De la versión extendida de Continuidad Prat, llamada ahora Y=Igriega
En el Capítulo 3…
–YO A USTED no le gusto.
–¿Por qué lo dice?
La cara metálica de Igriega se inclinó como si buscara una gestualidad imposible. Luego agregó:
–Porque no me habló durante el viaje. Tampoco cuando llegamos al hotel
–Son las siete de la mañana, agente Igriega. Créame, no tengo ganas de discutir con…
–Con una máquina.
–No quise decir eso. Sólo digo que es muy temprano, pasamos la mitad de la noche viajando y he dormido muy poco. No tengo ánimos ni ganas de discutir. Vuelva a su habitación, aún es temprano.
Igriega pestañeó rápido, de un modo tan antinatural que me heló por dentro. Siempre he detestado a los números, no porque no confíe en sus capacidades, sino por que temo de ellas. No tengo claro que pueden y que no pueden hacer. Menos entiendo la razón del porque los creamos, cual fue la idea tras su abominable invención. Si Europa entero los prohibió, porque demonios tenemos nosotros que hacernos cargo de ellos. Y tratarlos como iguales, que es aún más aborrecible.
–Disculpe inspector –su voz monocorde bajó de volumen. –Pensé que como Prat…
–Almirante Prat.
–Perdón, como usted diga. Decía que como el almirante Prat pidió que le enviáramos un telelocal a las ocho y media, tal vez le gustaría tener tiempo para desayunar.
–No desayuno.
–No lo sabía.
–No se preocupe, no hay problema. Ahora por favor regrese a su habitación. Nos encontramos en el lobby a las ocho y quince, ¿le parece?
–Me parece.
Y me dio pavor descubrirme mirando con morbo su curvilíneo cuerpo de metal.
Cerré la puerta y me asomé a la ventana, encaramada en el piso séptimo de un hotel cercano a la plaza de armas de Santiago. Las líneas de iluminación pública iban apagándose a medida que el sol despuntaba. En el edificio de enfrente, una gran pintura llamaba a los ciudadanos a votar por Balmaceda para su tercera reelección. “Porque el poder debe permanecer en Santiago”, rezaba la ultima línea del grabado.
No fue una noche fácil, nunca lo son. Tres horas en un aerocarril desde Concepción hasta la estación central de Santiago, luego cuatro más encerrado en un hotel de gobierno intentando conciliar el sueño. Otra noche entera en vela. Los pocos minutos que conseguí cerrar los ojos fui interrumpido por otra pesadilla. Necesito curarme de ellas de lo contrario voy a volverme loco.
Igriega no parece ser una mala máquina, no tiene la culpa de lo que siento hacia ellas. Rebolledo me envío su carta de vida para que conociera sus habilidades y dispusiera como usarlas. Es buena rastreando cosas y encontrando pistas, pésima tiradora lo que me da algo de calma. Según el comisario hace un par de años tuvo su momento de gloria. Ella había sido la número encargado de la investigación del caso del esqueleto de la ballena varado en coronel. Un cadáver gigantesco que arrastraba otro más pequeño, los huesos de un hombre sin piernas. Cuando ocurrió aposté que no iban a resolverlo, lo que arrastra el mar se tiene que quedar en el mar, como el asunto del barco fantasma de hace un par de días. No me equivoqué, jamás lograron averiguar la identidad del muerto de la ballena. Se tiraron hipótesis de todo tipo, de esas que sólo abren más preguntas. Igriega participó del caso y se convirtió en algo parecido al rostro oficial de él. Según Rebolledo, a pesar de que el enigma se cerró, ella aún usa su tiempo libre para buscar el origen del muerto de la ballena. El muerto de la ballena, me gusta como suena eso. Alguna vez alguien me contó que los indios del sur decían que las ballenas transportaban el alma de los muertos en batalla.
El esfuerzo de regresar a la cama hubiese resultado inútil. La mañana ya había caído sobre la ciudad y con ella se habían esfumado mis ganas de continuar tratando de dormir. Fui hasta el telecable y pedí a recepción que me enviaran un periódico, luego me dirigí al servicio y abrí el paso del agua caliente para llenar la tina. La fuerza de las calderas hizo rechinar las tuberías, mientras el cuarto comenzaba a llenarse de vapor. Me gusta así, que casi queme.
