Nik sabía que ya iba siendo hora de salir a cazar algo. Los restos del último saqueo eran un triste recordatorio de lo mal que estaban las cosas. Entre él y la mujer que mantenía encadenada en la habitación del segundo piso, ya habían repasado tres o cuatro veces todas las bolsas, las latas y las botellas recolectadas en las casas vecinas durante la última semana.
Nik odiaba salir de la casa. No le asustaba tanto ser atrapado y comido vivo por las arañas como regresar y encontrar su casa invadida por algún otro sobreviviente. Era una buena casa, espaciosa y resistente, cómoda y bien ubicada. Era fácil defenderla contra un saqueador solitario como él mismo. Si alguien más llegaba en su ausencia y se declaraba nuevo propietario de la mansión, Nik no tendría otra opción que alejarse con el rabo entre las piernas. Tal vez incluso dormir a la intemperie por algunos días. Además, estaba la mujer. Encontrar compañía era muy difícil. Encontrar compañía del sexo opuesto, atractiva y manejable, era casi imposible. Si la chica se ponía a gritar cuando él saliera a buscar alimento, como ya había hecho anteriormente, podía llamar la atención de cualquiera de la media docena de sobrevivientes con que compartía aquella parte de la ciudad. Tendría que amordazarla, lo que con seguridad la enfurecería, levantando otra barrera entre ellos y dificultando aún más los deseos de Nik de entablar una relación amistosa con ella. Más allá de la primera noche que habían pasado juntos, Nik no había logrado disfrutar del sexo tanto como hubiera querido. Estaba claro que ella lo despreciaba, tomándolo como una violación. Pero Nik era el que traía la comida, arriesgando el cuello cada vez que salía a recorrer las calles grises llenas de escombros. Ella no hacía nada, sólo pasaba los días dando vueltas en su habitación como un perro, leyendo o pretendiendo leer los libros que él encontraba en las casas abandonadas. A Nik le hubiera gustado poder liberarla. Ella podría defender la casa mientras él cazaba, y luego preparar un estofado caliente con la carne de las ratas y los gatos, o unos muslos de paloma asados. Después le leería una novela junto al fuego, aunque él no entendería una sola palabra. Al anochecer irían a acostarse, y ella gemiría de placer en vez de apartar la mirada y apretar los labios mientras él la penetraba. Ojalá hubiera podido confiar en ella. Pero sabía muy bien que si la soltaba, la muchacha huiría y atraería el peligro. Muy posiblemente trataría de matarlo ella misma. Era mejor no arriesgarse por el momento.
Subió al segundo piso con cuidado. Abrió la puerta de la habitación y esquivó expertamente la patada que la mujer le lanzó al rostro. Después de forcejear un rato, consiguió inmovilizarla en el suelo. Le ató las manos lo más suavemente que pudo sin comprometer la integridad de los nudos, y luego la amordazó, teniendo cuidado de no perder un dedo entre los hermosos y afilados dientes de la joven. Nik le calculaba unos 25 años. No hablaba su idioma, así que no sabía mucho de ella.
– Volveré pronto -le dijo-. No intentes nada estúpido, ¿de acuerdo?
La chica le echó una mirada furiosa. Una mirada de ésas hubiera sido suficiente para matar una rata de dos kilos, y Nik volvió a evaluar la posibilidad de llevarla con él. Pero luego se pasó la lengua por la dentadura y notó un par de huecos recientes, recuerdos de una pelea especialmente intensa, y decidió que mejor no.
Bajó al primer piso y se dispuso a salir. Afuera estaba lloviendo, lo que era bueno por una parte, porque no habría que preocuparse de las arañas, pero era malo por otra, porque aumentaba las posibilidades de toparse con otros saqueadores. Cualquiera que hubiese sobrevivido tanto tiempo habría aprendido una o dos cosas sobre los extraterrestres. Dos de las más importantes eran éstas: el fuego no les hacía ningún daño, y detestaban el agua.
