por Santiago Eximeno
–Ábrelo –dijo ella, con voz dulce.
Un bosque de gélidas sonrisas nació a su alrededor; ocultaban tantas sensaciones –cariño, respeto, curiosidad, envidia– que se sintió desnudo, abandonado en un baile de máscaras. Sus ojos serpentearon por la enorme mesa, recorriendo los rostros de todas aquellas personas: sus padres, sus hermanos, sus tíos, sus abuelos, sus primos…
–Vamos, ábrelo.
Notó un ligero tono de reproche en la voz de su madre. Inquieto, acarició con sus manos el regalo. El papel que lo envolvía era suave, salpicado aquí y allá de pequeñas flores de colores. Un enorme lazo rosa lo mantenía cerrado. Lo abrió en silencio, la mirada baja. En su interior encontró una cámara de fotos.
–¿Qué se dice?
–Gracias, tía Lidia –susurró.
La cámara de fotos abandonó sus manos y se reunió con las tarjetas de felicitación, los cubiertos de plata, el anillo, el libro de firmas y diversos obsequios más que, según palabras de su madre, el niño podría apreciar años más tarde en su justa medida. En la actualidad, pensó Alex, carecían de valor.
Tras la entrega de regalos, su fugaz momento de gloria, las conversaciones banales inundaron la mesa y no tardó en descubrir que ninguna le incluía. Ya no era el centro de atención. Cinco minutos después su presencia en la mesa no era relevante.
–Voy al servicio –murmuró.
Abandonó la mesa sin que nadie lo advirtiera. Estaban demasiado ocupados con la fiesta para acordarse del pequeño niño que un día de octubre como aquel había venido al mundo. Las copas chocaron en el aire, derramando lágrimas sobre el mantel inmaculado, mientras Alex descendía las escaleras que conducían a los aseos.
La puerta del servicio surgió como una aparición fantasmal al final de un pasillo de paredes blancas, desconchadas en distintos lugares y mancilladas con breves mensajes de diversa índole, la mayoría de ellos de carácter obsceno o racista. Exhibía un pequeño cartel con un joven sonriente sobre un fondo multicolor. Alex tomó el pomo entre sus manos y entornó la puerta.
Un hombre alto, delgado, sostenía entre sus largos dedos, a la altura de los ojos, una diminuta caja de madera con extraños símbolos grabados en su superficie. Su rostro surcado de arrugas se reflejaba en el espejo del lavabo.
–Perdón –dijo el niño, cerrando la puerta.
–Al contrario, pasa, pasa… –gimió el desconocido, evitando con el pie que la puerta se cerrara por completo.
Su sonrisa descubrió dos filas de dientes perfectos de un blanco inmaculado.
–Vamos, vamos, esto es para ti.
En las manos del hombre descansaba la caja. Alex la miraba ensimismado. Bajo la débil luz del servicio pareció moverse, agitarse.
–¿Qué hay dentro?
–Oh, es una sorpresa –gimió el extraño–. Una sorpresa que debes compartir con tu familia, pequeño.
No le gustaba que le llamaran así, y menos que le acariciaran el pelo como aquel hombre había hecho. Pero la caja era tan hermosa que cuando la depositó en sus manos susurró un sincero agradecimiento y corrió por el pasillo hacia las escaleras.
–Ábrela con los ojos cerrados –le oyó decir mientras volaba sobre los escalones–. Así no estropearás la sorpresa.
Cuando llegó a la mesa todos le obsequiaron con una cálida sonrisa.
–¡Mirad lo que tengo! –gritó Alex, emocionado.
Y pronunciadas estas palabras, cerró los ojos y levantó la tapa de la caja. Una oleada de podredumbre y muerte inundó sus fosas nasales. Una horrible cacofonía de gritos y risas atravesó sus oídos. Oyó la voz suplicante de su madre, los gemidos ahogados de sus familiares.
–En el nombre de Dios…
Sillas arrastradas, cristales rotos. Gritos y súplicas a su alrededor. Confusión. Bajo aquel olor a pescado podrido Alex advirtió otro más sutil, dulzón. No pudo identificarlo. Alguien lo derribó. Oyó pasos alocados en todas direcciones. Gemidos. Algo saltó sobre él, gruñó. Algo húmedo y enorme. Tumbado en el suelo, con los ojos cerrados, sintió el sabor salado del mar en la boca.
A pesar de ello, no abrió los ojos.
No quería estropear la sorpresa.