No me miren

«La noche es un monstruo hecho de ojos»
G. K. Chesterton

Una secretaria pasó por afuera de la oficina del Jefe Cárdenas llevando unos papeles. Al pasar frente al ventanal, le echó una mirada breve y coqueta a Ibarra y López, los detectives. El ojo izquierdo era verde. El ojo derecho, color miel.

—Está de moda, definitivamente —dijo el Genio a sus espaldas, sonriendo desde atrás de sus gafas.
—Si el Doctor Forrester hubiera tenido razón —gruñó el Jefe Cárdenas detrás de su escritorio—, ahora tendríamos más de la mitad de las funcionarias sospechosas de ser dominadas por una mente maestra. Casi todas usan esos ojos de cultivo transplantados.
—Son más definitivos que los lentes de contactos, tienen toda la apariencia de reales.
—No son reales —dijo Ibarra, serio.
—Son tan reales como la ciencia puede prometer —dijo el Genio, sacudiendo su pipa.
—Genio —intervino López, el más joven—. Tú escuchaste la llamada del doctor, ¿no? ¿Es cierto que se oía como un loco desde el principio?
—Sí, pero eso no es ninguna prueba. El Jefe Cárdenas grita como un demente todo el tiempo y todavía nadie lo acusa de asesinato.
—Genio —dijo el Jefe—, si no te callas vas a acompañar al doctor Leighton en la morgue. Ibarra, López, vamos a revisar todo, ¿OK? Tenemos el único laboratorio de cultivo e investigación de órganos de todo el país, y tenemos a dos científicos encerrados en él. Uno está vivo y loco, y el otro está muerto.
—No sabemos si Forrester está loco —dijo el Genio.
—Suena como uno —dijo Ibarra, que estaba mirándose las manos todo el tiempo.
—Sonaba así desde la primera vez que llamó, ¿no?
—Bueno, partamos desde el principio —dijo el Jefe—. Los mandamos a ustedes dos porque recibimos la llamada del doctor Ricardo Forrester, investigador del Laboratorio L Inc., diciendo un montón de estupideces sobre paredes de órganos que se mueven solos y que han asesinado al doctor Esteban Leighton, y algo de una conciencia…
—Conciencia única —dijo el Genio, mirando fijamente las manos de Ibarra, que dejó de moverlas—. Una conciencia única movía todos los órganos que estaban cultivados en todo el laboratorio.
—Perfecto, tenemos algo. Un laboratorio de ocho pisos subterráneos donde se cultivan órganos para transplante y comercialización. Nuestras secretarias usan esos ojos transplantados por razones cosméticas, y muchos agentes con años de servicio tienen piernas de cultivo transplantadas. Y en el fondo del pozo donde se elaboran todas esas cosas, un doctor enloquecido nos llama diciéndonos que una conciencia única mueve a todos esos órganos.
—Ibarra —dijo el Genio—, tú ibas a cargo de la salida. ¿Cómo era el famoso edificio de cultivo?
—Grande —dijo Ibarra, tras mirar a López, que sólo asentía—. Una estructura de caracol que llegaba hasta el octavo piso subterráneo, desde donde llamaba el Doctor.
—Y estaban las salas —dijo López.
—Sí, estaban las salas.

2

El pulcrísimo hall de acceso al edificio tenía la majestuosidad y frialdad de un témpano de hielo encerrado, y allí se enteraron de que el edificio tenía un sistema de seguridad que no necesitaba personal humano para el mantenimiento, como si ya fueran demasiadas vidas encerradas en el pozo de ocho pisos como para añadir unos cuantos cuerpos completos. El Jefe de vigilancia no salía nunca del hall: se limitó a ajustar el nivel de seguridad desde su escritorio central, entregarle una guía con los códigos de las diferentes salas de cultivo y abrirles la puerta que daba al caracol que bajaba por el pozo.

Había un ascensor transparente, pero prefirieron no ocuparlo. El pasillo que bordeaba el pozo bajaba hacia la izquierda, sin escaleras ni descansos, y apenas se notaba su inclinación. Tras pasar por unas cuantas puertas cerradas, vieron la primera puerta de cristal esmerilado.

