Tras la primera semana, la gente comenzó a marcharse de la isla. Las gradas alrededor de la piscina estuvieron más vacías de lo común aquel día. Las enormes naves turísticas zarparon de vuelta al espacio interestelar. Los críticos y sanguijuelas del arte empacaron sus maletas en Venecia. Su decepción flotaba sobre la piscina cual perniciosa emanación nauseabunda.
Yo fui una de las pocas que decidió permanecer en Murjek, regresando diariamente. Durante horas admiré el trémulo fulgor azul reflejado sobre la superficie del agua. Boca abajo, la pálida silueta de Zima se desplazaba tan lánguida de un extremo al otro de la piscina que fácilmente podría ser confundida con un cadáver. Mientras le observaba flotar me pregunté la manera como narraría su historia, y quien estaría dispuesto a comprarla. Intenté recordar el nombre de mi primer periódico, allá en Marte. No pagaban tan bien como algunos de los más grandes, pero una parte de mí disfrutaba con la idea de regresar al viejo trabajo. Había pasado mucho tiempo… Consulté el AM, para que forzase mi memoria a recordar el nombre del periódico. Han existido tantos desde entonces… cientos, si mal no recuerdo. Pero nada apareció. Me tomó otro perezoso minuto percatarme que había desechado el AM el día anterior:
—Carrie, estás por tu cuenta ahora, —dije para mí misma en voz alta. —Más vale que te acostumbres a ello.—
En la piscina, la figura natatoria comenzó a desplazarse de regreso.
Dos semanas antes al mediodía estaba sentada en la Plaza San Marcos, contemplando las blancas figurillas deslizarse contra la torre de mármol del reloj. El cielo sobre Venecia estaba atestado de naves, estacionadas apretujadamente unas junto a las otras.
Sus vientres acolchados con amplios paneles luminosos estaban sintonizados para hacer juego con el cielo real. La vista me recordó la obra de un artista pre-Expansión que se especializaba en trucos de perspectiva y composición que engañaban al ojo: cascadas interminables, lagartijas interconectadas. Formé una imagen mental e inquirí a la aleteante presencia del AM, pero no pudo conseguirme el nombre.
Terminé de beber mi café y me armé de valor para cancelar la cuenta.
Acudí a esta versión en mármol blanco de Venecia para presenciar la inauguración de la última obra artística de Zima. Durante años mantuve un fuerte interés por él y su obra y esperaba conseguir una entrevista. Desafortunadamente varios miles de miembros del desbordante público había acudido a Murjek exactamente con la misma idea. De cualquier forma, no es que importase mucho la clase de competencia a la que me enfrentara: Zima no hablaba con nadie.
El mesero colocó una tarjeta sobre mi mesa.
Todo lo que se nos había dicho era dirigirnos a Murjek, un mundo acuático del cual la mayoría de nosotros jamás había oído hablar. La única notoriedad de Murjek radicaba en contener el duplicado ciento setenta y uno de Venecia, una de sólo tres Venecias construida enteramente en mármol banco. Zima había escogido Murjek como el sitio donde inauguraría su última obra para luego retirarse de la vida pública.
Con el alma pendiendo de un hilo levanté la cuenta para inspeccionar los daños. En vez del excesivo cobro que esperaba, me encontré con una pequeña tarjeta azul impresa en finas letras itálicas doradas. El tono del azul era precisamente el arenoso aguamarino que Zima había hecho suyo. La tarjeta estaba dirigida a mí, Carrie Clay, y señalaba que Zima estaba interesado en hablar conmigo acerca de la inauguración. Si me interesaba, debía dirigirme al Puente Rialto en exactamente dos horas.
Si es que estaba interesada.
La nota estipulaba que no se admitiría ningún tipo de material de registro, ni siquiera papel ni lápiz. Como post data, la tarjeta mencionaba que mi consumo había sido cancelado. Casi tuve la osadía de pedir otro café y colocarlo en la misma cuenta. Casi, pero no tanto.
* * *
Pese a que arribé antes de lo señalado en la tarjeta, el sirviente de Zima ya estaba en el puente. Intrincados mecanismos de neón latían tras el flexible vidrio del cuerpo de maniquí robótico. Hizo una reverencia y habló muy suavemente.
—¿Señorita Clay? Ya que está aquí, será mejor que emprendamos viaje.
El robot me escoltó a unas escaleras que conducían a la orilla. Mi AM nos siguió, aleteando sobre mi hombro. Un transporte flotaba esperando, suspendido un metro por sobre el nivel del agua. El sirviente robótico me ayudó a subir al compartimiento trasero. El AM estaba a punto de seguirme cuando el robot alzó una mano preventiva.
—Me temo que tendrá que dejar eso; nada de material de grabación, ¿recuerda?
Miré al colibrí metálico verde, tratando de recordar la última vez que había estado alejada de su cuasi-omnisciente presencia.
—¿Dejarlo aquí?
—No se preocupe, estará a salvo, y puede recogerlo nuevamente en la noche a su regreso.
—¿Y si me rehúso?
—Entonces me temo que no habrá reunión con Zima.
Presentí que el robot no aguardaría toda la tarde esperando mi respuesta. La idea de estar alejada de mi AM hizo que se congelara mi sangre, pero anhelaba tanto esa entrevista que estaba preparada para asumir cualquier costo.
Ordené al AM quedarse en la orilla hasta mi regreso.
La obediente máquina echó marcha atrás rápidamente en un verde borrón metálico. Fue como observar una extremidad de mi propio cuerpo desprenderse y alejarse. El casco de vidrio se plegó sobre mí y una oleada de aceleración no-nulificada me pegó al asiento.
Venecia parpadeó bajo nosotros, y luego se perdió en el horizonte.
Formulé una pregunta, pidiéndole al AM que nombrara el planeta donde celebré mi cumpleaños número setecientos. Nada llegó: estaba fuera de la cobertura, a solas con mi propia y saturada memoria como único respaldo.
Me incliné hacia delante y pregunté al robot:
—¿Está usted autorizado a decirme de qué se trata todo esto?
—Temo que Zima no me informó — respondió el robot — haciendo que un rostro emergiera en su nuca. Pero si se siente incómoda en cualquier momento podemos regresar a Venecia.
—Estoy bien por ahora. ¿Quién más recibió la tarjeta azul?
—Según estoy informado, solamente usted.
—¿Y si yo hubiese declinado la oferta? ¿Se suponía que usted consiguiera algún otro?
—No —dijo el robot—. Pero seamos honestos, Señorita Clay. No era probable que usted rechazara una invitación de Zima.
