Exerion

El niño permanecía inmóvil frente a la máquina, concentrando sus fuerzas en las manos que comandaban una palanca y dos botones de disparo. El ruido-ambiente saturaba los sentidos, pero más le preocupaban los sonidos de las naves y pájaros enemigos cayendo sobre él como sueños hostiles. Y mientras mataba pequeñas aves y destrozaba grandes pájaros de origen galáctico, sus manos aprendían a moverse rápido, a deducir los ángulos de ataque y disparar en el momento justo.

Enemigos. Uno a uno fueron cayendo. Uno a uno fueron destruidos. Y en medio del paisaje planetario de ese mundo lejano, casi sin notarlo, pudo ver de pronto como los ojos se volvían pantallas…

La primera noche fue la noche que comenzó a ser su padre.
Ahora le quedaba como una hora antes de que lo mataran y entre todas las cosas que podía hacer pensó que quizás lo más apropiado era dejar que las pantallas de la terminal se cubrieran con el paisaje de algún antiguo juego de video. Buscó uno en especial. En realidad todos eran especiales, aunque EXERION parecía el más adecuado. Lo inició, tomó uno de los comandos y bajó la luz del sótano hasta muy cerca de la oscuridad.

Parte de su cara se reflejaba en las pantallas y las luces estimulantes del juego se entremezclaban con la negrura del visor que cubría sus ojos y gran parte de su rostro. Rápidamente las luces se perdieron a medida que su vista se concentraba en los gráficos destellantes y en la pequeña nave que disparaba, esquivando enemigos.

EXERION no era un juego difícil. La nave que uno comanda se mueve por toda la pantalla, eludiendo pájaros y pequeñas naves-mariposas y naves-círculos que caen en fila, especialmente para que uno las destroce en ese orden. El disparo es opcional: tiro a tiro o una constante ráfaga automática. El único problema es que las balas se acaban, pero si te mantienes matando lo suficiente puedes ir recargándolas. Un verdadero círculo cerrado.

Como juego EXERION es definitivamente prehistórico. Hasta hace veinte años era posible emularlo, pero ya no se encontraba en ninguna parte y sólo descansaba en la memoria dura de algunos fanáticos. Además, para los adictos del gamewave EXERION no tenía ninguna gracia, como muchos otros juegos de esa época. La mayoría gastaba su tiempo combatiendo en neurored, aniquilando enemigos reales estacionados en otras regiones del globo, o sencillamente siendo víctima de una emboscada en algún suburbio de la hypernet. A veces él se dejaba arrastrar por el vértigo de estar en varias partes al mismo tiempo, combatiendo, pero se necesitaba demasiada habilidad y energía para mantenerse vivo, algo de lo que carecía constantemente.

Sin embargo, EXERION había sido, por allá en 1986, un verdadero vicio para él. Era el tiempo en que los juegos descansaban en pantallas semejantes a los antiguos televisores, puestos en cabinas negras adornadas con dibujos espaciales que representaban los distintos juegos. Bajo las pantallas había una palanca de control y un par de botones, lo suficiente para mover una nave y disparar. El juego se activaba con una ficha, que comprabas a la entrada de la galería. Después de un tiempo, que no era demasiado largo, el juego se volvía familiar y si te entusiasmabas lo suficiente podías alcanzar un puntaje sobresaliente, que permanecía luminoso en la pantalla con las iniciales de tu nombre. Entonces sabías que había algo en lo cual eras el mejor o sencillamente superior al resto.
Se volvió fanático cuando apenas rozaba los diez años. Quizás menos. Ahora tenía cincuenta y seis, de eso sí estaba seguro, aunque a veces sentía el doble. Su cuerpo descansaba casi inerte sobre un sillón hidráulico que se movía por toda la habitación, mientras su único brazo le servía de grúa. Sus piernas no tocaban el suelo, porque ya no estaban. A veces trataba de recordar cómo era sentirlas pero rápidamente volvía en sí, concentrándose en las pantallas de su terminal o en algo más llamativo. Pero sólo las pantallas parecían lo suficientemente reales, lo suficientemente activas para reanimarlo. De ellas salían cables que se unían a él a través de pequeños enlaces, puestos en su cabeza y en el muñón de un brazo que tampoco estaba. Era un sistema de conexión anticuado, pero él se sentía así.

Recordó esos tiempos cuando el juego lo agarró fuerte, tanto como después lo harían los computadores y terminales, aunque aquella sensación de recuerdo era más difícil de precisar. Bastaba, claro, activar el programa de recuperación neural y sus recuerdos volverían con formas más reconocibles, volverían a parecer un poco más claros, como sueños transparentes con algo qué decir. Pero cada vez el programa se hacía insuficiente, mientras el invisible e indestructible nanoraser devoraba rostros y lugares, cubriendo los vacíos con un vacío nebuloso y onírico que no alcanzaba para germinar alguna emoción o sentimiento que aguardaba su oportunidad. Pero estaba seguro que algo temblaba todavía en su espíritu, un lugar que el electro-borrador sub-atómico no podía alcanzar y, aunque lo hubiese hecho, quien lo hubiera programado no le había enseñado todavía a desaparecer pedazos de algo que era, por esencia, inmaterial. Bueno, eso es lo que él creía.

El recuerdo de EXERION había sobrevivido al nanoraser y a veces creía que era lo único que podía quedar en su mente. En ese momento no lo sabía (quizás nunca), pero tenía la impresión que era capaz de recordar pequeños y significativos detalles: la vez que aprendió el truco de las maniobras generales para despistar a sus enemigos; la vez que alcanzó el primer challenge stage antes que sus compañeros de colegio; el día que logró llegar más allá de donde solía morir el resto, siendo el resto adolescentes del liceo y escuelas públicas (los mejores), tipos desconocidos, universitarios y jugadores eternos. Cuando dejó por primera vez su nombre en el registro y se abrió paso entre la masa que esperaba su turno, sintió algo que podía ser felicidad o una extraña satisfacción, cómo cuando hacía un gol y sus compañeros corrían detrás de él para abrazarlo. Entonces regresó a la casa y ya no volvió a ser el mismo de antes.
Se habían llevado a su padre.

