Santiago de Chile es una ciudad hispánica de índole o corporeidad muy singular. Día a día sobre su cielo inmensamente azul aparece el sol por detrás de la grandiosa cordillera de los Andes que; a un costado, la protege como una muralla trazada por los cíclopes. Otras veces esta montaña se nos presenta como una ballena gigantesca, varada en tierra verde, que toma diversos colores a la hora del atardecer y que en su lomo tuviese espumas -nieblas-, o bien que en invierno le hubiesen espolvoreado nieve por su lomo. Todo el año se ven desde la ciudad las nieves eternas, pero su altura no sobrepasa los cuatrocientos metros sobre el nivel del mar. A treinta kilómetros están las canchas de esquí de Farellones y a cien, por una carretera plana, entre colinas y montañas, se desemboca en el océano Pacífico. Debiera ser tan calurosa como la Ciudad del Cabo (en Africa), pues tiene su misma latitud, pero un ángel frío e invisible: la corriente marina de Humboldt, que viene del Polo Sur, le otorga cuatro estaciones, frutas y los más bellos durazneros en flor. En primavera el espíritu se confunde y uno se pregunta si está en Tokio.
Pero, como toda ciudad hispánica es de corte irregular y confuso. La calle Alonso Ovalle corre paralela a la gran avenida O’Higgins -su Alameda de las Delicias-, pero es estrecha y a menudo se pierde. Hay muchas calles cerradas, sin continuidad, que de pronto se ocultan, pero vuelven a aparecer, como esos ríos subterráneos, unas cuadras más allá… En la calle Alonso Ovalle está el templo de San Ignacio de los jesuitas y en ella conocí a Roberto Osborne, un hombre demasiado singular, hace algunos años. Era un chileno de origen inglés, entonces tendría unos sesenta años de edad. De elevada estatura y cara rojiza, muy bien rasurada, daba la impresión, incluso por sus cabellos grises, rebeldes y como disparados, de que el tiempo lo hubiese quemado un poco o tal vez, chamuscado.
Sus ojos eran negros y muy vivos. Tenían un raro resplandor de piedra mágica e invicta. Un amigo que por aquel entonces era profesor de Historia me llevó a su casa y, de inmediato, debido al nombre de la calle ya mentado se trabó en una disputa con él. En efecto, afirmaba Osborne que el jesuita Alonso de Ovalle en las descripciones que había hecho de Chile, durante la Colonia española, había afirmado que no muy lejos de Santiago de Chile, las viñas daban unos racimos gigantescos. El profesor negaba el aserto, rotundamente, diciendo que se trataba de «narraciones fabulosas del padre Ovalle, sin ningún fundamento plausibIe». Pero ante mi asombro creciente, Osborne, con un dominio de la química geológica, que me pareció la de un sabio, fue haciendo una descripción acerca de cómo se empobrecían los suelos, después de unos cuatro siglos de cultivos incesantes, hasta dejarnos maravillados. Pero el fuerte de sus conocimientos no era la composición de las tierras sino el esoterismo egipcio, de los grandes sacerdotes y ciertos problemas matemáticos relacionados con la física. Ante el espanto de su familia y sus hijos, había consumido gran parte de su vida en estos estudios, sin ejercer la profesión de abogado. A duras penas se había ganado el sustento en negocios más o menos desconocidos y como calígrafo y químico (en asuntos de medicina legal), en el más importante de los juzgados criminales de su ciudad natal. En esa primera entrevista nos habló largo de Demócrito, el millonario y sabio griego, que según los poquísimos datos que de él aún quedan, vivió en el siglo V, antes de Cristo y que fue, según sus fragmentarios cronistas, el gran visitante de los esquivos sacerdotes e iniciados de Egipto.
Volví varias veces a casa de Roberto Osborne, por las tardes, sin el funesto profesor de Historia, por cierto, que en nuestra primera entrevista había producido esa tan encarnizada y absurda discusión sobre los racimos de uvas, de tamaño gigante descritos por el padre Ovalle. Pero siempre me inquietaban los ojos de Osborne, y su aspecto rojizo, sollamado, como si se tratara de una arcilla que la habían puesto a cocer en un horno de alfareros. Pensaba en Heráclito de Efeso y en su teoría del fuego. Pensaba si el tiempo era, acaso, una expresión invisible de fuego, o de un raro fuego que va quemando a los hombres y los hace envejecer. Nunca tuve el coraje de decírselo y hoy me arrepiento de ello. A menudo interrumpía nuestras veladas su hijo mayor, un joven de mi misma edad, muy práctico y aventajado en sus estudios de medicina, sin ninguna probabilidad de que, algún día, el pájaro azul morase en su cerebro. Entraba sigiloso, le daba a Osborne un beso en la frente con gran prestancia juvenil, y le decía:
-«Padre, cómo nos hemos empobrecido mientras tú sigues buscando la piedra filosofal y vives tan plácidamente «dentro del círculo»…
Esta última frase era una alusión del muchacho a un poema de Osborne -pues había cultivado con esmero la poesía lírica- en que decía:
«Me encuentro donde siempre se es, no estando;
en el instante fijo, que no existe,
siendo en la esencia universal presente».