—¿No te parece espeluznante? —preguntó Ibarra, imaginando que iba a salir vaho de su boca, a pesar de que la temperatura era normal.
—Sí, parece un hospital muy caro. Según la llamada de Forrester, Leighton está en la sala 4FU3.
—Aquí dice 1FR4 —dijo Ibarra, acercándose al código estampado sobre la puerta y a una pequeña ventanilla.
—No entiendo bien la guía —dijo López, revisando el papel—, pero creo que el primer número marca el piso. Estamos en el primero, y según la lista esta sala corresponde a…
—López —dijo Ibarra con la voz congelada, asomado a la ventanilla—. Ven. Mira.
López puso su rostro al lado del rostro de Ibarra. En la pared del fondo de la habitación, sobre una superficie que parecía ser de piel, aunque algo más rosada, nacían por el tobillo veinte filas de pies que apuntaban su planta hacia ellos. Los pequeños dedos se movían delicada, acompasadamente: cinco dedos por pie, cuarenta pares de pies por fila, veinte filas de pies rosados y vivos subiendo desde el suelo hasta el techo.

3

«Los órganos no son entidades inertes» jadeaba la voz del doctor Forrester en la grabación que escuchaban en la oficina, «ni tampoco están separados. He estado investigando mucho tiempo sobre ello, la conclusión era inevitable. Ellos han creado algo, una conciencia única, algo más grande que los está moviendo. Ahora ellos mataron a Leighton en la sala efe-u-tres, y yo los vi…»

—¿A quienes son ellos? —preguntó el Genio cuando el Jefe hizo STOP.
—Bueno, a los órganos, ¿no? —dijo López.
—La pluralidad pudo haberlo empujado a decir ellos —dijo el Genio—, pero Forrester hablaba de una conciencia única que manipulaba a los órganos. Esas fueron sus últimas palabras relativamente coherentes.
«Yo los vi matándolo» se oyó la voz del doctor Forrester, más y más llorosa, «ellos lo asesinaron. Vine acá al último piso porque… pero no pude, ellos saben, ellos se dieron cuenta. Ahora no puedo hacerlo. Antes no estaba tan seguro, todo podía ser un error, pero después de que ellos… Yo los vi matarlo, y ellos me vieron, me miraron, me observaron…»
—Se preguntarán por qué el Jefe los mandó de cabeza a tanto peligro junto —sonrió el Genio.
Ibarra y López protestaron confusamente.
—Yo me pregunto —dijo el Jefe desoyéndolos— si Forrester no estaba loco desde entonces.

4

A medida que el pasillo continuaba su descenso, hundiéndose más y más en el pozo de cristal y acero, Ibarra y López sentían una inmensa respiración alrededor de ellos. Era como si el edificio entero estuviera vivo, no sólo en el contenido de sus habitaciones sino en sus paredes, sus ventanas y sus barandas.

—Sistema de refrigeración —dijo Ibarra. López asintió nervioso.
Las puertas estaban dispuestas en orden, como un cuerpo humano invertido. La sala de los pies había sido la primera. Mientras bajaban, López miraba la guía para descifrar los códigos en las puertas.
—Rótulas —leyó, mientras Ibarra asentía en silencio—. Muslos. Caderas. Genitales masculinos. Genitales femeninos.

No volvieron a asomarse a una puerta hasta que llegaron al nivel cuatro. Después de Hombros, Brazos y Muñecas, encontraron la puerta 4FU3. Estaba entreabierta. López e Ibarra se miraron, sacaron sus armas y se hicieron a un lado. A la señal de Ibarra, López pegó una patada en la puerta y entró, ahogando un grito. Ibarra lo siguió.

Sobre el manto orgánico de cultivo que llenaba la pared de fondo, cubierto por lo que parecía piel, se alineaban veinte filas de cuarenta pares de manos. Las manos nacían desde la muñeca, pero colgaban con las puntas de los dedos apuntando hacia el suelo, presentando el dorso hacia adelante. Todas las manos colgaban de dicha manera, excepto las situadas justo en el medio de la pared. Allí, las manos estaban crispadas sosteniendo el cuerpo amoratado y sin vida del doctor Esteban Leighton. Una de las manos que lo sujetaba le rodeaba el cuello, con el pulgar clavado en la garganta. De ahí brotaba la sangre que manchaba las manos que le sujetaban los brazos, las piernas, los pies y el resto del cuerpo.

