El Universo Amniótico

por Carl Sagan

“El Cerebro de Broca” Capítulo 25 (fragmentos)

Para un hombre es tan natural morir como nacer; y para un niño pequeño, tal vez, lo uno es tan penoso como lo otro. FRANCIS BACON, Of Death (1612)

La cosa más bella que podemos experimental es lo misterioso. Es la fuente de toda verdad y ciencia. Aquel para quien esa emoción es ajena, aquel que ya no puede maravillarse y extasiarse ante el miedo, vale tanto como un muerto: sus ojos están cerrados… Saber que lo impenetrable para nosotros existe realmente, manifestándose como la prudencia máxima y la belleza más radiante que nuestras torpes capacidades pueden comprender tan solo en sus formas más primitivas… este conocimiento, este sentimiento, se encuentra en el centro de la verdadera religiosidad. En ese sentido, y sólo en ese sentido, pertenezco a las filas de los hombres religiosos devotos. ALBERT EINSTEIN, Lo que creo (1930)

William Wolcott murió y subió al cielo. O eso parecía. Antes de que le llevasen al quirófano, le hicieron saber que la intervención quirúrgica comportaba un cierto riesgo. La operación fue un éxito, pero cuando la anestesia dejaba de producir sus efectos, su corazón entró en fibrilación y murió. Le pareció que, de alguna manera, había dejado su cuerpo y era capaz de situarse por encima de él… Lo vio debajo suyo, marchito y patético, cubierto tan sólo por una sábana, tumbado sobre una superficie dura e implacable. Se puso algo triste; miró su cuerpo por última vez —desde una gran altura, según le pareció— y prosiguió su viaje hacia arriba. Su entorno estaba sumido en una extraña oscuridad penetrante, pero se dio cuenta de que todo se estaba volviendo más brillante a medida que subía. Luego divisó una luz en la lejanía, una luz muy intensa. Penetró en una especie de reino radiante y allí mismo, justo por encima de él, pudo percibir una silueta, magníficamente iluminada desde atrás, una gran figura venerable a la que se iba aproximando sin esfuerzo. Wolcott se esforzó por ver Su cara…
Y entonces despertó. En el hospital le habían aplicado a toda velocidad el desfibrilador y acababa de resucitar en el último instante. En realidad, su corazón había dejado de latir y, según algunas definiciones de un proceso poco comprendido, había muerto. Wolcott quedó convencido de haber muerto verdaderamente, de que se le había otorgado permiso para dar una ojeada a la vida después de la muerte para tener una confirmación de la teología judeocristiana.
A lo largo y ancho del mundo se han producido experiencias parecidas, hoy en día muy documentadas por médicos y otros. Estas Epifanías peritanáticas (próximas a la muerte) han sido experimentadas no sólo por personas de religiosidad occidental sino también por hindúes, budistas y escépticos. Es posible que muchas de nuestras ideas convencionales acerca del cielo procedan de experiencias próximas a la muerte de ese tipo, que habrán ido produciéndose a lo largo de los milenios. Ninguna noticia podía ser más interesante o más esperanzadora que la relatada por un muerto regresado: la explicación de que hay un viaje y una vida después de la muerte, de que hay un Dios que nos espera y de que al morir nos sentimos agradecidos y elevados, aterrados y anonadados.
Por lo que yo sé, estas experiencias pueden ser exactamente lo que representan, así como una justificación de la piadosa fe que tantas veces ha sufrido los embates de la ciencia en los últimos siglos. A mí personalmente me gustaría mucho que existiese una vida después de la muerte, en especial si eso fuera a permitirme seguir aprendiendo sobre este mundo y otros, si me proporcionara la posibilidad de descubrir cómo se desarrolla la historia. Pero también soy un científico y, por lo tanto, pienso también en otras explicaciones posibles. ¿Cómo puede ser que personas de todas las edades, culturas y predisposiciones escatológicas, experimenten las mismas experiencias estando próximos a la muerte?
Sabemos que esas experiencias pueden inducirse con bastante regularidad, de forma contracultural, a través de las drogas psicodélicas. Las experiencias de abandono del cuerpo son inducidas por sustancias anestésicas disociativas como las cetaminas [2-(o-clorofenil)-2-(metila-mino) ciclohexanonas]. La ilusión de volar es inducida por la atropina y otros alcaloides extraídos de la belladona, y esas moléculas obtenidas de la mandrágora o del estramonio han sido utilizadas normalmente por las brujas europeas y los curanderos norteamericanos para gozar, en el trance del éxtasis religioso, de un vuelo placentero y glorioso. La MDA [2,4-metilendioxianfetamina] tiende a provocar una regresión de edad, un acceso a experiencias juveniles e infantiles que considerábamos totalmente olvidadas. La DNT [N,N-dimetiltriptamina] provoca micropsia y macropsia, las sensaciones de que el mundo se encoge o se expande, respectivamente; algo parecido a lo que le pasa a Alicia después de obedecer las instrucciones escritas sobre los pequeños recipientes que dicen: «Cómeme» o «Bébeme». El LSD [dietilamida del ácido lisérgico] provoca una sensación de unión con el universo, como en la identificación de Brahma con Atman en el sistema de creencias hindú.
¿Es posible que dispongamos previamente en nuestra psíquis de la experiencia mística hindú y que sólo necesitemos 200 microgramos de LSD para ponerla de manifiesto? Si se segrega algo parecido a la cetamina en momentos de peligro mortal y los que regresan de una experiencia de ese tipo siempre cuentan el mismo relato del cielo y de Dios, ¿no debe haber acaso una forma en que las religiones occidentales, así como las orientales, estén grabadas en la arquitectura neuronal de nuestros cerebros?
Resulta difícil pensar que la evolución haya buscado seleccionar algunos cerebros predispuestos a tales experiencias, ya que parece ser que nadie muere ni deja de reproducir un deseo de fervor místico. ¿Pueden deberse esas experiencias inducidas por drogas únicamente a algún defecto evolutivo de conexiones cerebrales que, ocasionalmente, hace aparecer percepciones alteradas del mundo? A mi criterio, esa posibilidad es extremadamente poco plausible y tal vez no sea sino un desesperado intento racionalista de evitar un encuentro frontal con lo místico.