(Dentro del círculo).
Si bien éstos eran los versos que inquietaban a Javier (el hijo primogénito de Osborne), por mi parte yo pensaba en estos otros:
«Dispongo cuanto indica el manuscrito;
jamás titubearé al interpretarle,
que a la luz interior todo es legible.
Al terminar, cumpliendo con el rito,
sin pena, ni alegría he de quemarle
las fibras en el Fuego inextinguible»,
Entonces, yo me decía para mí mismo: «si, el Fuego inextinguible -el Tiempo- ese que lo está quemando a él…» (Ese que lo está quemando a él, requemándolo terriblemente…).
En una de las veladas, con toda sencillez, un día impensado me dijo:
-«Antonio, a «la luz interior todo es legible». (Utilizaba un verso suyo sin darse la menor cuenta). Anoche he soñado que en el bloque de mármol en que esculpió Miguel Angel su «David» memorable, trabajó antes otro artista…, Estoy seguro que abandonó la obra. . . Luego se le ofreció a Leonardo de Vinci proseguir la tarea, pero rehusó la oferta (vi un caballo colosal…). Finalmente, Miguel Angel tomó el gran bloque de mármol y esculpió su «David». Yo se lo aseguro».
Sentí un germen de fábula en sus palabras. Me intrigó aquello de un trabajo superpuesto, en un mismo bloque. Sentí un raro impacto. Aquello no podía ser como esas catedrales levantadas en parte por una generación y luego concluidas por otra, u otras.
«-De ser efectivo -le repuse- usted lo ha leído en algún libro o alguien se lo ha contado… De ahí viene su confusión…»
Me pareció que su rostro tomaba un aspecto más enrojecido y que sus ojos eran muchísimo más negros. En sus manos me pareció ver el ademán litúrgico y severo de algún sumo sacerdote, para luego responderme con increíble presteza:
«-No, no; no lo he leído en ningún libro, ni nadie me lo a contado nunca,., Estoy seguro, segurísimo. Desde hace algún tiempo estoy recogiendo estas valiosas experiencias de telepatía onírica, ¿Sabe…? Son modestas revelaciones que las capto durante el sueño, en forma imprevista, sobre temas diversos. Algunos no son de mi especialidad, me interesan poco… Hace algunos meses que le conté el asunto relativo a Demócrito, el monumento en su ciudad natal. Pude captar mucho de lo conversado por un círculo de helenistas del Pireo…
Al día siguiente, pese a mis muchas ocupaciones y preocupaciones, tomé contacto con un rumano que actuaba como crítico de arte de cierto diario de mucha circulación. El individuo era calvo como una calabaza y usaba unos gruesos lentes, con armaduras negras, muy especiales. Los usaba de ese tamaño y grosor para lograr una índole o personalidad especial. Después supe, por mi oculista, que dichos lentes le estaban produciendo una afección nasal… La armadura pesaba demasiado. Lo interrogué acerca de las afirmaciones de Osborne, pero no sabía nada, absolutamente nada sobre el particular. Se limitó a decirme:
-«¿Qué quiere que le diga..? Otro juguete esotérico d Osborne … Algo así como el monumento a Demócrito… o esos avances en los cálculos matemáticos para desintegrar el átomo …»
-«El monumento a Demócrito se levantó en su ciudad natal. He visto en el periódico la noticia respectiva. ¿O es que todos estamos alucinados?».
En lo que concierne a Demócrito he omitido decir que Osborne me relató que había escuchado lo «esencial» -fue su palabra exacta- de una reunión habida, no recuerdo bien si en el Pireo o en Atenas, en sueños, por medio de su telepatía onírica acerca del monumento que se había acordado erigirle a Demócrito. Lo que más me inquietó al darme la noticia no fue su autenticidad, sino acerca del hecho de si se podría ubicar o no, después de veinticinco siglos, la cuna terrestre del sabio griego Pero en torno al bloque de mármol nadie pudo decirme nada. Como Osborne insistiera en la verdad de su revelación, me adentré, por mi cuenta, en investigaciones sobre el gran Leonardo de Vinci. Supe que fue el hijo natural de un señor importante. Conocí su desafecto por las mujeres y su amor por los efebos. Entonces comprendí por qué su estampa de Cristo no era varonil. Me impuse de las intrigas históricas en torno a su Gioconda y su sonrisa de esfinge; dicho sea de paso, pese a su maestría; esta Gioconda siempre me resultó poderosamente antipática. Una vez, por el periódico, supe que había sido robada del Museo del Louvre. Compadecí, secretamente, al hombre que verificó su hurto. Después me inquietó esta frase suya: «El hombre posee gran razonamiento, pero en su mayor parte vano y falso. Los animales lo tienen en menor grado, pero útil y verídico». Varios días repetí: «vano y falso» como quien se mece en una silla de balancín: «vano y falso». Todo lo contrario de lo que nos decía el sacerdote