por Sebastián Gúmera
El teléfono suena a las 2 y media de la mañana. Parece escucharse más fuerte, más agudo que otras veces. Francisco, soñoliento y algo confundido se levanta y corre hacia el aparato.
–¿Aló?
–¡Francisco! ¡¿Francisco eres tú?!
–Sí, ¿quién es?
–Soy la Claudia. Algo grave pasó, nos asaltaron a la Javiera y a mí… y…
–¡¿Y qué?! ¡Habla mujer!
–¡Y por defenderse la acuchillaron!
–El auricular cae. Francisco no reacciona hasta que se escucha la débil voz de Claudia gritando “¡Ha muerto!”. Francisco, camina titubeante por el pasillo. Entra a una habitación, pintada de celeste, con estrellas y una hermosa cuna vacía en la esquina. Al lado de ella, una ventana. Una amplia ventana. Francisco se acerca a ella. No puede abrirla. No quita su mirada de la luna que atraviesa sus ojos con su luz. No tiene fuerzas. Se desploma en la suave alfombra.
–La enterraron un 5 de noviembre, asistieron familiares, amigos, compañeros de trabajos y algunos conocidos.
–¿Dónde esta el Pancho? –pregunta una vieja de cabellos teñidos a Claudia.
–No sé. Estuvo en el velorio, pero no habló con ninguno de nosotros. Sólo miraba el cuerpo de la Javierita.
–Pobre, tan buen hombre y quedar viudo tan joven.
Francisco sale de la iglesia. Tira su rosario al suelo y se sienta en la acera.
Cierra los ojos, y lo único que ve es un gran bosque, una infinidad de tonos verdosos a su alrededor. La luz de sol apenas pasa por esas preciosas ramas. El lago brilla con intensidad, y él, sentado en un bote, en el medio de este lago, sólo ve aquel gran bosque.
–¿Estos son sus ojos? –preguntó a su acompañante.
–Así es, sus ojos y los míos
–Son preciosos –dijo, mientras acercaba su mano al transparente elixir.
–Esta es su sangre, ¿no es así?
–Sí, ¿como te has dado cuenta?
–Pero si esta muy claro, la estoy viendo, a la luz de estas velas… pero, ¿quién eres?
El aparato suena. Se arrastra. No puede levantar el auricular con sus ensangrentadas manos. No tiene fuerzas.
–¡Por la mierda! ¡Malditas piernas! ¡Respondan!
Mira el cable del teléfono, lo toma y se lo acerca al cuello. A lo lejos ve un conejo, con un gran sombrero y un abrigo de cuero.
–¿Adónde vas? –le pregunta el conejo.
–No sé, perdí mi mapa.
–Acompáñame, te llevaré adonde puedas descansar.
–Francisco lo siguió, y subieron una escalera unida a un árbol. Subieron y subieron hasta llegar a la copa. En ella, solo había una llave, gastada y oxidada.
–Tómala –ordenó el conejo.
–¿Qué hago con ella?
–¡Sólo tómala!
Francisco la agarró, y al hacerlo notó que un hilo casi invisible estaba amarrado del orificio. Empezó a tirar del hilo, y el árbol comenzó a desarmarse, a descoserse. El conejo y Francisco cayeron poco a poco. La caída parecía eterna. Mientras caía, veía como cada uno de los árboles tenían cuerpos humanos y desnudos pegados a los troncos. Sus afligidos rostros lo miraban fijamente. Parecía que estuvieran cayendo junto a ellos.
–¿Quienes son?
–Son los que tomaron la llave.
–Al decir esto, el conejo empezó a sangrar. Sus ojos lloraban sangre. Su hocico escupía sangre. Su pelaje se tornó rojo. Al llegar al verde suelo sólo era un charco de sangre junto a un hombre desnudo.
–¡¿Qué le pasó señor conejo?!
–Lo asesiné –dijo una voz que salía de la sombra de un pajarraco gigante posado en un arbusto.
–¿Y por qué lo has hecho?
–Porque puedo.
El pajarraco comenzó a desaparecer. Primero las patas, luego el cuerpo, la cabeza y por ultimo el sonriente pico.
–¿Adónde vas? –le preguntó Francisco al ave gigante.
–Adonde no puedan molestarme intrusos como tú.
–Llegué aquí por error. ¿Puedo acompañarte?
–No puedes, jamás podrías. Y no creas que es un error tu llegada.
–¿Por qué no puedo acompañarte?
–Porque te desquiciaste.
–¿Cómo lo sabes?
–Es obvio. Sino no estarías aquí.
