En tan sólo dos meses La Plaga cobró la vida de algo así como tres billones y medio de personas (…) Los cadáveres se acumulaban interminablemente en plazas y avenidas. La infección flotaba sobre las ciudades y la Tierra se convirtió, de la noche a la mañana, en un gigantesco cementerio planetario (..) De pronto, tras un instante en que hasta las olas se detuvieron, bajaron de entre las nubes ingentes bandadas de seres andróginos, esbeltos y pálidos, de negros e inexpresivos ojos abisales y enormes alas emplumadas que batían desde sus omóplatos (…) los arcángeles dieron cuenta de los cuerpos sin vida que cubrían la tierra devorándolos con suma premura (…) Desde el Gran Festín los arcángeles regresaron a alimentarse cada vez que alguien era llamado ante la presencia de Dios.
—Fragmentos del diario de Nikos, el Historiador
1
Como un espectro, Victorino se materializó en el dormitorio. Sobre la cama dormía Constanza, la hija de diez años de Pavel Yvanovich, respirando tenuemente. Ella era su próximo objetivo a eliminar.
Los datos que le había dado el agente Bardo resonaban en su cerebro: la ubicación del dormitorio era un establecimiento agro-ganadero en el Estado Patagónico, la estancia se llamaba Skold y pertenecía al Drazen von Kotzebue, un acaudalado estanciero ruso de ascendencia kurda. El momento era preciso: Laleshka, la madre de la niña e hija de von Kotzebue, agonizaba de cáncer; Pavel Yvanovich no dejaba de velar junto al lecho de su esposa; su suegro había viajado esa noche a la cercana Chubut a presidir la celebración de octubre de su secta herética. Constanza dormía tranquila, como si no le importara el sufrimiento de la madre, ni el temblor lejano del padre, ni la euforia maligna del abuelo adorando al diablo.
Pero ningún diablo podía llegar a compararse al agente George Bardo, el cerebro número uno del poderoso Pentágono de América, el que había mandado transplantar su propio cerebro al de una beluga encerrada en un estanque sólo para aumentar su capacidad psiónica, el que manipulaba sus vivientes piezas de ajedrez alrededor del mundo, el que controlaba psíquicamente a docenas de agentes que habían asesinado cientos de familias cada uno, el que esa noche había dirigido a uno de esos agentes a ese dormitorio para que asesinara a otra niña inocente cualquiera. O quizás esta niña era especial… Victorino intuía que sí, algo que incluso superaba el opresor garfio coercitivo de su ‘jefe’ le hacía dudar de su misión, de su propósito. «¿Tiene reparos la pistola al saber que será jalado su gatillo?», pensó Victorino. «Por supuesto que no. Yo sólo soy un arma, el aggelos de la muerte.»
En todo el tiempo que llevaba al servicio involuntario del Departamento de Defensa Americano, Victorino había asesinado a cientos de niños, a familias enteras incluso por lo que el trabajito de esta noche no representaba mayor dificultad. ¿O acaso Bardo ocultaba algún detalle importante? Era factible. Si existía algo así como el demonio, meditó Victorino, no era ese estúpido pavo real al que le rendía culto von Kotzebue. Satanás era el mismísimo George Bardo quien incluso teleportaba las armas que los agentes utilizaban en el momento justo y luego las retiraba antes de regresarlos. Dentro de las muchas modificaciones a las que fue sometido Victorino, y para asegurarse que cumpliese con sus misiones, estuvo la manipulación de la zona cerebral en la que se producen las sensaciones de alegría. Mediante sus oscuras artes los científicos hicieron que cada vez que Victorino le quitase la vida a alguien se sintiera como la persona más feliz de la Tierra.
La pequeña dormía plácidamente; una vela sobre la mesa de noche iluminaba su delicado y pálido rostro e inflamaba aún más su abundante cabello color escarlata. Sus suaves pómulos casi invitaban a Victorino a tocarlos con sus gruesos nudillos. «Diez segundos para la llegada del arma» sintió en su cabeza, y repasó el único factor de riesgo: el padre que aguardaba a pocos metros de distancia sin saber de su destino.
El archivo de Bardo le había dicho todo sobre Yvanovich: ruso de padre y madre, nacido por obligación en Croacia, formado en la disciplinada escuela militar de Bileca por una élite en el exilio. Cuando de las despobladas tierras asiáticas todos quisieron emigrar a la Gran América, él prefirió marcharse a la ex República Patagónica, donde trabajó como esquilador, domador de potros y finalmente administrador de la estancia de otro inmigrante: Drazen von Kotzebue, a quien los lugareños llamaban ‘el inmortal’ sin el menor asombro. Pronto se enamoró de Laleshka, la hija adoptiva del viejo, y contrajeron nupcias con la bendición de éste. De acuerdo a Bardo, Laleshka poseía dotes psiónicas latentes, aunque nunca lo hubiese sabido. Si Constanza escapó el sondeo psíquico de Bardo todos estos años había sido gracias a que Laleshka la había blindado inconscientemente con su poder, como cuando los Curetes simulaban ejercicios guerreros o hacían ruido con sus espadas y escudos de hierro cada vez que el infante Zeus lloraba. Si Kronos hubiese detectado el engaño de Rea, si hubiese conseguido localizar a Zeus y devorarlo como a sus otros hijos los Titanes jamás habrían perdido su potestad sobre el Universo. Bardo era Kronos, Constanza era Zeus…
¿Quién era Victorino?, una simple arma, una puñal desenvainado, un verdugo a control remoto. No era nadie, no era nada. Sentía envidia de Yvanovich, él había hecho en la vida lo que se le vino en gana, nunca fue el títere de nadie, había amado, engendrado una hija, formado una familia… aunque estuviera a punto de perderla podría rehacer su existencia, casarse de nuevo, tener más hijos. Efectivamente era un kazak, un hombre libre. Victorino en cambio era un prisionero. Más que prisionero, era un alma torturada del Hades, era Sísifo haciendo rodar cuesta arriba del monte la piedra que nunca podrá coronar la cima.
