ZOMBIE 85

México: El 19 de septiembre de 1985 a las 07:19 hrs, un sismo de intensidad máxima del grado 8.1 en la escala de Richter se sintió en la zona centro de México.

Chile: El 3 de Marzo de 1985 a las 19:47 hrs, un sismo de intensidad máxima del grado 7,7 en la escala de Richter se sintió entre la II y la IX regiones del país.

México: La zona más afectada fue El Distrito Federal.

Chile: La zona más afectada fue San Antonio (V Región).

México: Los daños materiales se calcularon en 4.000 millones de dólares.

Chile: Los daños se avaluaron en 1.046 millones de dólares.

México: El recuento final de víctimas arrojó el saldo de 35 mil muertos (aunque hay fuentes que aseguran que la cifra rebasó los 40 mil).

Chile: El recuento final de víctimas arrojó el saldo de 177 muertos.

México: Los muertos permanecieron muertos.

Chile: Los muertos se levantaron de entre los escombros exhibiendo conductas antropófagas.

Sub Aether – 006

Laskov despertó a una mañana de invierno como cualquier otra. La escasa luz grisácea se filtraba por las ventanas y desde su lecho pudo ver a Sánchez arrodillado junto al fuego, preparando café. Cerró los ojos y se confortó en el olor del desayuno.
Despertó de nuevo y pareció que nada había cambiado. La Penumbra hacía eso, la misma luz, o falta de ella, todo el día(o falta de él). Sánchez no estaba. Le había dejado una taza de café cerca del lecho, pero ya estaba fría La bebió de todas maneras, y luego se levantó. Caminó alrededor de la habitación, estirándose, y orinó desde el pequeño balcón, suponiendo que a nadie le importaba.
Volvió a acostarse y cuando pestañeó Sánchez había vuelto y cocinaba la cena. Una lata de porotos, como en Sonora. Sánchez lo miró preocupado, le preguntó si estaba bien. Laskov asintió en silencio, mientras se sentaba. Revisó entre sus cosas, y le tendió su pocillo para que se lo llenara. Comieron en silencio, lenta, melancólicamente. Laskov no quería preguntar, no quería pensar en eso, hasta que el silencio se volvió incómodo. Sánchez lo rompió:
“No se que mierda son”
Silencio.
“Alejandro, ¿me escuchas?”
Silencio. La penumbra dio paso a la oscuridad. El fuego crepitó omnipresente. Laskov comenzó a respirar más fuerte.
“No vendrán esta noche, no por un par de semanas más.”
Laskov solo lo miró, fijamente.
“Lo sé porque lo he contado. Cada 14 o 16 días. Siempre de noche.”
“¿Desde cuando?” Ronco. La garganta agarrotada por la inactividad, y los gritos reprimidos.
“Desde que sucedió. Esto” Sánchez hizo un gesto que parecía indicar el mundo. Desde la Penumbra, quería decir.
“¿Y por qué? ¿Por qué a Viña, por qué acá?”
“No lo se. ¿No los habías visto antes?”
Silencio, de nuevo. Laskov recordó noches de viaje, resplandores, destellos lejanos, fosforescencias. Quizá su mente estaba inventando todo. Nunca durmió en una ciudad, les tenía miedo. Nunca entró en ellas de noche.
“Creo que nos buscan a nosotros”, dijo Sánchez con cautela, atento a la reacción del otro.
“¿A nosotros?” Frío, distante. Si lo veía científicamente no era tan terrible.
“Sobrevivientes. Gente viva.”
“Gente.”
“Ya se llevaron todo lo demás, los cadáveres. Y si quisieran llevarse algo más ya lo habrían hecho. Claramente buscan algo, y no se que más podría ser.”
“Tiene sentido. ¿Sabías que vendrían anoche?”
“Lo olvidé, con tu llegada y todo eso. Tampoco era seguro. Podría haber sido hoy, o dos noches atrás.”
