El libro de Shklovski

Por Sergio Alejandro Amira

Como moscas para muchachos lascivos somos nosotros
para los dioses:
Nos matan por deporte.

(Rey Lear)

I

Anoche soñé con Enki, y hoy la puerta se abrió.

Al igual que la primera vez no recordaba nada específico del sueño, salvo esa silueta iridiscente de tigre que era el avatar escogido por Enki para sus andanzas por este Universo.

¿Habría pasado tres meses durmiendo como la primera vez? ¿Habrían logrado enjaular a Enki una vez más? Aruru debería estar al tanto por lo cual la invoqué a viva voz. En ocasiones acudía a mi llamado, y en otras, como ahora, no.

Dijeron que si volvía a soñar con él serían capaces de rastrearlo y capturarlo y que entonces, tal vez, me dejarían en libertad. ¿Estarían hablando en serio o era sólo una mentira para brindarme esperanza?

Poso mi mano en la perilla de la puerta que, para mi asombro, se abre. Avanzo cautelosamente fuera de mi celda en medio de las penumbras de lo que asemeja un túnel, en dirección a un rayo oblicuo que ilumina el final.

La luz al final del túnel, ¿estaré muerto?, reflexiono.
Emerjo en la boca de una caverna situada en una saliente a varios metros del suelo. No, no estoy muerto.

Lleno mis pulmones de aire y me percato que es de una pureza a la que no estoy acostumbrado. Allá abajo se extiende un frondoso tapete verde, un bosque interminable y majestuoso.

El sol está emergiendo tras las montañas, no estoy en la Tierra, como atestiguan las tres pequeñas lunas que aún engalanan el cielo matutino.

En el pedregoso suelo reposa una rama caída, larga como un brazo y aún húmeda por el rocío de la mañana. La recojo como si se tratara de un majestuoso cetro, como si mediante esta acción estuviese reclamando mi dominio sobre esta nueva realidad.

Disfruto de una paz como no he experimentado nunca en toda mi vida, y tranquilamente comienzo a descender por las rocas desnudas. Mientras lo hago, rememoro las circunstancias que me trajeron aquí.

II

La verdad es que siempre me pareció risible esto del fin del mundo, ya fuesen las hipótesis planteadas por científicos ociosos o las escatologías religiosas ideadas para ganar más adeptos. La mayoría de estas ideas solían proponer un exterminio generalizado de la vida sobre el planeta, no podíamos desaparecer nosotros nada más, no señor, el gran Arca de Noe que es la Tierra tenía que hundirse con todos los pasajeros a bordo. Pues bien, alguien no tuvo en consideración nuestra pedante vanidad y nos borró de la faz del planeta sin tocarle un pelo a sus demás habitantes.

Desperté en lo que creí era mi habitación, en lo que creí era mi casa, con los músculos agarrotados y la imagen de Enki envuelta en una vaga memoria de espantosos horrores oníricos. El reloj marcaba las seis y media de la tarde, era sábado y al parecer había dormido durante gran parte del día.

El libro de Shklovski ya no estaba sobre el lugar donde lo había dejado la noche anterior, tal vez mamá había entrado en mi cuarto mientras dormía y lo había tomado.

Abandoné mi habitación a la espera de encontrarme con alguno de mis padres pero no había señal alguna de ellos, estaba solo en el departamento.

¿Por qué razón me habrían dejado dormir tanto? Ni siquiera cuando llegaba tarde de alguna fiesta permitían que me levantase más allá de las 9:30 de la mañana.

Al pasar junto a la puerta que comunicaba al corredor del edificio sentí el impulso de abrirla, pero esta permaneció cerrada pese a no estar con llave. Similar resultado obtuve al intentar abrir las ventanas. Tomé el citófono para así pedir ayuda al conserje pero la línea estaba muerta.

Hube de admitir que estaba confinado al interior de mi hogar, como sí del único participante de uno de esos reality shows al estilo Gran Hermano se tratara. Las tripas, a quienes mi desconcierto les importaba un bledo, protestaron hambrientas. Me dirigí a la cocina en busca de algo que comer y una vez allí comprobé que el suministro de gas estaba cortado, las cerillas no estaban en su lugar y la única cubertería disponible eran cucharas. En cuanto a los suministros alimenticios estos se reducían a un sinnúmero de compotas en frascos de vidrio para críos desdentados. Colados y picados Nestum, carne con espinacas, pescado, pollo, compotas de pera y duraznos…

Tomé una cuchara y, resignado, abrí un pote. Luego de zamparme cinco frascos y quedando medianamente satisfecho retorné a mi dormitorio y encendí la tele. La misma y curiosa imagen era transmitida en todos los canales: una habitación completamente vacía salvo por un taburete blanco con una rueda de bicicleta ensartada encima. ¿Qué podría significar aquello?

De algo eso sí estaba seguro, mi actual situación debía estar relacionada con los eventos acaecidos el día anterior en casa de mi hermana.

Pese a que mi radio Philips Digital Equalizer Incredible Surround Bass Reflex Speaker System funcionaba me fue imposible localizar alguna emisora y sólo se oía estática (por suerte tenía mis discos compactos para alivianar el tedio).

Decidí esperar a que regresaran mis padres, dos, tres, cuatro horas hasta quedarme dormido. Desperté en medio de la oscuridad, encendí la luz y nuevamente inspeccioné el departamento, que continuaba en las mismas condiciones. Presa de una repentina desesperación comencé a golpear las paredes y a gritar como loco pidiendo ayuda, pero me percaté que todo era en vano.

Durante los días siguientes me avoqué a la tarea de inspeccionar el departamento en busca de algún indicio que me ayudara a comprender el absurdo episodio de la Dimensión Desconocida que, contra mi voluntad, estaba protagonizando. Revisé cada rincón sin que el libro de Shklovski apareciese por ninguna parte. Arrojé sillas y otros objetos hacia las ventanas sin hacerles mella alguna e intenté derribar la puerta con similares resultados. Grité hasta quedar afónico y hasta tuve la idea de prenderle fuego al departamento ¿pero con qué si no había cerillas? Intenté provocar un corto circuito y me percaté que por los cables no corría electricidad. Lo que fuera que permitía el funcionamiento de los aparatos electrónicos como mi radio Philips Digital Equalizer Incredible Surround Bass etc. no era, paradójicamente, la electricidad.
Fue entonces cuando comencé a considerar la idea que no me encontraba en mi casa, lo que confirmé tras observar largamente por los ventanales y comprobar que el exterior no era más que una especie de filme que se repetía cada 24 horas. Simulacro, todo no era más que un simulacro, mis libros, mis discos compactos, mi radio, mi ropa, el día, la noche, todo.

¿Qué hace uno frente a tales circunstancias? Pues seguir viviendo de la mejor forma posible. Como la temperatura de mi prisión era de unos agradables y constantes 22 grados centígrados decidí andar desnudo, después de todo no podría llevar mi ropa a la lavandería si se ensuciaba. Lo que sí podía era asearme a mí mismo, ya que la ducha funcionaba a la perfección y ni siquiera tenía que encender el calefón para obtener agua caliente. De esta forma pasaron tres días durante los cuales comí mi alimento para bebé, escuché música, releí algunos de mis libros y observé de cuando en cuando la pantalla del televisor a ver si habían cambiado el programa. Pese a todo mi situación no era tan desagradable. Extrañaba a mis padres, pero no tanto como poder salir a dar una vuelta a la manzana o comerme una buena hamburguesa del McDonald.

Y entonces, la tercera noche, apareció Aruru.

Al principio pensé que estaba soñando una de esas recurrentes poluciones nocturnas de joven solitario, pero no, la mujer a la que penetraba extasiado no había sido modelada de la materia incoherente y vertiginosa de la cual se componen los sueños, era real, o por lo menos así se sentía. Su bronceado cuerpo de caderas generosas, pechos firmes y bien torneadas piernas era perfecto, aunque sus extremidades superiores… no es que se asemejaran a las de una marioneta, ¡eran las de una marioneta!

En efecto, tanto sus largos e inútiles brazos como su cabeza eran de madera, recubierta con lo que parece ser esmalte brillante. Las pupilas de sus ojos estaban pintadas sobre la inexpresiva cara, asimismo como sus labios carmesí y las largas pestañas semejantes a puntas de lanzas que circunvalaban sus cuencas. Su brillante y negro cabello era sintético, como el de las muñecas, probablemente plástico.

Los brazos como ya he dicho eran inservibles, y se ladeaban de un lado para otro cuando Aruru caminaba. Sus rígidos dedos no poseían articulaciones y sus manos estaban siempre abiertas. La sólida cabeza sobre sus hombros era tan inútil como sus brazos y parecía no albergar ningún cerebro orgánico u electrónico. Pero esto no quiere decir que Aruru no fuese un ser inteligente. Lo era, aunque no pueda explicarme cómo, y hablaba, aunque no produjese sonido alguno.
Cómo lograron sus creadores dotar de vida a un exquisito cuerpo femenino decapitado escapa a toda hipótesis por más aventurada que esta sea. Si su intención era proveerme de compañía femenina, ¿Por qué no una mujer real?, ¿A que se debía la presencia de aquella criatura de brazos y cabeza inanimadas? Estas eran sólo un par de las muchas preguntas que Aruru no supo explicarme nunca. De cualquier forma era buena compañía, sobretodo en la cama.
Tal vez Aruru fuese una especie de androide (aunque el término correcto sería “gineoide”, si mal no recuerdo) o incluso una proyección telepática de mi subconsciente, lo cual explicaría su insólita apariencia (me imagino a Romina diciéndome: la ausencia de una cabeza real en Aruru representa tu temor a las mujeres autónomas e inteligentes, su ausencia de brazos responde a la aversión que sientes ante el tacto de terceras personas, etc., etc.).

Durante mi cautiverio llegué incluso a contemplar la posibilidad que Aruru, junto con todo lo que me rodeaba, no fuese más que un programa al interior de un computador al que mi cerebro estaría conectado, ¿no decía Copenhage que todo el universo conocido por nosotros es producto de nuestros cerebros e instrumentos de tal modo que uno es eliminado del universo actual? Como sea, a esas alturas era evidente que Aruru no era más que un intermediario entre mi persona y la verdadera inteligencia detrás de mi curiosa situación.
Pero, ¿cómo es que entraba Aruru si la puerta nunca se abría? Pues atravesando las paredes como un fantasma, por supuesto. ¿Por qué no podía hacer yo lo mismo? Pues debido a que mis carceleros no deseaban que abandonase mi prisión, claro.

Sí, pensé en el suicidio poco antes de que apareciera Aruru, pero lo deseché de inmediato. Primero que nada por que sería incapaz de cometer un acto así, y segundo, porque carecía de todos los medios necesarios como para llevarlo a cabo. Si bien es cierto que había varios cinturones bien resistentes en el armario de mis padres, no existía nada de donde poder colgarme. Podría tal vez intentado quebrar la pantalla de la TV y utilizar los fragmentos de vidrio para cortarme las venas, pero Aruru me advirtió que al menor intento de atentar contra mi integridad física un intenso dolor de estómago acompañado de náuseas y perdida de motricidad me lo impediría. Preferí no comprobar si lo que decía era cierto.

Ya que no podía ni deseaba poner fin a mi vida volvamos al fin del resto de mis congéneres. Aunque parezca inaudito no me atormenta mayormente el fin de la humanidad, nunca le tuve gran aprecio y hasta cierto punto me alegraba que Enki hubiese librado al planeta de nuestra presencia. Se me viene a la memoria una hipótesis, desarrollada en la última película a la que tuve oportunidad de asistir. Uno de los personajes, una IA, proponía que nuestro comportamiento no era el de un mamífero, sino el de un virus. ¡Como olvidar las sabias palabras del Sr. Smith!: “Los seres humanos son una enfermedad, el cáncer de este planeta. Ustedes son una plaga.” A la luz de esta revelación podríamos definir a Enki entonces como la cura definitiva contra el virus humano.