La única alternativa que se me ocurre es la de que todo ser humano sin excepción ya debe haber sufrido una experiencia similar a la de los viajeros que regresan de la tierra de la muerte, la sensación de vuelo, el paso de la oscuridad a la luz. Una experiencia en la que, al menos en algunas ocasiones, puede entreverse una figura heroica, bañada en resplandor y gloria. Esa experiencia común a todos es el nacimiento.
Stanislav Grof, médico y psiquiatra, fue el primero en utilizar LSD y otras drogas psicodélicas en estudios de psicoterapia. Su trabajo es bastante anterior a la cultura de la droga en Norteamérica; se inició en Praga, Checoslovaquia en 1956, prosiguiendo años más tarde en Baltimore, Maryland. Es probable que Grof posea más experiencia científica continuada sobre los efectos de las drogas psicodélicas en pacientes que ningún otro terapeuta. Sostiene que, así como el LSD puede utilizarse con fines recreativos y estéticos, también puede tener otros efectos más profundos, uno de los cuales es el recuerdo preciso de experiencias perinatales. «Perinatal» es un neologismo que significa «próximo al nacimiento», y no se refiere sólo a los momentos posteriores al nacimiento, sino también a los anteriores. Es del mismo tipo que peritanático, próximo a la muerte. Grof dispone de historias clínicas de muchos pacientes que, tras una serie adecuada de sesiones, vuelven a experimentar realmente experiencias profundas de los tiempos perinatales, ocurridas hace mucho tiempo y previamente consideradas imposibles de refrescar por nuestra imperfecta memoria. De hecho es una experiencia bastante habitual con LSD, no limitada a los pacientes de Grof.
Grof distingue cuatro estadios perinatales, cubiertos por la terapia con fármacos psicodélicos. El Estadio 1 es el de la complacencia dichosa del niño en el seno, libre de cualquier ansiedad y centro de un pequeño universo oscuro y caliente —un cosmos en una bolsa amniótica—. En ese estado intrauterino, parece ser que el feto experimenta algo muy parecido al éxtasis oceánico descrito por Freud como una de las fuentes de la sensibilidad religiosa. Evidentemente, el feto se mueve. Posiblemente justo antes de nacer esté bien alerta, tal vez más incluso que justo después de nacer. No parece imposible que podamos recordar de manera imperfecta ese edén, esa edad de oro cuando cualquier necesidad —de alimentos, oxígeno, calor y expulsión de restos— quedaba cubierta automáticamente por un sistema de apoyo a la vida soberbiamente diseñado. Un estado que, en una reposición más o menos precisa, se describe como «estar fundido con el universo».
En el Estadio 2 se inician las contracciones uterinas. La base del estable ambiente intrauterino, las paredes a las que se fija la bolsa amniótica, se vuelven traidoras. El feto es comprimido terriblemente. El universo parece pulsar; un mundo benigno se convierte de repente en una cámara de tortura. Las contracciones pueden durar horas, y se presentan en forma intermitente. A medida que pasa el tiempo, aumenta su intensidad. No hay posibilidad de que cesen. El feto no ha hecho nada para merecer esa suerte; es un inocente cuyo cosmos se le ha vuelto en contra, proporcionándole una agonía en apariencia sin fin. La dureza de esa experiencia es evidente para cualquiera que haya visto una distorsión craneal neonatal, la que sigue apreciándose bastantes días después del nacimiento. Así como es fácil comprender una fuerte motivación por borrar decididamente toda traza de esa agonía, ¿no es posible admitir que resurja acaso, bajo determinadas condiciones? Acaso, sugiere Grof, el vago y reprimido momento de esa lejana experiencia puede incitar fantasías paranoicas. Incluso puede explicar nuestras humanas predilecciones por el sadismo y el masoquismo, por la identificación entre asaltante y víctima, por ese gusto infantil por la destrucción. Grof indica que las reposiciones en el siguiente estadio están relacionadas con imágenes de mareas y terremotos, las imágenes análogas en el mundo físico a la traición intrauterina.
El Estadio 3 es el final del proceso del nacimiento, cuando la cabeza de la criatura se ha introducido en la cérvix y, a través de sus párpados cerrados, percibe un túnel iluminado en su extremo por el radiante esplendor del mundo extrauterino. El descubrimiento de la luz realizado por una criatura que ha vivido toda su existencia en la oscuridad debe constituir una experiencia profunda e inolvidable. Y allí se entrevé confusamente, por la poca resolución de los ojos del recién nacido, una figura enorme parecida a un dios, rodeada de un halo de luz (la comadrona, el medico o el padre). Al término de un trabajo monstruoso, el bebé vuela desde el universo intrauterino y se eleva hacia las luces y los dioses.
El Estadio 4 es la época inmediatamente posterior al nacimiento, cuando ya se ha disipado la apnea perinatal, cuando la criatura es fajada y cubierta, acariciada y alimentada. Si estos supuestos de Grof son acertados, el contraste entre los Estadios 1 y 2 y los Estadios 2 y 4, en una criatura totalmente desprovista de otras experiencias, debe ser profundo y sorprendente; y la importancia del Estadio 3, como tránsito entre la agonía y, cuando menos, un tierno simulacro de la unidad cósmica del Estadio 1, debe ejercer una poderosa influencia en la visión posterior del mundo que tendrá esa criatura.
Evidentemente, cabe todo el escepticismo que se quiera en la explicación de Grof y en mi versión de ella. Hay muchas preguntas que responder. ¿Son capaces de acordarse del Estadio 2 las criaturas nacidas por cesárea? Al ser sometidas a tratamiento con fármacos psicodélicos, ¿reproducen menos imágenes de terremotos y mareas catastróficas que las nacidas en partos normales? Y contrariamente, ¿son más propensas a contraer el peso psicológico del Estadio 2 las criaturas nacidas tras contracciones uterinas especialmente dolorosas inducidas al «trabajo electivo» por la hormona oxitocina? Si a la madre se le proporciona un fuerte sedante, ¿recordará la criatura, al alcanzar la madurez, una transición muy distinta desde el Estadio 1 directamente al Estadio 4, sin hacer nunca un relato radiante en una experiencia peritanática? ¿Pueden los neonatos resolver una imagen en el momento del nacimiento o son tan sólo sensibles a la luz y a la oscuridad? ¿Puede ser que la descripción, en una experiencia próxima a la muerte, de un dios brillante y cubierto de pelo sea una reposición perfeccionada de una imagen neonatal imperfecta? ¿Se seleccionaron los pacientes de Grof entre la más amplia serie posible de seres humanos, o están restringidos los relatos a un subconjunto no representativo de la comunidad humana?