que nos hacía clases de religión y que negaba, a pie juntillas, la inteligencia de los animales. Cuando niño yo siempre me resistí a creerle lo que afirmaba el padre Marambio, pues Ludovico, mi gato, según mis experiencias, era un genio. Después hallé otra frase de Leonardo que me pareció inmensa: «La vida bien aprovechada es larga». Yo entonces quería vivir mucho, muchos años. Ignoro para qué. Pero luego hallé otra, maravillosa: «iFatiga, primera muerta! Yo no me canso nunca de servir». Entonces, no me di cuenta de que quien amase esta última sentencia, siempre sería pobre. Es lo que me ha sucedido y no lo deploro. Yo sé que mi coraje es más alto que los montes Himalayas. Avancé por sus palabras y leí lo siguiente: “El ambiente de una pequeña habitación reajusta el espíritu. El ambiente de una grande, lo extravía». Yo entonces dormía en un cuarto muy pequeño y me causó cierto orgullo haber coincidido con Leonardo. Pero sus afirmaciones y estudios eran una cascada interminable (iqué hacer!): «El corazón es el más poderoso de los músculos». Leonardo fue el primero en descubrirlo y afirmarlo. Dibujó corazones maravillosamente. A fines del siglo XV conoció su funcionamiento como el más moderno y afamado de los médicos de hoy. Seguí avanzando por sus escritos, mejor dicho por los restos de sus manuscritos, pues los confió a un individuo que los puso en un granero y las lluvias los destruyeron, en gran parte, después de su muerte. Pensé que los papeles de los hombres que aman a los efebos siempre tienen mal fin. Sólo las mujeres sirven para guardar tesoros. Sólo ellas. Pero proseguí leyendo. Supe que había descubierto la ley de la gravitación universal y que el que hizo los cálculos fue Newton. Luego estudiando el mar Adriático hasta Montferrat, en Lombardía, contradijo a la Biblia en sus afirmaciones sobre el Diluvio. Sus estudios de las capas de conchas de las montañas daban otros datos muy diferentes. ¡Dios mío, pensé, cómo no lo alcanzaron las llamas de las hogueras del Santo Oficio! ¿Fué procesado o perseguido? No. Los hombres que aman a los efebos tienen pocas responsabilidades familiares. Sus afirmaciones no son muy tomadas en cuenta. Además, fue amigo de príncipes, cardenales y prelados preciaros. Entonces mi infra yo se dijo: «el papa Borgio tenía hijos; ¡ésos sí que eran Papas!». Finalmente, me encontré con el pintor. Leonardo decía en un párrafo muy especial: «La pintura va declinando de edad en edad y se va perdiendo cuando los pintores no tienen por maestra más que la pintura que los precedió»: (Y proseguía): «El pintor producirá una obra de escasa calidad si toma por maestra la pintura de los demás” (pensé en el pobre Portinari); pero si se inspira en la naturaleza dará buenos frutos». (Vi a Goya con su maja desnuda, que no era tal maja sino que una noble española que le gustaba recostarse desnuda). Pero el texto seguía: «Nosotros vemos que desde los Romanos (lo escribió con mayúscula) los pintores se han imitado el uno al otro y así, de época en época, provocaron siempre la decadencia de ese arte». (iPobre Portinari .. .!). Y el texto terminaba así: «Después, vino Giotto: ese florentino nacido en solitarias montañas, habitadas solamente por cabras y parecidos animales, y mirando la faz de la naturaleza como equivalente del arte, se puso a dibujar sobre las rocas las actitudes de las cabras que guardaba y continuó dibujando todos los animales que encontraba en la región (sin duda que no amaba a los efebos, pensé) y esto, de tal modo, que después de mucho estudio, superó no solamente a los maestros de su tiempo, sino que también los de muchos siglos pasados».
¡Por fin creí estar cerca de lo que buscaba! Leonardo también había sido escultor y planeó un monumento ecuestre, con un caballo gigante, hecho todo de cera, para Francisco Sforza. ¡Cuán grande era Leonardo de Vinci y cuán ignorantes somos nosotros! Dicen los cronistas que el caballo estaba listo para fundirse en bronce (y leonardo ya había hecho los estudios para fundir doscientas mil libras de ese metal, una tarea casi imposible para la época), cuando llegaron los franceses, sitiaron a Milán y los soldados empezaron a ejercitar la puntería en la cera del caballo utilizándolo como blanco… Pero pronto me di cuenta de que la verdad no era ésa… Tras esa inquietante fábula se ocultaba la incuria y el descaro de todas las épocas -incluso el Renacimiento- frente a los prodigios del arte y los artistas. La intemperie y el olvido, no las ballestas de los soldados franceses, meros alfileres frente al colosal caballo, destruyeron, para siempre, a esa octava maravilla del mundo. Milán lo sabe.