Las migajas de información que Aruru mezquinamente fue arrojándome me hicieron perder poco a poco la comodidad de la ignorancia. Lo que yo creía apenas una noche de sueño habían sido en realidad nueve semanas de letargo, tiempo que le tomó a Enki borrar a la humanidad de la Tierra. Caí en el hechizo del sueño eterno cual poco agraciado bello durmiente, y no desperté hasta que Enki terminó su pantagruélica comilona.

Fui abducido la misma noche de la llegada de Enki, antes siquiera que los inexplicables decesos preocuparan a la opinión pública. Sus primeras víctimas fueron Romina y Alana, luego continuó con los habitantes de Santiago de Chile y el resto del mundo. Enki es un verdadero tragaldabas, un glotón como jamás se ha visto en el universo. Desconozco el porqué de su preferencia culinaria por el homo sapiens sobre todas las demás criaturas terráqueas pero si sé esto: Enki se nutre de la energía liberada al momento de la muerte, la que provoca manipulando los electrolitos del torrente sanguíneo de sus víctimas, o algo por el estilo.

Aruru me explicó detalladamente la fisiología de Enki pero la verdad es que no me quedó muy claro (las ciencias nunca fueron mi fuerte). Por lo poco que entendí Enki es una entidad que posee total control de sus átomos además de una vasta red energética que emana del núcleo de su cuerpo, puede alterar su masa a voluntad y adoptar cualquier apariencia. Mis indolentes carceleros le habrían permitido actuar a su antojo con el fin de estudiarlo. “Los seres humanos de la tierra no son más que un cultivo de miles y por lo tanto, sacrificables”, fueron las exactas palabras de Aruru cuando le eché en cara la indiferencia de sus amos para con mi especie.

De acuerdo a Aruru sus jefes teorizaban que la única forma de eliminar a Enki sería por medio de una explosión nuclear que interrumpiera la energía unificadora de sus átomos, pero para ello primero tenían que encontrarlo. ¿Pueden creer que en un momento de descuido se les perdió de vista a los muy omnipotentes, tal como si de un tigre que huyó del zoológico se tratara? En efecto, Enki abandonó la Tierra y esperaban ubicarlo con mi ayuda antes de que se zampara otro mundo. ¿Habrán logrado capturarlo? Dada mi actual situación parecía que sí.

El día antes de mi liberación (haya sido ayer o hace tres meses), y tras una agotadora sesión de sexo, Aruru me solicitó por enésima vez hablarle de mi visita a la casa de Alfredo Hauchecorne y los sucesos posteriores al hurto del libro de Shklovski. Yo pensaba que si mis carceleros lograron replicar mi habitación completa hasta el más mínimo detalle deben haberlo hecho a partir de información que recuperaron de mi cerebro. ¿No podrían mediante el mismo mecanismo enterarse de todo lo demás entonces? ¿Qué objeto tenían esos interrogatorios? Nunca lo supe, pero lo cierto es que cada vez que narraba la historia recordaba más y más detalles.

III

La culpa de todo esto la tenía Gonzalo Le Feuvre, con él se cruzó mi errante camino cierto día en que la fortuna no me era del todo favorable. ¿Las circunstancias del encuentro? Avenida Pedro de Valdivia, después de haber realizado algún tramite sin importancia. Estado moral: ociosidad, hastío por los vicios e injusticias del mundo moderno. Entra en escena Le-Feuvre, el joven poeta iba de visita a la casa de Alfredo Hauchecorne, ubicada en una de esas calles ciegas de Pedro de Valdivia. Me sugirió que lo acompañara.
-¡Cómo te vas a perder la oportunidad de conocer a Hauchecorne! -me dijo-. ¡Tiene una biblioteca increíble!

La propuesta de Le-Feuvre tuvo en mí un efecto seductor casi instantáneo. Conocer a Alfredo Hauchecorne, ¡y en su casa! Un momento, ¿y si a Hauchecorne le importunaba la aparición de una visita extra? Ciertamente no sería la ocasión más afortunada para ser presentado ante uno de los hommes de lettres más ilustres de Chile.

-No habrá problema, te lo aseguro. Hauchecorne es muy amable, ya veras -dijo Le-Feuvre. Sus argumentos parecían convincentes por lo que accedí a acompañarlo.

A Le-Feuvre le había conocido a principios de año. Por aquel entonces me parecía bastante insoportable y es que había obtenido el primer premio del concurso de poesía juvenil Me niego a guardar silencio, organizado por Mnemotecnia Ediciones. Alfredo Hauchecorne, único jurado del concurso, no escatimó elogios para Le-Feuvre llegando a decir que éste representaba la continuidad poética en nuestro país, cosa que me pareció algo exagerada.

Hauchecorne recortó su perfil entre los poetas latinoamericanos durante la década de 1960 con el pulso de obras como Exijo ver a Dios en su casa (1960), Crisálida (1962), y el aclamado Mi otro yo tenebroso (1965). El poeta había estudiado pintura en el Bellas Artes del D. F. Mexicano y a mediados de la década abandonó México para instalarse en el Greenwich Village, Nueva York, donde tomaría contacto con artistas, poetas e intelectuales como John Cage, Allen Ginsberg y William Burroughs. Desde entonces Hauchecorne residió intermitentemente entre el D.F. mexicano, Nueva York, París y Barcelona hasta que luego de pasar tres años en un convento trapense decidió regresar a Chile.

Tras un breve trayecto llegamos ante la puerta de Alfredo Hauchecorne. Le-Feuvre llamó y tras unos segundos apareció el poeta en persona.

-Hola, Alfredo -saludó Le-Feuvre estrechándole la mano-. Te presento a un amigo, Daslav Merovic.
-Mucho gusto, Daslav -dijo Hauchecorne.
-Lo mismo digo -contesté.
-Daslav es hermano de Romina Trugeda -informó Gonzalo.
-Medio-hermano -corregí antes que Hauchecorne inquiriera por qué mi hermana y yo teníamos apellidos distintos. Aunque la razón era bastante obvia esta era una pregunta que solían hacerme.

Tras las formalidades de rigor Alfredo Hauchecorne nos hizo pasar a una elegante estancia decorada con valiosos muebles, en su mayoría de caoba estilo francés, un gran tapiz mural de Verdure del siglo XVIII lucía en una de sus murallas. No fueron estos objetos, sin embargo, los que llamaron mi atención sino la gran cantidad de volúmenes con los que contaba la biblioteca de Hauchecorne, ¡y yo que pensaba ingenuamente que la biblioteca de Romina era grande!
Me precipité a revisar los títulos de las estanterías mientras Hauchecorne, con una sonrisa benevolente, fumaba tabaco francés en una pipa tallada. Su colección de pipas, que conservaba en la biblioteca, no era menos impresionante que la de libros. Amablemente me mostró algunas, una de agua del siglo XV, otra de calabaza como la de Sherlock Holmes, una china, otra griega…

-Según un estudio norteamericano los fumadores de pipa viven cinco años más que los no fumadores -informó Hauchecorne mientras rellenaba de tabaco una antiquísima pipa de espuma de mar que había adquirido a un anticuario del centro por un precio ridículo. La pieza tenía tallado, a ambos lados de la cazoleta, el escudo de armas de la familia real de Bohemia-. La próxima semana viajo a la Quinta Región, al primer encuentro nacional del Círculo de la Pipa a realizarse en el Bar Inglés de Valparaíso -agregó el poeta.
Tras aquel comentario Hauchecorne nos invitó a tomar asiento (lo que hicimos sobre un sillón Luis XVI con tapicería Grosspoint) y ofreció café negro con crema. Mientras el poeta preparaba la infusión reparé en un gato enorme que dormitaba sobre un aparador francés de nogal. Fue bueno saber que a Hauchecorne le gustaban los gatos, me ayudó a entrar en confianza ya que siempre he sospechado de la gente a las que no les agradaba la compañía felina. Soriano decía que todos los escritores con corazón se han ganado un gato que los sigue y los protege. Recordé al gato del Dante, al de Baudelaire, al de Lewis Carrol, al de Borges, a los de Burroughs y Hemingway, y recordé a Enki, por supuesto.

-Quince mil, pero eso fue hace tres años -fue la respuesta de Hauchecorne a mis preguntas: “¿Cuántos libros tienes?, ¿los has contado?”-. Esta biblioteca la heredé, junto con la casa y todos los muebles y objetos de arte, de mi abuelo paterno. No tuve acceso a ella sino hasta mi regreso a Chile, a fines de los ochentas. No me crié bajo la sombra de este inmenso roble como podrías pensar. Tengo planeado botar el techo para poder alargar los estantes y colocar una escalera.
-Y terminar construyendo la Biblioteca de Babel ­-comentó Le-Feuvre.
Tras mi somera revisión de las estanterías me extrañó la ausencia de libros de la pluma de Hauchecorne en su biblioteca y así se lo hice notar. Éste argumentó que la causa por la cual no había libros suyos se debía a que todavía conservaba el hábito por la buena lectura. Le-Feuvre rió de buena gana mientras me invadía una ligera sensación de Deja-vu.
-Daslav es un gran lector de ciencia ficción -informó Le-Feuvre a nuestro anfitrión.
-¿En serio? -preguntó éste.
-Sí -confirmé-. ¿A usted le gusta la ciencia ficción?
-No -fue la respuesta de Hauchecorne-. Es un género con el cual no he logrado relacionarme nunca. A Borges le gustaba mucho, aunque eludió el término “ciencia ficción”; refiriéndose a ella sólo en forma elíptica: “fantasía de carácter científico”, “ficciones de cosas probables”, “pesadillas que rehuyen un estilo fantástico”, “imaginación razonada”. Lo poco que he leído del género han sido justamente los autores recomendados por Borges: H. G. Wells, Ray Bradbury, Olaf Stapledon, C. S. Lewis… Me quedo con la Trilogía Cósmica de Lewis, Hacedor de estrellas de Stapledon y uno que otro cuento de Lovecraft, aunque este último me parece no es ciencia ficción en el sentido más estricto, ¿no es así?
Le-Feuvre asintió con la cabeza.

Tras aquella declaración permanecí un buen rato en silencio, escuchando a los poetas, me aterraba no decir algo lo suficientemente inteligente.

En una primera instancia, la charla giró en torno a la falta de apoyo a la poesía en Chile y el favoritismo hacia la narrativa que en la mayor parte de los casos era, a juicio de Hauchecorne, de dudosa calidad. Le-Feuvre hizo sus descargos en contra de las casas editoriales que tienen la política de no publicar poesía porque según ellos “no vende”, a pesar, según él, de ser Chile un país de poetas.