Volvió a pensar en Yvanovich y su curioso destino: a pesar de que iba a perder a su hija en pocos segundos, incapaz de defenderla o de siquiera prever el peligro, había
vivido como un kazak, un hombre libre, algo que a Victorino le estaba vedado. Lo comprobaba ahora que habían pasado los diez segundos y su propio destino llegaba; sintió en la palma de su mano el característico cosquilleo que predecía la llegada del arma.
Extendió el brazo hacia el aire. Su puño se cerró sobre la pistola.
Sin vacilar, apuntó a la niña dormida justo en medio de los ojos. Entonces algo sucedió: una mano se cerró en torno a su muñeca. Victorino se dio vuelta, y entonces lo vio:
Era un ángel, no una de esas cosas que bajaban a comerse a los muertos sino un «verdadero» ángel como solían ser representados en la antigüedad, un ser de andrógina hermosura ataviado de grandes alas turquesas con cientos de ojos como las alas de un pavo real. Su ojo derecho era azul, su ojo izquierdo era verde, su cabello era una pira de fuego. Iluminaba el cuarto como si fuera una estrella. ¿Era este el ángel que adoraba el viejo von Kotzebue?, ¿Melek Taus?
Victorino quedó embelesado ante aquel rostro masculino y femenino al mismo tiempo, y sin saber si era él o Bardo quien hablaba abrió la boca y dijo al ángel:
—Sunexomai de ek ton duo, tin episumian ekon eis to analusai kai sun Konstanza.
Como respuesta el ángel se inclinó y besó su frente antes de esfumarse. Victorino se recobró de pronto de años de frialdad y servidumbre, recuperó su vergüenza, su arrepentimiento por los asesinatos que había cometido para el Departamento de Defensa, y su libre albedrío. En un sólo instante, exaltado por el prodigio, lo decidió: no obedecería al agente Bardo, no mataría a Constanza. Casi llorando, bajó el arma.
Pero entonces sintió como si un hierro caliente lo traspasara desde el ano hasta la nuca, y supo que se trataba del control mental directo del agente Bardo. Había entrado en su cuerpo para realizar la tarea a la que el peón se negaba. El cuerpo de Victorino giró y los brazos se levantaron alzando el arma, pero esta vez el cañón apuntó en medio de dos ojos verdes. Los ojos de Constanza, muy abiertos y muy serenos, increíblemente hermosos.
La visión de esas pupilas no sólo extasió a Victorino; algo hubo en ellos que hizo
retroceder al mismísimo Bardo por un instante. Suficiente para Victorino. Recobró el control, tomó la última decisión de su vida, introdujo el cañón del arma dentro de su boca y disparó. Un estampido gigantesco como el ángel, una oscuridad insondable.
Y en medio de la oscuridad, Victorino supo que estaba muriendo, que también había logrado acabar por fin con el invencible agente Bardo, atrapado en su cerebro, y que la negrura tenía un sentido: esos hermosos y serenos ojos verdes seguirían con vida, aunque él nunca más pudiera mirarlos.
2
Pavel Yvanovich llegó corriendo a la pieza tras oír el disparo; los sirvientes habían llegado antes y contemplaban al gigantesco hombre tirado en el suelo, a Constanza arrodillada junto a él, y a una gran mancha roja y amarilla esparcida por la pared hasta el techo. Sangre y huesos y restos de masa encefálica. Paralizado como nunca en su vida, vio junto a los sorprendidos sirvientes cómo el gigante abría los ojos, primero lentamente, y luego incorporándose de un salto y apuntando hacia todos lados, tan sorprendido como ellos.
—Mira detrás de ti —susurró Constanza.
Sin poder desobedecer a esa voz, el gigante se dio la vuelta contemplando una gran mancha esparcida hasta el techo, sangre y restos de masa encefálica y materia ósea pegadas al papel tapiz. Luego se tocó la nuca intacta. Miró a Constanza, sacudió la cabeza, y preguntó:
—¿Tú me salvaste?
—Estabas dormido y yo te he despertado —respondió Constanza-. Serás el primero de mis discípulos.
Sin hacer caso de Pavel ni de los sirvientes, fijó su mirada en la niña. Sólo pareció tomarle un segundo comprender, y luego asentir humildemente.
—Estabas poseído —continuó Constanza había otra presencia dentro de ti, antigua y mala. Ahora se ha ido.
—¿Ha muerto?