La conversación se volvió metódica, científica, lejana. Laskov había aprendido a no sufrir sus miedos más de lo necesario. No valía la pena, afrontarlos cuando no estaban ahí. Conversaron un rato más, evitando siempre hablar directamente de ellos, de las patas. Venían desde el mar, o seo creía Sánchez. Llevaban luz con ellos y no había mucho más que decir. Laskov dio la charla por concluida, dijo buenas noches y se durmió de inmediato. Soñó que dormía en la playa, pero se veía a si mismo dormir. El rumor de patas arrastrándose contra la arena lo llenaba de pánico, pero era un miedo latente, que no se desbordaba. Pasaba una eternidad tendido en la arena, siempre a punto de colapsar. Luego todo se iba a negro. Despertó, aliviado, cuando un rayo de sol le llegó desde la ventana, calentándole el rostro. Feliz, trató de sentarse en su lecho y entonces despertó de verdad.
Ese día se levantó temprano. Sánchez lo llevó al Marga-Marga donde pudo bañarse y lavar sus cosas. “No bebas del Estero” fue el único comentario. Hundido hasta los muslos en el flujo del río, desnudo salvo por su máscara de gas, se preguntó de donde vendría el agua. No había visto lluvia en meses, pero no se había alejado de la costa. ¿Quizá en las montañas? El estero corría con mucha más fuerza de lo que recordaba, otro signo de como la naturaleza se comía a la ciudad.
Salió y se secó con algo que parecía una frazada. Recogió su ropa empapada y, envuelto en la manta, caminó de vuelta hacia el Palacio. Cuando llegó Sánchez se ocupaba en otro de sus fogones, este a un costado del edificio, y le hizo señas para que se acercara.
“Seca tu ropa acá” le dijo a través de su mascarilla. “Es la única manera de que seque bien.” Tosió un poco, caía mucho polvo esa mañana. Laskov recordó algo y luego de dejar su ropa tendida subió rápidamente a la habitación. Cuando bajó traía consigo otra máscara como la que llevaba puesta.
“Ten”, se la pasó a Sánchez. “La andaba trayendo por si las moscas”.
Sánchez se puso la máscara y se quedaron mirando un rato, sabiendo que era chistoso pero no exactamente por qué. Luego siguieron con sus asuntos, papá Marciano e hijo Marciano, ahora una familia feliz. Laskov dio un paseo alrededor de la manzana. Cuando ya no podía verlo su amigo, se dio el lujo de caminar desnudo por las calles. Fue en dirección hacia el mar hasta que le pareció escuchar ladridos en la lejanía, y pensó que mejor daba la vuelta. Era lo mismo: casas derruidas, el ocasional esqueleto, y hasta algo que podría haber sido un auto, años ha.
Se vistió para almorzar mientras Sánchez cocinaba otra lata de porotos. Iba a terminar odiando los porotos, aunque Sánchez opinaba lo contrario. Cada día sabían mejor. Luego se sirvieron café, que caliente sabía mucho mejor.
“¿Has explorado?” Laskov inició la sobremesa.
“Solo lo necesario. Busqué comida hasta sentirme aprovisionado. También fui al Hospital. Ahí encontré las mascarillas, y me hice un botiquín.”
“¿Y el resto? ¿Los cerros?”
“No. Tengo lo que necesito. Tenemos, quiero decir.”
“Pueden haber más sobrevivientes.”
Sánchez se encogió de hombros. “Bien por ellos”.
“¿Ese es tu plan entonces? ¿Vivir aquí hasta que se te acabe la comida y morir de hambre? ¿Y si no se acaba morir de viejo?”
“Si. Es el mismo plan que tuve siempre. El mismo plan que tenían todos. No voy a complicarme más de la cuenta solo porque al mundo se le ocurrió acabar.”
“Pero no se ha acabado. Estoy yo, estás tu. Puede haber otros, otras…”
“¿Que estás pensando?”
“Mujeres, tienen que quedar mujeres…”
Aquí Sánchez rió fuertemente. «Esta noche duermes afuera, malandrín»
«¡No!» Laskov sintió el enojo subir por su pecho, se calmó. «No es eso. Necesitamos mujeres, al menos una mujer»
«¿Para qué?»
Laskov hizo una pausa dramática y miró a su alrededor. A las casas hechas pedazos, a las enredaderas que lo cubrían todo.
«¿Como que para qué? ¿Para que más? Hay que ponerle fin a todo esto.» Un exagerado gesto con el brazo. «Hay que ponerse serio de una vez, y empezar a repoblar esta ciudad de mierda».