-Tienes razón -contestó Hauchecorne mientras recargaba de tabaco su pipa-. Chile es un país de poetas pero lamentablemente no de lectores de poesía. La lectura no es un hábito lo suficientemente desarrollado entre los chilenos quienes en su mayoría prefieren la narrativa a la poesía. Pregúntale a cualquier editor y te dirá que la poesía no despierta gran interés en el público, en especial la poesía contemporánea que les es “más difícil de comprender”. En la poesía el lenguaje se recrea en sí mismo, hay metáforas que conducen a otros mundos. De los lectores la mayoría está por lo fácil, donde no hay interpretación. Una muy buena amiga mía que es editora dice que el apoyo a la creación poética y la rentabilidad de esta es una ecuación que no cuadra ni ha cuadrado nunca, a excepción de los consagrados claro está. Por esto iniciativas como la de Mnemotecnia Ediciones tienen tan formidables convocatorias ya que representan una de las pocas oportunidades de romper él círculo vicioso del poeta desconocido que no puede publicar por no ser consagrado por no poder publicar. ¿Sabían que de los 157 títulos de poesía de autores chilenos que se publicaron el año pasado 92 fueron autoediciones de los propios autores? Para muchos poetas la autoedición es el único método. Yo autopubliqué mis primeros poemas a los dieciséis años en una imprenta llamada Nieto & Nieto, en la que se podía pagar a medida que se vendían los libros. Cuando le llevé mi primer libro publicado a mi madre, me dijo: “¿Y qué plata vas a ganar con esto?”. Tenía razón, vendí uno o dos y los demás los quemé, los poemas de aquel libro eran horrendos. Coincidentemente la imprenta se incendió a los pocos días, se rumoreaba que los hermanos Nieto le prendieron fuego, para poder cobrar el seguro. No tuve que pagarles ni un peso. No fui el único, los hermanos Nieto publicaron como a 300 poetas, todos a perdida. Nadie se acuerda de ellos, salvo una vez que les hicieron un reconocimiento, un almuerzo en la Sociedad de Escritores. Tú has sido afortunado Gonzalo, son pocos los poetas que pueden contar con una editorial que los apoye, sobre todo de una editorial grande como Mnemotecnia Ediciones que desde su fundación en 1957 ha mantenido un compromiso ininterrumpido con la poesía chilena.

-Sí, lo sé -admitió el poeta más joven-. Más del 18 por ciento del catálogo de Mnemotecnia lo constituyen publicaciones en poesía, análisis y crítica y cuatro de las veintiséis colecciones que conforman su catálogo están dedicadas íntegramente a la poesía. Tú sin embargo te retiraste de Mnemotecnia, a pesar de todos los halagos que le promulgas, y te cambiaste a una editorial pequeña.
-Las editoriales pequeñas son más jugadas, ¿sabías que publican proporcionalmente más poesía que las grandes? El 40 por ciento de lo que publica Ataraxia, mi nueva editorial, es poesía, a razón de mil ejemplares por título. Ha habido algunas reediciones, a pérdida por cierto, pero se trata de una inversión a largo plazo, de desarrollar el gusto por la poesía. Por lo demás estoy algo cansado de eso que Elias Canetti denominaba pfauenhaftigkeit, ese afán de notoriedad y presunción de muchos artistas y escritores, cuyas obras suelen ser objetos de grandes lanzamientos por parte de algunas casas editoriales. Ataraxia es la clase de proyecto en el que me interesa estar en esta etapa de mi vida. Ahora estoy trabajando para ellos en un libro que reunirá todos mis ensayos sobre literatura, una especie de mapa de la tradición personal en la que se inscribe mi obra, un mapa de mi problemática como escritor.

Fue entonces cuando me atreví a formular una pregunta ingenua; ¿Se puede escribir fuera de una tradición? La respuesta de Hauchecorne:

-Uno crea su propia tradición, tradición que acarrea ciertas obligaciones que deben respetarse. Remitámonos a Latinoamérica, no se puede escribir literatura por estos lados sin tener en cuenta a Vallejo, Neruda, Tirapegui, Arlt, Borges, Guimaraes Rosa, Onetti, Rulfo… no se puede escribir como si esos monstruos no hubiesen existido. Hay colegas que exaltan a otros escritores como sus maestros, pero esa admiración no se refleja en sus obras. Admirar también supone obligaciones, no se puede admirar a Shakespeare y escribir como Góngora. Cuando uno escribe se establece, por supuesto, una lucha con esa tradición, es ahí cuando aparecen los escritores que uno admira, los que uno tiende a imitar. La obra se cubre entonces con la piel fantasmal de los antiguos maestros, a veces es una fina epidermis apenas perceptible, otras, una manta gruesa que puede guarecerte de las inclemencias del exterior pero de la cual no se te asomará ni la cabeza. Yo creo que las influencias son reales cuando no son superficiales, lo que Goethe llamaba “las afinidades selectivas”. Las influencias se producen también inadvertidamente, por germinación, como diría Gelman, por contaminación, y por esto en ocasiones un escritor o un poeta actual iluminan a uno anterior, como si el escritor actual hubiese influido al otro. En un principio uno imita mucho, como un autómata, como el Espantapájaros del Mago de Oz. Luego uno quiere un cerebro propio, una personalidad propia, es como dijera Marinetti: <> Uno puede arrojar a la basura a los escritores que uno admira y pensar que es lo más saludable ya que nunca estaremos capacitados para superar a nuestros maestros, sin embargo a mí eso no me parece un buen estímulo. No se escribe con la ambición de matar a Shakespeare sino para ser admitido en su círculo. Faulkner decía que si un día llegaba a alcanzar esa perfección, ese ideal al que cada vez que escribía aspiraba, sólo restaba cortarse la garganta. No me agrada en absoluto la sacralización del escritor o la mitificación de la literatura, obstruyen el buen juicio. Para mí los textos son los que cuentan y no los escritores. Detesto a esos poetas extremadamente cultos, se puede ser muy culto e inteligente y producir un material infecto y débil.

-Como es el caso de tantos eruditos del Siglo de Oro frente a Cervantes -aseveró Le-Feuvre.
-Exactamente -afirmó Hauchecorne-. Esos humanistas eran los hombres cultos de la época pero leerlos hoy me produce acidez estomacal. No debe existir necesariamente una ética que acompañe a la estética de un escritor ¿saben? Hay muchas cosas de Borges por ejemplo que yo no comparto pero Borges es un gran escritor y eso es lo que me importa.
-Sin embargo la poesía de Borges no me parece tan notable como su narrativa -comentó Le-Feuvre.
-Bueno, a decir verdad Borges no es un gran poeta cuando escribe en verso, por lo menos no en el sentido que lo es Vallejo -dijo Hauchecorne-. Vallejo es uno de mis poetas favoritos, es un destructor implacable de jerarquías y valores. Sus poemas atesoran fragmentos expresados en sinécdoques que han dejado de remitir las partes a un todo y sin embargo hay en él un elemento autóctono, un elemento campesino, que no está en los cánones de la vanguardia.
-Vallejo es también uno de mis favoritos -aseveró Le-Feuvre-, pero volviendo a Borges, su poesía evidencia la habilidad de alguien que sabe escribir verso, pero que no es poeta -agregó Le-Feuvre.
-Es probable -reflexionó Hauchecorne-, a pesar de esto hay zonas de su prosa que son hondamente poéticas.
-Alfredo conoció en persona a Borges ¿lo sabías? -comentó Le-Feuvre desviando su cabeza hacia el sillón que ocupaba Remigio.
-¿En verdad? -respondí fingiendo no estar al tanto de tan memorable acontecimiento.
-Sí -contestó Hauchecorne-. Lo conocí en abril de 1976, durante un cocktail realizado en su honor en la casa del decano de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Maine a propósito de una reunión académica titulada Simposium sobre Borges con Borges. Borges se acomodó en un sillón y a su lado dispusieron una silla para los que desearan platicar con él. Yo estaba parado por ahí cerca, librando una lucha interior entre el deseo de hablarle y el terror que me producía su presencia cuando Oscar Hahn, que se había percatado de mis tribulaciones, me dijo de manera divertida y paternal: “Ya hombre, no seas cobarde. Siéntate ahí o té siento de un empujón”. Sin saber cómo, me encontré sentado junto a Jorge Luis Borges. Nuestra charla se centró en un principio en su célebre cuento Las ruinas circulares para derivar luego a su poema El Gólem, a la alquimia y la cábala.
-Existe también una novela títulada El Gólem si mal no recuerdo -comenté ya que no deseaba quedarme corto en cuanto a trivia literaria respecta.
-Si, del escritor austríaco Gustav Meyrink -confirmó Hauchecorne-. La novela de Meyrink y su versión cinematográfica de 1920 impresionaron grandemente al joven Borges, mucho antes de conocer los estudios de Gershom Scholem, pero no creas que Meynrick se inventó al gólem, dicha criatura proviene de la tradición hebrea.
Le-Feuvre y Hauchecorne se enfrascaron luego en una discusión sobre los caminos órficos y prometéicos. El primero insistía en su visión de la poesía como “iluminación” mientras el segundo la visualizaba como un arduo camino por el cual finalmente se llegaba a “la” palabra escrita. Para confirmar su posición Hauchecorne citaba a Picasso: <>.

Podríamos decir que la manera en que Le-Feuvre enfrentaba la vida era en efecto más “órfica” o del ocio (el don de la belleza, el orden y la paz sin conquista) que “prometéica” o del trabajo (el problema que se vence mediante el esfuerzo.) Le-Feuvre solía decir, citando a Eluard; <>. Una belleza más bien “convulsiva” que de proporción áurea cabe mencionar.
-El poeta debe transpirar tanto como un obrero, debe mojar la camiseta. Transpiración -remarcaba Hauchecorne-. Ese trabajo frío y arduo sobre el poema; ese quitar todo lo que sobra y agregar lo que falta. Porque casi siempre es mucho lo que sobra y en menor medida, lo que falta.

Le-Feuvre despreció la tesis de Hauchecorne e insistió en la inspiración fulminante e imprevista mientras Remigio pensaba que el acuerdo entre dos caracteres tan distintos como los de estos poetas era tan improbable como la humanización del excremento gnóstico el día jueves antes del almuerzo.

Le-Feuvre arremetió luego contra las odas, en las que no veía valor poético alguno. Ya no se trataba de una conversación entre aprendiz y maestro, Le-Feuvre se creía con la suficiente autoridad como para medirse con los pesos pesados.

