En marzo de 1974, harto de la vida ajetreada del espectáculo, Stanley Kubrick se retiró brevemente a la orilla sureña de Nuñoa. En julio leyó algo en un horóscopo y decidió que Dios le había encomendado la salvación de sus vecinos. El siguiente día compró suficientes tablas de pino para construir una pared que encerraba un perímetro de dieciséis cuadras. Pronto, de noche, se empezaron a escuchar cánticos y extraños zumbidos eléctricos salir del predio. Una mañana los vecinos (que no fueron incluidos en el culto) encontraron los restos de una cámara súper 8 cerca de la entrada de la comunidad Kubrickiana. El rollo estaba intacto. Uno, particularmente molesto por la llegada de Kubrick, mandó a revelar la cinta. Todos los vecinos “excluidos” se juntaron para ver la proyección. La cinta duró unos ocho minutos. Después de ver los créditos, todos salieron corriendo hacia la pared y, escalándola, comenzaron a canturrear las melodías del culto.
En octubre del mismo año, Stanley se aburrió de ser El Líder y mandó a derribar la pared. Ese jueves se largó del país para nunca regresar.
En ciertas cuadras aún quedan erguidas algunas tablas de pino como monolitos sacros. De vez en cuando, si uno se fija bien, se puede ver como se acercan devotos. Se aproximan cabizbajos, rozan la madera con los dedos y susurran algo indescifrable.
En octubre del mismo año, Stanley se aburrió de ser El Líder y mandó a derribar la pared. Ese jueves se largó del país para nunca regresar.
En ciertas cuadras aún quedan erguidas algunas tablas de pino como monolitos sacros. De vez en cuando, si uno se fija bien, se puede ver como se acercan devotos. Se aproximan cabizbajos, rozan la madera con los dedos y susurran algo indescifrable.