A medida que nos desplazábamos, la ola producida por la fricción del transporte sobre el agua dejaba un rastro de espuma a nuestras espaldas. Imaginé un pincel sacando la pintura fresca de una loza de mármol, exponiendo así la superficie banca de la loza. Extraje la invitación de Zima de mi bolsillo y la sostuve contra el horizonte frente a nosotros, tratando decidir si el azul era más parecido al mar o al cielo. Ante estas dos posibilidades la carta parecía oscilar indeterminadamente.
El Azul Zima era una cosa exacta, especificada científicamente en términos de angstroms e intensidades. Si eras un artista, podías usar un tarro de pintura mezclada de acuerdo a dichas especificaciones. Pero nadie empleaba nunca el Azul Zima a menos que estuviese realizando un comentario calculado sobre el propio Zima.
Zima ya era único para cuando emergió ante la opinión pública. Había sido sometido a procedimientos radicales que le permitían tolerar medio ambientes extremos sin la necesidad de protección. Tenía la apariencia de un hombre de complexión atlética vistiendo un ajustado traje hasta que te acercabas lo suficiente y te dabas cuenta que el traje era en realidad su piel.
Cubriendo todo su cuerpo existía un material sintético que podía adoptar diferentes colores y texturas dependiendo de sus estados de ánimo o los alrededores. Podía aproximarse a una vestimenta formal si las circunstancias sociales lo demandaban. La piel podía contener presión para cuando quisiera experimentar un vacío, y endurecerse para protegerlo de la presión de un gigante gaseoso. Pese a todas estas mejoras la piel comunicaba un completo abanico de impresiones a su mente. No tenía necesidad de respirar, ya que su sistema cardio-vascular había sido reemplazado por mecanismos de soportes vitales redundantes. No tenía necesidad de comer o beber; ni tampoco de eliminar desechos corporales. Pequeñas máquinas reparadoras recorrían su cuerpo, permitiéndole tolerar niveles de radiación que matarían a un humano corriente en cosa de minutos.
Con su anatomía resguardada contra los extremos medioambientales, Zima contaba con una libertad completa para buscar inspiración donde él quisiera. Podía flotar libremente en el espacio, contemplar una estrella directamente, o recorrer los profundos cañones de planetas donde el metal fluía como lava. Sus ojos habían sido reemplazados por cámaras sensibles a gran parte del espectro electromagnético, enlazadas a su cerebro mediante complejos módulos de procesamiento. Un puente sinestético le permitía escuchar datos visuales como una especie de música, y ver sonidos como una sinfonía de asombrosos colores. Su piel funcionaba como una suerte de antena, proporcionándole sensibilidad a los cambios de los campos eléctricos. Y si eso no era suficiente, podía acceder a la información y recursos de un sinnúmero de máquinas a su disposición.
Dado lo anterior, el arte de Zima no podía ser sino original y atrayente. Sus paisajes y campos estelares poseían una elevada calidad extasiante, inundados en luminosos, discordantes colores y desafiantes trucos de perspectiva. Pintados en medios tradicionales pero a gran escala, rápidamente atrajeron un núcleo de compradores serios. Algo de su obra se filtró a las colecciones privadas, pero los murales de Zima comenzaron a aparecer también en espacios públicos de toda la Galaxia. Decenas de metros de largo, los murales poseían una riqueza de detalles hasta los límites dónde la visión podía abarcar. La mayoría fueron pintados en una sola sesión. Zima no requería dormir, así que trabaja ininterrumpidamente hasta que la pieza estaba completa.
Los murales eran sin duda impresionantes. Desde un punto de vista compositivo y técnico eran incuestionablemente brillantes. Pero había algo triste y escalofriante en ellos. Eran paisajes sin presencia humana, descontando por supuesto el punto de vista del artista mismo.
Dicho de otra forma: eran agradables de mirar, pero yo no tendría uno colgado en mi casa.
No todo el mundo concordaba con esta apreciación, obviamente, de lo contrario Zima no hubiese vendido tantas obras. Pero no podía evitar preguntarme cuanta gente compraba sus pinturas por lo que sabían del artista más que por los méritos intrínsecos de la obra en sí.
Así estaban las cosas cuando por primera vez presté atención a Zima. Lo archivé como interesante pero cursi; quizá digno de un reportaje si algún cambio radical operaba en él o a su arte.
Algo ocurrió, pero pasó un tiempo antes que alguien -incluida yo- lo notase.
Un día -luego de un inusual periodo de gestación- Zima develó un mural que tenía algo diferente. Era la pintura de una arremolinada nébula pletórica de estrellas, desde el punto de vista de una roca en medio del espacio. Situado sobre el borde de un cráter a media distancia, bloqueando parte de la nébula, había un pequeño cuadrado azul. A primera vista daba la impresión que la base de la tela fuese azul y que Zima simplemente no había cubierto de pintura esa aéra. No existía solidez en el cuadrado y ningún detalle o sugerencia de cómo éste se relacionaba con el paisaje del fondo. No producía sombra y no tenía influjo tonal en los colores circundantes. Pero el cuadrado había sido deliberadamente puesto ahí: un examen más cercano revelaba que efectivamente había sido pintado sobre el borde rocoso del cráter. Significaba algo.
El cuadrado fue sólo el comienzo. De ahí en adelante, cada mural de Zima mostrado al público contenía una figura geométrica similar: un cuadrado, triangulo, oblongo, o alguna otra forma parecida empotrada en alguna parte de la composición. Pasó bastante tiempo antes que alguien notara que el tono de azul era el mismo en cada una de las pinturas.
Era Azul Zima: el mismo azul de la tarjeta de letras doradas.
Durante la siguiente década, las formas abstractas se tornaron más dominantes, ganando protagonismo por sobre los demás elementos de la composición. Las vistas cósmicas terminaron reducidas a aplastados bordes, enmarcando círculos, triángulos y rectángulos. Mientras su obra temprana se caracterizaba por pinceladas exuberantes y gruesas capas de pintura, las formas azules eran producidas con la lisa cualidad de un espejo.
Intimidados por la intrusión de estas formas abstractas azules, compradores casuales evitaron a Zima. Dentro de poco Zima develó el primero de sus murales enteramente azules. Suficientemente grande como para cubrir un edificio de miles de pisos, el mural era considerado por muchos lo más lejos que Zima podía llevar su arte.
No podían haber estado más equivocados.
* * *
Sentí como la velocidad del transporte disminuía mientras nos aproximábamos a una pequeña isla, la única masa de tierra posible de ser avistada en cualquier dirección.