-No cabe proponerse escribir una oda a esto o a esto otro porque en ese caso se trata solamente de ejercer un oficio -sentenció Le-Feuvre-, y el oficio sólo no basta para que la poesía nos visite, no alcanza a suplir esa necesidad. Las odas elementales de Neruda por ejemplo son como la recreación de una técnica conquistada por una vivencia inicial, pero ya separada de ella.
-No sé, a mí me gusta mucho la Oda al Caldillo de Congrio -replicó Hauchecorne.
En este punto decidí entrometerme en la discusión, ya llevaban demasiado tiempo ignorándome.
-Es tan abundante el mundo fenoménico en su inmenso despliegue que es imposible no sentirse saciado de estímulos perceptivos -argumenté ante la mirada suspicaz de Le-Feuvre-. ¿Qué necesidad entonces, suple la poesía? ¿Cuál es la finalidad de la creación poética?
-Tu pregunta no es muy distinta a la interrogante de Leibniz: <<¿Por qué ha de haber ser y sustancia? ¿Por qué no hay más bien nada?>> -contestó Hauchecorne-. Hago eco de las palabras de George Steiner: hay creación estética porque hay creación. Lo que mueve al arte, por más abstracto o hermético que este sea, es la mimesis, la instintiva “imitatio mundi”.
-No creo que la mimesis sea lo que justifica la creación artística -arremetí-. De ser así la precisión fotográfica, la finalidad reproductora constituiría la cumbre del mérito estético.
-No necesariamente -dijo a su vez Le-Feuvre-. Para que haya poesía debemos primero alcanzar la piedra sin dialecto, la hoja sin torreón, el agua frágil sin fémur, el peritoneo seroso de los anocheceres de manantial…
Le reproché al joven poeta estar alejándose del tema.
-No nos estamos alejando -respondió Le-Feuvre-. No es posible alejarse de la poesía, todos los caminos conducen a ella.
-Contesta mi pregunta entonces -demandé-. ¿Por qué habría de haber poesía?
-¿Y por qué no habría de haberla? -contestó impávido Le-Feuvre.
-La justificación de que hay poiesis porque hay creación es un lugar común -le contesté.
-Es este lugar común sin embargo el que desafía el entendimiento -concluyó Hauchecorne.
Luego de esto Le-Feuvre condujo la conversación hacia uno de sus temas favoritos, la muerte.
-Te gustaría el cementerio de Père Lachaise de París -dijo Hauchecorne-. Allí están enterrados, entre otros, Jim Morrison, Moliére, Chopin, Oscar Wilde, Max Ernst y Marcel Proust. También descansa en paz en el Lachaise un muy buen amigo mío, Dante Renard. Descubrí su poesía por casualidad, cuando trabaja como corrector en la revista Plural, dirigida por Octavio Paz. Aquel poema me impresionó tanto que olvidé corregirlo, lo que me valió una dura reprimenda por parte de mi jefa. Renard residía en Xalapa, su casa estaba en las afueras, en un barrio muy tranquilo. Su casa era inmensa, con habitaciones espaciosas y una estupenda biblioteca, del doble del tamaño que esta. Renard era solo, pero tenía una cocinera y también estaba la hija de la cocinera, y la hija de la hija de la cocinera y el hermano de la cocinera que oficiaba de chofer. En esa época Renard encabezaba un grupo de poetas denominado Nil admirari. Yo mismo fundé, junto con otros escritores, un grupo literario que de algún modo fue apadrinado por Renard. Era un grupo cuyo vínculo giraba alrededor de los textos, amigos interesados en el estudio del estructuralismo, del formalismo ruso y de una política de la lengua y el psicoanálisis. Lo que más añoro de aquella época es la vida de café que ahora parece estar en extinción. Renard decía que un poeta es como cualquier hombre, pero cualquier hombre no es un poeta. Nos reencontramos años después en Francia. Estaba muy anciano, aunque a mí me parecía que en veinte años no había cambiado nada, ya era viejo cuando le conocí. Recuerdo nuestros paseos por el Lachaise. En el cementerio hay un busto de un espiritista que prometía la reencarnación, su nombre era Kardek, Allan Kardek. En cierta ocasión Renard posó sus huesudas manos sobre él y me invitó a emular su acto. “Así nos encontraremos en la próxima vida” sentenció.
-Renard, he oído de él pero no conozco su trabajo -dije para luego preguntar si es que aquel poeta era mexicano.
-¡No! -exclamó Hauchecorne- Renard era chileno ¿qué no lo sabías?
Enmudecí ante la cólera exhibida por el poeta.
-Ahora que lo pienso en parte tienes razón ¿sabes? -continuó Hauchecorne algo más calmado-. El Renard escritor nació en México. ¡Tanto que se dice que Chile es país de poetas y Renard nos fue a florecer en México! No es de extrañarse en todo caso, México es impresionante, cuando llegué por primera vez al DF tenía dieciocho años y me sentí alucinado, sensación que se mantuvo durante toda mi estadía. Los mejores amigos los hice en México. Renard, Joaquín Obregón, Dorian Cano, Lázaro Fresnillo…

Hauchecorne se quedó un largo rato callado paseando aún por las calles del DF mexicano almacenadas en quien sabe que apolillado rincón de su cerebro. Una vez que volvió en sí se concentró en aconsejar a Le-Feuvre sobre los peligros del éxito, “muchos no te perdonarán él tenerlo”, le dijo. Le-Feuvre hacía oídos sordos a dichas recomendaciones ya que ambicionaba a como de lugar la corona de Amaranto, con la que se coronaba a los poetas dignos de inmortalidad. Sin duda alguna que Le-Feuvre era un romántico, si por romántico entendemos a aquel que “busca inflar su yo a la medida del universo”.

En cierto momento el gato que había permanecido indiferente se desperezó y de un salto bajó del estante donde dormitaba arrojando al suelo una fotografía. Aproveché de preguntarle el nombre del gato a Hauchecorne mientras Le-Feuvre se apresuraba en recoger la foto enmarcada.

-Alistair, se llama Alistair -contestó-. Es como el gato de ese poema de Nicanor Parra, un ser más allá del bien y del mal. A pesar de sus años aún conserva la misma mirada que me cautivó cuando lo recogí de la calle, esa mirada que te atornilla al sillón y ese ronroneo que precede a la llegada del diablo.
-Este es Rimbaud ¿no? -dije mientras Le-Feuvre colocaba la foto sobre el escritorio nuevamente.
-No, esa foto es de Baudelaire -corrigió Hauchecorne.
-¡Como puedes confundirlos! -exclamó Le-Feuvre-. Las diferencias entre Rimbaud y Baudelaire son notorias. Baudelaire por ejemplo siempre soñaba con viajar pero nunca lo hizo, apenas llegó a Bélgica, Rimbaud en cambio viajó muchísimo.
-Te equivocas -señaló Hauchecorne-. Baudelaire, bajo la presión del general Aupick, su padrastro, fue enviado a las Indias en 1841, a bordo de un navío mercante. A Baudelaire no le interesaba probar la aventura en el confín del mundo, no deseaba más que la gloria literaria. Desertó durante una escala en la Isla de la Reunión y volvió a París a tomar posesión de la herencia paterna ya que había cumplido la mayoría de edad. En todo caso esta confusión de poetas me trae a la memoria la observación que Oscar Wilde le hizo a Latourette sobre la fotografía: <>.
Es cierto -reflexioné-. La verdad es que de todas las similitudes entre ambos poetas la más obvia era la más inquietante; ambos estaban muertos.
-Para Baudelaire la palabra más hermosa era herpes -dijo Le-Feuvre como para enmendar su error y no quedar como un ignorante, sin embargo una vez más fue corregido.
-No, él no dijo herpes sino “hemorroides” -precisó Hauchecorne.
En ese momento observé la hora percatándome de que ya era muy tarde. Miré a Le-Feuvre por si hacía algún gesto de levantarse de su silla. El agotamiento de Hauchecorne era evidente pero Le-Feuvre no parecía enterarse. Finalmente el dueño de casa se levantó del sitio en que se hallaba cómodamente sentado y se dirigió hacia su escritorio.
-Tomen, dos invitaciones para una conferencia de la Academia Utópica. Me las enviaron por correo pero la verdad es que no me interesa asistir.
Aprovechó el momento para sugerir la retirada. Antes siquiera de abandonar la biblioteca Le-Feuvre “recordó” algo.
-¿Podrías prestarme un libro? -inquirió de manera despreocupada el joven poeta.
-Aún no me has devuelto los otros que te presté -contestó Hauchecorne.
-Si, ya te los traigo, pero ahora necesito que me prestes un libro en particular, para un ensayo que estoy escribiendo.
-¿Cual? -preguntó resignado Hauchecorne.
-La Nueva Novela si fuera posible.
Hauchecorne titubeó unos instantes para luego acceder a la petición del joven poeta no sin antes las recomendaciones de rigor.
-Cuídala como hueso santo, es una primera edición.
-Hauchecorne alargó su velluda mano y tomó el libro, el espacio vacío dejado por este me hizo reparar en uno de sus vecinos de estante.
-¿Y este libro? -pregunté señalando un pequeño y delgado volumen color caqui.
-Este libro es uno de los más curiosos de mi biblioteca no por su contenido a diferencia del dicho popular sino por su tapa -Hauchecorne sacó el libro del estante, depositándolo en mis manos. La superficie de la tapa era áspera y porosa, no muy agradable al tacto. En indescifrables letras doradas se podía apreciar el título del libro, o tal vez fuera el nombre del autor, o ambos. Bajo este, también en oro, una extraña imagen.

-La tapa esta forrada en la piel del autor -continuó Hauchecorne-. La imagen de la cubierta es una representación de la amphisbaena, una serpiente de dos cabezas cuyo nombre significa “va hacia ambos lados” en griego.
-Ese nombre está en uno de tus libros -señaló Le-Feuvre.
-La mordida de la Amphisbaena -confirmó Hauchecorne-, uno de mis libros más queridos. En los bestiarios medievales se documentaba a la amphisbaena también como un lagarto o un dragón, similar a este. Como pueden evidenciar el libro está redactado en un lenguaje incomprensible. El autor es Piotr Shklovski, poeta ruso de principios del siglo XIX que perdió un brazo tras caerse de un caballo. Es la piel de su mano amputada la que cubre el libro. Las páginas que faltan fueron arrancadas por el poeta en un momento de locura, esto, unido a la naturaleza críptica de la escritura impide cualquier intento de traducción.

Desde ese momento en adelante no pude apartar mis pensamientos de aquel libro, incapaz de sustraerme a su órbita que me jalaba como la tierra a un aerolito. De inmediato recordé la historia del Zahír, ese objeto que posee la terrible virtud de ser inolvidable y que termina por enloquecer a quien lo contemple. Puede que el libro haya tenido en mi el efecto descrito por Borges, de otra manera ¿cómo se explica que luego de nuestra visita y estando ya casi en la puerta despidiéndonos de nuestro anfitrión haya, so pretexto de haber olvidado algo, vuelto a la biblioteca para tomar el libro, guardarlo en mi bolso y salir como si nada?

-¿Que té pasa? -me preguntó Le-Feuvre a medida que nos alejábamos del lugar del crimen-. Té noto algo agitado.
-Nada, no ocurre nada, es que se me hizo tarde, después nos vemos, adiós.
-Espera ¿vas a ir a la conferencia de la Academia Utópica?
-No, gracias. Seguro que podrás encontrar mejor compañía.
-Sí no quieres ir a la conferencia podrías por lo menos venir a las charlas literarias que organizo los martes en el Café Off the Record.
-¿Cuándo dijiste que eran?
-Los martes, a las 7.30 p. m. En el Café Off the Record, tú sabes donde queda.
-Si, ahí estaré -dije para desembarazarse del poeta.

IV

Llegué a mi casa cerca de la medianoche. Mis padres ya estaban durmiendo y un plato frío me esperaba en la mesa de la cocina, lo cogí sin tomarme la molestia de calentarlo en el horno microondas y me encerré en mi habitación.

Había robado un libro valioso a un importante poeta, a un poeta que incluso admiraba por lo que aún no podía convencerme de haber ejecutado tan temerario acto. Había actuado con tal prisa y descuido que al salir de la biblioteca tropecé con una escultura de antimonio de Perseo y Pegaso, que por poco no se cayó al suelo. No había librado impune de mi acto. Hauchecorne se percataría de la ausencia del volumen tarde o temprano y si su memoria no le fallaba los principales sospechosos seríamos Le-Feuvre y yo. Cómo Le-Feuvre no había manifestado ningún interés en el libro mi culpabilidad sería evidente.

Me imaginé declarando ante Hauchecorne: Le-Feuvre me encargó robar el libro, cómo usted no me conoce renunciaría a la idea de recuperarlo y lo liberaría a él de toda culpa. No, ¿quien creería tal absurdo? Le-Feuvre tenía el desparpajo suficiente para pedir libros prestados y no devolverlos. No necesitaba de la complicidad de terceros. Luego pensé que estaba sobredimensionando el asunto, después de todo, ¿qué importaba un libro menos cuando se tenían 14.999 más? Si Hauchecorne realmente no estuviera dispuesto a perder sus libros hubiera obligado a Le-Feuvre, o a cualquier otro, a leerlos sin hacer abandono de la biblioteca, cómo hacía Vicente Huidobro con el Chico Molina, a quien el padre del creacionismo jamás le concedió sacar ningún volumen de su casa. Siguiendo esta línea de razonamiento se podría concluir que Hauchecorne estaba dispuesto al saqueo por que el mismo lo practicaba. ¿Cuantos libros de esa biblioteca habría adquirido Hauchecorne de la misma forma en que yo había obtenido el de Shklovski? Existía incluso la posibilidad que el mismo libro de Shklovski fuera un “préstamo” que Hauchecorne nunca devolvió, o que tomó sin consentimiento de su dueño.