Osborne me había dado mucho trabajo, es cierto, pero, ¡cuánta alegría! Pude saber tantas cosas. En ciertos momentos tuve varios presagios. Osborne era reputado por algunos -los menos, por cierto- como un hombre peligroso: debido a su curiosidad insaciable (un poco Leonardesca, pensé…), una cierta vez se había puesto (él mismo me lo relató), a revisar en uno de los juzgados del crimen, en donde trabajaba, unos objetos de valor de un caballero que había sido asesinado en condiciones muy misteriosas (amores extraños, me agregó) y fue detenido, algunos días después, pues los detectives, tras de muchas averiguaciones hallaron sus impresiones digitales en ellos y creyeron haber dado con el verdadero asesino. Osborne, rara vez recordaba este lamentable suceso, pero, cuando lo hacía, se reía a carcajadas. ¡Demonios -pensé-, ir a ver a Osborne sirve sólo para salir cargado de problemas raros y más que todo, enciclopédicos! ¡La cosa había empezado por los racimos de uva, gigantes, del padre Alonso de Ovalle y ahora había estado embobado y enfrascado en el colosal monumento ecuestre a Francisco Sforza!
Pero toda búsqueda al fin se corona con la decepción o el júbilo y todo lo relativo al David de Miguel Angel, ya estaba aclarado: Decía el texto: «En los primeros años del siglo XVI existía en las proximidades de Santa María del Fiore, un gran bloque de mármol en el cual se había esbozado en parte la imagen de una figura gigantesca. El artista que por incapacidad hubo de abandonar este trabajo cuando apenas estaba iniciado fue Bartolomeo di Pietro». Pronto supe -Vasari lo dice- que el gonfaloniero Pietro Soderini tuvo «la idea de confiar a Leonardo de Vinci la terminación de la estatua que debía ser la de un David blandiendo su honda». Todavía existen no pocos dibujos de Leonardo, en los cuales ha quedado el testimonio gráfico de que intentó realizar esta obra. Pero todo parece indicar que su preocupación por fundir el colosal caballo de Francisco Sforza lo hizo desistirse de este proyecto y él pasó, de lleno, a manos de Miguel Angel. El asunto estaba claro y yo sentí una ínfima impresión deslumbrante. Me imaginé el gran bloque de mármol blanco y al saberlo todo sin duda que debí encarnar una mínima cuota de esa impresión maravillosa que vivió Roald Amundsen cuando colocó su bandera noruega en el polo Sur. ¡Eran las inevitables exploraciones bibliográficas a que nos conducía Osborne! Recuerdo que ese día me encontré con Mardoqueo Mardones, un compañero de estudios de derecho, al cual le conté la ubicación del aserto.
-«¡Lindo hallazgo!» -me dijo-. «¡Cómo pierdes el tiempo tratando de confrontar las pedanterías mágicas de Osborne! Cualquier auditor de ondas cortas,… mira, para ser más concreto… cualquier individuo que posea un buen receptor Hallicrafter, sabe más que Osborne y toda su majadería de la telepatía onírica…»
Aun hoy recuerdo que me imaginé a todos los encarnizados auditores de ondas cortas como a vampiros invisibles pegados a todos los muros, los techos, las azoteas y todas las casas del mundo, escuchando, espiando, sabiendo miles de cosas. Vi las pequeñas islas griegas con sus palacios y a los monjes budistas de Bangkok con sus túnicas amarillas a la hora del crepúsculo. La hora en que las ondas cortas se escuchan mejor durante el invierno. ¿Era compatible una audición de este tipo con esos interminables cálculos matemáticos en que estaba sumido? Por mi parte, tampoco nunca le atisbé instalaciones de este tipo.
Cuando volví a verle y le conté que había podido comprobar sus aseveraciones, después de no pocas búsquedas, se mostró algo frío y ausente. Ya le preocupaban otros asuntos muchísimo más complicados. Después de unos largos minutos su rostro tomó una rojez más intensa (es el fuego de Heráclito, el tiempo que lo está consumiendo y quemando, pensé para mí mismo), y experimentó cierto gozo de que yo hubiese comprobado su visión.
-«Antes de contarle -me dijo- aquello que yo llamaría la metamorfosis del «David» de Miguel Angel, lo único especial que sabía de él es que estuvo por largo tiempo en un patio de Florencia, pero al fin se dieron cuenta que la lluvia lo estaba gastando… (la lluvia también gasta las cosas, me insinuó) y, entonces, hasta los días de hoy fue colocado bajo techo».
Pero bien sabía yo que sus inquietudes ya eran otras. Mientras miraba sus antiguos libros -casi quemados por los años, víctimas ya de una amarillez insalvable, me habló largamente del “almoducto». En un principio no pude entenderle bien de qué se trataba. Me explicó que la palabra venía de «alma» y de “conducto» y que ya era una creación familiar a los mejores arqueólogos mexicanos. Que era el tubo o el orificio que habían dejado los egipcios y todos los pueblos antiguos -incluso los mayas y aztecas- en las tumbas y sarcófagos para que las almas de los difuntos pudiesen circular libremente. Le escuchaba con atención, pero subrepticiamente lanzaba algunas miradas para ver el susodicho aparato de ondas cortas que si no era una testarudez, al menos era una obsesión en la mente de mi amigo Mardoqueo Mardones.