La casa estaba en desorden, como si un viento hubiese penetrado y remecido las cosas y los rostros. Su madre hablaba por teléfono, y esa voz le hacía creer recordar su rostro deformado por la angustia, asustándolo. Parecía que el rostro acogedor y cercano se hubiese perdido, o nunca existido. Luego llegaron sus hermanos, preguntando qué había pasado y tratando de calmar a su madre, mientras poco a poco llegaban otras personas para enterarse con cuidado de lo que había ocurrido. Vio rostros familiares y otras personas que sólo creía conocer a la distancia, pudo ver otras muchas cosas y también nada, pero en ningún momento creyó o sintió que era parte de ellas. Observaba una película, una película inquietante que no parecía terminar y que amenazaba con volverse todavía más aterradora. Se quedó entonces mirando, tratando de hacer algo pero sus manos eran sólo capaces de destruir enemigos en EXERION y no podían reparar lo que ocurría en casa. Sólo cuando descendió la noche su hermana lo abrazó y él sintió el llanto que deseaba emerger pero que ella retenía con dificultad. Durante muchos días observaría a cada uno de ellos caer y volverse sollozos ahogados, a medida que el tiempo pasaba y su padre se volvía una figura borrosa o extraña.

Parecía que aún sostenía en su mente algo de esas cosas. Creía recordar los rostros de su familia, sus características, aunque el recuerdo no era tan potente, volviéndose en algunos momentos un sueño. ¿Había sido así? ¿Lo había abrazado de verdad su hermana? ¿Había desaparecido la sonrisa siempre irónica de su hermano que en algo recordaba al papá? ¿Era la madre la que lo acariciaba una noche en que ambos descubrieron que no podían dormir?

¿Había jugado realmente EXERION ese día?
A veces, cuando despertaba en noches más oscuras que otras, las cosas emergían confundidas y llegaba a dudar de que alguna vez se hubiesen llevado a su padre. Quizás, pensaba, no era él, sino su madre, o tal vez sí era el papá, pero lo habían soltado y estaba todavía vivo o probablemente muy enfermo esperando morir. Tal vez ya había muerto y él no recordaba eso. Quizás, luego de una lenta agonía había fallecido y él, muy indiferente y sin sentir nada, se había puesto al margen. Entonces llegaba a estremecerse algo desesperado tratando de hacer coincidir todo y estar seguro de que nada de eso había ocurrido y que su padre de verdad no había vuelto ni su cuerpo encontrado. Era entonces cuando creía que era capaz de volver a cerrar sus ojos, pero ya los recuerdos verdaderos estallaban poderosos y debía enfrentarlos sin conciliar el sueño, mientras buscaba en la oscuridad encender las pantallas de su terminal, activando los enlaces.

Y cuando lo hacía, siempre semejaba ser la primera noche.

Dentro de media hora lo van a encontrar y lo van a matar. Cuando se dio cuenta de eso hace cinco años pensó en cómo podía escapar y salvarse. Pero luego entendió que no valía la pena y que cuando todo estuviera cerca algo se le ocurriría. Bueno, se le ocurrió lo de EXERION. No estaba mal. De seguro era algo importante. ¿Lo era? Aunque hacía tiempo el juego estaba en el disco antiguo, no se había atrevido a activarlo y jugar. No por los recuerdos, sino porque podían liquidarlo muy luego y entonces los cincuenta y seis años se volverían más reales y pesados. Tenía presente en sus ojos esa vez cuando entró a una galería y descubrió el juego en un rincón, colocó una ficha y no duró más que un par de minutos, mientras sus manos eran incapaces de maniobrar con agilidad y sus naves eran destrozadas una y otra vez con demasiada facilidad sobre el reflejo de su cara ya media envejecida y escéptica.

Pero ahora tenía tres grandes pájaros encima y mientras los llenaba de balas y sus colores cambiaban hasta que estallaban, sentía que era capaz de alcanzar los diez años.

“Lo primero era desactivar todos los enlaces”, pensó como si estuviera explicándoselo a alguien en especial. Y no sólo eso. También debía cortar el circuito eléctrico (a veces usaban una onda de detección de flujo electrónico), cubrirse con una manta dispersora de calor y rezar para que las señales de ultra sonido del satélite metropolitano se perdieran gracias a una tormenta. En realidad lo mejor era abandonar el lugar y escapar muy rápido.

Cuando activaban una alarma de IEP (Intruso en Progreso) y luego pasaba a “fuga neural” (Robo de Datos Clasificados) los tipos iban con todo, menos una orden de detección. Sabía lo que les pasaba a quiénes desafiaban los sistemas de seguridad. Desaparecían completamente. No era posible recuperarlos ni siquiera en la hypernet.

Observó la hora. Todavía le quedaba tiempo. Aún era posible llegar muy lejos en EXERION…

No supieron nunca más de él. La casa tampoco volvió a ser la misma. Y claro, tuvieron que pasar por toda la rutina ineludible de esos años: primero un espantoso miedo que los llevó a abandonar la casa, viviendo con parientes, apelotonados en una pieza. Luego abandonaron Santiago por un buen tiempo hasta que las cosas se calmaron.

Entonces emergió la rabia, expuesta en su hermano que juraba volar algún día un cuartel o liquidar a alguien, mientras su madre contemplaba impotente como el odio amenazaba con destruirlos. Tardes cuando su madre regresaba de una dolorosa revisión de listas.

Querellas sin esperanza y eternos abogados que saben mejor que uno
que no se puede lograr nada. Largos procesos. Fallos en contra que derrumban en un día lo que iba quedando de ellos. Las fantasmales fotos en blanco y negro de su padre puestas en carteles, que alejaban el recuerdo de su cara entusiasta, irónica y paternal.
Marchas en conjunto. Velas a medianoche.

Y cuando se apartó de todo aquello, cuando se aburrió y dio media vuelta se quedó solo.

Solo, pensó, justo cuando por un descuido unos misiles lo destruían. Al igual que su familia… y él sin sentir nada. Durante años se preguntó por qué, cómo había llegado a ese estado tan distante.