Es fácil comprender que puede haber más objeciones personales a esas ideas. Una resistencia parecida tal vez a ese tipo de chauvinismo que se detecta en algunas justificaciones de las costumbres gastronómicas de los carnívoros: las langostas marinas no tienen sistema nervioso central; no les sabe mal que las dejen caer vivas en el agua hirviendo. Bien, es posible. Pero los aficionados a las langostas tienen evidente interés en favor de esa hipótesis concreta sobre la neurofisiología del dolor. De igual forma, me pregunto si los adultos no tienen un marcado interés por creer que las criaturas sólo poseen poderes de percepción y memoria muy limitados, que no existe forma en que la experiencia del nacimiento pueda ejercer una influencia profunda y, en particular, una influencia profundamente negativa.
Si Grof está efectivamente en lo cierto, debemos preguntarnos por qué son posibles esos recuerdos. Por qué, si la experiencia perinatal ha producido una enorme desdicha, la evolución no ha descartado las consecuencias psicológicas negativas. Hay algunos parámetros que los recién nacidos tienen que cumplir: tienen que ser buenos chupadores; si no, morirían. Deben ser bellos, porque por lo menos en épocas anteriores de la historia humana, las criaturas que de alguna manera parecían atrayentes eran cuidadas con mayor esmero. Pero, ¿deben ver imágenes de su entorno los recién nacidos? ¿Deben recordar los horrores de la experiencia perinatal? ¿En qué sentido hay un valor de supervivencia en ello? La respuesta puede ser la de que los pros superan a las contras; tal vez la pérdida de un universo al que estamos perfectamente ajustados nos estimula poderosamente a cambiar el mundo y a mejorar las condiciones del hombre. Tal vez esta voluntad de esfuerzo y búsqueda que posee el espíritu humano no existiría si no fuese por los horrores del nacimiento.
Me fascina —y así lo puse de manifiesto en mi obra Los dragones del Edén— el hecho de que el dolor del trabajo de parto sea especialmente importante en las madres humanas, debido al enorme crecimiento del cerebro en los últimos millones de años. Pareciera que nuestra creciente inteligencia fuese la fuente de nuestra desdicha; pero también indicaría que nuestra desdicha es la fuente de nuestra fuerza como especie.
Estas ideas pueden arrojar alguna luz sobre el origen y la naturaleza de la religión. La mayoría de las religiones occidentales defienden la existencia de una vida después de la muerte; las orientales hablan de un alivio gracias a un amplio ciclo de muertes y nacimientos. Pero ambas prometen un cielo o un satori, una reunión idílica del individuo con el universo, un retorno al Estadio 1. Cada nacimiento es una muerte, cuando la criatura abandona el mundo amniótico. Pero los devotos de la reencarnación sostienen que toda muerte es un nacimiento: una proposición que hubiese podido surgir de experiencias peritanáticas en las que la memoria perinatal fuese identificada como una reposición del nacimiento. («Oímos un golpe seco en el ataúd. Lo abrimos y resultó que Abdul no había muerto. Se había despertado tras una larga enfermedad que había arrojado sobre él su hechizo, y explicó una extraña historia acerca de haber nacido de nuevo».)
¿Acaso la fascinación occidental por el castigo y la redención no podría ser un intento de dar algún sentido al Estadio 2 perinatal? ¿No es mejor ser castigado por algo —por muy inverosímil que sea, como el pecado original— que serlo por nada? Y el Estadio 3 se parece mucho a lo que debía ser aquella experiencia común, compartida por todos los seres humanos, implantada en nuestras más tempranas memorias y recuperada en ocasiones, como en las epifanías religiosas, como en esas experiencias próximas a la muerte. Es tentador intentar explicar otros complejos motivos religiosos en esos términos. In útero no sabemos prácticamente nada. En el Estadio 2, el feto acumula experiencia sobre lo que muy bien puede llamarse posteriormente el mal (y entonces es empujado a abandonar el útero). Es fascinantemente parecido a comer la fruta del conocimiento del bien y el mal y luego ser «expulsado» del Edén. En la famosa pintura de Miguel Ángel que se encuentra en la bóveda de la Capilla Sixtina, ¿es el dedo de Dios el dedo de un obstetra? ¿Por qué el bautismo, especialmente el antiguo bautismo por inmersión total, se considera generalmente como un nuevo y simbólico nacimiento? ¿Es el agua sagrada una metáfora del líquido amniótico? ¿No es acaso todo el concepto del bautismo y la experiencia de «volver a nacer» un reconocimiento explícito de la relación entre el nacimiento y la religiosidad mística?
Si estudiamos las religiones, que se cuentan por miles en el planeta Tierra, quedaremos impresionados por su enorme diversidad. Y comprobaremos con estupor que algunas de ellas son solemnes tonterías. En los detalles doctrinales, es muy raro el acuerdo. Pero muchos buenos y grandes hombres y mujeres han afirmado que tras las aparentes divergencias existe una unidad fundamental e importante; debajo de las idioteces doctrinales existe una verdad básica y esencial. Hay dos tipos muy distintos de actitudes ante los principios religiosos. Por un lado están los creyentes —a menudo crédulos— que aceptan a pies juntillas una religión recibida, aun cuando pueda tener inconsistencias internas o estar en grave contradicción con lo que sabemos acerca del mundo externo y de nosotros mismos. Por otro lado están los escépticos estrictos, quienes consideran que todo este sistema es un fárrago de tonterías propias de débiles mentales. Algunos de los que se consideran sobrios racionalistas se resisten a considerar incluso el enorme volumen de experiencias religiosas registradas. Estos conocimientos místicos deben significar algo, pero ¿qué? En conjunto, los seres humanos son inteligentes y creativos, capaces de desentrañar misterios. Si las religiones son fundamentalmente estúpidas, ¿por qué tanta gente cree en ellas?