——-
Salió empuñando la katana como si fuera un bate de baseball. En realidad era poco más que un tubo de hierro aplastado. La había comprado en un local chino o koreano, no podía recordarlo. No era una espada sagrada capaz de cortar limpiamente los cuerpos apilados de tres o cuatro prisioneros. No tenía ninguna inscripción, ni había sido forjada como una katana de verdad. Era sólo una larga y oxidada hoja que de todas formas tenía punta y pesaba lo suficiente para intimidar a quien quiera que se acercara demasiado.
También llevaba un casco de motociclista. Le impedía un poco la visión, pero no tanto como la lluvia, y además le daba una ligera sensación de seguridad. No estaba seguro de si el casco detendría la bala de un francotirador, pero era mejor que ir por ahí con la cabeza al descubierto.
El resto del equipo era el usual. Vestía el uniforme de campaña que le había quitado al cadáver de un militar. Lo mejor eran las botas, totalmente impermeables y con suelas todoterreno, aunque le quedaban un poco grandes y había tenido que ponerse tres pares de calcetines para mantenerlas en su sitio. Llevaba un cuchillo de monte, unos alicates, guantes para la nieve, una caja de fósforos, una linterna, unas cuantas pilas medio agotadas, una botella de 2 litros llena con agua de lluvia recién recolectada, ocho metros de cuerda de escalada y un botiquín bastante patético consistente en un rollo de gasa, algo de algodón, un poco de alcohol, aguja e hilo.
Por último, bien enfundada bajo la chaqueta, podía sentir el peso reconfortante y peligroso de una beretta, en cuyo vientre quedaban aún siete relucientes y hambrientas balas de 9 mm.
Además de la casa y la mujer, y una caja de herramientas oculta en la inservible nevera, lo que llevaba encima era todo el patrimonio de Nik Tirma. Lo había cosechado pacientemente a lo largo de los siete meses que habían transcurrido desde la llegada de las arañas. Primero, mientras la gente saqueaba los supermercados y el ejército combatía a los invasores, Nik había robado las tiendas de caza, pesca y deportes. Eso le había permitido apañárselas bien durante las primeras semanas, oculto en los bosques y los campos de sembradío mientras el combate se concentraba en las ciudades. Luego los sobrevivientes empezaron a abandonar sus casas para huir a las afueras, y Nik aprovechó el momento para regresar a las calles de la ciudad y revisar las ferreterías y las farmacias. En aquellos primeros días todavía podía encontrarse algo de comida fresca si uno buscaba bien. Vegetal, casi todo. La carne sólo empezó a abundar cuando las ratas y los perros se agruparon para llevar a cabo su propia, sangrienta y vengativa invasión.
A veces Nik encontraba el cadáver fresco de otra persona, o incluso un moribundo deshauciado. Pero pese a la adversidad, todavía no se había convertido en un caníbal. Pensaba que el día en que se acabara la comida en la ciudad volvería al campo, donde sin duda encontrar un lugar seco y caliente sería más complicado, pero donde podría encontrar árboles frutales, huevos y tal vez incluso alguna vaca. Después de todo, las arañas no parecían atacar deliberadamente a los animales, así que debía de haber un montón de vacas, ovejas, cerdos y caballos sueltos, listos para ser desollados, trozados y cocinados.
——-
Uno de los peores problemas de combinar el hambre con la soledad es que uno se pierde en ensoñaciones estúpidas. Nik a menudo podía pasar horas pensando en la manera adecuada de despellejar una vaca, o en el apropiado mantenimiento del rifle necesario para matarla de un solo tiro, o dónde conseguir una mira telescópica o un silenciador, o cómo almacenar 500 kilos de bovino y evitar la descomposición. Eran pensamientos estúpidos porque Nik no había visto una vaca de verdad en meses, ni tenía un rifle ni sabía nada sobre la conservación de los alimentos.