¿Dónde se había ido la pena, el dolor, la furia y los deseos de venganza? ¿La impotencia? Algo, algo mucho más poderoso que el nanoraser que infestaba su cabeza lo había devorado todo, todo lo que debió emerger de su corazón, dejándolo así, como un muñeco escéptico que no espera nada y que no daba nada, sólo disparos contra enemigos virtuales y noches enteras frente a las pantallas. Pero al principio había estado junto a su ellos, en los inicios de la rutina. Había expuesto su rostro triste y perdido, buscando no desentonar con los sentimientos del resto, hasta que se le hizo insoportable.

Se alejó y el resto de su familia no se lo perdonó. Nadie lo hizo. Pero estaban equivocados. Él quería al viejo. Él amaba a su padre. Pero todo había sido tan rápido, tan abrumador y aplastante que sentía que también se habían llevado su sensibilidad y la posibilidad de seguir creyendo. Esa tarde, cuando volvió a su hogar también sintió que algo dentro de él había desaparecido. Tenía la impresión que aún estaba frente a EXERION y que las fichas no se le habían terminado. Esa persona, ese niño de diez años estaba por ahí en algún lugar, y mientras destrozaba una fila de naves-círculos, pensó que durante todos esos años se había convertido en una torpe y confusa continuación o imitación envejecida de ese niño distante, simulando estar vivo y presente.

El niño siguió disparando y eludiendo naves con asombrosa habilidad.

Faltaban como quince minutos para que llegaran. No tenían nombre oficial, pero en el ambiente se les conocía como “rastreros”. Una división especial que agrupaba a personal de Inteligencia Informática de las Fuerzas Armadas Unidas (FAU). La habían creado luego que un estudiante argentino neutralizara el sistema insular de alerta temprana durante la crisis de Ushuaia. Pero con el tiempo sirvió para ayudar a la policía para detectar crímenes menores. Claro que no faltaban los tipos vivos que se daban una vuelta por los archivos militares y en eso la ley de intra-seguridad era muy clara: veinte cinco años. Claro que la orden no escrita lo era todavía más: cinco balas en la cabeza o un láser de desintegración molecular de alto poder.

Le metió unas cincuenta balas a una bandada de pájaros que lo estaban bombardeando constantemente. Las aves se volvían pedazos que luego desaparecían al instante mientras otro grupo los reemplazaba. Hizo una maniobra general, subió hasta el borde superior de las pantallas y luego esperó que lo atacaran de nuevo. No alcanzaron. Mientras descendía los fue acribillando en orden, desapareciendo.

Sonrió.

Mantenía aún tres vidas de reserva y el indicador señalaba 356 balas. A ese ritmo llegaría muy lejos. ¿Qué tan lejos se podía llegar? No tenía idea. Había un tipo en Italia que aseguraba haber alcanzado los 3.679.100 puntos. Podía probarlo. Y aunque fuese mentira, él lo creyó, pensando que alguna vez alcanzaría esa cifra, sólo con el anhelo de sentir que lo había logrado. Pero aún así, llegaba un punto en que los juegos antiguos se ponían repetitivos y cansaban como una rutina. Podías cruzar cuantas etapas pudieras y siempre era casi lo mismo.

Buscar al papá había sido siempre lo mismo. ¿Y cómo podía entender el resto que para él ya no significaba nada seguir con todo aquello? ¿Cómo podía explicarles que él no sentía nada y que no había nada peor que no poder sentir nada cuando sabes que tienes que hacerlo? Que unos hombres lleguen a tu casa, tomen a tu padre, se lo lleven a un lugar donde poco menos que lo fríen, donde se divierten interrogándolo, y luego terminan arrojándolo como un saco de papas o una bolsa de basura algún hoyo muy frío a medio hacer, al mar oscuro o… algo más terrible que no sabes, pero que tu intuición te estremece. ¿Cómo podía sentirse distante de eso?

Cuando lo contrataron como consultor táctico y les ayudó a proteger archivos y enseñarles que tan lejos se podía llegar a través de redes interactivas el porcentaje de la población que todavía recordaba el asunto no superaba el diez por ciento. ¿Eran todos tan insensibles como él? En algún momento todos olvidaron lo que pasó, lo que podía volver a pasar, lo que a veces pasaba y lo que aún no había sido enterrado, no porque fuesen malvados u otra cosa sino porque se vivía en un olvido constante. A veces observaba la ciudad y se preguntaba cuántas personas que vivían ahí no tenían a nadie o no eran nada, simulando tener una vida que nadie con exactitud sabe que de verdad existe. Cuánta gente bondadosa y especial existía caminado entre la multitud, personas que si desaparecieran no llamarían la atención de nadie. Cuántas estrellas había en esa galaxia fría que al apagarse no eran notadas por los miles de observadores escépticos. El mundo era un campo de desaparecidos. ¿No era posible recuperar algo con un poco de voluntad y algo de empatía? Como le había dicho un oficial de inteligencia de la FAU: “Con un poco de suerte se pueden recuperar nombres, edades, fechas de nacimiento, cargos públicos, militancias, fechas de detención, destinos finales, fotografías… no de todos, claro. Pero por supuesto que podrían recuperarse y conservar datos claves. La información no desaparece, sólo se transforma… Si esas personas se pudieran reconstruir, podríamos hacer que vivieran de nuevo. Sólo para volverlas a desaparecer”.

“Lo cierto, es que nada de lo que recordamos alguna vez, permanece
lo suficiente”.

Veinte minutos y estaré muerto.

La voz daba vueltas en su mente sin delinear los labios. Hacía mucho tiempo que prefirió mantener el silencio, aún cuando recordaba tardes enteras hablar con los fantasmas de otros tiempos, de todo momento. Y es así como uno comienza a comprender el sentido de la soledad. Primero le hablas a un cigarrillo, luego a las pantallas, y si no hay espacio para un perro que te escuche, entonces las palabras dan vueltas en el vacío hasta que imaginas que alguien está frente tuyo, escuchando sin responder.