A lo largo de la historia del hombre las religiones burocráticas se han aliado con las autoridades seglares, y normalmente la tarea de inculcar la fe ha reportado beneficios a los gobernantes de turno. En la India, cuando los brahmanes desearon mantener en la esclavitud a los «intocables», propusieron una justificación divina. Argumentos del mismo tipo fueron utilizados por blancos que se hacían llamar cristianos para justificar la esclavitud de los negros en la época previa a la guerra civil en el Sur de Norteamérica. Los antiguos hebreos citaban las directrices y el estímulo de Dios para explicar el pillaje y el asesinato al azar que en algunas ocasiones cometieron sobre pueblos inocentes. En la Edad Media, la Iglesia mantenía viva la esperanza de una vida gloriosa después de la muerte entre aquellos que exigían satisfacción por su situación mísera y baja. Los ejemplos pueden multiplicarse hasta el infinito, hasta incluir a casi todas las religiones del mundo. Puede entenderse fácilmente por qué la oligarquía ha favorecido la religión cuando, como ocurre a menudo, la religión justifica la opresión (como hizo Platón, un decidido defensor de la quema de libros, en La República). Pero, ¿por qué los oprimidos se apuntan igualmente a esas doctrinas teocráticas?
Me parece que la aceptación general de las ideas religiosas sólo puede explicarse pensando que hay algo en ellas que sintoniza con un cierto conocimiento nuestro, algo profundo y melancólico, algo que todos consideramos central para nuestro ser. Mi propuesta es que ese miedo común es el nacimiento. La religión es fundamentalmente mística: los dioses son inescrutables. Los principios religiosos son atrayentes y poco firmes porque, en mi opinión, las percepciones borrosas y las premoniciones vagas son lo más que pueden alcanzar los recién nacidos. Considero que el núcleo místico de la experiencia religiosa no es ni verdadero al pie de la letra, ni perniciosamente equivocado. Es más bien un intento atrevido y defectuoso de tomar contacto con la experiencia más temprana y profunda de nuestras vidas. La doctrina religiosa es difusa en lo fundamental, ya que ninguna persona en el momento de su nacimiento posee la necesaria capacidad para fijar ideas y volverlas a contar para dar una versión coherente del acontecimiento. Todas las religiones que se han mantenido han debido poseer en sus núcleos algo que entrase en resonancia, no explícita y quizá incluso inconsciente, con la experiencia perinatal. Acaso cuando se desvelen las influencias seculares aparecerá que las religiones que más éxito tienen son aquellas que mejor logran esa resonancia.
Las creencias religiosas han resistido con vigor cualquier intento de explicación racional. Voltaire afirmaba que, de no existir Dios, el hombre se vería obligado a inventarlo; y fue denostado por esa afirmación. Freud propuso que un Dios paternalista es en parte nuestra proyección como adultos de nuestras percepciones natales hacia nuestros padres; a su libro sobre la religión le dio el titulo de El porvenir de una ilusión. No fue tan desdeñado como podríamos pensar por sus opiniones, pero tal vez sólo porque ya había demostrado su capacidad al sobrevivir cuando fue desacreditado por introducir ideas tan escandalosas como la sexualidad infantil.
¿Por qué es tan poderosa en la religión la constante oposición a un discurso racional y al argumento razonado? Creo que se debe, en parte, a que nuestras experiencias perinatales habituales son reales, aunque se resisten a un recuerdo preciso. Los seres humanos, y nuestros antepasados y parientes colaterales, como los hombres de Neanderthal, posiblemente sean los primeros organismos de este planeta que han tenido clara conciencia de la inevitabilidad de nuestro propio final. Moriremos, y tenemos miedo de la muerte. Este miedo es de ámbito mundial y transcultural; posiblemente tenga un considerable valor de supervivencia. Los que desean posponer o evitar la muerte pueden lograrlo mejorando el mundo, reduciendo sus peligros, haciendo hijos que vivan una vez estemos muertos, y creando grandes obras por las que ser recordados. Los que proponen un discurso racional y escéptico sobre temas religiosos aparecen como los contestatarios de la tradicional solución al miedo humano ante la muerte, la hipótesis de que el alma vive tras el fallecimiento del cuerpo. Como la mayoría de nosotros sentimos fuertemente el deseo de no morir, no hacen que nos sintamos cómodos quienes sugieren que la muerte es el final de todo y que la personalidad y el alma de cada uno de nosotros no ha de sobrevivir. Pero la hipótesis del alma y la de Dios son separables; de hecho, existen culturas en las que puede encontrarse una y no la otra. En cualquier caso, no haremos avanzar la causa humana si nos negamos a considerar las ideas que nos inspiran miedo.
No todos los que se plantean preguntas sobre la hipótesis de Dios y la hipótesis del alma son ateos. Un ateo es aquel que tiene la seguridad de que Dios no existe, alguien que dispone de pruebas convincentes en contra de la existencia de Dios. Yo no conozco esas pruebas convincentes. Dado que Dios puede relegarse a tiempos y lugares remotos y a las ultimas causas, tendríamos que saber mucho más acerca del universo de lo que hoy sabemos para estar seguros de que no existe ese Dios. Estar seguros de la existencia de Dios, y estar seguros de la inexistencia de Dios me parecen los extremos definitivos de un tema tan repleto de dudas e incertidumbres, que inspira poca confianza pensar en nada definitivo. Podrán admitirse muchas posiciones intermedias y, teniendo en cuenta la enorme carga emocional que pesa sobre el tema, la herramienta esencial para ir cubriendo nuestra ignorancia colectiva sobre la existencia de Dios es una mente abierta, valiente e indagadora.
Cuando doy conferencias sobre ciencia popular o pseudociencia (como las que menciono en los capítulos 5 al 8 de este libro) me preguntan a veces si no debería aplicarse el mismo tipo de crítica a la doctrina religiosa. Evidentemente, mi respuesta es sí. La libertad religiosa, uno de los pilares sobre los que se fundaron los Estados Unidos, es esencial para la libertad de investigación. Pero no conlleva ninguna inmunidad ante la critica o la reinterpretación para las propias religiones. Sólo aquellos que formulan preguntas pueden descubrir la verdad. No quiero volver a insistir en si estas relaciones entre la religión y la experiencia perinatal son correctas u originales. Muchas de ellas están, por lo menos, implícitas en las ideas de Stanislav Grof y de la escuelas de psiquiatría, especialmente las de Otto Rank, Sandor Ferenczi y Sigmund Freud. Pero vale la pena pensar un poco en ello.