—Usted es la primera en ver esto,— dijo el robot. —Hay una pantalla de distorsión bloqueando la vista desde el espacio.—
La isla tenía un kilómetro de diámetro: baja y con forma de tortuga, bordeada por un collar de arena pálida. Cerca del medio se alzaba una meseta no muy alta cuya vegetación había sido cortada aproximadamente en un área rectangular. Un pequeño panel de azul reflectante estaba colocado sobre el suelo, rodeado de lo que parecían ser las graderías de un estadio.
El transporte fue ganando velocidad y altitud hasta llegar justo fuera de aquella área en la meseta. Deteniéndose por completo en las cercanías de un chalet de guijarros blancos que no había visto mientras nos aproximábamos.
El robot descendió y me ayudó a salir del transporte.
—Zima estará aquí en un momento—, dijo, antes de regresar al transporte y desvanecerse luego en el cielo.
De pronto me sentí muy sola, y muy vulnerable. Una brisa llegaba desde el mar, llenando de arena mis ojos. El sol descendía bajo la línea del horizonte, se pondría helado en breve. Justo cuando empezaba a sentir algo de pánico, un hombre emergió del chalet, frotando sus manos enérgicamente. Caminó hacia mí, siguiendo un sendero de piedra.
—Me alegro que vinieras, Carrie.
Era Zima, por supuesto, e inmediatamente me sentí tonta por dudar de su presencia.
—Hola—, dije torpemente.
Zima ofreció su mano. La estreché, sintiendo la textura ligeramente plástica de su piel artificial que hoy era de un apagado gris-estaño.
—Vamos a sentarnos en el balcón. Es agradable contemplar el atardecer, ¿no?
—Agradable, sí—, comenté.
Me dio la espalda y comenzó a caminar de regreso al chalet. Mientras se desplazaba sus músculos se flectaban y contraían bajo la piel de estaño. Distinguí unos destellos escamosos en su espalda, como si fuese un mosaico de chips reflectantes. Era hermoso como una estatua, musculoso como una pantera. Era un hombre atractivo, incluso después de todas sus transformaciones, pero nunca escuché que tuviese una amante, o ningún tipo de vida privada. Su arte lo era todo para él.
Lo seguí sintiéndome incómoda y con la lengua hecha un nudo. Zima me guió hasta su chalet, a través de una anticuada cocina y salón repletos de milenarios muebles y ornamentos.
—¿Cómo estuvo el vuelo?—
—Bien.—
De pronto se detuvo y me miró detenidamente.
—Olvidé chequear… ¿el robot insistió en que dejara su Ayudante Mnemónico?—
—Sí.
—Es con usted con quien quiero hablar, Carrie, no un aparato subordinado de grabación.
—¿Conmigo?
La máscara de estaño de su rostro formó una expresión burlesca.
—¿Puede emplear palabras con multi-sílabas, o aún está trabajando en ello?
—Er…
—Relájese —dijo—. No estoy aquí para probarla, o humillarla, o nada por el estilo. Esto no es una trampa, y no corre ningún peligro. Estará de regreso en Venecia para la medianoche.
—Estoy bien —conseguí decir—. Sólo un poco anonadada.
—Bueno, no debería estarlo. No soy la primera celebridad que conoce, ¿o si?
—Bueno, no, pero…
—Las personas me consideran intimidante —dijo—. Eventualmente lo superan, y luego se preguntan a qué se debía tanto escándalo.—
—¿Por qué yo?
—Porque usted siguió insistiendo amablemente—, dijo Zima.
—¡Por favor!
—De acuerdo. Hay algo más que eso, aunque usted sí lo pidió amablemente. He disfrutado de su trabajo a través de los años. La gente suele confiar en usted para entregar su versión de los hechos, especialmente al final de sus vidas.
—Usted habló de retirarse, no morirse.
—De cualquier forma, será un retiro de la vida pública. Su trabajo siempre me ha parecido honesto, Carrie. No estoy en antecedentes de nadie aduciendo una tergiversación de sus palabras en sus notas.
—Suele ocurrir —dije—. Es por eso que siempre tengo un AM a mano para que nadie pueda desmentir lo que se ha dicho.
—Eso no importa con mi historia —replicó Zima.
Lo miré perspicazmente.
—Hay algo más, ¿no es así? Alguna otra razón pro la cual escogió mi nombre del sombrero.
—Me gustaría ayudarla —dijo.
* * *
Cuando la mayoría de la gente habla del Periodo Azul de Zima suelen estar refiriéndose a los murales verdaderamente enormes. Y por enormes quiero decir enormes. Pronto se volvieron tan grandes como para jibarizar edificios y espacios cívicos, lo suficientemente grandes como para ser visibles desde el espacio. A través de la Galaxia lienzos azules de veinte kilómetros se alzaban sobre islas privadas o mares tormentosos. Los costos nunca fueron un problema ya que Zima contaba con varios auspiciadores rivales que competían por financiar su última y más grande creación. Los paneles siguieron creciendo, hasta que requirieron de complejas maquinarias para mantenerlas erguidas a pesar de las condiciones climáticas y la gravedad. Atravesaban las atmósferas planetarias, extendiéndose hasta el espacio. Brillaban con su propia y suave luz. Se curvaban en arcos y espirales de manera que el campo visual completo del espectador se saturaba de azul.
Para entonces Zima era muy famoso, incluso para la gente sin interés particular en el arte. Era la extraña celebridad cyborg que hacía gigantescas estructuras azules; el hombre que nunca daba entrevistas o proporcionaba pistas al significado de su arte.
Pero eso fue cien años atrás. Zima aún no estaba ni remotamente acabado.
Eventualmente las estructuras se volvieron demasiado inestables para ser contenidas en los planetas. Despreocupadamente Zima se mudó al espacio interplanetario, forjando vastos, lienzos flotantes de azul de miles de kilómetros de largo. Ya no trabajaba con pinceles ni pintura, sino con flotas de robots mineros, depredando asteroides para conseguir los materiales requeridos para sus creaciones. Ahora economías estelares completas se disputaban el privilegio de auspiciar la obra de Zima.
Eso fue más o menos cuando mi interés por Zima se vio renovado. Asistí a uno de sus —envoltoriolunares—: el sellado de un cuerpo celestial completo en un contenedor azul, como un sombrero guardado en una caja. Dos meses después pintó de azul todo el cinturón ecuatorial de una gaseosa gigante, y yo tuve asientos de primera fila para eso también. Seis meses después alteró la superficie química de un cometa para que dejase una estela de Azul Zima a través de todo un sistema solar. Pero no estaba ni cerca de conseguir mi historia. Continué solicitando una entrevista y seguí siendo rechazada. Estaba segura que existía algo más allá de lo meramente artístico en la obsesión de Zima por el color azul. Sin la posibilidad de comprender esa obsesión, no había historia alguna: sólo una anécdota.
