Josh se había sentido raro toda la mañana. Mejor dicho, toda la semana. Desde que habían hecho aquella última prueba en el laboratorio. Se sentía extraño. Ausente. Como si su vida fuera un déjà-vu constante. Le parecía haber visto antes al tipo de traje gris que les hablaba, pero claro, era un ejecutivo, y todos los ejecutivos que conocía usaban el mismo traje gris planchado y el mismo peinado engominado.
– Señores, lamento informarles que la junta directiva ha decidido no aprobar el presupuesto. El proyecto ha sido cancelado.
Por el tono de voz del secretario ejecutivo quedó claro que no sólo no lo lamentaba en absoluto, sino que para él no se trataba de “el proyecto”, sino de un proyecto como cualquier otro. Empezó a guardar sus papeles en el maletín plateado que lo acompañaba a todos lados, mientras un silencio atónito se propagaba por la sala de reuniones como una nube radiactiva brotando de los pulmones estáticos de los otros dos hombres. Por fin, al cabo de varios segundos, uno de ellos consiguió decir algo:
– Pero… Pero… –articuló el doctor Cabot, e inmediatamente su camarada, el doctor Querubine, volvió a la vida para ayudarlo.
– ¿Por qué? –preguntó Querubine, mientras la sangre recomenzaba a llenar los capilares de su rostro. Aunque por alguna razón no estaba sorprendido del todo, se sentía igualmente contrariado por la decisión de la junta-. ¿Por qué lo cancelan? ¿Acaso no quedaron convencidos? Todo está en esos informes. La Sociedad de Física Cuántica acaba de aceptar el manuscrito. Van a publicarlo en dos semanas. ¿Qué dudas pueden quedar?
Sebastián Cabot, que había transitado en esos pocos instantes de una desesperada incredulidad a una rabiosa incomprensión, se puso en pie bruscamente e inclinándose sobre la brillante superficie de la mesa, prácticamente gritó:
– ¡Podemos viajar en el tiempo!¡Podemos viajar en el tiempo!¡Es el mayor maldito logro de este siglo!¡De todos los siglos!¿Y van a cancelar el proyecto?
El secretario ejecutivo no era un principiante. Había lidiado muchas veces con gente como el doctor Cabot. Gente que se obsesionaba con una idea hasta el punto de ser capaces de perder una familia o hipotecar una casa. Eran como drogadictos. El doctor primero lo increparía y lo insultaría con la esperanza de intimidarlo y obligarlo a retractarse. Luego, cuando eso no funcionara, trataría de razonar con él. Hablaría y hablaría sobre la importancia de su descubrimiento y los beneficios que traería a la humanidad. Los beneficios monetarios que le traería a él mismo si convencía a la junta de no retirar el financiamiento. Intentaría sobornarlo ofreciéndole parte del crédito y la fama. De eso se trataba todo, al fin y al cabo, de la fama. Los científicos siempre buscaban la fama. El reconocimiento mundial. Premios y fotografías en libros y revistas. Pasar a la historia.
Pero como el secretario ejecutivo ganaba más del doble de lo que Cabot podría ofrecerle, su intento de soborno no llegaría a buen puerto. Así que finalmente, rogaría. Apelaría a la piedad y al asco del emperchado leguleyo.
Bueno, no tenía tiempo para nada de eso. Tenía que asistir a dos reuniones más esa mañana. Con medida calma se puso en pie, cerró el maletín, y arreglándose la corbata dijo:
– No van a cancelar el proyecto, doctor Cabot. El proyecto ya ha sido cancelado.
– ¡Pero podemos viajar en el tiempo! –gritó Cabot, aferrándose a lo único que le parecía sólido en aquel mundo, un mundo que de pronto se había vuelto absurdamente intangible.
La respuesta del secretario ejecutivo fue lapidaria.
– Eso no es del todo cierto, doctor. Pueden viajar al futuro. Pero tras cuatro años de investigación y una extensa lista de gastos, no han conseguido viajar ni medio segundo hacia el pasado. A la junta se le ha acabado la paciencia. Las utilidades de un viaje al futuro sin posibilidad de retorno son insuficientes para siquiera considerar la continuidad del proyecto. En mi opinión, los últimos dos años han sido un completo desperdicio.