Es obvio que existen muchas más cosas sobre el origen de la religión que las que sugieren estas sencillas ideas. No propongo que la teología sea simplemente fisiología. Pero, suponiendo que seamos efectivamente capaces de recordar nuestras experiencias perinatales, resultaría sorprendente que no afectasen a lo más profundo de nuestras actitudes ante el nacimiento y la muerte, el sexo y la infancia, los medios y los fines, la causalidad y Dios.
Y la cosmología. Los astrónomos estudiosos de la naturaleza del origen y el destino del universo llevan a cabo observaciones complicadas, describen el cosmos en términos de ecuaciones diferenciales y de cálculo tensorial, examinan el universo barriendo desde los rayos X a las ondas de radio, cuentan las galaxias y determinan sus movimientos y distancias… y cuando todo eso ya está, entonces hay que elegir entre tres puntos de vista distintos: una cosmología de Estado Estable, bienaventurado y quieto; un Universo Oscilante, en expansión y contracción, indefinidamente; y un universo en expansión por Big Bang, en el que el cosmos se crea en un acontecimiento violento, bañado en radiación («Hágase la luz») y luego crece y se enfría, evoluciona y se hace inactivo, como vimos en el capítulo anterior. Es llamativo que esas tres cosmologías se parezcan con una precisión torpe y casi embarazosa a las experiencias perinatales humanas de los Estadios 1, 2 y 3 más 4, respectivamente.
Resulta muy sencillo para los astrónomos modernos reírse de las cosmologías de otras culturas, por ejemplo, de la idea dogon de que el universo era incubado en un huevo cósmico (capitulo 6). Pero a la luz de las ideas que acabo de presentar, voy a ser mucho más prudente en mi actitud con respecto a las cosmologías populares: su antropocentrismo es tan sólo algo más sencillo de discernir que el nuestro. ¿No podrían ser una metáfora amniótica las intrigantes referencias babilonias y bíblicas a aguas «por encima y por debajo del firmamento», que Tomás de Aquino se esforzó tan obstinadamente por reconciliar con la física aristotélica? ¿Somos incapaces de construir una cosmología que no sea una críptica descripción matemática de nuestros orígenes personales?
Las ecuaciones de la relatividad general de Einstein admiten una solución en la que el universo se expande. Pero Einstein, inexplicablemente, desestimó esa solución y optó por un cosmos absolutamente estático, incapaz de evolucionar. ¿Es demasiado obtuso preguntarse si ese descuido tenia orígenes perinatales y no matemáticos? Los físicos y astrónomos mantienen una probada resistencia a aceptar las cosmologías Big Bang en las que el universo se expande indefinidamente, aunque los teólogos occidentales convencionales están más o menos satisfechos con la perspectiva. ¿Puede entenderse ese debate, basado casi con toda certeza en predisposiciones psicológicas, en términos «grofianos»?
No sé hasta qué punto se parecen las experiencias perinatales personales y los modelos cosmológicos particulares. Supongo que es excesivo esperar que los inventores de la hipótesis del Estado Estable hayan nacido todos por cesárea. Pero las analogías son muchas y la posible conexión entre la psiquiatría y la cosmología parece ser muy real. ¿Puede ocurrir que cualquier forma posible de origen y evolución del universo corresponda a una experiencia perinatal humana? ¿Somos criaturas tan limitadas que nos vemos incapaces de construir una cosmología que difiera sustancialmente de alguno de los estadios perinatales? ¿Está nuestra capacidad por conocer el universo encenagada y atascada sin esperanza en las experiencias del nacimiento y la infancia? ¿Estamos predestinados a recapitular nuestros orígenes al pretender comprender el universo? ¿O acaso las observaciones que vamos realizando nos obligaran gradualmente a acomodamos y a comprender ese amplio y temible universo en el que flotamos, perdidos y valientes, siempre indagando?
Es común que las religiones del mundo atribuyan a la Tierra el carácter de nuestra madre y al cielo el de nuestro padre. Así es con Urano y Gea en la mitología griega, y también entre los nativos americanos, los africanos, los polinesios y, de hecho, entre la mayoría de los pueblos del planeta. Sin embargo, el punto culminante de la experiencia perinatal es el de que dejamos a nuestras madres. Lo hacemos primero en el parto y luego cuando nos establecemos en el mundo por nuestra propia cuenta. Por muy penosos que sean esos abandonos, resultan esenciales para la continuidad de la especie humana. ¿Puede tener algo que ver ese hecho con la atracción casi mística que ejercen los vuelos espaciales, por lo menos en muchos de nosotros? ¿No se trata acaso de un abandono de la Madre Tierra, el mundo de nuestros orígenes, para ir en busca de fortuna entre las estrellas? Esa es precisamente la metáfora visual final de la película 2001: Odisea del espacio. Konstantin Tsiolkovsky era un maestro de escuela ruso que formuló muchos de los pasos teóricos que se han dado desde entonces en el desarrollo de la propulsión por cohetes y de los vuelos espaciales. Tsiolkovsky escribió: «La Tierra es la cuna de la humanidad. Pero uno no vive para siempre en la cuna».
Estamos abocados irremediablemente, en mi opinión, a recorrer un camino que nos lleva a las estrellas (a menos que, en una monstruosa capitulación ante la estupidez y la codicia, nos autodestruyamos primero). Y allí, en las profundidades del espacio, parece muy probable que, antes o después, encontremos otros seres inteligentes. Algunos de ellos estarán menos adelantados que nosotros; otros, posiblemente la mayoría, lo estarán más. Me pregunto si todos esos seres espaciales tendrán nacimientos dolorosos. Los seres más avanzados tendrán aptitudes muy superiores a nuestra capacidad de comprensión. En un sentido muy real, nos parecerán algún tipo de dios. La especie humana tendrá que esforzarse mucho para crecer. Quizá nuestros descendientes en aquellos tiempos remotos volverán hacia atrás sus ojos, hacia el largo y errante viaje que recorriera la raza humana desde sus orígenes vagamente recordados en el lejano planeta Tierra, y recopilarán nuestras historias personales y colectivas, nuestro idilio con la ciencia y la religión, con claridad, comprensión y amor.