Confieso que siempre me inquietó esa especie de lobreguez aristocrática de su sala escritorio. Era estrecha, algo oscura, recargada de papeles y de mapas. Había un globo terráqueo, demasiado amarillento, con los tonos del marfil antiguo, pero con una maravillosa escala para medir distancias, longitudes, latitudes, horas, segundos. A veces su sala me parecía el despacho de un piloto náutico, pero un cuarto que quedase bajo la línea de flotación del barco, aunque tenía dos pequeñas ventanas a la calle. Esta, aunque decente y bien situada, pero con veredas estrechas y sin árboles, dejaba en el corazón un dejo de enclaustramiento, de opresión e Irremediable tristeza, porque todo en Santiago de Chile resulta terroso e insignificante comparado con un cielo siempre azul y su gigantesca cordillera de los Andes.
-«La sabiduría de los antiguos -volvió a decirme Osborne- está en esos «almoductos». Porque el espíritu es algo material… ¿cómo explicarlo? Es algo así como un circuito electrónico, un fluido, tiene ondas. Sólo puede expresarse en Dios o en otros cerebros. Porque nuestro espíritu es material, jamás podrá entender la materia ni el mundo que nos rodea. Estamos muy demasiado por debajo de Dios. El lo sabe».
Ese día lo encontré más inquietante que nunca. Su rojez me pareció satánica, ligeramente mefistofélica. Reconozco que no logré asir profundamente su pensamiento. Las inquietudes de nuestro siglo eran otras y, en esos días, más que un piloto de altura con tantos mapas, Roberto Osborne me pareció más bien un náufrago. Sólo algunos años después -tal vez demasiados- cuando tuve en mi casa un ídolo chibcha auténtico con tres «almoductos», volví a meditar en sus palabras y me produjeron un cierto deslumbramiento. No era propiamente un ídolo sino que un retrato funerario. Casi una urna.
* * *
Prolongados viajes y estancias en diversos pueblos de Latinoamérica me distanciaron de Osborne. Cada seis o siete mese recibía alguna carta suya. Viví en Buenos Aires después de terminada la Segunda guerra mundial y alcancé a percibir como quien dice las últimas mareas o terribles oleajes del espantoso conflicto. Recuerdo que Osborne me escribió dos o tres veces, pidiéndome detalles raros, de testigos presenciales, relacionados con la batalla naval que culminó con la caza del acorazado alemán de bolsillo «Almirante Graf von Spee», no muy lejos de Montevideo, por una escuadra británica cuyo barco guía creo que fue el «Exeter», que después del combate llegó a puerto con muchos muertos y heridos a bordo. Yo tenía demasiadas preocupaciones y me resultaba muy duro complacerlo en una ciudad tan llena de automóviles y con un tráfico urbano tan complicado como el de Buenos Aires. En cualquiera diligencia se gastaba un día entero y no había nadie que me reemplazara en las faenas. Por eso, cuando estuve en Bogotá no le hablé una sola palabra sobre mi estatuilla chibcha. ¡Qué iba a decirle, si tiene tres almoductos!
Ignoro si los datos solicitados sobre el acorazado von Spee tenían algún sentido esotérico o fueron meras inquietudes de germanófilo oculto, pese a su apellido inglés. Confieso que nunca aclaré la duda, pese a los rumores que entonces circularon ce que mi amigo Osborne se habría dedicado al espionaje para cierta potencia europea. Todo me pareció una gran calumnia incluso cuando me decían y repetían que los peritajes de los juzgados eran una mera pantalla incapaz de producir las entradas para alimentar a los peces de un pequeño acuario.
* * *
Hoy vivo en La Habana y confieso que el aire siempre tibio o cálido y el cielo profundamente azul, acelera la imaginación con espirales de vértigo. Las cabezas humanas siempre colocadas a una temperatura de treinta grados ven el mundo de otra manera y el sexo es un diamante interior que ilumina el rostro de Afrodita, con meridiana intensidad. Las palmas reales sellan con una naturaleza muy propia de ellas el horizonte, tanto de las tardes como de las noches ligeramente rosadas. Natalia Navia nuestra poetisa y amiga, las ha definido con mucha pulcritud e ímpetu de amor, en una especie de letanía. Dice de las palmas:
«..Antífona del puerto.
Flauta del huracán.
Arquitectura siboney.
Vértebra zodiacal.
Pedestal del relámpago.
Hélice agraria.
Garza encantada.
Radar de la libertad».
Dice esto y mucho más. Su enumeración es encendida y larga. En sus veladas hemos consumido muchas palabras y la levadura de muchas noches del Caribe. La casa de Natalia Navia está cerca de la Calzada de Columbia, perdida, aparentemente, entre los árboles y las estrellas. Noche a noche también está con nosotros Isaías del Val, con su rostro tan parecido al de Federico García Larca. Caballero de la Orden de Malta y profesor sin cátedra, mira hacia el pasado y el futuro con una serenidad grandiosa. Mi imaginación a veces lo ve deambulando por palacios del medioevo italiano o tomando parte en una procesión de Siena, en los días de hoy, vestido con sus ropas soberanas y portando los más finos estandartes medievales. Porque así es el Caribe, encendido y brillante como las escamas de sus peces multicolores y las plumas de sus pájaros maravillosos. En ciertas veladas nuestra obsesión es América y a veces hablamos de ella como si la hubiésemos perdido para siempre.