5

—Las manos en estado de cultivo tienen reacciones reflejas —dijo el Genio—. Eso no significa que actúen por sí solas.
—Lo sabemos —dijo Ibarra—. Hicimos un experimento. Le pusimos a una de las manos una lapicera. Tocándole el dorso sólo reaccionó moviéndose un poco. Tuvimos que tocarle la palma para que reaccionara apretando la lapicera.
—Pero ese no fue todo el experimento —dijo el Jefe, mordiendo su propia lapicera.
—No. Si Leighton hubiera caído de casualidad sobre las manos, estas no habrían reaccionado de la manera en que lo hicieron. Yo lancé mi antebrazo entero sobre las manos. Como las manos cuelgan, y son los dorsos los que se ven desde el frente, las manos no agarraron mi brazo. No basta con apoyarse sobre la pared de manos para ser asesinado por ellas.
—Pero el doctor Forrester dijo —intervino el Genio— que las manos se levantaron por voluntad propia y asesinaron al doctor Leighton, lo que revela a la citada conciencia única tomando decisiones bastante graves.
—Bueno, estaba la quemadura —dijo López.
—¿Qué quemadura? —gruñó el Jefe.
—La quemadura en el costado izquierdo de la pared. En un espacio entre dos manos, se veía una pequeña mancha que parecía de quemadura.
—Esa quemadura —dijo Ibarra— sería finalmente la solución al misterio.

6

Las puertas esmeriladas se sucedieron una tras otra mientras bajaban, como guardianes de vidrio apostados en un palacio de acero. Faringes. Laringes. Cuerdas vocales. Mandíbulas. Narices. A esa profundidad López e Ibarra, con las pistolas en las manos y caminando muy lentamente, se miraron. Observaron hacia arriba, siguiendo con la mirada el pozo ascendiente y la columna cristalina del ascensor. Supieron que estaban pensando en las palabras del doctor Forrester.

«Ellos han creado algo, una conciencia única, algo más grande que los está moviendo.»

Por fin la puerta 8SR4 apareció frente a ellos. Estaba entreabierta, pero su superficie no estaba esmerilada. Por el vidrio pudieron ver un escritorio con controles y luces. Caminando con cuidado, como si el suelo fuera a despertarse si pisaban muy fuerte, Ibarra y López transpusieron la puerta.

«Detrás de los ojos» oyeron la voz quebradiza como una botella sobre el cemento, «detrás de los ojos está creciendo el cerebro, y el cerebro que criaron los gobernará por siempre…»

Al fondo de la oscura oficina había otra puerta esmerilada, cerrada. En las paredes vieron cuadros con diagramas y gráficos. Ibarra rodeó el escritorio.

Sentado en el suelo, con la cabeza entre los brazos, estaba temblando un hombre macizo y rubio.

—¿Doctor Forrester?

El doctor levantó la cabeza y volvió a cubrirse la cara de inmediato.

—¡No me miren! —aulló entre dientes, si tal cosa era posible. López retrocedió.
—Los ojos nos miran —continuó Forrester con un murmullo—. Los ojos se mueven de acuerdo a una conciencia única y monstruosa que vive detrás de la pared de ojos… todos los ojos que la gente compra y se transplanta están dominados por esa conciencia única…
Ibarra comenzó a hablarle despacio, guardando su arma.
—Doctor, somos policías. Esté tranquilo. Hemos venido por su llamada. Vimos lo que le pasó al doctor Leighton.
—Ustedes no lo vieron —dijo Forrester, sacando la cabeza de las manos pero sin mirarlos—. Yo vi cómo le ocurrió. Fue… Ahí obtuve la prueba casi definitiva de que tenía razón, de que la conciencia había tomado control sobre los órganos.
—¿Qué fue lo que pasó, doctor?
—Leighton. Leighton y yo discutíamos siempre. Yo le había contado lo que había descubierto, y él no me creyó. Entramos discutiendo a la sala de las manos, y Leighton se puso a tocar una de ellas, riéndose de mí. Estaba muy cerca, pero no tenía que ocurrir nada. Entonces fue…
—¿Entonces fue qué?
—Las manos se levantaron —dijo Forrester hundiendo la cabeza de nuevo—. Se levantaron todas de un golpe y atraparon a Leighton. Lo atrajeron a la pared y comenzaron a estrangularlo. Leighton comenzó a gritar, y entonces ocurrió lo realmente horrible…
Ibarra y López no preguntaron nada. La respiración enfermiza de Forrester fue el único sonido durante algunos segundos.
—Las manos que no sujetaban a Leighton se pusieron a aplaudir.

7

—¿Aplaudir?
—Eso nos dijo —contestó López
—Exactamente lo que las manos cultivadas jamás harían.
Todos se callaron. Afuera pasó de nuevo la secretaria de los ojos verde y miel.
—Mi señora se puso ojos color azul y verde el mes pasado —dijo el Genio.
—¿Y la notas diferentes? —gruñó el Jefe—. ¿Alguna conciencia asesina y maligna se apoderó de ella?
—No me habla, parece siempre pensando en otra cosa, intenta asesinarme con la comida. Pero ha sido así durante veinte años, así que no le puedo echar la culpa a los ojos. Incluso sugirió que yo me pusiera unos.
Ibarra levantó la vista hacia él.
—Forrester dijo que había ido a la habitación 8SR4 con un soplete, pero no se atrevió a dispararlo —dijo López.
—Y por eso estaba temblando detrás del escritorio —gruñó el Jefe.
—Detrás del escritorio también estaba el aparato —dijo Ibarra.
—¿El aparato que ocasionó la quemadura en las manos?
—Ese mismo.