Pero necesitas respuestas, necesitas delinear un pensamiento ajeno, que al principio es sólo lo que quieres escuchar para que exista un poco de diálogo, para que tus propias palabras tengan una oportunidad. Así empieza a tomar forma la personalidad de un ser que ya no existe o que no puede existir cerca de tuyo. Y así se empieza a imaginar a una persona, a partir de sus contornos, de sus ropas o de su cara. Era difícil crear un rostro, y un cuerpo existiendo al mismo tiempo. Pero vio los rostros de los familiares empapados de una última fe, vio los cuerpos cobrar vida cuando les mostraba primero un cuerpo, luego un movimiento, y al final una voz que sonaba familiar o que la necesidad convertía en algo verdadero.
Y vio las lágrimas, el dolor diluido por un nuevo amanecer para quienes la oscuridad de la pérdida era el único ambiente conocido. Devolvió la vida a muchos. Ganó dinero. Y ahora esperaba que lo destruyeran sin importar si eso le dolía demasiado.

A los lejos, escuchó la ciudad temblar. Algún satélite de la policía bombardeaba una población del oeste de Santiago. Unos pájaros bombardearon su nave, pero pudo esquivar eso, hacer un nuevo giro y hacerlos pedazos.

Si la vida fuera EXERION, serías inmortal.

La cantidad de gente desaparecida en esos años variaba de acuerdo a distintos informes. Pero su padre nunca se aferró a ninguna ideología y lo que es peor, nada tenía que ver con los partidos políticos ni con los movimientos subversivos. Entonces, ¿por qué se lo habían llevado? La familia entera denunció el caso como una persecución política, pero en secreto intuían quizás que no tenía nada que ver. Fue la necesidad de ser tomados en cuenta por los movimientos que buscaban la verdad, todas esas familias que con el retorno de la democracia fueron indemnizadas por el Estado. ¿Había sido entonces esa la razón para alejarse de ellos? Nunca se sintió de izquierda ni de derecha. En verdad, todos esos grupos le incomodaban, ya sea por un problema de temperamento o algo más oculto.

Nadie de quienes lo conocieron entendió que trabajara para los militares, los que supuestamente habían detenido a su padre. La FAU no puso problemas. Por el contrario, le interesaba que estuviera en sus filas, siendo experto en algo que recién comenzaba a inundar la estrategia militar. Les ayudó a crear sistemas de detección y búsqueda, así como también tácticas de combate. Pero no pudo evitar la búsqueda de ese hombre que llevaba su apellido. Después de todo, reprogramar los códigos de acceso que protegían la memoria de la FAU de los últimos cincuenta años, no era más difícil que jugar por primera vez a EXERION.

La primera noche hizo un simulacro de infiltración. Activó un cultivo de bacterias de división acelerada, cuyo objetivo era despertar los sistemas de alerta temprana. En paralelo, activó un sistema metástasis de escaneo evolutivo. La idea era configurar un mapa de acceso, extrapolando los niveles de entrada, y registrando cualquier sector vulnerable. El objetivo final no era, sin embargo, encontrar una puerta de acceso. Lo que buscaba era emular los sistemas de vigilancia y convertirse en uno de ellos cuando decidiera entrar. Era como colocarse el mismo uniforme para luego traicionarlo.

Un par de horas después descifró la anatomía de los alertas temprana. Ahora era cuestión de esperar. Chequear que no lo habían descubierto y concentrarse en su búsqueda.

Sería la primera noche del fin de su vida.

Los ojos comenzaban a cerrarse, pero EXERION seguía ahí. Más pájaros, más naves, sucesión infinita de enemigos que destruir. Quien diseñó EXERION nunca pensó, quizás, que hubiese alguien dispuesto a jugarlo casi eternamente.
Giorgio Bonetti. Ese era el nombre del italiano que mantenía el más alto score en el EXERION. Debió ser un gran tipo. Y George Anastasiadis, el griego que creó una página tributo en la antigua Internet. La página sobrevivió después de su muerte, como una casa abandonada en la oscuridad de la ciudad, hasta que la red desapareció en la Guerra de las Seis Horas, llevándose a la tumba todos sus registros. Cierto, nada permanece. Nada, quizás puede permanecer lo suficiente.

Y mientras acribillaba un ave alienígena, pensó que quizás había un cielo digital donde los archivos espirituales tuvieran una segunda oportunidad.

En el infierno del olvido, siguió disparando. Uno a uno los enemigos caían. Uno a uno, los recuerdos sucumbían bajo el demonio llamado nanoraser.

Los secretos militares se cruzaban con decisiones estratégicas, así como las operaciones encubiertas se confundían con actividades de rutina. Planes de batalla, informes de situación militar vecinal, desarrollo de componentes para misiles furtivos, entrenamiento de niños para control a distancia de vehículos remotos, misiones especiales, estadísticas de UFO sobre las principales ciudades del país, infiltración de satélites venezolanos… Si hubiese sido un espía, al servicio del Perú o de lo que quedaba de Bolivia, habría estallado en tensa euforia. Y sin embargo, todo parecía virtual en el vacío que dejaba el nombre de su padre.

¿Dónde estaban los archivos del pasado distante? ¿1986, 1978, 1973? ¿Los detenidos, los oficiales al mando de los interrogatorios? ¿Los encubrimientos?

Si la información había sido eliminada era mejor devolverse, mientras podía hacerlo. Sin embargo, convertido en una alerta temprana, podía engañar a los verdaderos vigilantes que seguían luchando contra los sistemas de infiltración que había introducido como señuelos. Usando un haz de visión simultánea, pudo revisar cada suburbio de información sospechoso de contener algún indicio de la verdad perdida. No tendría mucho tiempo. Si había algo que encontrar debía estar muy oculto o quizás muy distante.

De pronto apareció un fragmento que parecía un nombre. Uno como cualquier otro. Lo extraño era que no debería figurar en ese lugar: un antiguo manual de simulador de vuelo. El nombre estaba adosado a ese paquete de información, y al diluir la densidad de datos por giga/nanom pudo sumergirse entre los párrafos de especificaciones técnicas para instalación y uso. Y entre medio de palabras aéreas, números de elevación y coordenadas de ataque, emergieron frases que hablaban de ese nombre, lo suficiente para saber que era un fragmento de historia olvidada. Un tipo como cualquier otro que fue detenido, interrogado y que nunca más se supo de él.