—No. El adversario no morirá hasta el Día del Juicio. Pero lo relevante es que has nacido de nuevo y debes regocijarte, porque tú me protegerás del adversario y sus sirvientes que son legión. Tú eres el primero, Victorino —sentenció la niña muy segura de sí esbozando una tierna sonrisa que fue como una señal.
El gigante llamado Victorino se arrodilló frente a Constanza, apoyó la cabeza en su regazo y comenzó a llorar como si no lo hubiera hecho en siglos. Al compás del llanto los sirvientes comenzaron a murmurar, «asesino del Pentágono», «intentó matarla», «ella tiene una señal divina», y Pavel, oyendo a la vez el llanto y los murmullos crecientes, por fin salió de su parálisis.
—¡Apártese de mi hija! —dijo con una voz de trueno, muy diferente al miedo y el estupor que en realidad sentía.
—No —dijo simplemente Victorino, deteniendo su llanto y poniéndose de pie, superando a Pavel por más de cuatro pies-. Ya nunca me separaré de ella.
—Hija —preguntó Pavel, sin osar moverse más—, ¿es verdad lo que ha ocurrido? ¿Quién es este hombre? ¿Ha intentado matarte?
—No importa lo que era —dijo Constanza, poniéndose de pie y tomando la mano de Victorino, para espanto de Pavel—, sino lo que es ahora. Él es mi protector.
Pavel intentó comprender. Constanza era una niña extraña, pero jamás mentía. ¿Era cierta entonces la inmortalidad de Drazen, y la había pasado de alguna manera a su nieta? ¿Tenía Constanza realmente el poder de devolver la vida?
—¿Es verdad que lo has devuelto a la vida?
—Sí —respondió sencillamente Constanza, y Pavel sintió un vuelco en su corazón. «Laleshka» pensó, «Constanza puede curar el cáncer de su madre».
—Sé lo que estás pensando —dijo Constanza—. Y no lo haré. Es la voluntad de Dios que mi madre muera por sus pecados. Tú no lo comprenderías jamás. Lo que haré será irme y comenzar mi peregrinaje.
Los sirvientes gimieron como el coro griego, y Pavel gritó:
—¡No irás a ningún lado! Este hombre acaba de intentar matarte. ¡Es un asesino de los cerdos imperialistas, por el amor de Dios!
—Ya no lo es —contestó Constanza mientras tomaba un bolso que estaba al pie de su cama, ya preparado—. Ha visto la luz infinita del Reino y ha renacido para servirlo. He estado esperando la llegada de Victorino para comenzar mi peregrinación.
Él me cuidará como un padre.
El asesino seguía mudo y erguido mirando a Pavel con ojos de hierro, sin negar nada.
—Quédate con nosotros, Constanza —dijo Pavel en un tono más bajo, más derrotado—. Él no es tu padre…
—Un hombre débil: eso es lo que eres. Un hombre débil que viste una falsa coraza de valor.
—¿Qué dices? —preguntó Pavel sin comprender.
—Eres un hombre débil y no tengo uso para hombres ni mujeres débiles en mi ejército. No intentes detenernos o Victorino tendrá que dañarte.
Pavel observó al asesino convertido en guardaespaldas y vio en sus ojos negros como abismos la fría resolución depredadora de un animal ante su presa.
—Hija mía… —gimió Pavel—. ¿No salvarás a tu madre? ¿No respetarás a tu padre?
—Puedo salvarla, pero no demoraré su llegada al reino. Y no me llames hija. Ya no eres mi padre.
Entre lágrimas, Pavel cayó de rodillas, y apenas oyó cómo Constanza se marchaba de la mano del gigante, del asesino, de Victorino. Tampoco oyó cómo los sirvientes dejaban el cuarto en respetuoso silencio y se iban a murmurar fuera de la estancia. Cuando por fin levantó la vista del suelo, en la habitación vacía solo quedaba una cosa.
La pistola de Victorino, reposando sobre la mesa de noche.
3
Pese a que a Laleshka no pareció sorprenderle la partida de Constanza su salud comenzó a empeorar notoriamente tras este hecho. Pavel evitó preguntarle a su esposa sobre lo dicho por la niña, no quería añadir un nuevo sufrimiento a su prolongada agonía. Prefería vivir en la ignorancia como recomendaba Ovidio, sin embargo, cuando el fin de Laleshka era inminente Pavel no pudo retener más la pregunta que mortificaba su corazón.
—¿Antes de marcharse, Constanza me dijo que yo no era su verdadero padre, es esto cierto?
—Sí, amor mío. Pero no creas que te fui infiel, oh no. Constanza no fue engendrada por hombre alguno sino por el Melek Taus.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Pavel desconcertado.
—Una noche, contigo incluso yaciendo a mi lado, Él vino a mí e implantó su semilla divina en mi vientre. Entonces supe que las creencias de mi padre eran ciertas. Melek Taus no es un demonio sino un ángel benévolo que tras redimirse asimismo después de la caída, se convirtió en el demiurgo que creó el universo a partir del Huevo Cósmico. Me ordenó que no revelara esto a nadie, ni siquiera a mi propio padre a quien identificó como el más fiel de sus sirvientes, hasta que Constanza se marchara a cumplir con su ministerio.