Sub Aether – 005

Laskov despertó con una mano cubriéndole la boca, y un ajetreo infernal que en la oscuridad parecía llegar de todos lados. Buscó a tientas el PPSh pero no estaba ahí. Golpes sordos, chirridos como de muebles siendo arrastrados. Encontró la cabeza de su atacante en la oscuridad e intentó una maniobra de Sambo: girar sobre si mismo y tomar la espalda de su adversario. No lo consiguió. Estaba amarrado al suelo, por la cintura.
Fue conciente de Sánchez hablando junto a su oido. “Shh. Calma. Silencio, calma calma. Callado. Por favor. Calladito”. De a poco se calmó. Su mente se acostumbró a la oscuridad, como sus ojos se acostumbrarían a oscuridades menos densas. Relajó el fuerte agarre que tenía sobre el cuello de su amigo. Dió a entender con unas palmadas que no iba a gritar cuando le soltara la boca.
Pasos. Gorjeos. Arrastre de muebles. De pronto una tenue luz asomándose por una rendija en la puerta, que puso a Sánchez tenso como un cadáver. Era fácil deducir lo que le preocupaba: que los encontraran. Lo difícil era deducir quien se suponía que los estaba buscando, y por qué esconderse. Si la puerta estaba disimulada, era razonable suponer que Sánchez sabía que vendrían. Había algo que no le habían contado. Algo importante que Sánchez por alguna razón el silencio total lo sacó de sus cavilaciones.
El ajetreo paró de pronto, violentamente, y fue reemplazado por el raspar de algo contra la pared. Contra los escombros que apilados tapaban la entrada. Era un raspar lento, metódico, pero que no le hablaba de ninguna intención asimilable. Un raspar inteligente pero ajeno. Casi animal, pero no exactamente. Y enervante. Cuando finalmente se detuvo Laskov y Sánchez estaban empapados en sudor frio. Sus cabezas muy juntas, paralizados en su lucha, jadeantes no de cansancio.
Sánchez desató a Laskov, finalizando con un “listo” que era a la vez un “lo siento” y un “fue por tu bien”. Luego, lentamente, se puso de pie y caminó, probablemente hacia la ventana. Laskov hizo lo mismo y reconoció la silueta de su compañero, recortada contra la luz muy tenue que había en el exterior. Que “venía” del exterior, aunque la luz parecía no ir a ningún lado sino quedarse allá afuera, iluminar solo el pedazo de jardín sobre el que estaba posada. Era más bien una fosforecencia, un vaho que parecía flotar a pocos centímetros de su cara o en la inmensidad del espacio interestelar. Y dentro de ella, entrando y saliendo de ella, se podían divisar patas, montones de patas que se movían ora rápido ora lento, caminando frenéticamente o raspando, raspando pacientemente, descifrando el suelo de baldosas y el pasto y la tierra. Largas y delgadas, llenas de articulaciones. Patas. Y bultos amorfos rodeados de patas. Enormes. Como perros, u hombres. Y hablando entre ellos, como las hormigas, llendo y viniendo hacia la oscuridad.
Lentamente la nebulosa se hizo más pequeña, las patas más difíciles de distinguir. Sánchez suspiró y dijo que ya estaban bien. Laskov no lo escuchó. Seguía tieso mirando a la nada. Apenas hacía ruido pero estaba llorando de miedo. Quizo estar loco, más que nada en el mundo, y no le importó sentir el calor de la orina bajar por sus muslos. La vergüenza era un sentimiento secundario, lejanamente secundario. El miedo, tan real como la oscuridad.