Comprendió, entonces, que se trataba de un sistema de archivo zodiaco. Una modalidad de constelación de datos que permitía diseminar la información adherida a otros archivos que no guardaban ninguna relación. Los archivos de personas desaparecidas que buscaba eran sólo huéspedes de archivos más grandes, y eso evitaba un rastreo directo. Sabía de qué se trataba, pero le sorprendió no haberse enterado antes. Después de todo, seguía siendo un consultor táctico de la FAU.

Utilizando el registro temporal de adhesión de datos, pudo detectar otros archivos huésped. No todos habrían sido adheridos durante un único momento, por ende sería imposible encontrar todo. Sin embargo, no lo necesitaba. Al registrar una cantidad suficiente de datos-huésped logró lo más importante: configurar parte del mapa de constelación que los unía.

Se alejó a una distancia de noventa gigas/nanom. Los fragmentos de palabras e imágenes se convirtieron en destellos fugaces, iluminando la estela vacía que dejaba su presencia. Y mientras se alejaba, mientras su perspectiva cruzaba los espacios semánticos de millones de fragmentos que hubiese querido asimilar, pudo sentir simultáneamente rastros de personas, nombres y vidas que de pronto supo que nunca alcanzaría a amar. Diseminadas, estaban por lista y cada uno guardaba una ficha y su posible destino. Había distintos nombres que llevaban a distintas imágenes. Gente tan olvidada como los créditos finales de una película.

Pero sintió que el tiempo se le terminaba y su padre no aparecía por ningún lado. Probablemente descansaba en algún lugar de la constelación de archivo y en ese caso, lo mejor era registrar toda la constelación de datos. Extrapoló los enlaces de conexión, para configurar el link de entrada, que en jerga infowar se denominaba punto aries. Una vez configurado, podría escanear fácilmente toda la información relacionada y registrarla en su memoria.

Inició la secuencia y su perspectiva comenzó a retroceder nuevamente, mientras el torbellino de información comenzaba a tomar forma. Los destellos comenzaron a delinearse en un conjunto de fragmentos axiales, en millones de píxeles que dieron forma a un trazo todavía difuso, y unas letras que buscaban dar forma a un pedazo semántico.

Las letras se volvieron un nombre, y cuando la distancia fue suficiente pudo ver con claridad qué decían.

Era el nombre de su padre.

Un pájaro multicolor estalló herido de muerte antes que pudiera iniciar el descenso. Era el último del vigésimo escuadrón que atacaba y sintió remordimiento por liquidarlo tan rápido. En las pantallas no había dolor, eso estaba claro. Por eso era fácil matar.
Si había tiempo para que las personas sintieran dolor, nada tenía que ver con la muerte de los recuerdos. El dolor, comprendió, emergía cuando de una u otra forma no tenemos conciencia real de que en alguna parte existimos. Y que en ningún lugar podemos existir.
Sin embargo, la urgencia de las respuestas iba disminuyendo. Faltaba sólo él. Llegarían dentro de muy poco. Siempre lo supo. Siempre supo que llegaría la hora de morir, incluso en EXERION.

Su padre había muerto, y él también dentro de poco. Sin duda, los rastreros ya estaban borrando todo, confiscando las memorias de esos programas reflejos. La resurrección es peligrosa e ilegal en un mundo acostumbrado a morir. En un mundo donde todo debe perecer, donde nada puede permanecer.

Y si para el resto de las personas funcionaba de igual forma, entonces un recuerdo detallado, preciso, coherente desde cualquier ángulo podía ser quizás tan fuerte como algo real.

O quizás más verdadero.

Y a esa hora de la noche, minutos antes que lo mataran, EXERION era lo único real.

2 millones de puntos…
2 millones 530…
2 millones 867…
3 millones…

En algún minuto, o quizás desde siempre, el nanoraser comenzó a transformarse en el único recuerdo.

Debió saberlo. Ningún consultor táctico podía salir ileso luego de infiltrarse el punto neurálgico del sistema militar. El nanoraser estaba dentro de él un segundo después de salir de la memoria de la FAU. El nanoraser en su cabeza podía acabar lentamente con él y hacerlo desaparecer sin necesidad de cavar un hoyo o sobrevolar un mar profundo y oscuro. Cuando logró detectarlo ya había coagulado las arterias de sus extremidades y sólo pudo salvar su brazo derecho. Luego se llevaría los nombres de su familia y gran parte de sus rostros. Recuperó algo con un programa neural de emergencia, pero el nanoraser siguió ahí, transformándose en parte de su vida y de su insensibilidad. Nublando las imágenes del pasado, disolviendo su propio cuerpo, transformando su interior en un vacío infinito, hasta que ya no hubiera nada a qué aferrarse.

Por escasos momentos lograba recordar un tímida sensación de lo que había hecho. Porque un nanoraser es sólo una represalia inmediata, no una sentencia de muerte. Guarda para sí el registro de lo que está disolviendo. Si venían a matarlo, era porque nadie podía crear mundos sintéticos, ni reflejos de antiguos muertos, sin permiso. No era un asunto ideológico, ni siquiera de seguridad interior. Era sólo un mandato legal, que él había violado, y para lo cual la muerte era un destino como cualquier otro. Todos robaban datos, incluso información de defensa. Eso ya era una media sentencia de muerte, si el robo era excesivo.

Y los nombres de los perseguidos, de los muertos eran parte de un punto de entrada en la memoria de la FAU. La única razón posible de esa configuración que llevaba su apellido y el nombre de su padre era que todos estuvieran conectados a él.
“Podemos recuperar la información”, le había dicho el oficial de la FAU.

Y en algún momento, pensó, pudieron obtenerla. Pudieron saber quienes eran los que había que capturar. Pudieron configurar una lista de quienes había que interrogar.

El supo desde siempre hacia dónde había que disparar en EXERION, cómo liquidar a las naves pequeñas, cómo evadir el peligro inminente, los movimientos para sobrevivir más tiempo. Durante años sus tácticas fueron un secreto que nadie estaba interesado en conocer.