—Laleshka, amor mío, estás desvariando…
—No, Pavel —dijo ella muy serena—. Constanza es la nueva Mesías, es la hija de Melek Taus…
—Melek Taus no es más que un invento de tu padre para satisfacer su vocación mesiánica y salvacionista…
—¡Pavel! —exclamó Laleshka recobrando el color en sus mejillas—. ¡No hables así de papá! ¿Cómo puedes ser tan desagradecido? Él ha sido como un padre para ti.
—Sí, es cierto —contestó Pavel tomando delicadamente a su esposa de los hombros—. Pero desde que comenzó a organizar su secta ha cambiado, ya no es el mismo Laleshka…
—¡Claro que no es el mismo! Como yo ha visto la verdad, le ha sido develado el camino y ha entrado en comunión verdadera con Melek Taus.
Pavel sacudió la cabeza. Su moribunda esposa estaba en una situación de conciencia invenciblemente cautiva y errónea como para poder tener un pensamiento libre y pensar que las cosas pudieran ser de otro modo. No valía la pena discutir, lo mejor era seguirle la corriente.
—Discúlpame, querida, no sé lo que estoy diciendo. Supongo que el dolor alimenta mis palabras, el dolor de haber perdido a mi hija y de estar pronto a…
La voz de Pavel se quebró y una lágrima rodó por su mejilla.
—¿De estar pronto a perderme a mí? —dijo Laleshka completando la frase—. No me perderás, amado Pavel, tampoco a Constanza. Ella salvará a toda la humanidad de los demonios disfrazados de ángeles, ella nos liberará del yugo del falso dios abriéndonos las puertas del reino de Melek…
En ese momento la moribunda mujer abrió muy grandes los ojos fijándolos en el techo
—¡Es hermoso, Pavel! —exclamó con su último aliento—. ¿Puedes verlo?, ¿puedes ver cómo se abren las nubes…?
Y con esas palabras, Laleshka abandonó el mundo de los vivos.
El viejo von Kotzebue entró en la habitación que hedía a muerte y posó su recia mano sobre el hombro de Pavel.
—Por fin nuestra querida Laleshka descansa en paz —dijo Drazen. ¿Había escuchado la conversación antes de entrar? «Ya no importa», se dijo Pavel. «Laleshka y Constanza ya no existen para mí”.
—Aún debemos disponer de su cuerpo —continuó fríamente von Kotzebue, como si no estuviese hablando del cadáver de su hija sino de un ternero recién faenado—. Llamaré a las criadas para que la amortajen y luego la llevarás fuera.
—¿En medio de la noche, Drazen? —objetó Pavel—, ¿no sería más apropiado esperar hasta la mañana para preparar todo como es debido, para traer al sacerdote?
—¡Nada de frailes! —explotó von Kotzebue—. Si no lo quieres hacer tú pues lo haré yo —y sin dificultad alguna tomó el derruido cuerpo sin vida de su hija entre sus brazos y salió del dormitorio ante las miradas compungidas de los sirvientes. Pavel se quedó inmóvil como estatua de piedra por unos minutos y luego salió corriendo tras el viejo. Algunos criados le siguieron pero él les ordenó que los dejaran solos.
El viejo recostó a su hija junto a un joven nogal que él mismo había plantado y se quedó ahí, de rodillas junto al pálido cadáver que a la luz de la luna parecía de porcelana.
—Melek Taus, aceppi et caro data archangeli —murmuró Drazen.
—Aceppi et caro data archangeli —repitió Pavel omitiendo el nombre del demonio que su difunta esposa y su suegro adoraban.
Y como si de una invocación se tratase, he aquí que ante ellos se materializó una imponente figura de tres metros de alto y enormes y emplumadas alas azules repletas de ojos. Su rostro era infinitamente bello, su sonrisa dulce y sus ojos bicolores tiernos y compasivos. Su cabello era una llamarada de fuego, era hombre y mujer a la vez… y también algo más. Era el Aenigma Regis, el Matrimonio Sagrado hecho carne.
—¿Melek Taus? —preguntó el viejo con una inmensa expresión de alegría en su rostro—. ¿Vienes por mi hija, oh Lucifer?
La espléndida criatura no respondió pero sus acciones confirmaron las palabras de von Kotzebue. Recogió a Laleshka de la tierra donde yacía y acunándola como a un bebé en sus poderosos brazos desapareció en un destello de luz que iluminó toda Skold.
4
Tras la partida de Constanza Skold se convirtió en una próspera ciudad. La mayoría de los inmigrantes habían llegado atraídos por los rumores de la extraordinaria aparición angélica y la pequeña iglesia del incipiente pueblo ya era una imponente catedral. Cansado de los «peregrinos» que deseaban visitar el sitio exacto donde Melek Taus se llevó a su hija, von Kotzebue construyó una gran muralla electrificada en torno a su estancia y se encerró en ella. A los únicos que dejaba ingresar era al círculo interno de los yazidis, la antigua religión pre-islámica que von Kotzebue había resucitado tras su llegada al confín del mundo. La negativa de von Kotzebue por convertir su hogar en un templo de adoración, sobre todo tras las noticias de los milagros obrados por su nieta, reforzó el poder de la Nueva Iglesia Católica que lo identificaba como un traidor y un hereje que adoraba al demonio.
