Alameda

Soy Andrés Vega, tengo diez años y una misión secreta. Estoy parado en plena Alameda, mi madre me tiene tomado por la mano izquierda, en la otra tengo el algodón de azúcar que se ha encargado magistralmente de dejarme todo pegajoso. Llevo una polera blanca con rayas azules, pantalón corto y un jockey rojo. Mi madre se llama Ana María y me despertó a las nueve de la mañana para que alcanzáramos un buen puesto. Lo logramos. Al menos vemos bien y no nos perdemos de demasiadas cosas. Está lleno de niños llorones con sus madres, niños alegres con sus madres y niñas que se recogen las faldas enseñando los calzones con sus madres. Es un espectáculo familiar. Estoy en plena Alameda y en el suelo se observan serpentinas y challas. Todo es una gran fiesta, la gente canta y algunas viejas gritan ¡viva! ¡viva! Hoy tomé de desayuno una vaso de leche y un pan con jamón y queso y sin margarina, porque estoy obeso y el doctor le dijo a mi madre que si no dejaba de comer en la forma en que lo hago voy a terminar muerto con el corazón hecho mil pedazos. Después de eso fui a jugar un rato a la piscina de nuestro patio. Llamó Carlos y me preguntó si todo estaba listo y le respondí que sí. Carlos tiene mi edad. Fui a mi habitación y tomé mis cosas. Cuando pasé por el baño vi a mi hermana de diecisiete años besando a la empleada que debe tener un poco más que ella, no se percataron de mi presencia y siguieron en lo suyo. En la Alameda la gente grita, hay cornetas de cartón que emiten sonidos muy molestos y banderas azules con blanco y rojo que se alzan en lo alto. Mi madre busca algo en la cartera y me suelta la mano, yo doy la última lamida al palo del algodón de azúcar y lo boto al suelo. Estamos en la orilla de la vereda, toda la gente lo está, a ambos extremos de la calle. Al frente hay dos ancianos que aplauden y que intentan cantar un himno que desconocen, sonríen y saludan a una cámara de televisión. A su lado está Julieta, ella tiene mi edad y, como Carlos, también sabe por qué estoy aquí. Entre la vereda de enfrente y la nuestra, pasan autos tocando la bocina. En eso se levanta una ovación y la gente comienza a aplaudir y a saltar. Pasa, posado en el techo de una camioneta negra, un viejo risueño que mi madre me dice que es el nuevo presidente, que se llama Patricio, como el abuelo. Me levanta en brazos y mis pies quedan colgando, y el anciano se fija en mí y le pide a mi madre que me entregue a los brazos de él. Mi madre obedece. La gente grita y se ríe a carcajadas, aparecen los fotógrafos y me toman muchas fotos. El anciano con la banda presidencial en mitad de su torso me pregunta que como me llamo. Y le respondo.
Soy Andrés Vega, tengo diez años y una misión secreta. Soy un niño bomba, entrenado por mucho tiempo para este momento, entonces presiono el interruptor que se encuentra junto con los explosivos bajo mi polera.

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