Descripción de un personaje del fándom chileno*

LUIS VARGAS SAAVEDRA


Sebastián Gúmera, que antaño -en los buenos tiempos del fandóm- firmó con el seudónimo de Alseides algunos cuentos de lírica y somnolienta ciencia ficción, es el fruto contradictorio de un alemán descolorido y una chilena bruna. Agreguemos a ese doble origen una educación en un miserable colegio público y una civilización literaria, y quedaremos menos que sorprendidos -ya que no satisfechos y edificados- de las extravangantes complicaciones de su caracter. Sebastián tiene la frente pura y noble, brillantes los ojos como gotas de café, la nariz inquieta y burlona, los labios imprudentes y sensuales, el mentón despótico y cuadrado, la cabellera preciosamente rafaelesca. Es a la vez un holgazán completo, un ambicioso triste y un ilustre desdichado; pues apenas si ha tenido en su vida más que ideas a medias. El sol de la pereza, que resplandece sin tregua en su interior, le evapora y devora esa mitad de genio con que lo dotara el cielo. Entre todos esos grandes hombres a medias que he conocido en el terrible fándom santiaguino, Sebastián fue, más que cualquier otro, el hombre de las grandes obras frustradas; escritor, cantante, ilustrador, pareciera no existir oficio creativo que no hubiese intentado desempeñar siempre con magros resultados, porque su talento brillaba mucho más en su persona que en sus obras. Criatura fantástica y enfermiza, hacía las dos de la mañana y con unos tragos de más en el cuerpo siempre se me apareció como el dios de la impotencia -dios hermafrodita y moderno-, impotencia tan colosal y enorme que llega a ser épica.

*Extraído de LUIS VARGAS SAAVEDRA. Emecé Cuadernos de La Quimera 142, La fanfarlo, traducción de Daslav Merovic, Chile, 2028, pág.144

DICKENSLOGIA: UNA UCRONIA DE NAVIDAD

El General miró la hora. 23:45 marcaban las gruesas manillas del viejo reloj de bronce que colgaba en la pared tras la mesa del comedor. Recordó cuando lo habían comprado, hacía ya más de veinte años en un mercado de pulgas de Frankfurt. A Lucía no le había gustado, él debió insistirle y agregar la promesa de regresar por un vestido de fiesta a una tienda elegante de la ciudad alemana.
En la sala, sus hijos y los hijos de sus hijos miraban los regalos apilados bajo el pino, aguardando con ansias las campanadas de medianoche para abalanzarse sobre ellos. En la cocina, la mujer del militar discutía con las empleadas acerca del modo en que debía servirse la cena.
El General estaba nervioso, no aterrado, pero si inquieto. Así eran estas fechas. Odiaba que llegaran el 25 de diciembre, odiaba que él se apareciera y le mostrara sus próximos días. Y sobre todo odiaba esa maldita seguridad de saber que esta navidad era la primera del resto de su vida. Sueños y pesadillas, navidades pasadas, presentes y futuras. Afuera, en la calle, un país desordenado y enfermo, calentado por un verano seco y furioso. El sol tenía la culpa de todo, estaba seguro. El militar lo odiaba, prefería mil veces el nublado del invierno y la forma de la lluvia sobre Santiago de Chile.
23:55. El general fue hasta la cocina y le dijo a su mujer que necesitaba retirarse un momento a su estudio.
-Siempre haces lo mismo en noche buena, atrasas la cena y los regalos -le respondio ella, sin mirarlo, mientras trozaba la pechuga de un pavo gordo que le habían enviado desde el sur.
-Tengo que hacerlo.
-No, no tienes que hacerlo.
-Por favor no me molestes…
-¿Te pasa algo?
-Es la navidad, mujer. Sabes que la navidad me pone así. Desde que…
-¿Desde qué, Augusto?
-Desde nada -cortó y abandonó la cocina, recordando la primera vez que se le aparecieron los fantasmas. La primera vez en que tuvo claro los números, las fechas de sus malditos próximos días.
El General entró al despacho, cerró la puerta, se sentó tras su escritorio y esperó. Y apenas escuchó a las campanas de medianoche resonar en el viejo reloj de la habitación donde aguardaba su familia, sintió que él había llegado. Un hielo cortante, como escapado del mismo infierno recorrió cada pared y cada estante, luego la niebla, aún más helada. Y en medio de ella la figura espectral del fantásma de la navidad futura. Negro y silencioso, encapuchado y sin formas reconocibles, eterno y maldito. Un sinónimo de la muerte, enmarcado en el espítitu de una fecha con un sentido tan particular. El General recordó que la primera vez que se le apareció, él era apenas un niño y el terror casi lo hizo desfallecer. Con el tiempo su imagen, su hielo y su frialdad se hicieron más familiares, tan cotidianos como el acto de besar en la frente a su mujer antes de dormir.
Augusto Pinochet miró al fantasma y le sonrió, fue un acto mecánico, sin emociones, sin nada.
-Feliz navidad -le dijo.
El fantasma no respondio.
-Gloria en el cielo y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad.
El fantasma no respondió.
-Pero tu y yo no sabemos de eso, verdad.
El fantasma no respondió.
-Esta es la última navidad que vienes, ¿verdad?
El fantasma no respondió.
-Me lo imaginaba, de ahora en adelante me las tengo que arreglar solo. En navidad y en el resto del año.
El fantasma estiró su huesuda mano derecha hasta un calendario de escritorio, que miraba al militar junto a un lapicero de plata.
-25 de diciembre de 1972 -leyó en voz alta Pinochet -lo sé, sólo faltan 9 meses. ¿Puedo preguntarte algo?
El fantasma no respondió.
-Esto no puede echarse para atrás, cierto.
El fantasma no respondió.
-Por supuesto que no. Lo que está marcado, así debe ser.
Y cuando el General se dio vueltas, el fantasma ya no estaba. Nunca más estuvo. Miró la hora en su reloj de bolsillo, las doce con dos minutos, era buen momento para cenar y abrir regalos. El próximo año iba a ser complicado. El fantasma navideño ya no volvería más, pero pronto tendría otros espectros con quienes tratar. Algunos más terribles.