Pavel intentó mantenerse al margen de estas polémicas pero eventualmente tuvo que elegir un bando, y no fue el del hombre a quien consideraba casi como un padre. Si bien había visto con sus propios ojos al ángel que bajó del cielo, no para devorar el cuerpo sin vida de su esposa sino para transportarlo entre sus brazos hasta perderse en las nubes, no podía asegurar que se tratase del Melek Taus al cual el viejo Drazen rendía culto junto a sus acólitos. Esto fue causa de muchas discusiones entre ambos las que terminaron por alejarles el uno del otro. Pavel sabía que las creencias heréticas de su suegro más temprano que tarde les acarrearían problemas con el Gobierno Central además de ser un serio escollo en sus aspiraciones políticas. Con el dolor de su alma no le quedó otra opción más que darle la espalda a su suegro y mentor.
En respuesta el viejo Drazen no recibió más a Pavel en la estancia he hizo montar guardias armados en la muralla. Tras esto la Gran América decidió intervenir en Skold enviando tropas y diplomáticos a restaurar el orden. Los americanos estaban acostumbrados a ello, lo venían haciendo desde hacía siglos.
Cuando los representativos y fuerzas del poder central finalmente se retiraron, los adoradores de Melek Taus habían sido puestos tras las rejas y el viejo condenado a reclusión domiciliaria a perpetuidad. Se le permitió conservar la estancia pero gran parte de sus terrenos, incluyendo el sitio donde el ángel había aparecido, le fueron expropiados. Curiosamente la única medida que adoptó la justicia americana para asegurar que von Kotzebue cumpliera su reclusión fue construir una acequia circular alrededor de la gran casona, a la que podría accederse por medio de un puente de madera. La inusual medida al parecer funcionó ya que el viejo nunca intentó salir de la casa. Una vez resuelto el «problema von Kotzebue», los poderes centrales designaron a un gobernador de los suyos por cuatro años para poner todo en orden y velar por la seguridad, luego de este período el cargo podría ser electo mediante votación. Pavel Yvanovich obtuvo un aplastante 68% de ventaja por sobre los otros candidatos y se convirtió en el nuevo Gobernador electo por sufragio popular de la ciudad de Skold. Y cumplido su primer período fue reelecto una, y otra vez.
A doce años de la partida de Constanza, la Skold original estaba prácticamente en ruinas. En sus dependencias ya no había más domas o jineteadas, no se arreaba ganado, no se esquilaban ovejas, no se realizaba el marcado y yerra de vacunos y mucho menos se adoraba a Melek Taus. Los únicos habitantes de la estancia eran el viejo Drazen von Kotzebue y su servidumbre entre los cuales se encontraba una enfermera que jamás se apartaba de su lado.
No eran pocos quienes aseguraban que la devoción de aquella joven y bella muchacha por aquel decrépito nonagenario que se negaba a morir bordeaba lo patológico. Y efectivamente, Esperanza —que era el nombre de la enfermera contratada por el Gobernador para cuidar de su suegro que seguía sin dirigirle la palabra tras todos estos años— amaba al anciano. El viejo von Kotzebue, grande y fuerte como un roble se había derrumbado tras la intervención del Gobierno Central y el desmantelamiento de su «organización subversiva». A los pocos meses de encierro rehusó a levantarse de la cama y hubo que alimentarlo vía intravenosa ya que se negaba a comer. Fue entonces cuando Pavel contrató a Esperanza para que lo cuidase, a sabiendas que aquella joven de dieciocho años que él conocía desde niña siempre había profesado una admiración más allá de lo normal por el viejo.
¿Había hecho lo correcto al encargarle aquel trabajo a Esperanza?, meditaba el Gobernador en su espléndida oficina a un costado de la plaza de Skold, junto a la iglesia. Quizás fuese lo mejor para von Kotzebue, pero ciertamente no para ella. Pavel pensaba en que el viejo a sus noventa y cuatro años moriría pronto, pero ya habían transcurrido casi diez años desde su apoplejía y todo indicaba que podría seguir postrado eternamente, cada vez más deteriorado en lo físico y mental, pero incapaz de morir. Pavel se preguntaba si no sería cierto que von Kotzebue era inmortal tal y como le afirmó cuando se conocieron.
Antes de abandonar Croacia, Pavel había escuchado decir a su abuelo que lo único a lo que Drazen von Kotzebue temía era al ser devorado por un arcángel por lo cual se marchó en busca de la fuente de la inmortalidad localizada en la mítica Ciudad Encantada de la Patagonia, una leyenda cuyo origen se remontaba a 1529 y que perduró hasta fines del siglo XVIII. Por alguna razón Drazen creía aquel viejo mito y aseguraba haber hallado la Ciudad y haber bebido de la fuente de la inmortalidad en medio de su plaza. Obviamente que nadie le creía, sobre todo al ver que iba envejeciendo como cualquier otra persona. Cuando le señalaban esto, von Kotzebue se defendía diciendo: «confunden inmortalidad con juventud eterna, y no es lo mismo». Lo fuese o no, de todas maneras el viejo se ganó el apodo de «El Inmortal», lo que le complacía enormemente.