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Subterráneo

Recuerdo que apenas teníamos doce o trece años. Recuerdo que en aquel tiempo no era necesario recordar nada, porque todo estaba pasando, porque no hay más presente que el de la infancia. Luego se viene la nostalgia y darse cuenta de que la niñez ya está lejos y que ahora no eres más que un reflejo del pasado es algo inevitable. Estábamos los tres: Javiera, Claudio y yo. Paseábamos por la entrada de la Casa de Gobierno, jugando Invasores Extraterrestres. Era nuestro juego favorito. En él, Javiera era una capitana de curvas siniestras –al menos así la imaginábamos con Claudio, pese a que Javiera era de una delgadez de niña absoluta- que nos guiaba a nosotros, su comando, por una tierra apocalíptica en busca de tropas marcianas. Nos pasábamos horas en ese juego. Pero aquella vez que recurre ahora a mi memoria algo pasó que decidimos buscar un nuevo escenario. Fue así como, con el sol golpeándonos las frentes, llegamos al “Agujero”. Sabíamos que era zona prohibida. De hecho así lo decían sendos letreros a su entrada. No había guardias. De todas formas nunca los habíamos visto. Así que entramos con esa excitación de niños rompiendo reglas, bajamos sus escalas. Mi madre me había contado sobre la existencia de una ciudad subterránea muchas veces, algo de un proyecto de los años sesenta en donde la gente podía circular bajo el suelo, bajo Santiago. En unas máquinas gigantescas como cuncunas robóticas. Pero luego todo se pudrió. Empezaron a haber accidentes y explosiones, gente electrocutada y máquinas fuera de control. Duró cerca de cinco años y se decretó el cierre del proyecto. El subSantiago era una especie de utopía abandonada. Circuitos oxidados y suelo húmedo por meados. Todo era oscuridad. Nos entró cierto temor pero nadie lo manifestó por miedo a ser acusado de cobarde. Seguimos avanzando olvidando completamente Invasores Extraterrestres, ahora el juego era otro. Javiera seguía siendo nuestra capitana. La ciudad del subSantiago estaba estructurada por dos veredas paralelas y un riel grueso en el centro de la ciudad. El olor era fatal. Pero seguíamos nuestro camino a ninguna parte. Javiera tomó la delantera. Claudio se me acercó y me dijo que Javiera tenía buenas tetas. Lo quedé mirando sin comprender sobre todo porque nunca le vi pechos a Javiera y porque era la primera vez que Claudio decía algo de ese tipo. Asentí para no quedar mal. Javiera saltó al riel y la imitamos en cuestión de segundos. Seguimos por algo que debe haber sido una especie de gran túnel, porque realmente ahí sí que no se veía nada de nada. Hasta que logramos dar con una aldea vecina, igualmente abandonada. Yo estaba feliz, era demasiado parecido a lo que imaginaba como un escenario perfecto para Invasores Extraterrestres. Demasiado parecido a los libros que más me gustaba leer después del colegio. Deben haber sido unos cuarenta minutos, recorriendo, jugando. Hasta que dimos con la zona púrpura. Eran una luz ultravioleta, que nos iluminaba completamente. No logramos dar con el lugar puntual de dónde provenía pero sentíamos que ya habíamos dado con el clímax de nuestro paseo. No fue así. Escuchamos una suerte de chirrido electrónico al fondo del lugar, muy similar al que hace el televisor que guarda mi padre cuando lo enciende para recordar cómo era la televisión, objeto con el que creció y se educó, otro de los proyectos fallidos de la tecnología, cuando aún se creía en ella. Acudimos al ruido, guiados por el oído y el instinto. Dimos con él. La imagen fue demasiado impactante. Nos quedamos en silencio observándola. Era un cuerpo. No podría decir que era un cuerpo sin vida porque nunca llegué a tal deducción. Era una máquina. Una máquina en agonía. Era las dos cosas a la vez: una máquina y un hombre. La mitad humana estaba en evidente estado de putrefacción, la electrónica en cambio, se resistía a la muerte. Claudio se decidió a hablar. Hola, le dijo. La mitad de la cara izquierda era la parte máquina, como la gran parte izquierda del monstruo. No tenía extremidades. Sólo cables cortados. Se le iluminó el ojo izquierdo de un color rojo intenso y sintético. Nos quería decir algo. Sin embargo no logró soltar mensaje. Aumentaron los chirridos. Se silenció. Nos alejamos. Observamos más detalladamente el salón púrpura. Estaba lleno de extremidades mitad humanas, mitad máquinas. Nos miramos. Decidimos que era hora de volver. Tardamos el doble, quizás el triple. Y justo cuando dábamos con la salida me di vuelta para mirar el imperio escondido por última vez. Javiera y Claudio me llamaron. Les hice un gesto para que continuaran ellos. No miento, pensé en quedarme para siempre. Llegar al fondo de todo esto. Sentí un grito. Un grito de Javiera los conocía demasiado bien. Asustado caminé despacio y atento a la salida. Vi a dos militares tomando en brazos a Javiera y a Claudio y adormeciédolos con una fuerte luz blanca proveniente de una pequeña máquina cuadrada. Tuve que esperar cerca de media hora para salir. No había militares. Corrí a casa. Le conté solo el episodio final a mi madre. La parte de los militares. Extraño. Mi madre parecía desconocer completamente a Javiera y a Claudio. Más extraño. Javiera y Claudio habían sido borrados de la memoria de todo el mundo, incluso de sus propios padres. Yo decidí contar toda la historia para que alguien hiciera algo por mis amigos. Fui a dar al psicólogo por el resto de mi infancia. Al parecer mezclaba mis fantasías con la experiencias reales. Acudí al “Agujero” cientos de veces pero ya no había nada en su lugar. En mi adolescencia pasé de ser un niño con problemas mentales a un posible anarquista. Un profeta del Caos. Así es que me la pasé en hogares de menores y en sitios de reclusión por el resto de mi vida. Mi nombre hoy está escrito en el libro negro del Estado. Mi nombre es Edmundo Gallegos. Tengo treintaidós años. Lucho por una utopía enterrada. Y mi revolución recién empieza.

