso cuando sonó el teléfono. No me sorprendió que fuera para mí.

– ¿Por qué tardas tanto? –preguntó Math.

– Es que no consigo recordar nada cercano a esa fecha –mentí.

– Bueno pues salta más lejos y ponte delante de otro maldito autobús. Se me está acabando la paciencia, Gull.

– Creo que se te acabó hace tiempo –dije, y colgué.
Decidí acabar de una vez por todas con aquel asunto. Tomé la fotografía y me concentré. Luego cerré los ojos, para reducir lo más posible el vértigo producido por el cambio de tiempo, lugar y situación, y salté al cumpleaños de mi hermano, el 29 de octubre de 1988.

Fue todo un shock volver a verlo. Me emocioné mucho y me puse a llorar. Pero eso no les interesa.

Lo que hice durante esa semana fue cruzar las calles con mucho cuidado, mirando siempre el semáforo y asegurándome de que no hubiera ningún autobús cerca. Pasaron los días, y Math no aparecía. Yo estaba preparado para cualquier cosa. Supuse que Math trataría algo como gritar mi nombre para llamar mi atención y hacer que me atropellaran. Llegó el 8 y no pasó nada. Revisé los periódicos al día siguiente, pero el único accidente de tráfico había sido un choque entre una ambulancia y un coche de bomberos. Ningún niño herido. Pasaron dos semanas más sin que tuviera noticias de Ness. Me relajé un poco, no demasiado. Cambié la mochila de Mazinger por una negra del Capitán Harlock. Y seguía pensando día y noche en aquella frase en la playa. Era de una película, estaba seguro. ¿O de una canción?

Iba ensimismado pensando en eso mientras cruzaba la calle (después de haber comprobado el semáforo, claro), cuando alguien me entregó un folleto. Era de mala calidad, y se notaba hecho a la rápida. Anunciaba una película.

– El último mohicano –leí.

Me quedé quieto mientras los engranajes daban vueltas en mi cabeza. ¡Claro! ¡El último mohicano! “Te encontraré. No importa cuánto tiempo me tome. No importa cuán lejos deba ir. Te encontraré”. Daniel Day-Lewis a Madeleine Stowe en El último mohicano.

Me sentí tan feliz por unos instantes que no me percaté de un pequeño detalle: no filmarían esa película hasta 1992.

– Caíste, Foe –dijo Math desde la esquina, apoyado en el semáforo, que había cambiado a rojo.

No conseguí recordar nada cuando el autobús se avalanzó sobre mí.

——-

Bueno, sobreviví, evidentemente. No me rompí las dos piernas, sino que me abrí la cabeza como un huevo. Estuve un par de meses en coma, pero al final me recuperé. Los doctores dijeron que habían tenido que sacarme un trozo de cerebro, pero que no notaría nada y podría seguir con mi vida normalmente.

Supongo que en ese pedazo de cerebro estaba mi don, porque ya no puedo retroceder el tiempo. Cada vez que lo intento, sólo logro una jaqueca descomunal.

No es algo tan malo. No he vuelto a saber de Math, ni me importa mucho. Tengo que preocuparme de ponerme al día con las asignaturas.

No me quejo. No toda la gente tiene una segunda oportunidad, y yo ya he tenido varias. Además, ahora que no puedo cambiar el resultado de las cosas, tal vez tome mis decisiones con más cuidado.

Y recordaré mirar el semáforo. Siempre recordaré mirar el semáforo.[x]

publicación original: Axxon #169 (Título: Polaroid)