Pavel seguía sin tragarse todo ese cuento de su hija convertida en Mesías y por supuesto que no daba crédito alguno a las palabras de Laleshka en su lecho de muerte ni a la convicción del viejo que los arcángeles realmente eran demonios y que el verdadero Dios era Melek Taus, señor de los Heptad o Siete Seres Celestiales conocidos también como heft sirr. Pero sabía muy bien que el ángel que apareció aquella noche para llevarse a Laleshka era real, tan real como la condición de «‘nueva Mesías»‘ que ostentaba Constanza, convertida ya en una mujer de veinte años.
Todo el tiempo llegaban noticias de los prodigios que obraba la Mesías. Había sanado a muchísima gente en su peregrinaje al valle central de Chili-Mapu y resucitado a quince personas, cuatro de las cuales habían muerto a manos de un asesinado enviado por el Pentágono. Según se rumoreaba de entre los numerosos atentados contra la vida de Constanza ese fue el que más cerca estuvo de lograr su objetivo y desde entonces sus acólitos la resguardaron con un celo aún mayor, recibiendo varias veces las balas, misiles, y armas cortopunzantes por ella. No que significara un gran sacrificio para sujetos cuyas heridas se sanaban instantáneamente. Al parecer el único capaz de eliminar de forma efectiva a los seguidores de Constanza había sido ese agente del Pentágono en armadura medieval, neutralizado por Victorino.
Pavel abrió uno de los cajones de su escritorio y contempló la pistola del Primer Acólito que aún conservaba. A excepción de una bala el cartucho estaba lleno. Empuñó el frío mango del arma, la sostuvo unos minutos entre sus manos y la regresó a su sitio. Luego se dirigió hacia el amplio ventanal que dominaba la plaza. Entre el gentío de comerciantes, artistas callejeros y pintores, Pavel distinguió a su esposa. Era fácil verla incluso desde lejos ya que no había nadie en toda Skold que le superara en estatura. Matilde medía dos metros y quince centímetros y su larga cabellera era tan blanca como la nieve de los ventisqueros. Por sus venas corría sangre mánekenk, la etnia más antigua en habitar Tierra del Fuego, y también sangre celta ya que su abuelo era irlandés. Matilde se paró en medio del gentío y alzó su mano para saludar a su esposo. Pavel contestó el saludo y Matilde continuó caminando hacia la gobernación. Ella sabía que él la engañaba con cuanta mujer se le ponía por delante, y él sabía que ella sabía pero nunca hablaban de ello. Pavel necesitaba una esposa a su lado y a Matilde tras una vida de privaciones sólo le importaba la seguridad económica que el hombre más poderoso de la zona podía proporcionarle. Pavel no la amaba, ella era sólo un elemento decorativo más de su rol político. Jamás podría arrancar de su corazón a Laleshka, ni a esa ingrata chiquilla de cabello rojo…
El insistente campaneo del intercomunicador retrotrajo a Pavel de sus meditaciones.
—Gobernador —dijo la secretaria—. Tengo al comisario Goyeneche en la línea dos.
—Déme con él.
—Sr. Yvanovich… la locomotora… se aproxima la locomotora —anunció alguien a quien parecía faltaba el aliento.
—¿El Dr. Armund?—preguntó Pavel.
—Sí, la locomotora del Dr. Armund fue avistada a dos días de Skold y aparentemente se dirige hacia acá. ¿Cuáles son sus órdenes?
—Envíe a cinco hombres armados a su encuentro —ordenó Pavel al comisario.
—¡De inmediato, señor! —contestó marcialmente Goyeneche.
Nuevamente reinó el silencio en la oficina de Pavel Yvanovich. ¿Qué podría traer al Dr. Armund K. y los suyos a Skold?
5
El Dr. Armund K. era una de esas personas que Pavel hubiese deseado no toparse nunca en la vida y su presencia sólo podía augurar problemas. Armund era bien conocido tanto por aquellos que detentaban información y poder como por los incautos que se habían cruzado en su camino. Como ocurre con todo personaje enigmático las historias en torno al Dr. Armund K. se entrelazaban en una confusa y hasta contradictoria madeja. Se desconocía su nacionalidad pero se le presumía armenio, aunque había quienes aseguraban su proveniencia de la India. Lo cierto es que a la tierna edad de once años el Dr. fue reclutado por el Departamento de Defensa Americano cuando su inusual «habilidad» se hizo evidente. Ocurre que el pequeño Armund tuvo la mala idea de jugar en las cercanías de un campo minado y tras pisar una de esas antiguas y obsoletas armas militares perdió el brazo y la pierna derecha, bueno, no los perdió sino que le amputaron lo que quedó de ellos. Armund no se resignó a usar la precaria muleta que le ofrecieron en el hospital y se construyó un brazo y piernas mecánicas con piezas y partes que reunió del depósito de chatarra de su padre. ¿Cómo lo hizo?, fue lo que la gente del Pentágono se preguntó una vez enterados de la noticias, y como solía ocurrir con esta gente cuando deseaba algo, lo averiguaron secuestrando al joven y sometiéndolo a un sinfín de pruebas.