Yo no escribía sobre anécdotas.
Así que esperé, y esperé. Y entonces —al igual que otros tantos millones— escuché sobre el último trabajo artístico de Zima, y conseguí llegar a la falsa Venecia de Murjek. No esperaba conseguir una entrevista, o novedad alguna. Sólo necesitaba estar ahí.
* * *
Atravesamos una puerta corredera de vidrio hacia el balcón donde nos esperaban dos simples sillas blancas a cada lado de una mesa igualmente blanca. Sobre la mesa había un recipiente con frutas y bebidas. Más allá del balcón sin vallas, la árida tierra cedía para ofrecer la visión ininterrumpida del mar. El agua estaba tranquila, con el sol descendente reflejándose como una moneda de plata.
Zima me indicó tomar asiento. Su mano se abalanzó sobre dos botellas de vino.
—Tinto o blanco, Carrie?
Abrí la boca como si fuese a contestarle, pero nada surgió. Normalmente, en ese breve instante entre la pregunta y la respuesta, el AM habría silenciosamente dirigido mi elección entre las alternativas presentadas. No tener el AM era como un vacío entre los anaqueles de mis pensamientos.
—Tinto, supongo —dijo Zima—. A menos que tenga alguna objeción.
—No es como si no pudiese tomar este tipo de decisiones por mí misma,— dije.
Zima me sirvió un vaso de vino tinto, luego lo alzó hacia el cielo para inspeccionar su claridad.
—Por supuesto que no —dijo.
—Es sólo que esto es un poco inusual para mí.
—No debería serlo—, replicó, —Esta es la forma en que ha vivido su vida por cientos de años.
—¿La forma natural, quiere decir?
Zima se sirvió un vaso de vino pero en vez de beberlo, meramente olfateó su bouquet.
—Sí.
—Pero no hay nada natural en seguir viva luego de mil años después de haber nacido —dije—. Mi memoria orgánica alcanzó su punto de saturación hace setecientos años. Mi cabeza es como una casa con demasiados muebles. Si se mete algo dentro, algo debe salir fuera.
—Regresemos al vino por un momento, —dijo Zima—. Normalmente, habría confiado en el consejo del AM, ¿no?
Asentí.
—¿El AM siempre sugeriría una de dos posibilidades? ¿Siempre vino tinto, o siempre vino blanco, por ejemplo?—
—No es tan simple como eso —contesté—. Si tengo una fuerte preferencia de uno sobre el otro, entonces, sí, el AM siempre recomendaría un vino en vez del otro. Pero a veces prefiero el tinto y no el blanco. Algunas veces no quiero ningún tipo de vino.
Esperé que mi frustración no fuese tan obvia. Pero después de la elaborada charada con la tarjeta azul, el robot, y el transportador, la última cosa que quería discutir con Zima era sobre mi propia defectuosa memoria.
—¿Entonces es al azar? —preguntó—. El AM podría haber dicho tanto blanco como tinto.
—No, no es así tampoco. El AM me ha seguido durante cientos de años. Me ha visto beber vino unas miles de veces, bajo miles de circunstancias distintas. Sabe, con un alto grado de confiabilidad, cual sería mi mejor elección de vino dado cierto conjunto de parámateros.
—¿Y usted obedece la sugerencia sin reparo alguno?
Di un sorbo al vino.
—Por supuesto. ¿No sería un poco infantil ir en contra del AM solo para probar un punto sobre el libre albedrío? Después de todo, Seguramente seré mejor satisfecha con la opción que sugiere.
—Pero a menos que ignore sus sugerencias de vez en cuando, ¿no se convertiría su vida en un conjunto de respuestas predecibles?
—Tal vez —dije—. ¿Pero es eso tan malo? Si soy feliz, ¿qué me importa?
—No le estoy criticando —dijo Zima. Sonrió y se echó hacia atrás, diluyendo algo de la tensión provocada por sus cuestionamientos—. No mucha gente tiene AM estos días, ¿no es así?.
—En realidad no lo sé —respondí.
—Menos del uno por ciento de toda la población galáctica — Zima olfateó su vino y miró al cielo a través de la copa—. Casi todo el mundo allá fuera ha aceptado lo inevitable.
—Se necesita de máquinas para manejar una memoria de mil años. ¿Y qué?
—Pero una clase distinta de máquina —dijo Zima—. Implantes neurales, totalmente integrados en el sentido de Yo del participante. Indistinguibles de la memoria biológica. No necesitaría preguntarle al AM sobre su elección de vino; no necesitaría esperar por esa confirmación susurrada. Sólo lo sabría.
—¿Cuál es la diferencia? Permito que mis experiencias sean grabadas por una máquina que me sigue donde quiera que voy. La máquina no se pierde de nada, y es tan eficiente al anticipar mis consultas que prácticamente no tengo ni que formularlas.
—La máquina es vulnerable.
—Es revisada a intervalos regulares. Y no es más vulnerable que unos implantes en mi cabeza. Disculpe, pero esa no es una objeción razonable.
—Tiene razón, por supuesto. Pero existe un argumento más profundo en contra del AM. No sabe como distorsionar u olvidar.
—¿Es ese el punto?.
—No exactamente. Cuando usted recuerda algo -esta conversación, quizás, en unos cientos de años más- habrá cosas de ellas que no retendrá. Pero esos detalles perdidos se convertirán en parte de su memoria, ganando solidez y textura con cada instancia rememorativa. Aún así usted estaría segura que sus recuerdos son precisos.
—Pero si el AM me hubiese acompañado, dispondría de un registro fiable de las cosas tal cual fueron.
—Podría ser —dijo Zima—. Pero eso no es una memoria viva. Es una fotografía; un proceso mecánico de grabación. Congela la imaginación, no deja espacio para que ciertos detalles sean selectivamente olvidados —Hizo una pausa para llenar mi vaso—. Imagine que en cada ocasión en que se sentara a contemplar la tarde como ahora hubiese elegido el tinto sobre el blanco, y generalmente no hubiese tenido razones para lamentar esa elección. Pero en una oportunidad, por una razón u otra, fuese persuadida a elegir blanco, contra el juicio del AM, y el resultado fuese maravilloso. Todo encajó en su lugar de forma mágica; la compañía, la conversación, el ambiente del atardecer, la espléndida vista, la euforia de estar levemente ebria. Una perfecta tarde convertida en una perfecta velada.