Ponerse a pensar cuando uno está sentado en la oscuridad, protegido por cuatro gruesas paredes y dos resistentes techos, no es algo que Nik se reprocharía. Pero ponerse a soñar despierto mientras merodeas entre las ruinas de una ciudad abandonada, buscando una comida que puede saltarte al cuello en cualquier momento, y tratando de evitar toparte con alguien tan nervioso y desconfiado como tú…
Nik notó el movimiento demasiado tarde. Si lo hubieran atacado con un pedazo de cañería o un bate de madera, el casco hubiera amortiguado el golpe lo suficiente para permitirle contratacar o, al menos, defenderse. Pero usaron la parte posterior de un hacha bastante grande, así que lo mejor que pudo hacer el casco fue romperse como un huevo y evitar que a la cabeza de Nik le pasara lo mismo. Pese a todo, Nik cayó inconsciente entre los escombros.
Cuando despertó, dos horas más tarde, estaba en calzoncillos. Una rata del tamaño de un canguro lo estaba mirando, evaluando la dificultad que podría presentar matarlo sin ayuda. Nik estaba seguro de que lo atacaría. Buscó entre la suciedad hasta que sus dedos aferraron algo con forma de garrote, y lo alzó a modo de advertencia. La rata pareció hacer una mueca de desconcierto, como si dijera «¿de verdad pretendes asustarme con eso?». «Eso» era parte del eje delantero de un Citröen. El monstruoso roedor dio dos pasos y quedó a un metro de Nik, que no sabía si estaba tiritando de frío o de miedo. Seguramente era por ambas razones.
No tenía realmente miedo de la rata. La rata moriría en el duelo o escaparía sin un rasguño. Seguía siendo sólo un animal horriblemente feo y grotescamente enorme. El problema era que no había modo alguno de tratar la infección que podría provocarle una mordida o un rasguño. Aquellos dientes amarillos serían sin duda la causa de una muerte lenta y estúpida, provocada por la rabia, la gangrena o cualquier otra tonta enfermedad tercermundista. En aquel momento, claro, todo el planeta era tercermundista.
La rata, sin embargo, justo antes de saltar y hundir sus afilados incisivos en la carne de Nik, levantó la cabeza y husmeó el aire. Luego echó una última mirada de desprecio al hombre que hubiera sido la cena de su manada, y huyó saltando entre las montañas de basura. Nik sabía que eso significaba que las cosas acababan de empeorar.
——-
Cuando la gente huyó de las ciudades, todo aquél que tuviese un perro como mascota lo dejó dentro de la casa, con comida y agua suficiente para dos semanas. La mayoría esperaba que para ese entonces el ejército ya habría conseguido acabar con o expulsar a los invasores. En el intertanto, los perros cuidarían de las posesiones más pesadas o voluminosas, que sus dueños no habían podido llevar consigo a las afueras. Mucho antes de las dos semanas empezaron los saqueos. Muchos ladrones se encontraron con peludas y desagradables sorpresas babeantes y llenas de colmillos, y los que alcanzaron a escapar de las fauces guardianas olvidaron cerrar las puertas y ventanas de las casas violentadas, de tal forma que una buena cantidad de hambrientos asesinos caninos salieron a las calles en busca de alimento. Allí se reunieron con la ya de por sí enorme población de perros callejeros, y formaron jaurías de entre diez y treinta individuos, casi siempre guiados por un ejemplar de raza, musculoso, psicótico y entrenado por sus antiguos amos para descuartizar a cualquier intruso.
Dado que el territorio de estos perros era en realidad toda la ciudad, consideraban intruso a cualquiera que encontraran en la calle.
El primero que encontró a Nik era un explorador. No era un perro grande (apenas del tamaño de la rata recién desaparecida), ni parecía peligroso. Tenía un cuerpo raquítico y una cabeza demasiado grande, con gigantescos ojos protuberantes a cada lado, como los de un chihuahua. Nik no perdió el tiempo observando los detalles. Empezó a correr como un loco entre los restos de automóviles y los vidrios rotos. El rastro de sangre que iba dejando no le preocupaba: estaba perdido de todas formas. El explorador empezó a ladrar, avisando al resto de la banda, y a lo lejos se escuchó un murmullo gutural coronado de vez en cuando por un aullido.