Se encaminó a la puerta sin mirar atrás. Notó la afilada mirada del doctor Querubine clavándosele entre los omóplatos. Eso no le agradó. Decidió darse un pequeño gusto antes de irse, así que se dio media vuelta y dijo con una mueca de burla:
– Es irónico, ¿no? Si hubieran usado esa dichosa maquinita suya hace dos años, hubiesen sabido que la junta no aprobaría el presupuesto, y no habrían desperdiciado su tiempo y nuestro dinero.
No le interesaba la lógica del comentario. Era contradictorio, pero él no era físico. Era abogado contable. La fama no le interesaba, sólo el dinero. Y cualquiera que le hiciera perder dinero (a él o a la empresa), se merecía todos los comentarios hirientes que pudieran ocurrírsele.
La puerta se cerró tras el hombre de gris.
Josh Querubine puso una mano sobre el hombro de su colega y colaborador. Notó que el anciano estaba temblando. Iba a empezar a consolarlo cuando se dio cuenta de que el viejo premio Nobel no temblaba a causa del llanto o la tristeza. Temblaba de rabia. Sus pómulos y su frente estaban tan rojos que creyó que le daría un ataque allí mismo, pero desechó esa idea de inmediato, al recordar que el corazón del doctor Cabot era una eficiente máquina de bombeo hecha de plástico orgánico y cables de cobre.
Aun así, Querubine se preocupó. Si no calmaba a su amigo, alguna arteria terminaría por reventarle en la cabeza, ahogando a las neuronas en un mar de sangre. Sería una pena perder un cerebro tan brillante.
Sin embargo, la preocupación que sentía era más por compromiso social que por miedo real. Tenía la impresión de que ya había pasado por aquello innumerables veces, durante los últimos tiempos.
Sebastián no moriría ese día.
– Tranquilo, doc –dijo, haciendo un enorme esfuerzo por no empezar a lanzar las sillas contra las paredes. Él también había dedicado los últimos cuatro años al proyecto, y se sentía tan desolado como su antiguo tutor-. Tranquilo.
Pasaron unos minutos. Unos minutos silenciosos y sombríos en los que cada uno repasó su vida a lo largo del último lustro: el entusiasmo inicial, los logros tempranos, las comilonas y las conferencias, los repentinos y repetitivos fracasos, las discusiones, los sacrificios, las rupturas, el último y desesperado experimento de hacía una semana. Y al final, esto. Un hombre de traje gris tirándolo todo a la basura.
La respiración del doctor Cabot se había tranquilizado.
Sin mirar a su compañero, se dirigió a la puerta y salió de la sala de reuniones.
Josh conocía bien a Sebastián. Había pasado con él la mayor parte de aquellos 4 años. A veces se quedaban a trabajar hasta tan tarde que cenaban y desayunaban juntos. Durante los últimos, frenéticos siete meses del proyecto, era muy raro que pasaran más de un día entero sin verse. Josh había terminado aprendiéndose de memoria el rostro del viejo físico. La ubicación de cada cana y lunar, el significado de cada gesto. Había visto aparecer arrugas donde antes la piel era lisa, y manchas azuladas donde era blanca como la leche. Conocía a ese hombre casi mejor que a su propia esposa, a la que no veía hacía casi dos semanas.
Por eso supo que el doctor Cabot planeaba algo. Y supo qué era lo que planeaba.
Lo encontró en el laboratorio de pruebas.
– Sabes que no puedo dejarte hacerlo, Sebastián –dijo, un poco afligido (no quería humillar a su amigo impidiéndole llevar a cabo su desesperado plan) y un poco inseguro (él mismo sentía cierta curiosidad al respecto)-. No de nuevo.
El doctor Cabot no le prestó atención. Ensimismado, continuó apretando botones y enchufando cables, jalando una palanca aquí y allá, hasta que el sonido de los ventiladores y el bip-bip de los computadores llenó la estancia.
Josh sabía que no tenía sentido discutir.
– Está bien, lo haremos a tu modo. Una última vez, la definitiva.