—Pero mi elección de vino podría no tener ninguna incidencia en todo eso —argumenté.
—En efecto —concedió Zima—. Y el AM ciertamente no habría agregado ningún significado a esa feliz combinación de circunstancias. Una sola desviación no habría afectado su modelo de predicción en ningún grado significativo. Aún así habría dicho ‘vino tinto’ la próxima vez que usted preguntara.
Sentí un incómodo cosquilleo de comprensión.
—Pero la memoria humana no trabajaría de esa forma.
—Así es. No le atribuiría relevancia alguna y obviaría esa excepción. Amplificaría en cambio las partes atractivas de la memoria de esa tarde suprimiendo las menos placenteras: el zumbido del vuelo en transportador, su ansiedad por regresar de vuelta al bote, y el regalo de cumpleaños que sabe tendrá que comprar por la mañana. Todo lo que recordará será esa dorada sensación de bienestar. La próxima ocasión, puede que elija vino blanco, y la vez siguiente. Un patrón de comportamiento completo será alterado por una sola instancia de desviación. El AM no toleraría eso. Usted tendría que ir en su contra muchas, muchas veces antes que a regañadientes modificara su modelo y le sugiriera blanco en vez de tinto.
—De acuerdo,—dije, esperando poder hablar de Zima en vez de mí en algún momento—. ¿Pero qué diferencia práctica hace que la memoria artificial esté fuera o dentro de mi cabeza?
—Toda la diferencia del mundo —respondió Zima—. Las memorias almacenadas en el AM están fijas por la eternidad. Puede consultar el AM tantas veces como quiera, pero nunca pondrá énfasis u omitirá un detalle en particular. Los implantes en cambio son diferentes. Están diseñados para integrarse a la perfección con la memoria biológica, al punto que el recipiente no puede diferenciar una de otra. Por esa misma razón son intrínsicamente flexibles, maleables, sujetos a error y distorsión.
—Falibles —dije.
—Pero sin esa posibilidad de falla no hay arte. Y sin arte no hay verdad.
—¿La posibilidad de ser falible conduce a la verdad? Eso es interesante.
—Me refiero a la verdad en un sentido elevado, metafórico. ¿Esa tarde dorada? Esa es la verdad. Recordar el vuelo hasta aquí no añadiría nada significativo. Dicha memoria de hecho habría sido extraída.
—No hubo atardecer, no hubo vuelo, —dije. Finalmente, mi paciencia estaba alcanzado su punto de ebullición—. Mire, estoy agradecida que me invitase aquí. Pero pensé encontrarme con algo más que una lección sobre la forma en que administro mi propia memoria.
—En realidad —dijo Zima—, existe un objetivo tras todo esto. Y es sobre mí, pero también sobre usted —puso la copa sobre la mesa—. ¿Damos un pequeño paseo? Me gustaría mostrarle la piscina.
—El sol aún no se pone—, observé.
Zima sonrió. —Siempre habrá otro atardecer.
Me condujo por una ruta distinta a través de la casa y salimos por otra puerta. Un serpenteante sendero ascendía gradualmente entre muros de blanca piedra, bañados por la luz dorada del sol descendente. Arribamos al plató que había visto desde el aire. Las cosas que tomé por graderías eran exactamente eso: estructuras con forma de terraza de unos treinta metros de alto, con escaleras en la parte de atrás que llevaban a diferentes niveles. Zima me guió hasta la sombra de una de las estructuras más cercanas, y de ahí a través de una puerta privada que conducía a un área cerrada. El panel azul que vi al llegar a la isla resultó ser una modesta piscina rectangular, sin agua.
Zima me guió hasta el borde.
—Una piscina —dije—. No estaba bromeando. ¿Es por esto que están las graderías?
—Aquí es dónde ocurrirá —dijo Zima—. Aquí desvelaré mi última obra de arte, y acontecerá mi retiro de la vida pública.
La piscina no estaba terminada del todo. En la esquina más alejada, un pequeño robot amarillo pegaba cerámicas en su sitio. La parte más cercana a nosotros estaba cubierta de baldosas, pero no pude dejar de notar que algunas cerámicas estaban agrietadas e incluso rotas. La luz del atardecer hacía más difícil aún el apreciar esto —estábamos en una sombra muy profunda ahora— pero el color se parecía mucho al Azul Zima.
—Después de pintar planetas completos, ¿no le parece que esto es un poco decepcionante? —pregunté.
—No para mí —respondió Zima—. Para mí este es el sitio dónde mi búsqueda termina. Esta es la culminación de mi trabajo.
—¿Una deteriorada y vieja piscina?
—No es una piscina cualquiera.
* * *
Paseamos por la isla, mientras el sol se ocultaba tras el mar y los colores se apagaban.
—Los primeros murales provenían del corazón —dijo Zima—. Los pinté a gran escala porque eso era lo que el tema descrito parecía demandar.
—Era un buen trabajo,—le dije.
—Era un trabajo vacío. Grande, ruidoso, demandante, popular, pero carente de alma. El hecho que proviniese del corazón no le hacía necesariamente bueno.
No dije nada. Esa es la forma en que me sentía sobre su trabajo también: era de una inspiración vasta e inhumana, y sólo las modificaciones cybernéticas de Zima le dotaban de cierta identidad. Era como aplaudir una pintura porque fue realizada por alguien sosteniendo un pincel entre sus dientes.
—Mi trabajo no decía nada sobre el cosmos que el cosmos no fuese capaz de decir por sí mismo. Y aún más importante, no decía nada acerca de mí mismo. Por lo tanto ¿qué importa si camino en el vacío, o si nado en océanos de nitrógeno líquido? ¿Y qué si soy capaz de ver fotones ultravioletas, o paladear campos electromagnéticos? Las modificaciones que me infringí a mí mismo fueron grotescas y extremas pero no me otorgaron nada que un buen droide de telepresencia pudiese ofrecerle a cualquier otro artista.
—Creo que está siendo un poco duro consigo mismo —dije.
—En absoluto. Puedo decir esto ahora porque sé que finalmente creé algo que valía la pena. Pero cuando ocurrió fue completamente azaroso.
—¿Se refiere a la cosa azul?
—La cosa azul —dijo asintiendo—. Comenzó como un accidente: un color mal aplicado en una tela concluida. Un borrón de pálido azul aguamarino contra negro. El efecto fue electrizante. Fue como si hubiese conseguido acceso a una intensa, memoria primordial, un reino de experiencia donde el color era lo más importante de mi mundo.