Como aquélla era una zona suburbana, había pocas casas de más de un piso, y no hubiera tenido ningún sentido buscar refugio en ninguna de ellas, puesto que tarde o temprano los perros derribarían la puerta o romperían las ventanas, en caso de que aún hubiera puertas y/o ventanas que derribar y/o romper. Nik ya se estaba resignando a pasar sus últimas horas subido a un cerezo cuando vio su salvación.
Surgió de la nada al doblar una esquina. Amarillo y brillante como un sol rectangular o un lingote de oro gigante, el autobús escolar parecía lo bastante alto para impedir la escalada a cualquier mamífero cuadrúpedo, excepto tal vez una cabra montés. Nik corrió hacia él sintiendo el jadeo de las gargantas y el chasquido de las mandíbulas cada vez más cerca. Se metió en el autobús y no perdió el tiempo tratando de cerrar la puerta. De todas formas hubiera sido imposible, ya que el cadáver descompuesto de una linda quinceañera ocupaba, por partes, casi toda la escalerilla. Salió al capó por el parabrisas roto, cortándose los dedos, y de allí trepó al techo, oxidado y resbaladizo por la lluvia y el moho.
En calzoncillos y sangrando por un millón de cortes similares a los que se podría haber causado afeintándose borracho, observó llegar a la jauría del infierno.
Contó diecinueve perros. El líder era básicamente la versión reducida de un búfalo. Aun a aquella distancia y bajo la lluvia, Nik podía ver claramente las gruesas cuerdas de músculo temblar bajo la piel, como si en realidad el perro estuviera lleno de furiosos mirmidones dispuestos a convertir Troya en cenizas. No babeaba como casi todo el resto de la manada, ni tenía la expresión idiota y ausente de la pareja de pastores ingleses que parecían ser sus segundos al mando. Tampoco daba saltitos histéricos como los mestizos flacuchentos que llenaban la calle con sus alaridos. Aquel perro, que en realidad era una perra, un magnífico ejemplar de pitbull, no necesitaba babear, ladrar, gruñir o morder a nadie para que el resto le rindiera pleitesía. Ningún otro animal se acercaba nunca a más de un metro de ella. Su postura era un espasmo continuo, una advertencia, una afrenta contra las leyes naturales que rigen la contracción muscular.
La perra no lo miraba directamente (seguramente no lo consideraba suficientemente digno), pero estaba claro que sabía que él estaba allí. En cierto modo, eso era aún peor.
De repente, pasó a la acción. Un momento estaba totalmente quieta, y al momento siguiente estaba junto a la rueda delantera del autobús. Nik no sabía si había saltado, si había aprovechado el instante en que él había parpadeado, o si simplemente había detenido el tiempo y se había dado un lento paseo hasta la puerta del vehículo. Después de todo, era difícil imaginar cómo podrían moverse los huesos de aquel mastodonte, dado que cada articulación debía estar rodeada por varios kilos de tendones, músculos y acero.
El animal se metió al autobús, y casi instantáneamente volvió a salir por el parabrisas. Todavía le costó un poco llegar al techo, tiempo que Nik aprovechó para planear una estrategia. Estaba claro que no saldría entero, pero en su lista de prioridades salir vivo era más importante.
Cuando el can del infierno saltó, Nik le entregó el antebrazo izquierdo sin pensarlo dos veces. Los colmillos atravesaron la piel como si fuera una fruta podrida. Nik oyó el hueso partirse antes incluso de sentir el dolor. Por un segundo, pareció desvanecerse. Su mirada se nubló y su cabeza dio vueltas, como cuando uno se pone en pie demasiado rápido después de haber estado acostado ayunando por tres días. Luego el dolor superó la escala, alejándose tanto del umbral que desapareció tras un horizonte de insensibilidad. Los dedos de su mano izquierda colgaban flácidos, y las astillas del radio se peleaban con las del cúbito en una cruel competencia por desgarrar las arterias.