Luego de contemplar largamente el dibujo en oro de la amphisbaena, aquél híbrido de ave y serpiente me abocó a estudiar los extraños símbolos que constituían aquella extraña escritura. ¿Podría alcanzar a entender aquel texto de la misma manera en que Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, había entendido la escritura del tigre?
El mensaje confiado por el dios a la piel de los tigres era una fórmula de catorce palabras que parecían casuales. Tzinacán confiesa que le bastaría decir en voz alta aquella formula para abolir su prisión, para ser inmortal. <> ¿Cuantas sílabas se ocultaban en aquel libro forrado en la piel de su autor y que terrible formula contenían? ¿Podría ser el libro de Shklovski un vehículo hacia el nirvana? El nirvana según había leído por ahí es la extinción del no-Ser en la totalidad del Ser, un estado de comunión con el Universo en su totalidad al que se entra a través de la destrucción de todo lo que es individual, convirtiéndonos de esta manera en parte íntegra del gran propósito. Por esto Tzinacán ya no recuerda a Tzinacán. Ha logrado la perfección cómo idea de lo que no es con relación a todo lo que es, ha sido y será. Cuando el Ser se va, el Universo crece en mí. A eso de las seis de la mañana y tras pasar la noche en vela concluí que Hauchecorne no merecía la posesión del libro, para él no tenía mayor valor fuera de la anécdota. No era más que una “curiosidad” dentro de su biblioteca, una curiosidad como los Innuits que ciertos científicos inescrupulosos llevaron como “muestra viva” al Museo Americano de Historia Natural de Nueva York en 1897, curiosidad como lo fueron los tallados africanos para Picasso que hasta último momento negó haberlos visto previo a las Demoiselles de Avignon. Para mí en cambio, el libro era un objeto mágico, capaz de invocar fuerzas y poderes superiores, cual piedra filosofal. Desde un principio intuí que encerraba un misterio que a Hauchecorne, o bien se le pasó por alto, o simplemente no le interesó develar. Algunos se contentan con juzgar a un misterio como algo más allá del alcance de la comprensión humana, yo sin discrepar del todo con dicha postura consideraba mi deber el intentar comprenderlo, hasta donde ello fuera posible dentro del dominio del intelecto, como recomienda Taimni pero, ¿cómo dar con la intima arquitectura alfabética en la que encontrar la anhelada escalera que me permitiría ascender a la fuente de toda razón y descender a sus infinitas ramificaciones para encontrar lo ignorado y oculto?

Al día siguiente y tras no hallar información alguna de Piotr Shklovski en la biblioteca de mi universidad decidí buscar a Ignacio Enríquez en la Facultad de Letras, debido a su estadía en Rusia parecía ser el candidato idóneo para consultar.

-¿Y ubicas a un tal Piotr Shklovski? -le pregunté mientras almorzábamos en el casino de la U.
-Por supuesto -replicó con tono erudito-. Piotr Shklovski era el seudónimo literario con el que firmaba sus poemas Grigori Grigorivich Rubarienko, hijo natural del conocido aristócrata de la corte de Catalina II, el conde Rzumovski. Rubarienko se doctoró en Filosofía y Letras y fue uno de los organizadores de la Asociación Libre de Amantes de las Letras Rusas, que jugó un destacado papel en el desarrollo de la literatura rusa de la primera mitad del siglo XIX. A Rubarienko se le conoce más cómo escritor de relatos qué cómo poeta, de hecho el seudónimo de Alexandr Shklovski sólo lo utilizaba en su obra poética.
-¿Sabes si Rubarienko era manco? -le interrumpí.
-¿Manco?, ¿cómo Cervantes? No, en realidad no lo sé. Si quieres saber más te recomiendo que vayas a la Biblioteca Nacional y pidas el volumen de Poesía soviética rusa, publicado por Editorial Progreso, de Moscú, a mediados de la década del sesenta.
¡La Biblioteca Nacional!, ¡cómo no lo había pensado antes! No perdí tiempo y me dirigí a dicho lugar. Me perdería un par de clases pero dilucidar el misterio se había convertido en mi prioridad.
Mientras revisaba el catálogo de la biblioteca en busca de la Poesía soviética rusa una mano se posó sobre mi hombro derecho, sobresaltado me di la vuelta encontrándome cara a cara con Gonzalo Le-Feuvre.
-¿Y que te trae por aquí? -interrogó Le-Feuvre-, tu no eres un visitante muy asiduo de la biblioteca.
-Busco un libro -le dije.
-¿Cual? Tal vez pueda ayudarte.
-Uno de poesía rusa -contesté tras dudar unos segundos-, Poesía soviética rusa.
-Lo conozco -aseguró Le-Feuvre-. Ese libro es una recopilación de poetas rusos del siglo XX, treinta en total, entre los que destacan Esenin, Blok, Pasternak, Evtushenko, Ajamatova, Tsvetaeva y Mayakovski. La recopilación y traducción estuvo a cargo de Nicanor Parra, aunque en realidad Don Nica en esa época no sabía ruso y trabajó en base a una primera versión literal al castellano preparada por José Vento…
-¿Dijiste poetas del siglo XX? ¿Sólo del XX? -pregunté extrañado.
-Sí, ¿por qué?
-Esperaba encontrar a un poeta de la primera mitad del siglo XIX.
-¿Que poeta?
-Ese del que nos habló Hauchecorne en su casa ayer.
-No recuerdo.
-Piotr Shklovski, cuyo brazo amputado sirvió para forrar la cubierta del libro.
-¡Pero claro! ¡Si hasta nos mostró el libro! Pero no, en la antología que buscas sólo figuran poetas del siglo XX, por lo demás recuerdo que Hauchecorne dijo que Shklovski era bastante desconocido.
-Ignacio Enríquez lo conoce, él me sugirió que lo buscara en éste libro.
-¿Qué más te dijo?
-Que Piotr Shklovski era el seudónimo literario con el que firmaba sus poemas Grigori Grigorivich Rubarienko, hijo natural del conocido aristócrata de la corte de Catalina II, el conde Rzumovski, que Rubarienko se doctoró en Filosofía y Letras y fue uno de los organizadores de la Asociación Libre de Amantes de las Letras Rusas y que jugó un destacado papel en el desarrollo de la literatura rusa de la primera mitad del siglo XIX.
-Lamento decirte que Enríquez te ha tomado el pelo, debe haberle causado mucha gracia enviarte a consultar un libro que ya no se encuentra dentro de los archivos de la biblioteca y además, que te hayas tragado todo el cuento que armó en torno a Shklovski valiéndose de tu ignorancia.
-¿A que te refieres?
-El volumen de Poesía soviética rusa fue retirado por última vez por un sujeto que nunca lo devolvió. Ese ejemplar no estaba fechado pero registraba su ingreso en el catálogo el 28 de octubre de 1966. De esa edición no se conoce otro ejemplar, el que yo leí fue una reedición a cargo de Margarita Aliguer para Chile que llevaba por título Poesía rusa contemporánea, publicada en 1972. Todos los datos biográficos que te dio de Shklovski son falsos, no existe ningún Grigori Grigorivich Rubarienko, Enríquez lo inventó usando a Antoni Pogorelski cómo modelo, ¿lo ubicas?
-No.
-Me lo imaginaba, Antoni Pogorelski realmente se llamaba Alexei Perovski, fue discípulo del precursor del Romanticismo ruso Karamzín y era tío de Tolstoi.
-Maldito desgraciado.
-¿Quien? ¿Tolstoi?
-No, Enríquez.
-Él es así, le encanta burlarse de la gente. De cualquier forma, ¿a qué se debe tu interés en Shklovski?
-Nada en especial, sólo me llamó la atención eso de que usara la piel de su brazo para encuadernar el manuscrito, la idea de que la piel humana se utilice para forrar un libro me parece repugnante, cómo repugnante fue tener aquel volumen en mis manos. Nunca imaginé que tal cosa fuera posible.

-Eso de usar la piel humana para forrar libros no es algo tan fuera de lo común. El más antiguo de esta clase de libro se encuentra en Los Ángeles, en la biblioteca de la Universidad de California. El libro se titula ‘Relation des mouvemens de la ville de Messine despuis l’année M.DC.LXXI jusques à présent’, en una inscripción se puede leer “A la bibliothèque de M. Bignon, reliure en peau humaine”. Supuestamente el tal Bignon no es otro sino Armand Jerome Bignon, el bibliotecario de Luis XV, que mandó a encuadernar varios libros en la piel de sus amantes muertas. Hauchecorne me había hablado anteriormente de éste libro y de dos casos de otros volúmenes forrados en piel humana relacionados con dos poetas franceses, Dellile y Flammarion. En 1882 una joven duquesa francesa, que sufría de tuberculosis confesó a su médico su amor por Camille Flammarion a pesar de nunca haber sido presentados, de nunca haber cruzado palabra alguna y de ni siquiera haberlo visto en persona. La intensa admiración de la duquesa, que pronto derivaría en un amor secreto, había nacido de la lectura de los libros del Flammarion. La duquesa lo había adorado día y noche, por cinco años y su última voluntad consistió en que, tras su muerte, el doctor cortara un gran trozo de los hombros de ella y se los enviara al poeta y astrónomo para que encuadernase uno de sus libros, todo esto se haría en el más absoluto anonimato. Tras recobrarse de la primera impresión el poeta hizo lo que la desconocida dama le solicitase; mandó la piel a curtir y la usó para encuadernar un espécimen de Terre et Ciel; al interior de la tapa inscribió en oro: “Por la realización de un deseo anónimo, cubierta de piel humana (mujer)”. El caso de Delille, llamado el “Virgilio Francés”, es aún más curioso. Almé Leroy, quien en ese tiempo era un estudiante de derecho, obtuvo permiso de Tissot, sucesor de Delille en la dirección de la escuela de poesía en Latin en el Collège de France, para entrar en el cuarto donde el poeta yacía muerto. Del cuerpo de su maestro cortó dos trozos de piel, una del pecho y otra de una pierna. Más tarde confesaría que a pesar que algunos le condenaran por su acto el no se arrepentía ya que consideraba el robo de piel del muerto como un homenaje. Con la piel Leroy encuadernó un ejemplar de la traducción que Delille hiciera de la Georgica. Bueno, espero haberte sido de ayuda, ahora debo proseguir mi camino. Te veo en la tertulia literaria del Off the Record.

Tras despedirse Le-Feuvre condujo sus pasos hacia la hemeroteca, yo continué con mi pesquisa sin el menor éxito, siendo éste resultado el mismo en cada tentativa por averiguar algún dato de Piotr Shklovski. Ciertamente que todo éste proceso se habría facilitado si hubiese podido hablar con Hauchecorne sobre cómo había obtenido el libro, sobre el misterioso autor y la extraña escritura, pero no era cosa de aparecerse por su casa y plantearle el tema. Ya le había robado el libro, no había vuelta atrás.

V

Luego de una semana quebrándome la cabeza sobre cómo descifrar el libro decidí recurrir a mi hermana, mi media-hermana (cómo le señalé a Hauchecorne), fruto de la unión matrimonial previa de mi mamá con el padre de ella, el célebre sociólogo y autor de best-sellers que viviseccionaban la identidad chilena: Román Trugeda.

