Ya es de noche, la luz de la vela ilumina apenas mi cuarto de tres por cuatro metros y sobre el techo se dibujan sombras espectrales arrancadas de las fogatas de la calle. Me preparo para salir, reviso las balas que tintinean cuando golpeo con la mano el bolsillo de la chaqueta y miro de reojo el rifle sobre el camastro. Es de noche, hace frío y repaso de memoria la rutina diaria de asegurar las cuatro cerraduras de la puerta que protege mis escasas pertenencias: el camastro de campaña, una muda de ropa, un abrigo con los bolsillos rotos, la cocinilla a gas y la reproducción de una fotografía de Eugene Smith que me regalaste hace tanto tiempo, mucho antes de irte. Es quizás por eso que te recuerdo ahora, mientras pienso en los ocho pisos que debo bajar por las escaleras para alcanzar la calle, atento a las sombras de cada rellano, alerta a pesar de lo débil que me siento. Y me doy cuenta de que algo distinto sucede, una digresión, si quieres. Este es el único modo que tengo de contarte. Luego tú decidirás si corresponde o no, pero ese ya no es asunto mío. Ya cumplo lo suficiente con contarte, con tratar de contarte.
En fin, las cosas nunca fueron como yo pensaba. No porque resultasen distinto, sino simplemente porque no me había hecho una idea clara de lo que quería. Entonces sucedió todo. ¿Sabes qué es lo que pasa cuando algo cambia y tú apenas tenías una vaga noción de ese algo, apenas podías nombrarlo, identificarlo entre todas las otras cosas que te rodean? Piensa además que ese algo al que me refiero es aquello que todos llaman vida. ¿Sabes qué pasa, entonces? No queda nada, eso pasa, y de hecho eso fue lo que sucedió. No hubo razones ni explicaciones para modificar con tanta profundidad todo lo que conocíamos y a lo que estábamos tan habituados. Hay que aclarar, de todos modos, que nadie pidió las respectivas explicaciones. Simplemente sucedió. Los edificios fueron demolidos uno por uno. Una espesa nube de polvo fue cubriendo la ciudad, una nube que demoró varios años en disiparse y que terminó por posarse sobre las calles, los árboles y los escaños de las plazas. Todo esto sucedió hace muchos años y el polvo persiste, fétido, como un organismo vivo que cuenta con mil maneras de regenerarse. La gente de la ciudad se ha acostumbrado a los cambios, como suele suceder. Yo también lo he hecho: no soy un ser humano extraordinario como para rebelarme. Al parecer nadie lo es en la ciudad.
Desde mi cuarto, en el único edificio que queda en pie, puedo ver las calles, puedo ver la esquina donde antes había un café en que vendían exquisitos panqueques con relleno de mermelada de frutillas. Alguna vez nos citamos allí, y tú pediste jugo de naranjas y yo un café. Releo lo que he escrito y te pido disculpas por no ser tan preciso como quisiera. Las calles tienen ahora otros nombres, que cambian periódicamente, y los nombres anteriores, los de nuestro tiempo, los he olvidado. En la cuadra donde estaba el café hay ahora un terreno baldío, rodeado por un muro en ruinas, donde un grupo de personas vive aspirando bolsas con tolueno. Me parece que son tres o cuatro familias, unas veinte personas en total. Por las noches encienden enormes fogatas con muebles viejos que recolectan por las calles. Te asombraría ver la cantidad de columnas de humo que, incluso durante el día, se elevan desde diferentes puntos de la ciudad. Son como cicatrices negras sobre el cielo permanentemente gris. Estas fogatas son la única forma de espantar el frío y las jaurías de perros que asolan las calles durante la noche.
A veces, aún ahora, me paseo por la Plaza Central como si fuese lo más normal del mundo y no lo es. Voy por las mañanas, casi siempre. Voy a desayunar a un comedor público que, durante el tiempo anterior a las demoliciones y la nube de polvo, dependía de la Iglesia y que ahora es propiedad de una matrona gorda que defiende su negocio a punta de escopetazos. Allí se pueden conseguir, con algo de suerte, un par de huevos calientes y café rancio. La matrona también administra a una docena de menores de edad, niños y niñas, que realizan todo tipo de prestaciones sexuales.
De los edificios que rodeaban la Plaza sólo queda la Catedral y un ala en ruinas de la Oficina de Correos, que por milagro aún funciona. La Catedral permanece con las puertas cerradas, sitiada en sus tres frentes visibles por mendigos que se arrastran hasta allí con rastrojos de frazadas y cartones a medio podrir. Existe en la ciudad un intermitente rumor acerca de la próxima apertura del templo, un rumor que se ha gastado con los años y se ha convertido nada más que en un suspiro de desesperanza. Es bien sabido por todos que los curas se han marchado y que el interior de la iglesia está vacío. A pesar de eso los mendigos siguen llegando y se amontonan como lombrices en las escalinatas, rodeando las estatuas de cardenales muertos cuyos nombres ya nadie recuerda.
La Oficina de Correos, por su parte, es una de las pocas instituciones que funciona en la ciudad, por lo menos en apariencia. Todos los días, frente a la única ventanilla que atiende al público, se forma una larga fila de personas que consultan por encomiendas de algún pariente en el extranjero. Su único funcionario abre dicha ventanilla a las nueve de la mañana en punto y cierra al seis de la tarde, de lunes a viernes, y los sábados abre de diez de la mañana hasta las dos de la tarde. La gente que acude a la Oficina de Correos se renueva diariamente y todos escuchan la misma respuesta: no se ha recibido ningún envío desde el extranjero. Si alguien asegura tener la certeza -una imposibilidad, como te habrás dado cuenta- que la encomienda fue ya despachada desde su lugar de origen, el funcionario le entrega tres o cuatro formularios para reclamar el paquete presuntamente extraviado y le conmina amablemente a volver la semana siguiente para cursar la solicitud de revisión de entregas.