Pese al tiempo y a la distancia Osborne ha vuelto a escribirme. Me hace recuerdos históricos del conquistador Hernando de Soto. Me señala que fue el primero en tomar el camino de Miami, ante la inseguridad de las defensas españolas en el puerto de La Habana. Los contertulios pensamos que huyó inútilmente, pues pronto fue asesinado en La Florida. Pero Osborne me pide datos sobre las viejas murallas de La Habana, hace tanto tiempo derruidas. Me siento abrumado y le paso todo el pedido a Isaías del Val. Pienso que estará feliz recorriendo las arcaicas murallas invisibles. Pero todavía hay mucho más. Le interesan oscuros e ignorados imagineros del Caribe. ¿Cómo los ha descubierto? Todos los ignoran. Recuerdo que Natalia Navia posee un retablo de Juan de Juanes y, humildemente, le pido una investigación. Finalmente, me explica sus nuevas experiencias sobre la telepatía onírica. Me cuenta que ha visto a la Gioconda de Leonardo de Vinci, sonreír en La Habana. En su carta me dice, textualmente: «En el último mes he hecho grandes progresos en la telepatía onírica. En dos noches sucesivas he visto, en La Habana, sonreír a la Gioconda. Su perfil es muy hermoso. Créamelo, amigo mío». Luego pasa a explicarme sus dolencias reumáticas, pero yo ya temo más por su mente que por sus músculos. Han pasado no pocos años. No me atrevo a contarle a mis amigos de las «Veladas de la Calzada de Columbia» -llamémoslas así, estas últimas aseveraciones”. Siento un profundo pudor por la salud mental de mi amigo. No conviene exponerlo a críticas inquietantes. Isaías del Val está de buen humor y nos dice:
-«Ustedes saben que nosotros los Caballeros de la Soberana Orden de Malta primero perdimos la isla de Rodas, luego la de Malta y ahora la de Cuba.. ,»
-«A propósito de islas -acota el escultor Tobías Taboada (mientras roza con su dedo índice su pequeña barba blanca)- Huidobro dijo lo siguiente: «Napoleón era una isla, nació en una isla, murió en una isla. Su historia es un archipiélago».
* * *
Cada vez que Natalia Navia nos llevaba al taller de Tobías Taboada en su pequeño automóvil inglés de color marfil y verde, siendo ella uno de los pocos conductores con que yo me siento absolutamente seguro, tengo el tiempo suficiente para ver sus rasgos tan parecidos a los de la princesa Margaret Rose, de Gran Bretaña. Toma la carretera, casi siempre por la misma ruta, hacia el pueblo vecino en que Taboada tiene su taller en una bella colina ondulante, con un bélico y bíblico horizonte sitiado por las palmas reales. Poco antes de llegar a la casa del escultor, una especie de chalet o mágica barraca para duendes rodeada de árboles y flores tropicales. Natalia saca lentamente su dedo índice izquierdo por la ventanilla del coche nos dice:
-«En esa otra colina vivió Ernst Hemingway. Allí escribió “El viejo y el mar»…
Apenas entreveo la casa. Las palmas como -soldados infatigables velan la colina y hay demasiados árboles, Parece que fueran mangos.
La entrada a la mansión de Tobías Taboada es hermosa, acogida por la penumbra. Bajo dos hileras de árboles y arbustos, a ambos lados de la senda que conduce a la casa taller, están sobre sus plintos no pocos retratos. Lincoln con su rostro de inventor paciente más que de político, nos atisba desde un ángulo. A la izquierda está en mármol una mujer cubana cuyos labios (aunque blancos) parecen vivos. Creemos que los de Afrodita no fueron más agraciados. Y en una pequeña fuente Alicia Alonso hace un paso de danza. Mira hacia el Este. Finalmente hace contrapunto con la puerta de entrada su gran San Francisco, de pie, con una unción como levitada. Pienso que debiera estar en la capilla de una base de cohetes para astronautas. Parece que por su propia fuerza fuese a elevarse. Aquí hemos proyectado nuestras veladas desde un nuevo ángulo. Recuerdo que un día hablamos de Victoria Macho. Les conté haber visto su estupendo monumento a Belalcázar en una colina de la ciudad de Cali. Muchas veces el sol se ha puesto bajo el peso de nuestras palabras, lentamente, en la casa taller de Taboada.