El diario El Mercurio no hacía referencias a los atentados. Era como si los incidentes no existieran o como si los redactores y reporteros del periódico estuviesen anclados en una realidad paralela, donde todo corría al sabor de un buen jugo de naranjas. Ya era oficial la firma de un tratado entre la marina imperial Japonesa y los astilleros nacionales para la construcción de seis blindados aéreos de tres torres; noticia que un columnista aprovechó para tirar dados acerca del peligro de una carrera armamentista en el Pacífico entre Tokio y Washington propiciado por la tecnología chilena. La foto de portada era la de un sujeto de cara ancha y rostro arrugado llamado José Harriman, un explorador nacional que a bordo del Intrépido, su nave de investigación, anunciaba el descubrimiento de una isla perdida cerca de Java, en el océano Indico. De acuerdo a sus declaraciones, en el sitio no sólo habían encontrado ruinas ciclópeas, restos de una civilización extinta hace milenios, sino una peculiar fauna de criaturas prehistóricas que de alguna forma habían logrado sobrevivir hasta nuestros días. La isla de la Calavera, como según Harriman es llamado el peculiar hallazgo, será objeto de una completa investigación científica en el curso de los próximos dos años. Entre los objetivos planteados esta la captura de diversas especies nativas del lugar, como dinosaurios herbívoros o algún ejemplar de la extraña raza de gorilas gigantes radicados en los picos más elevados de la isla. La tripulación del Intrépido pedía premura a las autoridades en gestionar las autorizaciones necesarias, ya que según sus mediciones geológicas y vulcanológicas, la inestabilidad del terreno adelantaba un inminente hundimiento de la ínsula.
En el Capítulo 5…
–Y a propósito de tiempos nuevos –continuó delirando el almirante –han escuchado las noticias de Marte.
Preferí dejarlo hablar. Igriega lo miró, como si buscase su aprovación y luego añadió:
–Lo de las explosiones, señor.
–Exacto, lo de las explosiones, querida. De verdad la velocidad de las cosas me supera. Explosiones marcianas, quien podría haberlo pensado. Escuchó inspector que algunos hombres de ciencia han dicho que tal vez no se trate de eventos naturales, sino de estallidos de alguna clase de arma. Leía esta mañana a un inglés que advertía acerca de una posible invasión del planeta rojo. ¿Sabe lo que decía?
–Como puedo saberlo, señor –le respondí.
–Claro, por supuesto, como puede saberlo. Decía que de ocurrir lo que estaba vaticinando no teníamos de que preocuparnos, ya que Chile le había regalado al mundo la metahulla necesaria para defenderse de cualquier agresión de un pueblo hostil venido de las estrellas….De las estrellas –subrayó el viejo. ¬–¿Alguno de ustedes dos cree que algún día llegaremos a las estrellas?
–¿Almirante? –interrumpí, antes de que Igriega le respondiera al anciano.
–Veo que usted no, inspector –bajó su tono. –Pero en fin, dígame, señor Uribe, soy todo oídos.
La número me miró, tratando de entender el brusco cambio en los ánimos de la conversación. Y aunque era imposible, juraría que la vi sonreír.
–Pensé que íbamos a hablar del asunto de los atentados.
–Oh, claro, por supuesto. ¿Un café?
–¿Por qué lo dice?
La cara metálica de Igriega se inclinó como si buscara una gestualidad imposible. Luego agregó:
–Porque no me habló durante el viaje. Tampoco cuando llegamos al hotel
–Son las siete de la mañana, agente Igriega. Créame, no tengo ganas de discutir con…
–Con una máquina.
–No quise decir eso. Sólo digo que es muy temprano, pasamos la mitad de la noche viajando y he dormido muy poco. No tengo ánimos ni ganas de discutir. Vuelva a su habitación, aún es temprano.
Igriega pestañeó rápido, de un modo tan antinatural que me heló por dentro. Siempre he detestado a los números, no porque no confíe en sus capacidades, sino por que temo de ellas. No tengo claro que pueden y que no pueden hacer. Menos entiendo la razón del porque los creamos, cual fue la idea tras su abominable invención. Si Europa entero los prohibió, porque demonios tenemos nosotros que hacernos cargo de ellos. Y tratarlos como iguales, que es aún más aborrecible.
–Disculpe inspector –su voz monocorde bajó de volumen. –Pensé que como Prat…
–Almirante Prat.
–Perdón, como usted diga. Decía que como el almirante Prat pidió que le enviáramos un telelocal a las ocho y media, tal vez le gustaría tener tiempo para desayunar.
–No desayuno.
–No lo sabía.
–No se preocupe, no hay problema. Ahora por favor regrese a su habitación. Nos encontramos en el lobby a las ocho y quince, ¿le parece?
–Me parece.
Y me dio pavor descubrirme mirando con morbo su curvilíneo cuerpo de metal.
Cerré la puerta y me asomé a la ventana, encaramada en el piso séptimo de un hotel cercano a la plaza de armas de Santiago. Las líneas de iluminación pública iban apagándose a medida que el sol despuntaba. En el edificio de enfrente, una gran pintura llamaba a los ciudadanos a votar por Balmaceda para su tercera reelección. “Porque el poder debe permanecer en Santiago”, rezaba la ultima línea del grabado.
No fue una noche fácil, nunca lo son. Tres horas en un aerocarril desde Concepción hasta la estación central de Santiago, luego cuatro más encerrado en un hotel de gobierno intentando conciliar el sueño. Otra noche entera en vela. Los pocos minutos que conseguí cerrar los ojos fui interrumpido por otra pesadilla. Necesito curarme de ellas de lo contrario voy a volverme loco.