Temblor

Lo soñé anoche. Fue uno de esos sueños que sabes que se volverán realidad y que luego olvidas hasta que se realiza… y te parece un deja-vu.
Pero esta vez no lo olvidé, cómo podría…
Todo comenzaba con un «extra» en TVN, una ola de temblores de diversa graduación en la escala de Mercalli en Coyhaique y mar adentro; la población está encaramada en las montañas. Un periodista en directo está entrevistando al representante de la Onemi en la zona cuando ocurre un gran terremoto, una explosión en el mar a espaldas del periodista y el fin de la transmisión.
No es cualquier terremoto. Es el surgimiento de un volcán submarino. Nada muy terrible, no ha habido muertos.
Las ondas subterráneas viajan sin mover ni un candelabro.
Ese mismo día ocurre lo impensado, un terremoto grado ocho en la escala de Righter, en pleno desierto de atacama. Miles de heridos, un centenar de muertos y una larga lista de desaparecidos.
Pero eso no es lo peor.
Como si el desastre hubiera sido diseñado por una mente siniestra, las ondas de ambos terremotos se reúnen, se hermanan, se liquidan mutuamene bajo los pies de los ignorantes santiaguinos, potenciándose.
En un segundo la tierra se eleva diez metros, empujando los cuerpos al suelo y golpeándolos como gelatina. Desde cualquier zona se pueden ver las olas, verdaderas olas de tierra, edificios y gente, elevándose y avanzando, pulverizando todo, machacando la carne.
Cuando la onda baja, las personas que antes habían golpeado el suelo ahora se encuentran repentinamente en caída libre. La onda vuelve a subir golpeándolos e regreso. Los huesos se rompen.
El fenómeno dura apenas treinta segundos. Tres olas monstruosas recorren el valle central y rebotan contra los cerros y la cordillera. La sangre recorre las calles como un río.
No queda nada de pie. El Cerro San Cristóbal está quebrado. Sólo la virgen sigue erguida, sus «piernas» colapsadas.
Y creo que no fui el único que lo soñó…

Insomnio

03:30 am

Los ojos están abiertos. La respiración agitada. Los oídos agudos. Millones de ideas cruzan mi cabeza. Millones de personajes oscuros y sin nombre. También pienso en tí. Busco en todas partes el interruptor para ponerlo en «off», pero no lo encuentro.

04:15 am

Me levanto y busco un poco de agua. Todo está en silencio. Me siento un rato en el sofá. Espero (no se que) y regreso.

04:30 am

Tomo el reloj. El tiempo pasa lento. Recuerdo lo que quería decir y hacer y no hice ni dije. Sentí verguenza otra vez y sonreí al mismo tiempo. Luego volví a mirar el reloj. La hora no avanza.