Luego del desayuno me instalo en uno de los escaños que los maricones ocupaban para comprar sexo, años atrás, por el costado norte de la Plaza Central, cerca de donde estaba la estatua de El Conquistador y que desapareció en la época de las primeras demoliciones. Ahora ya no hay maricones en la ciudad. Casi todos ellos se marcharon o simplemente están muertos. Dicen -no lo sé a con certeza pero intuyo cierto nivel de verdad en este rumorque fueron lanzados al mar tras una prolongada tortura, vivos o muertos, atados de pies y manos y con la cabeza cubierta por una bolsa plástica. Tampoco hay ya muchos viejos. Como te imaginarás, no pudieron sobrevivir a la nube de polvo. La bronquitis y todo tipo de enfermedades respiratorias los diezmó, y durante meses abarrotaron las ya escasas salas de los hospitales. Era todo inútil, claro. También murieron los niños más pequeños y los médicos que se contagiaban o simplemente sucumbían al cansancio. Es curioso cómo el cadáver de un viejo se puede parecer tanto al de un niño. Los cuerpos comenzaron a apilarse en la morgue, primero, y luego comenzaron a amontonarlos en algunas plazas públicas. Al principio los deudos se daban el trabajo de buscar a sus difuntos en las pilas funerarias, pero la indiferencia poco a poco fue ganando terreno y los cuerpos comenzaron a descomponerse y a convertirse en alimento de las gaviotas, las ratas y los perros. Se dice que finalmente fueron trasladados en camiones a terrenos agrícolas en los alrededores de la ciudad para ser sepultados en fosas comunes. La verdad es que a nadie le importa demasiado.
Me quedo casi toda la mañana sentado en un escaño de la Plaza Central, observando a las palomas que, desesperadas y grises, buscan algo para comer. No llevo semillas, como debes suponer. Me conoces y es inútil tratar de pintarte una imagen de mí que te resultaría extraña: me voy a la Plaza Central por la mañana a ver a las palomas, aves horribles, morir de hambre. Las palomas de las que te hablo no son las mismas que tú recuerdas. Hace muchos años que te fuiste, y en esa época todo era distinto. Éramos más jóvenes, de partida. Pero las palomas, de eso quería hablarte. Nuestras palomas son ahora del tamaño de una gallina y al menor descuido te puede sacar un ojo. Casi no vuelan, pero sus precipitadas carreras y cortos planeos las mantienen relativamente a salvo. No son un problema, de cualquier modo, pues los perros o los mendigos de la Catedral se encargan de mantener su población controlada, si me entiendes.
Por las tardes voy a caminar hacia el lado del río, haciendo un breve alto en lo que queda del Mercado Central para conseguir un poco de arroz y verduras a precios obscenos. Luego sigo por el borde del río hasta donde está el edificio de la Facultad de Derecho, convertido ahora en matadero para los perros que vagan, salvajes, por las calles. Un par de cuadras antes de llegar al edificio se pueden oír los aullidos de los perros y, aunque no es posible estar a menos de cincuenta metros pues el hedor de la carne podrida que se apila en el anfiteatro es insoportable, me acerco a la entrada principal. El portero, un tipo gordo y sudoroso, me recibe con una mueca que pretende ser una sonrisa y me acompaña hasta el auditorio del segundo piso, donde se dictaban las clases de Derecho Romano, que ahora hace las veces de oficina para el Servicio de Seguridad, Sanidad y Abastecimiento. Además de encargarse de los perros salvajes, es desde este edificio de donde salen los escuadrones de vigilancia que escoltan a los convoyes con el arroz que se reparte en los diversos mercados de la ciudad. Esos mismos escuadrones son los que se encargan de disolver motines, saqueos y recoger los cadáveres que aparecen cada día en las calles: víctimas de los perros, de algún asalto, del frío o del hambre. El Servicio está a cargo de un sujeto flaco y pálido, siempre vestido con una camisa blanca raída en los puños y una corbata negra ceñida al cuello con un perfecto nudo estilo windsor. Se llama Ciro Domínguez y me han contado que solía ser Juez del Crimen, pero esto no es seguro pues toda la información que puedas conseguir se basa en rumores. Cada tarde lo encuentro concentrado en libros de cuentas y, sin mediar palabras, me entrega el dinero de la noche anterior, doce balas y un poco de aceite para el rifle. Luego debo firmar un recibo donde me comprometo a matar al menos diez perros esta noche para recibir mi paga diaria.
No puedo contarte más. No hay más que contar. Apago la vela y me acerco a la ventana para mirar la enorme fogata que han encendido enfrente. Al parecer lo que arde es un sofá de tres cuerpos, con un tapiz que alcanzo a distinguir, o imaginar, verde. Ya es tarde y debo salir. Camino hacia la puerta, escucho el sonido metálico de las balas chocando en el bolsillo, el ruido sordo de las gomas de los zapatos sobre el piso. Antes de abrir la puerta pego el oído a la madera y contengo la respiración. Silencio. Giro la primera cerradura. Vuelvo a pensar: ya es tarde.
© 2004, Pavel Kraljvelich.
Sobre el autor: Pavel Alejandro Kraljevich Muñoz nace en 1973 en Antofagasta, Chile. Ha cursado varias carreras universitarias y ha participado también en diversos talleres literarios, entre los que destaca el taller dirigido por Carlos Cerda en la Biblioteca Nacional, en el marco de los Talleres Literarios José Donoso que se realizaron entre 1997 y 1998. Actualmente se encuentra dedicado a sacar adelante el proyecto de Ediciones K.