Armund poseía una extraordinaria habilidad para inventar ingenios mecánicos, desconocida por él hasta el evento de la mina. Éste talento era de alguna forma «instintivo» y a diferencia de los grandes cerebros del Departamento de Defensa Americano que debían trabajar concientemente de acuerdo a principios teóricos, el Dr. Armund operaba sin seguir ninguna secuencia lógica por lo que ni él mismo sabía explicar cómo había ideado un invento y muchas veces no sabía siquiera cómo funcionaban. Durante veinte años Armund fue trabajó para el Pentágono inventando toda clase de artilugios para ellos. Si no podía crear un aparato que se le encargara, como por ejemplo una máquina teletransportadora capaz de emular el poder del Agente Bardo, tal artilugio era imposible de construir, lo que por cierto tranquilizaba a los militares ya que los «enemigos del Estado» tampoco serían poseedores de tal tecnología.
Pero ocurrió que a sus treinta y dos años el Dr. Armund decidió que quería conocer el mundo e inventó una bomba nuclear portátil que ocultó muy bien en los laberintos y pasajes subterráneos del Pentágono en cuyas sombras muy pocos se atrevían a penetrar. El detonador estaba instalado en su brazo mecánico, el que a su vez estaba unido a su sistema nervioso central. Ante cualquier amenaza contra su persona Armund no tendría más que concentrase en la bomba y ésta explotaría junto al Pentágono y todo lo que se encontrase a diez kilómetros a la redonda. ¿Era un gambito o Armund hablaba en serio? Ni siquiera el Agente Bardo podía corroborar las afirmaciones del inventor ya que era opaco a sus sondeos mentales y poderes coercitivos.
Respaldando las amenazas del Dr., sin embargo, estaba todo el arsenal del Pentágono e incluso una máquina para acceder a universos paralelos instalada en las ciénagas de Florida, mediante la cual Bardo intentaba traer a nuestro mundo al profetizado verdugo de Constanza. Porque antes que su mente fuese casi destruida debido al lazo psiónico con el Primer Acólito, Bardo tuvo una visión… Un caballero en armadura medieval mataba a Constanza, un caballero que no pertenecía a este mundo… Bardo debía encontrarlo, sólo él podría eliminar a esa molesta chiquilla. Tras varios intentos desastrosos, Bardo por fin pudo traer a un ser ataviado de armadura desde otro plano dimensional, pero no era el que buscaba. Regresando al Dr. Armund, al Departamento de Defensa no le quedó otra que dejar ir a su segundo hombre más preciado (si es que puede considerarse hombre a Bardo).
Armund quería recorrer el mundo, llevar una vida nómada y contemplar a esos arcángeles contra quienes no había podido inventar ningún artefacto que los dañara o permitiese siquiera su captura. Una vez llegó al primer basurero metalúrgico, Armund puso manos a la obra y construyó su célebre «locomotora». Ciertamente que no se trataba de uno de esos antiguos vehículos que corrían sobre rieles pero se asemejaba bastante con su nariz cilíndrica y sus doce ruedas todo-terreno. Se desconocía la clase de motor que ésta poderosa máquina poseía pero se rumoreaba era un mini-reactor nuclear o algo por el estilo. La locomotora tenía incorporada una verdadera casa con todas las comodidades imaginables y cinco habitaciones, el Dr. Armund K. pretendía formar una familia y previsor como era construyó los espacios adecuados para su futura esposa e hijos.
Durante más de una década el Dr. Armund recorrió cada una de las ciudades y pueblos de la Gran América reparando todo tipo de aparatos mecánicos en desuso, lo que se convertiría en un sustento económico importante ya fuese a cambio de dinero, gallinas o mobiliario. En uno de esos pueblos, Armund conoció a su primera esposa y madre de su primogénito. Durante cinco años el Dr. se quedó en aquel pueblo de Kansas, hasta que por razones sólo conocidas por él decidió marcharse junto a su hijo Ross, quien a sus cortos años ya exhibía una fuerza prodigiosa. De ahí el Dr. Armund emprendió rumbo hacia Inframerica hasta llegar a las Cataratas de Iguazú en Brasil, donde decidió fundar su propio pueblo, una comunidad utópica con todos los adelantos tecnológicos que él era capaz de construir sin dañar el sobrecogedor e indómito paisaje que lo rodeaba.
De esta forma nació la fortificada Armunda, una ciudad-fortaleza de treinta mil hectáreas regida con mano de hierro por el Dr. en base a estrictas leyes implantadas por él mismo: una de las principales era que aquellos que entraban a Armundia jamás podrían salir a menos que fuesen exiliados. El Dr. no tuvo problemas para encontrar mano de obra para fundar su utopía entre los lugareños junto a los cuales se encerró tras esas inexpugnables murallas una vez finalizados los trabajos. El Dr. Armund sabía muy bien que su comunidad motivaría el rechazo de la Gran América y sobre todo de la Iglesia por lo que construyó un sofisticado sistema de armamentos capaz de repeler cualquier tipo de ataque.
No se sabe mucho sobre lo que ocurría al interior de Armundia ni cuál era el estilo de vida de sus habitantes salvo que una de las normas impuestas consistía en el «derecho carnal» que el regente poseía sobre todas la mujeres en edad de merecer. De ésta forma en el lapso de veinte años el Dr. tuvo cerca de ciento cincuenta y ocho hijos, todos los cuales poseían en menor o mayor medida alguna habilidad, por decir lo menos, «sobrehumana».