8

Mientras el doctor Forrester temblaba y lloriqueaba, Ibarra alcanzó a ver, en un rincón, una larga vara metálica negra, inquietante como una serpiente enroscada.

—¿Esto es una picana eléctrica, doctor?
—Arma de shock eléctrico —dijo Forrester, tras echar un subrepticio vistazo—. La apliqué a las manos para que soltaran a Leighton. Sirvió un poco, porque dejaron de aplaudir y se levantaron, apuntando hacia adelante. Me dio terror, tuve que alejarme, y las manos volvieron a aplaudir y a estrangular a Leighton.
Ibarra imaginó fugazmente las consecuencias de un shock eléctrico sobre un cuerpo vivo, la tensión en los músculos, el agarrotamiento, y se levantó como si le hubieran aplicado la picana a él.
—Aléjate de él —dijo, apuntando a Forrester con su arma.
—¿Qué ocurre? —preguntó Forrester, sorprendido. López se alejó e imitó a Ibarra.
—Usted lo hizo —dijo Ibarra—. No es como lo cuenta. Usted aplicó primero la electricidad y entonces las manos se levantaron para agarrar a Leighton.
—No, no…
—Las manos no se levantan solas, Doctor. Hicimos la prueba. Usted utilizó las manos como arma homicida.
—Tienen que creerme —dijo el doctor, mirándolos por primera vez. Sus pupilas eran dos enloquecidos zafiros azules—. Les digo que hay algo detrás de esa misma puerta en este mismo momento, pensando… mirándonos…
—Basta de eso. Usted tiene que acompañarnos…
—Escuche —dijo Forrester, jadeando para mantenerse coherente—. Confesaré todo si es que primero me creen. He investigado. He estudiado el potencial de reflejo de todos los órganos del edificio. Cuando digo que algo los mueve, estoy diciendo que mediante cierto proceso que no comprendo bien, los órganos han logrado interconectarse y crear un órgano superior que puede equipararse con el cerebro. Ese órgano sólo puede estar allí, detrás de los ojos, en la habitación que está al otro lado de esa puerta.
Ibarra y López echaron un vistazo a la puerta esmerilada. Era como la boca de un androide, perfecta y horrorosamente limpia.
—Entre —dijo Forrester—. Después de eso, arréstenme si quieren. Pero primero entre. Entre y me creerá.

9

—El doctor estaba completamente loco —dijo el Jefe.
—Hay que admitir —dijo el Genio—, que la teoría de órganos cultivados haciendo crecer un cerebro como si fuera una flor carece absolutamente de sentido. No es así como funcionan las cosas.
—Se volvió loco, como todos los científicos —insistió el Jefe—. Trabajaba entre pesadillas, hasta que una le cocinó la cabeza. Se volvió loco.
López miraba al Jefe, luego al Genio, luego a Ibarra. Ibarra se miraba los dedos de las manos.
—Sólo alguien nos puede responder esa pregunta ahora —dijo el Genio. Ibarra levantó la cabeza.
—Tú entraste, Ibarra —dijo el Jefe—. ¿Qué viste allí adentro?

10

Atrás quedó López apuntando al doctor Forrester. Atrás quedó la habitación del escritorio y los controles. Ibarra presionó el botón junto a la puerta esmerilada y ésta se abrió con un suspiro perverso. Ibarra dio un paso hacia el interior.

Cien mil ojos palpitaron en la pared.

La habitación era más grande que las otras, y el fondo no tenía la apariencia de piel. Sólo era un tejido de carne viva donde parecían flotar cien filas de globos oculares. Las pupilas eran de diferentes colores, se agrandaban y empequeñecían, mirando hacia lados diferentes. Algunos ojos se movían lentos, otros nerviosos, apuntando al azar como los ojos de un camaleón.

No eran nada más que ojos, cien mil ojos cultivados flotando en una piscina de carne.
Sobreponiéndose al pánico y a las ganas de vomitar, Ibarra vio que el pequeño lanzallamas del doctor Forrester estaba junto a sus pies. Estaba parado justo en medio de la pared de cultivo, en el punto tras el cual debía estar oculto el cerebro que postuló el Doctor Forrester, y para llegar a él sólo había que utilizar el lanzallamas. Se agachó para recogerlo, y entonces ocurrió.