Pero Nik no pensaba en su brazo roto o en morir desangrado. No intentó alzar o derribar a la perra, que pesaba más o menos lo mismo que él. Atacó directamente la nariz y los ojos. Primero le reventó el ojo izquierdo. Necesitó un par de puñetazos y se hizo bastante daño al estrellar los nudillos contra el cráneo de hierro del can, pero al final lo logró. Claro que no fue suficiente. Esos perros habían sido inventados por alguna malévola divinidad que odiaba a los toros, y estaban hechos para permanecer por horas anclados a los gruesos cuellos de bestias mucho más grandes, peligrosas y resistentes que Nik Tirma. Así que Nik metió el pulgar en la nariz de la maldita zorra y empujó con todas sus fuerzas, que no eran muchas, más toda su rabia y su frustración, que era bastante, y con ayuda de la adrenalina que secreta toda criatura antes de morir, le arrancó el sanguinolento hocico al animal, que soltó su presa con un alarido.
Nik no era un sobreviviente novato, así que no bajó la guardia. Continuó esgrimiento su brazo deshecho como un escudo, por si acaso el animal volvía a la carga.
Pero no lo hizo. Se revolcó y se contorsionó y al final cayó al suelo, donde no pasó mucho tiempo antes de que el resto de la jauría la rebajara de la posición de líder a la de comida. Fue una buena rival por algunos minutos, y le sacó un buen pedazo de cara a uno de los pastores ingleses, pero al final resultó vencida, descuartizada y devorada por sus antiguos camaradas.
——-
Nik Tirma no vio nada de eso, porque estaba huyendo.
Casi completamente desnudo y con el brazo izquierdo convertido en un espinoso muñón irreconocible, se las arregló para descolgarse del autobús usando un cable del alumbrado público. Empleando el inservible vehículo como una enclenque barrera amarilla, al otro lado de la cual la reina trataba aún de no ser devorada por sus súbditos, Nik se alejó dejando un rastro rojo oscuro entre los escombros. Su piel se había vuelto más pálida de lo habitual, y sus labios comenzaban a ponerse azules debido a la gélida lluvia y la pérdida de sangre.
Al menos la cercanía de la manada asesina mantendría alejados a las ratas y cualquier merodeador humano. Las arañas no serían un problema mientras siguiera lloviendo, así que Nik sólo tenía que llegar a algún lugar seguro antes de que la musculosa pitbull hubiera sido completamente digerida por su jauría rebelde, es decir, unos cinco minutos.
Eso, claro, si conseguía mantenerse en pie los cuatro minutos y cincuentaynueve segundos precedentes.
No había perdido del todo la orientación, y sabía que su propia casa debía encontrarse en un radio de dos o tres cuadras. Encontró una pequeña vivienda vacía en cuyo descuidado jardín se alzaba el esqueleto de un manzano. Expeliendo chorros de sangre semejantes al surtidor de agua en el lomo de una ballena, trepó por el tronco y alcanzó el techo. Allí, visto que no contaba con nada más, se quitó los calzoncillos e improvisó un torniquete que selló temporalmente la herida. Luego, se desmayó.
——-
Despertó por dos razones. Por una parte, sentía una incomodidad creciente en el brazo izquierdo. Cuando abrió los ojos descubrió que no se trataba del esperable adormecimiento o cosquilleo de una extremidad muerta e hinchada. Había un enorme y horrendo gallinazo picoteándole los tendones seccionados, y cada vez que arrancaba un pedazo de músculo, todo el antebrazo se alzaba unos centímetros y volvía a caer sobre las láminas de zinc.
Como pese a todo Nik era un sobreviviente, no espantó al pájaro enseguida, sino que le dejó saborear su carne un poco más mientras movía lentamente el brazo derecho y se preparaba para atrapar al pequeño buitre.
