-El frasco cuesta ciento cincuenta lucas- dice Mini Hitler y luego deletrea lentamente- C-I-N-C-U-E-N-T-A.
Estoy en una fuente de soda de la Estación Central esperando que sea la hora para confirmar un rumor insistente sobre la nueva droga que circula. Algo elítico y aterrador cuyos detalles por ahora omitiré, concentrándome en quien me acompaña ahora, alguien que simplemente se hace llamar Mini Hitler. Mini Hitler tiene 32 años y, obvio, es nazi. Sabe karate, maneja armas de fuego y, según él, puede traducir con algo de esfuerzo Mein Kampf. No trabaja y vive de una escuálida mesada que su madre anciana le manda desde Temuco. Su currículum es más impresionante por lo que omite que por lo hace: lo echaron de RN, lo echaron de la UDI y en lo que queda de Patria y Libertad no lo quieren de vuelta. En la calle se comenta que meterse con él es «comprar un boleto para la rifa».
Mide un metro cincuenta, por cierto.
Y ahora me tomo una cerveza con él.
Bien.
Cada día mejor.
Mira la hora.
-Sígueme – dice – vamos por el paquete.
En el auto cuelga una svástica del espejo retrovisor. El motor del escarabajo tose asmáticamente mientras atravesamos Santiago, dejamos el humo gris de los edificios públicos del centro y como una flecha por Providencia para luego Apoquindo llegar al metro Escuela Militar.
-¿Vamos al Hyatt?-pregunto medio en broma.
No responde. Estaciona el auto y con una seña me dice que los acompañe. Su desdén no me sorprende. Si estoy con él es porque le paga el favor a una vieja amiga que, ventura, me debe uno a mí. Bajamos la estación y caminamos entre oficinistas, estudiantes de diseño apuradas y vagos de la capital que tienen el suficiente dinero para que su única ocupación sea un look alternativo que ya no sorprende a nadie. En esta parte de la ciudad los que toman el metro son indigentes. Nadie viene acá por placer. Este es el territorio del enemigo. La imagen del Chile que debemos adorar, venerar y pagar. Aquí andar a pie es sinónimo de pobreza y el bufido del metro algo parecido a la campana de un comedor común del Hogar de Cristo. Así que mientras el calor se coagula en las vitrinas de la casi desierta galería subterránea y la cerveza se me repite, sigo a un nazi para combrobar un dato no confirmado sobre la droga más dura de la capital. No sé de dónde el nazi ha sacado la plata.
La mujer nos espera apoyada en una baranda cerca de las cajas. Mini Hitler me dice que no hable. Grabo en la mente la imagen de la mujer: vestido de oficinista, pelo tomado hacia atrás, una cartera de cuero falso. Algo entre evangélico y frígido.
Mini Hitler hace una reverencia y luego hablan entre susurros. Ella le entrega un frasquito y él mete un sobre en uno de los bolsillos de la chaqueta de ella. Nada más. Eso es todo. Cero conversación. Ella ni siquiera me mira pero intuyo que la he visto de alguna parte. No puedo decidir dónde.
Hacemos el camino de vuelta. Mini Hitler me lleva a un departamento mugroso de San Diego, cerca de unos casi vacíos juegos Diana. Su casa. Pido permiso para entrar y mientra cruzo la puerta entro a un living que tiene muebles de mimbre una foto de una de los shows de luces de Albert Speer y una estantería en donde destacan Los diarios de Turner, La raza chilena y los textos menos esotéricos de Miguel Serrano. Hay una bandera chilena doblada y metida en una caja de vidrio. Está comida por las polillas y casi no tiene color.
-Es del Seguro Obrero. Los agujeros son de bala.
Ah.
Dejo de mirar. Mini Hitler abre el paquete y saca un frasquito mínimo con líquido blanco. Lo pone a contraluz y lo mira como si fuera un prisma.
-¿Es verdadero?-pregunto
-Saliva de Pinochet. Corvo. Recogida en la mañana. Mientras más reciente más efectiva.
-¿Cuántas veces lo has hecho?
-Tres. Dos el mes pasado. Una éste. La última vez estuvo complicado.
-¿Qué pasó?
-Cosas. Revelaciones.
-¿Qué produce?
-Alucinaciones. Viaje temporal. Regresión. Imágenes. El ruido de la historia.
El ruido de la historia. Mini Hitler saca del refrigerador una cerveza y me ofrece. Hace calor. Acepto la cerveza.
Bebemos en silencio. Afuera suenan las micros. Recuerdo una canción de los Prisioneros. Mini Hitler acaba su cerveza y se levanta.
-Ahora-dice.
Saco del bolso la cámara de video. Verifico el estado de la cinta.
OK.
Se saca el cinturón del pantalón y se aplica un torniquete en el brazo.
Detalle: la droga de la derecha va a entrar por el brazo izquierdo.
Mientras se le hinchan las venas abre el frasquito y sobre una cuchara calienta el líquido. Lo que viene es exactamente igual al ritual de la heroína. Mini Hitler mete llena la jeringa con la saliva del dictador y luego, lentamente la introduce en su brazo. Aspira un poco de sangre, que tiñe de rosado la sustancia. Tiene los ojos irrigados y respira de manera entrecortada. La grabadora hace un ruido mecánico mientras corre la cinta. No digo nada. Mini Hitler espera medio minuto y luego aprieta el émbolo con suavidad. La saliva rosada entra lentamente en su flujo sanguíneo. Cuando la jeringa está vacía, Mini Hitler afloja el cinturón y se tira hacia atrás en el sillón.
Pasa un rato de silencio luego el corvo hace efecta. Yo grabo mientras Mini Hitler habla sobre la dominación mundial y una colección de cintas porno ecuatorianas.
Luego babea.
Y se mea.
Y vomita.
Y baila.
Y desfila.
Y luego se apaga.
Como un peluche que funciona a pilas.
Todo con los ojos cerrados.
Luego Mini Hitler se duerme.
Cuando despierta yo sigo ahí. Le muestro parte de la grabación. Mini Hitler la mira con estupor.
-¿Cuánto duró?
Digo: una hora y media.
Mini Hitler no dice nada salvo: «Un mal viaje». Le queda la mitad del frasquito. Le pregunto si va a ocuparlo. Me pregunta si me atrevo. Le digo que no. Me dice que sabía que era un cobarde y luego me mira con la infinita superioridad de la raza aria mapuche y me dice que me vaya.
En la calle camino por San Diego rumbo a la Alameda.Tomo el metro en Universidad de Chile. Llego a casa. Miro la cinta de nuevo. Por un rato pienso en borrarla. Siento una pizca de arrepentimiento por no haberme inyectado pero luego se me pasa. Luego me da sueño. Sorprendentemente, no tengo pesadillas.
Al día siguiente, borro la cinta.