05:25 am

La cabeza me pesa, igual que los párpados. Las sábanas me asfixian. Pienso en ayer, pienso en mañana. Afortunadamente es Domingo. Pienso en porque cresta no puedo dormir.

05:30

Escucho las olas rugir. Las sirenas suenan. Las alarmas de los autos. La tierra tiembla como nunca. Cierro los ojos. Espero…

Foto de mi ojo

Polaroid Doomsday

Una fotografía de seis aves y un globo es hallada junto al cadáver de un hombre indigente. Su cuerpo fue descubierto en Providencia, a veinte metros de profundidad en la excavación del Costanera Center. Su carne no se ha deteriorado.
Lo curioso es lo escrito al dorso de la imagen. Está fechada el 16 de octubre de 2008. Abajo lee: Santiago. El último ciudadano de nuestra ciudad yace muerto en el canasto de un globo. Sus restos sobrevuelan la desolación, muerte y pestilencia de la capital.
Alguien menciona algo de 12 monos o La jetee, no entiendo. Se ríen… algo de una foto del futuro.
No sé… quisiera reírme también.

El traslado

Esta mañana la comuna de Puente Alto se vio conmocionada con la aparición de un círculo boscoso perfecto de exactamente un kilómetro de diámetro, en donde antes habían casas, plazas, calles y colegios.
El lugar ha sido acordonado, y personal de Carabineros así como del Sag y Conaf están investigando el extraño círculo.
Desde el aire se ve como un punto verde en medio de la ciudad. Las casas que colindan con el extraño bosque fueron cortadas a la perfección, tanto muros como muebles y electrodomésticos. No se ha reportado ningún fallecimiento.
Nuestra mayor preocupación es… ¿dónde están las casas y pobladores que solían estar donde ahora hay un tupido bosque?

