Cuando el cielo se volvió negro y la Penumbra lo inundó todo, Sánchez se hallaba de excursión en el Cerro la Campana. Buscaba un sitio propicio para llevar a su grupo Scout para fiestas patrias. Era lunes por la madrugada, pero él no lo sabía. Se había confundido al llevar la cuenta de los días y creia que era domingo. Probablemente lo hubieran reprendido seriamente al volver a trabajar, pero cuando regresó al trabajo se encontró con que era el único sobreviviente.
Primero lo despertó el temblor. No supo nunca lo fuerte que fue, no tenía como determinarlo en medio del cerro. Pensó que si no había ocurrido ningún derrumbe(no escuchó ninguno), no podía ser tan fuerte como él lo sintió. Trató de volver a dormir pero le fue imposible conciliar el sueño con todos los animales vueltos locos. Perros aullando en la lejanía, y el ajetreado revolotear de los pájaros.
Salió de su carpa y encendió el fuego. Tratando de ignorar a los pájaros, con una extraña opresión en el pecho, se sentó en una roca junto al crepitar de la leña, y se puso a esperar la mañana.
El amanecer fue glorioso, como pocas veces había visto. Colorido, tranquilo. Majestuoso. El inminente sol apareció en medio de haces de luz verdeazules y anaranjados(un efecto secundario del polvo que ya entonces comenzaba a cubrir la atmósfera), y Sánchez, sólo por no tener nada mejor que hacer, le prestó toda su atención. Después agradecería haberse permitido observar con atención, haber disfrutado al máximo la última vez que vería salir el sol.
El momento concluyó repentinamente, cuando la calma fue rota por un sorpresivo viento que ya no paró de soplar. El zumbido constante en los oidos de Sánchez se convertió en una nueva versión del silencio. Ni los perros, ni los pájaros, ni su propio andar podrían romperlo. Solo sería interrumpido horas después, cuando al descender la ladera del cerro creyera escuchar, por un momento, el sonido del mar. Una distante Ola reventando contra la orilla, lejos.
Pero antes de eso, justo después del viento, fue el cielo. Al principio pensó que se trataba de un incendio. Quizá algo había explotado, no pudo pensar en qué, pero algo grande. ¿Por culpa del temblor? Quizá algo tan grande que había causado el temblor. ¿Un volcán? No recordaba ningún volcán activo en la zona. Tampoco podía ver la fuente del humo, solo una nube negra que avanzaba desde el Oeste. Tal vez estaba cerca, tal vez estaba muy, muy lejos.
Por un rato no le dió más importancia, no había nada que pudiera hacer al respecto. Tenía que tapar su letrina, recoger su carpa, asegurarse de que la fogata quedara totalmente apagada y un par de cosas más. No alcanzó a terminar lo primero y se dió cuenta que la nube estaba cubriendo todo el cielo, y que más que una nube parecía una cortina. El viento aún no se detenía. Sucedía algo importante, probablemente terrible. Debía regresar a Viña lo antes posible. Sin carpa, sin mochila, solo lo necesario para el viaje de vuelta.
Cuando llegó al pie de la Campana ya todo el cielo, al menos hasta donde podía ver, se había oscurecido, y caia un fino polvo que de a poco iba dificultando la respiración.
Le llevó la mejor parte del día regresar hasta Olmué. Cuando llegó ya era de noche y no se veía absolutamente nada salvo las antorchas encendidas en la plaza del pueblo. Sánchez apareció desde las sombras con las manos alzadas en señal de paz para no perturbar a los aterrados pobladores. Nadie sabía que estaba ocurriendo. Al centro del círculo de gente, un hombre bien vestido y un viejo con pinta de Huaso discutían discretamente, pese a que todas las miradas recaian en ellos. Claramente no tenían más idea que el resto de la gente sobre que hacer, que curso de acción seguir. Cuando vieron a Sánchez el bien vestido lo llamó al centro del círculo y le hizo un par de preguntas.
Eran preguntas triviales, sobre Sánchez y su procedencia, pero las hacía como si su respuesta fuera la clave del misterio. El Huaso puso fin al interrogatorio. “Don Carlos, no sabe nada el joven, déjelo no más”. Don Carlos entonces se cubrió el rostro con las manos. “¿Y qué vamos a hacer?” Esperar, fue la respuesta. Era lo único que se podía hacer. Quizá mañana amaneciera despejado, o se tuvieran noticias. Tarde o temprano algo tenía que suceder. Ahora les costaba hablar, el polvo se hacía más molesto, la gente empezaba a toser.
Sánchez aceptó la oferta de Don Carlos, de dormir en su casa y partir en auto a Viña a la mañana siguente. Se subió en el ostentoso vehículo y viajó en el asiento trasero junto a Don Carlos, que elucubraba teorías sobre los que estaba ocurriendo y las comentaba con el chofer. Él las comentaba de vuelta y cada cierto tiempo Sánchez asentía, para ser cortés. La verdad es que iba absorto mirando por la ventana. No se veía nada, salvo el area iluminada por los faros delanteros del automóvil. Eran una burbuja en la nada, o el infinito, o ambas dos.
Llegaron a una gran casa de campo y Sánchez fue conducido hasta el salón donde la esposa y la hija de Don Carlos bordaban a la luz de las velas. Ambas de blanco, Sánchez creyó por un momento que eran fantasmas. Fue presentado y abandonado a su suerte con las damas, mientras su anfitrión iba a preparar todo para el viaje.
El resto de la noche era borroso. En algún momento la Señora se levantó y le indicó a Clara que antes de acostarse le mostrara a Sánchez su habitación. Pero no se movieron del salón. Hasta la madrugada Sánchez y Clara conversaron sobre algún tema que luego olvidó, todo el tiempo tratando de adivinar como sería en verdad ese rostro que a la luz de las velas parecía lo más hermoso que había visto en su vida, embriagado de una extraña felicidad. En algún momento se quedó dormido y despertó al dia siguiente en la Penumbra, abrigado por un chal recién bordado, cuando el chofer lo fue a buscar para que partieran.
Viajaron en silencio. El polvo seguía cayendo pero dentro del automóvil estaban a salvo. A medida que se acercaban a su destino, poco a poco, comenzaron a aparecer charcos. Pozas de agua, pequeñas lagunas, estanques, como si hubiera llovido una tormenta. Luego fueron los árboles tirados, y después los postes de luz, hasta que finalmente no pudieron continuar. Bajaron del auto, los tres mudos de asombro, y contemplaron incrédulos el pantano que cubría lo que alguna vez fuera Viña del Mar.
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