Y esa noche, cuando entendió quién había sido en realidad su padre, no perdió tiempo en compartirlo con nadie. Las historias de los delatores siempre excitan a las masas, pero lo que yace en lo profundo de la motivación de un hombre es impenetrable. No hay código de acceso que romper, no hay secuencias de infiltración que activar.

Cuando los ojos se vuelven pantallas, cuando los muertos observan desde la eternidad del recuerdo, sólo queda buscar un pedazo de redención lo suficiente para cerrar los ojos sin la angustia de la rutina.

Así que un minuto antes de abandonar la memoria de la FAU absorbió los rasgos de los desaparecidos. Se los llevó en su mente, en el archivo cuyo nombre era su padre.

Pero los rastreros vendrían esa noche a cobrar otra cuenta: los cientos de mundos y las cientos de personas desaparecidas recuperadas ilegalmente.

¿Y por qué nadie luchaba por hacerlo legal? ¿Por qué sólo existía la firme voluntad de un tipo desconocido por recuperar a los muertos?
Quizás, pensó una vez, porque esas creaciones mitigaban el dolor. Y una sociedad se sostiene económica y socialmente gracias al dolor. Y quizás también, gracias al olvido.

Una mujer viuda que había perdido a su hijo… reconstruido en forma de un programa interactivo. Tomar una foto, delinear un cuerpo, darle movimiento a partir de los recuerdos y las evocaciones. Colocar esa imagen, ese reflejo de alguien y hacerlo vivir nuevamente en una realidad algo más que virtual… Entonces una mujer podía reencontrarse con su hijo, hablar con él, abrazarlo en algún espacio que simulara un hogar ya muy lejano, el hogar que ya no existía… el momento único cuyos contornos aún temblaban en algún lugar de la memoria. Habría quizás tiempo para decirse tantas cosas, porque aunque fuese mentira – y lo era – ésta podía ser mejor que el vacío o la nostalgia dolorosa de lo que nunca fue. Habría quizás tiempo para volver a sentir al ser ya muerto. Y a través de esa resurrección pasajera, recuperar un segundo que fuese eterno en la memoria.

Buscó entonces a los parientes de las víctimas que aún vivían. Por una suma de dinero razonable les ofrecía estar de nuevo con los seres queridos ya olvidados.

Y para probar que el proyecto era posible, comenzó por él mismo y ese padre ahora muy distinto.

La primera noche cerró los ojos y buscó el recuerdo.

Las imágenes se comprimieron sin límites de tiempo y espacio, sólo sensaciones lejanas imposibles de sintetizar. De pronto comprendió que en su mente no había algo concreto a qué aferrarse, algo con forma definida que pudiera emular. ¿Y qué era entonces un recuerdo? ¿De qué estaba hecho? ¿Eran sólo impresiones vagas que la intensidad emocional transformaba en cuadros vívidos engañando la psiquis de cada persona? El recuerdo de un primer beso a la persona amada, o del proceso que la llevó a la muerte… ¿Eran algo que tuviera verdadero sentido, si ya no existían en el tiempo y en espacio? La mente no reconstruía el tiempo; lo vivido no era posible de repetir. El recuerdo parecía sólo un ejercicio de la mente para convencer a la conciencia que algo había sucedido, sin importar lo difuso, lo distante y lo ajeno que podía ser. Las emociones hacían el resto.
Siento, luego existo.

Y él no sentía nada. Y si buscaba sentirlo, no había algo seguro a qué aferrarse. Sólo imágenes sin sustancia. Lo hecho y sucedido con su padre no era más que una secuencia de episodios marcados como pautas de un suceso histórico, pero del cual comenzaba a sentirse parte. Sí, podía creer recordar. Podía creer que los hechos estaban dentro de él, pero no parecía existir ninguna imagen donde ese padre fuese tan claro y preciso. Además, no sabía qué padre recordar. ¿El que habitaba su hogar cuando niño? ¿El delator? Si pensaba reconstruirlo, debía definir quién era ese hombre, qué había dentro de él que definiera contornos y rasgos precisos. Si tenía una voz, cómo sería el tono de las palabras, la historia de ellas. Cómo serían sus ojos cuando observaban las ruinas internas de su alma. ¿Había disturbios en ellos? ¿Había distancia y melancolía cuando miraban a ese niño que jugaba frente a la pantalla?

La primera noche fue la noche que comenzó a ser su padre.

Iban a llegar muy pronto, pero no le importaba. Estaba todo listo y no podía evitarlo. Durante años calculó exactamente el tiempo en que demorarían en encontrarlo luego de que supieran quién les extrajo la información. Durante todo ese tiempo no había podido encontrar la forma para escapar y salvar su vida. Su vida, los cincuenta y seis años que llevaba en el cuerpo. ¿Su cuerpo real? Todos esos años… ¿qué había sucedido a través de ellos? ¿Era el vacío sobre los vacíos lo que diluía el tiempo y lo convertía sólo en cifras de referencia? Pensó que quizás era culpa del nanoraser que aún seguía activo que quitaba algo de aquí y que lo había dejado como muñeco mutilado. Pero muy pronto entendió que era algo más. Algo, una sensación que no se podía borrar y que era capaz de traspasar los sentidos y la memoria. Era a veces la soledad, o también una noche interminable frente a las pantallas. Era un trabajo insulso y agobiante o una noche de año nuevo observando el reloj fijamente sin moverse. Era un caminar entre la multitud inexpresiva y hostil antes que perdiera sus piernas o sólo el sillón hidráulico que a veces se atascaba. Era un corazón que se hacía cada vez más frío, que pierde su forma y color… un nombre demasiado común hundido en miles de nombres comunes, un hombre en una ciudad de diez millones de seres que saben o conocen algo que tú perdiste. Era la inutilidad de las redes que no podían llevarlo a ese pasado tan necesitado. Era un brazo que se extiende en la cama y que no encuentra a nadie, una caricia a un cuerpo que sólo imaginas y que deja su forma delineando un agónico sentir.

