por Karlés Llord
En el origen de un hipotético ‘canon oculto’ de la literatura chilena, veo a una monja, Ursula Suarez, llevada por la alucinación de escribir, en un ambiente inquisitorial y jesuítico. En el epígrafe Materialidad de la confección, de su prólogo a la Relación Autobiográfica de sor Ursula, Mario Ferreccio Podesta explica cómo «Ursula relata su vida a instancias de confesor y con los recados de escribir -papel, pluma, tinta- que éste le proporciona. El papel se le entrega en la forma de hojas de formato aproximadamente de oficio, usualmente en número de cuatro y plegadas, constituyendo así cuadernillos de ocho hojas y dieciséis páginas. Agotado el papel de que disponía, éste era retirado por el confesor y se le suministraba nuevo material. Tal ritmo de avance llega a hacerse tan determinante de la redacción, que el cuadernillo pasa a convertirse en unidad de medida interna de la materia narrada.» Asimismo, al parecer la libertad de expresión de sor Ursula quedaba restringida en más de un sentido. «Ursula da clara seña de no tener delante en su poder los cuadernillos ya escritos, como cuando manifiesta no estar segura de si el paso que se propone relatar ya está narrado. ‘Paréseme que esto no está en los otros cuadernos’; de haberlos tenido delante, bien hubiera podido verificarlo para no arriesgarse a repetir lo ya dicho.» El confesor, al parecer, guardaba los papeles ya escritos, con celo digno de personaje en situación kafkiana, donde la parte es más importante que el todo, y no solo es más importante, sino que impone primacía tiránica sobre el todo desinflado y descontextualizado. Y así el confesor, el albacea, adquiere un rango infinitamente superior al autor, cuyo rol se reduce al de ser un esclavizado transcriptor al servicio de un poder parasitario, cuya autoridad moral se impone por el don de la humillación, consagrado institucionalmente. En el estudio preliminar de Armando de Ramón, descubrimos que sor Ursula, a lo largo de sus escritos, ‘juró e insistió que había sido forzada a escribir la Relación de las singulares misericordias por orden de su confesor. Así lo dijo en el título con que encabezó su relato y así lo reiteró en diversas partes del texto manifestando su repugnancia a escribir y confesando que debió luchar tenazmente consigo misma para obligarse a revelar los sucesos de su vida…»
No deja de asombrarme el hecho de que, a partir de doña Ursula, los escritores chilenos oscilen entre la repugnancia de escribir y el dolor de escribir. Verdadera felicidad literaria no he hallado, al menos en los autores que me interesan, y aquellos que intentaron esa felicidad, murieron, prometeicos, devorados por el buitre del cáncer, de la insuficiencia renal, o de la leucemia. Juan Luis Martínez, Juan Emar, Roberto Bolaño, Sergio Meier, todos ellos creadores de obras llenas de belleza, misterio, profundidad, elegancia, integrantes ilustres de ese canon oculto de la literatura chilena donde transparencia y locura se intercambian señas y roles, han sido autores que han sacrificado su vida para escribir lo que no puede escribirse.
Ya no hablemos de los suicidas, no hablemos de los hambrientos, de los desheredados, de los que murieron por falta de amor o por falta de fe en sí mismos, o por una limitada comprensión del fenómeno íntegro de la vida. No hablemos de los autores de textos esmirriados, de los copiones, de los melancólicos, de los asesinados. De esos también desborda el árbol de la prosa y la poesía chilena. No hablaremos de ellos, pues ahora, en este breve intersticio de la memoria, cuando se marca en el calendario de las letras una fecha que a pocos parecerá significativa, corresponde hablar de un sujeto literario que también fue un hombre entrañable; uno de los pocos escritores con los que, creo, se habría entendido doña Ursula Suárez. Hablaremos de la vida y la muerte de Sergio Meier.
Se ha hablado hasta el cansancio de las bondades personales de Meier, de su cultura, de su dominio de lenguas y libros extraños, de su capacidad fabuladora, de su extravagancia y misterio. Ha ido creciendo la leyenda en torno a este personaje extraño y querible. La leyenda, ciertamente, tiende a convertir los hombres en un mosaico formado por los lentes particulares de aquellos que vieron en ellos lo que quisieron, lo que pudieron, con el agravante de que el otrora vivo ahora no puede hacer reclamos desde el otro mundo. Veo la leyenda como un segundo buitre, que pasa recogiendo lo que el buitre de la muerte dejó caer en su vuelo; pero este segundo buitre es más sutil y aterrador que el primero, pues no busca alimentarse, sino màs bien componer con las piltrafas sobrantes un cuerpo de gloria: es un buitre con ínfulas de demiurgo.
