Isabel A: Había un tipo en el sanatorio, mamá. Cuando llegó tenía la cabeza recién rapada. Lo habían mandado ahí después de que su mujer había muerto de leucemia.. Estaba deshecho. Como yo. O más que yo. Como si tuviera los todos huesos rotos, esa clase de impresión daba. Le daban pastillas. Las mismas que a mí, las azules. Lo sé porque el tipo se las guardaba bajo la lengua y después me las mostraba. No eran muy puntillosos con ese aspecto de la terapia, mamá, no mucho. Pero lo que importa es el tipo. Se llamaba Germán y era profesor. Eso me contó. Hacía clases en un instituto. Era experto en historia de Chile, me dijo. Pero no hablaba de eso mucho. Decía que esa parte de su vida se había ido cuando ella se había muerto. Borrado de un plumazo, decía Germán. A negro. No puedo penetrar más allá de cierto momento porque el dolor me ciega, decía mientras tomábamos té. El dolor no me deja pensar, no me deja respirar y el cuerpo se me paraliza, decía y yo lo escuchaba mientras bebíamos ese té, sentados en el comedor del sanatorio, mirando por los ventanales el desierto al atardecer. Eso decía Germán y luego sacaba un cuaderno y me leía sus poemas. Era raro escucharlo, mamá. Sus poemas no parecían poemas. Sus poemas no estaban escritos en verso. Hablaban de refrigeradores y lavadoras. Había uno que detallaba la cantidad de los botones del delantal de una de las monjas. Y él iba así, botón por botón, hablando del blanco, de las arrugas y pliegues de la ropa. Era como si compusiera un rostro o el mapa de una ciudad. Así eran los poemas de Germán, mamá. Fríos, como cadáveres pero se trataba de cosas, de objetos y él los hacía lucir como cadáveres, como cuerpos muertos. A mí, a veces, me daba risa. Él venía en las tardes y me leía uno. Escribía con lápiz Bic en una pequeña libreta. Tenía una letra mínima, inentendible. Era un ritual que se repetía día a día: todos esos atardecer amarillos del norte yo escuchaba poemas sobre bicicletas o cubos de basura como si fueran acuarelas o imágenes de personas muertas. Por supuesto, al principio no entendía nada pero, con el tiempo, llegaron a gustarme: veía como le crecía lentamente el pelo a Germán y pensaba que eso tenía que ver con los poemas. El pelo y que me gustaran. Eso pasaba casi todo el tiempo. Sólo una vez Germán me leyó otra cosa: un día domingo, de invierno. Se había largado a llover. Una de esas lluvias que en el norte destruyen todo. Una lluvia casi bíblica, mamá. En la tele mostraban a la gente anegada en el sur, personas arriba del techo de sus casas con los brazos extendidos y esperando ser rescatadas por helicópteros de la inundación. En el norte no era para tanto, pero el temporal transformaba el desierto en un mar de barro. En el sanatorio habían goteras. Las monjas colocaban basureros de plástico para recoger el agua. Mientras llovía, mirábamos el agua caer y comíamos pan con palta con Germán, de eso me acuerdo, cuando él sacó la libretita y se puso a leer. Era un poema largo, de varias páginas, escrito con esa letra chiquitita y apretada con la que anotaba todo. Estábamos frente a frente. Yo podía ver las hojas de Germán y ver cómo, a veces, más allá, en el borde de la página el lápiz se le disparaba, las líneas se le transformaban en rayas, borrones, palabras tachadas. Germán no me miraba al leerlo. No recuerdo el título, ni sus palabras exactas sino de lo que hablaba, mamá. El poema de Germán se refería a un viaje por el metro en Santiago y detallaba las caras de la gente muda, que subía y bajaba estaciones en silencio mientras miraba la publicidad amarillenta, desvaída y escuchaba las ruedas, pisando la mugre del suelo, esquivando la basura que se acumulaba en las esquinas de las boleterías. Germán narraba cómo era un día cualquiera en Santiago mientras tomaba el trayecto que hacía de su casa al trabajo todos los días. No parecía un poema frío sino más bien como una película. O una teleserie, mamá. Una teleserie mal filmada, como esas escenas de relleno que ponen para demostrar que el tiempo avanza, que la cosa va para alguna parte. Germán lo leía sin exaltarse, como respirando hacia dentro. Algunas palabras no se le entendían, yo me las perdía. De eso hablaba hasta casi el final. O los dos tercios. Porque luego el poema daba un giro. Se doblaba como se dobla un papel. O se quebraba tal y como se quiebra el ala de un pájaro. Un sonido hueco, lleno de aire que se desvanece en el acto. Así cambiaba: porque el que hablaba, que era Germán, que debía ser Germán, decidía no ir a trabajar y metía en una iglesia donde velaban a alguien. Y en el poema Germán contaba que el que velaban era un amigo suyo de infancia, que se había suicidado luego de haber incendiado su casa para luego saltar por la ventana. Trabajaba de actor pero no le iba muy bien en la vida, en general. Había ido a la tele, a un programa de concursos y se había burlado de él un animador con cabeza de cerdo. Alguna vez había sido una promesa en el mundo del radioteatro. El poema decía que la cabeza de cerdo era literal, que no metaforizaba nada. Pero también podía ser una máscara teatral. A su amigo muerto, cuando estaba vivo, la mujer con los hijos lo habían abandonado. Y en el poema, en la vida, Germán miraba la cara de su amigo en el ataúd. Su amigo, por cierto, había recitado un poema de Gabriela Mistral en la televisión. En la iglesia no más había deudos que él. Hacía frío, decía Germán en el poema. Hacía frío, me decía Germán y en el poema él miraba la cara de su amigo y se quedaba allí un rato. Ahí terminaba el poema. En Santiago, con el paisaje helado, en una mañana cualquiera, con un muerto a la vuelta de la esquina. Un día en la vida. Pero sabes qué creo, mamá: creo que Germán hablaba de mi papá. Podía ser él. Y yo me lo imaginé así. Así de lejos. Así de cerca porque me di cuenta de que, aunque no lo conociera, Germán hablaba de mi papá. Que mi papá era ese amigo suyo que estaba en el ataúd en esa iglesia vacía. Era a mi papá al que Germán miraba en silencio mientras su propio poema terminaba, mientras el desierto nos cubría con su lluvia, transformándose en un lodazal lejano que amenazaba con convertirse en un aluvión de fango que podía venir desde el horizonte a sepultarnos una vez que llegara la noche, mamá.