Entonces comprendió instintivamente que no valía la pena escapar. Después de todo, no vendrían a matarlo, ni tampoco a hacerlo desaparecer. Él ya no estaba. Quizás nunca había estado. La vida se había encargado de hacerlo desaparecer como un holograma que pierde su fuente de energía y luz, la poderosa vida que se agitaba allá afuera y de la que el resto parecía beber, excepto él.

Escapar. Una palabra emitida fácilmente… escapar de ellos no tenía sentido. No había adónde ir. Se hallaba prisionero en mundo que no tenía pasado ni futuro, sólo un presente oscuro de evocaciones que el vacío diluía. Como su padre.

Observó las pantallas. EXERION permanecía inalterable, el mismo paisaje, los mismos enemigos. Era increíble la fascinación que surgía en su interior. Era imposible no dejarse arrastrar por el paisaje y repetir los movimientos, en una indolencia casi eufórica que no lograba comprender.

No lo recordaba, pero existía una razón más allá de la simple y resignada elección, más allá de cualquier impulso adolescente e irresponsable para jugar EXERION. La intuición estremecía con rara fuerza, en silencio, como suele golpear dentro de cada ser la revelación. Había una razón para estar ahí, en medio de una oscuridad, y observando el rostro en las pantallas. Una razón certera y comprometida que hablaba de la verdadera búsqueda y fe. La fe, había sentido siempre, es poderosa cuando carece de apellido y a esa hora de la noche, faltando poco para que lo mataran no había otra cosa a la cual aferrarse.

Había una razón…

O quizás una convicción. La idea clara que al final del juego, al final del más alto score existía una puerta esperando abrirse lo suficiente. Y al otro lado, de forma irreal o soñada, un espacio con su propia forma o con sus propios contornos de conciencia y recuerdos buscando convertirse tiernamente en el paisaje que esperaba.

Si llegaba al final, si llegaba a ese score imposible… existía la posibilidad de que sólo quedaran las pantallas luminosas mil veces repetidas. ¿Qué tan seguro podía sentirse para esperar lo que siempre se ha esperado?

Lo suficiente. Al final del juego, intuía, debía existir algo. Eso era un fragmento de fe. Un pedazo infinitamente irrelevante, quizás, pero suficiente para esa noche, para la última noche.

Al final de EXERION, cuando el juego no podía soportar más puntos, o más aves derribadas, sobrevivía algo suyo. Por eso estaba ahí, disparando como si el destino de la galaxia estuviera en sus manos. No había nada más. Cuando se tiene por fronteras los límites de un cuerpo semi-destruido, cuando el espíritu parece ser sólo una materia inerte consumida por el miedo y la amargura, por el cansancio o el tiempo, sólo el pedazo de conciencia que sobrevive puede imaginar lo suficiente. Cuando no queda nada, pensar puede ser un placer y el pensamiento faltando poco del score era que el fin del juego daba paso a otra cosa.

Final del juego, código de acceso.

Fin de una vida, acceso a la eternidad de un paisaje delineado noche tras noche.

Vívido, de límites cercanos y familiares.

¿Quién juega al final del juego?

Estaban cerca. Muchos años atrás su padre también debió sentir que estaban cerca. Encerrado en una celda, o refugiado de forma anónima en un pueblo de la zona austral. Las personas pasan la mayor parte de sus vidas tratando de olvidar que se espera la muerte. Su padre nunca había vuelto, sabía demasiado para volver a la rutina, y era mejor mantenerlo furtivo en algún lugar. Encerrado, debió entender que ya estaba muerto. Era sólo cuestión de esperar el momento en que lo llevaran a un lugar elegido para que no existiera nunca más. Quizás siempre lo supo. Quizás entendió que en el plano de una vida sin nada, lo mejor era pavimentar su propia muerte.

Observó el score. Pronto llegaría a donde nadie se había asomado. Concentró entonces sus fuerzas en el juego y empezó a destruir sin vacilar, acabando con todos rápidamente. Disparó, moviéndose con demasiada habilidad, mientras los pájaros gigantes y las naves-mariposas se sucedían, volviendo a desaparecer. Y de pronto, como si no lo hubiese notado, vio que ya había pasado la marca y que fácilmente se extendía por los sobre 5.555.555 puntos. Echó su cuerpo atrás y una pequeña sonrisa rejuvenecedora que podía volverlo atrás, a 1986 o sólo dejarlo ahí, emergió, dejándolo completamente liviano, en una extraña suspensión que atraía cosas a su mente, penetraban en su espíritu y eludían al nanoraser. Era tal vez la figura de su pasado o quizás los ojos de su madre, y la sonrisa de su hermano o hermana, el cabello de ella, o sólo todos juntos en alguna fotografía o en una apacible Navidad. Quizás era sólo él, frente a una máquina, en una galería de juegos antiguos, usando sus últimas fichas, colocando su nombre e imaginando el rostro de su padre reflejado en la pantalla, viendo cómo lo había logrado, recordando el nombre del juego.

Su único brazo abandonó el comando y dejó que lo destruyeran una y otra vez hasta que las pantallas se volvieron borrosas y registraba en el ranking parte de su nombre. Entonces creyó que algo volvía. No estaba seguro, tal vez fue sólo un estremecimiento, pero era real y hacía que algo temblara aún dentro de él.

Tal vez el nanoraser titubeó o sólo era su pasado reconstruyéndose en segundos, reconstruyéndolo en partes que se reconocían y que se estrechaban en una hermosa y extraña felicidad. No podía estar seguro, quizás fue sólo un estremecimiento…

Volvió a sentir.

Sintió que se acercaba, que el paisaje alrededor cobraba otra dimensión. Una parte suya se alejó de la terminal, mientras al otro
lado de las pantallas se abría un nuevo mundo.
Las pantallas todavía parpadeaban en la oscuridad del sótano, iluminando a un extraño cuerpo que permanecía conectado aún, esperando en silencio o sólo silenciando la espera.