A un año de la muerte de Sergio Meier, el mosaico demiúrgico sigue forjándose con los aportes de todos nosotros, los amigos que lo conocimos y que deseamos que siga viviendo de un modo particular en nuestra memoria. Es imposible para mí mismo escapar de esa orientación, de esa inercia, pues estoy con todos en el ruedo. Lo que sí intentaré aquí es quizás semejante a lo que el loco Leopoldo María Panero quiso hacer en la película El Desencanto: desmontar la leyenda épica de la familia, del arte, de la vida trágica tronchada injustamente, del destino sagrado cumplido a cabalidad en los campos heroicos de la Historia.
¿Qué hay tras la muerte física de un escritor? ¿Qué ocultas motivaciones se esconden? En el caso de Sergio, se trata de algo simple e infinitamente complejo a la vez: la realidad era para él una alucinación insoportable. Por otro lado, quería vivir no cerca de los libros, sino en los libros. Mudarse dentro de un libro, ese era su sueño. Huir de lo corporal, de lo material, crear siempre un mundo paralelo, por no soportar este, y de ese paralelo trazar un puente a otro, siempre paralelo, siempre más allá y más allá, escapándose por una galería de túneles hacia la matriz infinita donde le aguardaría, tal vez, la liberación última. La gracia de sus maneras, lo que agradaba de su trato, era una pálida proyección de ese anhelo desesperado por salir corriendo de esta tierra y poblar las múltiples galaxias de su fantasía, o de la fantasía de los autores que amaba. Hoy, antes que la leyenda cree su frankenstein deleznable, juntémonos aquí, al borde la fuente aún fresca de su sangre, a recordarlo tal como quiso ser, tal como soñó ser: un hombre que no quería estar en la Tierra, un hombre que vivía en mundos imprevistos, a años luz de todo lo que nosotros, aún encarnados, podemos desear, o entrever. Ninguno de nosotros conoció a Sergio Meier; lo que conocimos y amamos fue la proyección monádica de una entidad estelar cuya base de operaciones era una galaxia lejana, un mundo de ciencia o de conciencia-ficción pura. No nos engañemos, señores. No confundamos la bella sombra con la raíz noumenal del fenómeno.
La muerte temprana de Sergio es una tremenda pérdida para todos los que disfrutamos de su persona y que ahora debemos conformarnos con su literatura a secas. Porque en la literatura ya no está el hombre vivo, el espíritu que buscaba, descubría, improvisaba. Ahora entiendo cuando Borges decía que la prosa de Macedonio Fernández era una sombra de su conversación; para mí era ininteligible y hasta soberbia esa expresión porque soy amante de la prosa de Macedonio, y porque jamás gocé de su plática. Más ahora, el demonio de la analogía me ha dado la llave para comprenderlo, pues la prosa de Meier era no la sombra, pero sí el ectoplasma o el doble etérico de su conversación. Por suerte hay diálogos suyos grabados, que oportunamente serán dados a la luz, para que muestren la maravilla de lo que en el papel es apenas ceniza.
Él mismo, en charlas con el autor de estos párrafos, continuamente alude a la primacía de lo hablado sobre lo escrito. Cito del volumen inédito La Máquina Cuántica: conversaciones con Sergio Meier.
Sergio Meier/…¿Es necesario escribir? Porque uno puede narrar, seguir narrando y componiendo libros sin escribirlos. De hecho el mismo proceso que nosotros estamos realizando ahora, hablando….Porque es distinto estar encerrado, solo, escribiendo. Y otra cosa diferente es divagar y hablar, como hacían los antiguos. Porque cuando uno sigue un camino, en este camino también es importante tener conciencia de que en el principio de la literatura no se escribía: se hablaba. Y hay que tener conciencia de eso, porque es muy importante cuando uno ya está en la frontera, en el límite. Eso es clave. Porque durante miles de años sólo se habló. ¿En qué momento se empiezan a escribir la Iliada y la Odisea? Después que se han cantado innumerables veces.
Karlés Llord/ Allí podría trazarse un paralelo con el significado del colapso de la función de onda. Es decir, cuando algo está en el plano oral, se mantiene en el mundo de las mil posibilidades. De pronto, se empieza a escribir, cristaliza esto, y las miles de versiones de la Iliada y la Odisea que estaban dando vueltas cristalizan en una.