La figura desapareció. En la oscuridad que rodeaba a Francisco se abrieron miles de blancas puertas. De algunas salían serpientes y dragones. De otra salían miles de frutas.
–Tómala –dijo una serpiente azul que pasaba por ahí–. Esa es la llave verdadera, tómala.
–¿Otra llave? ¿Para qué?
–Para la puerta. Supongo que quieres salir no.
–¿Salir? ¿De donde?
–De tu encierro, al igual que todos nosotros.
–¿Estabas encerrada?
–Sí, pero ya soy libre, al igual que las otras serpientes y dragones que ves aquí. Vamos, come la manzana.
Las frutas empezaron a gritar con desesperación. No querían ser devoradas por el dragón gigante en que se había convertido Francisco luego de comer la manzana. Pero no pudieron resistirlo.
–Estoy satisfecho. ¿Dónde puedo descansar?
–Síguenos, hay un lugar al que todos vamos ahora.
–¿Ahí podré dormir un rato?
–Claro. Ahí puedes hacer lo que quieras.
Las serpientes y los dragones, entre ellos Francisco, fueron volando entre las nubes de papel dibujadas en el mar por un largo rato. En el camino se encontraron con un puente, vigilado por la reina de los ratones.
–¿Quiénes son ustedes? –preguntó la horrible dama.
–Somos los ganadores. Queremos pasar para llegar a la tierra blanca.
–No podrán, se quedaran aquí para que las ratas se los coman
–¿Qué sucede? –preguntó Francisco a la serpiente.
–Nada. Es esta vieja loca y sus ratones que no nos deja pasar por el puente de fuego.
Claudia decidió ir a visitar a Francisco. Eran las 7 de la tarde y recién estaba anocheciendo.
–¿Por qué? ¿Por qué lo hice? ¿Y por qué a la Javiera se le ocurrió hacer eso? –pensaba mientras llegaba al edificio.
Tocó el timbre por varios minutos, pero nadie abría. Tomó su celular. Francisco no contestaba. Fue a preguntarle al conserje si lo había visto salir, él le dijo que hace varios días que no se le ve, pero que un hombre había entrado la noche anterior.
–Bien, te propongo algo, vieja –le dijo la serpiente a la reina–, si tú nos dejas pasar te traeremos un recuerdo desde la tierra blanca.
–¿Y cómo puedo estar segura de que cumplirán?
–Deja que uno de tus súbditos nos acompañe, uno de los más confiables.
–Está bien. Moneda-de-chocolate, ¡ven aquí!
–Si señora, ¿que desea?
–Acompáñalo hasta la tierra prohibida, la tierra blanca. Ellos te darán algo que tú deberás traerme.
Las serpientes y dragones, ahora junto a una fuerte rata, siguieron su camino.
–¿Por qué te llamas así? –le preguntó Francisco a Moneda.
–No lo sé, ¿Por qué te llamas Francisco?
–Tampoco lo sé… pero, ¿cómo sabes mi nombre?
–Aquí todos sabemos tu nombre –interrumpió la serpiente.
Confundido y algo mareado, Francisco tropezó con una piedra y cayó sobre un río de agua ardiente.
–¡Me quemo, sáquenme, ayúdenme!
–No podemos, no es nuestra culpa que hayas caído –dijo la serpiente, y luego siguió volando, dejando a Francisco en el río.
La corriente lo llevó hacia el mar, donde miles de peces se arremolinaron en torno a él y lo transportaron a la orilla.
–¿Estás bien?
–Sí, eso creo. Pero, estoy mareado, tengo ganas de vomitar…
Cientos de niños, mujeres, hombres y ancianos, arañados, con ramas en el pelo y cadenas doradas en las manos y pies salieron de su hocico de dragón.
–Tenemos que asarlo y comerlo –decían los hombres
–No, podemos cuidarlo –decían los niños.
–No, tenemos que usarlo de juguete sexual –decían las mujeres.
–No, debemos destruirlo. Él nos tenía en su estómago y era horrible. Hay que evitar que nos vuelva a tragar.
Javiera está en la habitación de Claudia. Javiera la abraza y le dice:
–No puedo vivir con esto. No en esta situación.
–Pero debes ser fuerte, fue tu opción.
–No, no es eso. Es que sin este amor no puedo vivir.
–Ahora tienes otro deber. Tú… tú tienes que irte –le dijo Claudia, llorando.
–Pero él no se lo merece, ¡ni siquiera es de él!
Francisco siente como esos hombres y mujeres se lo comen. Su piel, cada uno de sus órganos, su corazón y su cerebro son desgarrados. Con lo que queda de su ojo izquierdo ve a uno de los hombres. No está comiendo, solo está mirando al cuerpo de Francisco mientras ríe.