—¿Qué memoria era esa?
—No estaba seguro. Sólo sabía que el color me había hablado, como si hubiese estado toda mi vida buscándolo, intentando liberarle—. Reflexionó por un momento—. Siempre ha pasado algo con el azul. Unos miles de años atrás Yves Klein dijo que era la esencia del color mismo: el color que prevalecía por sobre todos los demás. Un hombre pasó toda su vida buscando un particular tono de azul que había visto durante su infancia. Comenzó a desesperarse al pensar que nunca lo encontraría, que quizás había imaginado ese tono de azul, que no podía existir en la naturaleza. Entonces un día lo encontró por casualidad. Era el color de un escarabajo en un museo de historia natural. Lloró de alegría.
—¿Qué es el Azul Zima? —pregunté—. ¿Es el color de un escarabajo?—
—No —dijo—. No es un escarabajo. Pero debía saber la respuesta, no importaba cuanto tiempo me fuese a llevar. Tenía que descubrir por qué ese color significaba tanto para mí, y por qué se estaba apoderando de mi arte.
—Usted permitió que adquiriera preponderancia —aseveré.
—No tenía otra opción. A medida que el azul se volvía más intenso, más dominante, sentía que estaba más próximo a la respuesta. Sentía que si tan sólo pudiese sumergirme en ese color, entonces sabría todo cuanto siempre quise conocer. Me entendería a mí mismo como artista.
—¿Y? ¿Lo logró?
—Me entendí a mí mismo, —dijo Zima—. Pero no era lo que yo esperaba.
—¿Qué descubrió?
Zima pasó un largo tiempo respondiendo mi pregunta. Caminamos lentamente, conmigo a unos pasos detrás de su imponente y musculosa figura. Se estaba poniendo fresco y deseé el haber traído una manta conmigo. Pensé en preguntarle a Zima si era posible que me facilitara una, pero no quería alejar sus pensamientos del camino al que se dirigían. Mantener mi boca cerrada siempre ha sido la parte más difícil de mi trabajo.
—Hablamos de la confiabilidad de la memoria —dijo.
—Sí.
—Mi propia memoria estaba incompleta. Desde que los implantes fueron instalados recuerdo todo, pero sólo sobre los primeros trescientos años de mi vida. Sabía que era mucho más viejo, pero de mi vida anterior a los implantes recordaba sólo fragmentos; piezas quebradas que no sabía como poner en su lugar —disminuyó la marcha y se volteó hacia mí, la tenue luz anaranjada del horizonte alcanzando su mejilla—. Sabía que era necesario indagar en el pasado, si acaso quería entender el significado del Azul Zima.
—¿Qué tan lejos llegó?
—Fue como un trabajo de arqueología —dijo—. Seguí el resto de mis memorias hasta el evento pasado más confiable, que ocurrió poco después de instalados los implantes. Esto me llevó a Kharkov 8, un mundo en la Curva, a unos diecinueve mil años luz de aquí. Todo lo que recordaba era el nombre de un sujeto que conocí allí, Cobargo.
Cobargo no me decía nada, pero incluso sin el AM sabía algo de la Curva de Garlin. Era una región de la Galaxia que incluía seiscientos sistemas habitables, apretujados entre tres grandes poderes económicos. En la Curva de Garlin la ley normal interestelar no se aplicaba. Era territorio de fugitivos.
—Kharkov 8 se especializaba en cierta clase de producto —dijo Zima—. Todo el planeta estaba equipado para proveer servicios médicos de una naturaleza imposible de encontrar en otros sitios. Modificaciones cibernéticas ilícitas, esa clase de cosas.
—Es allí donde…—dejé la frase sin terminar.
—Allí es dónde me convertí en lo que soy —respondió Zima—. Por supuesto, realicé aún más cambios luego que abandoné Kharkov 8, mejorando mi tolerancia a los medioambientes extremos, aumentando mis capacidades sensoriales, pero la esencia de lo que soy fue realizada bajo el bisturí de la clínica de Cobargo.
—¿Así que antes de arribar a Kharkov 8 usted era un hombre normal? pregunté.
—Allí es dónde la cosa se vuelve complicada —dijo Zima, escogiendo cuidadosamente sus palabras—. A mi regreso intenté localizar a Cobargo. Con su ayuda, supuse podría darle sentido a los fragmentos de memoria en mi cabeza. Pero Cobargo había desaparecido en la Curva. La clínica aún operaba, a cargo de su nieto.
—Supongo que no estaba muy dispuesto a hablar.
—No; me llevó largo tiempo persuadirle. Por suerte, tenía medios. Un poco de soborno, un poco de coerción —sonrió al decir esto—. Eventualmente accedió a abrir los registros de la clínica para examinar la entrada correspondiente a mi intervención.
Rodeamos una esquina. El mar y el cielo eran ahora de un gris inseparable, sin ningún trazo de azul.
—¿Qué ocurrió?
—Los registros dicen que nunca fui un hombre —respondió Zima. Guardó silencio antes de continuar, como para despejar toda duda sobre lo que iba a decir—. Zima nunca existió antes de mi arribo a la clínica.
Lo que no habría dado en ese momento por un AM, o al menos por un lápiz y un bloc de notas. Fruncí el seño, como si eso permitiese a mi memoria trabajar un poco más duro.
—¿Entonces quién es usted?
—Una máquina —dijo—. Un complejo robot: una inteligencia artificial autónoma. Ya tenía cientos de años cuando arribé en Kharkov 8, con total independencia legal.
—No,—dije, sacudiendo mi cabeza—. Usted es un hombre con partes de máquinas, no una máquina.
—Los registros de la clínica eran muy claros. Llegué como un robot. Un robot andromorfo, ciertamente -pero obviamente una máquina, aún así. Fui desmantelado y mis funciones cognitivas fueron integradas en un cuerpo biológico cultivado —con un dedo golpeó un costado de su cabeza—. Hay mucho material orgánico aquí, y mucha maquinaria cibernética. Es difícil saber donde comienza una y termina la otra. Incluso aún más decir quien es el maestro y quien el esclavo.
Miré a la figura de pie frente a mí, intentando el salto mental requerido para visualizarle más como una máquina —aunque fuese una máquina con componentes orgánicos— que como un hombre. No podía, no aún.
La clínica pudo haberle mentido —dije ya que me resistía a creerlo.
—Lo dudo. Hubiese sido mucho mejor para ellos que yo no me enterase.