Romina tenía 36 años y pertenecía a esa elite de intelectuales pedantes que gustan usar guiones o paréntesis frente a los prefijos des, re o in, y de hablar de rasgos temáticos formales, aspectos crítico-reflexivos, sociología de la recepción, estrategias programáticas, lectura sintomal, gratuidad cosmética, sistemas tecnomediáticos, modelos productivos, arte crítico-experimental, metarrelatos académicos e histórico monumentales, límites del cuadro, soporte de obra, vanguardias históricas, rigor tautológico, rigor lingüístico y semiológico, extensiones genéricas, configuración espacial y productiva, fuerza de conectividad, operación transicional, criterio analítico, estrategias curatoriales, sintomatología analítica, sustrato epistemológico, planos imbrincados, metabolismo social, ficha antropométrica, personalidad expropiada, sustratos perceptivos, instituciones receptivas anacrónicas, postmodernismo, feminismo post-estructuralista, sujeto plural heterogéneo y múltiple, planeta champú y cultura del envoltorio, excesos baudrillardianos, concatenación de estereotipos, técnica disciplinaria foucaultiana y un largo etcétera. Había vivido gran parte de su juventud en España. Su amor por los libros la había llevado a estudiar, una vez finalizada su carrera de Filosofía y su PhD en la Universidad Complutense de Madrid, restauración en papel con especialización en libros.

Mi hermana mayor era considerada como una de las más destacadas teóricas nacionales y entre otras cosas, había sido responsable de la visita y presentación de Gérard Argellies en el Salón de Honor de la Universidad de la Costa de Valparaíso; fue Gestora y Directora del Coloquio Internacional sobre el pensamiento francés postmetafísico con el auspicio de la Embajada de Francia en Chile; tradujo al español textos de Argellies y Derrída, publicó un par de libros no tan exitosos en términos de ventas como los de su padre pero elogiados por la crítica; El colapso de la distancia y Defecto(s) de borde creó y redactó el programa de Bachiller en Arte de la Universidad del Gran Tilo; fue fundadora de la revista literaria Norte-Sur y todavía encontraba tiempo para, de vez en cuando, realizar conservación de textos para particulares, además de ejercer como profesora de Estado en la Universidad de Chile y del primer nivel de los talleres de encuadernación del Centro Cultural Salvador Allende (su último trabajo había sido la restauración de El Cautiverio Feliz, del siglo XVI, la cual le tomó ocho meses).
Ciertamente sería largo enumerar las actividades, todas de gran valor y alto vuelo intelectual, que Romina había realizado y que llenaban de orgullo a mi madre pese a que ella y su hija no se hablaban hacía más de nueve años. Nunca supe “oficialmente” la razón por la cual se habían distanciado ya que ambas evitaban el tema cada vez que se les preguntaba, pero eventualmente me di cuenta, por supuesto.

No es que yo me llevara mal con Romina, simplemente no nos llevábamos. Cada cual había crecido en ambientes distintos, en familias distintas y hasta en países diferentes y ninguno de los dos había manifestado mucho interés por reunirse con el otro salvo ciertas celebraciones familiares. El problema con mamá había acrecentado más aún nuestra distancia. Para Romina yo siempre había sido un chiquillo molesto y mimado mientras que para mí ella era una mujer una década mayor que yo, inescrutable y poco afectuosa. Pese a esto parecía la persona indicada para ayudarme a dilucidar el misterio del libro, por lo que la llamé para concertar una cita ya que, como imaginarán, era alguien muy ocupada. Sobre el libro le diría haberlo encontrado en alguna librería de viejo cualquiera.
El asunto despertó el interés de mi hermana lo suficiente como para reunirnos al día siguiente a eso de las 8:30 p.m. en su casa. Romina vivía sola con su padre en una enrome vivienda de la avenida Chile-España, frente a la cual se había erigido una de las pocas mesquitas de Santiago. Esta era la tercera vez en mi vida que pisaba aquel lugar.

Tras entregarle el libro, Romina lo estuvo examinando sin decir palabra durante un tiempo que se me antojó demasiado largo. Cuando le pregunté que podía decirme sobre el volumen me hizo callar y continuó su silencioso examen. Finalmente dijo:
-Letras y motivos en dorado, la amphisbaena, humm… interesante -comentó Romina tras ponerse sus gafas redondas-. Esta decoración se logra aplicando sobre la piel clara de huevo y una lámina muy delgada de oro. Sobre la lámina se apoya un hierro caliente cuya presión hace adherir el oro a la piel en el sitio en que ha sido aplicado dicho hierro; se retira el sobrante de la hoja de oro, superponiendo una nueva y se repite varias veces la operación a fin de obtener una capa de oro bien espesa. De este modo fueron realizadas estas letras y el dibujo, se trata sin lugar a dudas de una encuadernación artística.

-¿Que me dices de la amphisbaena? -pregunté-. Hasta donde he averiguado se trata de una serpiente con dos cabezas que según los romanos habitaba en África.
-Sí -replicó mi hermana-, y cabe agregar que de acuerdo a Plinio era muy venenosa, <>. Esta amphisbaena en particular también simboliza al ouroboros, la serpiente o dragón que se come su propia cola, un símbolo de la perfección, la totalidad, el eterno retorno, la auto-fecundación, el andrógino. Este símbolo aparece principalmente entre los gnósticos y puede explicarse como la unión entre el principio chthoniano representado por la serpiente y el principio celestial representado por el ave, síntesis claramente aplicada en este dragón.
-¿Habías visto alguna vez un libro como este?
-Sí, durante mi viaje a Baviera tuve acceso a varios ejemplares antropodérmicos -aseguró Romina que gracias a los contactos de su padre había conseguido visitar la colección de libros extraños de Georg Sommervogel-. Uno de los que pude examinar fue Le Bien qu’on a dit des femmes, una colección de octavas de Emile Deschanel que en su última página incluía un certificado de autenticidad que rezaba “Hic liber de feminis ut viris amabilior esset, femineam cutem induit”. A pesar de esto Sommervogel me reveló que el libro era un fraude siendo la supuesta piel de mujer en realidad un Chagrín, una piel granulosa que proviene de la cabra, del camello, o del caballo. Sommervogel luego me enseñó un ejemplar verdadero, una copia de los poemas de Edgar Allan Poe traducido por Stéphane Mallarmé y con ilustraciones de Manet y Félicien Rops que J. R. de Brousse, conocido como el poeta de la “Maison sur la colline”, mandó a encuadernar en la piel de Ramboula, un luchador de wrestling famoso en las ferias del sur de Francia. En la contratapa del libro el encuadernador había agregado, en marroquí negro y oro, un cuervo dibujado por Manet.
-¿Marroquí?
-El marroquí es uno de los materiales empleados para encuadernar y toma su nombre de Marruecos, donde se lo preparaba antiguamente. Es una piel de cabra preparada con nuez de agalla o sumac. Volviendo a mi relato, con ambos libros Sommervogel me demostró como diferenciar un ejemplar falso de uno verdadero. El cuero de procedencia humana es generalmente más oscuro y tiene una textura más bien áspera y poros comparables a la piel de cerdo, pero más pequeños y en menor cantidad, así mismo puede ser curtida para obtener tanto una textura áspera y opaca como una suave y brillante variando los colores desde el rosa pálido hasta el café oscuro. Me temo que el cuero de este libro no es humano sino de cerdo.
-¿Estás segura?
-Si, la piel de cerdo fue muy empleada en la Edad Media y luego por los alemanes que en los siglos posteriores realizaron con ella notables encuadernaciones con hierros en frío. Luego cayó en el desuso, pese a ser casi indestructible. Esto es piel de cerdo, no cabe la menor duda.
-¿Y que me dices de la escritura?
-Déjame ver -sentenció Romina repasando una vez más las páginas del libro-. Estas inscripciones me son, como sospechaba, muy familiares.
Mi hermana depositó el libro abierto sobre su escritorio y se dirigió hacia las estanterías de donde extrajo un pesado volumen.
-Este libro es La Fuga de Atalanta -explicó mientras depositaba el tomo junto al empequeñecido libro de Shklovski-, su autor es Michel Maier. Una obra notable sin lugar a dudas. Contiene un texto, un grabado, y una partitura musical en cada página, afirmación del orden y la correspondencia que vinculan a las artes como expresión de la interpenetración y armonía Universal. Como puedes ver este libro prefigura los medios audiovisuales de comunicación, lo que tanto se ha dado por llamar hoy en día como “multimedia”. A Michel Maier se le señala como uno de los fundadores de la Hermandad Secreta de los Rosacruces, de vasta importancia para el desarrollo de las ideas herméticas. Esta sociedad publicó dos manifiestos anónimos en 1614 y 1615 respectivamente, que provocaron un gran alboroto en el mundo intelectual de la época. Dentro de este volumen venía una carta antiquísima escrita en alemán que incluía un fragmento escrito en el mismo misterioso lenguaje del libro de Shklovski.
-Tendrás que explicarme que dice la carta ya que como bien sabes no entiendo ni una palabra en alemán -solicité a Romina.
-Bueno, como puedes ver la carta tiene fecha de 1663 y está dirigida a Athanasius Kircher de parte de un tal Ptolomeo Schaub que le solicitaba hallar la forma de descifrar las inscripciones de una lápida de piedra que había hallado en una excavación. Sobre Schaub no tengo más datos fuera de esta carta. En cuanto a Kircher, este fue un estudioso jesuita y profesor de matemáticas en la Universidad Romana de Italia que vivió entre 1602 y 1680. Kircher también fue una de las principales figuras de la cultura científica Barroca en la Europa de esa época, y probablemente, el más grande experto en lenguajes antiguos y universales, arqueología, astronomía, magnetismo, y culturas China y Egipcia.
-¿Qué relación podrá tener el libro de Shklovski con aquella piedra? -pregunté.
-Sospecho que el libro es una trascripción de aquella lápida -aventuró Romina-. En cuanto al lenguaje misterioso tengo la impresión que este es inventado. Inventar lenguajes nuevos, no tiene, excusando el vicio de dicción, nada de nuevo. Esta el caso del Esperanto, por ejemplo, que hoy es hablado por aproximadamente un millón de personas en todo el planeta. Tolkien, por su parte, creó lenguas propias para sus personajes con las cuales bautizó muchos lugares de la Tierra Media e incluso existe cierto autor de ciencia-ficción que ha creado más de una docena de lenguajes artificiales con el sólo fin de darle una lengua propia a los diferentes alienígenas que componen su historia. ¿Conoces al novelista y poeta suizo Robert Walser? ¿No? Walser fue admirado y reivindicado por Kafka, Elías Canetti, Thomas Mann y Walter Benjamin. Walser ingresó voluntariamente a un sanatorio en calidad de “enfermo mental” y en la Navidad de 1956 emprendió una caminata que terminaría con su muerte en un campo nevado. Después de su deceso se encontraron más de 500 páginas escritas en un lenguaje inventado por el mismo, tan sólo en 1985 se logró descifrar esos manuscritos, se trataba de poemas, relatos y obras de teatro.
-¿Crees que Kircher logró descifrar el lenguaje?
-Lo dudo, puede incluso que nunca recibiera esta carta.
-Entonces es probable que no exista forma de descifrar el libro.
-Sí, de no ser por que contamos con Alana.
-¿Alana?, ¿quien es ella? ¿Alguna nueva conquista?
-Sólo una amiga, de momento.
-¿Y en qué puede ayudarnos ella?
-Ya verás, voy a llamarla de inmediato.

Resultó que Alana poseía un alto cargo en Microsoft Chile S.A. y era lo que suele denominarse como “superdotada”. Había abandonado Chile a los cinco años junto a su familia para radicarse en los EE.UU. y había regresado al país hacía tan sólo un par de años atrás. A la edad en que muchos jóvenes recién ingresan a la Universidad, Alana ya contaba con su título de Ingeniero civil industrial. Luego había realizado un post-grado en economía en el centre d’Etudes de Programmes Economiques de París y una maestría en administración en la Universidad de Harvard. Alana, además, poseía amplios conocimientos de literatura y tenía la ventaja de leer a los grandes autores en sus idiomas y hasta de pensar bien de acuerdo al Sr. Heidegger, de pensar en alemán o griego. Por lo visto tenía mucho en común con Romina.