Igriega no parece ser una mala máquina, no tiene la culpa de lo que siento hacia ellas. Rebolledo me envío su carta de vida para que conociera sus habilidades y dispusiera como usarlas. Es buena rastreando cosas y encontrando pistas, pésima tiradora lo que me da algo de calma. Según el comisario hace un par de años tuvo su momento de gloria. Ella había sido la número encargado de la investigación del caso del esqueleto de la ballena varado en coronel. Un cadáver gigantesco que arrastraba otro más pequeño, los huesos de un hombre sin piernas. Cuando ocurrió aposté que no iban a resolverlo, lo que arrastra el mar se tiene que quedar en el mar, como el asunto del barco fantasma de hace un par de días. No me equivoqué, jamás lograron averiguar la identidad del muerto de la ballena. Se tiraron hipótesis de todo tipo, de esas que sólo abren más preguntas. Igriega participó del caso y se convirtió en algo parecido al rostro oficial de él. Según Rebolledo, a pesar de que el enigma se cerró, ella aún usa su tiempo libre para buscar el origen del muerto de la ballena. El muerto de la ballena, me gusta como suena eso. Alguna vez alguien me contó que los indios del sur decían que las ballenas transportaban el alma de los muertos en batalla.
El esfuerzo de regresar a la cama hubiese resultado inútil. La mañana ya había caído sobre la ciudad y con ella se habían esfumado mis ganas de continuar tratando de dormir. Fui hasta el telecable y pedí a recepción que me enviaran un periódico, luego me dirigí al servicio y abrí el paso del agua caliente para llenar la tina. La fuerza de las calderas hizo rechinar las tuberías, mientras el cuarto comenzaba a llenarse de vapor. Me gusta así, que casi queme.
El diario El Mercurio no hacía referencias a los atentados. Era como si los incidentes no existieran o como si los redactores y reporteros del periódico estuviesen anclados en una realidad paralela, donde todo corría al sabor de un buen jugo de naranjas. Ya era oficial la firma de un tratado entre la marina imperial Japonesa y los astilleros nacionales para la construcción de seis blindados aéreos de tres torres; noticia que un columnista aprovechó para tirar dados acerca del peligro de una carrera armamentista en el Pacífico entre Tokio y Washington propiciado por la tecnología chilena. La foto de portada era la de un sujeto de cara ancha y rostro arrugado llamado José Harriman, un explorador nacional que a bordo del Intrépido, su nave de investigación, anunciaba el descubrimiento de una isla perdida cerca de Java, en el océano Indico. De acuerdo a sus declaraciones, en el sitio no sólo habían encontrado ruinas ciclópeas, restos de una civilización extinta hace milenios, sino una peculiar fauna de criaturas prehistóricas que de alguna forma habían logrado sobrevivir hasta nuestros días. La isla de la Calavera, como según Harriman es llamado el peculiar hallazgo, será objeto de una completa investigación científica en el curso de los próximos dos años. Entre los objetivos planteados esta la captura de diversas especies nativas del lugar, como dinosaurios herbívoros o algún ejemplar de la extraña raza de gorilas gigantes radicados en los picos más elevados de la isla. La tripulación del Intrépido pedía premura a las autoridades en gestionar las autorizaciones necesarias, ya que según sus mediciones geológicas y vulcanológicas, la inestabilidad del terreno adelantaba un inminente hundimiento de la ínsula.
En el Capítulo 5…
–Y a propósito de tiempos nuevos –continuó delirando el almirante –han escuchado las noticias de Marte.
Preferí dejarlo hablar. Igriega lo miró, como si buscase su aprovación y luego añadió:
–Lo de las explosiones, señor.
–Exacto, lo de las explosiones, querida. De verdad la velocidad de las cosas me supera. Explosiones marcianas, quien podría haberlo pensado. Escuchó inspector que algunos hombres de ciencia han dicho que tal vez no se trate de eventos naturales, sino de estallidos de alguna clase de arma. Leía esta mañana a un inglés que advertía acerca de una posible invasión del planeta rojo. ¿Sabe lo que decía?
–Como puedo saberlo, señor –le respondí.
–Claro, por supuesto, como puede saberlo. Decía que de ocurrir lo que estaba vaticinando no teníamos de que preocuparnos, ya que Chile le había regalado al mundo la metahulla necesaria para defenderse de cualquier agresión de un pueblo hostil venido de las estrellas….De las estrellas –subrayó el viejo. ¬–¿Alguno de ustedes dos cree que algún día llegaremos a las estrellas?
–¿Almirante? –interrumpí, antes de que Igriega le respondiera al anciano.
–Veo que usted no, inspector –bajó su tono. –Pero en fin, dígame, señor Uribe, soy todo oídos.
La número me miró, tratando de entender el brusco cambio en los ánimos de la conversación. Y aunque era imposible, juraría que la vi sonreír.
–Pensé que íbamos a hablar del asunto de los atentados.
–Oh, claro, por supuesto. ¿Un café?