Sebastián lo miró por fin, y aunque su rostro seguía fijo en una máscara de feroz determinación (y una sombra de furia), Querubine vio un destello de agradecimiento, la punta del iceberg de la amistad que los unía. Por esa misma amistad, Josh no estaba dispuesto a dejar que aquel anciano arriesgara así su vida. Dijo:
– Pero lo haré yo.
– ¡No! –gritó el doctor Cabot, deteniéndose un instante. Luego repitió, más tranquilo-. No, Josh. Esta vez seré yo. No puedo someterte a esto dos veces en una semana. Y esta vez pretendo aumentar la permisividad.
Ambos sabían muy bien lo que eso significaba. La cápsula podría explotar. De hecho, la cápsula casi había estallado en el experimento de la semana anterior, cuando habían instaurado una permisividad de sólo 6 minutos. Varias baterías se habían fundido y la temperatura de la cabina había bajado tanto que Josh estuvo a punto de morir de hipotermia.
Era un secreto entre ellos. Nadie más sabía que durante los últimos meses su desesperación y ansiedad habían crecido hasta el punto de utilizarse a sí mismos como conejillos de indias.
Después de demostrar la posibilidad de los viajes al futuro, utilizando materiales radiactivos de baja vida media primero, y roedores más tarde, la junta directiva les había encargado investigar las posibilidades de los viajes al pasado. Eufóricos, el doctor Cabot y el doctor Querubine se pusieron manos a la obra: era sólo cuestión de cambiar un par de coeficientes en las ecuaciones, mantener un registro constante de las coordenadas (lo que por ahora restringiría cualquier posibilidad de viaje a un punto dentro de los últimos catorce meses) y contar con la maquinaria adecuada, cuyo costo de manutención era superior al PIB de casi cualquier país del hemisferio sur (o a varios de ellos en conjunto).
Primero trataron de hacerlo con los mismos materiales radiactivos que tan útiles habían resultado durante la primera etapa del proyecto. No funcionó.
Luego, se esforzaron con los ratones. Pero tampoco tuvieron éxito.
O tal vez lo habían tenido. ¿Cómo saberlo? Las mediciones de los parámetros habituales no tenían ningún sentido en este caso. Necesitaban un animal de pruebas que fuera consciente de la variación temporal a la que se vería sujeto. Lo hicieron con monos.
No funcionó.
Los simios cooperaban todo lo que podían. Ingresaban a la cápsula y hacían lo posible por no orinarse de miedo cuando la temperatura comenzaba a descender y la visión se les tornaba difusa. Luego Cabot apretaba el botón de lanzamiento. Pero no pasaba nada.
Tenían una idea sobre qué esperar. Cuando enviaban cosas al futuro, el objeto simplemente desaparecía de la cápsula, y volvía a aparecer segundos, minutos u horas más tarde, dependiendo de las coordenadas de ingreso y la energía administrada. Era sencillo. Casi como la criogenia, pero mucho más cómodo (el objeto en sí no pasaba esos segundos, minutos u horas congelado.
De hecho, el objeto no pasaba esos segundos, minutos u horas, en absoluto). También era mucho más caro, como les habían hecho notar los de la junta directiva.
El viaje al pasado debía ser diferente. La cápsula era la misma, y para todos los efectos físico-matemáticos, era considerada como el centro del universo. El objeto debía desaparecer, y aparecer unas millonésimas de segundos antes.
Para los científicos del pasado, el objeto debía aparecer de la nada en el interior de la cápsula, la cual llevaría varias horas encendida y lista, a la espera de cualquier envío desde el futuro.
En realidad, los viajes que intentaban eran a tan baja escala (la cienmillonésima parte de un segundo, generalmente), que la aparición/desaparición (en ese orden) era casi instantánea.
No habían obtenido resultados muy convincentes.
Estaban desesperados.
Por eso hacía apenas una semana, Josh Querubine se había metido completamente desnudo en la cápsula, la misma en la que ya había hecho unos cuantos viajes al futuro inmediato, y había estado a punto de morir.
– Sebastián, sabes tan bien como yo que no soportarías ni dos segundos ahí dentro. ¿Recuerdas hace tres años?