Francisco lo ataca con su cuchillo cocinero.
–¡¿Por qué lo hiciste?! ¡¿Y por qué mierda me lo dices ahora?!
–¡Aleja eso! No se, te lo dije porque me sentía mal después de esto que ha pasado.
–¡¿Crees que eso es sentirse mal?! ¡Hijo de puta!
Francisco enterró el arma en el pecho del hombre, y luego lo degolló con furia.
Sentado sobre un árbol de hojas rosadas, Francisco mira el suelo.
–Allá abajo, cientos de hormigas luchan por sobrevivir, y yo aquí, sin más responsabilidades que permanecer sentado.
Empieza a caer junto a las hojas, y cuando llega a la tierra se encuentra nuevamente con el conejo
–Hola de nuevo –dijo amablemente la criatura
–Hola. ¿Qué te había pasado?
–Sólo desaparecí.
–¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste? ¡¿Por qué me abandonaste?!
El hombre agarra del cuello al conejo, y lo empieza a estrangular. Los ojos del animal se desorbitaron y luego cayeron.
–¿Estos son sus ojos? –preguntó a su acompañante.
–Así es, sus ojos y los míos
La bocina de un auto despierta a Francisco. Sigue caminando hasta llegar a la casa de Luis. Golpea, pero nadie le abre. Toma un papel de su bolsillo y con su pluma le escribe una nota que dice “Debo verte lo antes posible, ven a mi casa mañana, te dejo a la imaginación lo que pasará si no vienes”.
Francisco, con el cable en su cuello, ve como el conejo muere lentamente en sus manos. El estómago del animal se abre, y de él aparece la serpiente azul.
–¿Por qué no me rescataste?
–Porque no te lo mereces. Yo tampoco lo merecía. Ahora iremos al mismo lugar los tres.
El corazón de Javiera latía rápidamente, sólo podía mirar los húmedos ojos de Claudia.
–¡Pero entiende, Javiera! Tú tendrás un hijo, ahora él es más importante que esto. ¡Debes darle un futuro!
–¿Un futuro? ¡¿Un futuro entre tanta mierda?! No, no lo haré. Ninguno de ellos me importa. Sólo… sólo tú
Claudia besa los labios de Javiera, con ternura, como si se despidieran.
–Vete con el Pancho, Javi. Yo también me iré. Pero debes saber que aún no te perdono.
–¡¿Que no me has perdonado?! Fue un error, lo se, pero tu has cometido otros peores y yo si te he perdonado. ¿O se te olvida lo de tu padre? ¿O se te olvida lo que paso antes con Luis?
–¡Eso es diferente, tonta! Era una situación muy complicada la que tenia con mi padre, no tuve opción. Y Luis, bueno, él no es nada para mí ahora.
–Y para mí tampoco, ¡entiéndelo!
–Sí, la mitad de lo que llevas en tu estómago es de él ¡puta!
Sorprendida y apenada, Javiera toma su cartera y sale del departamento. Claudia va corriendo hacia la cocina, tropezando con vasos y botellas de pisco vacías.
–Ahora que nos vamos es mejor que despiertes –dijo la serpiente.
–No quiero despertar, ¿para qué hacerlo?
–Para existir.
–¿Y para que debo existir? Si esto es la inexistencia entonces soy feliz así.
–Cobarde, abre los ojos ¡ya!
Francisco, colgado, apenas respirando, ve la borrosa imagen de Claudia acercándosele. Unos hombres que vienen con ella cortan el cable.
–¡Pancho! Francisco ¡háblame!
–m… mi Javiera
–Ya no está, pero tienes que ser fuerte.
Francisco toma a la serpiente y rodea su cuello con ella. Le arranca la cabeza con los dientes y la escupe en un lago de sangre. Comienza a tirar de la cola y antes de morir dice:
–Tuya es la culpa, desgraciada e infeliz serpiente solitaria…
Toma un cuchillo. Son las 2 de la mañana. Sale detrás de Javiera. Sus ojos no ven más que la espalda mojada de alcohol.
–Javiera, espera! –grita Claudia
–¡¿Qué mierda quieres ah…?!
La navaja entra por su abdomen. Luego le abre el estómago, y lloran juntas en el suelo. Lloran hasta que sólo quedan el silencio y el horror en medio de una habitación enrojecida por la furia. Lloran sin despedirse, entre serpientes y dragones desorientados. Luego Claudia, algo más sobria, toma su celular y marca al teléfono de Francisco.
FIN
por Sebastian Gúmera