Sub Aether – 004

Cuando el cielo se volvió negro y la Penumbra lo inundó todo, Sánchez se hallaba de excursión en el Cerro la Campana. Buscaba un sitio propicio para llevar a su grupo Scout para fiestas patrias. Era lunes por la madrugada, pero él no lo sabía. Se había confundido al llevar la cuenta de los días y creia que era domingo. Probablemente lo hubieran reprendido seriamente al volver a trabajar, pero cuando regresó al trabajo se encontró con que era el único sobreviviente.
Primero lo despertó el temblor. No supo nunca lo fuerte que fue, no tenía como determinarlo en medio del cerro. Pensó que si no había ocurrido ningún derrumbe(no escuchó ninguno), no podía ser tan fuerte como él lo sintió. Trató de volver a dormir pero le fue imposible conciliar el sueño con todos los animales vueltos locos. Perros aullando en la lejanía, y el ajetreado revolotear de los pájaros.
Salió de su carpa y encendió el fuego. Tratando de ignorar a los pájaros, con una extraña opresión en el pecho, se sentó en una roca junto al crepitar de la leña, y se puso a esperar la mañana.
El amanecer fue glorioso, como pocas veces había visto. Colorido, tranquilo. Majestuoso. El inminente sol apareció en medio de haces de luz verdeazules y anaranjados(un efecto secundario del polvo que ya entonces comenzaba a cubrir la atmósfera), y Sánchez, sólo por no tener nada mejor que hacer, le prestó toda su atención. Después agradecería haberse permitido observar con atención, haber disfrutado al máximo la última vez que vería salir el sol.
El momento concluyó repentinamente, cuando la calma fue rota por un sorpresivo viento que ya no paró de soplar. El zumbido constante en los oidos de Sánchez se convertió en una nueva versión del silencio. Ni los perros, ni los pájaros, ni su propio andar podrían romperlo. Solo sería interrumpido horas después, cuando al descender la ladera del cerro creyera escuchar, por un momento, el sonido del mar. Una distante Ola reventando contra la orilla, lejos.
Pero antes de eso, justo después del viento, fue el cielo. Al principio pensó que se trataba de un incendio. Quizá algo había explotado, no pudo pensar en qué, pero algo grande. ¿Por culpa del temblor? Quizá algo tan grande que había causado el temblor. ¿Un volcán? No recordaba ningún volcán activo en la zona. Tampoco podía ver la fuente del humo, solo una nube negra que avanzaba desde el Oeste. Tal vez estaba cerca, tal vez estaba muy, muy lejos.
Por un rato no le dió más importancia, no había nada que pudiera hacer al respecto. Tenía que tapar su letrina, recoger su carpa, asegurarse de que la fogata quedara totalmente apagada y un par de cosas más. No alcanzó a terminar lo primero y se dió cuenta que la nube estaba cubriendo todo el cielo, y que más que una nube parecía una cortina. El viento aún no se detenía. Sucedía algo importante, probablemente terrible. Debía regresar a Viña lo antes posible. Sin carpa, sin mochila, solo lo necesario para el viaje de vuelta.
Cuando llegó al pie de la Campana ya todo el cielo, al menos hasta donde podía ver, se había oscurecido, y caia un fino polvo que de a poco iba dificultando la respiración.
Le llevó la mejor parte del día regresar hasta Olmué. Cuando llegó ya era de noche y no se veía absolutamente nada salvo las antorchas encendidas en la plaza del pueblo. Sánchez apareció desde las sombras con las manos alzadas en señal de paz para no perturbar a los aterrados pobladores. Nadie sabía que estaba ocurriendo. Al centro del círculo de gente, un hombre bien vestido y un viejo con pinta de Huaso discutían discretamente, pese a que todas las miradas recaian en ellos. Claramente no tenían más idea que el resto de la gente sobre que hacer, que curso de acción seguir. Cuando vieron a Sánchez el bien vestido lo llamó al centro del círculo y le hizo un par de preguntas.
Eran preguntas triviales, sobre Sánchez y su procedencia, pero las hacía como si su respuesta fuera la clave del misterio. El Huaso puso fin al interrogatorio. “Don Carlos, no sabe nada el joven, déjelo no más”. Don Carlos entonces se cubrió el rostro con las manos. “¿Y qué vamos a hacer?” Esperar, fue la respuesta. Era lo único que se podía hacer. Quizá mañana amaneciera despejado, o se tuvieran noticias. Tarde o temprano algo tenía que suceder. Ahora les costaba hablar, el polvo se hacía más molesto, la gente empezaba a toser.
Sánchez aceptó la oferta de Don Carlos, de dormir en su casa y partir en auto a Viña a la mañana siguente. Se subió en el ostentoso vehículo y viajó en el asiento trasero junto a Don Carlos, que elucubraba teorías sobre los que estaba ocurriendo y las comentaba con el chofer. Él las comentaba de vuelta y cada cierto tiempo Sánchez asentía, para ser cortés. La verdad es que iba absorto mirando por la ventana. No se veía nada, salvo el area iluminada por los faros delanteros del automóvil. Eran una burbuja en la nada, o el infinito, o ambas dos.
Llegaron a una gran casa de campo y Sánchez fue conducido hasta el salón donde la esposa y la hija de Don Carlos bordaban a la luz de las velas. Ambas de blanco, Sánchez creyó por un momento que eran fantasmas. Fue presentado y abandonado a su suerte con las damas, mientras su anfitrión iba a preparar todo para el viaje.
El resto de la noche era borroso. En algún momento la Señora se levantó y le indicó a Clara que antes de acostarse le mostrara a Sánchez su habitación. Pero no se movieron del salón. Hasta la madrugada Sánchez y Clara conversaron sobre algún tema que luego olvidó, todo el tiempo tratando de adivinar como sería en verdad ese rostro que a la luz de las velas parecía lo más hermoso que había visto en su vida, embriagado de una extraña felicidad. En algún momento se quedó dormido y despertó al dia siguiente en la Penumbra, abrigado por un chal recién bordado, cuando el chofer lo fue a buscar para que partieran.
Viajaron en silencio. El polvo seguía cayendo pero dentro del automóvil estaban a salvo. A medida que se acercaban a su destino, poco a poco, comenzaron a aparecer charcos. Pozas de agua, pequeñas lagunas, estanques, como si hubiera llovido una tormenta. Luego fueron los árboles tirados, y después los postes de luz, hasta que finalmente no pudieron continuar. Bajaron del auto, los tres mudos de asombro, y contemplaron incrédulos el pantano que cubría lo que alguna vez fuera Viña del Mar.

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