por Carl Sagan

Ciencia Ficción: Un punto de vista personal

Por Carl Sagan

«El Cerebro de Broca», extractos obtenidos del capítulo 9.

Cuando tenía diez años, decidí -desconociendo casi por completo la dificultad del problema- que el universo estaba lleno. Había demasiados lugares como para que éste fuese el único planeta habitado. Y a juzgar por la variedad de formas de vida en la Tierra […], pensé que la vida en otras partes debería ser muy distinta. Me esforcé por imaginar cómo podría ser la vida, pero a pesar de todo el empeño puesto en ello, siempre resultaba algún tipo de quimera terrestre, o alguna variación de las plantas y animales existentes.
Por aquella época, gracias a un amigo, conocí las novelas de Edgar Rice Burroughs sobre el planeta Marte. No había pensado mucho en Marte hasta entonces, pero a través de las aventuras de John Carter, el personaje de Burroughs, se me presentaba un mundo extraterrestre habitado, sorprendentemente variado: antiguas profundidades marinas, estaciones de bombeo en grandes canales y una multiplicidad de seres, algunos de ellos exóticos, como por ejemplo las bestias de carga de ocho patas.

La lectura de estas novelas resultaba estimulante en un principio, pero luego, poco a poco, empezaron a surgir las dudas. La trama de la primera novela sobre John Carter que leí se basaba en su olvido de que el año es más largo en Marte que en la Tierra. Pero a mí me pareció que cuando se va a otro planeta, una de las primeras cosas que uno haría es la de enterarse de la duración del día y del año […]. Había también otras observaciones menores en un principio sorprendentes, pero que tras una serena reflexión resultaban decepcionantes. Por ejemplo, Burroughs comenta de pasada que en Marte existen dos colores primarios más que en la Tierra. Estuve muchos minutos con los ojos fuertemente cerrados, concentrándome en un nuevo color primario. Pero siempre veía un marrón oscuro parecido al de las pasas. ¿Cómo podía haber otro color primario en Marte, y mucho menos dos? ¿Qué era un color primario? ¿Era algo que tenia que ver con la física o con la psicología? Decidí que Burroughs podía no saber de qué estaba hablando, pero que conseguía hacer reflexionar a sus lectores. Y en los numerosos capítulos en los que no había mucho que pensar, había afortunadamente, en cambio, malignos enemigos y valientes espadachines; más que suficiente para mantener el interés de un ciudadano de diez años durante un verano en Brooklyn.

Un año más tarde, di por pura casualidad con una revista titulada Astounding Science Fiction en una tienda del barrio. Una rápida ojeada a la portada y al interior me hicieron saber que era lo que había estado buscando. No sin esfuerzo junté el dinero para pagarla; la abrí al azar, me senté en un banco a menos de diez metros de la tienda y leí mi primer cuento moderno de ciencia ficción, Pete puede arreglarlo, por Raymond F. Jones, una agradable historia de viajes a través del tiempo después del holocausto de una guerra nuclear. Había oído hablar de la bomba atómica […] pero fue la primera vez que vi planteadas las implicaciones sociales del desarrollo de las armas nucleares. Me hizo pensar. Pero el pequeño aparato que el mecánico Pete colocaba en los automóviles de sus clientes para que pudiesen realizar breves viajes admonitorios por el reino del futuro, ¿en qué consistía? ¿Cómo estaba fabricado? ¿Cómo se podía penetrar en el futuro y luego regresar? Si Raymond F. Jones lo sabía, no lo estaba diciendo.

Me sentí atrapado. Cada mes esperaba impacientemente la salida de Astounding. Leí a Julio Verne y a H. G. Wells, leí de cabo a rabo las dos primeras antologías de ciencia ficción que pude encontrar, rellené fichas parecidas a las que rellenaba para los juegos de béisbol sobre la calidad de lo que leía. Muchas de esas historias tenían el mérito de plantear cuestiones interesantes, pero muy poco peso a la hora de responderlas.

Hay una parte de mí que todavía tiene diez años. Pero en conjunto soy mayor. Mis facultades críticas y tal vez también mis preferencias literarias han mejorado. Al releer la obra de L. Ron Hubbard titulada The End Is Not Yet, que leí por primera vez cuando tenia catorce años, quede tan sorprendido de lo mala que era respecto a la que recordaba, que me planteé seriamente la posibilidad de que existiesen dos novelas con el mismo titulo y del mismo autor, pero de calidad totalmente distinta. Pero ya no consigo mantener esa aceptación crédula que había tenido. En Neutron Star de Larry Niven, la trama gira alrededor de las sorprendentes fuerzas atractivas ejercidas por un poderoso campo magnético. Pero nos vemos obligados a considerar que dentro de cientos o miles de años, en la época en que un vuelo interestelar es algo común, esas fuerzas atractivas ya han sido olvidadas. Nos vemos obligados a creer que la primera exploración de una estrella de neutrones la llevará a cabo un vehículo espacial tripulado y no un vehículo espacial instrumental. Se nos pide demasiado. En una novela de ideas, las ideas han de funcionar.

Sentí el mismo desasosiego muchos años antes, al leer la descripción de Verne a propósito de que la ingravidez en un viaje a la luna sólo se producía en el punto del espacio en el que las fuerzas gravitatorias de la Tierra y la Luna se anulaban, o al toparme con el invento de Wells de un mineral antigravitatorio llamado cavorita. ¿Por qué existía un filón de cavorita en la Tierra? ¿Por qué no se precipitó en el espacio hace muchos años? En el filme de ciencia ficción Silent Running, de Douglas Trumbull, sobresaliente desde el punto de vista técnico, se mueren los árboles en amplios y cerrados sistemas ecológicos espaciales. Tras semanas de ímprobos trabajos y de una interminable búsqueda en los manuales de botánica, se da con la solución: resulta ser que las plantas necesitan luz solar (!). Además, los personajes de Trumbull son capaces de construir ciudades interplanetarias, pero han olvidado la ley del cuadrado inverso. Estaba dispuesto a pasar por alto la caracterización de los anillos de Saturno como gases coloreados al pastel, pero eso no.

Tuve la misma impresión con una película de la serie Star Trek, aunque reconozco que presupone una gran maestría; algunos amigos juiciosos me han apuntado que debo considerarla alegóricamente y no literalmente. Pero cuando los astronautas procedentes de la Tierra llegan a un planeta muy alejado y encuentran allí seres humanos en pleno conflicto entre dos superpotencias nucleares -que se denominan Yangs y Corns, o sus equivalentes fonéticos- la suspensión de la incredulidad se desmorona. En una sociedad terrestre global dentro de siglos y siglos, los oficiales de la nave son embarazosamente Anglo-Americanos. Tan sólo dos de los doce o quince vehículos interestelares tienen nombres no ingleses, Kongo y Potemkin (¿por qué no Aurora?). Y la idea de un cruce fructífero entre un vulcano y un terrestre deja por completo de lado la biología molecular que conocemos […]. Según Harlan Ellison, incluso esas novedades biológicas menores como las orejas puntiagudas de Mr. Spock y sus cejas indisciplinadas eran consideradas excesivamente atrevidas por los promotores de la película; estas enormes diferencias entre Vulcaños y humanos sólo iban a confundir al público, pensaban, y se intentó eliminar todas las características que supusiesen singularidades fisiológicas de los Vulcanos. Se me plantean problemas parecidos en aquellas películas en las que animales conocidos, aunque ligeramente modificados -arañas de diez metros de altura- amenazan ciudades terrestres: dado que los insectos y los arácnidos respiran por difusión, esos merodeadores morirían por asfixia antes de poder destrozar una ciudad.