Cuando el negro saco de plumas volvió a sumergirse en la maraña de arterias, venas, tendones y huesos, Nik pasó a la acción, y en menos de diez segundos le partió el cuello a su cena.
O lo que sería su cena si llegaba vivo a casa, porque la otra razón que lo había despertado era la sensación de que faltaba algo. El continuo tamborileo del agua sobre los tejados había desaparecido.
Había dejado de llover, y en algún lugar detrás de la capa de nubes grises el sol había empezado a esconderse tras el horizonte.
——-
Tenía que apresurarse, y no desperdiciar la poca luz que iba quedando. Desde el tejado en que se encontraba observó el perfil de las calles circundantes. No fue difícil localizar su refugio, sobresaliendo con sus dos pisos en el pequeño océano de casas chatas y destartaladas. Lanzó el gallinazo al lodo del patio trasero y, tras ajustarse el torniquete, se descolgó por el manzano muerto, tiritando y usando una sola mano.
Pudo recorrer sin inconvenientes (más allá de estar desnudo, empapado y al borde de la muerte) las pocas decenas de metros que lo separaban de su fortaleza.
Generalmente, era al anochecer cuando salían las arañas, así que no era raro que el resto de los sobrevivientes, ratas, perros y personas, prefirieran permanecer ocultos en sus respectivas madrigueras, cubiles y cuchitriles. Por un instante, al doblar una esquina, Nik tuvo la impresión de ver desaparecer por una ventana la pata negra y quitinosa de un extraterrestre. La poca sangre que le quedaba se le heló en las venas. Apresuró el paso y sólo al perder de vista la calle se permitió volver a respirar. La cabeza le latía como si contuviera el corazón en lugar del cerebro. A medida que se acercaba a la seguridad del hogar todo empezaba a dolerle más y más.
Medio muerto, se metió en el túnel de escombros que era la entrada a su guarida. Tuvo que esforzarse hasta lo indecible para apartar la lavadora que hacía las veces de puerta, pero después de un rato y la pérdida de unos decilitros de sangre lo consiguió.
Estaba tan agotado que ni siquiera le sorprendió ver a la mujer en el primer piso, libre de sus ataduras y armada con un martillo. Apenas sintió el golpe que le destrozó el cráneo.
Publicado originalmente en Alfa Eridiani #9
Imagen: escama
Esta muy bueno. La verdad es que miré la ilustración del cuento con bastante desconfianza y luego leí las primeras líneas, dando por seguro que lo dejaría de inmediato, pero me quedé pegado hasta el final y valió la pena. Felicitaciones. La película sería una mezcla de «Atame» con «I’m legend» sin happy end.
Muy bueno. Me gustó el ambiente del relato. Antes de llegar al final me dejé llevar por mi imaginación pensando en una continuación donde se desarrollara la sociedad de ese mundo. Una segunda parte con un Nik encontrando a más personas con una «tribu» similar a la jauría de perros. Pero al llegar al final, la idea se desvaneció, pero sin decepción.
De tus cuentos, es el que más me gusta Guayec. Habrá continuación alguna vez? ya llevo esperando bastante por ella.
Seleccionado para la antología «Fabricantes de Sueños 2009».
¡Enhorabuena!
Junto a «Tu necrópolis, mi sueño», de Daniel Guajardo. Felicitaciones a usted.
OMG! Acabo de ver que la antología Fabricantes de Sueños 2009 seleccionó a Guayec y a Guajars entre los mejores relatos del año. O sea, serán publicados en las Españas.
http://www.stardustcf.com/notiindiv.asp?noti=4019
Felicitaciones a ambos!
Felicitaciones!!!
¿No son los primeros chilenos en esta antología, cierto? 🙂
Que buena noticia!
hace rato había impreso este cuento y lo habia leido en la micro. muy bueno. etse gueyaec escribe muy bien.
felicitaciones por lo de la antologia. igual para guajars