Una tarde soleada e idéntica a tantas otras los escasos cuatro contertulios de nuestras veladas llegamos a su mansión ajenos a todo enigma. Taboada tenia los ojos visiblemente más negros y su fina nariz ligeramente rojiza -es demasiado blanco-, daba un margen más pleno a una invisible sonrisa. No dije nada, pero empecé a inquietarme: ¿Ouién habrá llegado o estará en su casa? ¿Algún escultor contemporáneo ideador de artefactos o adefesios de hierro y hojalata? ¿Un González cualquiera de la pobre y vapuleada escultura del siglo XX? Seguí observando. Taboada estaba un poco aéreo, como su San Francisco. Avanzó hacia el fondo de su taller y nos dijo que iba a mostrarnos algo, Levantó cuidadosamente los trapos mojados que tenía sobre la arcilla de un busto grande con esa seguridad propia de los que tienen educadas sus manos como si fuesen los más finos instrumentos de precisión. Nuestros ojos chocaron, mágicamente, con lo imprevisto. Era la Gioconda de Leonardo de Vinci llevada a la escultura. En el primer instante nos quedamos silenciosos, pero pronto surgieron las exclamaciones de asombro. ¡Al fin veía yo una Gioconda fina, aérea, antillana! Aunque idéntica a la otra era algo más joven, tal vez mucho más joven. Hoy pienso que de ahí, tal vez, procedía su arrollador encanto. Pasaron unos nuevos instantes y pensé en la carta de Osborne… ¿Dónde la había guardado…? Difícilmente recordé su frase: «Su perfil es muy hermoso». Ahora la comprendía cabalmente: sólo en una escultura podría verse ese perfil. Todos le preguntaban a Taboada cómo la había hecho y no me dieron la menor oportunidad para decir una sola palabra sobre Osborne. El escultor nos mostró dos reproducciones pictóricas del célebre cuadro de De Vinci y nos aseguró que la había esculpido sin ningún dibujo previo. Era lo cierto. Para ver el equilibrio de todas sus partes nos trajo un espejo veneciano y nos pidió que la mirásemos a través de él. Realmente, era perfecta. Yo me sentí liberado. La pesada Gioconda de Leonardo, esa parecida a Benito Mussolini por el mentón tan fuerte, había dado paso a esta otra, viva, triunfalmente antillana. Pensé en los milagros que puede hacer la espuma de las islas situadas en mares verdes. Ahora supe por qué Natalia Navia había llamado a la palma real: arquitectura siboney. Pronto debíamos partir de la colina y ya no era posible hablarles de Osborne. Además, ¿si hubiera perdido su carta? Pensaba en su telepatía onírica y en su teoría de los «almoductos». Durante todo el camino me fui meditando en Osborne. Como hablase tan poco me preguntaron si me sentía enfermo. Llegué a intuir que mi amigo Roberto Osborne había sido durante toda su vida un inquieto dramático, una enredadera que había lanzado zarcillos y tentáculos hacia todos los conocimientos… en suma, algo así como un micro-Leonardo de Vinci . .. perdido en esa sórdida y estrecha calle de una capital latinoamericana sita al pie de Los Andes.
Llegué a la casa al anochecer, un poco obsesionado, con mucha prisa en hallar y releer la última carta de Osborne. Ella sería un título preciado y único. Se la leería a Taboada y los contertulios. En otra visita, a no dudarlo, sería el eje invicto de la reunión. Causaría tanto o más sorpresa que el propio busto de la Gioconda. Abrí gavetas, hojée libros, pero… no estaba. Cené decepcionado e intranquilo. ¡Por fin el subconsciente me dio la pista. Repentinamente recordé que la había dejado junto a un libro con reproducciones de Leonardo de Vinci!.
Dos o tres días después tomé la carta con su sobre y sus correspondientes sellos de correo y me dirigí a la habitual velada para mostrársela a los contertulios. Iba a tomar la palabra para exhibirla, cuando Natalia Navia, con un aire preocupado y sombrío, me dijo sorpresivamente:
-«Ha pasado algo horrible. Ayer estuvimos en el taller de Taboada y nos contó que al día siguiente que fuimos nosotros, como a eso de las seis de la tarde, el busto de la Gioconda se hundió y, al parecer, cayó al suelo de cabeza. Como la arcilla todavía estaba húmeda, se destruyó totalmente. Jamás en toda su vida de escultor, en treinta años de trabajos, le pasó algo semejante… Jamás, a pesar de que en su catálogo figuran más de trescientos retratos de patricios cubanos y celebridades de otros países. Taboada está enfurecido y profundamente amargado… No es para menos».
Escuché a Natalia atentamente y sentí una decepción casi irremediable. La noche estaba encendida por los élitros de los grillos con una música insaciable. Hacía un leve calor. No pude reponerme del todo, pero les leí la carta de Osborne. Isaías del Val miró los sellos del sobre con toda atención y trajo una lupa. Comprobó las fechas de los timbres de los correos y exclamó:
-«El señor Osborne vio el busto desde Santiago de Chile. Las fechas coinciden exactamente. Llamaré por teléfono a Taboada inmediatamente…»
Desde el corredor oímos, veladamente, la lectura de la carta y las exclamaciones que hacía, mientras Taboada, ajeno a todo, de seguro, lo contrainterrogaba… Volvió a su asiento en la velada y nos relató que el escultor, furioso y apesadumbrado había vuelto a modelar otra Gioconda, pero que «la sonrisa no le salía» y que, por minutos, se estaba desesperando (Por todo comentario le dije:
-«Leonardo de Vinci mora en los infiernos. Ahora me lo explica todo…»
Mis palabras tuvieron la virtud de catalizar ese clima mágico, casi ritual, que había logrado crear la carta de Osborne. Creí estar, otra vez, junto a los papiros e inscripciones egipcios de su esotérico escritorio de la calle Alonso Ovalle. Los muchos años que había estado separado de Osborne, las lagunas del tiempo, a decir verdad, en esos instantes, ya no las sentía. Asocié, de inmediato, la destrucción de la Gioconda a la del caballo gigantesco a Francisco Sforza, modelado en cera. Ví a los ballesteros franceses, bulliciosos y fuertes, con los bíceps prominentes, disparar sus ballestas contra el coloso, como si fuesen los rayos de una luz siniestra. Y vi pequeñas hebras de cera, resbalar como lágrimas por la pulida superficie del colosal caballo.