Creo que dispongo de las mismas ansias de lo maravilloso que cuando tenía diez años. Pero desde entonces he aprendido algo acerca de cómo está organizado el mundo. La ciencia ficción me ha llevado a la ciencia. Encuentro la ciencia más sutil, más complicada y más aterradora que gran parte de la ciencia ficción. Basta con tener presentes algunos de los descubrimientos científicos de las ultimas décadas: que Marte está cubierto por antiguos ríos secos; que los monos pueden aprender lenguajes de centenares de palabras, comprender conceptos abstractos y construir nuevos usos gramaticales; que existen partículas que atraviesan sin esfuerzo toda la Tierra de forma que hay tantas que emergen por debajo de nuestros pies como las que caen desde el cielo; que en la constelación del Cisne hay una estrella doble, uno de cuyos componentes posee una aceleración gravitacional tan elevada que la luz es incapaz de escaparse de él: puede resplandecer por dentro a causa de la radiación, pero resulta invisible desde el exterior. Frente a todo esto, muchas de las ideas corrientes de la ciencia ficción palidecen, en mi opinión, al intentar compararlas. Considero que la relativa ausencia de estos hechos en los relatos y las distorsiones del pensamiento científico que se dan a veces en la ciencia ficción son oportunidades perdidas. La ciencia real puede ser un punto de partida hacia la ficción excitante y estimulante tan bueno como la ciencia falsa, y considero de gran importancia aprovechar todas las oportunidades que permitan inculcar las ideas científicas en una civilización que se basa en la ciencia pero que no hace prácticamente nada para que ésta sea entendida.

Pero lo mejor de la ciencia ficción sigue siendo muy bueno. Hay historias tan sabiamente construidas, tan ricas al ajustar detalles de una sociedad desconocida, que me superan antes de tener ocasión de ser crítico. Entre esas historias hay que citar The Door into Summer de Robert A. Heinlein, The Stars My Destination y The Demolished Man de Alfred Bester, Time and Again de Jack Finney, Dune de Frank Herbert y A Canticle for Leibowitz de Walter M. Miller. Las ideas contenidas en esos libros hacen pensar. Los aportes de Heinlein sobre la posibilidad y la utilidad social de los robots domésticos soportan perfectamente el paso de los años. Las aportaciones a la ecología terrestre proporcionadas por hipotéticas ecologías extraterrestres, como ocurre en Dune, constituyen, en mi opinión, un importante servicio social. En He Who Shrank, Harry Hasse presenta una fascinante especulación cosmológica que ha sido reconsiderada seriamente en la actualidad, la idea de un regreso infinito de los universos, en el cual cada una de nuestras partículas elementales es un universo de nivel inferior y nosotros somos una partícula elemental del siguiente universo superior.

Pocas novelas de ciencia ficción combinan extraordinariamente bien una profunda sensibilidad humana con un tema habitual de esta especialidad. Pienso en Rogue Moon de Algis Budrys y en muchas de las obras de Ray Bradbury y Theodore Sturgeon, por ejemplo. Como To Here and the Easel, de éste último, novela en la cual se describe la esquizofrenia vista desde dentro y constituye una sugerente introducción al Orlando Furioso de Ariosto.

El astrónomo Robert S. Richardson escribió una sutil historia de ciencia ficción sobre el origen de la creación continua de los rayos cósmicos. La historia Breathes There a Man de Isaac Asimov proporciona una serie de penetrantes observaciones sobre la tensión emocional y el sentido de aislamiento de algunos de los más importantes científicos teóricos. La obra de Arthur C. Clarke, The Nine Billion Names of God, incitó a muchos lectores occidentales a una intrigante especulación sobre las religiones orientales.
Una de las cualidades de la ciencia ficción es la de poder transmitir fragmentos, sugerencias y frases de conocimientos normalmente desconocidos o inaccesibles al lector común. And He Built a Crooked House de Heinlein posiblemente fue para muchos lectores la primera introducción a la geometría tetradimensional con alguna posibilidad de ser entendida. En un trabajo de ciencia ficción reciente se presentan las matemáticas del último intento de Einstein en tomo a la teoría del campo unificado; en otro se expone una importante ecuación relativa a la genética de poblaciones. Los robots de Asimov eran «positrónicos», porque se acababa de descubrir el positrón. Asimov nunca explicó cómo los positrones hacían funcionar los robots, pero al menos sus lectores oyeron hablar de positrones. Los robots rodomagnéticos de Jack Williamson funcionaban con rutenio, rodio y paladio, constituyentes del Grupo VII de los metales en la tabla periódica tras el hierro, el níquel y el cobalto. Se sugirió una analogía con el ferromagnetismo. Supongo que en la actualidad hay robots de ciencia ficción en los que intervienen los quarks o el encanto y que proporcionan una breve puerta de entrada al excitante mundo de la física contemporánea de las partículas elementales. Last Darkness Fall, de L. Sprague de Camp, es una excelente introducción a Roma en la época de la invasión gótica y la serie de Foundation, de Asimov, aunque no se explique en los libros, constituye un resumen muy útil de una parte de la dinámica del ya lejano Imperio Romano. Las historias de viajes a través del tiempo -por ejemplo, en los notables ensayos de Heinlein, All You Zombies, By His Bootstraps y The Door into Summer- fuerzan al lector a contemplar la naturaleza de la causalidad y el devenir del tiempo. Son libros sobre los que se reflexiona mientras el agua va llenando la bañera o mientras se pasea por los bosques tras una primera nevada de invierno.

Otra de las grandes cualidades de la moderna ciencia ficción reside en algunas de las formas artísticas que pone de manifiesto. Llegar a tener una imagen mental de cómo debe ser la superficie de otro planeta ya es algo, pero examinar cualquiera de las pinturas meticulosas de la misma escena debidas a Chesley Bonestell en su primera época es algo muy distinto. El sentido del maravilloso mundo astronómico es espléndidamente plasmado por algunos de los mejores artistas contemporáneos: Don Davis, Jon Lomberg, Rick Sternbach, Robert McCall. Y en los versos de Diane Ackerman puede entreverse el anuncio de una poesía astronómica madura, plenamente en sintonía con los temas habituales de la ciencia ficción.

Las ideas de la ciencia ficción se presentan en la actualidad de muy diversas maneras. Tenemos los escritores de ciencia ficción como Isaac Asimov y Arthur C. Clarke, capaces de proporcionar resúmenes convincentes y brillantes en forma no ficticia de muchos aspectos de la ciencia y la sociedad. Algunos científicos contemporáneos han llegado a un público más amplio a través de la ciencia ficción que a través de sus propias disciplinas. Por ejemplo, en la interesante novela The Listeners, de James Gunn, se encuentra el siguiente comentario enunciado hace cincuenta años sobre mi colega, el astrónomo Frank Drake: «¡Drake! ¿Qué es lo que sabía?». Pues resultó que mucho. También encontramos verdadera ciencia ficción disfrazada de hechos en una vasta proliferación de escritos y organizaciones de creyentes pseudocientificos.