SM/ Se determinan. Ya no pueden escapar. Entonces, ahí volvemos otra vez a lo pequeño. A lo que decía Hawking. ¿Cómo tú puedes escapar, cómo puedes llegar a las otras versiones de la Iliada y la Odisea, a las infinitas versiones? La única forma, es volviendo a este estado aparentemente de lo pequeño, de lo ínfimo, que es el pensamiento puro. Cuando nosotros hablamos, estamos emitiendo pensamientos puros, que están al borde del colapso.
KL/ Y que eluden el colapso. Ese es un beneficio de la palabra hablada.
SM/ Y en ese aspecto también pensemos que, cuando un autor llega a determinado punto, tan importante es lo que escribe como lo que empieza a hablar. Y ese es otro camino. Ahora, es bonito pensar que cuando Shakespeare decide no escribir más, y se va al campo, o cuando otros autores dejaron de escribir, quizás no dejaron de escribir, sino que su obra la hicieron de otra forma.
Meier, en su conversación, salva esa tremenda pérdida de su cuerpo físico, el eterno silencio que nos legó, y el inmenso desafío que constituye su ausencia oral y vocal. ¿Cuántos de nosotros creemos en la reencarnación, en el eterno retorno, en la vida del alma fuera del cuerpo? Yo arguyo que Meier buscó su propia pérdida física, y que su muerte es un regalo que, acaso sin saberlo, se hacía a sí mismo. La energía sin forma que en él habitaba, fagocitó un cuerpo físico que era el mero vehículo accidental de un alma encarnada aquí, en esta tierra, por error o broma absurda, según él mismo creía. No es casual que en sus últimos días, ya atacado por el buitre implacable del cáncer, se mostrase más efusivo y humano que nunca. También, más brillante, más lúcido. Se hallaba en el impensable borde del mundo de las maravillas, y sabía que estaba a punto de saltar en lo desconocido, en la fuente misma de todas sus búsquedas. El estallido de su cuerpo en la salida del túnel, camino a la liberación absoluta, sería visto en otras latitudes como celebración y reencuentro de los Muchos y el Uno. Pero, pregunto nuevamente, ¿Cuántos de nosotros creemos en verdad que Sergio Meier vive más allá de su muerte?
Incrédulos o no, nos volvemos a la mesa del banquete, en busca de las migajas. Revisamos con nostalgia las obras publicadas, las conversaciones sostenidas, los recuerdos, los textos antologados, las charlas públicas, los blogs, las entrevistas televisivas. ¿Subsiste Meier en medio de esa vidriería irreparable?
Por supuesto que no. Meier ya no vive más: Meier ha muerto. Lo que vive es un legado que ya no es él, la prolongación de una leyenda sin la cual nosotros, los escritores cercanos a su vena, nos sentiríamos huérfanos o mutilados. Lo que queda es la aureola de un misterio que será por siempre alimentado, malinterpretado, y que sólo se renovará en su más estricta e infigurable pureza, cada vez que un escritor joven, sin esperar nada a cambio, se siente durante años a escribir y a indagar en su propio misterio. Entonces algo podrá ocurrir, un florecimiento inesperado. Pero eso siempre sucede en cierto tiempo, en algún lugar, y Meier es una floración más de todo un jardín de floraciones singulares, en un país donde la leyenda es más importante que la mera manifestación de la vida.
La leyenda de la vida y muerte de Sergio Meier continuará medrando entre nosotros, “a instancias de confesor”. Quienes lo conocimos, somos libres de pensar, como dice categórica y fríamente Sergio Alejandro Amira, que “si has estado con Jesús y oído sus enseñanzas no necesitas la Biblia”. Para los que vienen después, quedará el reto de imaginarlo a través de lo que permanece en sus escrituras y conversaciones, contribuyendo a crear, en el seno de esa leyenda, nuevos estratos que, como los cuadernillos de la infortunada sor Ursula, serán retirados una vez colmado su molde, y escondidos en el espeso canon de la literatura chilena. Una vez que el primer estrato se pierda de vista, el Sergio Meier real –si alguna vez existió- será definitivamente suplantado por cualquier otro impostor hipostasiado a partir de su nombre. Y así, el buitre demiúrgico podrá, cumplida su excitante labor, remontar vuelo hacia los cielos de algún universo paralelo, transformado en paloma.
© 2010, Karles Llord.