VI

Esperamos cerca de dos horas a que llegara Alana, especulando sobre el libro de Shklovski, bebiendo café y escuchando a Stockhausen. Finalmente llamaron a la puerta y Romina se levantó de su sofá como un resorte en dirección de la escalera y regresó a los pocos minutos acompañada de Alana.

Además de poseer un intelecto brillante, Alana era preciosa. Aunque no pregunté ni Romina tampoco me dijo su edad, le calculé unos 25 años, o sea, solamente un par de años mayor que yo. Tenía un rostro suave y lleno de pecas oscuritas. Sus cabellos rojos se apoyaban delicadamente sobre sus angostos hombros y sus ojos eran pardos, irresistiblemente atractivos, como los agujeros negros de los que ni la luz escapa.

Después de ofrecerle algo de beber y de sentarse junto a ella en el amplio sofá, Romina reveló la forma en que su amiga podría descifrar el oscuro lenguaje empleado por Shklovski:
-Alana posee una extraordinaria habilidad para traducir lenguajes, hablados o escritos. Su habilidad además se manifiesta en una gran facilidad para descifrar códigos y lenguajes computacionales. El talento de Alana difiere de las habilidades de traducción “normales” en que es “intuitivo”. Actúa en un nivel subconsciente, y aunque no lo creas esta relacionado a la telepatía.
-¿De verdad? -espeté incrédulo, ya me era difícil creer que Alana fuera de carne y hueso cómo para que Romina largara el cuento de los poderes de la mente. No lo hubiese creído de no confirmarlo ella misma.
-Una persona “normal”, -dijo Alana simulando con los dedos de ambas manos las comillas de la palabra normal- incluso un genio, un políglota, tendría que traducir de manera consciente, paso a paso. En mi caso el problema es resuelto en un nivel subconsciente.
-Está hablando en serio, ¿verdad? -pregunté a mi hermana.
-Para que sepas -dijo muy seria Romina-, Alana fue la primera persona en aprobar el test preliminar de la Fundación Randy. Pero tú no tienes idea que es la Fundación Randy, ¿no?
-Así es.
-La Fundación Randy, o JREF es una entidad sin fines de lucro creada en 1996 con sede en Estados Unidos cuyo objetivo es el de proveer información confiable sobre casos paranormales. Ofrecen un millón de dólares a quien pueda demostrar, bajo condiciones de observación apropiadas, evidencia de cualquier habilidad psíquica o evento paranormal. La JREF no se involucra directamente en el procedimiento de evaluación fuera de diseñar los protocolos y condiciones bajo los cuales se toma el test. Existen dos clases de tests, ambos desarrollados con la participación y aprobación del postulante; El test preliminar, que es relativamente simple pero que sin embargo nadie había logrado aprobar y el test formal, conducente al millón de dólares. Teniendo éxito en el test preliminar el “postulante” se convierte en un “reclamante”. Alana aprobó el test preliminar y viajó a Fort Lauderdale para cumplir con la segunda etapa.
En este punto, Romina interrumpió abruptamente su relato.
-¿Y? -pregunté dirigiéndome a Alana-, ¿aprobaste la prueba entonces?
-No -respondió la aludida sin perder la compostura-, no lo aprobé debido a lo que en inglés se denomina “Shy effect”, una inhibición de las habilidades psíquicas al momento de ser estudiadas bajo condiciones rigurosas.
-Que conveniente -dije sardónico.
-Es algo lamentable, que suele ocurrir -replicó Alana sin darse por ofendida-. Esta es la razón por la cual aún no ha logrado acreditarse la real existencia de los poderes psiónicos.
-Además estos supuestos “profesionales” someten a estudio en la mayoría de los casos sólo a aquellos psíquicos que con antelación, saben fraudulentos -agregó Alana-. Los psíquicos reales generalmente son ignorados ya que probarían que se equivocan. La Fundación Randy jamás va a dejar que nadie pase sus pruebas, esos tipos nunca van a reconocer la existencia de los poderes paranormales. Alana no será la primera ni la última que estos escépticos recalcitrantes desacrediten, ya le ocurrió a Arthur G. Lintgen, un tipo que podía identificar discos sin etiquetas. Randi lo testeó por encargo de la revista Time y concluyó que la habilidad psíquica de Lingten se sustentaba en el hecho de que era capaz de reconocer los surcos de los discos, una explicación plausible que sin embargo deja la duda de cómo Lingten había sido capaz de memorizar los surcos de todos los discos que se habían fabricado hasta el momento en que se efectuaron las pruebas, ya que nunca erró ninguno.
-Quiere decir que el tal Lingten logró superar el efecto “shy”, ¿no? -pregunté.
-Sí -respondió Romina-, aunque no le sirvió de nada.
-Algo digno de un poder tan inútil -sentencié-, sólo apto para espectáculos de feria. Pero ese o es el caso de Alana, ¿verdad? Ella si que posee una facultad útil, ¿podremos conocer el contenido del libro de inmediato entonces?
-No tan deprisa -contestó Romina frunciendo el ceño-, Alana necesita tiempo, no le gusta ser presionada.
La aludida tomó el libro entre sus delicadas y blancas manos y recorrió sus páginas de principio a fin.
-Bueno, ¿de qué trata el libro? -pregunté impaciente.
-Éste no es un libro a la manera que nosotros lo entendemos -explicó Alana-, es más bien un aparato, por lo menos esa es la definición empleada por Shklovski, es una máquina, una máquina del tiempo.
-¿Estas hablando en serio? -pregunté incrédulo-. ¿Y cómo funciona ésta supuesta máquina del tiempo?
-Mediante la lectura en voz alta del, texto, las letras son por decirlo así, los componentes mecánicos del aparato -respondió Alana.
-En lo que al viaje en el tiempo respecta la ciencia ficción y la ciencia en general han especulado bastante -señalé-. Los ejemplos son numerosos pero entre ellos no se cuenta, por lo menos hasta donde yo sé, el de un libro cómo una máquina del tiempo.
-La idea del libro cómo medio de transporte, cómo máquina del tiempo no es tan descabellada como puedas pensar -dijo Romina-. Los libros, ya sean de ficción o de historia nos transportan a otros países, otras épocas y nos sustraen de cierta manera del espacio continuo-temporal mientras leemos, si la lectura es entretenida el tiempo se nos pasa volando y de esta manera es cómo si hubiésemos viajado al futuro.
-Sin embargo el viaje en el tiempo siempre parece estar ligado a algún artilugio mecánico o aparato excéntrico, algún ingenio de alta tecnología -argumenté-. Lo que planteas no deja de ser tan sólo una metáfora.
-Contrario a lo que tú piensas existen otras formas, otras variantes para el viaje temporal no sujetas a las leyes humanas y emparentadas con la mente y el espacio -sentenció Alana.
-¡Bah! El viaje en el tiempo es imposible -repliqué ofuscado-. ¡Cómo puedes considerar posible tal absurdo!
-¡Claro que el viaje en el tiempo es posible! -exclamó Romina-. Con el advenimiento de la teoría de la relatividad de Einstein, la posibilidad de construir una maquina del tiempo dejó de ser una entelequia para convertirse en una realidad. Reputados científicos cómo Kip Thorne, Carl Sagan, John Wheeler, Stephen Hawking y un largo etcétera lo han demostrado.
-¡Tonterías! -dije a mi vez alzando la voz-. El tiempo es relativo, un segundo es un segundo porque lo percibimos así. Un día es un día porque ese es el tiempo qué le toma a nuestro planeta rotar sobre su propio eje. En otro mundo, podría ser distinto. Podemos declarar que estamos aquí y ahora en cierto segundo o cierta millonésima de segundo, pero no podemos declarar hasta donde llega nuestra “temporalidad”, nos resulta imposible. Podemos calcular nuestra dirección de movimiento, pero no nuestra posición exacta en el tiempo. En las máquinas del tiempo imaginadas por el hombre casi siempre se incluye la presencia de un reloj al que se le ingresan las coordenadas temporales a las que se desea viajar pero la verdad es que una máquina no tiene concepto del tiempo. Ciertamente se puede construir un artefacto para que cuente hacia adelante con cuarzo y cristal y mecanismos que simulan el tiempo pero eso es todo lo que puede hacer, un simulacro. ¿Cómo hago para que una máquina cuente para atrás? ¿Cómo le digo a mi computador: llévame al 20 de Julio de 1973? ¿Necesita la máquina una información más concisa? ¿Debería precisar los minutos? ¿Los segundos? ¿Los nanosegundos? Por otro lado está la Teoría de la Cubeta o de la densidad absoluta del Universo. Un obstáculo comúnmente ignorado por los escritores de C-F es el simple hecho que el universo puede contener sólo cierta cantidad determinada de materia. Esto es comúnmente descrito cómo el “Factor Cubeta”. Imaginemos que el universo es una cubeta llena de agua hasta el tope. Supongamos que un viajero del tiempo llega a este universo. Pretendamos que nuestro puño es el viajero. Introduzcamos el puño en el agua y veremos cómo ésta se desparrama fuera de la cubeta, acaba de explotar el universo ya que lo hemos llenado con más masa de la que puede soportar. ¿Y que hay del universo dejado por el viajero? Ahora hay menos masa en ese universo de la que debería haber. La inevitable conclusión es que tal hecho produciría inmediatamente un agujero negro que se tragaría al universo entero.

Tras mi apasionado discurso miré a mis interlocutoras que me contemplaban a su vez con una expresión de incredulidad en el rostro.
-También está el asunto de las paradojas -agregué-, todos hemos oído el caso del tipo que viaja al pasado y mata a su abuelo que entonces no engendra al padre del primero que luego no existe por lo que no puede viajar en el tiempo para matar a su abuelo en el pasado.
Esperé a ver cómo rebatían mis argumentos pero ni Alana ni Romina pronunciaron palabra alguna.

Por otro lado es bien sabido que nuestra percepción del tiempo no es linear sino logarítmica -dije en un intento por convencerlas-. Intervalos de tiempo recientes son exagerados mientras intervalos distantes son comprimidos. No importa cuanto tiempo vivamos, siempre vivimos en el presente, el pasado y el futuro no existen.
-Bueno, creo que deberíamos dejar de lado la discusión de los pro y contras del viaje en el tiempo para concentramos en los contenidos del libro de Shklovski. ¿Que es lo que dice exactamente, Alana? -preguntó Romina evitando un prolongado desarrollo de la discusión en torno a lo plausible de tal viaje.
-Las primeras páginas contienen datos sobre el autor del libro y explican la forma en que se obtuvo el conocimiento para el desplazamiento temporal, el resto es una larga invocación al dios Cronos, para que abra las puertas que separan lo sucedido de lo que está por suceder.
-¿Qué dice sobre Shklovski? -pregunté ansioso-. ¡Habla ya!
Alana me miró algo desconcertada para luego desviar la vista hacia Romina y preguntar:
-¿En serio es tu hermano?
Romina asintió con la cabeza y le cerró un ojo. Alana le obsequió una sonrisa y comenzó la lectura del libro de Shklovski.
En el prólogo, Shklovski aseguraba haber nacido en 1831 en Krasnoyarsk, Siberia, en el seno de una vieja familia cosaca. En 1849 se trasladó a San Petersburgo para estudiar en la Academia de Artes donde no fue admitido como estudiante sino hasta un año después. Después de cuatro años se graduó con los más altos honores y una medalla de oro. Cinco años después se convirtió en miembro de la Academia y luego en profesor. Después de la muerte de su esposa, Shklovski enfermó gravemente por lo que hubo de emprender un viaje a Italia para recuperarse gracias a un tratamiento con zumo de uva. En la ciudad de Como, junto al célebre lago donde se envía a los enfermos para que reciban ese tratamiento entabló amistad con el bibliófilo Vincenzo Moscati, encuadernador y coleccionista de libros raros. Shklovski murió en su tierra natal a la edad de 72 años de un ataque cardíaco. El ejemplar antropodérmico fue un regalo afectuoso de Moscati, supuestamente encuadernado en su propia piel. En efecto, quien se cayó del caballo no fue Shklovski sino su amigo italiano, y no le amputaron el brazo sino la pierna derecha. Moscati tenía experiencia en lo que a encuadernación con piel humana se refiere y le pareció un desperdicio no usar la propia. Esto contradecía lo dicho por mi hermana al asegurar que se trataba de piel de cerdo y no humana. Romina confesó que tal vez podría equivocarse, o que Moscati no logro utilizar su piel y usó la de un cerdo, convenciendo a Shklovski que era la propia.