Un escritor de ciencia ficción, L. Ron Hubbard, ha fundado un culto con no poca aceptación llamado Cientología, inventado, según me han referido, en una sola noche tras una apuesta, según la cual tenía que hacer lo mismo que Freud, inventar una religión y ganarse la vida con ella. Las ideas clásicas de la ciencia ficción han quedado institucionalizadas en los objetos voladores no identificados y en los sistemas que creen en astronautas de la antigüedad -aunque tengo reparos de no asegurar que Stanley Weinbaum (en The Valley of Dreams) lo hizo mejor, y antes, que Erich von Daniken y R. De Witt en Within the Pyramid consigue anticiparse tanto a von Daniken como a Velikovsky y ofrecer una hipótesis del supuesto origen extraterrestre de las pirámides más coherente que la que puede encontrarse en cualquier escrito sobre antiguos astronautas y piramidología-. En Wine of the Dreamers, John D. MacDonald […] escribía: «Y existen indicios, en la mitología terrestre…, de grandes naves y carros que cruzaban el cielo». La historia Farewell to the Master, escrita por Harry Bates, se convirtió en una película titulada The Day the Earth Stood Still […]. La película, con sus imágenes de un platillo volante sobre el cielo de Washington, jugó un papel importante, en opinión de ciertos investigadores conocidos, en la «oleada» de OVNIs sobre Washington D.C. en 1952, apenas posterior al estreno de la película.[…]

La interrelación entre ciencia y ciencia ficción produce resultados curiosos algunas veces. No siempre queda claro si la vida imita al arte o si ocurre al revés. Por ejemplo, Kurt Vonnegut Jr. ha escrito una soberbia novela epistemológica, The Sirens of Titan, en la que se postula un medio ambiente no totalmente adverso en la luna mayor de Saturno. Desde que en los últimos años diversos científicos, entre los que me incluyo, hemos presentado indicios de que Titán posee una atmósfera densa y posiblemente temperaturas superiores a las esperadas, muchas personas me han hecho comentarios sobre la predicción de Kurt Vonnegut. Pero Vonnegut era graduado en física por la Universidad de Cornell, y por tanto podía conocer los últimos descubrimientos astronómicos (muchos de los mejores escritores de ciencia ficción tienen una base de ingeniería o de ciencias, como por ejemplo Paul Anderson, Isaac Asimov, Arthur C. Clarke, Hal Clement y Robert Heinlein). En 1944 se descubrió una atmósfera de metano en Titán, el primer satélite del sistema solar del cual se supo que tenía atmósfera. Tanto en éste como en muchos otros casos, el arte imita a la vida.

El problema ha sido que nuestra comprensión de los demás planetas ha crecido más rápidamente que las representaciones que de ellos hace la ciencia ficción. La reconfortante zona de penumbra en un Mercurio en rotación síncrona, un Venus de pantanos y selvas y un Marte infestado de canales son tópicos clásicos de la ciencia ficción, pero todos ellos se basan en anteriores equivocaciones de los astrónomos planetarios. Las ideas erróneas se transcribían fielmente en los relatos de ciencia ficción, leídos por muchos de los jóvenes que irían a convertirse en la siguiente generación de astrónomos planetarios -por tanto, estimulando el interés de los jóvenes, pero simultáneamente dificultando aún más la corrección de las equivocaciones de los mayores-. Pero al ir variando nuestro conocimiento de los planetas, también ha variado el contexto de los correspondientes relatos de ciencia ficción. Ya resulta poco frecuente encontrar relatos escritos en la actualidad en los que aparezcan campos de algas sobre la superficie de Venus […]. Asimismo, la idea de una «curvatura del espacio» es un viejo recurso de la ciencia ficción, pero que no nació de ella. Surgió de la Teoría General de la Relatividad de Einstein. […]

El enorme interés que despierta en los jóvenes la ciencia ficción se refleja en las películas, los programas de televisión, los comics y en la demanda de relatos ciencia ficción en la enseñanza secundaria y superior. Mi experiencia personal es la de que tales cursos pueden convertirse en interesantes experiencias educativas o en desastres, en función de cómo se programen. Los cursos en los que las lecturas son seleccionadas por los propios estudiantes no les proporcionarán la oportunidad de leer lo que no han leído. Los cursos en los que no se intenta extender la línea argumental de la ciencia ficción para situar los elementos científicos adecuados dejarán de aprovechar una gran oportunidad educativa. Pero los cursos de ciencia ficción programados adecuadamente, en los que la ciencia o la política constituyen un componente integral, tienen en mi opinión una larga y provechosa vida en los planes de estudio.

La mayor significación de la ciencia ficción para el hombre puede darse en tanto que experimento sobre el devenir, como exploración de destinos alternativos, como intento de minimizar el choque del futuro. Esta es parte de la razón por la cual la ciencia ficción presenta interés para los jóvenes: son ellos quienes vivirán el futuro. Creo firmemente que ninguna sociedad actual se encuentra bien adaptada para la Tierra de dentro de uno o dos siglos […]. Necesitamos desesperadamente una exploración de futuros alternativos, tanto experimentales como conceptuales. Las novelas y los relatos de Eric Frank Russell apuntan mucho en este sentido. En ellos podemos encontrar sistemas económicos alternativos imaginables, o la gran eficacia de una resistencia pasiva unificada ante un poder invasor. En la ciencia ficción moderna también se pueden encontrar sugerencias útiles para llevar a cabo una revolución en una sociedad tecnológica muy mecanizada, como en The Moon Is a Harsh Mistress, de Heinlein.

Cuando estas ideas se asimilan en la juventud, pueden influir en el comportamiento adulto. Muchos científicos que dedican sus esfuerzos a la exploración del sistema solar […] se orientaron por primera vez hacia ese campo gracias a la ciencia ficción. Y el hecho de que parte de la ciencia ficción no fuese de gran calidad no tiene mayor importancia. Los jóvenes de diez años no leen literatura científica.

[…]
En toda la historia del mundo no ha habido ninguna época en la que se hayan producido tantos cambios significativos como en ésta. La predisposición al cambio, la búsqueda reflexiva de futuros alternativos es la clave para la supervivencia de la civilización y tal vez de la especie humana. La nuestra es la primera generación que se ha desarrollado con las ideas de la ciencia ficción. Conozco muchos jóvenes que evidentemente se interesarían, pero que no quedarían pasmados, si recibiésemos un mensaje procedente de una civilización extraterrestre. Ellos ya se han acomodado al futuro. Creo que no es ninguna exageración decir que, si sobrevivimos, la ciencia ficción habrá hecho una contribución vital a la continuación y evolución de nuestra civilización.

Carl Sagan

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