por Rafael Cheuquelaf
No quiero hablar aquí de quien fue Sergio Meier ni de lo que hizo. Eso es algo sabido por mucha gente, que lo conoció tanto a través de su persona como leyendo los productos de su audaz imaginación de escritor. Tampoco es mi intención lamentar aquí su ausencia, sentimiento que comparto con muchos y del cual no me atrevo siquiera a intentar ser portavoz. Pero me permitiré imaginar (o simplemente desear ver) en que podría ocupado ahora.
Cierro los ojos. Y lo veo:
Deslizándose a través de las eras. Sentado entre los alumnos de Pitágoras, mirando como el Maestro dibuja su Teorema en la arena. Buscando un manuscrito en la Biblioteca de Alejandría con la ayuda de Hipatia. Jugando ajedrez con un filósofo árabe que se mueve como autómata. Sosteniendo en sus manos La Piedra Filosofal y discutiendo con Nicolás Flamel acerca de sus reales propiedades. Ocultando en su vieja casona de Quillota libros prohibidos, destinados al fuego por el Index de la Inquisición. Recibiendo junto Borges el fulgor hipnótico del Aleph en un sótano porteño.
Navegando por los océanos estelares que separan y unen los universos, a bordo de una nave dorada con un mascarón de proa que tiene el rostro de la mujer que amó. Trazando su ruta con el compás del Tiempo y el sextante del Espacio.
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