—De acuerdo —dije—. Sólo para seguirle la corriente…
—Esos eran los hechos. Fácilmente verificables. Examiné los registros de ingreso de Kharkov 8 y descubrí una entidad autónoma robótica entrando al planeta poco antes del procedimiento médico.
—No necesariamente usted.
—Ninguna otra entidad robótica se había acercado al planeta durante décadas. Tenía que ser yo. Más que eso aún, los registros mostraban el lugar de origen del robot.
—¿Que era?
—Un mundo más allá de la Curva. Lintan 3, en el Archipiélago de Muara.
La ausencia del AM era como una pieza dental perdida.
—No sé si conozco ese sitio.
—Probablemente no. No es la clase de mundo que visitaría por elección. Los transportes normales no llegan ahí.
—¿Fue a ese lugar?
—Dos veces. Una vez luego del procedimiento en Kharkov 8, y otra vez recientemente, para establecer dónde había estado antes de Lintan 3. El rastro de evidencia comenzaba a enturbiarse, por decirlo de alguna forma… pero formulé las preguntas correctas, me metí a las bases de datos indicadas, y finalmente encontré de dónde provenía. Pero esa no era aun la respuesta final. Habían muchos mundos, y la senda se volvió más tenue en cada uno que visité, pero tenía a la persistencia de mi lado.
—Y dinero.
—Y dinero —Zima dijo, reconociendo la veracidad de mi observación con un pequeño movimiento de la cabeza—. Eso me ayudó incalculablemente.
—¿Entonces que encontró?
—Seguí el rastro hasta el comienzo. En Kharkov 8 era una máquina con un nivel de inteligencia humano. Pero no siempre fui tan listo, tan complejo. Fui aumentado en pasos, a medida que el tiempo y las circunstancias lo permitían.
—¿Por usted mismo?
—Eventualmente, sí. Eso fue cuando tuve autonomía, independencia legal. Pero debía alcanzar cierto nivel de inteligencia antes de acceder a la libertad. Antes de eso, era una máquina más simple… algo así como una reliquia familar o una mascota. Fui traspasado de generación en generación. Me añadieron cosas, me hicieron más inteligente.
—¿Cómo empezó todo?
—Como un proyecto —dijo.
* * *
Zima me llevó de regreso a la piscina. La noche ecuatorial había arribado rápidamente, y la piscina estaba iluminada por los focos instalados sobre las graderías. El robot había terminado ya de pegar las cerámicas en sus sitios.
—Está lista ahora —dijo Zima—. Mañana será sellada, y pasado mañana será repleta de agua. Reciclaré el agua hasta que posea la transparencia necesaria.
—¿Y entonces?
—Me prepararé para mi performance.
Camino a la piscina me había dicho todo cuanto sabía sobre sus orígenes. Zima comenzó su existencia en la Tierra, antes incluso de mi nacimiento. Fue ensamblado por un coleccionista, un talentoso joven con un interés en robots de uso práctico. En aquellos días, el sujeto había sido uno de los tantos grupos e individuos trabajando en torno al problema de la inteligencia artificial.
Percepción, navegación, y resolución autónoma de problemas eran las tres cosas que más interesaban al joven. Había creado muchos robots, ensamblándolos a partir de juguetes rotos y desechos. Sus mentes —si acaso pudieran ser dignificadas con ese apelativo— fueron armadas son piezas de computadores, con sus simples programas trabajando al límite de la velocidad de procesamiento y memoria.
El joven llenó la casa con estas máquinas simples, diseñando cada una para una tarea específica. Uno de los robots era similar a una araña que trepando a los muros se encargaba de mantener limpios de polvo los marcos de las pinturas. Otra acechaba a la espera de moscas y cucarachas. Las atrapaba y digería, utilizando la energía liberada por la descomposición química de su biomasa para desplazarse de un lado a otro de la casa. Otro robot se ocupaba de pintar una y otra vez las murallas de la casa, para que así combinaran con las cambiantes estaciones del año.
Otro robot vivía en la piscina.
Se esforzaba escobillando incesantemente las cerámicas. El joven podría haber comprado un limpiador de piscinas barato por correo, pero le divertía haber diseñado su robot a partir de desechos, de acuerdo a sus propios y excéntricos principios de diseño. Otorgó al robot un sistema de visión completa de los colores y un cerebro lo suficientemente grande como para procesar los datos visuales de sus alrededores. Permitió al robot realizar sus propias decisiones sobre la que sería la mejor forma de limpiar la piscina. Le permitió elegir cuando limpiaba y cuando emergía a la superficie para recargar los paneles de baterías solares montados en su espalda. Le dotó de una primitiva noción de recompensa.
El pequeño limpiador de piscinas le enseñó al joven gran parte de los fundamentos del diseño robótico. Aquellas lecciones fueron incorporadas en los otros robots domésticos, hasta que uno de ellos —una simple aspiradora— se volvió lo suficientemente robusto y autónomo para que el joven comenzara a ofrecerlo como un producto de ensamblaje vía compra postal. El robot se vendió bien, y un año después el joven lo ofreció como un robot doméstico preensamblado. El robot fue un suceso inmediato, y la compañía del joven pronto se convirtió en líder del mercado robótico. En un lapso de diez años, el mundo bullía con sus maquinas inteligentes.
Nunca olvidó al pequeño limpia-piscinas. Una y otra vez lo utilizó como recipiente para probar nuevo hardware y nuevo software. Por etapas se convirtió en la más inteligente de sus creaciones, y la única que se rehusó a desarmar.
Cuando murió, el limpiador pasó a manos de su hija. Ella continuó con la tradición familiar, añadiendo más inteligencia a la pequeña máquina, Cuando ella murió, se lo legó al nieto del joven, quien vivía en Marte.
—Esta es la piscina original —dijo Zima—. Si es que no lo ha adivinado ya.
—¿Después de todo este tiempo? pregunté.
—Es muy antigua. Pero las cerámicas perduran. La parte más complicada fue encontrarla en primer lugar. Tuve que excavar a través de dos metros de suelo. Estaba en un lugar conocido como Silicon Valley.
—Estas baldosas son Azul Zima —afirmé.
—Azul Zima es el color de las baldosas —corrigió gentilmente—. El tono que el joven utilizaba para las cerámicas de su piscina.
—Entonces una parte de usted recordaba.
—Aquí es donde todo comenzó. Una primitiva y pequeña máquina con apenas una inteligencia rudimentaria que le permitía recorrer una piscina. Pero era mi mundo. Era todo lo que conocía, y todo lo que necesitaba conocer.
—¿Y ahora? —pregunté, sabiendo de antemano la respuesta.