El sonido de las máquinas de juegos llegó hacia él como un recuerdo distante, elevando la imaginación de los sentidos. Aquí y allá se podían ver adolescentes y niños jugando u observando el ritmo de los juegos. Su cuerpo deambuló por las máquinas, echando miradas por sobre las espaldas de los jugadores y curiosos que miraban embobados las cadenas de disparo, los diferentes niveles y las tácticas para cruzarlos. Como un fantasma, su rostro deambuló por las pantallas sonoras, un reflejo crepuscular que nadie distinguía en medio del estallido de píxeles que daban forma a nuevos paisajes, insert coin y game over.

De cualquier forma, su rostro no existía. Bastaba con ser una sombra para reforzar la existencia.

Dejó que el sonido de las máquinas lo llevara a EXERION. Al principio escuchó un rumor, luego lo que parecía una caída de naves-mariposas, y finalmente el sonido inigualable del disparo ametralladora. Dejó entonces que sus ojos atravesaran el paisaje humano, y ahí, en un lugar que podía ser un rincón o el centro de todo, estaba el niño que buscaba.

No había sido difícil reconstruirse, aunque en ese momento era quizás lo menos importante. Le bastaba con saber que ese niño era él, o algo programado para ser el niño que había sido, en su versión de 1986.

Ahora caminó despacio, manteniendo la realidad. Construir un pedazo de mundo que no se derrumbe en poco segundos es la primera misión que exige la vida. Se acercó entonces lentamente, buscando la distancia necesaria.

El niño evadía los peligros, las naves hostiles, mientras el score sumaba puntos. Uno a uno los enemigos eran destruidos. Uno a uno, las manos aprendían a matar.

Durante largos minutos, la escena se repitió constantemente. Inmortal, sin miedo a la muerte, sin imaginar que existía algo así, el niño se hizo eterno en la vastedad de EXERION. Los minutos se volvieron pantallas, niveles inalterables modificados sólo por la presencia de enemigos.

Hasta que de pronto el niño fue destruido. Nadie pareció darse cuenta. Así parecía ser la vida: un paisaje inalterable, hasta quede pronto algo te vence y te destruye, en medio de un universo indiferente.

El niño permaneció quieto frente a la pantalla. Al mirarlo, sintió un impulso intenso. Pero fue el niño quien levantó sus brazos para tomar la palanca y el botón, sólo para poner su nombre en el registro del día.

Y en el primer lugar del ranking, el nombre de Víctor Morales resplandecía con fuerza propia. Sus letras se volvían trazos luminosos en el paisaje nublado.

Y antes que pudiera cerrar los ojos, antes que el paisaje terminara, pudo ver como el niño daba media vuelta. Su cara parecía no tener rasgos, sólo contornos desplegados con dolor o con un poco de ternura. La cara algo muerta, algo viva, el registro distante de una extrapolación exo-genética, fragmentos de un rostro que esperaba morir al otro lado de las pantallas.

El niño avanzó hacia él, y antes que pudiera moverse atravesó su cuerpo, como si ambos fuesen espectros.

Ahora las pantallas yacían oscuras. EXERION estaba muerto.
No quiso abrir los ojos, sólo poder recordar la secuencia completa. No era el pasado, ni siquiera el presente. La emulación y el momento que había construido era esa secuencia que ahora se mantenía constante, él y su padre, los dos en silencio, como siempre había sido. No había podido recrear ni falsear nada. Aún el intento de crear algo distinto era inútil. La verdad permanece, la esencia de las cosas no puede cambiarse.

Cada noche que reconstruyó a los desaparecidos pareció ser siempre una primera noche. Había buscado que los seres queridos tuvieran una segunda oportunidad. Que los rostros volvieran a mirarse, o sólo que los corazones volvieran a sentirse. Nunca se está solo si aún muy lejos está el ser amado. Buscaba recuperar lo que pudo haber sido, un pedazo lo suficiente para imaginar un instante, un ambiente o sólo un fragmento de extraña e irrepetible ternura. Buscaba ser otra vez el niño que con una solo una ficha y una pantalla muy luminosa podía imaginar un mundo y suficiente felicidad para todos dentro de él.

Había buscado sentirse como su padre, mirándose a sí mismo. Y en ese pedazo ficticio, sólo sintió distancia y dolor.

Hay algo que ningún nanoraser, ninguna técnica puede borrar y es el dolor que nace en cada uno de nosotros. El dolor siempre permanece, nunca se olvida, y si por alguna razón parece distante, siempre habrá forma que las circunstancias lo recuerden.

Las circunstancias convirtieron la vida en un juego eterno, un niño que se eleva para caer. Para morir en el recuerdo.

Mátenme… mátenme igual que a él.

Pensamientos como ecos imperceptibles.

Porque siento tu dolor… el dolor de tu perspectiva. Sin dolor no sabías quién eras. Disturbios en tus ojos… Hasta que el sueño vuelva a caer…

Un segundo después un láser de alto poder penetró la pared de la habitación y atravesó su cabeza. El cuerpo se desplomó inerte mientras otros disparos destruían las pantallas y la oscuridad cubría lo que quedaba del crepúsculo de la habitación.

Fui recuperado en medio de un vértigo que me costó entender, aunque ya estoy en suspensión, lo suficiente para poder ser parte de lo que sucedía más allá de las pantallas. No estaba activado. Puedo ver y me he visto a mí mismo desde hace una hora, aunque me costó reconocerme, porque no tengo forma, ni sentido. Han pasado muchos años… no estoy seguro. Aquí siempre parece ayer y mañana. Soy EXERION… soy Víctor Morales… soy también voces y ojos perdiéndose en pantallas difusas… un padre irreconocible… un
delator… un niño que juega hasta morir.

Soy NANORASER 808… suspendido, esperando que me encuentren para renacer… o desaparecer para siempre. Puedo ser un juego que termina más allá de los cinco millones de puntos donde se puede acceder a una imagen del pasado. O puedo ser una emulación que flota en una galaxia de emulaciones y que espera su oportunidad. No tengo vida, pero si alguien me activa, podría parecer vivo. Será una larga espera. ¿Quién podría querer recodar la vida un hombre y su padre muertos? ¿Quién eres tú para sentir serlo?

¿Hay alguien que haya jugado EXERION y recuerde su nombre como solía hacerlo un niño cuyos recuerdos diluidos parecen temblar en mí?

Pablo Castro Hermosilla