Al día siguiente llegamos al taller y mansión de Taboada para ver la nueva Gioconda. Todos, sin exceptuar ninguno de nosotros, nos quedamos mudos. La nueva Gioconda era pesada; carecía de énfasis vital. («Es una italiana cualquiera, sin luz, dijo mi infra yo, en su tono interior más bajo y deprimido que era posible»). Taboada nos miraba a todos un poco consternado. Como si fuese un náufrago presa de la fatiga, no se atrevía a interrogarnos. Tomé el espejo veneciano y me puse a mirar las palmas de la colina de enfrente. Luego volví al estudio y escuché a la madre de Natalia que decía:
-«La boca de la otra era muy distinta… Debió ser más grande…»
Como la arcilla estaba fresca, Taboada avanzó hacia el busto y dio algunos toques… Mejoró bastante, pero no era la otra… Imposible. No era todavía la otra… Sin embargo, comprobé que nuestras memorias podrían reconstituirla. Con una audacia que casi me pareció desparpajo, manifesté:
-«Tiene los ojos demasiado abiertos. La otra miraba en forma distinta…»
Taboada avanzó nuevamente e hizo algunos retoques. Ahora sí que reía..: Era otra, pero volvía a ser la Gioconda. Los ojos de Taboada también se iluminaron como si dos coleópteros muy negros se hubiesen, súbitamente, incrustados en ellos, en un vuelo muy rápido como de prestidigitadores diminutos. Natalia e Isaías dieron nuevas instrucciones. Taboada parecía un autómata teleguiado. ¿Ahora éramos nosotros los escultores? Estábamos llevando a la arcilla a la otra, a la Gioconda entrevista por Osborne, a tantos miles de millas de distancia?
-«Ignoro por qué -le dije a Taboada-, pero hoy creo que fue Leonardo de Vinci el que destruyó a la otra…»
Mientras el ángelus cubría de invisibles rosas la colina de enfrente, abandonamos el taller. Cuando el automóvil ya estaba en marcha, la madre de Natalia nos dijo con pleno énfasis:
-«¡Qué va, su ángel lo abandonó y la de ahora es otra…!”
Efectivamente, la primera Gioconda ya no se podía reconstituir jamás. Era la Gioconda Siboney con la más pura gracia de las mujeres del Caribe. Era la que irritó a Leonardo y volvió a Taboada supersticioso. La nueva Gioconda era una Gioconda que sonreía tristemente. Taboada, varias veces, por indicaciones nuestras, esa misma tarde, trató de superarla, pero fue en vano. Las instrucciones eran erradas y había que borrarlas. En esa forma quedó definitivamente esculpida. Cuando la arcilla estuviese seca, una semana o más, sería llevada al gran horno de cocción para luego ser trasladada al bronce para siempre. Se usaría la técnica de los moldes de arena ante la imposibilidad de utilizar los de cera.
Una semana después recibí una llamada telefónica de Taboada. La noche estaba serena y veía desde mi casa -muy elevada por cierto, en un edificio de veinte pisos- cómo la constelación de Sagitario iba descendiendo sobre el mar. Un clima de magia envolvía a Taboada. Me hablaba de Osborne y de los almoductos con un brío desconocido. De la teoría de éste en el sentido de que el espíritu debe ser un fluido, una onda. Hacía acotaciones o comentarios y me decía que a él, como escultor, lo había impresionado extraordinariamente, pues de los miles de almoductos que dejaron abiertos, desde los días de los egipcios los escultores del pasado, por muy pocos tal vez pasaron almas de elegidos, ondas que sólo pueden traducirse, para siempre, en el polifacético ser de Dios. Esos debían ser los inmortales. Los salvados. Y que Leonardo de Vinci, de seguro, era uno de ellos.
Pero sus sobresaltadas y afiebradas palabras ahora tenían un nuevo y raro antecedente real. En una semana la arcilla de la nueva Gioconda se había puesto negra, cosa que nunca, ja más, le había sucedido en su ya larga vida de escultor con casi sesenta años de edad… Luego me decía que este suceso inesperado lo había hecho ver que sería una imprudencia llevar el busto al horno de cocción donde podría hacerse mil pedazos y que había optado por sacar una copia en yeso para evitar nuevas zozobras y fracasos inesperados. Sólo me limité a decirle, con cierta ironía:
-«Ya lo ve, ahora se puso negra. . . Dígame si Leonardo de Vinci no mora en los infiernos…»
La Habana 7, 8, 9 y 11 Feb, 1962.
por Antonio Undurraga(*)
(*) “El Eclipse de Narciso y otros cuentos” Editorial del Pacífico, 1973.