—Ahora me voy a casa.
* * *
Yo estaba ahí cuando lo hizo. Para entonces las graderías estaban repletas de gente que había arribado para ver la performance, y el cielo sobre la isla era un mosaico de naves pegadas las unas contra las otras. La pantalla de distorsión había sido apagada, y las plataformas de las naves estaban repletas de espectadores distantes. Podían ver la piscina para entonces, su superficie clara y plana. Podían ver a Zima de pie en el borde, con los parches solares de su espalda brillando como escamas de serpientes. Ninguno de los espectadores tenía la menor idea de qué iba a ocurrir, o de su significancia. Esperaban algo espectacular —la presentación pública de un trabajo que echaría tierra sobre todo lo creado por Zima hasta entonces— pero todo lo que podían hacer era observar intrigados la piscina, preguntándose como podría aquello compararse a las telas que perforaban atmósferas o a los planetas envueltos en lienzos azules. Creían que la piscina era un distractivo. La obra de arte real —la pieza que anunciaría su retiro— debía estar en algún otro lugar, esperando a ser develada en toda su inmensidad.
Eso era lo que creían.
Pero yo sabía la verdad. Sabía mientras observaba a Zima en el borde de la piscina rindiéndose ante el azul. Me dijo exactamente como ocurriría: la lenta y metódica desconexión de sus funciones cerebrales superiores. No importaba que fuese irreversible: no quedaría suficiente de él como para lamentar lo que había perdido.
Pero algo quedaría —un pequeño núcleo del ser—, lo justo y necesario como para reconocer su propia existencia. El monto preciso de mente como para apreciar sus alrededores, y extraer algún placer por la ejecución de la tarea, no importaba lo irrelevante que fuese. Nunca necesitaría abandonar la piscina. Los parches solares le proveerían de toda la energía necesaria. Nunca envejecería, ni enfermaría. Otras máquinas se preocuparían de su isla, protegiendo la piscina y su silencioso nadador de las inclemencias del clima y el tiempo.
Siglos pasarían.
Miles de años, y entonces millones.
Más allá de eso, quién sabe. Pero de lo que si estaba segura es que Zima nunca se aburriría de su tarea. No había capacidad en su mente para el aburrimiento. Se habría convertido en pura experiencia. Si experimentaba alguna clase de gozo en la piscina, era la casi descerebrada euforia de un insecto polinizador. Eso era suficiente para él. Lo había sido en aquella piscina de California, y era suficiente para él ahora, miles de años después en la misma piscina en otro mundo, alrededor de otro sol, en una distante esquina de la Galaxia.
En cuanto a mí…
Resultó que recordaba más de nuestro encuentro en la isla de lo que tenía derecho a recordar. Saquen las conclusiones que quieran, pero al parecer no necesitaba tanto del AM como pensaba. Zima tenía razón: permití que mi vida se volviera un guión, un esquema. Era siempre vino tinto con los atardeceres, nunca blanco. En la clínica abordo del transporte estelar me instalaron las extensiones neuronales de memoria que me serían de utilidad por los próximos cuatrocientos o quinientos años. Algún día sería necesario recurrir a otra solución, pero cruzaría ese particular puente mnemónico cuando eso fuera necesario. Mi último acto, antes de desechar el AM, fue transferir sus observaciones en los espacios vacantes de mi aumentada memoria. Los eventos todavía no se sienten como si realmente me hubiesen ocurrido a mí, pero se ajustan mejor cada vez que los recuerdo. Cambian y se modifican, y los puntos álgidos se tornan más brillantes. Supongo que se vuelven un poco menos precisos cada vez que los recuerdo, pero como Zima dijo, puede que ese sea el punto.
Ahora sé porque quiso hablar conmigo. No fue sólo por mi historial biográfico. Fue porque deseaba ayudar a alguien más a dar un paso adelante, antes que él hiciera lo mismo.
Eventualmente encontré la forma como escribir su historia, y la vendí a mi antiguo periódico, la Crónica Marciana. Fue una buena visita al viejo planeta, especialmente ahora que lo habían movido a una órbita más cálida.
Eso fue hace mucho tiempo. Pero aún no he terminado con Zima, por extraño que parezca.
Cada par de décadas tomo un hiperlumínico a Murjek, desciendo en las calles de aquel avatar de Venecia, tomo un transporte a la isla, y me uno al puñado de visitantes en las graderías. Aquellos que vienen, como yo, deben pensar que el artista aún tiene una carta bajo la manga… una última sorpresa. Han leído mi artículo, la mayoría de ellos, así que saben lo que aquella lenta figura natatoria significa… pero aún no vienen en rebaños. Las graderías están siempre un poco vacías y tristes, incluso en un día bueno. Pero tampoco las he visto completamente vacías, lo que supongo es alguna clase de legado. Algunas personas lo entienden, otras nunca lo harán.
Pero eso es arte. [x]
Autor: Alastair Reynols
Traducción: Sergio Alejandro Amira
Imagen: inner-space
Lo que mas me llama la atencion de este cuento es que llega un momento en que no existe la capacidad de guardar los propios recuerdos, sensaciones y vivencia dentro de si mismo, sino que necesite una maquina para poder almacenarlo. No creo que muchos esten lejos de esta realidad.
Eso me entristece.
Creo que algo de ese exceso de recuerdos y poca capacidad de almacenaje ya estamos viviendo. Tu mismo computador guarda más información «personal» (fotos, videos, mails), de la que tienes en tu memoria directa.
El futuro ya está acá, solo que como alguien dice «no nos damos cuenta».
Excelente cuento. Se nota que el autor tiene muchísimo talento literario, y que por algo es tan famoso. Se nota una soltura para describir escenas, incorporar símbolos y meter al lector en la trama, que pocos escritores tienen. Excelente.
Ahora bien, lo de «joven» valor literario me parece muy divertido, pero que va si la Madonna también se cree una «chiquilla materialista»…
Finalmente, el cuento calza perfectamente con la Space Opera racionalista, a la Asimov. En efecto, el universo del autor pareciera ser el mismo que el del Buen Doctor, sólo que remozado con la nueva versión de windows. Me parece muy interesante que otros autores estén tomando el relevo del gran maestro.
Con respecto al cuento en sí, creo que la idea principal vino del Hombre Bicentenario, pero Reynolds es muy hábil y enmascara la misma hasta el final. El hilo conductor, en cambio, está basada en la psicología freudiana, y resulta ser muy interesante la manera en como la trata en el cuento. No digo más pues puedo arruinar el cuento.
Un siete.