En cuanto a la invocación a Cronos, ésta era (tal y como especulara Romina) una trascripción efectuada por Shklovski de la lápida de piedra ludida por Ptolomeo Schaub en su carta a Athanasius Kircher. La lápida había pertenecido a un tal Pietro de Urgina, el hombre más rico y despreciado de Como. En los años de mala cosecha Don Pietro, que contaba con grandes reservas de grano lo vendía a precios ridículamente excesivos a pesar que la mitad de la población se moría de hambre. En uno de esos años emprendió viaje a Rusia, entre tanto llegó la primavera y con ella cosechas abundantes que hicieron caer el precio del grano. El hijo de Don Pietro, a quien este no había dado instrucciones especiales antes de viajar, siguió vendiendo el grano a precios altos lo que obviamente significó que dejaran de comprarle. El hijo escribió a Don Pietro en reiteradas ocasiones pero el precio del grano caía con una celeridad tal, que el viejo avaro no tuvo tiempo de autorizar a su hijo para bajarlo. Esta situación obligó a Don Pietro a retornar a Como. Una vez allí Don Pietro hizo correr la voz que regalaría todo el grano a los pobres pero en realidad ordenó que lo arrojaran todo al lago. Cuando en la fecha señalada los pobres acudieron ante su casa, les gritó desde una ventana que el grano estaba en el fondo del lago y que el que supiera bucear podía cogerlo de allí. A partir de ese momento los residentes de Como le empezaron a llamar “el cruel”. En Como se rumoreaba desde hacía ya tiempo que Don Pietro había vendido su alma al diablo y que este, en retribución, le había proporcionado una lápida de piedra con signos cabalísticos que le otorgarían todos los placeres terrenales hasta que se rompiera. En cuanto esto tomara lugar, el diablo, de acuerdo a lo que habrían acordado, se apoderaría del alma de Don Pietro. Una mañana en que el abad del monasterio de San Sebastián se hallaba mirando al camino por una ventana vio a un jinete sobre un caballo negro que le dijo: <>. Poco después el abad vio a ese mismo sujeto regresar con Don Pietro tumbado sobre el caballo. Obviamente que había mucha superstición intercalada con los hechos reales en toda esta historia, después de todo habían transcurrido más de cincuenta años desde la desaparición de Don Pietro, tiempo más que suficiente para que se construyera toda una mitología en torno a este evento. Una cosa sí era cierta según Shklovski, la Lápida de Urgina había existido pero su autor no era el diablo sino un escultor originario de Cracovia llamado Wilhem Hennings. Shklovski pudo obtener la totalidad de los fragmentos de la lápida por medio del famoso contrabandista Tita Canelli quien a su vez los había robado a Don Pietro de Urgina hijo, quien a esas alturas ya era un octogenario. Pero la lápida de Hennings, al igual que el libro de Shklovski, era sólo una trascripción del original, Hennings temía que éste fuera destruido y decidió traspasar el conocimiento allí encerrado del papel, a un material más perecedero con la esperanza que las generaciones futuras lograran descifrar el misterio, cosa que de alguna forma consiguió Shklovski como atestiguaba que hubiese empleado el alfabeto de la lápida para escribir su prólogo.

Esa era la historia del libro de Shklovski y el origen del lenguaje indescifrable. En cuanto al método de viaje en el tiempo proporcionado por el libro, éste no interfería con ninguna de mis objeciones como reveló Alana a continuación:
-Quienes sean más aptos psíquicamente podrán acceder al estado “fuera del tiempo” con tan solo leer unas cuantas líneas de la invocación a Cronos -aseguró la joven ejecutiva de Microsoft-. Para aquellos que no posean dicha cualidad será necesario leerlo hasta el final. Las palabras, el sonido de las palabras pronunciadas a viva voz inducen un flujo constante de la pauta cerebral alfa. No hace falta pasar a las ondas beta; de hecho podría resultar un inconveniente. Una vez mental y físicamente preparado, y procediendo correctamente, se experimentará una sensación de intemporalidad y suspensión del factor tiempo. A partir de ahí, la intemporalidad de la mente puede conducir a zonas de tiempo concretas, a momentos de la historia pasada o de acontecimientos futuros, aquí en la Tierra o cualquier parte del universo. El viaje es en el fondo el acto de permitir que esa parte del alma o espíritu que está en estado intemporal inyecte en el hemisferio derecho del cerebro una serie de impulsos que se retransmitan luego al hemisferio izquierdo donde se traducirán en imágenes, formas o palabras que son términos reconocibles de referencia aquí en el presente. El viajero, el alma de viajero, no tiene sustancia corpórea ni masa estando “fuera del tiempo” por lo que el efecto cubeta queda suprimido. Tampoco puede incidir en los eventos que presencie, es un mero observador, un fantasma sin corporeidad alguna lo que suprime las tan molestas paradojas que arriesgarían al universo entero.

-Todo esto es un fraude entonces, ser un simple espectador, no poder cambiar el curso de la historia, no poder matar a mí abuelo a ver que pasa, ¡qué frustrante! -alegué-, de cualquier forma, ¿por qué no lees la invocación a ver que pasa?

Alana miró a Romina y ésta dijo: ¿por qué no? La amiga de mi hermana entonces se sacó los zapatos y se sentó en cuclillas con el libro sobre sus muslos. Según ella sería capaz de narrar en detalle para nosotros lo que en su proyección fuera del tiempo presenciara.
Alana leyó en voz alta en una lengua que definitivamente no parecía humana y recordé lo dicho por Sartre, eso que cualquier intento por parte del hombre (y las mujeres) por transgredir su entorno existencial, en el que no es más que una entidad minúscula que se mueve en el vacío, podría desatar fuerzas incontrolables. De ser este libro una real máquina del tiempo ¿no seríamos cómo unos niños de cuatro años jugando con un revólver cargado?

A medida que la melodiosa voz de Alana recitaba el arcano texto comencé a sentirme desencadenado de los lazos gravitatorios y me encontré como flotando en un inmenso horizonte iluminado por una luz vasta y difusa; la inmensidad sin más decoro que ella misma. Me di cuenta que no estaba solo, junto a mí como una pequeña nube levitaba la mascota más querida de mi infancia, mi gato Enki. De niño nunca gocé de la simpatía de mis pares, sobretodo debido a esa aversión que tenía por que me tocaran, así que Enki se convirtió en mi único compañero de juegos. Lo acechaba entre las plantas del jardín y me le arrojaba encima con un cuchillo de madera entre los dientes. Combatíamos y mi gato me regresaba arañazos de mentira entre un revoltijo de cojines y sillas volteadas.

La intensidad de la luz no dejaba de aumentar, lo mismo que la sensación de ardor y blancura en mi interior. Todo pensamiento fue anulado y vacío de mí mismo, me disolví en esa inmensidad que nada contenía a excepción de ella misma. Luego de lo que me pareció una infinitud sentí el impulso de “volver”. A medida que la música de la caja se extinguía yo bajaba de aquel reino inefable, pero no venía solo. Enki, mi gato, venía conmigo.

Volví en mí percatándome que Alana había interrumpido la lectura del libro.
-Ya es suficiente -decía Romina-, llevamos media hora y no ha pasado nada, al parecer el libro es un completo fraude.
Yo no salía de mi asombro, algo había ocurrido, no lo que ninguno nosotros se esperaba pero había ocurrido, ¡me había ocurrido a mí! Decidí callar, apoyé la tesis que el libro era un fraude y lo solicité de vuelta. Romina me preguntó si accedería a vendérselo y le dije que lo pensaría.

Al marcharme me encontré con el padre de Romina que llegaba a la casa.

-Hola Román -le dije.
-Hola, Daslav, ¿ya te vas? -preguntó el dueño de casa.
-Sí, se me hace tarde.
-Saluda a tu mamá de mi parte.
-Por supuesto.

Esa noche soñé con Enki y ya saben el resto de la historia, nueve semanas de sueño para mí, nueve semanas de agonía para la raza humana.

De acuerdo a lo explicado por Aruru las palabras del libro en efecto permitía a la mente proyectarse a otras dimensiones espacio-temporales, pero cabe mencionar que no a la mente de cualquier hijo de vecino sino a la de unos pocos privilegiados, “individuos de un poder mental inconmensurable” según las palabras de Arrurú. Yo un individuo de vasto poder mental, ¡imagínense!

Para mi desgracia, o más bien para desgracia de la humanidad, una de esas típicas criaturas que moran en otras dimensiones (uno de esos leones, tigres u osos), decidió colarse a nuestro mundo. Necesitaba de una mente que le sirviera de anclaje para entrar a éste universo, razón por la cual adoptó la forma de mi querido gato. Fue así cómo, inconscientemente, lo “traje de vuelta” conmigo.

Tras escuchar la historia que parecía estar condenado a repetir ad infinitum, Aruru abandonó mi celda. En vuelto en la oscuridad de esa falsa noche cerré los ojos y dormí profundamente, y Enki se me apareció como aquella pantera del poema de Borges.

VII

Después de una hora de descenso por la apenas escarpada pared rocosa, llego a los pies de la montaña. Una encorvada figura me saluda con una reverencia. Está apoyado en un largo bastón con una esfera como huevo de avestruz en la punta y junto a él hay dos cántaros de greda con extraños símbolos. Del cuello del anciano cuelga media docena de correas con dientes de animales, de sus orejas penden unos enormes aros de cobre y sus delgados brazos lucen un sinnúmero de pulseras del mismo material. Salvo estos adornos va completamente desnudo. Me percato entonces que yo también estoy desnudo, pero no siento ningún pudor.

El anciano se acerca y me cubre con la piel de un puma cuya cabeza queda situada sobre mi hombro derecho. Arrojo al suelo la rama que me ha acompañado todo el descenso y recibo el báculo de manos del viejo chamán.

-Es un alivio ver que has logrado salir con vida de la Caverna de la Muerte -dice el anciano en un idioma desconocido que, sin embargo, entiendo perfectamente-. Aunque nunca dudé que pudieses hacerlo, mi Señor Ninurta. Te ves tan fuerte y vigoroso como cuando entraste.
-¿Cuantos días estuve allí dentro, Sumuqan?
-Tres días sin comida ni agua, como dicta la tradición. He traído los víveres por si deseas beber o alimentarte.
-No será necesario. Quiero sentir el hambre y la sed un poco más, hasta que lleguemos a la aldea. Me hace sentir vivo. La verdad es que, nunca me había sentido tan vivo.

[FIN]

Por Sergio Alejandro Amira