Todos los ojos se volvieron de súbito hacia él.

Supo que nunca le contaría lo que ocurría a nadie más, en toda la vida. Los cien mil ojos estaban observándolo, vigilantes, atentos al menor movimiento suyo. Ibarra dio un cuidadoso y lento paso hacia la izquierda, mirando su reflejo repetido cien mil veces en las pupilas de diversos colores. Los ojos se deslizaron, siguiéndolo, perfectamente coordinados.
Ibarra gritó. Cerró los ojos y accionó el lanzallamas, apuntando justo al medio de la pared de ojos, abriéndose paso hacia lo que había detrás. Tras cinco segundos de tener la llama encendida, la apagó. Muy lentamente, abrió los ojos.

11

—¿No había nada? —preguntó el Jefe, completamente atento. López y el Genio también lo miraban.
—Aluminio —dijo Ibarra—, igual que en los otros contenedores. La pared orgánica tenía sólo tres centímetros de espesor.
—El Doctor estaba loco, Jefe —dijo López—. Cuando Ibarra volvió y le contó lo que había, confesó. Dijo: «entonces estoy equivocado», y admitió haber matado a Leighton, excitando la pared de manos con la picana eléctrica.
—¿No había nada que sugiriera que había sincronización entre los órganos? —preguntó el Genio, mirando a Ibarra a través de sus gafas.
—Nada —dijo Ibarra, mirándolo directamente—. Los ojos se movían de forma independiente todo el tiempo.
—Otro científico loco más —rabió el Jefe, decepcionado—. Ahora sus abogados aducirán neurosis y stress, y un asesinato por envidias profesionales será achacado a razones psicológicas.
—Ten un poco más de compasión —dijo el Genio—. Imagínate al doctor Forrester en su laboratorio, pasando todos los días frente a una pared de ojos. Poco a poco te preguntas si los ojos te están mirando. De ahí a estar seguro de que te miran, y a inventar una teoría descabellada que incluye a un cerebro gigante, hay un solo paso.
—Eso no justifica el volverse loco y matar a alguien. Nadie se vuelve loco porque mucha gente lo mira. A mí me miran todo el tiempo mis secretarias con ojos de dos colores y no mato a nadie.
—Es cierto —dijo Ibarra, en voz más alta, y poniéndose de pie—. Para mí, Forrester inventó toda esa historia para librarse del asesinato. Cuando se dio cuenta de que no le iba a creer nadie, desistió y confesó. Así de simple.
—Muy bien, me alegro —dijo el Jefe, poniéndose de pie—. Ahora tienes que escribir tu informe, ¿no? ¿Historia concluida?
—López me acompaña —dice Ibarra saliendo de la oficina—. Lo tendremos listo en una hora.
—Los veremos en una hora —dijo el Genio.
López cerró la puerta de la oficina
—Ibarra, dime algo —dijo, caminando a su lado—. ¿Estás seguro de que no viste que los ojos te miraran?
—No —dijo Ibarra, deteniéndose junto a la máquina de café—. Pero escucha, López, sí me dio la impresión de que lo hacían. Pero fue sólo la impresión, ¿entiendes? Tú y yo sabemos que era imposible que los ojos realmente miraran a alguien.
—Entiendo, sí —tomando su café y retomando la marcha—. Cualquiera puede volverse loco con todas esas cosas rodeándote. Creo que voy a necesitar una visita al terapeuta después de esto.
—Yo también. Ten cuidado —dijo Ibarra apuntando a una caja en el piso.
—¿Con qué…? —dijo López, tropezándose con la caja, cayendo sobre Ibarra y desparramando para todos lados el café.
—¿Estás bien? —preguntó Ibarra, ayudándolo a levantarse.
—Sí, sí, estoy bien… —López se detuvo cuando miró alrededor. Ibarra sintió el silencio y también miró alrededor. El pelo detrás de la nuca se le erizó.

En la oficina, todo el mundo estaba mirándolos.

Gabriel Mérida, 2005.
Publicado en Axxón 154 y en Fabricantes de Sueños 2006.

One thought on “No me miren

  1. Buen relato, humor negro, un científico loco (o no?), intriga policial, organos por doquier, una revolución subterranea, que más se le puede pedir a un relato de ciencia ficción.
    Me gustó bastante, sobretodo por ese gusto a paranoia que deja.

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