Hacía tres años, el doctor Cabot había probado su propia invención para viajar dos minutos hacia el futuro. Precisamente por eso ahora llevaba un corazón de plástico entre los pulmones.
– Además, no hemos hecho los arreglos para los electrodos de cobre que llevas ahí dentro. Y en cambio mis datos están en la computadora. Son de hace ocho días y no costará nada actualizarlos.
Volvió a tener la sensación de que todo aquello era innecesario. ¿Para qué hablar tanto? Cabot aceptaría, porque no era estúpido. Aceptaría y Josh volvería a meterse a la cápsula, pero esta vez con una permisividad casi diez veces mayor. Tal vez él sí era un estúpido.
Cabot se resistió un poco más, pero finalmente cedió.
Cinco horas más tarde, estaban listos para el que tal vez fuera el último experimento de sus carreras. Tal vez el último de mi vida, pensó Querubine.
La temperatura empezó a bajar en el interior de la cápsula. Josh empezó a sentirse mareado, otra vez, como hacía una semana. La visión se le puso borrosa. Afuera, Cabot apretaba botones y tecleaba coordenadas en la pantalla de la computadora. A través del grueso cristal, Josh Querubine vio a su amigo y camarada echarle un último vistazo antes de apretar el botón de lanzamiento.
Y no pasó nada.
Excepto, claro, que el frío le hizo desmayarse y una luz roja comenzó a parpadear en el interior de la cápsula.
Apenas estaba consciente cuando Cabot consiguió sacarlo de allí, enfundándolo en un traje térmico. A través del plástico del traje Josh pudo ver que varias baterías se habían fundido (eso también había pasado antes, ¿no?) y saltaban chispas de varios cables. Poco a poco, se fue quedando dormido.
Despertó seis horas más tarde, con un terrible dolor de cabeza y una extraña sensación de déjà-vu. Inconscientemente tomó la decisión de no volver a intentar viajar al pasado nunca más.
Sebastián entró en la enfermería con un café caliente y un bocadillo. Su cara lo decía todo: fracaso, desilusión, miedo, culpa.
– Lo lamento –dijo Josh.
– No, no –dijo el otro, como disculpándose-. Yo lo lamento, amigo mío.
– Supongo que aquí se acaba todo, ¿no?
– Bueno, Josh, todavía queda una posibilidad. Veremos qué dice la junta directiva la próxima semana. Tal vez aprueben el presupuesto.
– Sí –dijo Josh, cansado-, tal vez lo aprueben.
Pero, por alguna razón, no creía que fueran a hacerlo.
Bueh, éste es el que menos me gusta de todos. Es topiquísimo y lo escribí a la rápida para un concursillo que desde luego no gané. Igual fue un buen ejercicio, saber que puedes escribir algo coherente por encargo u obligación, no por gusto. Pero escribir algo bueno requiere inspiración, creo.
nunca te lo he preguntado, pero me intriga conocer la razón de por qué los nombres de tus personajes son siempre extranjeros. El efecto es similar a los nombres asimovianos rimbombantes pero más o menos prescindibles.
No sé, supongo que es un viejo prejuicio de las primeras veces que leí scifi. Las máquinas para viajar en el tiempo y las naves espaciales requieren presupuestos un tanto alejados de las realidades latinoamericanas. En los últimos tiempos todo se ha globalizado y hay apellidos hindúes o congoleses por todos lados, pero sigue pareciéndome poco creíble que los protagonistas de cualquier cosa se llamen Carlos o María. Soy otra víctima del Hollywood de los 80s, aunque creo que lo he ido arreglando posteriormente.
Pero Jack es Jack, ese nombre simplemente me encanta.
A mí me ha gustado.
No se puede hablar muy claro en este tipo de cuentos, para que el lecor se vaya reconstruyendo la escena. Si se hubiera visto claro desde el principio que estaban en la cápsula esperando el viaje del futuro, no habría tenido gracia.
el cuento tenía una buena base, pero mal pulido.
me causó gracia el percatarme de lo inservible de viajar al futuro sin poder regresar al presente. no me lo había planteado.
no es un mal relato, pero podría haber sido mejor. se merece una revisión.