Tras veinticinco años de fundar Armundia y nuevamente por razones desconocidas, el Dr. cedió el liderazgo de su comunidad al más competente de sus hijos y se marchó en su vieja locomotora junto a su primogénito y sus dos vástagos más jóvenes, los mellizos Genivania y Aramis. De pueblo en pueblo la fama del tecnochamán y sus prodigiosos hijos se fue incrementando pero a diferencia de Constanza, el Dr. Armund K. no toleraba a los seguidores y cuando le molestaban demasiado, simplemente tomaba su locomotora, a sus fieles hijos y se marchaba.
Armund y sus retoños obraron varios prodigios en toda Inframerica, construyendo represas, sistemas de riego, plantas de energía hídrica, solar y eólica y reparando tractores y toda clase de aparatos a cambio de sumas ridículas de dinero, baratijas o simplemente nada. Se decía de Ross que era tan fuerte que en cierta ocasión, para demostrarlo, levantó sobre su cabeza una roca de una tonelada (aunque luego se hundió en el suelo a causa del peso). Lo que tenía de fuerte, el calvo de Ross lo tenía de torpe. Los mellizos en cambio eran brillantes como Armund: de Genivania se decía era capaz de «influir los campos de probabilidades» sea lo que fuese que significara aquello mientras que Aramis era capaz de correr a velocidades que ningún vehículo motorizado podía igualar. Genivania y Aramis casi nunca se separaban y mucha veces se les veía tomados de las manos o besándose en público. Al parecer el incesto era uno de los tabúes permitidos en la comunidad fundada por su padre.
En Ecuador terminó por completarse la curiosa banda del Dr. Armund K. con la incorporación de Heckle y Jeckle, dos anomalías que causaban todo tipo de estragos en Cotopaxi. Estos inusuales arcángeles tenían el tamaño de niños de cinco años y se comportaban la mayor parte del tiempo como tales. Se alimentaban de carne cruda proveniente, no de cadáveres, sino de animales que cazaban y parecían ser más «corpóreos» que los arcángeles verdaderos ya que las piedras y las balas los dañaban, aunque no permanentemente.
Lo primero que los habitantes del pueblo le solicitaron al Dr. fue que los librara de aquellos querubines de pesadilla. Dados sus anteriores intentos por capturar arcángeles el Dr. Armund dudó tener éxito, pero estos no eran arcángeles normales sino «mutantes» cómo él y su descendencia y al tener una forma física más estable que sus hermanos mayores pudieron ser apresados gracias al trabajo en equipo de Genivania, Aramis y Ross.
Armund fue declarado héroe por los lugareños y se celebró una gran fiesta en su honor esa noche. Al día siguiente la locomotora abandonó Cotopaxi, con sus dos querubines cautivos.
Con el tiempo los querubines se convirtieron en otro de los tantos beneficios que el Dr. Armund K. ofrecía en cada pueblo que su locomotora visitaba. Existían ciertas personas que ansiaban ser devorados por los arcángeles, que no podían soportar estar vivos a sabiendas que los esperaba la gloria de Dios. No podían suicidarse ya que los arcángeles no devoraban los cadáveres de aquellos que se quitaban la vida, y tampoco lograban conseguir alguien que se «apiadara de ellos» y los matara ya que estos arriesgaban, además del encarcelamiento, su alma inmortal. A esos pocos individuos desesperados que implorantes acudían ante el Dr. Armund, éste les administraba una droga descubierta por uno de sus hijos que «simulaba» la muerte. Ya la habían probado sin éxito en Armundia, pero el Dr. tuvo la idea que tal vez sus querubines fueran incapaces de detectar la diferencia entre un muerto real y uno simulado y así fue. Heckle y Jeckle únicamente probaban carne humana si era de un ‘falso cadáver’. Una vez degustaron aquella delicia se estuvieron mucho más tranquilos en su jaula al interior de la locomotora, siempre esperando volver a alimentarse de los hijos de Dios que tanto recelaban. (continúa…)
Me gustó mucho el olor de esta historia. Si yo y mis comentarios poco literarios, pero me gustó desde la humanidad que va relatando. Neal Stephenson desearía poseer la capacidad de poner estos sabores y aromas en un cuento.
A momentos resulta notable.
Permitanme utilizar un par de términos coloquiales :
¡que bakan la güeá!
Me gustó mucho más que «Caro Data Archangeli», no se si porque definitivamente es mejor, o porque me va instruyendo más en este universo de Amira.
No tiene dialogos ni sucesos de más.
Puede ser tentador el crear tus propias dimensiones para escribir. Tal vez conozcan una máxima de la composición «escribe sobre lo que sabes», e inventar un entorno y una realidad te facilitan las cosas.
Pero para mi, Amira logra convencer de que todo este entorno pos apocalíptico, no es una manera de acomodar el ambiente para transcribir una historia, sino que cada hilo se conecta con el otro, y estos se van entrelazando hasta niveles que sólo sabremos cuando Sergio nos complazca con nuevas entregas.
Estoy ansioso por saber que sucederá a continuación, y eso es un mérito que sólo logran los buenos trabajos.
Gracias por sus palabras JLFLORES y Francisco. Si este universo de caro data archangeli tiene lectores que desean leer más, pues tenemos mucho más archivado en el anaquel de los inéditos. Pronto verán la fiat lux aquí en TauZero. Stay tuned.
More!!